He aquí un libro amargo como la hiel, ácido como el zumo de limón. Es un libro abominable y triste. No es inmoral, porque el dolor no es inmoral nunca. Inmorales pueden ser las lecturas livianas que loan el amor y la voluptuosidad, pero jamás los horrendos calvarios de la pasión y el vicio. Este libro es casi tina obra de penitencia y de espiritual maceración; es como esas Santas de la vieja leyenda, todas perfumadas de amor, que para convertir a los pecadores salaces, rasgaban sus vestiduras y mostraban el pecho roído de lepra.
Es el libro del vicio, del pecado y del dolor.
Recemos un Padre Nuestro para que Dios nos libre de caer en la tentación:
«Padre Nuestro que estás en los Cielos...»
I. El puerto de paz
Esas mujeres son como esas últimas rosas del verano, cuya vista causa placer, pero cuyos pétalos están marchitos y cuyo perfume se ha perdido.
Balzac.
—... «Magdalena echó un frasco de bálsamo en la llaga del
costado, y las piadosas mujeres pusieron también yerbas en las llagas de
las manos y los pies...»—Leía lentamente, puntuando con claridad y
marcando los períodos; la voz era grave, cálida, matizada de contenida
pasión, y manejada en sordina, era una voz que decía demasiado, que
ponía excesivo dolor en las cosas dolorosas y recreábase con ampulosa
voluptuosidad en las imágenes brillantes, una voz que, rompiendo el
imperativo categórico de la conciencia, obedecía involuntariamente a
ignorados resortes.
Mientras leía Manuel, la luz de la lámpara, una luz amiga velada por la pantalla de seda verde, acariciaba los cabellos rubios vagamente tornasolados de cobre y marcaba el perfil judío con trazos aún más enérgicos, destacando la nariz ganchuda, los pómulos salientes y el mentón duro que la barba corta, redonda y rojiza subrayaba. Era un perfil judío, de eso no cabía la menor duda. Y no era sólo el perfil, todo el rostro tenía esa dulzura resignada de paria en que, sin embargo, algunas veces vive una sensualidad cruel, de los rostros de apóstoles, más aún, hubiera servido a perfección para el tipo de Judas clásico sin los ojos. Eran éstos grandes y luminosos, y sólo tenían, en su abierta franqueza, de falso, el color cambiante—verde esmeralda o gris ágata—y una humedad a veces, un brillo seco y calenturiento otras, que inquietaba desconcertando.
Según iba leyendo, en el voluntario arrastrar de los períodos observaba a hurtadillas a la enferma como temeroso de cansarla. Pero los ojos tristes, la boca crispada, todo el rostro macerado por la mortal dolencia, parecía tendido en una atención bañada en fervor.
Era Soledad una de esas mujeres a quienes la muerte parece envolver en una melancolía apasionada y dolorosa. La frente era abombada como la de las madonas de los primitivos, agrandada en una fuga de cabellos castaños que se anudaban en la nuca; las mejillas descarnadas, de color y trasparencia de cera; la boca pálida macerada por una sonrisa doliente hacíase aún más amarga, bajo la nariz que se afilaba como la de los cadáveres; y los ojos azules eran muy grandes, muy tristes, casi siempre dulces, abnegados, reflexivos, a veces dilatados por el súbito espanto de una evocación interna. Una delgadez esquelética consumía el cuerpo cuyas líneas se adivinaban bajo la bata de lana malva semicubierta por un chal de felpa gris. Y abandonadas sobre la mesa camilla vestida de terciopelo de lana verde, las manos tenían la inquietante apariencia de dos inmóviles arañas de marfil; los dedos largos, huesudos, crispados, eran las patas prontas a correr, y su vista daba impresión de frío sobresalto.
Al otro lado del lector, y frente a ella, Lola, su hermana, escuchaba inmóvil, con el aire ausente apenas animado por un intermitente y furtivo batir de pestañas. Era muy delgada también, pero sin el aire enfermizo de Soledad; muy delgada, con una delgadez casta, una delgadez que borraba las líneas de la feminilidad y robábale la sensación del sexo. Toda de negro, los brazos cruzados, sus manos destacándose sobre las sombrías vestiduras no eran las marfileñas arañas, sino más bien dos contrahechos y desesperados exvotos de cera. El rostro era macilento y alargado, la boca fría y dura, la frente abombada como la de Soledad, pero encuadrada por dos bandós tan negros, que semejaban alas de cuervo. En la cara impávida, levemente desdeñosa, triste, con una tristeza repeledora, los ojos negros, cobijados por largas y espesas pestañas y cernidos por las ojeras violetas, eran dos hogueras sombrías, dos abismos luminosos que no se sabía si eran tristes, crueles o apasionados.
En tanto que Soledad, al fluir de los párrafos que leía Manuel, inclinábase prisionera de atención, Lola, hermética, no dejaba traslucir sus impresiones espirituales y las palabras no parecían llegarla, como si sutilísimo e invisible fanal le separase del mundo.
Este era el grupo que quedaba en el círculo cordial de la lámpara; el resto del cuarto sumíase en una semipenumbra discreta, sin violentos claros oscuros temerosos ni rabiosas claridades crispadoras de los nervios. Tenía la habitación esa acogedora simpatía de los cuartos burgueses cuando respiran paz y bienestar. Los muros eran lisos, pintados de blanco y adornados con algunos grabados cándidos y convencionales del año 60, encerrados en sencillos marcos de ébano, y una copia de la Sagrada Familia, de Murillo, que ocupaba el testero principal. En vez de balcones tenía dos rasgados ventanales, de los que, con cuadrados vidrios separados por listoncillos de madera, abundan en las casas de moderna construcción, adornados basta la mitad con bordados visillos, pero libres de cortinajes que robasen la luz. Debajo había dos repisas formadas por la misma pared; en una descansaba una jaula con dos pajaritos de pintadas plumas y gestos menudos y vivaces; un cesto con lanas de colores y una chaquetilla de crochet comenzada y dos cacharros de Talavera con flores; en el otro, un libro a medio leer y otro jarro talavereño con llores también. Flores, de esas flores vulgares de fragante aroma y alegres colorines al alcance de todas las fortunas, veíanse también sobre el aparador entre la loza blanca y azul y el claro cristal de copas y botellas, en la vieja rinconera imperio dando vida a unos retratos pasados de moda, pálidos y desvahídos, y sobre la mesa de torneadas patas y gran tablero de roble, que era la de trabajo para Manuel.
Todo respiraba bienestar tranquilo; del exterior no llegaba ningún rumor (lo apartado de la calle dábale silencio casi campesino); en la casa tampoco escuchábase el más leve ruido, y cuando la voz cálida y pastosa del lector cesaba, sólo escuchábase el tic-tac de un antiguo reloj de cuco, colgado entre las dos ventanas. Era todo como un suave guateado que envolvía las figuras, como esa pausa de calma que precede a una catástrofe.
Y en aquel ambiente plácido, burgués, Soledad se moría, o por mejor decir, se mustiaba. No se sabía si era el pecho o el corazón: tan sólo sabíase que con una sonrisa pálida en los labios descoloridos y una tristeza mansa en las grandes pupilas azules se iba para siempre. Día por día, hora por hora, declinaba lentamente hacia la sepultura; sus mejillas se marchitaban como una rosa en el bochorno de crepúsculo estival; la nariz se afilaba, mientras sus aletas se hacían trasparentes; los labios perdían color y lozanía. Y aunque en la vulgaridad mediocre del ambiente esto parezca paradójico, Soledad moría de amor. Quería a Manuel, y aquel cariño, que en los primeros tiempos de su matrimonio, fué una pasión sana y confiada, fuése convirtiendo en un amor doliente y resignado, en un amor imposible que como una llama demasiado viva consumía la lámpara vacilante de su vida.
Al principio, y mientras la escasez les acechara, sus corazones se fundieron en un solo y nobilísimo esfuerzo; toda la confianza, todo el consuelo, todo el empuje optimista que había menester hallólo Manuel en la voluntad de su mujer. Pero poco a poco, y según las privaciones se alejaban y un bienestar manso y regalado las sustituía, amándose siempre igual, sin cambiar en nada, sin variar ni sentimientos, ni ideas, ni ternuras, las dos almas se apartaron. Y por fin, al llegar a la plataforma de aquella fortuna insignificante, cuando tras titánicos esfuerzos, Manuel encontróse de ingeniero de la casa constructora catalana, con un sueldo que si no permitía grandes esplendores, a lo menos aseguraba una mediocridad regalona, las dos almas habíanse hecho extrañas una para otra. Soledad adivinaba que el poeta exaltado de los días de lucha había muerto, en cambio, el instinto decíale que aquel impulso ardiente y salvaje, que tantas veces costárale trabajo nominar en él, no había muerto, sino que hallábase refugiado en otra cosa, en algo que ella ignoraba y de que tal vez él mismo no se daba cuenta aún.
Manuel no pasaría de donde estaba; ni los sueños de poeta serían nunca, ni las ambiciones de luchador tendrían realización. Necesitaba una voluntad que le encauzara y ella no tenía fuerzas ya. Aquel era el resorte que se había roto en su vida. Con irrazonada pavura adivinaba que la fuerza que vivía en él era como una bestia agazapada que un día saltaría de entre la maleza, y entonces... Por eso amábale ahora con una pasión desolada, con un dolor sin remedio que le hacía algo peor que ver: presentir.
Manuel, a su vez, adivinaba que ya no pasaría de allí; sus rimas de juventud, cálidas, vibrantes, por donde corría la pasión impetuosa y quemante, como subterránea lava, yacían en el fondo de un cajón olvidadas, y la sensación húmeda y caliginosa que antes cristalizaba súbitamente en un verso, no tomaba forma exacta ahora, y en vez de sumirle en el ensueño fecundo de antes, sumíale en una modorra quebrantadora que le aniquilaba. Amaba siempre a Soledad, pero ahora amábala con una ternura triste y protectora, y era para él como una pobre sombra querida, algo muy frágil, muy delicado, que puede quebrarse entre las manos. El también sentía que dentro de sí se incubaba una larva monstruosa, una cosa informe aún, que le angustiaba con misteriosos anhelos sin forma ni objeto. En la pesada atmósfera del paisaje interior, un confuso paisaje de trópico, poblado de una vejetación arborescente, esfumada tras de las neblinosas miasmas, que como en envenenado pantano lo envolvían todo, el monstruo, no tenía forma aún e igual podía ser una idea, que una enfermedad, que una pasión o un vicio. No sabía nada, tan sólo presentía, y por eso ponía sordina a las ardorosas inflexiones de la voz, y cubría con los párpados casi siempre caídos el lucir húmedo o calenturiento de las pupilas. Tenía miedo y prefería no salir, no alejarse de ella, no luchar tampoco, vivir al lado de su afecto, como un enfermo de inextinguible sed viviría al lado del fresco chorro de una fuente. Así que, cuando su obligación no le obligaba a otra cosa, permanecía días y días al lado de la enferma, bajo la mirada enigmática e inexorable de esfinge, de Lola.
