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Como todos los de la parroquia estaban acostumbrados a pagar con júbilo este voluntario tributo, júzguese del número de baratijas y objetos que se reunían, las que en sesión permanente eran tasadas y clasificadas por los postulantes con la añadidura de un suplementario adorno a la de menos mérito, consistente en cintas y moños, supliendo su coste de los fondos de la fábrica.
Llegado el día de la ceremonia, los chiquillos se encargaban de anunciar la hora, porque éstos sacaban también su escote por el único trabajo de dar vivas a las benditas ánimas durante el acto y cuando así lo exigía el rifador.
Para desempeñar este cargo se buscaba por los mayordomos un sujeto a propósito, picaresco y humorístico, que amenizara el acto con sus chistes y que supiera excitar el amor propio de los postores para hacer valer mucho a los objetos que se rifaban, por escaso que fuese su aprecio.
Recuerdan con fruición los antiguos a un célebre tío Villegas del barrio de San Lázaro, quien por la mañana en la puerta del convento de la Merced, y por las tardes en las Eras del Cristo, llevaba tras sí una inmensa concurrencia.
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Publicado el 1 de febrero de 2023 por Edu Robsy.
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