Historia de mi Vida

Antón Chéjov


Novela



I

El jefe de la oficina me dijo:

—A no ser por lo mucho que estimo a su honorable padre, le habría hecho a usted emprender el vuelo hace tiempo.

Y yo le contesté:

—Me lisonjea en extremo su excelencia al atribuirme la facultad de volar.

Su excelencia gritó, dirigiéndose al secretario:

—¡Llévese usted a ese señor, que me ataca los nervios!

A los dos días me pusieron de patitas en la calle.

Desde que era mozo había yo cambiado ocho veces de empleo. Mi padre, arquitecto del Ayuntamiento, estaba desolado. A pesar de que todas las veces que había yo servido al Estado lo había hecho en distintos ministerios, mis empleos se parecían unos a otros como gotas de agua: mi obligación era permanecer sentado horas y horas ante la mesa-escritorio, escribir, oír observaciones estúpidas o groseras y esperar la cesantía.

Con motivo de la pérdida de mi último destino tuve, como es natural, una explicación enojosa con el autor de mis días. Cuando entré en su despacho, estaba hundido en su profundo sillón y tenía los ojos cerrados.

En su rostro enjuto, de mejillas rasuradas y azules, parecido al de un viejo organista católico, se pintaba la sumisión al destino.

Sin contestar a mi saludo, me dijo:

—Si tu madre, mi querida esposa, viviera todavía, serías para ella origen constante de disgustos y de bochornos. Dios, en su infinita sabiduría, ha cortado el hilo de su existencia para evitarle terribles decepciones.

Calló un instante y añadió:

—Dime, desgraciado, ¿qué voy a hacer contigo?

Antes, cuando yo era más joven, mis deudos y mis conocidos sabían lo que se podía hacer conmigo: unos me aconsejaban que ingresara en el ejército; otros, que me colocase en una farmacia; otros, que me colocase en telégrafos. Pero a la sazón, cuando yo ya tenía veinticinco años cumplidos y algunos cabellos grises en las sienes, lo que se podía hacer conmigo era un misterio para todos: había estado yo empleado en telégrafos, en una farmacia, en numerosas oficinas; había agotado los medios de ganarme, como decía mi padre, honorablemente la vida. Y todos los que me rodeaban me consideraban hombre al agua y sacudían la cabeza, al mirarme, de un modo compasivo.

—Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? —continuó mi padre—. A tu edad, los jóvenes ocupan ya una buena posición social, y tú no eres más que un proletario, un miserable que no sabe ganarse honorablemente la vida y que vive como un parasito a expensas de su padre.

Luego se extendió en largas consideraciones sobre su tema favorito: la perdición de la juventud contemporánea a causa de su falta de religión, de su materialismo y de su arrogancia. Los jóvenes de mi época, al decir del autor de mis días, se entregaban de lleno a los placeres, a las ideas perversas y a los espectáculos teatrales de aficionados, que el gobierno debía prohibir, puesto que no servían más que para apartar a la gente moza de la religión y del deber.

—Mañana —terminó diciendo— iremos juntos a ver a tu jefe, a quien le pedirás perdón y le prometerás ser en adelante un empleado modelo. No puedes, en manera alguna, renunciar a tu posición social.

Yo no esperaba nada bueno del sesgo que tornaba la plática, pero contesté:

—¡Oigame usted, padre, se lo ruego! Eso que llama usted posición social no es sino el privilegio del capital y de la instrucción. Los que no tienen ni una ni otra cosa se ganan el pan con un trabajo físico, y no sé en virtud de qué razones no me lo he de ganar yo así.

—Si empiezas a hablar de trabajo físico, no podemos seguir hablando.

»¿No comprendes, imbécil, cabeza hueca, que además de la fuerza bruta posees el espíritu de Dios, el fuego sagrado que te eleva infinitamente sobre un asno o un cerdo? Ese fuego sagrado ha sido conquistado en miles de años por los mejores hombres de la tierra. Tu bisabuelo el general Poloznev se distinguió en la batalla de Borodino; tu abuelo era poeta, orador y jefe de la nobleza del distrito; tu tío era pedagogo; yo, en fin, soy arquitecto. ¡Todos los Poloznev han guardado celosamente el fuego sagrado, y tú quieres apagarlo!

—Hay que ser justo: millones de hombres trabajan físicamente —objeté yo con timidez.

—¡Peor para ellos! Si trabajan físicamente es porque no saben hacer otra cosa. Su trabajo se halla al alcance de todos, incluso de los idiotas y los criminales. Es bueno para esclavos y bárbaros, mientras que sólo los elegidos pueden alimentar el fuego sagrado. Los elegidos son poco numerosos, y los esclavos y los bárbaros se cuentan por millones.

Era completamente inútil continuar la conversación. Mi padre se adoraba a sí mismo, y sólo concedía importancia a sus propias palabras. Lo que decían los demás no tenía valor alguno para él.

Por otra parte, yo sabía que el tono altivo con que hablaba del trabajo físico no obedecía tanto a su entusiasmo por el fuego sagrado como al temor que le inspiraba la opinión pública: si yo me hubiera convertido en un simple obrero, el escándalo en la ciudad habría sido enorme. Pero lo que principalmente le mortificaba era que todos mis compañeros de escuela hubieran terminado hacía tiempo sus estudios universitarios y se hubieran conquistado una posición. El hijo del director del Banco era jefe de una oficina muy importante, y yo, el hijo único del arquitecto municipal, no era nada aún.

No se me ocultaba que el seguir hablando no conducía a nada, a no ser a un grave disgusto; pero continuaba sentado frente a mi padre, defendiéndome débilmente, para ver si lograba que me comprendiese. La cuestión no pedía ser mas sencilla: no se trataba sino de encontrar una manera de ganarse el pan. Y mi padre no se hacía cargo de la sencillez de la cuestión, y me hablaba sin cesar, con frases afectadas, del fuego sagrado, de Borodino, del abuelo poetastro hacía tanto tiempo olvidado, etc., etc. Me trataba de idiota, de imbécil, de cabeza hueca, y, sin embargo, yo sólo quería que me comprendiese. A pesar de todo, él y mi hermana me inspiraban gran cariño. Acostumbraba, desde mi infancia, a no hacer nada sin su consejo. Estaba tan arraigada en mí esa costumbre, que desembarazarme no podré de ella nunca. Obrase o no con razón, siempre temía afligirlos, siempre temía que le diese a mi padre un ataque hemipléjico cuando se enfadaba conmigo, pues la ira le ponía fuera de sí, le subía la sangre a la cabeza.

—Estar sentado —dije— en una habitación mal aireada, copiar papeles, rivalizar con una máquina de escribir es vergonzoso y humillante para un hombre de mi edad. Y en nada de eso hay mi una chispa del fuego sagrado de que me habla usted.

—No obstante, es un trabajo intelectual —contestó mi padre—. ¡Pero basta! Pongámosle fin a esta conversación. Sólo he de advertirte que, si no sigues asistiendo a la oficina y te empeñas en obrar conforme a tus inclinaciones despreciables, yo y mi hija te privaremos de nuestro afecto.

»¡Y te desheredaré, te lo juro!

Con completa sinceridad, para probarle la pureza de mis intenciones, en las que quería inispirarme toda la vida, repliqué:

—La cuestión de la herencia no tiene para mí ninguna importancia. Renuncio de antemano a mi patrimonio.

Sin que yo lo esperase, tales palabras ofendieron mucho a mi padre. Se puso rojo como la grana.

—¿Te atreves a hablarme así, imbécil? —gritó con voz chillona—. ¡Canalla!

Y me dió un par de bofetadas.

—¡Eres un insolente!

En mi niñez, cuando mi padre me pegaba, yo debía permanecer derecho ante él, inmóvil, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, mirándole de frente. Ya hombre, si alguna vez me sacudía el polvo, el respeto y el hábito me compelían a adoptar la misma postura y a mirarle del mismo modo.

Aunque había envejecido, sus músculos eran aún fuertes, y los golpes que me administraba no tenían nada de suaves.

A la segunda bofetada, a pesar de mi respetuosa y añeja costumbre de quedarme quieto, retrocedí hasta el recibidor. Él me siguió, cogió su paraguas del perchero y empezó a darme paraguazos en la cabeza y en los hombros.

En aquel momento mi hermana, atraída por el ruido, abrió la puerta del salón. Al ver lo que ocurría, volvió la cabeza, pintados en el rostro el terror y la lástima, pero no pronunció ni una palabra en favor mío.

Mi decisión de no volver a la oficina de donde me habían echado, y de comenzar una vida nueva, de verdadero trabajo, era inquebrantable. Sólo me faltaba elegir oficio, lo que no me parecía difícil, pues me consideraba con vigor, perseverancia y capacidad para el trabajo más penoso. Harto sabía que la vida que me esperaba era una vida monótona de obrero, con sus miserias, su ambiente grosero, su constante temor de hallarse sin trabajo y perecer de hambre. Acaso al volver de mi trabajo por la calle de la Nobleza —la principal de la ciudad—, lamentase algún día no haber preferido una carrera intelectual; pero, por el momento, yo estaba muy satisfecho de mi decisión y no me espantaba la idea de las privaciones, las inquietudes y los sinsabores que me aguardaban.

En otro tiempo soñaba con una carrera intelectual: me imaginaba ya profesor, ya médico, ya literato. Pero mis sueños no se habían realizado.

Aunque sentía marcada inclinación por los placeres espirituales —principalmente por los que nos procuran las letras—, no sabía hasta qué punto el trabajo intelectual concordaría con mis aptitudes. En el Liceo manifesté una aversión tal a la lengua griega que me echaron sin aprobar el cuarto año. Luego estudié en casa mucho tiempo con profesores particulares, para poder examinarme y pasar al quinto año; después desempeñé todos los empleos de que he hablado, me dediqué a perder el tiempo en una porción de oficinas, lo cual me aseguraban que era trabajo intelectual. Mi servicio en tales oficinas no exigía de mí ni esfuerzos de ingenio, ni talento, ni capacidad personal, ni inspiración. Mi trabajo no difería en nada del de una máquina, y era, en mi sentir, más despreciable que cualquier trabajo físico. Me parecía imperdonable la vida ociosa, inútil, de la mayoría de los pretendidos trabajadores intelectuales, verdadera vida de parásitos. Quizás me equivocase. Quizás no tuviese yo idea de lo que es el auténtico trabajo intelectual.

Empezó a anochecer.

Nuestra casa se hallaba en la calle de la Nobleza, por la que, a falta de un buen jardín público, se paseaba todas las tardes la gente distinguida de la ciudad.

La calle era encantadora y podía, hasta cierto punto, reemplazar a un jardín: la bordeaban dos hileras de acacias que exhalaban en el buen tiempo un olor delicioso, sobre todo después de la lluvia. Por encima de las tapias de los jardincillos domésticos asomaban sus ramas las lilas, las acacias, los manzanos.

Estábamos en el mes de mayo. A pesar de que no eran nuevas para mi aquellas tardes primaverales con sus suaves penumbras, con sus tiernos verdores, con sus delicadas fragancias, con su dulce rumor de insectos, con su tibia temperatura, todo eso aquel día me impresionaba más que de costumbre y ponía en mi alma una languidez singular.

Me hallaba en el portal de casa y contemplaba a los paseantes. Conocía a la mayor parte desde mi niñez, y no pocos de ellos habían jugado conmigo. A la sazón, mi compañía, si me hubiera acercado a ellos, los habría enojado, pues yo iba vestido pobremente y nada a la moda; llevaba unos pantalones muy estrechos y unas botas muy grandes, que parecían barcos. Además, mi reputación en la ciudad dejaba mucho que desear. Yo era un hombre, que no se había conquistado una posición, que jugaba al billar en cafetines de mala nota y que había sido dos veces —no sé el motivo a ciencia cierta— conducido a la gendarmería.

En el caserón frontero a casa, perteneciente al ingeniero Dolchikov, alguien tocaba el piano.

La obscuridad se fue adensando y aparecieron en el cielo las primeras estrellas.

Andando lentamente y saludando a los paseantes, pasó mi padre, con su viejo sombrero de copa, del brazo de mi hermana.

—¡Mira! —le decía, señalando al cielo con el paraguas con que me había pegado horas antes—. ¡Mira el cielo! Todas las estrellas que ves, hasta las más pequeñas, son mundos. El hombre, comparado con la inmensidad del Universo, es como un granito de arena.

Afirmaba esto con el tono de quien está muy orgulloso y muy contento de ser tan poca cosa.

¡Qué corto de alcances es! No tiene talento ninguno. Desde hace muchos años no hay otro arquitecto en la ciudad, en la que no se ha construido en todo ese tiempo una casa de regulares condiciones estéticas y prácticas.

El buen señor se guía por métodos de construcción horriblemente rutinarios. Cuando se le encarga una casa, lo primero que dibuja en el plano es el salón.

Luego añade el comedor, el cuarto de los niños, el gabinete, las alcobas, y pone en comunicación unas con otras por medio de puertas todas estas habitaciones, de modo que para llegar a la última es preciso pasar por cada una de las anteriores y nadie puede disponer enteramente de ninguna.

Se advierte que conforme va componiendo el plano se le van ocurriendo ideas incoherentes, estrechas, mezquinas, limitadas, y que conforme va dándose cuenta de sus olvidos va añadiendo detalles.

La cocina la coloca siempre en el sótano, con una bóveda de piedra y un suelo de ladrillos. La fachada siempre es sombría, seca, triste, de líneas severas, baja, como aplastada; las chimeneas, anchas y feas, están cubiertas por unas caperuzas de alambre.

No sé por qué, todas las casas construidas por mi padre me recuerdan de un modo vago su sombrero de copa y su nuca.

Poco a poco los habitantes de la ciudad se fueron acostumbrando a su estilo arquitectónico, que llegó a tener un valor local.

Ese mismo estilo lo llevó a mi vida y a la de mi hermana. A mí me puso el nombre bíblico de Misail y a mi hermana el histórico de Cleopatra.

Cuando era pequeña, le hablaba de las estrellas, de los sabios de la antigüedad, de nuestros abuelos, que debían servirnos de ejemplo. A la sazón tenía ya veintiséis años y seguía hablándole de las mismas cosas.

Evitaba con sumo cuidado el que se tratase con mozos. No le permitía pasear en otra compañía que la suya. Estaba seguro de que el día menos pensado se presentaría un joven distinguido y de excelente educación, que la pediría por esposa. Y mi pobre hermana le adoraba, le temía y le consideraba el más inteligente de los hombres.

Cerró la noche por completo y no tardó la calle, en quedarse desierta.

En casa del ingeniero Dolchikov cesaron de tocar el piano. La puerta cochera se abrió poco después, y un coche arrastrado por tres magníficos caballos salió, con un alegre ruido de cascabeles: el ingeniero y su hija se dirigían a las afueras de la ciudad a dar un paseo nocturno.

Era hora de acostarse.

Yo tenía en la casa una habitación; pero habitaba en un cuartito que había en el patio, en un cobertizo de ladrillos. Aquel cuartito había sido construido no se sabe para qué; probablemente para guardar los trastos viejos. Hacía treinta años que mi padre depositaba allí la colección de su periódico, cuyos números hacía empaquetar cada seis meses y guardaba celosamente, como algo precioso.

Yo le había tomado cariño a aquel cuartito abandonado: en él vivía sin que nadie me molestase, y veía lo menos posible a mi padre y a sus visitas. Además, se me antojaba que no habitando en la misma casa, y no yendo todos los días a comer, mi padre no podría echarme tanto en cara el vivir a su costa.

Mi hermana me atendía en mi apartamiento. A hurto de mi padre me llevó la cena: un trocito de vaca fiambre y un pedazo de pan. En casa se gastaba poco; mi padre siempre estaba hablando de la necesidad de limitar los gastos todo lo posible.

—Hay que calcular siempre —decía—. Al dinero le gusta ser contado y recontado.

Mi hermana, guiándose por estas máximas triviales y enojosas, procuraba economizar cuanto le era dable, y en casa se comía muy mal.

Puso sobre la mesa el plato con la cena, se sentó en mi cama y empezó a llorar.

—¡Misail! —dijo—, ¿qué has hecho?

Se pintaba en su rostro gran desconsuelo. Le caían las lágrimas sobre el pecho y en las manos. Apoyó la cabeza en la almohada y prorrumpió en sollozos, presa de un gran temblor.

—¿Has abandonado de nuevo tu empleo? —prosiguió—. ¡Es terrible!

Sus lágrimas me desesperaban, y yo no sabía qué hacer para consolarla.

El quinqué, en el que se había acabado el petróleo, estaba a punto de apagarse. Sombras fantásticas llenaban mi pobre habitación.

—¡Ten piedad de nosotras! —me rogó mí hermana, levantándose—. ¡Papá sufre tanto por tu culpa! ¡Y yo estoy enferma, no puedo más, me vuelvo loca!

Tendiéndome las manos, me imploró:

—¡Vuelve a la oficina! ¡Hazlo en memoria de nuestra pobre madre!

—No puedo, Cleopatra —contesté, sintiendo que mis energías flaqueaban, y casi a punto de ceder—. ¡No puedo!

—Pero ¿por qué? Si no quieres volver a la misma oficina, a causa de tu disgusto con el jefe, puedes buscarte otra colocación. ¿Por qué no te colocas en las oficinas de ferrocarriles? He hablado esta tarde con Ana Blagovo, y me ha asegurado que puedes encontrar en ellas un empleo, para lo que se halla dispuesta a ayudarte. ¡Por Dios, Misail, recapacita y haz lo que te pedimos!

Nuestra conversación se prolongó aún un poco, y acabé por capitular.

—Nunca —dije— se me había ocurrido ingresar en esas oficinas. Probaré.

Se trataba de una vía férrea en construcción en las cercanías de la ciudad.

Mi hermana se sonrió con alegría al través de sus lágrimas, y me apretó la mano. El quinqué se apagó del todo y me dirigí a la cocina en busca de petróleo.

II

Como no había teatro en la ciudad, solían organizarse funciones de aficionados, conciertos, cuadros vivos, a beneficio, naturalmente, de los pobres.

Entre los aficionados se distiguía la familia Achoguin, que tenía, como nosotros, su morada en la calle de la Nobleza. Casi siempre los espectáculos se celebraban en aquel amplio caserón. Los Achoguin pagaban todos los gastos y desplegaban gran actividad en los preparativos.

Era una familia de ricos terratenientes. Poseía en el distrito más de tres mil hectáreas de tierra y una hermosa casa de campo. Pero poco amiga de la vida campestre, se pasaba todo el año en la ciudad.

La constituían la madre, una señora alta, delgada, pelicorta, que solía llevar, a la usanza inglesa, una falda lisa y una chaqueta hechura sastre, y tres hijas. Al hablar de ellas no se las designaba por sus nombres de pila, sino que se decía sencillamente: la mayor, la de en medio y la pequeña. Las tres eran feas, de barbilla aguda, cortas de vista y tenían los ojos oblicuos. Vestían como su mamá. Su voz desagradable, opaca, no les impedía tomar parte en los espectáculos. Casi siempre estaban ocupadas en preparativos de conciertos, representaciones teatrales, charadas.

Declamaban, recitaban, cantaban. Las tres eran muy graves y no se sonreían nunca; hasta el teatro cómico lo interpretaban de un modo tan serio, si se les asignaban papeles en él, que parecían, más que intérpretes de una farsa regocijada, tenedores de libros.

A mí me divertían las funciones de aficionados, sobre todo los ensayos, en los que reinaba un gran desorden y solía armarse una algarabía infernal, y al final de los cuales se nos convidaba siempre a cenar. Yo no tomaba parte alguna en la elección de obras ni en el reparto de papeles.

Mi trabajo consistía en copiarlos, pintar las decoraciones, apuntar, imitar entre bastidores el ruido del trueno, el canto del ruiseñor, etc.

Como iba mal vestido y carecía de una posición social honorable, me mantenía durante los ensayos un poco a distancia de la gente, a la sombra de los bastidores y no despegaba los labios.

Pintaba las decoraciones en el patio de casa de los Achoguin y me ayudaba en tal tarea un pintor decorador, o, como se denominaba él mismo, un «contratista de obras pictóricas», llamado Andrés Ivanovich. Era un hombre de unos cincuenta años, de elevada estatura, muy delgado y muy pálido, con la faz rugosa y unas grandes ojeras azules. Su aspecto enfermizo me asustaba un poco. Padecía no sé qué dolencia incurable. Con frecuencia se ponía a morir, pero guardaba cama unos días y se levantaba de nuevo, asombrado él mismo de seguir aún con vida.

—¡A pesar de todo no me he muerto! —decía.

En la ciudad le conocían, más que por Ivanov, por Nabó, no sé con qué motivo. Como a mí, le gustaba mucho el teatro. En cuanto sabía que se preparaba alguna función, dejaba todos sus trabajos y acudía a casa de Achoguin, a pintar las decoraciones.

El día siguiente a mi conversación con mi hermana trabajé en casa de Achoguin desde por la mañana hasta el anochecer.

La hora fijada para el comienzo del ensayo era las siete de la tarde. A las seis ya habían llegado cuantos habían de tomar parte en la función.

Las tres muchachas —la mayor, la de en medio y la pequeña— se paseaban por el escenario, cuaderno en mano, recitando sus papeles. Nabó, con un largo gabán rojo y una ancha bufanda, miraba, de pie junto a la puerta, al escenario, como mira, en un templo, el altar un creyente devoto. La señora Achoguin se acercaba ya a uno, ya a otro de los concurrentes y le decía a cada cual una cosa agradable. Tenía la costumbre de mirar fijamente a sus interlocutores y hablarles en voz baja, como si estuviera conversando de un modo muy confidencial.

—Debe de ser dificilísimo el pintar las decoraciones —me dijo quedito, acercándose a mí—. He estado hablando con la señora Mufke de las supersticiones arraigadas en nuestra sociedad. ¡Es terrible! No sabe usted lo que yo he luchado contra ellas. Para que la servidumbre se dé cuenta de lo ridículas que son, mando encender todas las noches tres bujías en mi habitación y procuro hacer en día 13 las cosas importantes. La pobre gente está segura de que tres bujías y la fecha 13 traen desgracia…

En aquel momento entró la hija del ingeniero Dolchikov, una rubia muy bella, vestida, como se decía entre nosotros, lo mismo que una parisién.

Nunca tomaba parte en las representaciones; pero en los ensayos se ponía siempre en el escenario una silla para ella y no empezaba la función mientras ella no llegaba, radiante, elegantísima, y no se sentaba en un sillón de primera fila.

Se la respetaba mucho, como a una persona que había vivido largo tiempo en la capital. Sólo ella podía permitirse, durante los ensayos, hacer observaciones críticas. Las hacía con una sonrisa de condescendencia y se advertía que consideraba el espectáculo un juego inocente de niños.

Se decía que había estudiado canto en el Conservatorio de Petrogrado y hasta que me gustaba mucho, y mis ojos solían no apartarse de ella en todo el ensayo.

Inesperadamente se presentó mi hermana en el escenario, puesto el sombrero y el abrigo, y acercándose a mí me dijo:

—¡Ven!

La seguí. Detrás del escenario se hallaba Ana Blagovo, también ensombrerada.

Era la hija del vicepresidente de la Audiencia, que residía en la ciudad desde hacía un sinfín de años, casi desde el día en que la Audiencia se creó. Como era de elevada estatura y muy bien formada, se la invitaba siempre a tornar parte en los cuadros vivos. Cuando aparecía en ellos vestida de hada o haciendo de estatua de la Gloria, parecía turbada en extremo y se ponía colorada hasta la raíz de los cabellos. En las funciones de teatro nunca tomaba parte, y rara vez asistía a los ensayos, en los que, además, no salía de entre bastidores.

Aquel día sólo estuvo unos momentos y ni siquiera entró en la sala.

—Mi padre —me dijo secamente, sin mirarme y ruborizándose— le ha recomendado a usted. El señor Dolchikov le ha prometido darle a usted un empleo en el ferrocarril. Vaya usted a verle mañana. Estará en casa.

Yo la saludé y le di las gracias.

—En cuanto a eso —añadió, señalando al cuaderno de los papeles que yo llevaba en la mano—, lo mejor sería que dejase usted de emplear tiempo en ello.

Luego, ella y mi hermana se acercaron a la señora Achoguin, con la que hablaron en voz baja durante dos minutos, dirigiéndome frecuentes miradas.

Parecían deliberar.

—Si le reclaman a usted —me dijo la señora Achoguin, acercándose a mí y mirándome con fijeza— ocupaciones más serias, puede entregar ese cuaderno a otra persona. ¡Deje usted eso, amigo mío, y vaya a sus quehaceres!

Saludé y me fui muy turbado.

Apenas hube yo salido, vi salir a mi hermana y a la señorita Blagovo.

Iban hablando con gran calor, probablemente de mí y de mi posible regeneración, y caminaban muy de prisa. Se veía que a mi hermana, que nunca asistía a los ensayos, le remordía la conciencia el haberse estado, en casa de Achaguin, y tenía miedo de que mi padre se enterase.

Al día siguiente, a cosa de la una de la tarde, me presenté en casa del ingeniero Dolchikov.

Me acompañó un criado a un hermoso aposento, que era al mismo tiempo el salón y el cuarto de trabajo del ingeniero. Todo era allí agradable, elegante y producía una impresión extraña en quien, como yo, no estaba acostumbrado a ver un lujo parecido. Ricos tapices, amplios sillones, cuadros con marcos de terciopelo, bronces. Se veían en las paredes retratos de bellas mujeres de rostro inteligente, en actitudes descocadas.

Una puerta de cristales ponía la estancia en comunicación con una gran terraza cuyas escalinatas bajaban a un ameno jardín. En la terraza se veía una mesa servida para el almuerzo adornada con profusión de rosas y lilas y bien provista de botellas.

Flotaba en el aire el aroma de un cigarro habano. Sonreían allí el sol, la primavera y la felicidad. Se advertía que en aquella casa moraban el contento, la satisfacción, la ventura.

Ante la mesa de despacho estaba sentada, leyendo un periódico, la hija del ingeniero.

—¿Quiere usted ver a mi padre? —me preguntó—. Está bañándose y no tardará en salir. Tenga la bondad de sentarse.

Me senté.

—Usted vive en la casa de enfrente, ¿verdad? —me dijo, tras un corto silencio.

—Sí.

—Algunas veces me distraigo mirando por la ventana —continuó, sin apartar la vista del periódico— y los veo a usted y a su hermana. Su hermana de usted tiene una cara muy simpática, una cara leal y seria.

En aquel momento entró Dolchikov frotándose el cuello con una toalla.

—Papá, el señor Poloznev te espera hace un ratito.

—Sí; Blagovo me ha hablado de él —contestó el ingeniero, volviéndose a mí sin tenderme la mano—. Pero no puedo ofrecerle nada. No tengo plazas.

Se detuvo frente a mí y me dijo, con un tono tan poco amable que parecía reñirme:

—¡Son ustedes una gente extraña, señores! Todos los días vienen una porción de caballeros a pedirme empleos, como si yo fuera un ministro. Yo, señores, no dispongo de empleos para intelectuales, es decir, para personas que sólo saben emborronar papel. En la vía férrea que estoy construyendo lo que necesito son mecánicos, cerrajeros, ingenieros, carpinteros, no escritores. ¡Conmigo hay que trabajar duramente y no burocratear! ¿Estamos?

Su persona producía la misma impresión de felicidad, de bienestar, que todo cuanto le rodeaba. Grueso, vigoroso, de carrillos rojos, de pecho ancho, limpia y fresca la piel recién enjugada, vestido con una ancha blusa de seda y unos holgados pantalones, parecía un cochero de opereta.

Tenía los ojos claros e inocentes, la nariz aguileña, ni un solo cabello blanqueaba en su perillita redonda.