La vida, pues, deslizábase monótona, apacible, incolora; otra vez la comparación del aire que duerme sobre el mar, o mejor aún, el remanso silencioso del río. La enferma desde el lecho trasladábase a su butacón de terciopelo verde aceituna, y allí, mientras Manuel sentado ante la mesa trabajaba, leía o bordaba o hacía crochet. Los pajaritos cantaban todo el día; el sol entraba alegremente por los balcones, y las flores que Lola o el mismo Manuel se encargaban de renovar, perfumaban la atmósfera con frescuras de jardín.
En el silencio de la noche, un silencio hueco y sonoro que tenía oquedades de eco y profundidades graves de órgano, las palabras arrebatadas de la Beata Ana Catalina de Emmerich sonaban trémulas de mística pasión:
«En seguida le extendieron sobre la cruz, y habiendo estirado su brazo derecho sobre el brazo derecho de la cruz, lo ataron fuertemente: uno de ellos, puso la rodilla sobre el pecho sagrado; otro, le abrió la mano, el tercero apoyó sobre la carne un clavo grueso y largo y lo clavó con un martillo de hierro. Un gemido dulce y claro salió del pecho de Jesús; su sangre saltó sobre los brazos de sus verdugos...»
La enferma había palidecido aún más; su cabeza tronchábase sobre el pecho, y cerrando los ojos, un gemido tembló en los labios descoloridos.
Manuel dejó caer el libro, y angustiado corrió a ella; Lola alzóse también con presteza y acudió a su hermana. Los dos a una interrogaron ansiosamente:
—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?
Soledad no contestó nada, parecía muerta, sus mejillas se demacraban tomando tenues matices violetas de gardenia; su nariz afilábase como las de un cadáver, y las manos rígidas tenían ese ademán de horror de algunas agonías espantosas, peor que todos los gritos y todos los gestos trágicos, el ademán de esas anónimas manos de ahogado, que algunas veces vemos surgir sobre las aguas del mar.
En vez de correr, en vez de implorar auxilio, Manuel cayó de rodillas junto a ella y apostrofóse a sí mismo:
—¡Yo, yo tengo la culpa por bruto, por leerte cosas que te emocionan y te hacen daño al corazón; pobrecita mía! ¡Soy muy bárbaro! ¡Un idiota!
Lentamente la enferma abrió los ojos, y en la faz cadavérica las pupilas pusieron un resplandor azul. Una sonrisa muy pálida, muy dolorosa onduló la boca.
—¡Pobrecito! ¡No digas eso!... Eres bueno, muy bueno conmigo.
Su mano blanca posábase ahora sobre los cabellos cobrizos e iniciaba una caricia leve por la barba judaica.
Después, cerró nuevamente los ojos y quedó inmóvil, jadeante.
Manuel sentíase prisionero del doloroso encanto de la escena; una piedad infinita desbordábase en su corazón y le hacía temblar de amor, liquidarse en ternura, arder en sombría y martirizada pasión. Comprendía que era preciso hacer algo, correr a buscar un médico, prestar a la enferma prontos auxilios, y no tenía fuerzas para arrancarse de allí, para romper el cruel sortilegio. Derretíase en ternura, en compasión, pero en su misma angustia había no sé qué misterioso deleite de salterio.
La voz fría, dura, con vago timbre enemigo de Lola, le despertó a la realidad.
—¡Hay que hacer algo pronto!—Debes ir a buscar a un médico.
Obediente, hizo ademán de ponerse en pie:
—Voy.
Pero la enferma abría nuevamente los ojos y su mano posóse en la frente del amado. Con voz que no era más que un soplo, murmuró:
—¡Pobre, no vayas ahora! ¡Hace mucho frío y vivimos tan lejos! Ya estoy mucho mejor, y mañana...
No pudo concluir; había vuelto a abandonarse y jadeaba levemente. Con las manos ahora oprimíase el pecho en ademán de angustia y la cara contraíase en una mueca de anhelo.
Manuel se había puesto en pie. Había que ir, y sin embargo la idea de romper el doloroso encanto le detenía acobardado. No se lo explicaba, pero tenía el horror de la calle, algo como un misterioso aviso de que la tragedia le acechaba allí. Desde que, después de la lucha primera, llegó a aquel puerto de refugio, había ido sintiendo día por día crecer y agigantarse en él el pánico del aire libre. Vivía allí como en la prisión de una tumba muy amada; su existencia era una cosa ficticia y convencional, y sin darse cuenta adivinaba que fuera estaba el peligro, que fuera estaba la vida, que sin saber por qué se deformaba a su contacto. Un temor oscuro e irrazonado le cohibía y hacíale preferir quedarse allí. Siempre que tenía que salir era el mismo miedo, miedo que llegaba al paroxismo si salía de noche. Invariablemente buscaba los lugares muy frecuentados, muy claros, muy concurridos, los lugares donde no era más que una parte insignificante de la multitud, como si aquello le defendiera de un peligro acechante.
La voz de Lola repitió:
—Anda, ve.
Los ojos negros mirábanle fríos y duros, como si supieran. Siempre en aquellas pupilas encontraba la adivinación, la misteriosa potencia de leer en su pensamiento. Le daban miedo las pupilas ardientes y adivinas de la hermética, y muchas veces miraba al suelo para no tropezarse con ellas.
Dominóse, y acercándose a Soledad besóla en 1a frente. Estaba fría y sudorosa, y tuvo la sensación glacial y escalofriante de besar a un muerto.
II. El encuentro
...chillonas, turbulentas, provocativas, y después ambulaban por los caminos desde la caída de la tarde hasta las altas horas de la madrugada.
Eekhould.
La noche era fría y hostil; después de la cordialidad acogedora
de su casa, Manuel sintió toda la glaciedad del exterior enemigo. El
cielo muy alto y muy claro; la luna, blanca y redonda, inundaba todo de
luz patética, borrando el titilar amigo de las estrellas. Ni aire, ni
nubes, ni viento, nada. Una frialdad blanca, una atmósfera transparente y
congelada, en que todas las cosas tenían un prestigio yerto de
fastasmas. Era una de esas noches de invierno, extrañamente luminosas,
en que no hay sombras y en que los pasos resuenan lúgubres y secos.
A la puerta de su casa, Manuel, se detuvo vacilante. Formaba la del matrimonio entre esas presuntuosas construcciones modernas colocadas en los barrios extremos, al final de calles a medio urbanizar aún, que son como anuncios de lo que en breve ha de ser la población, pero que por el momento permanecen aisladas en medio de paisajes casi campesinos a la luz del sol, trágicos bajo el lechoso fanal de la luna.
Había dos caminos que seguir para llegar a Madrid: uno, el que enlazaba con los altos de la calle de Alcalá, donde podría tomar el tranvía, y dando enorme rodeo, y cambiando de coche en la Puerta del Sol, ir a parar a donde vivía su médico, que era nada menos que en el Paseo de Santa Engracia. Tenía esta ruta la ventaja de que pronto hallábase en calles relativamente civilizadas, donde había serenos y guardias; el otro camino, era casi a campo traviesa y llevaba a la calle de Lista, por donde fácilmente y sin rodeo, cruzando la Castellana y Almagro, llegaría a su destino. El primer impulso fué ir hasta el tranvía de la calle de Alcalá, cuando sin saber él mismo el motivo, cambió de ruta y echó al través del campo.
La calle que descendía en leve cuesta era muy ancha y hallábase convertida en un barrizal; a entrambos lados había barrancos o terraplenes, sólo separados por trozos de terreno más altos, que eran futuras calles aún sin alumbrado ni pavimento. Lejos, en planos que la claridad lunar hacía fantásticos, veíase un convento vulgar que, sin embargo, en la luz opalina tenía misteriosa nobleza, y las frondas de un jardín lejano que así, todo bañado de luna, evocaba la isla de los muertos de Boecklin. Más abajo, unas corralizas con muros muy bajos y dos o tres casas en construcción, que trazaban grandes manchas de sombra. Y luego, al fondo, hileras de luces blancas y las masas arbitrarias de la ciudad.
Manuel caminaba rápido. Sus pisadas sucedíanse en la noche firmes y resonantes. Un frío punzante le helaba hasta los huesos y sentía una sensación inmensa de soledad. Súbitamente tuvo una sacudida de sobresalto. En el silencio geológico acababan de sonar voces que imploraban, que insultaban, que amenazaban; gritos, denuestos gemidos. El muchacho siguió avanzando. Junto a las vallas de las nuevas construcciones veíanse algunos bultos sospechosos que formaban corro. Destacada en la luz de la luna una mujer, parecía un centinela avanzado. Era una hembra miserable, arrebujada en un mantón oscuro, bajo el que asomaba la falda de percal, de color y forma indescifrables, que se ceñía a sus piernas, dejando asomar dos pies enormes. Un pañuelo claro cubría su cabeza y entre los pliegues aparecía el rostro blancuzco, fofo, indefinible, como una grotesca careta de cera. En verdad, la figura no tenía siluetas ni contornos reales; más que una hembra de carne y hueso parecía una de esas manchas con que de algunas aguas fuertes impresionistas representan las míseras rameras que pululan en la noche. De manchones también, de informes borrones estaba formado el grupo; veíase a trechos la nota hórrida de una gorra de cuadros, de una bufanda gris de un pañuelo de seda o de unas alpargatas blancas, que se destacaban de la oscura amalgama de prendas fantásticas, absurdos pingajos con que la miseria sórdida engaña su frío. Según el muchacho se aproximaba a ella, la negra masa, rompíase, desbaratábase en gestos absurdos, inútiles, incoherentes. Veíase el accionar bárbaro de brazos que parecían aspas de molino, el apretarse y distenderse del grupo, el gesticular rotundo e inútil, en una torpeza ruda, casi atáxica de movimientos. Al mismo tiempo, ya junto, y sin que ellos, muy preocupados con el drama, se diesen casi cuenta de su presencia, pudo adivinar a los personajes que formaban, por así decirlo, el corro. Tenían los unos esa pesadez amazacotada, esa torpeza hrusca y bestial de las gentes que han trabajado siempre, sin más alegría que el vino, ni más pensamiento que la hembra. Y los estigmas de aquel perenne esfuerzo de bestias de carga había quedado en la torpeza de los resortes, en el curtido de los rostros, en el prematuro avejentado de toda su persona, en la rudeza inarmónica de los movimientos. Los otros eran más bien animales de amor, de amor miserable, callejero, amor de burdel de ínfima clase y de desmonte, pero amor, y tenían una suavidad de movimientos, más ondulante, más felina. El contraste de los rostros era el mismo; abrutados, enjutos, borrosos, surcados de arrugas como cuchilladas y ennegrecidos por el sol, bajo los cabellos ralos y escasos o pálidos, amarillentos, hinchados de pus, manchados de costras; con las bocas crispadas por muchos días de hambre y las pupilas turbias y paradas, con ese asombro que dan las borracheras, o los labios truhanescos sobre los dientes quemados por el tabaco y el mercurio, y los ojos pitañosos, rojizos, purulentos, mancillados por males repugnantes; era siempre igual contraste: o la bestia que busca placer o el chulo que busca dinero. En cuanto a ellas era una cofradía lamentable: gordas, blanduzcas, flacas, esmirriadas, apenas púberes, y en los linderos de la vejez, de todo había.
