Natalia Mihailovna, señora muy joven y muy guapa, acaba de llegar en el tren de Jalta, donde ha pasado el verano, y mientras come charla sin cesar, refiriendo los encantos de aquel país. El marido, alegre y satisfecho de su llegada, mira su cara entusiasmada con ojos enternecidos y de vez en cuando le dirige alguna pregunta.
—Dicen que la vida es allí muy cara—le preguntó, entre otras cosas.
—¿Cómo decirte? Creo que la carestía no es tan grande como la suelen pintar. Temamos con Julia Petrovna una habitación bastante confortable por veinte rublos al día. Todo depende de saber arreglarse. Naturalmente, si va uno en excursión a los montes, por ejemplo Al Ai-Patri... el caballo... el guía... resulta caro... ¡carísimo!... Pero, chico, ¡qué montes aquellos! Imagínate unos montes altísimos... mil veces más altos que la iglesia... Arriba, niebla... nada más que niebla... Abajo, piedras, nada más que piedras... ¡Ah! ¡Cuánto lo recuerdo!
—A propósito. Durante tu ausencia leí no pocas atrocidades sobre aquellos guías... ¿Es cierto que son tan perversos?
Natalia Mihailovna hace una mueca y mueve la cabeza negativamente.
—Son tártaros como todos los demás tártaros—contesta—. Pero, después de todo, yo no los vi mas que de lejos una o dos veces... Me los indicaron, pero no les hice caso... Sentía siempre aversión hacia toda clase de circasianos, griegos, moros...
—Parece que son unos tenorios.
—Puede ser... Hay algunas descaradas que... Natalia Mihailovna salta de su silla, y con ojos dilatados, como si viese algo terrorífico, le dice a su marido, recalcando las frases:
—¡Vasitchka! ¡Qué mujeres tan ligeras se encuentran!... ¡Qué inmorales!... Y no de baja extracción o de clase media, no, ¡aristócratas, del mejor mundo!... ¡Yo lo veía y no lo creía! ¡No podré nunca olvidarlo! Es posible carecer de principios hasta tal punto... que no me atrevo a contarlo... Tomaremos por ejemplo mi compañera Julia Petrovna... Tiene un marido tan simpático, dos hijos, forma parte de la mejor sociedad..., quiere pasar por una santa, y ¿sabes lo que hacía?... No te lo puedes figurar...; pero esto quedará entre nosotros... ¿Me das tu palabra que no lo contarás a nadie?
—¡Vaya qué idea! ¿A quién se lo voy a contar?
—¿Palabra de honor? Bueno, tendré confianza...
La señora deja el tenedor en la mesa, y con aire misterioso le dice a su marido bajando la voz:
—Imagínate lo siguiente... Se fué aquella Julia Petrovna a dar un paseo a caballo por los montes. El tiempo era magnífico. Delante iba ella con su guía; detrás yo. A los dos o tres kilómetros de la población, Julia Petrovna lanzó un grito y se llevó las manos al pecho. El tártaro la sostuvo; se hubiera caído de la silla sin su auxilio... Me acerqué a ella con mi guía... «¿Qué ocurre? ¿Qué pasa?» «¡Me encuentro mal, me muero! No puedo seguir más adelante.» ¡Imagínate mi susto! «Volvamos atrás», le dije. «No puedo volver, me contestó; si doy un solo paso, me muero. Tengo espasmos.» Y nos suplicó a mí y a Suleiman que fuéramos a casa a traerle sus gotas, que la aliviarían.
—Espera; no entiendo...—balbucea el marido—, Me referías que a los tártaros no los veías más que de lejos, y ahora hablas de un tal Suleiman.
—¡Ya vuelves con tus tonterías!—interrumpe la señora sin dejarse turbar—. ¡Odio estas suspicacias! ¡No las puedo soportar! ¡Es idiota y absurdo!
—No soy suspicaz; pero... ¿de qué sirve mentir? Te paseabas con los tártaros, ¡que sea enhorabuena! ¿Para qué estos embustes?
—¡Eres imposible!—contesta indignada la señora—, ¡Estás celoso de Suleiman! ¡Quisiera ver cómo ibas tú a los montes sin guía! ¡Lo quisiera ver! Si no conoces ni entiendes aquella vida, barias mejor en callarte. ¡Escucha y calla! Allí no se puede dar ni un solo paso sin guía.
—¡Naturalmente!
—¡Hazme el favor de dejar esas tontas sonrisitas! No soy una Julia cualquiera para soportarlas. Yo, aunque no pretendo pasar por una santa, no me permitiría ciertas cosas... ¡Ca!... Mametkul; aquél pasaba todo el tiempo con Julia Petrovna, y yo no... En cuanto daban las once, basta... «¡Suleiman, largo!» Y mi tonto tartarito se marchaba. Yo le trataba con mucha severidad... Apenas me venía con algunas pretensiones, por lo del dinero, o alguna otra cosa, en seguida: «¿Cómo? ¿Qué quiere decir esto?» ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!... No le llegaba la camisa al cuerpo. ¿Sabes, Vasitchka? Tenía unos ojos negros como el carbón... Una cara morenita, una cara de tártaro tan graciosa... ¡Ah, le trataba con mucha severidad!...
—Me lo imagino—dice el esposo haciendo bolitas de miga de pan.
—¡Eres tonto, Vasitchka; muy tonto!... Ya sé lo que piensas... Conozco tus ideas... Pero te aseguro que paseándose no se propasaba nunca. Por ejemplo, íbamos de excursión a los montes o a la cascada de Ucha-Su. Yo le ordenaba siempre: «¡Suleiman, atrás! ¿Oyes?» Y el pobrecillo tenía que seguirme... Y hasta en los momentos más patéticos le advertía siempre: «¡A pesar de todo, no has de olvidar que tú eres un tártaro, y yo la señora de un consejero del Estado!» ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!...
La señora suelta una carcajada, luego pone una cara asustadísima y cuchichea:
—¡Pero esta Julia!... ¡Esta Julia!... Una puede distraerse, hacer alguna travesura... ¿Por qué no? Hay que descansar de la frivolidad de la vida mundana. Lo concibo así. Diviértete, nadie te lo echará en cara; pero tomarlo en serio, dar escándalos... ¡esto no es admisible! ¡Imagínate, ella estaba celosa!... ¡Qué majadería!... Una vez llegó Mametkul... Es su galán... Ella estaba ausente. Lo llamé a mi cuarto..., charlamos..., pasamos el rato..., son muy graciosos..., la tarde pasó sin sentir... De pronto llegó esta Julia como un torbellino... Se encaró conmigo, con Mametkul; nos armó una escena... ¡horror!... Esto, Vasitchka, no lo concibo...
Vasitchka lanza un ¡hum! muy significativo, frunce el ceño y camina a grandes pasos.
—¡Por lo visto os habéis distraído!—dice sonriendo.
—¡Qué estúpido!—replica la señora—. ¡Ya sé lo que piensas! Tienes siempre malas ideas. ¡Otra vez no te contaré nada! ¡Nada!
La señora se calla y pone una cara compungida.