La Bohemia Londinense

Novela madrileña

Antonio de Hoyos y Vinent


Novela corta



I. Los prolegómenos de una novela de Conan Doyle en el Colonial

Julio Galán Barón estirose los puños, tal vez para resaltar aquella pulsera oriental (pacotilla de Tánger u Orán), recuerdo de su escapatoria al norte de África cuando se sintió —hijo único, rico y mimado— en el caso de olvidar los disgustos (que, afortunadamente para él, no tenía), y dar, de paso, uno a mamá (¡tan buena y abnegada la pobre!) y a papá (que, pese al aire feroz, le adoraba), al fin y al cabo decididos a perdonarle todo con tal de tener al hijo, que era la gran razón de su vida, y aseguró muy serio:

—De la semana que viene no pasa. Embarco en los primeros días, y dentro de un mes me tenéis en el Senegal con mi rifle cazando tigres.

Silvestre Fonseca, mientras se calaba el monóculo, afirmó con entusiasta fervor:

—¡Cuenta conmigo! Ya sabes que esta vez me voy contigo sin falta. Aunque para ello tenga que cargar con el medallón de brillantes de tía Casiana.

Dos o tres de los héroes de la pandilla, en ratos de jolgorio, de buen humor o de pedantesca fanfarronería, se ponían monóculo (que vaya usted a saber de dónde habían sacado), para parodiar al fantasmón del conde, que no era mala persona pero que sabía presumir tomando aires de superioridad impertinente.

Como la envidia le traía a maltraer, Campos de Maldonado, el pseudoliterato fracasado, que, a falta de triunfos propios, había quedado para papeles de Chiuti desempeñados sin la gracia, ligereza, desenfado ni buena voluntad propios del personaje de Zorrilla, sino con una acritud concentrada y agresiva de carabina, ironizó agrio, sin comprensión ni simpatía por las fanfarronadas pueriles:

—Me parece a mí que lo que es tú... Como hagas otro viaje que no sea el que te pague tu padre a Santa Rita, lo más que irás será al Tercio, y para eso te faltan arrestos...

Una oleada de sangre empurpuró el rostro del chiquillo, y hasta en el jaspe de los ojos puso vetas de coral, que hicieron resaltar más las verdes aguamarinas de sus pupilas:

—¡No había de ir!... ¿Sabes tú lo que tienes, lo sabes? ¡Pues hambre y envidia!

Muy niño, pese a sus ínfulas de persona mayor, de hombre, de muy hombre, era Silvestre un buen muchacho, y, en opinión de las damas tanguistas (que no son las catequistas, precisamente), un guapo chico. No alto, pero tampoco pequeño con exceso; bien plantado y fino, elegante de movimientos, con vagas elegancias de felino joven, no era tanto como él presumía, pero no estaba mal. Y si el atavío no le servía o ayudaba del todo, tampoco la modesta corrección burguesa, tocada un poquito de chulería zarzuelera, un mucho de elegancia rastacuera, tampoco le ridiculizaba, gracias al triunfo de sus veintidós años turbulentos y alocados. Porque turbulento y alocado sí lo era. Aturdido, pleno de nerviosa movilidad, ruidoso y exuberante, era muy simpático; trucosuelo, en opinión del conde; pero bueno en el fondo. No podía decirse igual de Campos de Maldonado, pues si en lo físico era bajo, esmirriado, descolorido y nada garboso, en lo moral allá se las llevaba. Agrio, maligno, envidioso, sin escrúpulos de conciencia y, sin amable despreocupación, de moralidad, el retrato más exacto que se hiciera de él era uno que en una hora de desenfado trazara el condesito ante un intento de truco infecto (palabras de él), que no tenía ni aun la disculpa de la juventud, la simpatía, el aturdimiento o la inconsciencia.

—Es como —había dicho el aristócrata bohemio— esos recipientes o jarros alemanes para la cerveza, que representan un gnomo muy feo; sino que, en vez de cerveza, está lleno de hiel.

Ahora era Julio el que proseguía la explicación de sus planes fantásticos, de aquella cacería de leones en el África Austral que leyera en el número de Por Esos Mundos o en una novela de aventuras.

—Va a ser una cosa... ¡brutal!... una cacería que sólo un príncipe de Gales...

Mientras hablaba, gesticulaba rotunda y exageradamente, casi con violencia; sí, eso es: con violencia contundente.

Sería aquella aventura cinegética cosa de película. Con un buen guía y su rifle...

Tal vez por un escepticismo reprobable, los amigos, como no fuese Silvestre, que ya se miraba actor del film, distraíanse con otras cosas de más interés, como timarse con dos chicas que trabajaban con la Chelito, gastarle bromas a unas del coro de Martín o hacer comentarios favorables o sangrientos entre sí a los lujos asiáticos y los humos de la Mediocuarto, la Ranita y la Calavera, o reírse de un tipo ambiguo, gordo y mantecoso, a quien llamaban la Deslumbrones. Sólo la Marujilla, que les honraba con su presencia para ver, claro está, si alguno, en un rasgo de esplendor, la invitaba, seguía la narración con ingenuo pasmo.