Y aquella escoria se removía, gritaba, gesticulaba, apasionándose por la tragedia. Los hombres manoteaban azuzando al truhán; las mujeres se reían bestialmente con grandes risotadas. En el centro del círculo un hombre cuadrado, innoble, con cuello de toro y cara achatada de toscas facciones, peinado a lo chulo y vestido con pelliza y pantalón de pana, luchaba por dominar a una mujercita pequeña, flaca, insignificante, que se defendía bravamente a mordiscos y arañazos. Pese a las fuerzas hercúleas del macho, no era tarea fácil domeñar a la hembra que, rota, ensangrentada, el pelo arrancado a mechones, seguía revolviéndose furiosamente contra su agresor. La lucha hacíase épica; de improviso la mujer logró coger entre los dientes una de las manos de su verdugo y mordióle rabiosa; él lanzó una blasfemia y de un puñetazo arrojóla al suelo.
El público daba en voz alta la medida de sus impresiones:
—¡Anda leona, arrea con él!
—¡Duro, niña, que luego es tarde!
—¡Ahí es donde hay que ver a las hembras de guerra!
—¡Que le puedes!
—¡Que te puede, Nen!
—¡Que se te escapa!
—¡Anda con ella!
—¡Con la vara es como se les doma!
Todos azuzaban brutales e inconscientemente sádicos. Los hombres relinchaban de gozo, las mujeres se reían. Una vieja mellada y calva retorcíase de risa apretándose el vientre con los puños, una joven pintarrajeada, con la cabeza adornada con pelos de muerto, reíase en cuclillas apretándose las manos entre las piernas.
El Nen había ido hacia su coima, y cogiéndola por los pelos aturdíala a bofetadas, que sonaban en chasquidos secos; después metióla la mano en el pecho y sacóla un duro. Respiró satisfecho:
—¡Ah!
Todos aplaudieron.
—¡Bravo! ¡Ole!
—¡Vayan los hombres!..,
—¡Así se hace!
—¡Gachó, que te queas solo acariciando a una señora!
La víctima, caída en el suelo, lloraba apostrofándole:
—¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ladrón!
Otras mujeres decíanle cosas groseras y atrabiliarias a modo de consuelo:
—¡Anda, no querías al Non!
—¡Te está bien empleao, por cabra!
—¡Por roñosa!
—¡La que quiera chulos que los pague!
Súbitamente la que hacía de centinela gritó:
—¡Los civiles!
Hubo una desbandada general. Hombres y mujeres precipitáronse por los barrancos, y la víctima quedó sola, sentada en un guardacantón, indiferente para aquel posible
cautiverio después de 1a pérdida de su fortuna y de la brutalidad de su amor.
La silueta trágica de los guardias civiles a caballo, con sus largos capotes negros y sus tricornios de hule, pasó lenta y silenciosa en la claridad de la luna, sin hacer caso de la mujer que lloraba desconsoladamente. Luego se fueron alejándose en un alargar hasta Jo infinito de sus sombras amenazadoras.
Entonces Manuel, sin explicárselo, atraído por la compasión, acercóse a la trotacalles. No se atrevió a tutearla:
—¿Qué la pasa? ¿La han robado esos?
Ella, al sentir a su lado un posible cliente, se incorporó, y limpiándose las lágrimas con la mano, sonrióle con una sonrisa odiosa, que mostraba los dientes de carnívoro.
Era una mujercita muy baja y muy menuda. Tenía el cuerpo enclenque y esmirriado, el pelo rojo y escaso. Su rostro era amarillo limón manchado de pecas; la nariz recta y confusa, la boca de labios delgados, resecos, crispada en una mueca agria. Los ojos sin pestañas ni cejas, eran extremadamente claros, de un gris acuoso y trasparente, y las mejillas descarnadas y marchitas.
En vez de responder a las palabras de Manuel, rozóse contra él mientras murmuraba:
—¿Quieres, di, quieres?
Ante la oferta canalla apartóse de ella con una sensación de asco y de sobresalto y comenzó a caminar nuevamente. Pero la hembra le seguía y salmodiaba tras de él la absurda letanía de la prostitución, la evocación brutal de un paraíso de hiperbólicos deleites. Hubiese querido taparse los oídos y echar a correr, ¡pero... no podía! Sin quererlo, sus pasos hacíanse lentos y escuchaba. Tras él la mísera se ofrecía pesada e inexorable como una tentación bíblica. Unas veces plañía su hambre, su frío, su abandono; otras loaba su ciencia del placer. Y la noche se hacía más silenciosa, más profunda, para que resonase la voz de la ramera fatídica. Y era como si se hubiese súbitamente alejado del mundo de los vivos y habitara el oscuro reino de la pesadilla. Detrás de él la mujer de abominación repetía:
—¡Anda, ven, moreno!... ¡Tú no sabes!...
Entonces pasó algo extraño, inexplicable. En el alma de Manuel despertó un monstruo frío, viscoso, repugnante y, sin embargo, fascinador como la muerte o el abismo, la tentación. Era algo absurdo, una cosa malsana y delicuescente; asco y curiosidad, repulsión y deseo; algo así como ese impulso de escalofriante náusea que nos lleva a acariciar la piel de un reptil que nos repele.
Se detuvo, la mujerzuela acercóse a él, su mano áspera mimó la barba rojiza, y con voz ronca, roída de tabaco y de aguardiente, murmuró:
—¡Anda, vente conmigo y verás!... ¡No seas tonto, dengoso, que eres el señorito más juncal que he visto en mi aperreá vida!
Y como un sonámbulo se dejó llevar.
III. El reino de la bestia
De ningún modo des entrada en tu alma a las meretrices; para que no te pierdas tú y tu patrimonio.
(Libro del Eclesiastes cap. IX. Sal. VI)
Desde aquel día, Soledad, agonizó mansamente. No fué la suya la
agonía violenta llena de gritos, de lamentos y de súbitas y desesperadas
rebeldías, sino más bien suave resbalar hacia una muerte que era un
paraíso de reposo. Derretíase toda en amor por Manuel y era como una
ternura dolorosa iluminada por la melancolía de un próximo adiós.
Sentíale a su lado y, sin embargo, sentíale muy lejos, perdido ya para
siempre. Nada sabía de la tragedia misteriosa, y a pesar de ello un
íntimo instinto le decía que algo se alzaba entre el esposo amado de su
alma y ella.
Manuel, a su vez, rodeábale de una ternura apasionada, ternura llena de debilidades anímicas, que ponían llanto en sus ojos y acongojábanle. Desde la noche del ataque de Soledad, no había vuelto a recobrar la calma que el encuentro con la mujer ramera le robara. Al volver aquélla con algún retraso, acompañado del doctor, habíase entregado a abluiciones purificadoras como si acabase de salir del estercolero de Job. Después había ido junto a la enferma y allí, en la semipenumbra, todo temblando de piedad y de arrepentimiento, había posado los labios sobre la mano helada y había sentido vehementes deseos de llorar y de gritar su pecado. Con violento esfuerzo dominóse, y pensando en el mal que aquello causaría a la amada, vióse arrebatado de contrición y juróse a sí mismo ser puro y no volver jamás a revolcarse en el cubil de Epicúreo. Los días que siguieron, en las horas interminables de aquella guardia junto a la agonizante, cuya vida era como esas llamas que vacilan, tiemblan, se apagan, tornan a encenderse para apagarse nuevamente un momento después, sentía un asco llevado hasta la náusea, hasta el horror al contacto físico. Entonces abrasábase en amor por la pobre enferma, la ternura desbordábase en su corazón y era todo piedad, abnegación y ansia de sacrificio. No podía contener las lágrimas, y silenciosamente lloraba con la frente apoyada entre las manos. Ella fijaba en Manuel la caricia triste de sus ojos y las manos esqueléticas se hundían con concentrada pasión en los cabellos rojos. Era una ternura desesperada de adiós, una desgarrada nostalgia de la vida que se iba, una desesperación de rebeldía, casi blasfema, contra el Dios implacable que cortaba aquella dicha en flor; era un dúo desolado, una suprema invocación a la vida desde el borde mismo de la muerte. Para ellos el mundo entero acababa allí, en aquellas cuatro paredes, y sólo los ojos negros, profundos y adivinadores de Lola, eran mudos testigos.
Leve y silenciosa como una sombra, Lola iba y venía junto a ellos. Su amor por Soledad era infinito, peto al mismo tiempo consciente, lleno de cuidados útiles y serenos. Manuel creía leer muchas veces en las pupilas sombrías un reproche ante las malsanas explosiones de sentimentalismo.
Aquellos ojos le cohibían; eran unos ojos profundos, adivinos, que penetraban en el fondo de su sér y parecían saber. Algunas veces, ante su mirada persistente experimentaba esa extraña sensación que hace a algunos criminales confesar dominados por la mirada de su juez. ¿Por qué le miraría así? A hurtadillas estudiaba el rostro macilento y enjuto, el enigma de la boca fría y, sobre todo, el arcano de las pupilas de sombra y luz.
Deslizábanse los días lentos y monótonos, cuando una noche Soledad empeoró. No hubo esta vez tampoco sacudidas violentas, ni quejas, ni gritos incoherentes; tan sólo un leve jadear, una palidez mortal y el desmayo que se parecía a la muerte. Y como si un misterioso hilo uniese las dos tragedias, Manuel, sintió con horror revivir la tentación. No era un vago deseo, una inquietud; era algo irresistible, una ráfaga de locura que le hacía temblar, empurpuraba su rostro y ponía balbuceos en su voz. Como un chacal enjaulado paseó de un cuarto a otro, dió vueltas, trató de distraerse, de aturdirse, buscó frescura en las manos glaciales de la moribunda, rezó, lloró; y al fin, vencido, arrastrado por algo más fuerte que su voluntad, buscó un pretexto cualquiera, el médico, la botica, y salió.
El encuentro con la hembra mercenaria repitióse. Como la vez anterior, en los días sucesivos volvió la náusea, la superstición al contacto físico, el dolor de contrición... Pero retornó en busca de ella aún una vez, y otra, y otra. Y lo más espantoso, lo más abominable era que aquellas crisis coincidían con las agravaciones del mal en la esposa. No eran caprichos, ni aun deseos; era como una fiebre, una locura, una obsesión obscena y odiosa que poblaba su mundo interior de imágenes monstruosas, de áridas rijosidades de estampa anatómica. Era algo tan odioso, tan deforme, tan triste, que Manuel salía de ello roto, aniquilado, deshecho, como de una calentura violentísima.
