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—¿Qué es eso? ¿Te estás burlando del niño? —pregunta Pelagia Ivanova desde el aposento vecino—. Ayúdale, en vez de mofarte de él. Si no, mañana ganará otro cero.
—¿Qué es lo que no comprendes? —añade Pawel Vasilevitch dirigiéndose a Stiopa.
—La división de los quebrados.
—¡Hum! Es extraño. Esto no tiene nada de particular. Coge la regla y léela atentamente. Ella te enseñará lo que has de hacer.
—La cuestión es saber cómo se debe hacer. Enséñaselo tú mismo.
—¿Que te diga cómo? Muy bien; dame tu lápiz. Imagínate que tenemos que dividir siete octavos por dos quintos... ¡Oye; el té! ¿Está listo? Me parece que ya es tiempo de tomarlo... Sigamos la operación. Imaginémonos que no son dos quintos, sino tres quintos. ¿Qué obtendremos?
—Siete por dieciséis —contesta Stiopa.
—Es así; perfectamente; pero el caso es que lo hemos hecho al revés. Ahora para corregir... ¡Me has trastornado la cabeza! Cuando yo frecuentaba el colegio, mi maestro, un polaco, equivocábame cada vez que le daba la lección. Al empezar por explicar un teorema poníase encarnado, corría por toda la clase como si lo persiguieran, tosía y acababa por llorar. Nosotros, generosos, hacíamos como si no lo comprendiéramos. ¿Qué tiene usted? ¿Le duelen acaso las muelas? —le preguntábamos—. Nuestra clase se componía de muchachos traviesos, sin duda; mas por nada en el mundo hubiéramos pecado de falta de generosidad. Alumnos como tú no los había; todos eran mocetones; por ejemplo, en la tercera clase había uno que se llamaba Mamájin. ¡Qué tronco, Dios mío!; su estatura era de más de dos metros. Sus puñetazos eran temibles. Al caminar hacía temblar el suelo. Pues esto mismo Mamájin...
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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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