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—¿El secretario?...—dice, bostezando, Zapoikin—. ¿Aquel borrachín?...
—¡Sí, el borrachín! Después iremos a comer, habrá entremeses, buñuelos; te pagarán el coche. ¡Vámonos, chico! Haz por pronunciar en el cementerio un discurso digno de Cicerón; te lo agradeceremos en el alma.
Zapoikin, acorde con su compañero, da a su fisonomía un aire melancólico, y ambos salen a la calle.
—Conozco bien a vuestro secretario —dice, subiendo en el coche—. Era un canalla y un bribón (¡que Dios le tenga en su santa gloria!) como hay pocos.
—¡Calla! No conviene insultar a los difuntos.
—Tienes razón: aut mortuis nihil bene; sin embargo, ha sido un tunante; nadie lo negará.
Los amigos alcanzan al acompañamiento y se unen a él. La comitiva adelanta a paso lento, lo que les permite entrar en las tiendas de bebidas que hallan al paso y tomar algunas copitas de aguardiente.
En el cementerio se canta un responso. La suegra, la esposa y la cuñada lloran mucho, según la costumbre. Cuando los sepultureros bajan el ataúd al hoyo, exclama la esposa: «Dejadme ir con él»; pero no le sigue a la tumba, acordándose seguramente de la pensión que ha de percibir. Cuando todo se calma, Zapoikin adelántase y toma la palabra:
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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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