Volvió, pues, una vez, y otra, y otra. Iba allí como un sonámbulo, y cuando despertaba a la realidad huía loco de asco, arrojándola unas monedas, cualquieras, las que hallaba a mano. En un principio la hembra dióse por muy satisfecha con ellas, pero poco a poco, y con ese instinto rudimentario de ciertas gentes, comprendió el papel que jugaba en la vida del caballero desconocido, poseído por el demonio de las fornicaciones. Entonces propúsose explotarle y comenzaron las exigencias. Ya el encuentro no era cosa tan fácil y hacedera. Ella, que estaba tirada en medio del camino esperando que pasara el viandante que quisiera recogerla, empezó ante Manuel con exigencias de dinero, con imposiciones absurdas, con pretensiones de entretenida de lujo. Manuel ni hablaba ni discutía; sacaba del bolsillo un puñado de plata y se lo entregaba sin contar; luego huía como un asesino que acabase de cometer su delito.
Así, paralelamente a la tragedia sentimental y a la tragedia anímica surgía la tragedia vulgar de los bienestares modestos cuando les acecha la enfermedad y el vicio. ¡El dinero escaseaba! Y Manuel, perdida la serenidad, aturdido, sin norma, sin pauta y sin objeto, tomó dinero sobre futuros sueldos, empeñó alhajas, hizo operaciones de préstamo con garantía de sus muebles. Nada bastaba; una lucha vergonzosa entre la pobre enferma ignorante, que lo necesitaba para no morir, y la mujerzuela rapaz que explotaba a su presa, comenzó. Y sobre las angustias de la lucha moral que desgarraba su espíritu, las fatigas materiales pusieron toda su vulgaridad repulsiva.
En la mañana de aquel día, Lola, aprovechando el sueño de su hermana, había llamado a su cuñado al despacho y habíale hablado fríamente, los ojos escrutadores clavados en sus ojos, que rehuían el encuentro mirando a tierra.
—Todo va muy mal, Manuel. Soledad se nos muere; de eso, desgraciadamente, no podemos hacernos ilusiones. Y es preciso, ya que Dios quiere que sus días estén contados, que mientras viva, nosotros, sepamos librarla de todo dolor, evitarla toda pena, hacer que el sufrimiento no llegue hasta ella. Todas las cosas van muy mal, Manuel; tú lo sabes mejor que yo, y es preciso que mientras ella viva no pueda ella hacerse cargo para no amargar su agonía. Todo tiene perdón, Manuel, en este mundo, todo menos hacer desdichada a una persona próxima a dejarnos para siempre.
En la voz no había matiz ninguno; ni odio, ni reproche, ni indignación. Las palabras surgían monótonas, con un sonsonete igual.
Trató él de excusarse.
—¡Todo está tan caro!... El médico, las medicinas... Yo... Sabes que lucho, que trabajo...
No supo seguir mintiendo y se calló.
Con un imperceptible desdén en el tono formuló ella:
—No te juzgo, Manuel, no soy la llamada. Dios en su día nos juzgará a todos. Pero... no la hagas sufrir ¡ten piedad de ella!
El infeliz sintió todo el reproche que había en aquellas palabras, pero no hallando nada que oponerlas permaneció silencioso. Entonces los dos cuñados se separaron.
Ahora, Soledad yacía en su sillón, inmóvil y con los ojos cerrados. Infinitamente pálida, las mejillas suavemente azuladas bajo la sombra de las largas pestañas, la frente abombada en la fuga de cabellos peinados hacía atrás, la bata blanca de franela hacíale aún más delgada mientras que el chal negro que cubría sus rodillas servía de fondo a las rotas manos de marfil abandonadas sobre el regazo. A la luz de la lámpara, Lola, toda de negro, reluciente la mata de aceitosos cabellos, cosía. Manuel, sentado en una sillita junto a la enferma, leía un libro de versos.
Súbitamente la inquietud se apoderó de él; fué primero como una nerviosidad extraña, luego una angustia que le oprimía el estómago y le atenazaba las piernas; al fin un ansia que rayaba en el malestar. No pudo dominarse y se puso en pie. A modo de excusa formuló en voz baja:
—Me duele mucho la cabeza y voy a tomar un poco de aire.
Los ojos negros se alzaron hacia él reprochadores; pero no los vió. Como Caín, huyendo de la mirada de Dios, había marchado rápido hacia la antesala, y cogiendo gabán y sombrero salido a la calle.
Hacía mucho frío. Un cielo muy bajo, nuboso y gris, comenzaba a escupir sobre la tierra una llovizna glacial. Pero a Manuel aquello le era indiferente y ni aun notó el agua que le envolvía en su sutil velo. Un fuego interno le abrasaba poniendo sequedades de calentura en sus manos y en sus labios una angustiosa sensación de sed. Rápido, chapoteando en el barro que lo llenaba todo, encaminóse al lugar donde las mujeres solían encontrarse. El viento y el agua habían alejado a todo el mundo y no se veía alma humana por aquellos andurriales. Mojado, lleno de lodo, iba y venía escrutando ansiosamente la obscuridad. No sentía nada, no le importaba nada, y era como un animal en celo que busca la hembra. Al fin, refugiadas junto a la valla de uno de los edificios en construcción, vió unas sombras lamentables. Eran dos mujeres, o mejor dicho, dos despojos de mujer, dos criaturas repugnantes, encogidas, tiritando de frío bajo los andrajos que, empapados en agua, se ceñían a sus cuerpos deformes. Osadamente, perdida en aquel momento su timidez, Manuel se acercó a ellas. Con ansiedad interrogó:
—¿No está hoy por aquí?...
Detúvose turbado. ¡Ni aun sabía cómo se llamaba su coima!
Ellas le contemplaron un momento con sus ojos idiotas, empañados de aguardiente. Después, reconociendo en él al señorito estrafalario que les rondaba algunas noches como una alimaña hambrienta, echáronse a reir con groseras risotadas:
—¡Anda hijo, que se va usted a constipar con tantisma agua como le está entrando por el cogote!
—¡A ver si le da un paralís y no pué buscarle tres pies a la gata a la luz de la luna!
Le miraban entre guasonas y curiosas: estudiaban su indumentaria. Al fin, con esa vaga hostilidad de las gentes para quienes el vicio es un trabajo como otro cualquiera, peor que otro cualquiera, por las personas que sienten arrastradas por él, y a quienes ven revolcarse en los estercoleros como en un lecho de plumas, murmuraron a una:
—¡Asco debía darle andar así como un can salido!
—¡Lástima de paliza que le calmase la calentura!
No se dió por vencido, no sintió rubor, ni miedo, y volvió a interrogar:
—¿Y ésa no está por ahí?
Una de las harpías salió del paso con una vaguedad:
—¿La Fideo? Por ahí, por ahí...
La otra, mejor informada, explicó:
—Pa en su ca se andaba ya con el Nen.
Y como Manuel, perplejo, escrutara la oscuridad como buscando un camino, señaló hacia el fondo:
—Pa en allá, hacia la izquierda, a onde se ven aquellos descampaos... en el tejar del Uleterio...
Hacia allí echó a andar Manuel. La lluvia arreciaba empapando sus ropas; el barro hacíase más denso y pegajoso y las calzadas estaban casi intransitables, pero él, indiferente a todo lo que no fuese aquella horrenda locura, caminaba, caminaba siempre, como dantesco condenado. Al fin llegó al lugar que las correcalles le indicaron, y trató de orientarse. Era efectivamente un descampado que se extendía desierto y trágico bajo el cielo negruzco y algodonoso, Sólo en una hondonada veíanse dos casuchas miserables junto a un corral lleno de basuras, que hedían bajo la lluvia. Escapábanse al través de los mal ajustados tablones de la puerta algunos rayos de luz, y, el errabundo, con ese ciego valor que da el vicio, descendió, o mejor dicho, rodó el terraplén, y con los nudillos llamó en la morada desconocida. Dentro oyéronse cuchicheos temerosos, ir y venir de pisadas masculinas y, por fin, los pasos de una persona que andaba en chancletas y una sombra que obstruía la luz. Luego hubo breve pausa en que se adivinaba que alguien estaba curioseando al través de las grietas de la madera, y de pronto sonó una voz entre desdeñosa y admirativa que exclamaba:
—¡Anda, si eres tú, pájaro pinto! ¡Pues no nos has dao mal susto! Creímos que eran los ceviles!
Y volviéndose hacia un cuartucho interior, con pretensiones de alcoba; donde debía haber alguien oculto, llamó a grito herido:
—¡Eh, tú, Nen! ¡Que es el endividuo ese! ¡Ya pues salir, que no te va a comer!
Estaba odiosa así con la cara amarillenta, avejentada por las interminables esperas a la intemperie, la boca negra y desportillada, los ojos rojizos con, en su carencia de cejas y pestañas, algo de mochuelo, sus cabellos rojos e hirsutos y su cuerpo derrengado, deforme bajo los andrajos de dudosa limpieza. Junto a ella, y como complemento de su figura, había surgido el chulo. Tenía tipo de carretero o de jayán; alto, cuadrado, con cuello musculoso de toro, piernas curvadas, como si hubiese montado mucho a caballo, las manos enormes, callosas y ásperas, y los pies muy grandes, sucios y descalzos en la sandalia de esparto, vestía el pantalón de pana atado con dos trozos de soga por debajo de las rodillas y la blusilla corta de percal azul, pero lo clásico y lo repulsivo al mismo tiempo era el rostro, uno de esos rostros duros y angulosos, de mandíbula brutal y achatada nariz, de piel dura y negra, curtida por la lluvia, el sol y la viruela, en que dos ojillos sombríos y malignos vizcaban ignoblemente.
La Fideo, complacida del encuentro que le permitía un exhibicionismo canalla, con esa voluptuosidad de abyección que en algunas personas caídas muy bajo se traduce en un cinismo de sensación equivalente al cinismo moral en los civilizados, mostró complacida, recreándose en la demostración, a su cliente, la cloaca en que vivía:
—Este es el Nen, mi querido, sabes. ¡Y lo quiero más! ¿Verdá tú, chavó, negrote, bruto?
Frotábase contra él e iniciaba caricias de una delicadeza grotesca. Pero el Nen la rechazó con brusquedad bárbara:
—¡A ver si vas a tener las patas quietas, leñe! ¡No tiés educación! ¿No estás viendo que hay visita?
La Fideo echóse a reir groseramente:
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Qué cosas tiés tú también! ¡Visita! ¡Don Gil de las calzas pringás!
E intentó abrazar al bárbaro. Pero él, empeñado en proseguir aquella rústica caballería que se había impuesto, largóla un manotazo e insistió en su punto de vista.
—¡Visita te digo, amos, y la recibo como me da la pajolera gana! El señor es un amigo y vamos a echar un trago, con que ya estás arreando a por el frasco. Porque el señor es un amigo—insistió en la idea—yo a los amigos los sé apreciar. ¿Verdad usted?
Y tendió la mano que parecía revestida de un guante de papel de lija, a Manuel. No tuvo éste más remedio que aceptar aquella amistad y estrechó la pezuña. AI otro no le pareció aún bastante y abrazóle; apestaba a vinazo, a sudor y a porquería y sintió deseos de vomitar. A todo esto, la hembra no se movía, y entonces el chulo sacudióla un puntapié donde buenamente pudo, y sin hacerla caso fué él mismo en busca del vino. Manuel aprovechó para musitar en voz baja:
—¿Se irá? ¿Nos dejará solos? ¿Podremos?...
