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—Le he salpicado probablemente —pensó Tcherviakof—; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un fastidio...; hay que excusarse.
Tcherviakof tosió, echóse hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:
—Dispénseme, excelencia, le he salpicado...; fue involuntariamente...
—No es nada..., no es nada...
—¡Por amor de Dios! Dispénseme. Es que yo...; yo no me lo esperaba...
—Esté usted quieto. ¡Déjeme escuchar!
Tcherviakof, avergonzado, sonrió ingenuamente y fijó sus miradas en la escena. Miraba; pero no sentía ya la misma felicidad: estaba molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a Brischalof, se paseó un ratito al lado suyo y, por fin, dominando su timidez, murmuró:
—Excelencia, le he salpicado... Hágame el favor de perdonarme... Fue involuntariamente.
—¡No siga usted! Lo he olvidado, y usted siempre vuelve a lo mismo —contestó su excelencia moviendo con impaciencia los hombros.
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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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