—¿Qué saben ustedes hacer? —prosiguió—. ¡No saben ustedes hacer nada los intelectuales! Yo, sin ir más lejos, soy ahora ingeniero, gozo de buena posición; pero antes de llegar a esto he pasado por todas las miserias, he trabajado como simple maquinista, he sido dos años, en Bélgica, fogonero de locomotora. ¿Usted para qué sirve, para qué trabajo se considera útil?

—Sí; tiene usted razón —repuse, muy turbado ante la mirada severa de sus ojos claros e inocentes.

—Al menos, ¿sabe usted manejar el aparato telegráfico? —me preguntó, tras una corta reflexión.

—Sí; he estado empleado en Telégrafos.

—Bueno… Ya veremos. Por de pronto puede usted salir para Dubechnia.

»Allí tengo ya un empleado; pero no vale nada.

—¿En qué consistirá mi trabajo?

—Ya decidiremos. Váyase. Daré órdenes. Pero se lo prevengo: no se me emborrache y no me moleste con peticiones; pues de lo contrario le despediré.

Y se sentó en una butaca sin hacerme siquiera una inclinación de cabeza. La conversación había terminado. Saludé al ingeniero y a su hija y me fuí.

La impresión que me produjo tal entrevista no pudo ser más deprimente.

Cuando llegué a casa y mi hermana me preguntó cómo me había recibido el señor Dolchikov, no tuve alientos para pronunciar ni una palabra: tan abatido estaba.

Al día siguiente me levanté antes de salir el sol para irme a Dubechnia. Nuestra calle estaba completamente desierta. Todo el mundo dormía aún, y mis pasos resonaban ruidosos y aislados en el silencio matutino. Las acacias, cubiertas de rocío, impregnaban el aire de una deliciosa fragancia.

Yo estaba triste y sentía en el alma tener que dejar la ciudad. La amaba mucho y me parecía bella y cómoda. Me placían el verdor de sus calles, sus dulces mañanas soleadas, el campaneo de sus iglesias. Sólo la gente que vivía en ella me era extraña, desagradable, odiosa a veces. Ni la amaba ni la comprendía.

No acertaba a explicarme por qué y cómo vivían aquellos sesenta y cinco mil habitantes. Sabía que Tula fabrica samovares y fusiles, que Moscú es un centro importante de producción, que Odesa es un gran puerto de mar; pero ignoraba el papel de nuestra ciudad en el mundo y la razón de su existencia.

Los vecinos de la calle de la Nobleza y de dos o tres calles más vivían de sus rentas y de los sueldos que cobraban como empleados del Estado; pero los de las otras calles que se extendían paralela y perpendicularmente en un área de tres kilómetros ¿de qué diablos vivían?… Esto era para mí un enigma. Vivían, eso sí, de una manera repugnante. No había en la ciudad ni un buen jardín público, ni un teatro, ni siquiera una mediana orquesta. Aunque poseíamos dos bibliotecas —una del Municipio y otra perteneciente al Casino—, no las solían visitar sino jóvenes israelitas, y las revistas permanecían meses enteros sin abrir.

Gente rica, hasta intelectual, dormía en alcobas angostas, se acostaba en camas de madera llenas de chinches; los cuartos de los niños eran verdaderas pocilgas; la servidumbre dormía en la cocina, sin más lecho que el suelo, y se abrigaba con harapos. La alimentación era mala, y poco abundante en la mayoría de las casas.

En el Consejo Municipal, en el Gobierno, en el Palacio Episcopal se hablaba sin cesar de la necesidad de dotar de aguas a la ciudad, donde las que había eran escasas y malsanas; pero se tropezaba con la falta de dinero. Sin embargo, había entre nosotros millonarios que perdían en una sola noche miles de rublos en el juego y que también ellos bebían agua insalubre, sin ocurrírseles siquiera hacer un pequeño sacrificio pecuniario en beneficio de la población.

Yo no podía concebirlo: estando en su mano favorecer la ciudad con notables mejoras, ponían el grito en el cielo porque el Gobierno le negaba un crédito al Ayuntamiento.

Entre todos los vecinos que yo conocía no había un hombre honrado. Mi padre recibía subvenciones, y se figuraba que se las daban por su bella cara; los estudiantes, para que los profesores no los tratasen con demasiada severidad en los exámenes, solicitaban de ellos clases particulares, que les pagaban carísimas; la señora del gobernador militar recibía fuertes sumas por que su marido librase a los mozos del servicio, y además se hacía llevar los mejores vinos y tomaba unas borracheras escandalosas; los médicos aprovechaban cuantas ocasiones se les ofrecían de medrar a costa del pueblo, y el del Municipio, por ejemplo, recibía regalos de casi todos los carniceros cuyos establecimientos estaba obligado a inspeccionar. En todas partes se consideraba al solicitante un ser cuya misión era la de pagar, y en el Ayuntamiento, en las escuelas, en las oficinas se le engañaba, se le vendían certificados falsos, se hacía todo lo posible por sacarle los cuartos.

Y la pobre gente sabía muy bien que sin una gratificación no se podía conseguir nada, y pagaba a los empleados su tributo de cientos de rublos, y a veces hasta de treinta o cuarenta copecks.

Los que no tomaban gratificaciones —por ejemplo, los jueces o el fiscal—, eran altivos, fríos, de ideas estrechas; trataban a la gente con desdén; jugaban, bebían; sólo se casaban con muchachas ricas, y su influjo en la sociedad no era nada beneficioso.

Únicamente las doncellas eran puras de alma. Casi todas tenían aspiraciones nobles y un corazón limpio y entusiasta; pero no comprendían la vida; su concepto del mundo pecaba de cándido; reputaban normal cuanto pasaba en torno suyo. Luego, de casadas, envejecían de un modo prematuro y se hundían en el cieno de una existencia gris, vulgar.

III

El camino de hierro en construcción cerca de la ciudad atraía gran número de obreros. Las vísperas de fiesta se paseaban por las calles en nutridos grupos, atemorizando a los indígenas. A veces, cometían robos.

Era frecuente verlos, con la cara cubierta de sangre, destocados, la blusa hecha jirones, conducidos al puesto de policía por haber hurtado un samovar o una pieza de ropa tendida.

Sus lugares predilectos eran los mercados y las tabernas. En la anchura abierta a los cielos de las plazas públicas comían, bebían, gritaban, juraban. En cuanto veían una mujer de conducta no muy austera la saludaban con un coro de agudos silbidos.

Los lonjistas, para divertirlos, les daban vodka a los gatos y a los perros, o ataban a la cola de un can una lata vacía y asustaban con grandes gritos al pobre animal, que, aterrorizado, corría que se las pelaba, chillando y moviendo con la lata un infernal estrépito, en la creencia, sin duda, de que le perseguía un monstruo, y no paraba hasta las afueras, adonde llegaba sin aliento. No pocas veces la cerril diversión acababa volviéndose el can loco.

La estación se había emplazado a cinco verstas de la ciudad. Se decía que los ingenieros le habían pedido al Ayuntamiento cincuenta mil rublos para hacer pasar el camino de hierro por la ciudad, y que el Ayuntamiento no había querido dar más que cuarenta mil, lo que había sido causa de que las negociaciones fracasaran y la línea se construyese a gran distancia de la población. Luego, el Ayuntamiento lamentó no haber aceptado las proposiciones de los ingenieros; pues se vio obligado a hacer un camino hasta la estación, lo cual era mucha más caro.

La línea estaba ya casi terminada; los rieles y las traviesas colocados. Pequeños trenes cargados de materiales de construcción y de obreros circulaban ya. Sólo faltaban los puentes, de cuya construcción estaba encargado el ingeniero Dolchikov. Muchas estaciones también estaban edificándose aún.

La de Dubechnia era la más próxima a la ciudad, de la que distaba diez y siete verstas.

Yo avanzaba sin apresurarme. Los campos verdeaban a uno y otro lado del camino. Todo estaba inundado de sol. El paisaje era agradable, pintoresco.

A lo lejos se divisaban la estación, algunas colinas, unas cuantas casas de campo.

Yo respiraba a pleno pulmón y me sentía feliz. Procuraba no pensar en nada, para saborear más por entero aquellas horas de libertad. Desechaba todo pensamiento relacionado con mi padre, con el ingeniero Dolchikov, con el empleo que me esperaba en Dubechnia. ¡Ah, si fuera posible no estar sujeto al hambre! Entonces podría uno ser libre como un pájaro. El hambre era mi más terrible enemigo. Cuando tenía hambre, el deseo impetuoso de llenar la barriga turbaba mis mejores pensamientos.

Aquella mañana, por ejemplo, todo era en torno mío bello, resplandeciente; estaba yo solo en mitad de los campos sin límites, miraba cernirse en el aire una alondra canora… y pensaba: «¡Con qué gusto me comería un pedazo de pan con manteca!» Sentado un instante a la orilla del camino, quería entregarme de lleno al deleite de aspirar la fresca brisa matinal, y —¡ay!— de pronto se me venía a la imaginación el olor delicioso de las patatas fritas.

Era robusto, corpulento, y tenía un apetito de lobo; pero rara vez podía satisfacerlo, y casi siempre estaba hambriento. Quizá debido a eso no ha extrañado nunca que la gente del pueblo hable de comer casi constantemente y sólo piense en el pan cotidiano. El hambre es el motor principal de la actividad humana.

En Dubechnia estaba terminándose la edificación de la estación. Ya había comenzado a alzarse el piso superior. En el inferior trabajaban los pintores.

Hacía un calor horrible. Los obreros trabajaban sin energía enervados por el ardor del sol. Algunos estaban sentados, dormitando, sobre montones de ladrillos y piedras, y el sol les quemaba la cara.

Ni un árbol en una gran distancia. El hilo del telégrafo, sobre el que reposaban algunos pajarillos, sonaba con un rumor monótono.

Empecé a vagar por entre los montones de materiales sin saber lo que debía hacer. Recordaba que el señor Dolchikov, cuando le pregunté cuál era mi obligación en Dubechnia, me había contestado: «Ya veremos». Yo no veía nada. ¿Que podía ver en aquel desierto, entre aquellos montones de materiales en desorden?

Poco a poco la fatiga y el fastidio fueron adueñándose de mí. Las piernas apenas me obedecían y sentía un deseo creciente de agazaparme en un rincón.

Después de ir y venir durante dos horas por los alrededores de la estación, paré mientras en una serie de postes telegráficos que se alejaba y desaparecía, a unas dos verstas de distancia, tras una tapia blanca. Los obreros me dijeron que allí estaban las oficinas, y caí al fin en la cuenta de que allí era adonde debía dirigirme.

A los veinte minutos me hallaba a la puerta de las oficinas.

Estaban instaladas en una vieja casa de campo abandonada hacía mucho tiempo. Las paredes estaban medio en ruinas, y el tejado, cubierto de orín y lleno de remiendos. En torno del edificio se extendía un gran patio que parecía, una pradera pues verdeaba la hierba en él por todas partes. A derecha e izquierda veíanse dos pabelloncitos parejos en tamaño y construcción. En uno de ellos, las ventanas estaban cubiertas con tablas, y diríanse unos ojos ciegos. Junto al otro, cuyas ventanas se hallaban abiertas, había ropa secándose al sol, colgada de una cuerda, y se paseaban unos ternerillos. El último poste telegráfico se alzaba dentro del patio, y el hilo penetraba, por una ventana, en uno de los pabellones.

La puerta estaba abierta, y entré. Ante una mesa sobre la que había un aparato de telegrafía estaba sentado un señor de cabello obscuro y rizoso, con una larga blusa blanca.

Levantó la cabeza y me miró severamente; pero en seguida una sonrisa iluminó su rostro.

—¡Calla! ¿Eres tú, Poloznev?

Yo también le reconocí al punto. Era Iván Cheprakov, un compañero de Liceo. Le habían expulsado, cuando cursaba segundo año, porque le sorprendieron fumando.

No olvidaré nunca mis excursiones cinegéticas en su compañía. Cazábamos pájaros y luego los vendíamos en el mercado. Acechábamos horas enteras, en otoño, las bandadas que huyendo del filo emigraban a países más cálidos, y hacíamos en ellas estragos valiéndonos de pequeños cartuchos. Muchos de los pobres pájaros heridos morían entre nuestras manos; otros curaban y los vendíamos, haciéndolos pasar por machos aunque no lo fuesen.

Cheprakov era de constitución débil; tenía el pecho angosto, la espalda encorvada, las piernas largas. Vestía con un gran descuido. Llevaba la sucia y estrecha corbata mal anudada; no usaba chaleco; sus botas sobrepujaban en vejez a las mías. Sus movimientos eran bruscos, nerviosos: se estremecía a cada instante como si siempre se encontrase bajo el imperio del miedo. Hablaba de un modo incoherente y se interrumpía con frecuencia.

—Oye… ¿Qué iba yo a decirte?… No me acuerdo…

Despaciosamente me puso en autos de todo lo relativo a Dubechnia. Me contó que la finca donde me hallaba, a la sazón pertenecía a sus padres, y que el otoño anterior había sido adquirida por el ingeniero Dolchikov, el cual opinaba que era mucho más ventajoso poseer tierras que guardar el dinero en el Banco, y había ya comprado en nuestra región tres grandes fincas. La madre de Cheprakov —su padre había muerto hacía mucho tiempo— no había consentido en vender Dubechnia sino con la condición de poder habitar durante dos años después de la venta en uno de los pabellones.

Además, Dolchikov le había dado una colocación a mi amigo en la oficina.

—Ha hecho un magnífico negocio comprando Dubechnia —dijo Cheprakov—. Es un cuco. Sabe sacar provecho de todo.

Luego me llevó a su pabellón a almorzar.

—Vivirás conmigo en mi pabellón —decidió de pronto—. Comerás con nosotros. Aunque mi madre es avara, no te hará pagar demasiado.

Las habitaciones que habitaba su madre eran muy reducidas. Estaban atestadas de muebles que se habían transportado allí de la casa grande después de la venta de la finca. Hasta en el vestíbulo y en el pasillo había numerosas mesas, sofás y butacas. El mobiliario era viejo, de caoba.

La señora Cheprakov, una dama corpulenta y anciana, hallábase sentada en un gran sillón, junto a la ventana, y hacía calceta. Me recibió con un empaque presuntuoso.

—Te presento, mamá, a mi amigo Poloznev —le dijo su hijo—, que va a ser empleado aquí.

—¿Es usted noble? —me preguntó ella.

—Sí —repuse.

—Tenga la bondad de sentarse.

El almuerzo dejó mucho que desear. Se compuso de un pastel de queso amargo y una sopa en leche.

La señora Cheprakov guiñaba de vez en cuando, ora un ojo, ora otro.

Eran movimientos involuntarios y morbosos. Había un no sé qué en toda ella que anunciaba una muerte próxima. Hasta se me antojaba que olía a cadáver.

La vida estaba casi apagada en aquella mujer, en la que lo único que sobrevivía era la idea de su nobleza, de los muchos siervos que tuvo en otro tiempo, de su calidad de viuda de un general y de su derecho, por tanto, a ser tratada de excelencia. Cuando se acordaba de todo eso, su cuerpo semimuerto se animaba un poco, y le decía a su hijo:

—Juan, ¿has olvidado cómo se coge el cuchillo?

A mí me hablaba con un acento afectado de gran señora.

—Sabrá usted por Juan que hemos vendido la finca. Es sensible, pues le teníamos mucho cariño. Pero Dolchikov ha prometido nombrar a mi hijo jefe de la estación, y seguiremos viviendo aquí… El señor Dolchikov es muy bueno. Y guapo, ¿verdad?

Hasta no mucho tiempo antes, la familia Cheprakov había sido muy rica; pero después de la muerte del general había poco a poco venido a menos. La señora Cheprakov empezó a armar pleitos con sus vecinos, a querellarse por cualquier motivo ante los tribunales, a reñir con los proveedores y los obreros, a quienes no quería pagar. Siempre desconfiada, sospechando siempre que intentaban robarle, su estúpida administración dio al cabo al traste con su fortuna. A los pocos años de la muerte del general, Dubechnia se hallaba en un estado desastroso y no parecía la misma finca.

Tras la casa grande había un viejo jardín descuidado, abandonado, cubierto de una vegetación salvaje.

Subí a la terraza, todavía muy hermosa y bien conservada. A través de una puerta vidriera vi una vasta estancia —el salón, a lo que induje— en la que había un piano antiguo y grandes lienzos patinosos con marcos de caoba, restos de lujos pretéritos.

En el jardín, al otro lado de la terraza y no lejos de ella, veíanse algunos cuadros de amapolas y de claveles medio secos, y numerosos abedules y unos jóvenes, que solían crecer demasiado cerca unos de otros y se quitaban espacio mutuamente.

Más allá no había otros árboles que algunos cerezos, manzanos y perales, dispersos entre la hierba que hacían del jardín un prado, y tan altos y copudos que no era empresa fácil reconocer a primera vista su especie.

Se advertía que nadie cuidaba del parque, cuyas plantas estaban enfermas, roídas por los gusanos, mutiladas. La parte donde se hallaban los cerezos, los manzanos y los perales la tenían alquilada unos fruteros de la ciudad y la guardaba un campesino medio imbécil que habitaba allí mismo, en una barraca.

El jardín descendía por aquella parte hasta el río y lo limitaba una línea de sauces y cañas. En la ribera había un viejo molino, con tejado de paja, que producía un ruido ensordecedor como si le poseyese una gran cólera. Junto al molino, el agua era profunda e inquieta y abundaba la pesca.

En la ribera opuesta agrupábase el caserío de la aldehuela de Dubechnia.

Era un lugar poético y pintoresco. A la sazón pertenecía todo aquello al ingeniero Dolchikov.

Comencé mi nuevo servicio.

Sentado ante el aparato telegráfico, descifraba numerosos despachos que transmitía a las estaciones próximas; copiaba gran cantidad de informes que se nos dirigían, redactados en un estilo terrible, por empleados que apenas sabían escribir.

Pero la mayor parte del tiempo no tenía nada que hacer y me paseaba a lo largo de la habitación, en espera de telegramas. A veces dejaba en mi puesto a un muchacho para vigilar el aparato y me iba a vagar por el jardín mientras que mi sustituto no me anunciaba la llegada de un despacho.

Comía en casa de la señora Cheprakov, cuya mesa era bastante mala. Sólo muy raras veces se servía carne: casi todos los componentes del «menú», se reducían a queso y sopa en leche. Los miércoles y viernes —días de ayuno— las comidas eran aún más parcas. La señora Cheprakov me miraba guiñando morbosamente los ojos, y yo no me sentía a gusto en su compañía.

Como había tan poco trabajo en la oficina, Cheprakov no hacía nada en absoluto. Empleaba el tiempo en dormir o se iba, escopeta en mano, a la orilla del río a cazar gansos. Por la noche se emborrachaba en la aldea o en la estación, donde se vendía vodka y volvía a casa tambaleándose, y antes de acostarse se miraba largo rato al espejo, entablando coloquios consigo mismo.

—Buenas noches, Iván Cheprakov —se decía—. ¿Qué tal?

Cuando se emborrachaba se ponía muy pálido, se frotaba las manos y lanzaba leves carcajadas. Algunas veces se quedaba en pelota y corría por el jardín como Dios le echó al mundo. En más de una ocasión le vi cazar moscas y le oí asegurar que estaban exquisitas.

—¡Están un poco agrias —añadía—, pero no importa!

IV

Un día, después de almorzar, entró en mi cuarto, jadeante, y me gritó:

—¡Ven en seguida! ¡Tu hermana está ahí!

Salí corriendo.

En efecto: ante la casa grande había parado un carruaje, junto al cual se hallaban mi hermana, Ana Blagovo, y un señor con uniforme de oficial.

Cuando estuve cerca le reconocí: era el hermano de Ana Blagovo, un joven médico militar.

—Hemos venido —me dijo— a merendar con usted. ¿Aprueba usted la idea?

Mi hermana y su amiga se advertía que deseaban preguntarme qué tal estaba allí; pero me miraban sin hablarme. Yo también guardaba silencio.

Comprendieron que distaba mucho de ser feliz. Los ojos de mi hermana se llenaron de lágrimas, y la señorita Blagovo se puso un poco colorada.

Nos dirigimos al jardín. El doctor marchaba delante, y decía a cada momento con entusiasmo:

—¡Dios mío, qué atmósfera, qué deliciosa atmósfera! Se respira a pleno pulmón…

Su aspecto era tan juvenil que se le podía tomar por un estudiante. Su manera de hablar y de andar eran de estudiante también, y la mirada viva, sencilla y franca de sus ojos grises no tenía nada que envidiarle a la de un buen estudiante idealista. Junto a su hermana, alta y hermosa, parecía débil y exiguo. Su perilla era poco poblada y su voz no muy varonil, aunque agradable.

Estaba de médico en un regimiento, en una ciudad lejana, y había venido a pasar las vacaciones en casa de su padre. Decía que para el otoño se iría a Petersburgo a obtener el diploma de profesor.

Era ya padre de familia. Tenía mujer y tres hijos. Se había casado muy joven, siendo aún estudiante de segundo año. Se decía en la ciudad que no era feliz en su matrimonio y que vivía separado de su mujer.

—¿Qué hora es? –preguntó con inquietud mi hermana. —Tenemos que volver temprano. Papá me ha dicho que esté en casa a las seis.

—¡Dios mío, siempre su papá! —suspiró el doctor.

Puse a hervir agua en el samovar. Tomamos el té sobre una alfombra que extendí en el jardín, frente a la terraza. El doctor bebía de rodillas y aseguraba encontrar en ello un hondo placer.

Luego, Cheprakov fue a buscar la llave de la casa grande, abrió la puerta que daba a la terraza y entramos todos. Reinaban en el caserón las sombras y el misterio; olía a setas, y nuestros pasos resonaban sordamente como si bajo nuestros pies hubiese una profunda cueva.

El doctor se aproximó al piano y, sin sentarse, paseó los dedos por el teclado. Le respondieron algunos sonidos débiles, tremantes, roncos, pero todavía melodiosos. Luego tarareó una romanza e intentó tocar el acompañamiento, lo que no consiguió, pues a veces oprimía en vano las teclas: algunas notas estaban paralizadas.

Mi hermana le escuchaba cantar. Ya no se preocupaba de volver a casa temprano. Conmovida, turbada, iba y venía por el salón y decía de cuando en cuando:

—¡Qué contenta estoy, qué contenta!

Lo decía como con asombro, como si le pareciese inverosímil poder también ella estar alegre. En efecto, era la primera vez en la vida que yo la veía de aquel humor. Estaba hasta más bella.

En puridad —sobre todo de perfil—, no era bonita; su nariz y su boca le daban una expresión un poco extraña, semejante a la de quien está soplando; pero tenía unos hermosos ojos negros; en su faz, bondadosa y triste, había una palidez delicada, exquisita; el verla hablar producía una impresión muy grata; diríase que se embellecía cuando hablaba. Ambos nos parecíamos a nuestra difunta madre: éramos fuertes, anchos de espaldas, vigorosos; pero mi hermana hacía tiempo que estaba descolorida y enfermiza tosía con frecuencia, y yo a veces sorprendía en sus ojos la expresión de las gentes heridas de muerte que se esfuerzan en ocultar su enfermedad.

En la alegría que manifestaba aquella tarde había algo de ingenuo, de infantil. Se diría que en su alma había despertado de pronto el júbilo de los primeros años de la niñez que había procurado ahogar una educación severa. Me parecía asistir a la resurrección de tal contento y a su lucha por romper las cadenas que hasta entonces la habían sujetado. No había visto nunca así a mí hermana. Pero cuando empezó a anochecer y el carruaje estuvo dispuesto para retornar con mis visitantes a la ciudad, mi hermana enmudeció de pronto y se puso muy triste. Ocupó su sitio en el coche con el aire abatido de un reo al sentarse en el banquillo.

Se fueron y de nuevo tornó el silencio en torno mío.

Recordando que Ana Blagovo no me había dirigido en toda la tarde la palabra, pensé: «¡Qué muchacha más extraña!» Los días sucedíanse monótonos, iguales los unos a los otros. Yo me aburría terriblemente. La ociosidad, unida a la ignorancia en que me encontraba en lo tocante a mi situación, gravitaba pesadamente sobre mí.

Descontento de mí mismo, inerte, casi siempre con hambre, pues la alimentación que me daba la señora Cheprakov era insuficiente, vagaba por la finca esperando con ansia el momento propicio para irme de allí.

Una tarde, encontrándose en nuestro pabellón el pintor Nabó, llegó, de un modo inesperado, el ingeniero Dolchikov. Venía tostado por el sol y cubierto de polvo. El viaje hasta Dubechnia lo había hecho en una locomotora, y desde la estación había venido a pie.

Mientras llegaba el coche que debía conducirle a la ciudad, pasó revista a toda la finca, dando, a grandes voces, diferentes órdenes.

Después se sentó en nuestro pabellón y empezó a escribir cartas. Durante ese tiempo llegaron algunos despachos dirigidos a él, a los que contestó expidiendo él mismo sus respuestas. Nosotros permanecíamos en pie, en una actitud respetuosa.

—¡Qué desorden, Dios mío, qué desorden! —dijo después de un corto examen de los papeles que había sobre la mesa—. Dentro de dos semanas transportaré la oficina a la estación, y, verdaderamente, no sé qué haré de ustedes…

—Yo procuro hacer mi servicio lo mejor posible, excelencia —contestó Cheprakov.

—No lo veo —replicó Dolchikov—. Lo único que les interesa a ustedes —añadió mirándome a mí— es recibir dinero. Ponen ustedes todas sus esperanzas en la protección y sólo piensan en hacer rápidamente carrera.

»Pero a mí no me gusta eso. Yo nunca me he valido de la protección. Antes de ser lo que ahora soy he sido, maquinista y trabajado rudamente en Bélgica.

Luego se volvió a Nabó y le preguntó:

—¿Y tú qué hacías aquí? ¿Bebíais juntos vodka?

Su acento era desdeñosísimo: despreciaba a los pobres y los calificaba de canallas, inútiles y borrachos. Con los pequeños empleados era cruel; los condenaba a multas sin piedad alguna, y los despedía por un quítame allá esas pajas. Por fin llegó el coche.

Antes de irse, el ingeniero nos amenazó con echarnos a las dos semanas, nos dirigió unas cuantas palabras severas a cada uno y, sin decir siquiera adiós, le gritó al cochero que arrease.

—Andrés Ivanovich —le dije a Nabó—, permítame trabajar con usted.

—¿Por qué no? ¡Vamos!

Y echamos a andar ambos en dirección a la ciudad.

Cuando la finca y la estación se quedaron atrás, le pregunté al pintor:

—Andrés Ivanovich, ¿a qué ha venido usted a Dubechnia?

—Negocios, muchacho. Algunos de mis obreros trabajan en el camino de hierro. Además, tenía que pagarle a la generala Cheprakov los intereses.

El año pasado me prestó cincuenta rublos a condición de que le pagase un rublo cada mes.

Se detuvo, me cogió un botón de la americana, me miró fijamente y añadió con el tono solemne de un predicador:

—¿Quiere usted que le diga una cosa, querido? Un hombre sencillo o avisado que se hace pagar intereses, aunque sean muy pequeños, es un criminal. Un hombre así se encuentra a mil verstas de la verdad. ¿Tengo razón o no la tengo?

¿Cómo iba yo a negarle que la tenía? Miraba su rostro enjuto, pálido, enfermizo, y callaba.

—¡Cuánto pecado comete la gente! —exclamó, cerrando los ojos—. ¡Que Dios la perdone! Todo somos pecadores…

V

Nabó carecía en absoluto de sentido práctico, y nunca sabía poner sus propósitos de acuerdo con su posibilidad de cumplirlos. Aceptaba mucha más trabajo del que le era dable ejecutar, y pasaba ratos muy malos; con frecuencia no tenía bastante dinero para pagar a sus obreros, y muy a menudo no sólo no ganaba nada para él, sino que perdía. Se encargaba de cuantos trabajos se le proponía: pintaba paredes, ponía cristales en las ventanas, construía tejados. Para un encargo sin importancia corría días enteros a través de la ciudad, en busca de obreros.