No se recató ella para la respuesta.
—¡Que se te quite de la chola, niño! ¡Esta noche estoy yo pa descansar y pa darle gusto al cuerpo y no pa aguantar pellejos!
Y como él insistiera en sordina, con angustia de hambriento, interrogóle:
—¿Tiés por un casual veinte machos ahí?... ¿No?... ¡Pues haz paciencia!
Volvía el jayán con el frasco de Valdepeñas y dos vasos rotos y puercos, y no hubo más remedio que beber y brindar. Después el bárbaro pidióle con tono que no admitía réplica un duro para tabaco, y Manuel se lo dió.
—No se vaya usted a creer que aquí... Aquí semos unas personas decentes, pero que mu decentes, con más vergüenza que muchos de la aristocracia, pero un olvío lo tiene cualisquiera, y hoy me he dejao la vuelta en la posó.
Al fin vióse en la calle libre de la pesadilla obsesionante. Ignorante de la meta, comenzó a caminar sin rumbo, por donde sus pasos quisieron llevarle, y así anduvo vagando horas y horas, hasta que cerca de la madrugada llegó a su casa transido de frío, calado por la lluvia, manchado de barro y con las fauces resecas por la calentura.
IV. El muladar
...Y cualquier maldad, mas no la maldad de la mujer.
(Eclesiastes, Cap. XXV, Sal. XIX.)
—¡Pobre! ¡Pobre!—La voz temblaba al ritmo del suave jadear; las
manos de marfil blancas y traslucidas acariciaban levemente los cabellos
rojizos, y había en aquella agonía una ternura desesperada, una
melancolía infinita de adiós.
Manuel lloraba silenciosamente, vencida la cabeza entre las manos. Sentía un dolor muy hondo, una amargura inmensa hecha de cariño, de nostalgias y también de punzadores remordimientos.
Soledad se iba. Era la suya una de esas desgarradoras partidas, en que no hay ni aun el consuelo de la rebeldía. Desde aquella mañana, la muerte que rondaba a la pobre enferma habíase instalado a la cabecera de su lecho. Amaneció Soledad muy mal. El fatigoso jadear acentuábase; las piernas estaban hinchadas y las uñas se amorataban. No había en sus labios ni una queja ni una protesta. Veíase su sufrimiento en el rostro que se demacraba, en los ojos tristes que se hundían en amoratadas cuencas y en la nariz que se afilaba. De vez en cuando una sonrisa muy doliente, muy melancólica, florecía en la boca descolorida, como una azucena de milagro, y las pupilas azules paseaban lentamente por todas aquellas cosas que amara tanto, por la habitación burguesa, templada y cordial, por los muebles que conservaban esa familiaridad benévola de las cosas que nos han acompañado al través de la vida y que han aprendido nuestras costumbres, nuestras manías y hasta nuestras pequeñas ridiculeces; posábanse en los pajaritos que brincaban en las jaulas y en las macetas que verdeaban en los ventanales. Después besaban la faz macilenta de Lola y por fin vertían todo el tesoro de su ternura sobre Manuel, mientras con una compasión suprema, que era compasión para sí misma, murmuraba:
—¡Pobre! ¡Pobre!
Hacia el medio día vino el médico. Era bajito, muy moreno, joven y alegre, pero tenía esa serenidad noble que da la ciencia. Había sido en otro tiempo amigo de Manuel, pero ahora, como si adivinara, tratábale con la bondadosa ligereza con que hablamos a un niño, y todas sus explicaciones iban dirigidas a la hermana. Examinó a la enferma, observó los síntomas, que se habían agravado considerablemente durante la noche, y después de algunas palabras banales, dedicadas a infundir alientos a la paciente, fuése, prometiendo volver por la tarde. Ya fuera de la estancia donde Soledad permanecía en una butaca respirando trabajosamente, su cara tomó un cariz de preocupación profunda, y alejando a Lola de la puerta, permaneció largo rato cuchicheando con ella. Aunque sobrio de ademán, sus gestos desalentados debían subrayar palabras de desesperanza, por cuanto por el rostro cetrino de la hermética fué descendiendo una sombra violeta que se detuvo en la boca crispada de pena. Era como el misterioso reflejo de un dolor inmenso, concentrado y silencioso, uno de esos internos dolores que no tienen lágrimas, ni gritos, ni gestos trágicos, que son como una secreta quemadura.
Cuando hubo partido, Lola llamó a Manuel al despacho. Ya allí, fría, impasible, con esa benevolencia con que sus enfermeros tratan de llevar una convicción al ánimo de los anormales, hablóle con voz opaca en que no se traslucía ni reproche, ni inquietud, ni emoción.
—Es preciso, Manuel, que tengas valor, mucho valor. Carmiños me acaba de quitar toda esperanza; la pobre Soledad está condenada irremisiblemente y le quedan muy pocas horas de vida. ¡Quizás no salga de la noche!—Y como él iniciara un gesto de desesperación, atajóle con ademán sereno, pero enérgico.—No llores ahora, no te desesperes. Nada remediarías con ello, y en cambio el espectáculo de tu sufrimiento le haría padecer más. Ya puedes imaginarte que tengo la muerte en el alma; nadie, Manuel, nadie quiere a Soledad como la quiero yo.—Y como él bajase la cabeza sin atreverse a protestar, prosiguió:—Sufrir nosotros ahora, o por mejor decir, dejar ver que sufrimos, sería un egoísmo cruel. Es preciso que el tiempo que le queda de vivir sea lo menos doloroso, lo menos amargo posible; que suavicemos su agonía, que ya que no hay remedio, por lo menos procuremos adormecer su dolor.
Manuel, callado, esperaba. Sentíase incapaz de ninguna iniciativa, inútil para mandar, embrutecido, idiotizado por aquella doble tragedia de dolor y de lujuria.
Como le viera así, Lola, interrogó:
—¿Tú tienes dinero?
Tuvo él un ademán de embarazo, un encogimiento de hombros que él mismo no sabía lo que quería decir. Estaban a primeros de mes y el sueldo íntegro había desaparecido. ¿Usureros? ¿La misteriosa vampiresa? ¡No se acordaba de nada! Miserable, balbuceó cobardes excusas.
—No sé cómo se va el dinero... La cuenta de la botica...
Tampoco ahora asomó el reproche a los labios de su interlocutora. Limitóse a decirle que esperase, y se entró en su cuarto. Un momento después reapareció, llevando en la mano una cadenita de oro con algunas medallas de esmalte, dos pendientes de perlas pequeñitas, y una cruz de oro con un brillante en medio. Se lo entregó todo a su cuñado, mientras sencillamente, sin comentario sentimental de ninguna clase, explicaba:
—Es preciso que mientras viva Soledad no le falte nada; es nuestro deber. Lleva eso al Monte de Piedad, empéñalo y vuelve pronto.
Dos horas después regresaba él con algunas monedas, que entregó a Lola.
Desde aquélla, las horas deslizáronse con esa lentitud monótona del tiempo de que no se espera nada, ni puede traernos nada más que una catástrofe. En el reloj, las manecillas avanzaban lentamente, el día declinaba, y un minuto era igual a otro, una hora se reflejaba en la siguiente sin que nada imprevisto rompiese la pauta de lo previsto. De vez en cuando un gesto de desesperada ternura de la enferma, o un vago ademán de angustia de Manuel, ponía una inquietud en el ambiente; pero pronto todo retornaba a aquella tranquilidad, peor que todas las sacudidas, de lo que había de llegar.
Vino la noche sin que nadie pensase en comer ni en descansar. A las diez, Soledad empeoró. Súbita intranquilidad agitóla, la respiración se hizo más difícil, y en sus ojos reflejóse un espanto de asfixia. Tras un segundo de angustia los síntomas alarmantes parecieron ceder, y con voz insegura llamó:
—¡Manuel!
Desde la silla donde estaba sentado junto a ella deslizóse al suelo, y cogiéndola las manos frías y sudorosas, besólas con transporte de ternura.
—¡Soledad, vida mía!
Con infinita tristeza trató de sonreír ella. Sus manos esqueléticas acariciaron los cobrizos cabellos, y la voz tenue, como un hilillo de agua, que se rompiese a cada instante, gimió:
—¡Me voy, Manuel; me voy para siempre!... ¡Si supieras cómo te quiero! ¡Si supieras cómo te he querido! Tú has sido bueno, muy bueno para mí...
El sarcasmo era tan atroz, tan cruel, que Manuel rompió en sollozos:
—¡Perdón! ¡Perdón!
Pero ella no le oía. Una angustia suprema alzaba el pecho jadeante y entreabría los labios en un anhelo desesperado que se traslucía en la palabra única:
—¡Aire! ¡Aire!
Retorcíase toda; las manos crispadas se clavaban en los brazos del sillón y agitaba la cabeza desmelenada, en que los ojos se dilataban en una visión horrenda.
El médico que llegaba en aquel momento la encontró muy mal.
—No hay esperanza... Tal vez unos balones de oxígeno mitigaran sus angustias... Puede quedarse en uno de estos ahogos...
Lola encaróse con Manuel.
—¡Valor! ¡Hay que tener valor y procurar que no sufra!... ¿Quieres ir a buscar...?
Obediente, ofreció:
—Iré.
* * *
Al pisar la calle sintióse desorientado como un niño perdido en
un laberinto. Su vida habíase simplificado de tal modo, que mientras
todo su sentimiento concentrábase en una sola cosa, todos sus deseos
convergían hacia un solo punto. Vivía, pues, como un sonámbulo y
faltábale el sentido de la vida, ese misterioso engranaje que da
serenidad a nuestro vivir. El dolor, encarnado en Soledad y el placer
representado por la mujer mercenaria; y nada más. Entre una cosa y otra,
una serie de gestos y de palabras sin clave ni finalidad ninguna. Ahora
mismo, al partir, sólo un pensamiento le preocupaba; volver pronto.
El aire frío de la noche serenóle algo, y resueltamente echó a andar hacia la calle de Alcalá. Pero al llegar a la esquina, una imagen conocida crispó sus nervios. ¡Ella! Estaba apoyada en un muro, quieta, indiferente, con esa pasibilidad estúpida de las criaturas que están hechas a esperar sin pensar en nada, sin sentir nada. Su figura lamentable, gris y borrosa apenas si se destacaba de la pared, y más que mujer viviente parecía una cariátide burlesca colocada allí por un artista de la caricatura. Esta vez lo que sintió Manuel fué miedo, una sensación irrazonada de pánico que le impulsaba a correr. Dominóse, sin embargo; correr no, hubiera denotado temor, y además, por allí había guardias, vigilantes nocturnos y les extrañaría aquella carrera sin motivo. ¿Cómo habría la harpía averiguado sus señas? ¿Qué buscaría allí? Bah, tal vez todo fuera pura casualidad y estuviera en la esquina como podría estar en otro lado. Probablemente ni aun le había visto... Apretó el paso, alzóse el cuello del gabán, procuró instintivamente cambiar su silueta, y echóse el sombrero hacia los ojos. Así dió unos cuantos pasos, y cuando ya se creía libre de la enemiga, helósele la sangre en las venas.
—¡Spch! ¡Spch!
Llamábanle. Aparentó no oir y siguió su ruta, pero una voz agria gritóle claramente:
—¡Eh! ¡Tú! ¡A ver si puede ser que saludes a la gente!
Pensó que era peor rehuir el encuentro, y se detuvo. Entonces la mujer se acercó a él.
—¿Qué tripa se te ha descomponío, niño?
El tono era agresivo e irónico; en los ojillos claros, repugnantes en su carencia de cejas y pestañas, brillaba una claridad maligna, y todo el rostro se alzaba hacia él «burlón y desafiador. Sin saber por qué, Manuel tuvo la impresión de una víbora que fuese a acometerle. Turbado, ansioso de acabar, balbuceó:
—No te había visto... Llevo mucha prisa...
Como si aquella explicación tímida fuese el más feroz y cruel de los insultos, estalló ella en airados apóstrofos.
—¡Muchisma prisa! ¡Hijo, corre, que vas a perder el tranvía!... ¡Josús!... ¡Muchisma prisa! ¡Pues ni que te hubiese tocao la lotería y fueras a cobrar! Dios sabe la pindonga roía por los zancajos que te estará esperando... ¡Cochino! ¡Guarro! ¡Puercote! Que toos habéis de ser talmente lo mismo... Cuando os entra la desazón, mucha prisa y mucho «vamos corriendo, que te quiero un porción», y aluego... si te vi no me acuerdo y que te parta un rayo.
Trató él de zafarse:
—Mañana iré a buscarte... Te lo prometo... déjame ahora...
Se expresaba nervioso, inquieto, casi implorando.
Ella no le hizo caso y habló dominadora:
—Pues mira, necesito hablarte ahora, y te vas a venir un momentito pa en ca...
—¡No puedo, no puedo!—gimió él con desesperación—. Mi mujer se está muriendo y voy poruña medicina.
La otra echóse a reir groseramente.
—¡Tu mujer!... ¡Ja, ja, ja!... ¡Pues mira que pa lo que te sirve! ¡Vaya un avío que te hace tu mujer!
Manuel vió el farol del sereno que se acercaba bamboleándose como un barco, y tuvo miedo. Le sorprendería con aquella hembra de baja estofa y qué idea se formaría de él. Entonces para rehuir el encuentro propuso:
—Dime lo que quieras aquí; te acompañaré hasta la esquina.
Pero ella, con esa perspicacia de los salvajes que les hace adivinar un estremecimiento de temor en el enemigo, sintió que Manuel tenía miedo del escándalo y elevó aún más la voz:
—¡Ni que mi casa fuese la del verdugo!... No, hijo, no; ha de ser en mi casa, que cuando a ti te conviene bien sabes encontrar el camino.
Empezaban a llamar la atención; un albañil que se retiraba ya detúvose a ver qué sucedía; dos colilleros reíanse insolentes; Manuel claudicó.
—Bueno, iré contigo a que me digas lo que quieres, pero nada más que un momento.
Echaron a andar juntos. El muchacho sentía una angustia horrible hecha de miedo, de vergüenza y de remordimiento; una sensación de aturdimiento o de torpeza como si hubiese recibido un golpe muy fuerte sobre la cabeza. Imágenes confusas, angustiosas, atropellábanse en su imaginación y veía a Soledad agonizante, a Lola hermética, fría y trágica, al doctor extrañado. Mezclado con ello recuerdos vagos de imágenes obscenas, de cuadros que no eran libertinos porque eran trágicos, llenos de un misterioso horror de necromancia.
Recorrían la misma ruta de siempre; el paisaje convulso, paisaje de aquelarre o de visión mística, iba desplegándose ante sus ojos. Veíanse los barrizales, los barrancos, las corralizas de tapias muy bajas, las casuchas infectas, los tejares convertidos en vertederos, las masas sombrías de los grandes conventos silenciosos y 1os árboles negros que se retorcían esqueléticos. Y cubriéndolo todo, cobijando el paisaje de calentura un cielo manchado de enormes nubarrones negros que eran monstruos, voladoras montañas, ciudades de leyenda, que huían veloces empujados por un viento huracanado en un misterioso claro oscuro de luna.
Llegaron. La Fideo descendió delante de él, abrió la puerta, encendió una luz, y después que él hubo penetrado volvió a cerrar cuidadosamente echando la llave y corriendo el cerrojo.
Manuel dejóse caer en una silla; las piernas le flaqueaban y un sudor helado le corría por la frente. Al fin, con voz de fatiga, interrogó:
—¿Qué querías?
Acercóse a él afectando una ternura babosa llena de pegajosidad, pasóle la mano sucia por la cara, y con voz que quiso hacer suave murmuró algunos mimos de burdel barato. Apartóla él de sí sin disimular la náusea, y con un deje de impaciencia en la voz interrogó:
—Dime, ¿qué es lo que quieres, que tengo prisa?
Sin hacer caso de su manifiesto deseo de acabar, siguió ella con las fingidas ternuras:
—¡No me seas tan judío, estampita de procesión, que bien sé que a nadie quieres tu más que a tu ladrona coloráa!
En el paroxismo del asco y de la desesperación rechazóla casi con violencia.
—¡Dime de una vez lo que quieres!
Comprendiéndolo ella que había que acabar, habló, aunque siempre sin abandonar el tono de mimo que en la boca negra y mellada sonaba a sarcasmo:
—¡Rey! ¡Emperaor de las Españas! ¡Príncipe de la riqueza! ¿Verdad que me vas a sacar de ser negra?
Y como él callase tercamente:
—Habla tú, que paeces mesmamente la estatua del comendador... ¿Verdad que me vas a dar lo que me está jaciendo muchisma falta?...
Encogióse de hombros.
—¡No tengo nada, nada, nada!
Ella insistió con una ira sorda que trepidaba bajo la falsa terneza:
—¡Si no es na lo que te pío! ¡Si son cinco cochinos machos!
Él repitió:
—¡No tengo nada, nada, nada!
Trató ella de colgarse de su cuello.
—¡Anda, rico! ¿Qué es eso pa ti?
—De donde no hay nada, nada puede salir—afirmó él dando un paso hacia la puerta.
Cortóle el camino, y con rabia que canturreaba en sus palabras, interrogó:
—¿Y las melicinas, con qué ibas tú a mercarlas, pichoncito?
Afirmó impaciente:
—El dinero ese no es mío; pero además, mi mujer se muere.
Rióse ella con ironía bárbara.
—¡Ja! ¡ja! Pues mira que te importa, pero que un porción, la pava de tu mujer. ¡Pa el muchismo avío que te estaba haciendo!...
No respondió nada, pero dió un paso más hacia la puerta. Entonces la prójima colgósele de un brazo.
—¡Anda, sé bueno, y te estaré mu agradecía pa toa la vía!... Mira que si no pago las veinticinco plumas me quitan al Nen y me lo echan pa la cárcel! ¡Al Nen que quiero má que a la luz de mis ojos, me lo llevan, no comprendes, me lo llevan y es tóo lo que tengo en el mundo!
Rabioso, la empujó brutalmente.
—¡Déjame en paz! ¡A mí qué demonios me importa tu Nen! ¡Por mi que le ahorquen!
Oyóse una risa sarcástica en la alcoba, y Manuel, que volvía la espalda a la puerta, dió rápidamente media vuelta y vió destacarse en el marco la bárbara figura del Nen.
Estaba magnífico de brutalidad: el cuello de su camisa, desabrochado, dejaba ver el pescuezo de atleta nervudo, fuerte; la cara pequeña, modelada a puñetazos, empurpurábase por el sueño reciente; los ojos tenían esa estupidez opaca de los de las estatuas; con una de sus manazas rascábase la cabeza, de pelo fuerte, espeso y rapado, y la otra apoyábala en la faja azul añil que le oprimía los riñones y sostenía los pantalones de pana color miel. Con voz ronca y áspera interpeló burlonamente a Manuel:
—¡Conque que me ajorquen! ¡Bueno, compare, bueno!
Escupió a un lado y otro, apietóse el vientre con un gesto característico, e interpeló a su querida:
—¿Ves tú, paloma, cómo tenía yo pero que itn porción de razón y estaba en la fija cuando icía que a los señoritos se les habla con la mano y que la educación está de más?... Ahora vas a ver tú cómo nos entendemos, y lo que son razones...
Acercóse mucho a Manuel, hasta echarle a la cara el aliento que olía a vinazo y a tabaco, y con un acento en que había más fanfarronería de matón que ira verdadera, escupióle.
—¡Cobarde, pajo, roío, conque que me ajorquen, eh! ¡Ahora vas tú a ver quién es el Nen!
Sacudióle violentamente por las solapas y luego quedósele mirando burlonamente con cachorra de dominador.
Pero el cuitado, en una de esas crisis de violencia que a veces galvanizan a los débiles, sacudió fiero puñetazo sobre el brazo de su agresor, y luego, enardecido, aprovechando, su pasmo, cruzóle el rostro de una bofetada.
La Fideo tornóse aún más amarilla y abrió los ojos espantada; el Nen retrocedió un paso, pálido de ira; después, lentamente, escupióse en las manos, frotóse la una contra la otra, estiróse los brazos, y fué hacía su agresor. Manuel, tocado de súbita valentía, esperóle en actitud de defensa. Estalló la lucha. Los primeros golpes, a pesar de su inferioridad física, fueron favorables al señorito; Manuel resistió bien las acometidas y hasta devolvía puñetazos, pero de improviso sintió un choque violentísimo en la espalda que le hizo tambalearse. La hembra acudía en ayuda de su macho, y como un carnero embestíale con la cabeza; al mismo tiempo, cuando aturdido vacilaba, un puñetazo del matón saltóle dos dientes inundándole la cara de sangre; el sabor acre viscoso y caliente oprimióle con sensación de angustia, quitándole valor, y se tambaleó; entonces una lluvia de golpes cayeron sobre él hasta que, vencido, rodó por tierra, y aun entonces los dos cómplices pataleáronle, tundiéndole a golpes. Al fin se cansaron, y sudorosos, jadeantes, dejaron de aporrearle.
Estaba tendido en el suelo. El dolor apenas si le dejaba moverse y sentía todos sus miembros torpes y crujientes; de su boca hinchada manaba sangre, tenía la nariz negra e inflamada y uno de los ojos cárdeno y tumefacto.
Los dos bárbaros parecían ebrios, exaltados por la explosión de brutalidad y la vista de 1& sangre, y en vez de robarle, besábanse, retozaban y reían junto a él. Al fin, el Nea quiso celebrar el triunfo a la manera que él celebraba todos los triunfos.
—¡Hay que traer vino!—dijo.
Pero ella más práctica, propuso:
—En antes hay que hacer que apoquine el parné.