Era un trabajador excelente, y ganaba, trabajando solo como un obrero, hasta diez rublos diarios. Pero prefería ser contratista, lo que halagaba su ambición, y con ese motivo luchaba siempre con innumerables dificultades y vivía en la miseria.

Me pagaba, como a los demás obreros, de setenta copecks a un rublo por día.

Cuando el tiempo era bueno y seco, nos dedicábamos a trabajos exteriores, principalmente en los tejados. Debido a mi falta de costumbre, me parecía que el cinc de éstos me quemaba los pies. Probé a trabajar con botas; pero eso no me permitía andar bien, y no tardé en seguir trabajando descalzo. En poco tiempo me acostumbré de tal manera que no sentía molestia alguna.

En fin, yo estaba muy contento de mi nueva vida. Vivía entre gente que consideraba el trabajo obligatorio, indispensable, y trabajaba como las bestias de carga, con frecuencia sin darse cuenta de la significación moral que el trabajo posee, y hasta sin llamarle trabajo.

Junto a esa gente yo mismo me iba tornando poco a poco en una bestia de carga, cada día más penetrado de que el trabajo es una cosa obligatoria, inevitable. Tal convicción me hacía la vida más sencilla y fácil y me libraba, de cavilaciones.

Al principio todo era nuevo e interesante para mí como si acabase de nacer. Podía darme el gusto de acostarme en tierra y de andar descalzo, cosas con que gozaba mucho; podía mezclarme a una muchedumbre de gente sencilla sin cohibirla y sin que se apartase ante mí; cuando veía en la calle un caballo caído, podía acudir en ayuda del cochero, para que lo levantase, sin temor de ensuciarme la ropa.

Pero lo que me regocijaba sobre todo era el vivir de mi propio trabajo y no tener que vivir a expensas de otro.

La pintura de los tejados era un negocio muy ventajoso; se ganaba mucho con ese trabajo desagradable y fastidioso. Mi nuevo amo, Nabó, trabajaba él mismo con nosotros en los tejados. Con unos pantalones muy cortos que dejaban al aire sus pantorrillas sucias de pintura, flaco como una espátula, se paseaba por el tejado, brocha en mano, suspirando y repitiendo:

—¡Pobres de nosotros los pecadores!

Andaba por el tejado con la misma facilidad que por un pavimento.

Cuando trabajaba en las cúpulas de las iglesias, a una gran altura, sólo se valía de cuerdas, a las que se ataba. Viéndole trabajar a tan desmesurada altura sin las precauciones necesarias, yo me atemorizaba en extremo; pero él no tenía miedo ninguno, parecía estar completamente a gusto y de cuando en cuando lanzaba, a voz en cuello, una de sus frases favoritas:

—¡Pobres de nosotros los pecadores!

O bien:

—¡La mentira devora el alma como el orín devora el hierro!

Al volver a casa por la noche tras la jornada de trabajo, y pasar por delante de las tiendas, oía con frecuencia chirigotas en boca de tenderos y dependientes:

—¡Ahí tenéis a un caballero, a un noble descalzo!

Al principio eso me turbaba, me ofendía; pero poco a poco aprendí a acoger con calma tales burlas. Y cosa extraña: quienes más encarnizadamente me hacían objeto de sus mofas eran aquellos que en otro tiempo se habían visto obligados a trabajar de un modo rudo. Muchas veces, cuando pasaba por delante del mercado me tiraban, como sin querer, agua, y un día un tenderillo llegó a tirarme un palo a los pies. Un pescadero anciano de luenga barba blanca me dijo una vez, mirándome con odio:

—¡No eres tú el digno de lástima, canalla, sino tu pobre padre!

Los amigos de casa, cuando me encontraban, no podían disimular su azoramiento. Unos me miraban como a un extraño; otros me compadecían; otros no sabían qué actitud adoptar ante mí.

Un día, en una callejuela que desembocaba en la calle de la Nobleza, me topé con Ana Blagovo. Iba a mi trabajo y llevaba un saco de pintura y dos largas brochas. Al reconocerme, la amiga de mi hermana se ruborizó:

—¡Le suplico a usted que no me salude en la calle! —me dijo con voz alterada, dura y temblorosa, sin tenderme la mano.

En sus ojos brillaban las lágrimas.

—Si cree usted obrar bien, haga lo que quiera; pero… se lo ruego: no vuelva a saludarme.

Naturalmente, no seguí viviendo en casa de mi padre; vivía en el arrabal de la ciudad llamado «Makarija» en casa de mi anciana nodriza, Karpovna, una vieja de muy buen corazón, pero de un carácter sombrío.

Siempre estaba hablando de presentimientos nefastos y de malos sueños; hasta las abejas que entraban del jardín se le antojaban signo de desgracias próximas a ocurrir.

El hecho de que yo me convirtiese en un simple obrero fue también para ella un presagio siniestro.

—¡Eres un desgraciado! ¡Esto acabará mal! —repetía, balanceando tristemente la cana cabeza—. Me da el corazón…

En su reducida casuca vivía también su hijo adoptivo, Prokofy, un carnicero. Era un hombre casi gigantesco, de unos treinta años, desgalichado, rojo, con unos bigotes que parecían de alambre. Cuando me encontraba en el vestíbulo, se apartaba respetuosamente para dejarme paso, y si estaba borracho me hacía un saludo militar llevándose la mano a la gorra. Por las noches, cuando estaba cenando, yo le oía, al través del tabique que separaba mi camaranchón de su cuarto, masticar y lanzar ruidosos suspiros cada vez que bebía vodka como si bebiese veneno.

—¡Mamá! —le gritaba a la vieja Karpovna.

—¿Qué, hijo mío? —le preguntaba ella al carnicero, a quien quería con locura.

—Oiga usted una cosa, mamá: como es usted tan buena conmigo, la mantendré a usted mientras viva, y cuando se muera la haré enterrar a mis expensas. ¡Palabra de honor!

Me levantaba todos los días antes de salir el sol y me acostaba temprano. Las pintores de brocha gorda comemos mucho y dormimos profundamente; pero, no sé por qué, padecemos, sobre todo de noche, fuertes palpitaciones de corazón.

Con mis compañeros me hallaba en buenas relaciones. Se pasaban la vida cambiando maldiciones terribles, como, por ejemplo: «¡Que se te salten los ojos!» «¡Que te dé el cólera!»; pero, a la postre, se vivía en perfecta camaradería. Los obreros me consideraban una especie de sectario religioso; de otro modo, no se explicaban que un caballero, hijo de un arquitecto, se hubiera convertido, por su propia voluntad, en un simple trabajador. Me gastaban frecuentes bromas; pero yo no me ofendía. Casi todos carecían de sentimientos religiosos, y confesaban que no iban o que iban muy poco a la iglesia.

—Nuestro traje —decían para justificarse— asustaría a los fieles…

La mayoría de ellos me tenían cierto respeto. Me estimaban porque no bebía vodka, no fumaba y llevaba una vida sobria y tranquila. Sólo les enojaba el que no robase pintura, como se acostumbra entre los del oficio, y el que me negase a pedirles propinas a los parroquianos. Todos ellos robaban pintura: era una tradición consagrada por la práctica. Hasta el propio Nabó, aquel hombre, escrupulosamente honrado, se creía en el deber de respetar dicha tradición, y todos los días, cuando terminaba el trabajo, se llevaba un poco de pintura perteneciente al parroquiano. En cuanto a las propinas, incluso los obreros viejos y respetables que tenían casa propia en el arrabal Marakija no se avergonzaban de pedirlas. Era triste ver a todo un grupo de trabajadores descubrirse ante un parroquiano, pedirle con tono humilde una propina y expresarle su gratitud, al recibirla, con tono no más digno.

En fin: se conducían con los parroquianos como verdaderos jesuitas, y yo me acordaba, mirándolos, de Polonio, el personaje de Shakespeare.

—Creo que va a llover —decía el parroquiano, mirando al cielo.

—¡De seguro! —confirmaban los obreros—. ¡Va a llover a mares!

—Sin embargo, se va poniendo raso. Me parece que no lloverá.

—Sí, tiene razón su excelencia. No lloverá, no.

Despreciaban de todo corazón a los parroquianos, y, en su ausencia, se burlaban de ellos sin piedad. Si veían, por ejemplo, a uno leyendo un periódico en la terraza, hacían en voz baja observaciones como ésta:

—Está leyendo el periódico; pero quizá no tenga qué llevarse a la boca.

Yo no iba nunca a casa de mi padre. Muchas tardes, cuando volvía, después del trabajo, a mi posada, encontraba cartitas de mi hermana, concisas, escritas con una visible turbación. Casi siempre me hablaba en ellas de mi padre, que ora estaba triste y silencioso durante la comida, ora de un humor endiablado, ora tan taciturno y poco sociable que no salía de su cuarto.

Aquellas cartas turbaban mi alma y me quitaban el sueño. Algunas noches vagaba horas enteras por la calle de la Nobleza, por delante de nuestra casa, dirigiendo miradas escrutadoras a las ventanas obscuras y esforzándome en adivinar lo que ocurría tras ellas. Se me antojaba siempre que había ocurrido alguna desgracia.

Los domingos mi hermana venía a verme, siempre en secreto, sin que mi padre se enterase. Aparentaba venir no a verme a mí, sino a nuestra nodriza. Estaba pálida y con los ojos hinchados de llorar. En cuanto llegaba daba rienda suelta a las lágrimas.

—¡Papá no soportará esto! —le decía en tono quejumbroso—. Si le sucede una desgracia —no lo quiera Dios—, tendrás toda tu vida remordimientos de conciencia… ¡Es horrible, Misail! ¡En nombre de nuestra pobre madre te suplico que cambies de conducta!

—No comprendo, querida —le respondía—, cómo te empeñas en que cambie de conducta cuando estoy seguro de que obro según me manda mi conciencia.

—Ya sé que llevas una vida honesta… Está muy bien; pero ¿no podrías comportarte lo mismo… de otra manera, para no hacer sufrir a los demás?

La vieja Karpovna escuchaba desde su cuarto nuestra conversación, suspiraba dolorosamente y decía de cuando en cuando:

¡Dios mío, es un desgraciado! Acabará mal, muy mal…

VI

Un domingo recibí la visita inesperada del doctor Blagovo. Llevaba una guerrera blanca, camisa de seda y botas de montar.

—¡Aquí me tiene usted! —me dijo en tono amistoso, dándome un fuerte apretón de manos como un joven estudiante—. Hace tiempo que deseaba verle.

Todos los días oigo hablar de usted, y he decidido venir a verle para que hablemos un poco como buenos amigos. Se aburre uno terriblemente en la ciudad. Ni una sola persona con quien poder charlar un rato…

Calló, se enjugó con el pañuelo el sudor de la frente, y continuó:

—¡Qué calor hace, Virgen Santa! ¿Me permite usted?

Se quitó la guerrera y se quedó en mangas de camisa.

—Bueno, si no tiene usted inconveniente, echaremos un párrafo —me propuso de nuevo.

Yo también me aburría y tenía gana, hacía tiempo, de hablar con alguien que no fuese pintor de brocha gorda. Y aquella visita me placía. Se lo dije.

—Ante todo, he de declararle a usted —comenzó, sentándose en mi cama— que he visto con mucha simpatía el paso decisivo que ha dado, y que su vida actual merece toda mi estimación. Aquí, en esta ciudad, no se le comprende, y no es extraño; como usted sabe, todos nuestros paisanos, casi sin ninguna excepción, son unos salvajes, unas gentes sin cultura, llenas de prejuicios. Se diría que son personajes de Gogol resucitados. Pero usted tiene un alma noble, aspiraciones elevadas. Las adiviné cuando nos conocimos en Dubechnia. Le respeto y quiero estrecharle la mano para demostrárselo.

Hablaba con tono solemne y entusiástico.

Luego de estrecharme fuertemente la mano, prosiguió:

—Para cambiar tan brusca y tan radicalmente de vida como usted acaba de hacerlo, ha debido usted de pasar por una larga lucha interior; para continuar esta nueva vida y mantenerse a la altura de sus ideas, debe usted, sin duda, gastar diariamente gran cantidad de energías espirituales. Ahora bien, dígamelo usted con toda sinceridad: ¿No le parece a usted que sería más razonable, más productivo, gastar esas mismas energías con miras más altas, por ejemplo, con la de llegar a ser un gran sabio o un gran artista? ¿No le parece a usted que su existencia, entonces, sería infinitamente más bella, y más útil a la humanidad?

La conversación de tal manera comenzada siguió su curso. A una de sus objeciones, relativa al trabajo físico, le contesté:

—Es absolutamente necesario que todos, los fuertes y los débiles, los ricos y los pobres, tomen parte, en la misma medida, en la lucha por la existencia. Cada uno debe contribuir, con arreglo a sus fuerzas, en el trabajo humano. El trabajo físico debe ser obligatorio para todos, sin excepción, y sólo así se logrará que desaparezcan todas las injusticias sociales. Sólo así los fuertes dejarán de oprimir a los débiles y la minoría dejará de considerar a la mayoría una bestia de carga que debe trabajar para los parásitos.

—Entonces, a su juicio de usted, ¿todos, sin excepción, deben ocuparse en el trabajo físico?

—Sí.

—¿Pero no cree usted que si todos, incluso los más grandes pensadores y sabios, tomaran parte en la lucha por la existencia, como usted la concibe, es decir, picando piedra y cavando, entregándose al trabajo físico, se vería el progreso seriamente amenazado?

—No. El progreso no se hallaría, en manera alguna, en peligro. El progreso se basa en el amor al prójimo, en el cumplimiento de las leyes morales. Si nadie vive a expensas de los demás ni los oprime, ¿qué más progreso? ¿Existe acaso otro progreso?

—¡Pero, permítame usted! —me replicó el doctor, encolerizado de pronto—. ¡Si cada uno se dedica por entero al perfeccionamiento de su propia persona y a la contemplación de su propia belleza moral, no hay progreso posible!

—¿Por qué? Si para mantener su famoso progreso de usted es preciso que unos trabajen para otros, alimentándolos, vistiéndolos, defendiéndolos, con riesgo de su vida, contra sus enemigos, tal progreso no vale un comino, pues se basa en una tremenda injusticia.

—Usted constriñe la idea del progreso —objetó vivamente Blagovo—. Lo reduce a algo demasiado pequeño, a algo mezquino. El progreso no puede ser limitado por las necesidades y las aspiraciones de tal o cual grupo de gentes. Tiene un carácter universal y no se somete a nuestros deseos.

Escapa a nuestra comprensión y desconocemos sus fines.

—Entonces, ¿ni siquiera nos es dable saber adónde puede conducirnos ese famoso progreso? En ese caso la vida no tenía sentido.

—¿Y qué falta nos hace saber adónde se dirige la humanidad? El saberlo sería aburrido y la vida perdería todo interés. Subo por la escala que se llama progreso, civilización, cultura; subo sin saber adónde iré a parar; pero no me enoja. El camino en sí es tan hermoso que sólo el avanzar por él vale la pena de vivir. Y usted, que busca el sentido de la vida, ¿para qué vive? ¿Para luchar contra la opresión de unos por otros? ¿Para que un gran pintor y el que le fabrica los colores puedan tener el mismo dinero?

»Ese es el lado prosaico, filisteo de la vida; es su segundo término, la cocina, la fachada trasera, y le aseguro a usted que no tiene nada de intersante. No vale la pena de vivir para eso. Hasta sería repugnante vivir para eso. Si hay bestias que se devoran unas a otras, ¿qué se le va a hacer? ¡Allá se las hayan! No deben preocuparnos. Nunca será posible salvarlas de su estupidez, y están destinadas a la podredumbre. Lo que nos debe preocupar es el grande y radiante porvenir de la humanidad…

Aunque discutía conmigo en tono apasionado, Blagovo parecía preocupado por otra cosa y daba muestras de cierta inquietud.

—Probablemente su hermana de usted no vendrá ya —dijo, luego de consultar el reloj—. Ayer estuvo en casa y dijo que vendría hoy.

Se quedó silencioso un instante y continuó después:

—Habla usted de la esclavitud, de la explotación de unos por otros; pero eso son detalles, cuestiones de harto escasa importancia al lado del progreso humano, considerado en conjunto. Esas cuestiones las va resolviendo la humanidad poco a poco, a medida que evoluciona.

—Sí; pero en la espera de que resuelva esas cuestiones no podemos permanecer con los brazos cruzados, no podemos limitarnos a ser espectadores pasivos de todas las injusticias. Cada uno de nosotros debe resolver por sí mismo la cuestión del bien y del mal. Por otra parte, nada nos indica que la humanidad evolucione con rumbo al bien. Junto al desarrollo de las ideas humanitarias contemplamos el de ideas de muy distinto género. La servidumbre ha sido abolida; pero en su lugar yergue la cabeza el capitalismo. Y en plena floración de las ideas emancipadoras, la explotación del hombre por el hombre sigue su curso: exactamente igual que en la Edad Media, la minoría continúa alimentándose, vistiéndose, y haciéndose defender por la mayoría, que continúa hambrienta, desnuda y sin defensa.

—Pero no se puede negar que la humanidad mejora de día en día.

—No lo veo. Las injusticias más atroces subsisten al lado de las más nobles corrientes de ideas y del desenvolvimiento de la ciencia y del arte. El arte de explotar al prójimo se desenvuelve al unísono de las demás artes. Es verdad que la servidumbre ha sido jurídicamente abolida; pero la hemos resucitado, revistiéndola de otras formas más refinadas, y nos hemos hecho bastante inteligentes para justificarla con toda suerte de sofismas. Pese a todas las nobles ideas de que hacemos gala, si la gente pudiera encargar de sus funciones fisiológicas más desagradables a sus servidores, lo haría sin titubear; y para justificarlo, argüiría que los sabios, los artistas, los pensadores, no pueden malgastar su precioso tiempo en cierta clase de funciones sin grave peligro del progreso humano…

En aquel instante entró mi hermana. Al ver al doctor se turbó mucho y dijo, momentos después de llegar, que era ya tarde y que la esperaba papá.

—¡Cleopatra Alexeyevna! —exclamó Blagovo con acento persuasivo—. ¿Qué daño puede haber para su padre de usted en que pase usted media hora conmigo y su hermano?

Había en su voz tal expresión de sinceridad que convencía. Mi hermana reflexionó un poco, se echó luego a reír y se llenó de una súbita alegría.

Nos dirigimos a las afueras, nos sentamos sobre la hierba y continuamos nuestra conversación. En la ciudad, frente a nosotros, las ventanas parecían de oro, heridos sus cristales por los rayos del sol.

A partir de aquel día, cada vez que mi hermana venía a verme, venía también el doctor Blagovo. Aparentaban encontrarse en casa por casualidad.

Ella escuchaba atentamente nuestras discusiones, pintados en el rostro la alegría y el entusiasmo. Se diría que un mundo nuevo se abría poco a poco a sus ojos, un mundo cuya existencia no sospechaba y que se esforzaba en conocer una vez entrevisto.

Cuando el doctor no estaba presente, permanecía silenciosa y triste. De cuando en cuando lloraba con un suave llanto; pero no era yo quien la hacía llorar.

En el mes de agosto, Nabó nos anunció que ibamos a trabajar en el camino de hierro, fuera de la ciudad. Dos días antes del fijado para nuestra marcha, mi padre se presentó de pronto en casa.

Se sentó, se secó la frente sudorosa con el pañuelo, y sin mirarme, lentamente, extrajo de un bolsillo de su americana el periódico local, y casi deletreando me leyó una noticia referente a mi antiguo compañero de colegio, el hijo del director del Banco. Aquel joven había sido nombrado no sé qué de gran importancia en el ministerio de Hacienda.

—Y ahora —dijo mi padre, doblando despaciosamente el periódico— vuelve los ojos a ti mismo: vas vestido de andrajos como el más miserable de los canallas. Hasta la gente humilde procura recibir alguna instrucción para ocupar en el mundo un lugar lo mejor posible, y tú, Poloznev, que procedes de una familia noble, que ha dado a la patria hombres ilustres, te empeñas en vivir en el cieno, en los bajos fondos sociales…

Se levantó, me dirigió una mirada llena de cólera, y añadió:

—Pero no he venido para hablar de ti, pues harto se me alcanza que sería tiempo perdido. He venido a preguntarte: ¿Dónde está tu hermana, miserable? Salió de casa después de comer, y aunque son ya las ocho, no ha vuelto todavía. Ha comenzado no hace mucho a salir con frecuencia sin decirme nada. Ya no es la hija respetuosa que era. Adivino en ello tu influencia nefasta, sinvergüenza. ¿Sabes dónde está?

Llevaba en la mano el paraguas de marras. Creí que se disponía a sacudirme el polvo como había hecho tantas veces, y sentí el temor infantil de un escolar a quien va a castigar el maestro. Mi padre advirtió la mirada que dirigí al paraguas y se dominó.

—Tú ya no me interesas —dijo—. Te privo de mi bendición paternal. Te he arrancado completamente de mi corazón.

La vieja Karpovna, que oía nuestra conversación, suspiró.

—¡Dios mío, Virgen Santa! —balbuceó—. ¡Estás perdido para siempre!

Acabarás mal…

Comencé a trabajar en el camino de hierro.

El mes de agosto fue lluvioso, húmedo y frío. El mal tiempo impedía transportar el trigo. Por todas partes se veían montones de trigo altos como colinas. A causa de las lluvias se iban ennegreciendo de día en día y desmoronándose.

Era difícil trabajar: cuanto hacíamos nosotros lo desbarataba la lluvia. No se nos permitía vivir en los edificios de las estaciones y teníamos que guarecernos en sucias y húmedas cabañas construidas por los obreros. Yo pasaba unas noches muy malas tiritando de frío y de humedad.

Con frecuencia, los obreros de la línea venían a armarnos camorra, y con el menor pretexto nos vapuleaban. Esto constituía para ellos una manera de deporte que les divertía mucho. Nos sacudían el polvo, nos robaban los colores y, para hacernos rabiar, nos destruían el trabajo.

Por si esto era poco, Nabó empezó a pagarnos sin regularidad. Bajo la dependencia de otros contratistas, recibía de ellos muy poco dinero y no ganaba lo bastante para poder pagarnos bien. Por otra parte, las lluvias incesantes nos impedían trabajar y perdíamos mucho tiempo. Los obreros, hambrientos y sin un cuarto en el bolsillo, se daban a todos los demonios y estaban dispuestos a pegarle a Nabó una paliza. Le insultaban, le llamaban canalla, mala sangre, Judas. El desventurado suspiraba, procuraba calmarlos y acababa por ir a casa de la generala Cheprakov en demanda de un pequeño préstamo.

VII

Llegó el otoño, lluvioso, cenagoso sin sol.

Sólo raras veces teníamos trabajo. Me pasaba parado hasta tres días seguidos. Para no morirme de hambre hacía cosas por completo ajenas a mi oficio; llevaba agua cavaba, recibiendo por ello veinte copecks de jornal.

El doctor Blagovo se había marchado a Petensburgo. A mi hermana no había vuelto a verla. Nabó había caído enfermo y no abandonaba ya el lecho, esperando la muerte. Mi humor era también otoñal.

Vivía de nuevo en la ciudad, y lo que veía me inspiraba una repugnancia profunda. Convertido en un simple obrero, contemplaba la vida de mis paisanos desde un nuevo punto de vista.

Los que yo consideraba menos sinvergüenzas se revelaban ahora a mis ojos en toda su vileza, crueles, sin escrúpulos, capaces de toda maldad.

Nos engañaban a cada paso, trataban de pagarnos lo menos posible, nos hacían esperar horas enteras en el portal frío o en la cocina, nos hablaban en un lenguaje brutal, nos insultaban, nos trataban, en fin, como a vil chusma.

Recuerdo un hecho significativo: me encargaron de empapelar el club de la ciudad. Me pagaban a razón de siete copecks por rollo de papel, y como se me propusiera firmar un recibo de doce copecks por rollo, me negué a hacerlo. Entonces uno de los administradores del club, un señor de aspecto muy respetable, con gafas de oro, me gritó:

—¡Si añades una palabra más, te rompo las muelas, canalla!

Un camarero allí presente le dijo algo al oído, quizá que yo era el hijo del arquitecto Poloznev. El administrador se turbó un poco, pero se repuso en seguida y contestó:

—¿Qué vamos a hacerle? ¡A la porra!

Los tenderos se creían en el deber de vendernos el género, más malo, el que no se atrevían a ofrecerles a los demás. En las carnicerías nos daban a menudo carne echada a perder. En la iglesia éramos brutalmente atropellados por la policía. Cuando alguno de nosotros estaba enfermo en el hospital, los enfermeros y las enfermeras le trataban con un desprecio altivo, le robaban el alimento y le servían de comer en platos sucios. En las oficinas de correos, cualquier empleadillo se creía en el derecho de tratarnos como a bestias y de insultarnos groseramente.

—¡Espera! ¿No ves que estoy ocupado?

Hasta los perros parecían despreciarnos y se lanzaban contra nosotros con una furia singular.

Lo que sobre todo me indignaba en nuestra ciudad era la ausencia absoluta del espíritu de justicia. Mi nueva posición social me permitía comprobarlo a cada paso. Mis paisanos estaban, como dice el vulgo, dejados de la mano de Dios. Todos sin excepción, robaban, estafaban, engañaban, abusaban de la confianza: los comerciantes, los contratistas, los empleados. A nosotros, simples obreros, no se nos reconocían ningunos derechos, ni aun los más elementales; el dinero que se nos debía por nuestro trabajo nos veíamos obligados a mendigarlo, como una limosna, gorra en mano, a la puerta de nuestros deudores.

Un día que me hallaba en el club empapelando una habitación inmediata al salón de lectura, vi de pronto entrar a la hija del ingeniero Dolchikov, con unos cuantos libros en la mano.

—¡Hola! —dijo cuando me hubo reconocido, tendiéndome la mano—. Celebro mucho verle a usted.

Se sonreía y miraba con curiosidad mi blusa, el bote de la cola, los rollos de papel extendidos en el suelo.

Yo estaba confuso. Ella también parecía turbada.

—Perdone usted —me dijo— que le mire de esta manera. He oído hablar mucho de usted, sobre todo al doctor Blagovo, a quien le ha sorbido usted el seso. También he tenido el gusto de conocer a su hermana de usted. Es una muchacha muy simpática; pero no he conseguido persuadirla de que su situación actual de usted no tiene nada de horrible. Yo, por el contrario, creo que es usted hoy el hombre más interesante de la ciudad.

Miró de nuevo la cola y los rollos de papel y prosiguió:

—Le había rogado al doctor Blagovo que me proporcionase una ocasión de hablar con usted. Seguramente no se ha acordado o no ha tenido tiempo. El caso es que ya nos hemos conocido, y yo tendría mucho gusto en que viniese usted por casa. Soy una mujer sencilla y espero no ser para usted causa de azoramiento.

Me estrechó la mano, y añadió:

—Mi padre no está en la ciudad, está en Petersburgo.

Y entró en el salón de lectura.

Aquella noche dormí muy poco: tan turbado estaba.

Desde el punto de vista material, aquel otoño fue para mí muy malo.

Ganaba muy poco y sufría muchas privaciones. Pero un alma caritativa acudía en mi auxilio, enviándome de cuando en cuando, ya bizcochos, ya perdices asadas, ya té y azúcar. Karpovna me decía que todo aquello lo llevaba un soldado, el cual nunca quería decir de parte de quién. Le preguntaba a mi vieja nodriza si yo estaba bien de salud, si comía todos los días y si tenía ropa de abrigo.

Cuando los fríos se hicieron más fuertes, el mismo soldado me llevó una bufanda de punto que exhalaba un perfume delicado, apenas perceptilble, de lirio silvestre. Ese perfume me reveló que mi buena hada era Ana Blagovo.

La hermana del doctor se pirraba por los lirios silvestres, y su esencia era su perfume predilecto.