—¡Pues ancla, que aluego es tarde!
Arrodillóse junto a la víctima, y comenzó a buscar. Las ropas estaban desgarradas y húmedas de sangre, pero ella no se anduvo con inútiles delicadezas y acabó de desgarrar lo que hacia falta, sin hacer caso de los gemidos del mísero. Al fin topóse con el dinero y gritó triunfal.
—¡Anda, ladrón, que aquí tenía diez machos!
Guardóse el billete en una media, y abrazada a su amante inició los pasos de un absurdo danzón de negros. Él repitió:
—Anda, tráete el frasco de lo tinto.
Manuel había conseguido incorporarse, y de rodillas se deslizaba hacia la puerta. La Fideo lo vió. Con voz agria previno a su amante:
—¡A ver si éste se escapa y va con el soplo a los ceviles!
El Nen acercóse a él y con el pie le empujó hacia la cama. Ella propuso:
—¡Átalo!
Obedeció el chulo, y quitándose la faja, con ella sujetóle a los pies del catre. Después sentóse.
—¡A ver ese negrillo!
Y comenzó una escena de una grosería inaudita, una escena bestial y repulsiva, una orgía canalla y sombría, hecha de crueldad, de barbarie y de abyecto sadismo. Los dos amantes vejaban, martirizaban, insultaban a su víctima; todas las más bajas injurias, todas las humillaciones más atroces, cayeron sobre él. Sus verdugos, borrachos ya de animalismo, comenzaban a embriagarse también con vino, y al mismo tiempo, como si el mosto espeso, negro y turbio, ensombreciera su nerviosidad, hacíanse más crueles, más pesados, con una pesadez aviesa. El Nea encendió un cigarrillo y después arrojó el fósforo a Manuel. La cerilla cayóle sobre una mano y siguió ardiendo; violento olor a carne chamuscada esparcióse por la estancia. De la boca crispada al sufrimiento del desgraciado escapáronse horrendos alaridos. Exasperada, la Fideo, golpeaba con el puño cerrado sobre la cabeza.
—¡Calla, ladrón!
El Nen, a su vez, arrojóle con rabia la colilla llena de saliva negra y maloliente que se había vuelto a apagar entre sus labios. Después, como en las sacudidas de sufrimiento se hubiese estirado ocupando mucho sitio, apartóle con el pie como a un can enfermo; luego escupióle, y el salivazo fue a darle en pleno rostro.
—¡Cochino! ¡Lástima...!
A la luz miserable del velón de aceite, la escena era atrozmente trágica. Toda la habitación tenía el aspecto lúgubre de esos infectos chamizos del extrarradio donde se ha cometido un asesinato.
El techo muy bajo y ennegrecido, las cortinas de percal rojo, lacias, sucias y remendadas; la cama de hierro pintada de gris, pequeña, y baja; la cómoda rota y desvencijada; los cromos—un retrato del «Guerra» y una «Escala de la vida»—destacándose en sus marcos sobre el yeso ennegrecido y cubierto de obscenidades de la pared; pero, sobre todo, la suciedad que reinaba allí oprimía con sensaciones de malestar. Era una suciedad atroz, sórdida e indiferente, una suciedad que cubría el suelo de toda especie de porquerías— mondaduras de patatas, colillas, escupitajos, trozos de comida, huesos que apilaban sobre la cómoda—cazuelas y platos sin fregar, con restos de guisotes extraños, fríos y pegoteados, y en las perchas ropa sucia y rota, pero sobre todo que llenaba la estancia de un olor pesado, fétido, caliente, un olor indefinible de gentes puercas, enfermas y viciosas.
El Nen había sacado de no se sabía donde una vieja guitarra a que faltaban dos clavijas, y tañíala canturreando una canción mitad sanguinaria, mitad obscena:
Que mala puñalá te den
y en los muslos tan blanquitos,
……………………
Su coima, sentada a su lado, palmoteaba, y al acabar cada copla besábale con locos trasportes.
— ¡Qué te quiero, negro! ¡Que quiero que me pegues, que me mates y que no quieras más que a mi!
De pronto, con esa pesadez monótona que da la borrachera, volvió su atención a Manuel.
—¡Míralo, pobrecito, que paece talmente un Nazareno!
El chulo con falsa compunción propuso:
—¡Dale vino!
Ella hizo un gesto grosero:
—¡Como no le dé...!
Pero él insistió:
—¡Si, sí; un poco de vino!... ¡Verás!
Y arrojóle al rostro el contenido de un vaso. El licor rojo resbaló por la máscara lívida y portóse en rubíes sobre la barba judaica. Manuel gimió sordamente.
Ahora los dos cómplices revolcábanse sobre el catre como dos fieras en celo ante los ojos estáticos de horror de Manuel. Se besaban, se abrazaban, se mordían, rujían; la hembra reía y lloraba, lanzaba gritos ahogados, le acariciaba, le mimaba, le insultaba; él, brutal, tenía caricias que eran zarpazos, besos que parecían mordiscos... jadeantes, ahogándose sacudíanse como condenados y caían yertos, extenuados... Los hierros del lecho en el absurdo vaivén chocaban contra la cabeza del prisionero, hacíanle incorporarse para volver a caer, y Manuel cubierto de sangre, de sudor y de vino sentíase morir. Al fin quedaron tendidos, rotos, amodorrados, con las ropas hechas jirones y los rostros cubiertos de arañazos.
Entonces la víctima se incorporó; con los dientes fue cortando la faja, y al fin vióse libre. Lentamente, arrastrándose en silencio, llegó a la puerta, y abriéndola, salió.
V. El tránsito
¡Ah! Mi carne y mi corazón desfallecen. ¡Oh Dios de mi corazón! Dios, que eres la herencia mía por toda la eternidad.
(Libro de loa Salinos Sal. LXXII, Ver. XVI.)
Un cielo opalino envolvía en su tristeza todas las cosas cuando
Manuel escaló trabajosamente el terraplén. Amanecía, y en la luz
lechosa, el paisaje tenía una desolación de país lunar. Había cesado el
viento y los nubarrones grises que entoldaban el cielo permanecían
inmóviles, colgados sobre la campiña yerma. En el triste clarear, la
ciudad tenía un aspecto de soledad casi trágica; era como una ciudad
maldita asolada por la peste o como una urbe del Pentápolis sobre la
cual hubiera llovido fuego del cielo.
Ni por un momento pasóle por la cabeza denunciar a sus ladrones, ni inquietóle tampoco lo que en su casa hubieran podido pensar de él; al principio, el instinto de conservación le sugería una sola idea: huir. Y huía trabajosamente; quería correr y no podía; no que sintiese dolor (sus nervios estaban como embotados), sino que cuando intentaba cualquier movimiento rápido experimentaba la sensación de que misteriosas ligaduras le entorpecían el uso de los miembros, de que una fuerza desconocida tiraba de él.
Así avanzaba, en la tristeza agónica del paisaje todo gris; caminaba trabajosamente al través de los barrizales; a los lados, la aridez de los campos pedregosos; al frente, la ciudad desierta bajo la anatema del Señor. De improviso, sintió como un desgarramiento interno, un dolor imposible, y una idea lúgubre iluminó su mente un instante. ¡Soledad ha muerto! Quiso correr y no pudo; la misteriosa fuerza tiraba siempre de él. Por un momento sintió deseos de arrojarse a tierra y llorar como un niño, pero la idea atroz le obsesionaba. ¡Soledad ha muerto! Y con un esfuerzo supremo proseguía su camino.
Acercábase a su casa. Comenzaban a cruzarse con él algunos trabajadores y algunas mujeres que iban a sus faenas. Eran todos los mismos tipos oscuros, borrosos y lamentables que se fundían en el tono pardo del amanecer, gentes de esas confusas, vestidas con la arbitrariedad pobre con que la miseria lucha contra la crueldad de los elementos, tipos que no pueden señalarse más que como una sombra confusa.
Según el camino era más familiar, renacían en él las preocupaciones sociales. La idea del sereno, que le miraría extrañado, el portero, el médico, Lola... Pero por encima de todo, la idea atroz, obsesionábale: ¡Soledad ha muerto!
El portal estaba abierto y sólitario; con su llavín abrió la puerta y deslizóse en su casa. Reinaba un silencio profundo. El médico debía haberse ido por cuanto no se sentía la presencia de nadie extraño allí.
Penetró en la salita; nadie. Sobre el sofá, unos balones de oxígeno, demostraban que no le habían esperado, que sabían que no volvería.
Fué hacia la alcoba y entró.
Había aún luz artificial allí, y la claridad rojiza de las bombillas eléctricas descomponíase en contacto con la lívida del amanecer, y envolvía las cosas en una tonalidad extraña, en que la llama temblorosa de un cirio ponía una nota trágica. El cuarto estaba todo revuelto, pero quieto ya, como quedan las habitaciones en que se ha sostenido una batalla con la muerte cuando se ha renunciado a luchar. En el lecho inmenso, Soledad incorporada, sostenida por una pila de almohadas, permanecía inmóvil, con los ojos cerrados. Su pecho alzábase y deprimíase en fatigoso jadear, y sus manos—las prodigiosas arañas de marfil—crispábanse sobre las ropas con ademán de angustia suprema.
Junto a la cama, Lola, la cabeza entre las manos, rezaba.
Manuel dejóse caer de rodillas, y cubriendo de fervorosos besos la mano de la moribunda, con voz de suprema angustia imploró:
—¡Perdón! ¡Perdón!
Soledad no se movió. El pecho subía y bajaba fatigosamente y la boca se abría con una mueca de angustia para respirar el aire. El pobre rostro, demacrado, lívido, estriábase de pequeñas manchas violetas; los ojos hundíanse de un modo hiperbólico, y mientras las mejillas se deprimían, la boca se hinchaba ennegrecida. Leves gotas de sudor perlaban la frente, y las orejas parecían separarse del cráneo.
Transido de dolor Manuel tornó a implorar:
—¡Perdón!¡Perdón!
No obtuvo respuesta. La enferma seguía con los ojos cerrados. Lola tampoco parecía haberse dado cuenta de su presencia allí, por cuanto ni un solo instante había alzado hacia él la mirada. Tronchada por la pena, sobre el lecho de su hermana rezaba quedamente:
—«Padre nuestro, que estás en los Cielos...»
Entonces Manuel se sintió solo, infinitamente solo, ante el misterio atroz de la muerte. Como un réprobo que se viera en la presencia de Dios, azotóse el pecho con los puños cerrados mientras gemía una y otra vez:
—¡Perdón! ¡Perdón!
Golpeábase el pecho, mesábase los cabellos, retorcíase las manos, y entre las sacudidas del llanto la contrición estallaba en la monotonía de aquellas palabras:
—¡Pérdón! ¡Perdón!
Lentamente, la agonizante alzó los párpados, y en la máscara mortuoria lució el milagro de los ojos azules bañados de luz celestial. Derretidas en amor las pupilas de zafiro fijáronse en Manuel. Súbitamente se dilataron de anhelo, giraron a todas partes espantadas y parecieron comprender. Entonces un reproche atroz asomóse a ellas; toda el alma atormentada de angustia pareció refugiarse en una mirada suprema, incorporóse, agitó los brazos como si le faltase el aire y desplomóse otra vez sobre las almohadas, pero ahora muerta.