En invierno tuvimos ya más trabajo, y la situación no era tan triste.

Nabó resucitó de nuevo y desplegó otra vez su acostumbrada actividad.

Trabajé con él en la iglesia del cementerio, donde nos encargaron el dorado de los viejos iconos y algunas reparaciones. El trabajo era agradable e interesante. Además, los obreros se conducían, por respeto al lugar sagrado, muy correctamente: no se injuriaban y ni siquiera se reían.

Se advertía que hacían cuanto estaba en su mano, par no profanar el lugar con destemplanza alguna.

Absortos en el trabajo, estábamos casi inmóviles, punto menos que como estatuas. Nos rodeaba el silencio profundo del cementerio. Si algún instrumento se caía al suelo, volvíamos la cabeza asustados: tan habituados nos hallábamos a tal silencio. De cuando en cuando se oía al sacerdote salmodiar preces sobre el ataúd de un niño. A veces, un pintor, que pintaba en la cúpula una paloma, empezaba a silbar quedito y espantado él mismo de su audacia, se callaba en seguida. Cuando las campanas de la iglesia empezaban a sonar tristemente sobre nuestras cabezas, adivinábamos que traían un difunto de la ciudad.

Entregado al trabajo durante el día en aquel templo silencioso, yo me permitía por las noches jugar al billar, o, si había algún espectáculo, ir al teatro, a entrada general, con el traje que acababa de hacerme y en el que había invertido parte de mis ahorros.

En casa de Achoguin había ya comenzado la saison théatrale. Se celebraron funciones y conciertos de aficionados. Las decoraciones ahora eran pintadas por Nabó sólo, sin mi ayuda. Cuando volvía de casa de Achoguin, me contaba el argumento de las piezas que se representaban y el asunto de los cuadros vivos que se ponían en escena. Todo aquello me interesaba mucho y yo habría dado cualquier cosa por estar en su lugar. Me habría placido en extremo asistir a los espectáculos de casa de Achoguin, pero no me atrevía a ir.

Una semana antes de las fiestas de Navidad llegó el doctor Blagovo.

De nuevo comenzaron nuestras discusiones. Por las noches jugábamos al billar. Para jugar se quitaba la americana, se desabrochaba la camisa, en fin, hacía cuanto le era dable por parecer un muchacho que sabe gozar de la vida. Aunque casi no bebía vino, ponía un gran empeño en pasar por un gran bebedor y todas las noches se dejaba en la caja de la taberna «Volga» un buen puñada de rublos, por más que los precios allí eran moderados.

Las visitas de mi hermana volvieron a empezar. De nuevo ella y el doctor se encontraban en casa, aparentando encontrarse por casualidad; pero por la alegría que se pintaba en sus semblantes no tardé en darme cuenta de que no había tal casualidad, y los encuentros obedecían a un previo convenio.

Hallándonos una noche jugando al billar, el doctor me dijo:

—¿Por qué no visita usted a la señorita Dolchikov? No conoce usted a María Victorovna: es inteligentísima, de muy buen corazón y muy sencilla; una mujer encantadora, en fin.

Le conté cómo me había acogido, la primavera anterior, el ingeniero Dolchikov y se echó a reír.

—No haga usted caso —me dijo—. María Victorovna es completamente independiente de su padre y hace lo que le da la gana… Debía usted ir a verla. Se alegraría mucho. Si quiere usted, iremos mañana juntos.

Acabó por persuadirme.

A la noche siguiente, me puse mi traje nuevo, y muy turbado me dirigí a casa de la señorita Dolchikov.

El criado que me abrió la puerta no me pareció ya tan terrible ni el mobiliario tan lujoso como la mañana memorable que visité al señor Dolchikov para pedirle un empleo.

María Victorovna, prevenida por Blagovo de mi visita, me acogió como a un antiguo conocido y me estrechó cordialmente la mano.

Llevaba una bata gris de mangas perdidas, y los cabellos peinados a la moda no conocida aún en la ciudad y que se llamó luego «orejas de perro» porque los cabellos cubrían las orejas. María Victorovna era bella y elegante, pero no parecía muy joven: representaba treinta años, aunque en realidad sólo tenía veinticinco.

—¡Estoy agradecidísima a nuestro querido doctor! —me dijo, invitándome a sentarme—. Sin su intervención no habría usted venido a casa. Me aburro mortalmente. Mi padre se ha ido, dejándome sola, y no sé cómo pasar el tiempo en esta ciudad.

Luego me preguntó dónde trabajaba, dónde vivía, cuánto ganaba.

—¿No gasta usted más que lo que gana? —inquirió.

—Nada más.

—¡Qué feliz es usted! —suspiró—. Se me antoja que todo el mal proviene de la ociosidad, del aburrimiento, del vacío del alma, inevitable cuando no se hace nada y se vive a costa de los demás. La costumbre de vivir sin trabajar tiene consecuencias fatales. No se crea usted que lo digo por coquetetería. Le doy mi palabra de que no es nada interesante ni grato el ser rico. Además, el origen de la riqueza es casi siempre poco honrado: es imposible hacerse rico honradamente.

Contempló con una mirada fría y grave al mobiliario, como si quisiera inventariarlo, y añadió:

—El confort, las comodidades tienen una gran fuerza de atracción: poco a poco conquistan hasta a los que poseen una voluntad firme. En otro tiempo, vivíamos mi padre y yo muy modestamente, casi pobremente, y ahora… ¡ya ve usted qué lujo! Me da vergüenza confesarlo; pero gastamos ¡hasta veinte mil rublos anuales, aquí, en este rincón provinciano!

—El confort —respondí— es un privilegio inevitable del capital y la instrucción. Pero yo creo que el confort no es incompatible ni con el trabajo más penoso. Su padre de usted, por ejemplo, a pesar de su riqueza, se entrega a veces a trabajos de maquinista, de simple obrero… Se puede ser rico y trabajar rudamente.

Ella se sonrió y sacudió irónicamente la cabeza.

—Los trabajos rudos de mi padre no pasan de ser caprichos, diversiones… También le gusta, de vez en cuando, un plato de sopa campesina o un pedazo de pan negro…

En aquel momento sonó la campanilla de la puerta y María Victorovna se levantó.

—Todo el mundo –prosiguió, dirigiéndose a la puerta– debe trabajar. El confort debe ser para todos. ¡Nada de excepciones, nada de privilegios!

Y salió.

Momentos después volvió acompañada del doctor Blagovo.

—Habíamos entablado —le dijo— un diálogo filosófico. Pero ¡basta de filosofía! Cuéntenos usted algo. Háblenos, por ejemplo, de sus compañeros de trabajo. Deben de ser muy interesantes.

Empecé a informarla; pero, en parte por mi torpeza de hombre no habituado a narrar y en parte por mi turbación, mi relato fue seco, como el de un etnógrafo que refiriese algo tocante a la vida de los pueblos.

El doctor también refirió varias anécdotas a propósito de los obreros, aunque con más gracia, como un artista consumado: remedaba a los obreros borrachos, lloraba, caía de hinojos, hasta se tendía en el suelo para parodiar mejor la embriaguez.

María Victorovna le miraba y se desternillaba de risa.

Luego el doctor se sentó al piano y empezó a tocar y a cantar. María Victorovna, de pie, a su lado, le colocaba en el atril los cuadernos de música y le corregía cuando se equivocaba.

—He oído, decir que usted también canta —le dije a la señorita Dolchikov.

—¿También? —gritó horrorizado el doctor—. ¡Pero si María Victorovna es una verdadera artista! ¡Canta admirablemente!

—Hace años —dijo ella— me dediqué en serio a los estudios musicales; pero la música ya no me interesa.

Se sentó en un confidente y se puso a contarnos su vida en Petersburgo, en el medio artístico adonde la habían llevado sus aficiones filarmónicas.

Imitaba a las más célebres cantantes, su voz, sus actitudes, su manera de aparecer ante el público. Luego nos retrató en su álbum al doctor y a mí.

Los retratos eran bastante mediocres, pero tenían cierto parecido. Reía, se divertía como una chiquilla, y así estaba más en su papel que filosofando. Hasta me parecía que al hablar conmigo de la influencia nefasta de la riqueza y de la necesidad de que todo el mundo trabajase no hacía más que imitar a alguien.

En fin, era una admirable actriz cómica. Mentalmente la comparaba con las otras muchachas que yo conocía y a todas las encontraba inferiorísimas, incluso a la linda y seria Ana Blagovo. La diferencia era enorme, como la que existe entre una bella rosa, amorosamente cultivada, y una modesta flor del campo.

Nos invitó a cenar.

El doctor y ella bebieron vino rojo, champagne y café con coñac.

Brindaron por la amistad, por el ingenio, por el progreso, por la libertad. No se emborracharon; pusiéronse tan sólo un poco más encarnados que de ordinario y muy risueños; se reían, sin ninguna razón plausible, hasta saltárseles las lágrimas. Para no parecer demasiado grave, yo también bebí unos cuantos vasos de vino rojo.

—La gente dotada de gran capacidad y un espíritu independiente —dijo ella— sabe cómo hay que vivir y elige su propio camino y lo sigue, aunque no sea el camino común. La gente vulgar —como yo, por ejemplo— no se atreve a ser independiente, no sabe ni puede nada y es feliz cuando sigue una corriente de ideas, más o menos interesante, de su época.

—¡Esas corrientes de ideas no existen, ay, entre nosotros! —objetó el doctor.

—Existen, pero no las vemos —replicó María Victorovna.

—Sólo existen en la imaginación de los escritores modernos.

Se entabló una discusión.

—Yo afirmo con plena convicción que nunca ha habido entre nosotros ninguna corriente importante de ideas —decía con calor el doctor—. Es la literatura quien las inventa de cuando en cuando, buscando un asunto interesante, algo que atraiga la atención del lector. También ha sido la literatura quien ha inventado los pretendidos propagandistas de la luz entre nuestros campesinos, que en realidad no existen. Busquémoslos en las aldeas: no los encontraremos. Sólo encontraremos tipos grotescos de Gogol, vestidos a la moda europea, de levita y hasta de frac, pero, que no poseen la menor cultura y apenas saben escribir. Ignoran aún lo que es la vida civilizada y no han salido todavía del estado bárbaro. Viven de la misma manera salvaje, sin ningún interés superior, sin ninguna aspiración noble, que se vivía hace quinientos años.

El doctor iba animándose conforme hablaba y elevando la voz.

—No, se lo aseguro a usted. Las pretendidas corrientes de ideas de que habla la literatura son una ficción, favorable a intereses mezquinos. ¿Qué corrientes de ideas verdaderas podemos registrar? ¿El vegetarianismo? ¿La zoofilia? Si encuentra usted en uno y otra algo serio, digno de atención, lo siento por usted. No, no hemos salido aún de la infancia, no somos aún bastante crecidos para ocuparnos en graves problemas. No los comprendemos porque nos falta la cultura. Necesitamos, ante todo, ir a una buena escuela, aprender, estudiar.

—¡Interesándonos por tales problemas, estudiamos! —replicó María Victorovna.

—No, no nos hallamos todavía bastante preparados. Como los niños no lo están para los estudios astronómicos. Lo repito: necesitamos estudiar, estudiar y estudiar. ¡Brindo por la ciencia!

Hubo un corto silencio. María Victorovna parecía sumida en una honda meditación.

—Lo innegable —dijo, con ojos pensativos— es que la vida que llevamos es demasiado gris y hay que cambiarla a toda costa. No podemos seguir el mismo camino, porque va a parar a un pantano…

Era ya muy tarde, y había que irse.

Cuando el doctor y yo salimos a la calle, en el reloj de la catedral daban las dos.

—Bueno, ¿está usted contento? —me preguntó el doctor—. ¿Verdad que es encantadora?

El primer día de Navidad comimos en casa de María Victorovna, y durante las fiestas la visitamos casi diariamente. Tenía razón al afirmar que no mantenía relación alguna con los habitantes de la ciudad: salvo nosotros dos, nadie la visitaba.

Casi todo el tiempo que estábamos con ella lo dedicábamos a pláticas y a discusiones de orden trascendental. Algunas veces el doctor llevaba un libro o el último número de una revista, y nos leía en alta voz.

En fin: él fue el primer hombre verdaderamente instruido que conocí. No puedo asegurar que tuviera una gran erudición; pero yo le escuchaba con sumo interés y me parecía persona de conocimientos muy sólidos. Cuando hablaba de medicina, no se asemejaba en nada a los demás médicos de la ciudad; decía cosas nuevas, originales, interesantes en extremo. Yo pensaba, escuchándole, muchas veces, que podía llegar a ser un sabio célebre si quería.

Era también el único hombre que ejercía sobre mí una positiva influencia. Gracias a él y a los libros que me daba, comencé a sentir un vivo deseo de estudiar, de enriquecer mi espíritu con conocimientos nuevos que iluminasen mi vida monótona y sombría. ¡Mi instrucción entonces era tan escasa! Sólo sabía las cosas más elementales. Al menos ahora se me antojan elementales.

La influencia del doctor sobre mí fue también moral. Antes no tenía opiniones determinadas, fijas, y me guiaba en mi vida casi exclusivamente por los instintos. Desde que comencé a tratar con asiduidad al doctor sometí al análisis los móviles de mis acciones y traté de formarme ideas claras, precisas sobre el bien y el mal.

Y, no obstante, a pesar de mi gran estimación a Blagovo, me daba cuenta de que aquel hombre, sin duda el mejor y más instruido de la ciudad, distaba mucho de la perfección. Había en sus maneras algo que no acababa de gustarme, sobre todo cuando se esforzaba en parecer borracho en la taberna o cuando les daba crecidas propinas a los camareros echándoselas de gran señor. En aquellos momentos, bajo la apariencia civilizada, se denunciaba en él el tártaro.

A principios de enero regresó a Petersburgo.

La misma noche del día de su marcha vino a verme mi hermana.

Sin quitarse el abrigo ni el sombrero y sin decir palabra, se sentó en mi lecho.

Estaba muy pálida y evitaba mirarme. De cuando en cuando se estremecía de pies a cabeza. No se me ocultaban sus esfuerzos para que yo no advirtiese su estado.

—Debes de tener un enfriamiento —le dije.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se levantó y se dirigió, sin contestarme, al cuarto de Karpovna.

Momentos después la oí, al otro lado del tabique, hablar con mi vieja nodriza y lamentarse.

—¡Cuando pienso en lo que mi vida ha sido hasta ahora!… ¿Para qué he vivido? He perdido toda mi juventud. No he hecho más que inscribir los gastos de la casa, economizar, velar para que no se gaste demasiado dinero, para que no se cosuma demasiada azúcar… ¡Como si no hubiera nada más interesante en la vida! Comprende, vieja mía, que yo también quiero vivir, que tengo otras aspiraciones…, y, sin embargo, han hecho de mí una especie de ama de llaves, que sólo sabe contar los «kopecs» y los terrones de azúcar. Estas llaves son mis cadenas…

Y tiró al suelo, encolerizada, las llaves de la despensa, del armario de la ropa, de la bodega, las mismas que llevaba nuestra pobre madre colgadas a la cintura.

—¡Virgen santa! —gritó con horror la vieja Karpovna—. ¡Estás loca!

¡Cálmate!

Durante algunos momentos reinó el silencio tras el tabique. Luego oí un profundo suspiro de mi hermana y el ruido de las llaves que recogía del suelo.

Al irse entró en mi cuarto a decirme adiós.

—No hagas caso —me tranquilizó—. No sé que me pasa hace algún tiempo.

¡Estoy tan nerviosa!

VIII

Una noche volví muy tarde a mi posada, de casa de María Victorovna, con quien había pasado la velada, y encontré en mi cuarto a un joven oficial de policía, engalanado con un uniforme nuevecito, que hojeaba un libro, sentado ante mi mesa.

—¡Por fin! —exclamó al verme entrar.

Salió a mi encuentro, desperezándose como tras un largo sueño.

—Es la tercera vez que vengo hoy a buscarle a usted. He perdido todo el día. He aquí de lo que se trata: su excelencia el señor gobernador ordena que se presente usted a él mañana, a las nueve de la mañana. ¡Sin falta!

Me hizo firmar un compromiso de ejecutar exactamente la orden del gobernador, y se marchó.

Aquella visita del oficial de policía y la invitación inesperada del gobernador me causaron muy mala impresión. Desde mi niñez les había tenido un miedo irresistible a los gendarmes, a los policías, a los jueces, en fin, a toda la gente para quien es un derecho, casi un deber, hacer daño a los demás. Y entonces también experimenté una gran inquietud, como si fuera autor de un crimen.

No pude conciliar el sueño. Karpovna y su hijo adoptivo, el obeso Prokofy, también estaban inquietos con la visita del oficial de policía, y no podían pegar los ojos. Además, Karpovna tenía un horrible dolor de oído, se quejaba, y de cuando en cuando se echaba a llorar.

Como me oyese, desde el otro lado del tabique, dar vueltas en la cama, Prokofy entró en mi cuarto, con una luz en la mano, y se sentó junto a mi mesa.

—Debía usted beber un poco de vodka —me dijo—. El vodka es la sola y única salud. También convendría verter un poco de vodka en la oreja de mamá; pero no quiere.

A cosa de las tres se dispuso a irse al matadero en busca de la carne para su establecimiento. Convencido de que no podría dormir ya, y por matar el tiempo, me fui con él.

La noche era obscura. Prokofy llevaba en la mano una linterna, con la que alumbraba el camino. Subimos a un trineo. Un muchachuelo de trece años, llamado Nicolka, con cara de bandido, que estaba empleado en la carnicería de Prokofy, nos servía de cochero. Con una voz ronca de persona mayor, imitando a los cocheros de verdad, arreaba a las caballerías.

Por el camino me dijo Prokofy:

—Probablemente le sacudirán a usted el polvo en casa del gobernador.

Porque, mire usted, hace cosas que no le convienen. Cada hombre debe seguir el camino que está destinado a seguir según su nacimiento. Unos nacen para ser gobernadores u oficiales, otros para ser obispos o capellanes, otros para ser médicos o abogados. Usted no ha nacido para ser simple obrero, y naturalmente, la gente de su clase no está dispuesta a permitir que lo sea usted…

El matadero estaba detrás del cementerio. Hasta aquella noche yo no lo había visto de cerca. Lo formaban tres grandes cobertizos de aspecto sombrío, rodeados de una tapia gris. Cuando hacía viento, llegaba de aquel edificio a la ciudad un olor malsano y abominable.

Entré en el patio, tropezando a cada paso con los caballos de los trineos cargados de carne. Una porción de hombres con linternas encendidas en la mano se insultaban y se injuriaban sin cesar. Prokofy y Nicolka hacían lo propio, como si el lugar obligase a la gente a ponerse de vuelta y media. Se oían por todas partes gritos, juramentos, relinchos.

Olía a cadáver y a estiércol. Los charcos de nieve derretida mezclada con barro parecían de sangre.

Cargado el trineo de carne, nos encaminamos al establecimiento de Prokofy.

Clareaba ya. El sol estaba a punto de salir. De nuevo en el interior de la ciudad vimos numerosas mujeres —mas y cocineras— que se iban a la compra.

Una vez en la carnicería, Prokofy se puso un delantal blanco y empezó a vender carne. Manchado de sangre, con un hacha en la mano, discutía con las mujeres; aseguraba que la carne lo costaba más cara que la vendía; juraba, se persignaba y gritaba tanto que se le podía oír al otro lado del mercado. Engañaba en el peso y daba piltrafas, y las mujeres, aunque lo advertían, le dejaban hacer lo que te parecía, aturdidas por sus gritos, y sólo alguna vez que otra le dirigían tal o cual palabra poco lisonjera.

—¡Qué bandido! ¡Vaya un granuja!

Al alzar y dejar caer el hacha sobre la carne, tomaba actitudes coquetas y agitaba con tal violencia la herramienta que yo temía que le abriese a alguien la cabeza o le cortara un brazo.

Después de estar un rato en la carnicería, me dirigí a casa del gobernador.

Mi gabán olía a carne y a sangre. De un humor de todos los diablos, yo caminaba como un condenado.

Subí una gran escalera cubierta con una alfombra a rayas. Un señor de frac —probablemente el secretario del gobernador— me indicó la puerta por donde debía entrar, y corrió a anunciar mi llegada.

Entré en un salón amueblado lujosamente pero sin gusto alguno. Entre las ventanas había altos y estrechos espejos. Pretendiendo adornarlas, herían desagradablemente la vista unas cortinas amarillas. Se advertía que los gobernadores que habitaban aquella casa se sucedían unos a otros sin que el mobiliario cambiase nunca. El paso de aquellos funcionarios por allí era tan rápido, que a todos les tenía sin cuidado cómo estaba puesta la casa.

No tardó en reaparecer el señor del frac, que me indicó otra puerta. La abrí y me dirigí a una gran mesa verde, tras la cual me esperaba, en pie, vestido de uniforme y con una condecoración en el pecho, el gobernador.

Tenía en la mano una carta.

—¡Señor Poloznev! —me dijo, abriendo, en forma de «O», una boca de a palmo. Le he llamado a usted para hacerle saber lo siguiente: su honorable padre se ha dirigido, por escrito y de palabra, al presidente de la nobleza de la región suplicándole que le haga comprender a usted que su conducta no es admisible en la clase noble a que tiene el honor de pertenecer por su nacimiento. El señor presidente de la nobleza, su excelencia Alejandro Pavlovich, creyendo, con razón, que su conducta de usted es condenabilísima, pero que su llamada al orden sería del todo ineficaz, se ha dirigido a mí, a su vez, para que yo ejerza mi poder administrativo. Aquí está su carta. Me suplica en ella que tome las medidas que juzgue necesarias al objeto de poner fin a este escándalo intolerable…

Hablaba en voz queda y con acento respetuoso, y continuaba en pie como si yo fuera su jefe, y no había en su mirada ni asomos de severidad. En su rostro rugoso se pintaba una falta total de energía. Sus mejillas colgaban como bolsas de cuero. Llevaba teñido el cabello, y su edad no era fácil de determinar: lo mismo pedía tener cuarenta que sesenta años.

—Yo espero —prosiguió— que usted sabrá apreciar la bondad de Alejandro Pavlovich al dirigirse a mí no por la vía oficial, sino por medio de una carta privada. Yo también le he llamado a usted no como un personaje oficial, sino como un particular, y le estoy hablando no como gobernador, sino como un admirador sincero de su padre. Así, pues, señor, le suplico que, o cambie de conducta y vuelva a comenzar la vida que le cuadra a un noble, o se vaya a cualquier otra ciudad donde no le conozcan y pueda hacer lo que le plazca. Si se niega usted a acceder a mi ruego, me veré precisado a tomar medidas extremas respecto de usted.

Durante unos momentos me miró fijamente, en silencio y con la boca abierta.

—¿Es usted vegetariano? —me preguntó de pronto.

—No, excelencia; como carne.

Se sentó y cogió de la mesa un papel.

Comprendí que la entrevista había terminado, saludé y salí.

Había perdido la mañana, y no valía la pena ir a trabajar antes de comer. Me volví a casa, con ánimo de dormir un rato; pero estaba tan nervioso, a causa de la excursión al matadero y de mi visita al gobernador, que no pude pegar los ojos.

Por la noche, muy excitado y de un humor negro, fui a casa de María Victorovna. Le conté mi entrevista con el gobernador. Me miraba asombrada, como si no diera crédito a mi relato, y de pronto se echó a reír como una loca, con una risa alegre, provocativa, de que sólo es capaz la gente muy sana de cuerpo y de espíritu.

—¡Si se cuenta eso en Petersburgo! ¡Dios mío, si se cuenta eso en Petersburgo! —exclamó, casi cayéndose de la silla: de tal modo la risa la sacudía.

IX

Nos veíamos con mucha frecuencia, dos veces al día.

Después de comer llegaba en coche al cementerio y me esperaba leyendo las inscripciones de las tumbas. A veces entraba en la iglesia, donde yo seguía trabajando, y, de pie junto a mí, contemplaba mi tarea.

El silencio respetuoso que reinaba en torno, el trabajo ingenuo de los pintores de iconos, la conmovían. También la impresionaba agradablemente el verme vestido como los demás obreros y el observar que me tuteaban y me trataban como a su igual.

Cuando, en cumplimiento de una orden de Nabó o de otro, subía yo por la escala de cuerda a lo alto de la cúpula, llevando pintura, seguía ella con interés mis movimientos, y parecía muy emocionada. Con los ojos húmedos de lágrimas, me sonreía.

Una vez, mirándome trabajar, me dijo:

—¡Cómo me gusta usted así!

Siendo yo muchacho, un papagayo que tenían unos amigos nuestros se escapó de la jaula, y durante un mes vagabundeó por la ciudad, pasando de un jardín a otro, solitario, sin amparo, triste. María Victorovna me recordaba aquel pájaro.

—¡El único sitio adonde voy de visita es al cementerio! —me dijo un día, riendo—. Los habitantes de la ciudad me inspiran una profunda antipatía y no quiero ver a nadie. En casa de Achoguin se canta, se representa, se recitan versos, y me aburro allí de un modo insoportable.

Su hermana de usted evita la sociedad y no viene a verme. La señorita Blagovo me detesta, no sé por qué. ¿Qué quiere usted que haga? ¿Adónde quiere usted que vaya?

Cuando la visitaba, mis ropas olían a pintura y a barniz; mis manos estaban sucias, y eso le gustaba. Se empeñaba en que fuera a su casa con mi blusa de obrero, tal como estaba en el trabajo; pero ese traje me cohibía mucho en su salón, y para ir a verla me lo quitaba y me ponía mi traje nuevo, más correcto. Tal mudanza de ropa la enojaba y me recibía con muecas de enfado.

—Confiese usted —me dijo una noche— que no ha podido aún habituarse a su nueva posición social. El traje de obrero le cohíbe a usted, no está usted a gusto con él. Eso se explica, en mi sentir, por la falta de convicción con que ha obrado usted al hacerse obrero. Sencillamente, no está usted satisfecho en su nueva vida. Además, a decir verdad no puede usted estarlo. Al fin y al cabo trabaja usted para los ricos, para aumentar el confort y el lujo que los rodean. Luego, usted me ha dicho muchas veces que el hombre debe amasarse su pan, y usted lo que hace es ganar el dinero con que lo compra. ¿Por qué no aplica usted estrictamente a su conducta sus principios? Debe usted seguirlos fielmente; es decir: en lugar de pintar los techos de los templos, debía usted amasar por sí mismo su pan cotidiano; labrar, sembrar, segar… o hacer algo que tenga relación directa con la agricultura; pastorear, cavar, construir casas campestres… Ha de saber usted que me pirro por la agricultura…

Abrió un armarito que había junto a su mesa escritorio, y añadió:

—Voy a revelarle a usted un gran secreto. Para eso he sacado esta conversación. Aquí tiene usted mi biblioteca agrícola. En ella encontrará usted libros que tratan del cultivo de los campos, del de los jardines, de avicultura, de apicultura, de cría pecuaria. Lo leo todo con sumo interés, y me atrevo a decir que lo conozco bastante bien. Mi sueño dorado, sépalo usted, es irme, en primavera, a nuestra Dubechnia, y dedicarme allí a la vida agrícola. ¡Qué delicia! Claro es que el primer año no podré hacer gran cosa: me orientaré, estudiaré la agricultura prácticamente… Pero al otro año intervendré en todo, mejor dicho, lo dirigiré todo, con la mayor energía, se lo aseguro a usted. Mi padre me ha prometido cederme la plena propiedad de Dubechnia, donde podré hacer lo que me dé la gana.

Estaba muy excitada; sus mejillas se habían tornado de púrpura. Llena de alegría, hablaba sin parar de la realización de sus sueños, de su próxima vida en el campo, que se pintaba ella en extremo interesante y muy poética.