También Manuel cayó vencido, anonadado. Lola rezaba, y durante un rato sólo se escuchó en la sala el mosconeo de las oraciones y el chisporrotear del cirio. Al fin Manuel, cobarde, no pudo más y necesitó consuelo. Entonces alzó la cabeza y buscó los ojos de Lola. Ahogó un grito y ocultó la cara entre las manos.
En los ojos negros y taciturnos acababa de encontrar la mirada de supremo reproche de la muerta.
VI. La liberación
No rehúses, hijo mío, la corrección del Señor, ni desmayes cuando él te castigue.
(Libro de los Proverbios, cap. III, Sal. IX)
Dejó la pluma sobre la mesa con un gesto de desaliento, y apretándose la frente entre las manos, gimió:
—¡No sé hacer nada ya!
Sin pronunciar palabra, Lola alzóse de su asiento y silenciosamente acercóse a la mesa, recogió papeles, plumas y lápices, y fue a guardarlos en un armario. Caminaba de un lado para otro, como una sombra, con pasos sordos. No pronunciaba palabra y sus movimientos eran vagos y distraídos. Más delgada que nunca, más amarilla, toda la vida parecía haberse refugiado en las pupilas negras y enormes.
Manuel no pareció notar que le quitaban los instrumentos de trabajo. Con la mirada estática fija en un punto imaginario, parecía contemplar un misterioso paisaje interior. Estaba muy flaco, la demacración del rostro hacía destacarse más el perfil judaico, invadíale todo un color cetrino que parecía rematarse en la barba que enrojeciera aún, en los cabellos sin cortar, revueltos y enmarañados, que marcaban más ¡a semejanza con Judas Iscariote; los labios estaban resquebrajados, y los ojos brillaban de calentura. Sus gestos eran violentos, bruscos, casi nunca en armonía con las palabras, por otra parte, secas y premiosas. Aparecía sucio y descuidado, y en él no quedaba nada ya del joven ingeniero inteligente y trabajador; habíase convertido en uno de esos tipos sórdidos y miserables, que son como vencidos de la vida.
Vencido estaba en realidad. Toda la existencia había detenido su curso para él, y no era ya sino la sombría tragedia en que se aniquilaba. De una parte acechaban su razón vicios tremendos, espantosas aberraciones, pesadillas de sangre, de lujuria y de muerte, un deseo insaciable que le hacía rondar noches y noches por los suburbios de la ciudad, como a un lobo hambiento. De otra, la mirada de reproche, la suprema mirada de angustia que luciera un instante en los ojos de Soledad y que parecía refugiada en las sombrías pupilas de Lola, perseguíale hasta el fondo de la tierra, como al réprobo la mirada del Creador. Y en aquel espanto de lucha interna todo se desmoronaba en derredor de él. El modesto bienestar, el respeto de las gentes, la estimación de sus amigos. No tenía voluntad para luchar, un día y otro empezaba su trabajo y no podía hacer nada, sentíase vacío, estúpido, idiotizado, sin sensibilidad sino para las dos brutales cumbres: el goce y el sufrimiento.
—¡No puedo hacer nada ya!—gimió otra vez paseando una mirada de desánimo en derredor.
Todas las cosas que le rodeaban parecían participar de aquel encenagamiento de que él era víctima. Del templado regalo que guateaba el nido haciendo de él un lugar de refugio, de la serena paz que, como una bendición de Dios descendía sobre su casa, de aquella alegría hecha de amor, de fe y de bienestar, no quedaba ya nada. Después de la muerte de Soledad todo se había desmoronado; los usureros habíanse llevado lo mejor—los muebles de roble, los cortinajes de tercipelo, los cuadros y grabados—y sólo quedaban cuatro trastos miserables con los que se refugiaron en un chamizo de los barrios bajos madrileños, en vecindad con trabajadores, empleadillos de escaso sueldo y mujeres de costumbres fáciles. Como Manuel había perdido su destino, vivían de la pensión de Lola, una pensión de veintitantos duros mensuales. Ella no le pedía nada, no le echaba nada en cara; hermética y silenciosa iba y venía arreglando su pobre hogar. Sólo, cuando después de tres o cuatro días de ausencia volvía roto, sucio y hambriento, en los ojos de la hermana hallaba el supremo reproche que brillara un momento en los ojos de la muerta.
Hacía mucho calor aquella noche. Por la ventana abierta entraban las pestilencias de la calle estrecha y sucia, olor a guisotes, a aceite frito y a humanidad roída de miseria. La lámpara de petróleo colocada sobre la mesa-camilla esparcía una luz menguada por la habitación de paredes empapeladas de gris con flores color café. Sobre la cómoda, un mueble de esos que se adquieren por muy poco dinero en las prenderías de la calle de Tudescos, ardía una lamparilla ante la imagen de la Dolorosa, a cuyos pies veíase un retrato de Soledad. Cuatro sillas arrimadas al muro y un armario de cocina completaban el ajuar.
Lola cosía y rezaba en voz baja. Un moscón monótono, pesadísimo, zumbaba en torno a la lámpara y azotaba el tubo, aturdido por la luz.
De la calle llegaban voces, gritos de chiquillos, risas... Dominándolo todo las notas de una canción sanguinaria:
Si te clavan un puñá
que la manita a la hería
no te la pueas llevá!
Por un momento el rodar de un coche puso el estrépito de su
redoble en la noche, dominando sobre todos los demás ruidos. Después un
reloj anónimo desgranó once campanadas.
¡Tan, tan, tan, tan!...
Lola se alzó de su asiento, dobló la costura cuidadosamente, guardando el cestillo, y encaróse con su cuñado:
—Me voy a acostar, ¿quieres que te deje la lámpara?
Hizo él un gesto negativo y levantándose de su asiento fué a la alcoba. Una vez allí ni aun encendió luz; dejóse caer sobre el catre que le servía de lecho y permaneció un rato sumido en un meditar desesperado. Poco a poco sus ideas fueron concretándose y tomando forma. ¡No podía más! So pena de enloquecer era preciso romper el doble sortilegio, era necesario librarse del atroz embrujamiento de la hembra que atraía como un monstruo de conseja y de la mirada que reprochaba siempre. Por unos instantes su pensamiento fué un caos, del que poco a poco surgieron ideas concretas. ¿Por qué no huir? ¿Por qué no marchar a refugiarse en la tierra madre, a trabajar en ella, pero no con un trabajo que sobreexcitase su cerebro, sino con el trabajo fuerte y noble que cría callos en las manos y hace de hierro los riñones? Trabajar de sol a sol, para luego, rendido, dormir* libre de preocupaciones y pesadillas; labrar los ásperos terrenos, regarlos con el sudor de su frente, para de yermos y hostiles tornarlos en fecundos y amigos; redimirse en el trabajo, ganar el pan con el sudor de su frente. ¡La ciudad! Ella le mataba y le enloquecía; ella, con su atmósfera caliginosa, espesa y pesada, le hacía perezoso, lascivo y triste. Muchas veces había pensado ya en huir de ella, en librarse de su maldición, pero nunca había tenido valor. Sin embargo, aquella noche era tal su desesperanza que sentíase más fuerte, más capaz de emprender el éxodo hacia la nueva tierra de promisión.
Súbitamente resuelto se puso en pie. Encendió un cabo de vela, buscó afanosamente papel y lápiz, y habiéndolos encontrado, escribió:
«Lola, perdóname. Me voy para siempre, y no oirás más hablar de mí. ¡No puedo ya! Pero no temas que me mate. ¡Soy demasiado cobarde para eso! Me voy al campo, hacia el centro de España, hacia esos pueblos donde la tierra es la vida entera, donde se la riega con el sudor cuotidiano, y ella en pago da el pan. Huyo de todo lo que fué y de todo lo que es. No tengo fuerzas para vencerme y no tengo valor para arrostrar el perenne reproche de Soledad. ¡Perdóname! Si me necesitaras, si te fuera útil, tal vez me quedaría; pero soy una rémora para ti, soy como tener a un niño o a un enfermo...»
Después, más sereno, más confortado, vistióse con la ropa peor que halló; lentamente, sin hacer ruido, bajó la escalera lúgubre y pina que olía a pobreza, y salió a la calle.
Muy deprisa descendió por los barrios bajos, cruzó las rondas, y atravesando un puente hallóse en los suburbios que rodean Madrid. Allí se detuvo un momento a tomar respiro. De un merendero próximo llegaban hasta él las notas cadenciosas, lentas, lascivas de un organillo; por entre el follaje adivinábanse unas cuantas parejas que muy ceñidas se cimbreaban; súbitamente, entre gritos y risotadas surgieron dos o tres hembras desmelenadas, con pañolillos rosa china o verde limón al cuello, perseguidas por unos chulos. Entonces Manuel echó a correr.
Anduvo, anduvo. Subió lomas y bajó barrancos. Ahora estaba en pleno campo. La bóveda azul, muy alta, aparecía espolvoreada de estrellas de oro; la luna era como una perla enorme; y a lo lejos, alzábase una ciudad de ópalo, surgiendo del profundo zafiro de las arboledas. Era una ciudad maravillosa, como esas ciudades que el espejismo alza en medio del mar o del desierto, una urbe fabulosa hecha de rayos de luna y de reflejos de agua. Manuel sintió la tristeza de alejarse de ella: una desolación infinita conturbó su alma, y lloró. Pero fué fuerte, y alejóse de la ciudad maldita.
Así caminó muchas horas sin detenerse; sus pies estaban ensangrentados, y sus miembros doloridos; pero seguía, seguía sin parar. La ciudad fabulosa, con sus frondas de ensueño, habíase hundido en el horizonte; el paisaje era árido y desolado; lomas grises ondulaban hasta lo infinito. Amanecía y, en la luz pálida, tendíanse ante él viñedos pintados de ocre; las vides se retorcían casi trágicas bajo los pámpanos empurpurados por el otoño, y los olivos, como en un paisaje bíblico, ponían sus hileras de negras siluetas.
El cielo hacíase azul y rosa, noble, sobre el paisaje ascético que decía de almas que ardían como la yesca en el amor de Dios. Lejos aún, un pueblecito todo blanco; dominando sobre las casas bajas el campanario de una iglesia, que se destacaba místico en la limpidez del amanecer.
Manuel dejóse caer al suelo y reposó, mientras sentía una gran paz invadir su corazón. Iba a empezar otra vida. La pesadilla lúgubre y malsana, la obsesión obscena y triste que le acechara siempre en la sombra, iba a deshacerse en el luminoso azul de la mañana. Una vida mejor, más noble, más alta y más fuerte se abría ante él...
Súbitamente, entre las vides, vió surgir una moza perseguida por un jayán; vióles correr, darla alcance, y por fin, entre risas, abatirse en la pompa nupcial de los viñedos.