¡Quién hubiera estado en su lugar, participado de su entusiasmo! La primavera se acercaba; los días eran ya muy largos; el sol derretía la nieve, y gruesas gotas de agua caían de los tejados. Todo olía ya a primavera. Y yo también sentía un gran deseo de irme al campo.

Cuando me dijo que no tardaría en irse a Dubechnia, una honda tristeza se apoderó da mí. Me vi solo en la ciudad hostil, sin nadie con quien poder cambiar algunas palabras. Tuve celos de aquellos libros de agricultura y de aquellos sueños geórgicos. Sin embargo, ni me gustaba la vida del campo, ni les tenía afición alguna a los trabajos agrícolas. Iba a decir que, en mi sentir, la agricultura rebajaba al hombre, le hacía esclavo de la tierra; pero no dije nada.

Estábamos casi en primavera, en vísperas de Pascua.

Un día llegó el ingeniero Dolchikov, de quien yo había comenzando a olvidar hasta la existencia.

Llegó de un modo inesperado, sin anunciarlo siquiera con un telegrama.

Cuando fui aquella noche, como de costumbre, a su casa, le encontré en el salón, paseándose y refiriendo no sé qué. Estaba muy lavado, perfumado y afeitado y parecía más joven que antes de su marcha.

María Victorovna, de rodillas ante la maleta, sacaba de ella libros, frascos, cajas y otros objetos, que le iba entregando al criado.

Al ver al ingeniero, di, involuntariamente, un paso atrás; pero él me tendió ambas manos y me dijo sonriendo, mostrando su blancos y sólidos dientes:

—¡Hele aquí! ¡Tanto gusto en verle, señor decorador! Macha me lo ha contado todo. ¡Y me ha hecho tantos elogios de usted!

Me cogió del brazo, y prosiguió:

—Comprendo su decisión y la apruebo sin reservas. Es infinitamente más honrado y más inteligente ser un buen obrero que garrapatear en una oficina y llevar una escarapela en la gorra. Yo he trabajado en Bélgica como simple obrero… con estas manos que usted ve… y he sido durante dos años maquinista…

Llevaba un batín, calzaba unas pantuflas y andaba con el balanceo de los gotosos. Estaba visiblemente satisfecho de encontrarse al fin en su casa y de haber tomado su ducha. Se frotaba las manos y canturreaba.

No tardó en servirse la cena. Se me invitó.

Durante la comida, fue él quien habló más.

—No hay duda —decía— de que son ustedes muy simpáticos, muy amables; pero, dígame usted, señor: ¿por qué en cuanto empiezan ustedes a trabajar físicamente y a preocuparse de la suerte del mujik se hacen, inevitablemente, sectarios? Usted, por ejemplo, señor Poloznev, ¿no es un sectario? Por cuestión de principios, no bebe usted vodka. Eso es puro sectarismo.

Por complacerle bebí vodka y vino. Comimos quesos de distintas clases, salchichón, pastas y otras delicadezas gastronómicas que el ingeniero había traído de Petersburgo, y saboreamos los vinos que en su ausencia se habían recibido del extranjero, que eran, en verdad, excelentes. No sé cómo, se las arreglaban para recibirlos sin pagar derechos de importación, lo mismo que los cigarros. El caviar y el salmón se lo regalaban. No pagaban el piso, porque el propietario de la finca proveía de petróleo al camino de hierro, y, por lo tanto, dependía del ingeniero. En fin, yo casi llegué a estar convencido de que cuanto existe en el mundo se hallaba siempre —de modo gratuito— a la disposición del señor Dolchikov y de su hija, que no tenían más que tender la mano y cogerlo.

Seguí visitándolos asiduamente; pero no con tanto placer como antes de regresar el ingeniero. El señor Dolchikov me azoraba, y en su presencia no me sentía yo a mi gusto. No podía soportar su mirada serena e inocente; su conversación me era antipática; no podía yo desechar el desagradable recuerdo de mi corta estancia en sus oficinas y de la grosería con que me había tratado.

Es verdad que ahora estaba muy amable conmigo, que me rodeaba con el brazo la cintura, que me daba afectuosos golpecitos en el hombro, que, aseguraba ver con una profunda simpatía mi cambio de vida; pero a mí no se me ocultaba que me despreciaba como antes, que me consideraba una nulidad, y que sólo me toleraba por serle agradable a su hija.

Yo no podía ya reírme y decir lo que se me ocurría. Casi siempre estaba silencioso y temía a cada momento una grosería del señor Dolchikov. Mi conciencia de proletario se sublevaba contra mi conducta. Yo, un obrero, visitaba diariamente a aquella gente rica, con la que no tenía nada de común, que despreciaba a todos los habitantes de la ciudad y que era considerada por ellos extraña… Bebía en su casa vinos caros y comía bocados exquisitos… Me sentía avergonzado como si cometiese un crimen.

Cuando me dirigía a casa de Dolchikov evitaba el encuentro con mis conocidos y bajaba los ojos al verlos; y cuando volvía a mi pobre posada, me abochornaba haber comido tanto y tan bien.

Pero lo que me preocupaba sobre todo era el temor de enamorarme. María Victorovna cada día me atraía más. Yendo por la calle, en el trabajo, en medio de mis charlas con mis compañeros, pensaba a cada instante en que por la noche iría a su casa, y me deleitaba recordando su risa, su voz…

Antes de ir a verla permanecía largo rato de pie ante un pedacito de espejo, procurando hacerme lo más primorosamente que podía el lazo de la corbata. Mi traje me parecía abominable, y me avergonzaba, y al mismo tiempo mi dignidad se rebelaba contra esta vergüenza. Cuando ella me decía desde su cuarto que no entrase, que esperase un poco, porque no estaba vestida aún, se apoderaba de mí una gran tensión nerviosa, y mi espera, aunque fuese corta, era la espera inquieta y llena de ansias de un enamorado impaciente. Al ponerla, con el pensamiento, en parangón con otras jóvenes a quienes veía por la calle, se me antojaban todas, hasta las más lindas, vulgares, mal vestidas, grotescas. Y la superioridad de María Victorovna me enorgullecía como si la hija del ingeniero me perteneciese. Rara era la noche que no la soñaba…

Una noche salí de su casa asqueado de mí mismo. Aunque el ingeniero seguía estando muy amable y me había hecho compartir con él una enorme langosta, en su amabilidad, en la familiaridad con que me trataba, yo advertía, hacía algún tiempo, algo ofensivo para mí.

Camino de mi posada, decidí poner fin a aquella situación humillante.

«En esa casa —pensé— se me acaricia como se acaricia a un pobre perro perdido. Ahora los divierto; pero en cuanto deje de interesarlos, me pondrán de patitas en la calle». —¡Hay que acabar lo más, pronto posible!— casi grité en el silencio de la ciudad dormida.

Y, alzando los ojos al cielo, juré solemnemente romper toda relación con la familia Dolchikov.

A la noche siguiente no fui a verlos.

Muy tarde ya, pasé por la calle de la Nobleza. Estaba obscuro y llovía.

La casa de Achoguin se hallaba sumida en el sueño; en una sola ventana, la de la señora Achoguin, situada al extremo de la fachada, se veía luz. La señora Achoguin, sin duda, estaría bordando o haciendo calceta, alumbrada por tres bujías, para demostrar el desprecio que le inspiraban las supersticiones. En nuestra casa no se veía luz alguna. La de Dolchikov, frontera a la nuestra, estaba, por el contrario, muy iluminada, aunque, a causa de los visillos, no se distinguía nada de su interior.

Seguí andando a lo largo de la calle, bajo la lluvia primaveral. Oí a mi padre llegar, de vuelta del club. Llamó a la puerta, y momentos después vi, dentro, encenderse una luz. Distinguí la silueta de mi hermana, que con el quinqué en la mano, y alisándose presurosa el cabello, se dirigía a la puerta. Luego, desde mi secreto observatorio, vi a mi padre ir y venir por el salón. Hablaba frotándose las manos; mi hermana, sentada en una butaca, permanecía inmóvil y muda. Seguramente no le escuchaba, absorta en sus cavilaciones.

No tardaron en retirarse, y la luz se apagó.

Miré a la casa del ingeniero: también estaba sumida en las tinieblas.

Solo, en la noche negra, bajo la lluvia, sentía una tristeza profunda, como un hombre perdido en el desierto y ya sin ninguna esperanza. Toda mi vida, la pretérita y la presente, me parecía nula, desprovista de todo interés. ¿Qué podía yo esperar del porvenir?

Sin darme cuenta de lo que hacía, tiré con todas mis fuerzas de la campanilla de la puerta del ingeniero Dolchikov, la arranqué y eché a correr a carrera tendida, calle arriba, como un chiquillo, empujado por el temor de que saliesen en seguida y me reconociesen.

A una gran distancia me detuve para tomar aliento. La calle permanecía silenciosa.

Sólo se oía el ruido de la lluvia y el de los golpes de un sereno sobre una plancha de hierro.

Durante una semana no visité a la familia Dolchikov.

Nos quedamos sin trabajo, sufrimos toda clase de privaciones. Vendí mi traje nuevo por cuatro cuartos y me comí el dinero. A veces encontraba un trabajo penoso para un día, que me producía de diez a veinte «kopecks».

Cubierto de barro, temblando de frío, trabajaba como un forzado y encontraba en ello cierta satisfacción moral: me vengaba en mí mismo de las langostas, los quesos y otros buenos bocados que había saboreado en casa de Dolchikov.

Ni aun en medio de esta vida llena de miserias dejaba nunca de pensar en María Victorovna. La amaba. Sí, aquello era amor, el amor más apasionado. Cuando me acostaba, cansado, mojado, muchas veces hambriento, mi imaginación evocaba al punto su imagen y se forjaba cuadros seductores.

Y aquel amor me daba fuerzas para sufrir, como si fuera por ella por quien yo padecía tan terrible vida.

Una noche en que había caído una copiosa nevada, en que parecía que el invierno había vuelto, encontré en mi cuarto a María Victorovna. Estaba sentada, envuelta en su abrigo de pieles, las manos dentro del manguito.

—¿Por qué no viene usted ya a casa? —me preguntó, clavando en los míos sus ojos claros y expresivos.

Yo estaba tan turbado por la alegría, que no podía contestar, y permanecía en pie, ante ella, en la misma actitud que ante mi padre cuando me pegaba.

Ella me miraba fijamente y no se me ocultaba que se daba cuenta de la causa de mi turbación.

—¿Por qué no viene usted a verme? —repitió—. ¡Ya que usted no quiere venir a mi casa, vengo yo a la suya!

Se levantó y se aproximó a mí.

—¡No me abandone usted! —me dijo.

Vi brillar las lágrimas en sus ojos.

—¡No me abandone usted! ¡Estoy sola, no tengo a nadie en el mundo!

Y buscando el pañuelo, para secarse las lágrimas, se sonreía.

Hubo unos instantes de silencio. La abracé, la atraje hacia mí y di un largo beso en sus labios. Al besarla, me hice sangre en la cara con el alfiler de su sombrero.

Momentos después nos pusimos a hablar como si nos amáramos hacía mucho tiempo.

X

A los dos días, María Victorovna me envió a Dubechnia.

La dicha me embriagaba.

Camino de la estación, y luego en el tren, me reía a lo mejor sin motivo alguno visible, y la gente me miraba asombrada, creyendo, sin duda, que estaba un poco bebido.

La nieve seguía cayendo, aunque había empezado la primavera; pero no tardaba en derretirse, en convertirse en barro, de manera que los caminos no estaban blancos, sino negros.

Aunque había pensado arreglar la casita para mí y para Macha en el pequeño pabellón, frontero al ocupado por la señora Cheprakov, tuve que renunciar a tal proyecto; pues el pabellón estaba habitado hacía mucho tiempo por las palomas y los ánades, y para dejarlo en buen estado había que destruir gran número de nidos.

Teníamos, pues, que arreglar nuestra habitación en la casa central. Los campesinos la llamaban «castillo»; pero era un castillo nada bonito. Había en él más de veinte estancias casi vacías por completo y de un aspecto triste, sombrío. El mobiliario se reducía a un piano y un silloncito de niño, arrumbado en el granero. Aunque Macha hubiera transportado de la ciudad todo su mobiliario, la casa habría seguido siendo triste y pareciendo vacía.

Escogí tres habitacioncitas cuyas ventanas daban al jardín y empecé a trabajar. Me pasaba el día limpiándolas, tapando los agujeros del suelo, empapelando las paredes, sustituyendo con otras nuevas las losas rotas.

Era un trabajo fácil y agradabilísimo para mí.

Con mucha frecuencia iba al río, a ver si el hielo de que estaba cubierto todo el invierno se derretía. Esperaba con impaciencia la vuelta de los pájaros que invernaban en los países cálidos. Por la noche, en la cama, soñaba, lleno de alegría, desbordante de felicidad, con Macha. Ni el viento que sacudía los postigos ni las ratas que hacían ruido en el pavimento me molestaban: tan dichoso era.

La nieve aún era muy profunda. Había caído mucha en marzo; pero pronto había empezado a fundirse, como por encanto. El río se llenaba de agua, que, en multitud de arroyos canoros, corría a su cauce.

A principios de abril aparecieron los primeros pájaros, y empezó a alegrar el jardín el batir de sus alas. El tiempo era magnífico.

Todos los días, al anochecer, me encaminaba a la ciudad, al encuentro de Macha. Iba descalzo, y era delicioso andar así por la tierra blanda, no seca aún del todo. A medio camino me sentaba y contemplaba la ciudad, sin osar acercarme a ella. Su vista me turbaba. Yo me decía: «¿Qué comentarios hará la gente que me conoce acerca de mis amores con Macha? ¿Qué dirá mi padre?» Mi vida, de pronto, se había tornado harto más complicada. Yo no la dominaba ya: era ella la que me dominaba a mí. Yo era a modo de un globo impelido por el viento no se sabe adónde. No pensaba ya en la manera de ganarme el pan; no pensaba ya en nada preciso, como si me hallase en un dulce letargo.

Casi siempre Macha venía en coche. Me sentaba a su lado y nos dirigíamos juntos a Dubechnia, libres, alegres.

A veces la esperaba en vano: no venía. Entonces, ya puesto el sol, volvía a mi vivienda, descontento, turbado, sin acertar a comprender por qué no había venido. Pero no era raro que la encontrase, inesperadamente, a la puerta de la casa o en el jardín. Esto era para mí una grata sorpresa y me regocijaba mucho.

—He venido en tren —me decía María Victorovna—. Desde la estación he venido andando.

Vestida con suma sencillez, tocada con un pañolito, con una modesta sombrilla en la mano, pero gentil, calzando unas elegantes botinas hechas en el extranjero, se me antojaba una actriz de talento que representaba el papel de muchacha de pueblo.

Visitábamos nuestra propiedad, deliberábamos acerca de una porción de detalles: acerca de cuál sería la habitación de cada uno, de dónde plantaríamos flores, del lugar en que colocaríamos la colmena. Teníamos nuestros pollos, nuestros patos y nuestros gansos, y los amábamos porque eran nuestros. Teníamos ya preparado todo lo necesario para la siembra: trigo, avena, legumbres. Nos pasábamos horas enteras planeando los futuros trabajos, hablando de las cosechas que recogeríamos. Cuanto decía Macha me parecía bello y atinado.

Fue aquél el período más feliz de mi vida.

Algunas semanas después celebramos nuestras bodas. La solemnidad tuvo lugar en una iglesita campesina, en la aldea de Kurilovka, a tres verstas de Dubechnia.

Macha quiso que en la ceremonia todo fuera sencillo, modesto. Conforme a sus deseos, nuestros testigos fueron jóvenes campesinos. El servicio religioso estuvo a cargo de un chantre.

Volvimos a casa en un coche pesado y tambaleante, que la misma Macha guiaba.

De la ciudad sólo acudió mi hermana Cleopatra, prevenida tres días antes por una carta nuestra. Vestía un traje blanco y llevaba las manos enguantadas. Durante la ceremonia, lloraba suavemente y se pintaba en su rostro una bondad maternal infinita.

Nuestra felicidad parecía embriagarla, y la sonrisa no desaparecía de sus labios, como si estuviera respirando un aire delicioso.

Contemplándola, comprendí que no existía para ella en el mundo nada tan importante como el amor, el amor sencillo, terreno, y que soñaba con él a toda hora, de un modo apasionado, ocultando celosamente sus sueños.

Abrazaba y besaba a Macha sin cesar, y, no sabiendo cómo expresarle su entusiasmo, le decía, refiriéndose a mí:

—¡Es bueno, muy bueno!

Antes de volverse a la ciudad se despojó del traje blanco, y se puso otro de diario y me suplicó que saliese un momento con ella al jardín.

—Quisiera hablarte —me dijo.

Salimos.

—Papá —comenzó— está muy enfadado porque no le has escrito. Debías haberle pedido la bendición. Pero, aparte de eso, está muy contento. Cree que este matrimonio te elevará a los ojos de toda la ciudad, y que, bajo el influjo de María Victorovna, te volverás un hombre serio. Por las noches hablamos de ti. Ayer te nombró con estas palabras: «Nuestro Misail», y eso me llenó de alegría. Creo que acaricia, respecto de ti, algún proyecto. Me parece que quiere darte una lección de generosidad y nobleza, y que está dispuesto a que sea suyo el primer paso hacia la reconciliación. Es muy posible que venga a veros dentro de unos días.

Se persignó varias veces, y dijo:

—Bueno, querido, sed felices. Ana Blagovo, que es tan inteligente, dice que este matrimonio es una prueba a que te somete el Señor. Te deseo fuerzas para salir victorioso de ella. La vida de familia no sólo proporciona alegrías, sino también padecimientos. La vida es así.

Macha y yo la acompañamos cerca de tres verstas, a pie. Luego de despedirla, nos dirigimos a casa, silenciosos, el corazón henchido de felicidad. Macha me llevaba cogida una mano, y de cuando en cuando cambiábamos miradas llenas de cariño. No pronunciamos ni una sola palabra de amor: eso habría podido turbar el goce de nuestra ventura. El verdadero amor no necesita ser expresado con palabras. Después de la boda nos sentíamos todavía más cerca uno de otro, y se me antojaba que nada en el mundo podría nunca separarnos.

—Tu hermana —me dijo mi esposa— es muy simpática; pero, al mirarla, se experimenta la impresión de que ha sido maltratada durante mucho tiempo. Tu padre debe de ser un hombre terrible.

Le conté el sistema educativo que mi padre había puesto en práctica conmigo y con mi hermana. Le describí nuestra niñez dolorosa y estúpida.

Cuando le dije que mi padre, no hacía aún mucho tiempo, me había pegado, se estremeció y se apretó contra mí.

¡No, no me cuentes esas cosas! ¡Es terrible!

Ya no nos separamos. Ocupábamos tres habitaciones de la casa grande.

Por la noche yo cerraba con llave la puerta que daba a las habitaciones vacías, como si hubiera en ellas un ser desconocido que nos inspirase temor.

Me levantaba muy temprano, al salir el sol, y me ponía inmediatamente a trabajar. Hacía reparaciones en los coches, arreglaba las sendas del jardín, azadonaba los bancales, pintaba el tejado de la casa.

Cuando llegó la época de la siembra, mis esfuerzos para trabajar como un simple campesino fueron heroicos. Me fatigaba enormemente, sobre todo cuando llovía o hacía viento. Me dolían la cabeza y los pies. Hasta durante el sueño me atormentaba la visión de los campos labrados.

Los trabajos agrícolas no me gustaban. No conocía la agricultura y no le tenía ninguna afición, debido, sin duda, a mi origen; pues mis ascendientes nunca fueron agricultores y corría por mis venas sangre ciudadana.

Amaba tiernamente la Naturaleza, me placía contemplar los campos, las praderas, los bosques; pero cuando veía a un campesino que, con su flaco caballo, iba y venía por la tierra negra y lodosa; cuando contemplaba al pobre labrador cubierto de barro, harapiento, más desgraciado aún que su caballería, ambos me parecían la encarnación de la fuerza primitiva, brutal, sin belleza, sin atractivo. Mirando a los campesinos trabajar la tierra, pensaba que en el campo, lejos de los grandes centros de población, la vida tiene no poco de salvaje, se asemeja mucho a la de hace miles de años, a la de la gente aún no sabía servirse del fuego. Los toros, los caballos, los carneros, cuando atravesaban en rebaños la aldea, aturdiéndome y salpicándome de barro, me parecían también un símbolo de aquella vida salvaje, desprovista de todo progreso.

No, no me gustaba la agricultura ni la vida del campo tampoco. Sobre todo cuando hacía mal tiempo, cuando densas nubes gravitaban sobre la tierra sombría, el campo se me caía encima. Mientras trabajaba, no me animaba la idea de la santidad del trabajo campestre, que sostienen con tanta elocuencia sus apologistas. Al trabajo en el campo prefería el trabajo doméstico. Encontraba un placer singular en la pintura del tejado y en otras ocupaciones análogas.

No lejos de la casa había un molino que pertenecía a la finca, como dejo dicho. Me gustaba visitarlo, y, atravesando el jardín y el prado, iba a él muy a menudo.

Nos lo tenía alquilado un campesino de la aldea vecina. Se llamaba Stepan. Era un hombre muy vigoroso, guapo, de cabellos negros, barbudo. No le gustaba la molinería, y si vivía en el molino era exclusivamente por no vivir en su casa.

Era taciturno y poco sociable. Inmóvil, silencioso, se pasaba horas enteras a la orilla del río o a la puerta del molino. De vez en cuando iban verle su mujer y su suegra, ambas suaves, corteses, blancas. Le saludaban muy humildes, le trataban de usted y le llamaban Stepan Petrovich. El parecía no advertir su presencia. Sin contestar a su saludo ni con la palabra ni con el ademán, se sentaba a la orilla del río y empezaba a canturrear en voz baja.

Así, sin decir esta boca es mía, permanecía una hora y a veces más tiempo. La mujer y la suegra, después de cambiar quedamente algunas palabras, se levantaban y esperaban un instante, por si se dignaba mirarlas. Luego saludaban de nuevo muy humildes, y decían con voz cantarina:

—¡Hasta la vista, Stepan Petrovich!

Y se iban.

Cuando ya estaban lejos, Stepan cogía el envoltorio con pan o ropa limpia que le habían dejado, miraba guiñando los ojos en la dirección que habían tomado las mujeres, y me decía, desdeñoso:

—¡El sexo femenino!

El molino trabajaba día y noche. Yo ayudaba a Stepan en su labor.

Cuando se iba un rato del molino le reemplazaba gustosísimo.

XI

Aquel año, el tiempo fue muy caprichoso. Tras unos cuantos días de sol volvieron los días nublados. Durante todo el mes de mayo llovió e hizo frío.

El ruido de las ruedas del molino, unido al de la lluvia, emperezaba y daba sueño. El suelo temblaba, olía a harina, y eso también adormilaba.

Mi mujer, con una corta pelliza y unos chanclos, venía al molino dos veces al día y decía:

—¡Vaya un verano! Es peor que el otoño.

Tomábamos té, hacíamos gachas y permanecíamos horas y horas silenciosos, esperando que cesase la lluvia. Una noche que Stepan había ido al mercado, Macha durmió en el molino.

Cuando nos levantamos no era fácil averiguar la hora que era, pues el cielo estaba cubierto de nubes. Se oía cantar a los gallos en Dubechnia.

Era aún muy temprano.

Nos dirigimos al estanque y sacarnos la red que había puesto Stepan la víspera. Había en ella una merluza y un cangrejo.

—Suéltalos —me dijo Macha—. Que ellos también sean felices.

Como habíamos madrugado tanto y no teníamos nada que hacer, aquel día me pareció muy largo, el más largo de toda mi vida.

Por la noche volvió Stepan y yo regresé a casa.

—Tu padre ha venido a vernos —me dijo Macha.

—¿Dónde está?

—Se ha marchado. No le he recibido.

Viendo que yo me puse triste, añadió:

—Hay que ser consecuente. Tu padre te ha maltratado tanto que no quiero tener con él nada de común. No le he recibido, y he hecho que le digan que no se moleste más en venir a vernos.

Momentos después me encaminaba a la ciudad para explicarme con mi padre. El camino estaba lleno de barro. Hacía frío.

Por primera vez, después de nuestra boda, sentía una profunda tristeza.

Mi cerebro, cansado por aquel largo día gris, propendía a los pensamientos melancólicos. «Quizás —decía yo mentalmente— mi vida no es lo que debe ser». Una apatía honda se apoderó de mí. No tenía gana de moverme ni de pensar. Andado ya parte del camino, determiné volver a casa.

Allí encontré al padre de Macha. Llevaba un impermeable con capuchón.

De pie en medio del patio, decía con voz alterada por la cólera:

—¿Dónde están los muebles? Había un hermoso mobiliario estilo Imperio, cuadros, jarrones, y ahora no hay nada. ¡Yo compré la casa con todo lo que había dentro, qué diablo!

Junto a él, con la gorra en la mano, estaba el criado de la señora Cheprakov, un hombre llamado Moisey, de unos veinticinco años, enjuto, con unos ojillos impertinentes.

—Su excelencia compró la casa sin muebles —contestó tímidamente—. Lo recuerdo bien.

—¡Cállate, canalla! —le gritó al ingeniero, rojo de ira.

El eco repitió el grito en el jardín.

Cuando yo estaba haciendo algo en el jardín o en el patio, Moisey solía contemplarme con sus ojillos insolentes, cruzadas las manos atrás. Su contemplación me irritaba tanto que dejaba el trabajo y me iba.

Stepan nos había dicho que Moisey era el amante de la generala Cheprakov. Yo había notado que la gente que venía a ver a la generala para cuestiones de dinero, empezaba por dirigirse a Moisey. Una vez vi que un campesino le saludaba con gran humildad. A veces entregaba él mismo el dinero, sin contar con su ama. Se advertía que hacía en la casa lo que le daba la gana.

Nos enojaba mucho su conducta inconveniente. Disparaba escopetazos contra nuestras ventanas; nos robaba comestibles; se servía, sin pedirnos permiso, de nuestros caballos. Se diría que Dubechnia era suya y no nuestra.

Aunque nos indignábamos, Moisey seguía haciendo lo que se le antojaba.

—¡Cuando pienso que aún tenemos que vivir mucho tiempo con estos canallas!… —Decía Macha.

Según el contrato, a la señora Cheprakov le asistía el derecho de vivir allí dos años. Su hijo, Iván Cheprakov, estaba empleado como conductor en el camino de hierro. Durante el invierno había enflaquecido tanto y se había debilitado hasta tal punto que con una copa de vodka se emborrachaba, le avergonzaba ser conductor, lo que le parecía humillante para un noble; pero al mismo tiempo consideraba aquel destino muy ventajoso, pues le proporcionaba ocasión de robar bujías pertenecientes al camino de hierro y venderlas.

Mi matrimonio con Macha le asombró, le enceló y le hizo concebir la esperanza de hacer cualquier día un matrimonio parecido. Miraba a Macha con entusiasmo, me preguntaba qué comía y no me ocultaba su envidia.

—¡Dios mío! —gemía encendiendo por décima vez su cigarrillo y tirando la cerilla al suelo—. ¡Dios mío! Tú eres felicísimo, y yo… ¡Qué vida de perro! Cualquier oficialillo tiene derecho a tutearme, pues, al fin y al cabo, no soy más que un empleado subalterno, una especie de criado de los viajeros.

Una vez me dijo:

—Por culpa de mi madre soy un pobre hombre. En el tren oigo con frecuencia conversaciones científicas muy interesantes… Pues bien: le he oído asegurar a un doctor que, si los padres son perversos, los hijos, fatalmente, son borrachos o criminales. Ahora comprendo mi desventura…

Un día vino a casa tambaleándose, sin poder apenas tenerse en pie. Sus ojos miraban con una expresión turbada e insensata, su respiración era pesada, jadeante. Reía y lloraba al mismo tiempo, balbuciendo sin cesar palabras casi incomprensibles.

—¡Mi madre! ¿Dónde está mi madre? —decía llorando como un niño perdido entre la muchedumbre.

Le conduje al jardín y le acosté debajo de un árbol. Durante toda la noche, Macha y yo velamos. Macha miraba con repugnancia su rostro pálido, y decía:

—¡Y pensar que aún tenemos que vivir año y medio con esta gente! ¡Es terrible!

Los campesinos también nos daban muchas desazones. Ya aquella primavera, en los primeros días de nuestro matrimonio, decepciones terribles habían turbado nuestra felicidad.

XII

Mi mujer decidió edificar y costear una escuela para los campesinos. Yo elaboré un proyecto de escuela para sesenta muchachos. La administración del distrito lo aprobó, pero nos aconsejó que edificásemos la escuela no en Dubechnia, como pensábamos, sino en Kurilovka, una aldea algo mayor que distaba tres verstas de nuestra Dubechnia. El consejo era tanto más razonable cuanto que la escuela actual de Kurilovka, en la que estudiaban los niños de cuatro aldeas vecinas, Dubechnia una de ellas, era demasiado pequeña y estaba tan vieja que se temía su hundimiento el día menos pensado.

A fines de marzo Macha fue nombrada, conforme al deseo que había manifestado, miembro del consejo administrativo de la escuela de Kurilovka. A principios de abril congregamos tres veces seguidas a los campesinos de Kurilovka y tratamos de convencerlos de que su escuela era muy reducida y muy vieja y era necesario edificar otra. Después de las reuniones, los campesinos nos rodeaban y nos pedían dinero para comprar vodka. El calor de la muchedumbre nos ahogaba, y nos apresuramos a marcharnos. Volvíamos a casa cansados, descontentos, decepcionados en extremo.

Tras largas negociaciones, los campesinos al fin consintieron en cedernos el terreno necesario para la construcción de la escuela y se comprometieron, a llevar de la ciudad, utilizando para ello sus caballerías, todos los materiales de construcción.

Algún tiempo después, los campesinos de Kurilovka y de Dubechnia salieron un domingo, con sus caballos y sus carros, en dirección a la ciudad para traer ladrillos. Se fueron al salir el sol y no volvieron hasta las altas horas de la noche. Todos venían borrachos, y, según decían, rendidos.

El tiempo era lluvioso y frío. Los caminos, llenos de barro, estaban impracticables. Los campesinos, al volver de la ciudad, acostumbraban meter sus carros en nuestro patio.

—Para descansar un poco —decían.

¡Aquello era un horror! No lo olvidaré nunca. Primero aparecía, en la puerta del patio, el caballo, patiabierto, ventrudo; al entrar, balanceaba la cabeza como si saludase. Luego aparecia una viga de diez metros, mojada, escurridiza; junto al carro avanzaba el campesino, sin mirar dónde ponía los pies, andando por los charcos lo mismo que por un pavimento.

Luego aparecía otro carro con tablones, luego otro con postes… Poco a poco el patio se iba atestando de caballos, de carros, de tablones, de vigas. Los campesinos y las campesinas, arropada la cabeza para resguardarla del frío, lanzaban miradas furiosas a nuestras ventanas, gritaban, exigían que Macha bajase a hablar con ellos. A no mucha distancia, Moisey contemplaba la escena, y yo juraría que se bañaba en agua de rosas al vernos en aquella situación ridícula.

—¡Se acabó! ¡No transportaremos más materiales! —oíase gritar—. Estamos rendidos. Si la señora quiere edificar una escuela, que transporte los materiales ella.

Macha, pálida de emoción, temerosa de que aquella multitud irritada invadiese la casa, les enviaba a los campesinos dinero y «Vodka». Entonces el tumulto se apaciguaba poco a poco, y los carros, cargados de vigas, de tablones, de postes, iban abandonando el patio.

Cuando yo me disponía a marchar a Kurilovka para ver cómo iba la construcción, mi mujer daba muestras de gran inquietud.

—Los campesinos están furiosos —me decía—. Pueden hacerte algo. Espera, voy contigo.

Nos íbamos juntos. En Kurilovka, los carpinteros me pedían una propina.

La construcción casi no adelantaba. Faltaban obreros. A pesar del compromiso contraído, muchos no acudían al trabajo. Siempre había algo que lo paralizaba. Un día nos hicieron saber que se necesitaba arena. No habíamos pensado antes en ello. Había que buscarla lo más pronto posible.

Aprovechándose de la urgencia, los campesinos nos pidieron por cada carro de arena treinta copecks, aunque la ribera donde tenían que cargar sólo distaba doscientos metros de la obra. Se necesitaban lo menos quinientos carros.

Las dificultades se sucedían sin tregua. Los campesinos seguían pidiéndonos dinero para vodka con gran indignación de mi mujer. El contratista de la obra, Tito Petrov, un anciano de setenta años, nos estaba siempre prometiendo, activar los trabajos.

—Ya verán ustedes. En dándome arena, que es lo que ahora hace falta, todo marchará como sobre rieles. Encontraré cuantos obreros sean necesarios. ¡Ya verán ustedes!

¡Pero se le llevó toda la arena necesaria, y la edificación, sin embargo, no avanzaba! Pasaban días y noches sin que apenas se advirtiese adelanto alguno.

—¡Es para volverse loca! —decía Macha, casi llorando—. ¡Qué gente, Dios mío, qué gente!

Durante aquellos tristes días, venía con frecuencia a vernos su padre, el ingeniero Víctor Ivanovich. Traía delicadezas gastronómicas y buenos vinos. Tenía siempre un apetito de lobo y comía mucho. Después de comer se dormía un rato en la terraza y roncaba de un modo terrible. Al oírle, nuestros obreros sacudían con asombro la cabeza y decían:

—¡Vaya unos ronquidos! Parece que duerme ahí arriba un regimiento…

A Macha no le entusiasmaban sus visitas. Su padre no le inspiraba confianza, lo que no era obstáculo para que le pidiese consejos prácticos.

El ingeniero se levantaba de dormir la siesta, casi siempre muy mal humorado, y empezaba a gruñir; le parecía que todo lo hacíamos mal, y se lamentaba de haber adquirido Dubechnia, que, según decía, sólo le había proporcionado sinsabores. La pobre Macha le escuchaba cariacontecida. A veces se dolía en su presencia de la conducta de los campesinos, y él le decía que con aquella gente había que ser muy severo y que el mejor modo de hacerla entrar en razón era sacudirle el polvo.

Nuestro matrimonio y nuestra manera de vivir los consideraba una comedia.

—No es más que un capricho —decía—. En Macha son frecuentes los caprichos por el estilo. Una vez se figuró ser una gran artista de ópera y se escapó de casa. ¡Estuve dos meses buscándola por toda Rusia! Sólo en telegramas me gasté mil rublos. ¡Sí, amigo mío!

Ya no me llamaba sectario, ni señor decorador, ni elogiaba mi conversión en obrero, como acostumbraba hacer antes.

—¡Es usted un hombre extraño! —me decía ahora—. No es usted un hombre normal. No soy profeta; pero le predigo que acabará malamente.

Macha apenas dormía de noche, y se pasaba horas enteras sentada, a la luz de la luna, junto a la ventana de la alcoba. En la mesa ya no se reía ni me hacía guiños.

El ver extinguida su alegría me atormentaba. Cuando llovía, cada gota de lluvia se me antojaba que caía sobre mi corazón como plomo derretido, y sentía impulsos de arrodillarme a los pies de Macha y pedirle perdón de que hiciera mal tiempo. Cuando los campesinos escandalizaban en el patio, también me sentía culpable ante Macha. Permanecía horas y horas inmóvil en un rincón, pensando en ella, en nuestra vida. Mi amor crecía y se tornaba verdadera veneración. Macha me parecía irreprochable, ideal. Cuanto hacía me entusiasmaba, lo consideraba admirable.

Y, en efecto, era una mujer como hay pocas. Dotada de aptitudes para un trabajo tranquilo, de gabinete, le gustaba leer, estudiar. Aunque la agricultura sólo la había estudiado teóricamente, en los libros, nos asombraban sus conocimientos y los consejos que nos daba, muy útiles siempre. Por añadidura, tenía un corazón nobilísimo y un gusto exquisito, y su trato era de una amabilidad que sólo poseen las personas de una educación refinada.

Y aquella mujer se veía forzada a vivir allí, en medio de aquel desorden, entre aquella gente grosera, rencillosa y mezquina. ¡Cómo debía sufrir! Yo lo advertía y sufría también. Me pasaba las noches casi en vela, entregado a mis tristes pensamientos, y a veces los ojos se me llenaban de lágrimas. En vano procuraba hacerle a mi Macha la vida más agradable.

Iba con frecuencia a la ciudad y le compraba libros, periódicos, bombones, flores. Para variar poco nuestro «menu» pescaba en el río, con Stepan, muchas veces, bajo la lluvia, calándome hasta los huesos. Les suplicaba a los campesinos, humillándome ante ellos, que no hicieran ruido en el patio; les daba dinero para vodka, les prometía concederles cuanto me pedían, y hacía otras mil estupideces.

Las lluvias, que parecían interminables, cesaron al fin. Me levantaba muy temprano, mucho antes de salir el sol, y me iba al jardín. El rocío brillaba en las flores, oíase por todas partes el alegre coro de los pájaros y los insectos. El cielo estaba sereno, sin una sola nube. Todo en torno, el jardín, el prado, el río, convidaba a una dulce contemplación; pero mi alma se hallaba turbada, mi pensamiento no podía apartarse de los campesinos, de los sinsabores que nos costaba la edificación de la escuela, de los reproches y las lamentaciones del ingeniero.

Algunas tardes me paseaba con Macha, en un cochecito, por el campo, para ver cómo iban los trigos. Siempre guiaba ella. Llevaba los hombros un poco levantados y el viento agitaba sus cabellos.

—¡Apártese! —gritaba cuando venía otro carruaje en dirección contraria al nuestro.

Había en aquel grito un no sé qué verdaderamente cocheril.

—Imitas muy bien a los cocheros —le dije un día.

—No es extraño —repuso—. Mi abuelo, el padre del ingeniero, era cochero. ¿No lo sabías?

Se volvió a mí, y con el orgullo de un artista pagado de su oficio lanzó un nuevo grito tan de cochero que el automedonte más castizo no habría podido ponerle reparos.

No sé por qué, aquello me satisfizo.

—Tanto mejor —me dije—; tanto mejor.

Pero al punto, los tristes pensamientos relativos a los campesinos, a la construcción de la escuela, al ingeniero, volvieron a desazonarme.

XIII

El doctor Blagovo venía a vernos, en bicicleta. Mi hermana también nos visitaba con frecuencia. Empezaron de nuevo las discusiones acerca del trabajo físico, del progreso, de la meta lejana adonde se dirige la humanidad.

El doctor no era partidario de nuestra vida campestre, cuyos menesteres y preocupaciones nos obligaban a menudo a interrumpir los diálogos trascendentales. Decía que es indigno de un hombre libre labrar, segar, cuidar del ganado. Estaba seguro de que en el porvenir todos esos trabajos groseros serían realizados por máquinas y animales, y el hombre podría entregarse por entero a las investigaciones científicas.

Mi hermana siempre tenía prisa de volver a casa. Si se quedaba con nosotros hasta la noche o hasta el día siguiente, no estaba tranquila.

—¡Dios mío, qué chiquilla es usted aún! —le decía Macha en tono de reproche—. ¡Eso es ridículo!

—Acaso tenga usted razón —respondía mi hermana—. Comprendo que es absurdo; pero ¿qué quiere usted? No puedo remediarlo. Me parece un delito hacerle a mi padre esperar.

Por la noche, tras un día de duro trabajo en el campo, yo me sentía muy cansado, y tomando el fresco en la terraza, en compañía de Macha, el doctor y mi hermana, me quedaba dormido a lo mejor de la conversación, lo que provocaba risas y bromas. Me despertaban para ir a cenar; pero el sueño se apoderaba nuevamente de mí y lo veía todo en torno mío como al través de una niebla: la luz, las caras, la mesa. Oía vagamente hablar sin comprender lo que se decía. A la mañana siguiente, de pie al amanecer, me entregaba al trabajo campestre o me dirigía a Kurilevka para vigilar la edificación de la escuela. No volvía a casa hasta muy entrada la noche.

Sólo dedicaba al hogar los días de fiesta. En esas largas horas de intimidad familiar comencé a percatarme de que Macha y mi hermana me ocultaban algo. Hasta me parecía que huían de mí. Mi mujer seguía manifestándome un tierno cariño; pero yo advertía que no me comunicaba todos sus pensamientos.

Era evidente que su irritación contra los campesinos crecía de día en día y que la vida en Dubechnia se le iba haciendo insoportable; pero no me hablaba ya de eso ni se quejaba. Sí, Macha me ocultaba sus verdaderas pensamientos. Le gustaba más hablar con el doctor que conmigo, y yo me devanaba los sesos tratando de comprender la razón.

Es costumbre en nuestro país investir de cierta solemnidad la recolección del trigo. Por la noche se reúnen en el patio del propietario los campesinos, y se los obsequia con vodka.

Nosotros no quisimos seguir esta tradición. Los segadores y las segadoras esperaron largo rato en el patio, y viendo que no se les daba vodka se marcharon, muy entrada la noche, jurando e insultándonos.

Macha, al oírlos, frunció las cejas y guardó un silencio sombrío. Sólo dijo al cabo de un rato, dirigiéndose al doctor:

—¡Qué brutos! ¡Son unos salvajes!

En el campo se acoge siempre a los nuevos vecinos con cierta hostilidad, como en la escuela a los nuevos alumnos. Nosotros tuvimos ocasión de experimentarlo. Al principio se nos consideraba gente de poco seso, sin el menor sentido práctico, que había comprado la finca porque no sabía qué hacer del dinero. Los campesinos se burlaban sin rebozo de nosotros y nos daban todos los disgustos que podían. Llevaban a pacer a nuestro bosque y hasta a nuestro jardín a sus vacas y sus caballos; y cuando nuestras bestias eran acusadas calumniosamente por ellos de haberse metido en sus prados, exigían que les pagásemos multas. Acudían en turba a casa, armaban bajo nuestras ventanas una algarabía infernal y aseguraban que habíamos segado un trozo de terreno que no era nuestro. Como no conocíamos los límites de nuestra propiedad, les creímos las primeras veces y les pagamos las multas sin replicar; pero no tardamos en convencernos de que las reclamaciones carecían en absoluto de fundamento.

Con frecuencia, los campesinos derribaban árboles de nuestro bosque sin pedirnos permiso. Uno de ellos, enriquecido gracias a no muy limpias operaciones comerciales en Dubechnia, se puso, en secreto, de acuerdo con nuestros trabajadores, y todos en combinación nos robaban desvergonzadamente: cambiaban en nuestros coches ruedas nuevas por viejas, se apoderaban de nuestros arneses, que nos vendían luego como si fueran suyos, etc., etc.

Pero todo esto eran tortas y pan pintado en comparación con los disgustos que nos proporcionaba la escuela. Las mujeres nos robaban durante la noche planchas de hierro, ladrillos, en fin, cuanto podían llevarse. Nosotros reclamábamos, y el alcalde y algunos guardias hacían pesquisas en el domicilio de las ladronas, les imponían a cada una dos rublos de multa, y con el dinero reunido compraban vodka, emborrachándose toda la aldea de una manera abominable.

Macha estaba muy enojada, y le decía al doctor y a mi hermana con voz trémula de indignación:

—¡No son hombres! No hay en ellos nada de humano. ¡Qué horror! ¡Dios mío, qué horror!

Y no pocas veces la oí dolerse de haber emprendido la edificación de la escuela. El doctor trataba de calmarla.

—Hágase usted cargo —le decía— de que si edifica usted una escuela o lleva a cabo otra buena obra no es precisamente en beneficio de los mujicks sino en pro de la cultura general, del progreso. Y cuanto más brutos, cuanto más salvajes sean los mujicks más motivo hay para edificar escuelas. ¡Es tan sencillo y tan claro!

Oyéndole hablar así, me parecía que no estaba seguro de que fuera preciso, en efecto, construir tal escuela, y que compartía con Macha la antipatía a los campesinos.

Macha y mi hermana iban muchas veces al molino y decían riendo que lo que las atraía allí era la hermosura de Stepan. Tuve ocasión de persuadirme de que el molinero sólo era reservado y taciturno con el sexo fuerte: con las mujeres hablaba por los codos. Una vez que fui a bañarme al río, le oí, por casualidad, conversar con Macha y mi hermana. Ambas, en bata blanca, estaban sentadas bajo un árbol; Stepan estaba en pie delante de ellas, con las manos cruzadas atrás, y decía:

—Los campesinos no son hombres. Son, perdónenme ustedes la palabra, bestias. ¿Qué es su vida? Sólo saben beber, emborracharse de vodka, perder el tiempo gritando en la taberna, cantar canciones obscenas y jurar. Nunca hablan nada razonable. No saben conducirse correctamente con la gente. ¡Son unos animales! Viven de un modo inmundo: los hombres, las mujeres, los niños, van hechos unos puercos, comen como cerdos, sin servirse casi nunca de los tenedores; se lavan muy poco… ¡Son unos marranos!, perdónenme ustedes la palabra.

—Eso se debe a su pobreza —objetó mi hermana.

—No, no lo crea usted. Claro que son pobres; pero aun siendo pobre puede uno conducirse como es debido. Si estuvieran ciegos, mutilados, sin piernas, sin brazos, se comprendería que fueran como son; pero hombres que tienen brazos y piernas, que conservan las fuerzas, no deben caer tan bajo. No, señora; créame usted, no es por su pobreza por lo que nuestros campesinos viven como cerdos. La causa de todas sus desgracias es el maldito vodka. Además, los campesinos ricos no viven mejor que los pobres… Igual que cochinos… El rico es también grosero, canalla, borracho, con la única diferencia de que tiene más barriga y puede permitirse más porquerías. Ahí tienen ustedes al rico campesino Larion…

»Deben ustedes conocerle, porque les ha robado cuanto ha querido y ha cortado muchos árboles de su bosque. Bueno; con toda su riqueza, ¿cómo vive? Él y su familia van sucios, mal vestidos, habitan una casa asquerosa. A él se le ve a menudo borracho en medio de la calle, con la cara metida en un charco… No, señora; ninguno vale un pito. La vida en la aldea es un verdadero infierno. Estoy de ella hasta la coronilla. Para mí se acabó…

—¿Cómo que se acabó? —preguntó Macha.

—No tengo nada que hacer en la aldea. No quiero volver a verla. Soy libre como un pájaro y nadie puede obligarme a vivir entre esos cochinos.

Es verdad que tengo una mujer y se pretende que mi deber es vivir en su compañía; pero yo no reconozco esa obligación: no me he vendido a mi mujer…

—Diga usted, Stepan, ¿se casó usted enamorado? —siguió preguntando Macha.

—No hay amor en el campo —contestó sonriendo Stepan—. Yo me he casado dos veces. No soy de Kurilovka, sino de la aldea de Zalegochi. Allí la vida era tan estúpida y tan sucia como aquí, como en todas partes. Eramos cinco hermanos; mis hermanos estaban casados y todos vivían juntos. La casa estaba llena de mujeres, de niños. Yo quise recibir mi parte de tierra y vivir separadamente, pero mi padre no lo consintió. Entonces dejé la casa y me casé en una aldea vecina. Mi primera mujer murió joven.

—¿De qué?

—De tontería. Se pasaba la vida llorando y siempre estaba tomando drogas para embellecerse. Eso seguramente la puso gravemente enferma y la mató… Mi segunda mujer es de Kurilovka. No vale un comino… Una campesina ordinaria… En el primer momento me gustó: era guapa, limpia, modesta. Lo que me gustó sobre todo fue la limpieza de su casa, una cosa rara en la aldea. Pero no era más que apariencia: al día siguiente de la boda pedí en la mesa una cuchara, y mi suegra la limpió con los dedos.

«Esa es vuestra limpieza», me dije. Y al año de vivir con mi segunda mujer, la dejé… No quiero más…

Calló un instante, contemplando el agua tranquila que corría a sus pies, y añadió:

—No debí casarme con una campesina. Las campesinas son muy bestias. Dicen que la mujer debe ayudar a su marido en el trabajo; pero yo me puedo pasar sin esa ayuda; me ayudo yo mismo. Lo que necesito es una mujer con quien poder hablar…

En aquel momento advirtió que yo me acercaba, y no habló más: no le gustaba hacerlo delante de los hombres.

Macha iba con mucha frecuencia al molino; escuchaba a Stepan con visible placer: el molinero odiaba a los campesinos y ella compartía ese odio. Lo que decía Stepan justificaba el desprecio que los campesinos le inspiraban.

Cuando volvía a casa y se enteraba de que las cabras de los campesinos se habían comido las coles de nuestro jardín o de que nos habían robado algo, se encogía de hombros y decía encolerizada:

—Es natural. De gente así no se puede esperar otra cosa.

Cada día se indignaba más contra los campesinos, los odiaba con toda su alma. Yo, por el contrario, me iba acostumbrando poco a poco a sus imperfecciones. Había algo en ellos que me atraía. La mayor parte eran hombres nerviosos, irritables, ignorantes, de imaginación estrecha, de horizontes muy limitados. Todos sus pensamientos giraban en torno de la tierra negra, del pan negro y de su vida gris. Con toda su astucia y con toda su mala fe no sabían hacer el más sencillo cálculo aritmético. Se negaban a trabajar por veinte rublos, por juzgar el precio demasiado exiguo, y consentían en trabajar por medio cántaro de vodka aunque con los veinte rublos podían comprarse cuatro cántaros.

Macha, Stepan y los demás tenían, naturalmente, razón: los campesinos vivían como cerdos, se emborrachaban, eran a menudo estúpidos, engañaban al prójimo…, y, sin embargo, yo advertía que en la vida campestre había una base sólida, real, una base de que carecía la vida ciudadana. Viendo al campesino trabajar la tierra olvidaba uno su estupidez, sus borracheras, y descubría en él una gravedad, una importancia que no existía en Macha ni en el doctor Blagovo; aquel campesino sucio, bestia y borracho aspiraba a la justicia, tenía la convicción profunda de que sin justicia la vida es imposible.

Solía hablarle a Macha de esto. Le decía que sólo veía las manchas del cristal y no veía el cristal.

Ella evitaba toda discusión conmigo, y por única respuesta se ponía a tararear quedamente. Como en venganza, hablaba siempre que tenía ocasión con el doctor, temblándole la voz de cólera, de la embriaguez y la maldad de los campesinos. El oírla me hacía sufrir. No podía yo concebir la injusticia de sus acusaciones. Con su fina inteligencia hubiera debido darse cuenta de que la gente bien educada, perteneciente a la buena sociedad, no se distingue tampoco por la santidad de su vida. Su padre, por ejemplo, bebía también mucho, gastaba grandes sumas en vinos, y ella no se lo reprochaba. Además, el dinero con que Dolchikov había adquirido Dubechnia provenía de una fuente harto sospechosa, había sido ganado sabe Dios cómo.

XIV

Mi hermana vivía su vida y me la ocultaba cuidadosamente. Solía hablar con Macha en voz baja para que no la oyese yo. Cuando me acercaba a ella experimentaba una visible turbación y se diría que se esforzaba en cerrar su corazón ante mí. Me miraba con ojos suplicantes y al mismo tiempo culpables. No me cabía duda de que pasaba por una grave crisis y le daba el decírmelo vergüenza o miedo. Evitaba quedarse sola conmigo, y siempre estaba al lado de Macha, de modo que yo no tenía casi nunca ocasión de hablarle.

Una noche, al volver de Kurilovka, donde había pasado la tarde vigilando la edificación de la escuela, pasé por el jardín. Aunque lo envolvían ya las tinieblas, vi a mi hermana no lejos de un viejo manzano, paseándose sin ruido como un espectro; vestía de negro, andaba y desandaba nerviosamente un corto trecho, con los ojos bajos, y parecía sumida en una honda preocupación. Como cayese una manzana del árbol cercano, se estremeció al oír el ruido, se detuvo y se oprimió con ambas manos la cabeza, con un ademán doloroso.

Me acerqué a ella.

Una gran ternura había invadido de repente mi corazón. No sé por qué me acordé en aquel momento de nuestra pobre madre, de nuestra niñez, y se me arrasaron los ojos en lágrimas.

Abracé a mi hermana, la besé y la estreché contra mi pecho.

—¿Qué te pasa? —le pregunté—. Veo que sufres. Hace mucho tiempo que lo veo. Dime lo que te pasa.

—¡Tengo miedo! —contestó, temblando de pies a cabeza.

—¿Pero de qué? ¿Qué ocurre? ¡Te ruego que no me ocultes nada!

—Bueno, te lo diré todo, toda la verdad. Hace mucho tiempo que deseaba hablarte. ¡Sufría tanto callando!…

Enmudeció un instante, como para hacer un acopio de fuerzas, y continuó, en voz queda:

—Misail… Yo amo… Sí, amo; pero ¿por qué el terror invade mi alma?

En aquel momento se oyó ruido de pasos. Entre los árboles apareció el doctor Blagovo. Llevaba una blusa de seda y botas altas. Sin duda, allí, junto al manzano, se habían dado una cita.

Al ver al doctor, mi hermana se abalanzó a él, como un niño perdido que encuentra a su madre por fin y teme que vuelva a desaparecer.

—¡Vladimiro, Vladimiro!

Se abrazó a él y le miró a los ojos ávidamente. Observé que la pobre había enflaquecido y se había puesto más pálida en aquellos últimos días.

El cuello de encaje que llevaba siempre parecía demasiado grande para ella.

El doctor estaba un poco turbado, pero no tardó en recobrar su tranquilidad.

—¡Vamos, querida, cálmate! —le dijo a Cleopatra, acariciándole los cabellos—. ¿Por qué estás tan nerviosa? ¡Ya me tienes aquí!

Hubo un silencio. Yo evitaba mirar a Blagovo.

Momentos después nos encaminamos a casa. El doctor empezó a teorizar.

—La vida civilizada no ha empezado aún entre nosotros —decía, dirigiéndose a mí—. Los viejos aseguran que, en otro tiempo, hace cuarenta o cincuenta años, la vida era mucho más interesante, mucho más espiritual.

»Quizá sea verdad; pero a nosotros los jóvenes ni siquiera nos cabe el consuelo de recordar el pasado. No podemos hacernos ilusiones. Rusia, según nos aseguran los libros de historia, comenzó a existir en 862; mas la Rusia civilizada, en mi sentir, todavía no existe.

Yo casi no prestaba atención a lo que decía. Sólo pensaba en el secreto que acababa de descubrir. ¡Me parecía tan extraño que mi hermana Cleopatra estuviera enamorada, que abrazase a aquel hombre que algún tiempo antes le era indiferente, y le mirase a los ojos llena de ternura!… ¡Mi hermana, un ser tímido, indolente, sin voluntad y sin valor, amaba a un hombre casado y con hijos!

Mi corazón se llenó de tristeza. Presentía que aquel amor no haría feliz a mi hermana.

XV

La edificación de la escuela terminó. Yo y Macha nos encaminamos a Kurilovka para asistir a la inauguración.

—Ha llegado el otoño —decía Macha tristemente, mirando el paisaje—. El verano ha pasado. Ya no hay pájaros… Casi todos los árboles están sin hoja…

Sí, el verano había pasado. Los días eran aún claros, soleados; pero por la mañana hacía frío; los pastores se ponían ya ropa de abrigo para ir a los prados con los rebaños. Sobre las flores de nuestro jardín temblaba todo el día el rocío. Se oían los ruidos del otoño: el viento, agitando los postigos y el ramaje de la arboleda, los cantos de los pájaros prestos a emigrar.

Me encanta el otoño: en esa época del año siento un deseo más intenso de vivir.

—El verano ha pasado —continuó Macha—. Ahora podemos echar la cuenta de lo que hemos hecho y de lo que hemos dejado de hacer. Hemos trabajado mucho, hemos pensado mucho, nos hemos hecho mejores que éramos.

»Personalmente, es decir, en lo que concierne a nuestra educación personal, hemos adelantado bastante. Pero ese progreso ¿ha ejercido una influencia más o menos grande sobre la vida que nos rodea? ¿Le ha sido útil a alguien? No. En torno nuestro todo sigue en el mismo estado: la embriaguez, la suciedad, la ignorancia, la mortalidad de la infancia no han disminuido entre los campesinos. ¡No se ha operado el menor cambio! Tú has trabajado rudamente en el campo como un simple bracero; yo he gastado un dineral, en la esperanza de mejorar un poco la vida campesina, y los resultados han sido nulos. La conclusión es bien triste: no hemos trabajado sino para nosotros mismos, para nuestro consuelo.

Las palabras de Macha producían en mi corazón un efecto penoso y me desconcertaban.

—Nuestras aspiraciones y nuestros actos siempre han sido sinceros —le contesté—. No tenemos nada que reprocharnos, creo que hemos obrado bien.

—Sí. Hemos sido sinceros; pero el camino que hemos elegido no es el que conduce al fin que perseguimos. Los procedimientos no han sido acertados.

»Hemos comenzado a trabajar por esa gente como propietarios, poseyendo mucha tierra, una gran casa, un hermoso jardín; en suma, todo lo que ella no posee. Eso provoca la desconfianza entre los campesinos. Nos consideran privilegiados, señores, descendientes de hombres que oprimían a los campesinos brutalmente y se enriquecían a su costa. Por otra parte, en vez de elevar el nivel de su vida, tú desciendes hasta ellos, vives como ellos, apruebas, en cierta manera, sus costumbres, la poca limpieza de sus casas, la estupidez y la incomodidad de sus vestidos.

—Claro, si la intentona sólo dura unos cuantos meses, no pasa de ser un juego, una especie de sport filantrópico —objeté.

—Aunque trabajes con ellos y como ellos mucho tiempo, toda tu vida, será igual… Sin duda obtendrás algunos resultados prácticos; pero…

»Serán casi nulos en comparación con el mal que reina en la aldea, con la ignorancia, el hambre, el frío, la degeneración. Será una gota de agua en el mar. Contra ese mal son necesarios otros medios de lucha, medios violentos, enérgicos, heroicos, rápidos. Si quieres realmente hacer algo útil debes ensanchar de un modo considerable tu círculo de acción, obrar sobre la masa campesina de fuera. Por de pronto, es precisa una propaganda enérgica, ruidosa, como la de la música, que obra al mismo tiempo sobre miles y miles de seres humanos…

Durante unos instantes guardó silencio y miró, soñadoramente, al cielo.

—Sí, el arte… —continuó—. Lo único es el arte. Sólo él dota al hombre de alas, le levanta sobre la tierra y le lleva muy lejos. Quien está cansado de ver en torno suyo la suciedad cotidiana y las preocupaciones mezquinas, quien se siente ofendido, indignado por la prosa de la vida, puede hallar el reposo y la satisfacción en el arte, en lo bello…

Llegábamos ya a Kurilovka.

El tiempo era hermoso y alegre. Por todas partes se veían campesinos aventando el trigo. Tras los setos de los jardines gualdeaban las hojas aún no desprendidas de los árboles. Las campanas de la iglesia sonaban solemnes en la áurea paz de la mañana.

Grupos de campesinos se dirigían llevando iconos, a la iglesia, en cuyo interior sonaba un dulce rumor de cantos religiosos. En la clara limpidez del aire volaban palomas.

Se nos esperaba. La escuela no tardó en llenarse de gente. Se celebró una misa en el salón de estudio. Los campesinos de Kurilovka le regalaron a Macha un icono, y los de Dubechnia, un gran pastel y un salero dorado.

Macha, conmovida, se echó a llorar.

—¡Si hemos pronunciado alguna vez una mala palabra, perdonadnos! —le dijo un anciano, saludándonos a los dos muy humildemente.

Cuando regresábamos a casa, Macha volvía a cada instante la cabeza para ver la escuela. El tejado verde, que había pintado yo mismo, brillaba al sol y se divisaba a gran distancia.

Las miradas que Macha dirigía a la escuela no tardé en percatarme de que eran miradas de adiós.

XVI

Aquella tarde, Macha hizo sus preparativos para un viaje a la ciudad.

Desde hacía algún tiempo, Macha iba con mucha frecuencia a la ciudad, y algunas veces pasaba allí la noche. En su ausencia, yo no tenía fuerzas para trabajar; mis brazos se debilitaban y no podía hacer nada. El gran patio me parecía un lugar odioso, abominable; el jardín, en el que murmuraba el ramaje de la arboleda, se diría que lloraba los bellos días pasados; todo en torno se me antojaba hostil, extraño, no perteneciente ya a nosotros.

No salía de casa, y me pasaba horas enteras ante la mesa de Macha o ante su pequeña biblioteca de agricultura. Los pobres libros que ella había amado tanto yacían ahora abandonados y parecían mirarme con tristeza.

Durante horas y horas, de la mañana a la noche, contemplaba las diferentes prendas de Macha: sus guantes viejos, su pluma, sus tijeritas.

Veía deslizarse el tiempo en una ociosidad absoluta y me daba cuenta de que si había trabajado hasta entonces, si había, labrado, segado, derribado árboles, sólo había sido por ella, por serle agradable. Si me hubiera mandado que trabajase días enteros en el río con el agua hasta la cintura, yo lo habría hecho sin preguntar si tal trabajo era útil o no.

Cuando ella no estaba a mi lado, Dubechnia, con sus ruinas, sus postigos agitados por el viento, sus ladrones diurnos y nocturnos, no era para mí más que un caos, en el que todo trabajo se me antojaba inútil.

¿Para qué iba a trabajar ya, una vez convencido de que mi papel allí, en Dubechnia, había terminado, de que ya no se me necesitaba, de que me había convertido en algo tan sin aplicación como los libros de agricultura?

Lo más penoso para mí eran las noches. Las horas me parecían interminables. Sólo, entregado a mis tristes pensamientos, aguzaba el oído en la obscuridad como si esperase que alguien me gritara:

—¡Ya no tienes qué hacer aquí! ¡Puedes irte!

No era por Dubechnia por lo que yo lloraba; era por mi amor. También había llegado para él el otoño. ¡Qué inmensa felicidad amar y ser amado!

¡Qué horror darse cuenta de que todo ha acabado, de que se derrumba la alta torre adonde el amor le había elevado a uno!

Al día siguiente por la noche, Macha volvió de la ciudad. Venía disgustada; pero me ocultó el motivo de su disgusto. Me dijo solamente que aún no era necesario poner cierres dobles en las ventanas.

¡Se ahoga una aquí!

Me apresuré a retirar los cierres dobles.

Aunque no teníamos apetito, nos sentamos a la mesa a cenar.

—Ve a lavarte las manos —me dijo Macha—. Te huelen a cola.

Había traído de la ciudad los últimos números de los periódicos ilustrados, y después de cenar nos pusimos a hojearlos juntos. Macha los miraba rápidamente y los iba apartando, para leerlos a su gusto cuando estuviera sola. Pero un figurín que representaba a una dama con una falda ancha como una campana le llamó la atención.

Le examinó larga y gravemente, y dijo:

—¡No está mal!

—Sí, ese traje es muy a propósito para ti —dije yo a mi vez.

Y mirando con admiración el figurín, que me entusiasmaba tan sólo porque era del gusto de Macha, añadí:

—¡Es un traje encantador, precioso! ¡Y estarás tan linda con él, mi bella, mi espléndida Macha!

No pude contener las lágrimas, que comenzaron a caer sobre el periódico.

—¡Mi bella, mi espléndida Macha! —repetí balbuciente…

No tardó en irse a acostar. Me quedé solo, y durante cerca de una hora estuve leyendo las ilustraciones.

—Has hecho mal en retirar los cierres dobles —me dijo Macha desde la alcoba—. Vamos a tener frío esta noche. Hace mucho viento…

Después de leer en los periódicos unas informaciones sobre un nuevo procedimiento para la fabricación de tinta y sobre el brillante más grande del mundo, me puse a examinar de nuevo el figurín que le había gustado a Macha. Me la imaginaba en un baile, con los hombros desnudos y un abanico en la mano, bella, espléndida, ducha en literatura, en artes plásticas, en música… ¡y mi papel a su lado me pareció tan insignificante, tan mezquino!…

Nuestro conocimiento, nuestro matrimonio, no habían sido sino un corto episodio, una de las muchas etapas de la vida de aquella mujer tan pródigamente dotada por la Naturaleza. Cuanto había de bueno en el mundo se diría que estaba a su disposición y no le costaba nada; hasta las nuevas ideas sociales y filosóficas le servían para embellecer su vida y darle variedad. Yo no había sido para ella más que un cochero que la había transportado de una etapa a otra de su existencia. Pero mi papel había terminado: mi hermoso pájaro volaría y yo me quedaría solo.

En aquel momento, como respuesta a mis tristes reflexiones, sonó en el patio un grito de desesperación:

—¡Socorro!

La voz era fina, parecía de una mujer. Como remedándola, el viento gimió quejumbroso en la chimenea.

Algunos instantes después, el grito, confundiéndose con el ruido del viento, volvió a sonar; pero entonces en el otro extremo del patio.

—¡Socorro!

—Misail, ¿has oído? —preguntó con voz alterada por el miedo, mi mujer.

Salió al comedor en camisa, el cabello en desorden, y aguzó el oído.

—¡Están asesinando a alguien! —dijo—. ¡Sólo nos faltaba eso!

Cogí la escopeta y salí.

Recorrí todo el patio y no encontré a nadie. Los árboles agitaban sus ramas, el viento silbaba con furia, un perro ladraba en un patio vecino…

En el campo reinaba la obscuridad. Ni siquiera en la vía férrea, que pasaba a muy corta distancia de casa, se veía una luz.

De pronto, junto al pabellón donde estaba el año anterior la oficina telegráfica, sonó un grito ahogado:

—¡Socorro!

—¿Quién vive? —grité.

Me acerqué corriendo al lugar donde el grito había sonado. Dos hombres se arrastraban por tierra, luchando furiosamente. Ambos jadeaban y parecían ahogarse de rabia.

—¡Déjame! —chilló uno de ellos.

Reconocí la voz de Iván Cheprakov. Era la misma voz fina, de mujer, que pedía antes socorro.

—¡Déjame, canalla, o te muerdo!

En el otro combatiente reconocí a Moisey, el criado de la señora Cheprakov.

Tras largos esfuerzos, conseguí separarlos. No pude contenerme y le di a Moisey dos bofetadas, derribándole. Cuando se levantó le di otra.

—¡Quería matarme! —gimió—. Intentaba robarle a su madre y le he sorprendido cuando se dirigía, en la obscuridad, a la cómoda de la señora. Quiero encerrarle en el pabellón.

Iván Cheprakov estaba borracho, y no me reconoció.

Volví a casa. Mi mujer se había vestido.

Le conté lo que había pasado. No le oculté que había abofeteado a Moisey.

—¡Es peligroso vivir en el campo! —dijo—. ¡Qué noche más larga!

—¡Socorro! —se oyó gritar de nuevo.

—Voy otra vez a separarlos.

—No, no vale la pena —me contestó Macha—. Que se maten.

Clavó los ojos en el techo y prestó oído a los ruidos exteriores. Yo, sentado junto a la cama, no pronunciaba una palabra. Me sentía culpable, como si por mi causa hubieran pedido socorro y fuera la noche tan larga.

Ambos guardábamos silencio. Yo esperaba con impaciencia la mañana.

Macha miraba al techo pensativamente. Se preguntaba, acaso, cómo había podido, con su inteligencia, su educación y su elegancia, ir a parar a aquel odioso rincón provinciano, poblado por seres mezquinos y vulgares, cómo había podido enamorarse de uno de esos seres y ser durante seis meses su esposa.

Sospechaba yo que ya no establecía diferencia alguna entre Moisey, Iván Cheprakov y mi propia persona: todos debíamos de ser para ella lo mismo, poco más o menos. No podía ocultar su profundo desprecio por todo cuanto le evocaba su imaginación al pensar en Dubechnia: por nuestro matrimonio, por nuestros trabajos agrícolas, por los campesinos, por el viento, la lluvia y el barro.

También ella esperaba con impaciencia la mañana: se leía en sus ojos.

En cuanto amaneció se fue.

La esperé en Dubechnia durante tres días. Luego guardé en una sola habitación todas mis cosas, cerré la habitación con llave y me fui también a la ciudad.

Una vez allí, me dirigí a casa del ingeniero Dolchikov.

El criado me dijo que el ingeniero estaba hacia unos días en Petersburgo y que María Victorovna debía de estar en casa de Achoguin, donde se celebraba un ensayo general. Me dirigí a casa de Achoguin. Cuando subía la escalera, parecía que el corazón iba a saltárseme del pecho. Me detuve un poco ante la puerta para tranquilizarme. Por fin, me decidí a entrar en el salón.

Estaba alumbrado por velas, que lucían, en grupos de tres, sobre la mesa, el piano, el estrado. Después me enteré de que la primera función estaba fijada para el día «trece», y el primer ensayo para el «martes», que según los supersticiosos, es un día nefasto. La señora Achoguin luchaba valerosamente contra los prejuicios.

Todos los aficionados al arte teatral se encontraban ya allí. Las tres señoritas Achoguin, —la mayor, la menor y la de en medio— iban y venían por el escenario, ensayando, cuaderno en mano sus papeles. Mi antiguo patrón, Nabó, estaba sentado junto a la puerta, mirando a la escena con ojos amorosos y esperando con impaciencia el comienzo de la solemnidad.

¡Todo igual que la última vez que estuve allí!

Me disponía a saludar al ama de la casa; pero de repente todos se volvieron a mí y me dijeron por señas que no me moviese y que no hiciera ruido.

Reinó un hondo silencio. Una señora se sentó al piano y apercibió el cuaderno de música. Luego se acercó mi mujer, lujosamente vestida, hermosa, pero con muy otra hermosura de la que yo admiraba en ella, con una hermosura nueva para mí. No era ya la Macha que iba a verme al molino la anterior primavera.

Empezó a cantar una canción de Chaykovky:

«¿Por qué te amo tanto, noche clara?» Era la primera vez que la oía yo cantar.

Su voz era llena, melodiosa, y me parecía, al oírla, saborear una pera exquisita. Cuando terminó resonaron aplausos entusiásticos. Ella se sonreía y dirigía alrededor miradas de satisfacción. Se arreglaba el vestido al modo de un pájaro que logra escaparse de la jaula y se limpia las alas para echar a volar. Llevaba el cabello partido en dos bandas, que le tapaban las orejas. La expresión de su rostro era provocativa, como la de quien se apresta a la lucha. Se diría que estaba dispuesta a desafiar al mundo entero. Había en ella en aquel momento una energía salvaje que hacía pensar en sus ascendientes los cocheros.

—¿También tú estás aquí? —me preguntó, tendiéndome la mano—. ¿Me has oído cantar? ¿Qué te parece mi voz?

Y sin esperar mi respuesta, añadió:

—Has venido muy a tiempo. Esta noche me voy a Petersburgo, donde pasaré una temporada. ¿Me lo permites?

A media noche la acompañé a la estación.

Me abrazó tiernamente. Sin duda me agradecía mucho que no le hiciese preguntas inútiles y acaso molestas. Me prometió escribirme.

No pronuncié una sola palabra. Estreché entre las mías sus diminutas manos y se las cubrí de besos. Me costó gran trabajo contener las lágrimas.

Cuando partió el tren llevándosela lejos de mí, permanecí largo rato mirando sus luces alejarse, y murmuré:

—¡Querida Macha! ¡Mi bella, mi espléndida Macha!

Pasé la noche en casa de mi vieja nodriza Karpovna.

Al día siguiente fui con Nabó a tapizar las paredes a la morada de un rico comerciante que casaba a su hija con un doctor.

XVII

El domingo, después de comer, recibí la visita de mi hermana. Tomamos juntos el té.

—Ahora leo mucho —me dijo, enseñándome los libros que había llevado de la biblioteca municipal—. Se lo debo a tu mujer y a Vladimiro: ellos despertaron mi espíritu. Me han salvado, y gracias a ellos me siento ahora un ser humano digno de serlo. Antes estaba siempre preocupada con cosas fútiles; pensaba en que consumíamos demasiada azúcar, que era preciso aliñar pepinos, comprar coles para el invierno, etc., etc. Estas ideas me inquietaban y me quitaban el sueño. Ahora tengo también preocupaciones, pero son de otra naturaleza: mi alma está conturbada porque he pasado de esa manera estúpida toda la vida. Siento menosprecio por mi pasado, siento pesar de este pasado, y a mi padre lo considero un enemigo. ¡Ah, qué agradecida estoy a tu mujer! ¡Y Vladimiro! Es un hombre admirable. Entre los dos me han abierto los ojos…

—Es peligroso que sufras insomnios —le dije.

—¿Tú crees tal vez que estoy enferma? Nada de eso. Vladimiro me ha reconocido escrupulosamente como médico y dice que mi salud es excelente.

Además, no es lo único que me interesa: quiero estar segura de que marcho por el buen camino. Dime, ¿tengo razón, o no?

Mi hermana tenía necesidad de un apoyo moral, esto era evidente para mí. Macha se había marchado y el doctor Blagovo también; no quedaba en la ciudad nadie, excepto yo, que pudiera decirle que hacía bien.

Me dirigió una mirada escrutadora, esforzándose en leer en mi rostro mis pensamientos. Si yo guardaba ante ella silencio o me sumía en mis reflexiones, creería que era a causa de ella y se pondría triste. Era preciso prestar mucha atención a su mirada, y cuando me preguntara si tenía razón, apresurarme a contestarle que sí y que la quería entrañablemente.

—¿No sabes? En casa de Achoguin me han repartido un papel —me dijo—. Quiero tomar parte en los espectáculos de aficionados. Quiero vivir, gozar plenamente la vida. Naturalmente, yo no tengo talento; por lo tanto, el papel que me han repartido es insignificante —unas diez líneas en total—; pero, al menos, eso es infinitamente más noble y elevado que ocuparse del hogar, hacer economías y vigilar a la servidumbre para que no se consuma demasiado pan o azúcar. Pero lo que me interesa sobre todo es demostrar a papá que soy capaz de protestar contra la tiranía a que ha querido someterme.

Después de tomar el té se acostó en cama largo rato, sumamente pálida, los ojos cerrados.

—¡Me siento muy débil! —dijo levantándose—. Vladimiro afirma que todas las mujeres y las jóvenes que habitan en las ciudades están anémicas debido a la inactividad. ¡Tiene razón! Es preciso trabajar: esto es la sola y única salud. Sí, es preciso trabajar. Vladimiro tiene mil veces razón. Es un hombre de una inteligencia extraordinaria.

Dos días después fue a casa de Achoguin para tomar parte en el ensayo.

Llevaba vestido negro, collar de corales al cuello con un gran broche pasado de moda; en las orejas, grandes pendientes con gruesos brillantes.

Sentí angustia al mirarla: de tal manera su toilette carecía de gusto.

¡Qué desdichada idea la de ponerse joyas para ensayar! Los demás se fijaron en su toilette, de mal gusto e inoportuna; lo comprendí en las miradas y sonrisas.

—¡Cleopatra de Egipto! —dijo alguien a media voz, riendo.

Tenía en la mano un cuaderno con un papel.

Se esforzaba en parecer una señorita distinguida, bien educada, que sabía perfectamente presentarse en sociedad, pero no lo lograba; al contrario, su aspecto era amanerado y ridículo. No había ya en ella la sencillez y gentileza natural que le eran habituales.

—Le he dicho a papá que venía al ensayo —comenzó a decirme— y me ha gritado que me niega su bendición paternal, y tenía también la intención de pegarme.

Miró un momento su cuaderno y agregó:

—Figúrate, no sé mi papel. Seguramente tendré muchas equivocaciones en escena. Pero, en fin, ¡la suerte está echada! Sí, la suerte está echada; estoy decidida…

Me parecía que todo el mundo la miraba, y me asusté de la grave determinación que acababa de tomar. Estaba convencida de que esperaban de ella algo extraordinario. Habría sido inútil tratar de persuadirla de que nadie se ocupaba de gente tan humilde y poco interesante como ella y yo.

Antes del tercer acto no tenía nada que hacer. En este acto representaba el papel de una comadre de provincias, que debía permanecer un instante tras la puerta para escuchar, y luego entrar en escena y decir un breve monólogo.

Antes de salir a escena, durante más de hora y media, en tanto que el ensayo de los dos primeros actos seguía su curso, ella siguió a mi lado, musitando sin cesar su papel y apretando con mano nerviosa el cuaderno.

Pensaba que la atención de todo el mundo estaba fija en ella y que todos esperaban con impaciencia su salida a escena. Con mano temblorosa alisaba sus cabellos y decía:

—Ya verás, no recordaré el papel. Tengo un presentimiento… mi corazón late con violencia. Si lo oyeses… Tengo tanto miedo como si me fueran a ahorcar…

Al fin llegó el momento:

—¡Cleopatra Alexeyevna, prevenida! —le dijo el segundo apunte.

Salió hasta mitad de la escena. En su rostro se pintaba el terror. En aquel momento estaba fea, torpe.

Durante un minuto permaneció inmóvil, como paralizada y sólo sus pendientes se balanceaban.

—Por la primera vez es permitido leer el cuaderno —le dijo alguien.

Yo la veía temblar de pies a cabeza, de tal modo que no podía abrir el cuaderno. Iba a aproximarme a ella para sacarla de escena y calmarla; pero en aquel momento cayó de improviso de rodillas y comenzó a llorar como una loca.

Todos estaban confusos, emocionados, llenos de agitación. Mi hermara fue rodeada por todos lados. Sólo yo permanecí como clavado en mi sitio junto a los bastidores, lleno de espanto, sin comprender nada de lo que acababa de pasar ni saber qué debía hacer.

La levantaron y se la llevaron de la escena. Ana Blagovo se aproximó a mí. Yo no la había visto antes, y surgió ante mí como si brotase de la tierra. Llevaba sombrero y un velo sobre la cara y, como siempre, su actitud era la de una persona que sólo iba allí por unos instantes.

—Le recomendé que no aceptara el papel —dijo con voz alterada, ruborizándose ligeramente—. Ha sido una locura, que usted ha debido impedir…

En aquel momento se acercó a nosotros, con paso rápido y agitado, la señora Achoguin, con una blusita de mangas cortas, manchada de ceniza, delgada y derecha como una tabla.

—¡Es horrible, amigo mío! —me dijo retorciéndose las manos y mirándome, según su costumbre, a los ojos—. ¡Es terrible! Su hermana está en una situación… ¡Está embarazada! ¡Llévesela, se lo ruego!

Estaba tan turbada, que casi se ahogaba.

Algo separadas, permanecían sus tres hijas, delgadas y rectas como ella, apretadas una con otra, pintado en sus rostros el terror. Diríase que acababan de detener en su casa a un terrible criminal y que su casa estaba deshonrada para toda la vida.

¡Y pensar que esta familia había luchado toda su vida contra los prejuicios! Estos infelices creían candorosamente que todos los prejuicios y errores de la humanidad sólo consisten en las tres bujías, en la fecha 13 y en el martes…

—¡Le ruego a usted, le suplico! —repetía sin cesar la señora Achoguin, mirándome con la expresión de una mujer agobiada por horrible desgracia—. ¡Le suplico se lleve de aquí a su hermana!…

XVIII

Minutos después, mi hermana y yo caminábamos por la calle. Yo la cubría con un extremo de mi gabán para protegerla mejor contra el frío.

Caminábamos muy de prisa, eligiendo las callejuelas obscuras, esquivando a las gentes que venían a nuestro encuentro. Nuestra marcha parecía huida.

Ella no lloraba ya, y sus ojos secos miraban tristemente. Hasta el arrabal Makarija, donde ya la llevaba, sólo había veinte minutos de camino a pie; pero durante este corto trayecto hablamos de todo, evocamos los recuerdos de nuestro pasado, deliberamos y tomamos decisiones en lo concerniente a nuestra situación actual.

Decidimos que no podíamos permanecer más en la ciudad y que en cuanto yo obtuviera algún dinero marcharíamos a otro sitio cualquiera.

En la mayor parte de las casas se dormía ya, y las luces estaban apagadas; en otras se jugaba a la baraja. Todas aquellas casas nos inspiraban pena y temor; hablábamos del salvajismo, de la grosería y de la ruindad de aquellas gentes, de aquellos aficionados al arte dramático a quienes acabábamos de asustar de tal manera. Yo me preguntaba en qué eran superiores aquellas gentes estúpidas, crueles, perezosas, deshonestas, que vivían como parásitos, a los mujicks de Kurilovka, borrachos y supersticiosos, o a los animales que se espantan ante todo lo que turba la monotonía de su vida limitada por los instintos de bestias.

Me imaginaba los sufrimientos que habría padecido mi hermana de seguir en casa de mi padre. ¡Qué larga serie de martirios y humillaciones por parte de mi padre, de los conocidos, del primero que pasara! ¡Eran muy crueles en la ciudad! No se conocía la piedad. Recuerdo gentes que hacían, con cierto deleite, sufrir a los suyos: maridos que torturaban a sus mujeres, chicuelos que martirizaban los perros y arrancaban una a una las plumas a los gorriones vivos, que después echaban al agua. Sí, eran muy crueles nuestros paisanos. Desde mi infancia tuve ocasión de observar numerosos sufrimientos inútiles causados por la maldad de las gentes. No podía comprender cuál era la base moral de la vida de aquellos sesenta mil habitantes; me preguntaba para qué leerían el Evangelio, rezaban, frecuentaban la iglesia, leían periódicos y libros. ¿Qué influencia había tenido en ellos todo lo que había producido la cultura? ¡Ninguna! Vivían en la misma obscuridad de alma, de la misma manera casi bárbara que hace cien o trescientos años. De generación en generación se les hablaba de la verdad, de la misericordia, de la libertad; pero esto no les impedía mentir hasta la muerte, desde la mañana a la noche, martirizarse los unos a los otros y odiar la libertad con tanta furia como si fuese su peor enemigo.

—¡Mi suerte, pues, está decidida! —dijo mi hermana cuando ya nos hallábamos en mí casa—. Después de lo que acaba de pasar, yo no puedo volver allá. ¡Dios mío, me siento tan dichosa! Me siento tan aliviada como si me hubieran quitado de encima un gran peso.

Se acostó. Las lágrimas brillaban en sus ojos; pero su rostro conservaba la expresión de felicidad. Se durmió, y su sueño fue profundo y se adivinaba que sentía, en efecto, un gran consuelo. Hacía mucho tiempo que no tenía un sueño tan tranquilo.

A partir de este día vivimos juntos. Mi hermana estaba alegre, gozosa, cantaba a todas horas y aseguraba que se encontraba bien. Los libros que yo llevaba de la biblioteca no los leía; empleaba el tiempo en soñar y hablar del porvenir. Arreglando mi ropa o ayudando a nuestra vieja nodriza a hacer la cocina, hablaba sin cesar de Vladimiro, de su inteligencia, de su extraordinaria erudición. Yo fingía compartir su opinión sobre el doctor; pero, en el fondo de mi corazón, no le amaba.

Ella decía que quería trabajar, crearse una posición económica independiente. Había decidido, cuando su salud se lo permitiera, hacerse maestra de escuela o enfermera.

Amaba apasionadamente al hijo que esperaba. Aún no había nacido; pero ella sabía ya qué ojos, qué manos tendría y cómo se reiría. Le gustaba hablar de su educación: y como Vladimiro era para ella el mejor de los hombres, sólo tenía un deseo: que su hijo fuese el vivo retrato de su padre. De este asunto hablaba sin cesar, y sus conversaciones la animaban, la llenaban de alegría. Escuchándola, también yo me regocijaba sin saber por qué.

El estado de su espíritu soñador se me contagiaba. No leía nada y pasaba el tiempo soñando. Las noches, a pesar de la fatiga natural después del día de trabajo, me paseaba por la habitación, metidas las manos en los bolsillos, y hablaba de Macha.

—¿Qué opinas tú? —pregunté a mi hermana ¿Cuándo regresará de Petersburgo? Me parece que volverá para las fiestas de Navidad, a más tardar. Nada tiene que hacer allí.

—Sí, volverá pronto; la prueba es que no ha escrito más.

—¡Es verdad! —contesté, aunque en el fondo de mi corazón sabía que Macha nada tenía que hacer en la ciudad.

La echaba mucho de menos y me aburría terriblemente.

Cuando mi hermana me aseguraba que Macha volvería pronto, me confortaba con una ilusión agradable y yo hacía esfuerzas por creerlo.

Cleopatra esperaba a su Vladimiro; yo a mi Macha, y los dos hablábamos sin cesar de él y de ella, hacíamos proyectos sobre nuestra próxima dicha, paseábamos agitados por la habitación, reíamos. No advertíamos que por nuestra culpa la vieja Karpovna no podía dormir. Permanecía echada sobre la hornilla y balbuceaba con voz apagada:

—La cafetera hace esta noche un ruido terrible. Esto es un mal presagio… presiento alguna desgracia… ¡Ah, Dios mío, Dios mío!

Nadie nos visitaba, aparte el cartero que traía a mi hermana las cartas de Vladimiro. Alguna vez entraba por la noche en nuestra habitación el hijo adoptivo de Karpovna, Prokofy. Estaba unos minutos y se marchaba sin haber pronunciado una sola palabra. Pero luego le oía yo en la cocina decir a Karpovna:

—Cada hombre debe permanecer en la clase social donde ha nacido. Desgraciado de aquel que quiere rebasar los límites que le han sido designados al nacer.

Una vez, a finos de diciembre, cuando yo pasaba por delante de la carnicería, me invitó a entrar unos instantes. Sin tenderme la mano, me declaró que iba a hablarme de un asunto importante. Estaba amoratado del frío y del vodka que acababa de beber. Cerca de él estaba el dependiente Nikolka, con cara de bandido y con un cuchillo cubierto de sangre en las manos.

—Desea exponer a usted una idea —dijo Prokofy en tono solenme—. Esta situación no puede prolongarse. Usted comprenderá que podemos tener disgustos. Naturalmente, mamá no se atreve a decírselo a usted; pero yo es preciso que se lo declare de una manera formal: su hermana, en el estado en que está, no puede continuar en nuestra casa. Es preciso que se marche. Tal como usted me ve, yo no puedo aprobar la conducta de su hermana.

Salí de la carnicería.

El mismo día, mi hermana y yo nos instalarnos en casa de Nabó. Como no teníamos dinero para tomar un coche, marchamos a pie. Yo llevaba un paquete con diferentes objetos; mi hermana caminaba con las manos vacías; pero, a pesar de esto, el viaje la fatigó y sufría, preguntando con frecuencia si tardaríamos mucho en llegar.

XIX

Al fin, recibí una carta de Macha.

He aquí su contenido:

«Mi querido, mi buen amigo: parto con mi padre hacia América, para la exposición. ¡Adiós! Durante muchos días contemplaré el océano… Está tan lejos de Dubechnia, que a nada que pienso en ello siento una impresión de espanto. Es tan lejano, tan inmenso como el cielo, y estoy deseando hallarme en medio de este enorme espacio, respirar el aire marino. Esta idea me embriaga, me vuelve loca de alegría, a tal punto que no puedo por menos de escribir a usted tranquilamente.

»Mi querido, mi buen amigo: ¡devuélvame usted lo más pronto posible mi libertad! Rompa usted el hilo que todavía nos une. Sería para mí una gran dicha encontrarle de nuevo; sería para mí un rayo de sol que esclarecería la triste noche de mi vida en vuestra ciudad. El que yo haya llegado a ser su esposa de usted ha sido un error. Usted mismo lo comprende, ¿no es verdad? Es preciso reparar este error lo antes posible, y yo le suplico, mi generoso y noble amigo, le suplico de rodillas me telegrafíe inmediatamente, antes de mi marcha a América, que está usted dispuesto a reparar este error que hemos cometido los dos, para librarme de esa única piedra que pesa sobre mis alas. Mi padre se encargará del resto y me ha prometido no exigir a usted otras formalidades.

»¡Bien pronto seré tan libre como el pájaro ante el cual se extiende todo el espacio! Sea usted dichoso, que Dios le bendiga, y perdóneme el gran pesar que le causo.

»Me encuentro en excelente estado de salud, gasto sin medida, hago muchas tonterías, y a cada instante doy gracias a Dios de no haber tenido hijos: una mala mujer como yo no es digna de tenerlos.

»Canto en los conciertos y soy acogida con entusiasmo. Es mi vocación, mi destino, mi camino, y yo lo sigo. El rey David tenía un anillo con la inscripción: “Todo pasa”. Cuando se está triste, estas palabras consuelan; cuando se está alegre, producen melancolía. Yo también me he mandado hacer una sortija parecida, con una inscripción judaica, y ella no me permite extralimitarme ni en las alegrías ni en las tristezas. Sí, todo pasará; la vida misma acabará, ¿por qué entonces atribuir tanta importancia a nuestras pequeñas alegrías y dolores? Lo único que importa es ser libre, porque, entonces solamente, el hombre no tiene necesidad de nada, absolutamente de nada.

»Rompa usted, por lo tanto, el hilo que todavía nos une. Le abrazo estrechamente, igual que si fuera su hermana. Perdóneme usted, y olvídese de su M…». Mi hermana estaba acostada en una habitación; Nabó, en la otra; había estado otra vez enfermo, y de nuevo había triunfado de la muerte.

Al mismo tiempo que yo recibía la carta de Macha, mi hermana levantó quedamente de su cama, pasó al cuarto de Nabó, se sentó cerca del lecho y empezó a leer en alta voz. Se leía diariamente páginas de Gogol o de Ostrovsky. Él la escuchaba con aire grave, sin sonreírse, las ojos fijos en el techo. Solamente, de vez en cuando, decía:

—¡Todo es posible, todo es posible!

Si en el libro que le leía mi hermana se contaba alguna falsedad, alguna cosa poco honrada, parecía sentir una malévola alegría, y, señalando al libro con un dedo, decía con aire de triunfo:

—¡He aquí a lo que lleva la mentira, la hipocresía, la falsedad humana!

Los dramas le agradaban grandemente por su contenido, su estructura complicada, su acción palpitante. Sentía grande admiración por él, es decir, por el autor, a quien no nombraba jamás por su nombre.

—¡Qué bien ha desentrañado las cosas! —exclamaba casi siempre con entusiasmo, cuando en el momento crítico los personajes salían triunfantes de todas las dificultades.

Esta vez mi hermana le leyó sólo una página; su voz desfallecía. Nabó le cogió una mano y le dijo con voz emocionada:

—En el hombre justo, el alma es tan blanca y limpia como la tiza, y la del pecador es negra como el hollín de la chimenea. Es preciso vivir conforme a los santos libros: trabajando; y rechazar los vanos placeres de la vida. Aquel que vive engañando y sin trabajar será castigado por Dios Todopoderoso. ¡Desgraciados los ricos, los injustos, los usureros!

Ellos no entrarán jamás en el reino de los cielos. Porque la herrumbre destruye el hierro…

—¡Y la mentira destruye el alma! —terminó riendo, mi hermana, la frase favorita de Nabó…

Volví a leer la carta de Macha, y una sensacíón de dolor intenso invadió mi alma, como si yo presintiera algo fatal, inevitable y terriblemente triste.

En este instante entra en la cocina el soldado que nos llevaba siempre, dos veces por semana, de parte de un desconocido, pan blanco, té, azúcar y perdices olientes a perfumes finos. La persona caritativa que nos enviaba todo aquello sabía probablemente que yo no tenía trabajo y que vivíamos en una gran miseria.

Oí a mi hermana hablar con el soldado, riendo alegremente. Después se volvió a acostar, con un trozo de pan blanco en la mano y me dijo:

—Desde que tú te hiciste obrero, yo y Ana Blagovo sabíamos muy bien que tenías razón, pero no nos atrevíamos a decirlo en voz alta. Di, ¿qué fuerza nos impide decir francamente aquello que pensamos? Ana Blagovo, por ejemplo, te ama, te adora, sabe perfectamente que tienes razón; yo también; ella me quiere mucho y sabe que también tengo razón, y, sin embargo, algo le impide venir a nuestra casa, nos rehuye, temerosa de encontrarse con nosotros.

Mi hermana calló un instante y agregó con vehemencia:

—¡Si supieras cómo te ama! Sólo a mí me ha confesado su amor, y eso en la obscuridad, para que no pudiera ver su rostro. Me conducía a una alameda obscura del jardín y me hablaba, susurrando, de su gran amor por ti. Estoy segura que no se casará jamás, porque eres tú su solo amor. ¿No es verdad que da lástima?

—Sí.

—Es ella quien nos manda comida. ¡Es graciosa! ¿Por qué se oculta? Yo también me ocultaba, tenía miedo de decir lo que pensaba; pero ahora todo ha terminado: ya no tengo miedo de nada; diré cuanto quiera, y me siento dichosa. Cuando vivía en casa, no sabía aún lo que constituía la dicha, mientras que ahora no me cambiaría por una reina.

El doctor Blagovo vivía en nuestra ciudad, en casa de su padre. Se disponía a regresar a Petersburgo. Trabajaba mucho, se ocupaba en estudios científicos y había decidido marchar al extranjero para prepararse al profesorado. Dejó su servicio del regimiento, y en lugar del uniforme militar llevaba amplio gabán, anchos pantalones y bellas corbatas. Venía con frecuencia a visitarnos.

Mi hermana estaba encantada de sus trajes, de sus corbatas y alfileres y de un pañuelo pequeño encarnado que llevaba en el bolsillito de su gabán.

En una ocasión, para distraernos, mi hermana y yo nos pusimos a enumerar sus trajes y contamos una decena.

Era evidente que seguía enamorado de mi hermana, y, sin embargo, jamás le había prometido, ni por galantería, llevarla con él a Petersburgo o al extranjero. Yo no podía imaginar qué sería de ella ni del niño que iba a nacer.

Ella no se daba exacta cuenta de su situación. No pensaba seriamente en el porvenir; decía que Vladimiro podía ir donde quisiera, incluso abandonarla, con tal que fuera dichoso; ella se contentaba con la felicidad que el doctor le había dado ya.

De ordinario, cuando él venía a nuestra casa, la examinaba detenidamente desde el punto de vista médico, y le hacía beber leche caliente con unas gotas medicinales.

Aquel día hizo igual. La reconoció y la obligó a beber una cosa.

—¡Bravo, estoy contento de ti! —le dijo cogiendo el vaso vacío—. No es preciso que hables tanto. Desde hace poco tiempo charlas como una urraca.¡Cállate, te lo ruego!

Ella se echó a reír.

Luego, el doctor entró en el cuarto de Nabó, cerca del que me encontraba, dándome cariñosamente en el hombro.

—Bueno, muchacho, ¿cómo va? —preguntó, inclinándose sobre el enfermo.

—¡Todos estamos en la mano de Dios, señor doctor! Todos hemos de morir el día menos pensado. Y permítame usted que le diga, señor doctor: usted no entrará en el reino de los cielos; el infierno estaría vacío. Es preciso que haya pecadores también…

Minutos después, el doctor y yo nos hallábamos en la calle.

¡Es doloroso, muy doloroso! —me dijo.

Observé que estaba muy acongojado y que las lágrimas asomaban a sus ojos.

—Está alegre, gozosa —continuó—; ríe, espera, y, sin embargo no quiero ocultárselo, su situación es desesperada, amigo mío. Sí, desesperada. Nabó me odia y me ha hecho comprender que yo obré respecto a su hermana de un modo poco honrado. Desde su punto de vista, tal vez tenga razón; pero yo tengo un concepto propio del bien y del mal y no me arrepiento de nada que haya hecho. Cada uno tiene derecho al amor, ¿no es cierto? Sin el amor, la vida sería imposible, y sólo los esclavos y los pobres de espíritu pueden temer y huir del amor.

Comenzó a hablar de otras cosas: de la ciencia, de sus esperanzas en lo concerniente a su carrera. Hablaba con énfasis, y se veía bien claro que no se acordaba ya de mi hermana, de su situación desesperada ni de su propio dolor. La vida le atraía, le llamaba, le arrebataba con sus posibilidades, con sus extensos horizontes. Macha tenía sus sueños, sus grandes esperanzas y ambiciones; él mismo estaba poseído de su carrera científica, y sólo yo y mi hermana quedábamos allí, pobres, desgraciados, sin ningún porvenir, sin sueños ni esperanzas.

El doctor estrechó mi mano y se marchó. Quedé solo en la calle. Me aproximé a un mechero de gas encendido, y una vez más leí la carta de Macha. Los recuerdos de mi reciente dicha se apoderaron de mi cerebro.

Recordé cómo una mañana de primavera fue a verme al molino, se acostó y cubrióse con mi pelliza para mejor parecer una simple campesina. Otra vez, cuando echábamos el anzuelo a los peces del río, estaba casi toda mojada y esto le causaba tal placer que rió durante todo el tiempo.

Sin darme cuenta, me encontré en la calle de la Nobleza, ante la casa de mi padre. Estaba sumida en la obscuridad.

Salté por encima del muro que la separaba de la calle y pasé, por la puerta de detrás, a la cocina. No había nadie. La tetera hervía, probablemente preparada para mi padre. «Sí, le servirán ahora el té» —pensé.

Tomé una luz y me dirigí a la casita del patio donde yo habité en otro tiempo. Allí me arreglé, con viejos periódicos, una cama, y me acosté. La casita, débilmente alumbrada por la tenue luz de la lámpara, se llenó de sombras movientes. Hacía frío. Me figuraba que al momento entraría mi hermana llevándome de comer; pero inmediatamente me acordó que se hallaba ahora enferma en casa de Nabó. Mi consciencia se había obscurecido, y sufría múltiples pesadillas.

Bien pronto escuché una campanilla. Desde mi infancia conocía su sonido breve y lastimero.

Era mi padre, que volvía del club.

Me levanté y volví a la cocina.

La cocinera, Asksinia, al advertir mi presencia, hizo un ademán de sorpresa y comenzó a llorar.

—¡Ah, querido! —sollozó—. ¡Dios mío, Dios mío, a lo que has llegado!…

Su emoción era tan grande que comenzó a estrujar su delantal entre las manos.

Sobre la ventana había una gran botella de vodka. Me serví una copa y la bebí ávidamente, pues estaba sediento. Los bancos y las mesas estaban limpios; se respiraba un olor agradable, que me gustaba mucho en mi niñez.

Mi hermana y yo le teníamos mucho cariño a la cocina, donde pasábamos, durante las ausencias de mi padre, horas enteras escuchando los cuentos fantásticos de la cocinera, o jugando al rey y la reina.

—Y Cleopatra, ¿dónde está? —me preguntó Askinia, en voz baja, reteniendo la respiración—. ¿Y tu mujer? He oído decir que marchó a Petersburgo.

Servía ya en nuestra casa cuando mi madre vivía, y nos bañaba a Cleopatra y a mí. Ahora también continuaba considerándonos como niños que es preciso vigilar porque hacen tonterías.

Durante un cuarto de hora me habló de sus opiniones sobre mí, sobre mi hermana, sobre nuestra situación. Se veía que tenía vagar suficiente para entregarse a estas reflexiones.

—Se puede obligar al doctor a casarse con Cleopatra —dijo—. Basta que ella dirija una petición al arzobispo para que éste anule su primer matrimonio. Si el doctor rehúsa casarse, se podrán tomar medidas respecto de él.

En cuanto a mí, encontró también una solución: yo podía vender, sin que mi mujer lo supiera, Dubechnia, y poner el dinero en un Banco a mi nombre.

—Además —decía la cocinera—, si mi hermana y yo hubiésemos caído de rodillas ante mi padre, nos habría tal vez perdonado. Por de pronto era preciso mandar decir una misa.

En aquel momento se oyó la tos de mi padre.

—Vaya, pequeño mío, háblale —dijo Askinia—, salúdale humildemente. No te pasará nada por eso.

Entré en el gabinete de mi padre. Estaba ya sentado ante la mesa y delineaba el proyecto de una casa de campo de ventanas góticas y una gran torre parecida a la del cuartel de bomberos, algo, en suma, muy feo, trivial, insignificante. Desde el sitio donde yo me había detenido pude ver muy bien el dibujo.

Cuando hube visto el rostro flaco de mi padre y su cuello amoratado, sentí por un momento el deseo de echarme ante él suplicándole perdón, como me lo había recomendado Askinia; pero la vista de aquella pobre casa de campo con su torre repugnante me contuvo.

—¡Buenas noches! —dije.

Me miró un momento; pero bajó en seguida los ojos al dibujo.

—¿Qué necesitas? —preguntó, después de un breve silencio.

—He venido para decir a usted que mi hermana está muy enferma…

Esperé un instante, y continué:

—Está en trance de muerte.

—¡Bueno, qué le vamos a hacer! —suspiró mi padre, quitándose los lentes y dejándolos sobre la mesa—. Se recoge aquello que se siembra.

Se levantó, dio algunos pasos por la habitación, y repitió:

—Sí, se recoge aquello que se siembra. Acuérdate cómo hace dos años, cuando viniste a verme, te supliqué, en este mismo lugar, renunciases a tus locas ideas; recuerda mis súplicas encaminadas a que no olvidaras tus deberes y velaras por el honor de nuestra familia y las gloriosas tradiciones legadas por nuestros antepasados. Nuestro deber es guardar esas tradiciones, y, sin embargo, las has pisoteado. No has querido seguir mis consejos. Nada quisiste escuchar, y sigues con tus locas ideas. No contento con esto, has lanzado sobre el mismo camino peligroso a tu pobre hermana. Gracias a ti ha perdido toda idea de moralidad y de honestidad.

Ahora llegó el castigo. Ambos os encontráis en peligrosa situación. ¡Qué le vamos a hacer! Se recoge aquello que se siembra.

Mientras hablaba seguía paseando con paso lento a través del gabinete.

Creía, sin duda, que yo había ido para pedirle perdón por mi hermana y por mí, reconociendo que habíamos cometido faltas. Esperaba ruegos, súplicas.

Yo sentía frío, y temblaba de pies a cabeza, como si sufriera fiebre.

Con voz débil y serena le contesté:

—Yo también le ruego recuerde que aquí mismo, en este lugar, le supliqué me comprendiera, que comprendiera mis ideas y proyectos, porque, nosotros podíamos decidir juntos el modo de ordenar la vida. Por toda respuesta, usted comenzó a hablar de nuestros antepasados, de su abuelo el poeta, etc. Ahora, cuando le anuncio que su hija única está gravemente enferma, en situación desesperada, usted vuelve a hablar de sus antepasados, de las gloriosas tradiciones. Es inconcebible esa ligereza en un hombre ya viejo.

—¿Por qué has venido? —me preguntó colérico, probablemente herido por el reproche de ligereza.

—No lo sé. Yo le quiero. Lamento hondamente que estemos tan distantes el uno del otro. Le quiero todavía; pero mi hermana ha roto todos los lazos que le unían a usted. No le perdona ni le perdonará jamás. Sólo el oír su nombre de usted remueve en ella el odio por su pasado, por la vida que llevó a su lado.

—¿De quién es la culpa? —gritó mi padre—. ¡Eres tú, el culpable, el canalla, tú lo eres!

—Admitamos que sea yo el culpable —dije—. Confieso que tal vez he cometido muchas faltas; pero dígame usted, ¿por qué su vida, que nos cree obligados a imitar, que usted nos presenta como una vida modelo, por qué es tan sin espíritu, tan monótona, tan aburrida? ¿Por qué en todas las casas que usted construye aquí desde hace treinta años no hay un solo hombre que pueda enseñarnos de qué manera es preciso vivir? ¡No hay un solo hombre honrado en la ciudad! Las casas de usted son nidos malditos, en los cuales se martiriza a las madres, a las hijas, se mata moralmente a los niños.

Callé un instante para tomar aliento, y continué:

—¡Mi infeliz hermana! ¡Mi desgraciada hermana! Es preciso estar ciego, necesario insensibilizar el espíritu por el vodka, los naipes, las charlas insulsas, o bien dedicar toda la vida a esos pobres dibujos de casas con apariencia abominable, para no ver todos los horrores que se ocultan en esas casas. La ciudad cuenta ya doscientos años de existencia, y no ha dado a la patria ni un solo hombre útil. ¡Ni uno solo! Todos ustedes han matado en germen, cuidadosamente, cuanto había aquí vital, capaz. Es ésta una ciudad de tenderos, de hosteleros, de escritorzuelos, de cobardes y de devotos: una ciudad que pudiera desaparecer el día menos pensado sin que se advirtiese su desaparición y sin que nadie llorase su pérdida.

—No quiero oírte más, ¡canalla! —gritó mi padre asiendo la regla que había sobre la mesa. ¡Cállate! Estás borracho. ¿Cómo te atreves a presentarte ante mí en tal estado? Yo te declaro por última vez y díselo también a tu hermana, que ha perdido toda honestidad, yo os declaro que no recibiréis nada mío. Por consiguiente, no seréis mis herederos. He arrancado de mi corazón los malos hijos, y si sufren las consecuencias de su indocilidad y de su obstinación, tanto peor para ellos. ¡No tengo piedad para vosotros! ¡Piensa en marcharte! Dios misericordioso ha querido castigarme dándome hijos perversos, y yo me someto, humilde, a esta prueba.

»Como el Job bíblico, halló consuelo en los sufrimientos y en el trabajo.

Calló, volviose a mí y continuó:

—En tanto no vuelvas al buen camino, te prohíbo pisar el suelo de mi casa. Soy justo. Todo cuanto te he dicho es de una gran utilidad para ti, y si quieres corregirte, piensa en lo que te he dicho toda tu vida y sigue mis consejos. Ahora, márchate; no tengo nada más que decirte…

Yo salí.

No recuerdo cómo pasé esa noche y la siguiente. Después me dijeron que vagué todo el tiempo de una calle en otra, la cabeza descubierta, cantando, seguido de una gritadora turba de chiquillos.

XX

Si yo hubiese tenido el deseo de mandarme hacer una sortija, le habría hecho grabar esta inscripción: «Nada pasa». Sí; estoy convencido que nada pasa sin dejar una huella tras nosotros, y que cada acto nuestro, incluso el más insignificante, ejerce determinada influencia en nuestra vida presente y futura.

Lo que yo he vivido no ha dejado de ejercer influencia sobre los demás.

Mis desdichas y mis sufrimientos llegaron al corazón de los habitantes, y ahora no se mofan de mí, no se vierte agua sobre mí cuando paso ante las tiendas del mercado. Poco a poco se han habituado a la idea de que yo soy ahora un simple obrero, y no encuentran nada extraño en el hecho que yo, gentilhombre, lleve vasijas llenas de pinturas y coloque cristales en las ventanas. Al contrario, se me da con satisfacción trabajo: soy considerado en la ciudad como un buen obrero y el mejor contratista de trabajo, después de Nabó.

Éste, ya restablecido de su enfermedad, seguía pintando los techos y las cúpulas de los campanarios; pero muy débil aún, no tenía fuerzas para cumplir los múltiples deberes de contratista; en casi todos era yo quien le reemplazaba: yo visitaba a los habitantes para pedir trabajo, contrataba los obreros, tomaba dinero a préstamo, pagando crecidos intereses. Ahora, convertido en contratista, comprendo perfectamente que se puede andar durante tres días recorriendo la ciudad buscando obreros para hacer un trabajo de escasa importancia.

Se es fino conmigo, no se me tutea ya; en las casas donde trabajo me dan té y se me invita a comer. Los niños y las jóvenes vienen muchas veces a ver cómo trabajo, mirándome con curiosidad y con tristeza.

En una ocasión trabajé en el jardín del gobernador, donde pinté un quiosco. Estando yo trabajando, el gobernador, que se paseaba por el Jardín, entró en el quiosco, y para distraerse comenzó a hablar conmigo.

Le recordé que en otro tiempo me llamó a su casa para exigirme que variase de conducta. Me miró atentamente, y después dijo, dando a su boca la forma de una o:

—No me acuerdo.

He envejecido, me he vuelto taciturno, severo; no río casi nunca; me dicen que me parezco ahora a Nabó, y que, igual que él, aburro a los obreros con mi severidad.

María Victorovna, mi antigua mujer, vive ahora en el extranjero. Su padre, el ingeniero, se encuentra en el este de Rusia, donde construye una línea férrea y compra ventajosamente algunas propiedades.

El doctor Blagovo está también en el extranjero.

Dubechnia ha vuelto a ser propiedad de la señora Cheprakov, que la compró al ingeniero con un veinte por ciento sobre el precio a que ella se la había vendido.

Moisey, ya convertido en ingeniero, no viste ahora como un campesino: lleva un costoso sombrero, y sus trajes son de última moda. Llega muchas veces, en un cochecillo elegante, a la ciudad y frecuenta la Banca. Se dice que ya ha comprado una propiedad a plazos y se dispone a comprar también Dubechnia.

El desgraciado Iván Cheprakov está completamente desequilibrado.

Durante mucho tiempo no hacía nada y vagaba por la ciudad, casi siempre ebrio. Intenté darle trabajo; durante algún tiempo pintó con nosotros tejados, colocó cristales y parecía un obrero de tantos: robaba los colores, pedía humildemente propinas a los clientes y se emborrachaba. Mas pronto dejó el trabajo y volvió a Dubechnia. Luego me contaron que había organizado una conspiración para matar a Moisey y para robar el dinero y las joyas de Cheprakov, su madre.

Mi padre ha envejecido considerablemente, y pasea durante la tarde, ya encorvado, por delante de su casa. Yo no he vuelto a verle.

Prokofy, el hijo adoptivo de Karpovna cuando el cólera se ensañaba en nuestra ciudad, hacía una propaganda encarnizada contra los doctores, asegurando que ellos provocaban la epidemia para ganar más dinero. Tomó una parte muy activa en los desórdenes y manifestaciones, y por eso fue azotado. Su oficial, Nikolka, murió del cólera. Mi anciana nodriza, Karpovna, vive todavía y continúa amando locamente a su hijo adoptivo.

Cada vez que me ve mueve su venerable cabeza y dice suspirando:

—¡Pobre desgraciado! Eres un hombre perdido…

Toda la semana estoy ocupado mañana y tarde. Los días de fiesta, si el tiempo es bueno, tomo en mis brazos a mi sobrinita —mi hermana esperaba un niño, pero fue una niña lo que nació— y me encamino lentamente al cementerio. En él permanezco mucho tiempo contemplando la tumba querida y diciéndole a mi pequeñita que allí yace su madre.

Alguna vez encuentro junto a la tumba a Ana Blagovo. Nos saludamos.

Unas veces permanecemos silenciosos, otras hablamos de mi pobre hermana, de la huerfanita, de las tristezas de la vida. Después salimos juntos del cementerio, caminando de nuevo en silencio. Ella marcha despacio para permanecer más tiempo a mi lado. La pequeñita, feliz, alegre, guiñando los ojos bajo los rayos del sol abrasador, ríe, tiende sus diminutas manos a Ana Blagovo; cada dos pasos nos detenemos un instante para acariciar a la pequeña.

Cuando entramos en la ciudad, Ana Blagovo, turbada, llena de emoción, los ojos enrojecidos, me estrecha la mano y se separa de mí. Ella continúa su camino sola, grave, severa, triste. Y ningún transeúnte, viéndola tan severa y reservada, creería que momentos antes marchaba a mi lado y acariciaba conmigo a la gentil niñita.


Publicado el 9 de febrero de 2018 por Edu Robsy.
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