Como Julio hablase sobre una docena de veces del África Austral, que hasta entonces sólo frecuentaran algún explorador audaz, príncipes y millonarios americanos, llena de cándida ingenuidad, viendo de súbito abrirse para ella un camino de triunfos, tomando el Senegal por un cabaret nuevo, interrogó a Rosendo Candil, que, sentado junto a ella y ausente de las combinaciones de los otros, entregábase a la labor con su dentadura de fichas de dominó, roerse una uña bastante sucia:

—¿Y harán falta tanguistas?

La pifia de la mujer les hizo reír a todos. Con la inexorable falta de caridad propia de la juventud, divertíanse, poseídos de júbilo ruidoso de jóvenes aschantis que se disponen a devorar a un misionero, de amadas y amigos por igual. No las querían mal a ellas; al contrario, les enternecían a veces, y otras, las más, las deseaban; pero como ellas no sabían administrarse, dándose y negándose con hábil alternativa, sino que no existían ante sus ojos de cortesanas de una isla de antropófagos sino dos categorías: la de los paganos, que conocían con la delicada denominación de cabritos, y la de los chulos, chulillos amantes de corazón o (esto alguna muy culta; que había estado en Bayona) gigolos, y enseguida dejábanles ver tres cosas: que les gustaban, que les necesitaban para no estar tan solas y que, con una feroz idea de exclusiva, eran de ellas y sentían unos celos furiosos. Ellos, a más de dejarse querer, las tomaban a guasa, y, hasta si a mano venía, usaban un poquillo y aun llegaban a abusar, mientras que los pobres michets (la rotunda palabra castellana me asusta) eran tratados por las damas, primero con exagerado respeto; después, cuando ya no había dinero por medio..., a zapatazos.

En cuanto a los amigos... Ese ya era otro cantar. Amigos propiamente dichos no entraban en su visión de la vida. Habían de ser o cómplices o víctimas. Esto necesita una explicación, porque esas palabras, cómplices, víctimas, resultan con exceso rotundas para sentimientos qué no tienen en sí rotundidad o contundencia, sino que están hechos de matices. En honor de la verdad, no eran ni víctimas, pues que sus maldades con ellos no pasaban de trucos más o menos inofensivos; ni cómplices, pues tampoco eran sus cosas sino chanzas, la mayoría de las veces, inofensivas. Podía calificárseles de... camaradas. Tal es la palabra exacta; claro se está que estos camaradas planeaban y llevaban a cabo en su compañía cien arriscadas empresas, que de chaveas habían sido hacer novillos, pegarse con los chicos del barrio que, según tía Casiana, siempre severa y reprochadora, no eran de su clase; atar una lata a la cola de Lucero, el chucho feo y legañoso que constituía el único amor de la señora del tercero, o echar un lazo corredizo a Robustiana, la criada. De hombrecitos ya, habíanse transformado en algo más pecaminoso, aunque no mucho; verbigracia: hacer el amor a las modistillas del taller vecino, escaparse a la Bombilla o a la verbena, alternar con tanguistas y mozas de partido, jugarse las pestañas en la Casa de Galicia, empeñar el gabán de invierno en verano, hacer diabluras en la moto de algún amigo y otras incongruencias de las que, la más grave, resultaba cuando ponían sus ojos pecadores en el cajón de la mesa de papá y, llenos de filial amabilidad, le limpiaban unas pesetillas que estorbaban una barbaridad allí.

El Colonial estaba... como siempre, a tales horas de la madrugada. Alguna chica guapa que, acabada la labor propia del sexo, recalaba por allí para descansar de sus faenas (como una actriz parase en el pasillo a tomar resuello entre dos escenas) o beber algo, y a calmar su romántica sed de ideal (porque estas señoritas no se privan de nada y se permiten todos los lujos, hasta sus puntillos románticos) con algún piropo un poquillo barroco, una mirada asesina del castigador de turno o una buena palabra de alguna amiga; gentes bulliciosas; ruido, mucho ruido; algo de jarana; chicos en plan, y las inevitables peñas de señores pachuchos, maldicientes, severos y criticones, que como no tienen talento, ni juventud, ni dinero, engañan su envidioso tedio criticando a los otros y escandalizándose de lo que, ¡ay!, ellos no pueden hacer ya.

Porque es el Colonial, tan alegre y madrileño, un café que ofrece la curiosa característica de tener dos fisonomías completamente distintas. A las horas normales, al mediodía y a la noche, un café alegre, donde se come bien, sin pretensiones, pero correctamente, ¡hasta con maître d'hôtel! De madrugada, ya es otro cantar; distinto público, más ruidoso y jaranero éste. Hasta los camareros se sienten buenos chicos y saben fiar a la nena a quien esa noche se ha dado mal el negocio, o al terrible castigador que está pensando en el modo de sacar un duro a mamá al día siguiente.

Porque eso sí: aunque los Gobiernos se pongan pelmazos, Madrid es Madrid, y hay que trasnochar. Si le cierran a uno los cafés..., pues queda la Puerta del Sol, que no es tan fácil de cerrar.

Vamos a cuentas: ¿quién es el guapo que se mete en la cama antes de las cuatro o las cinco? Señor, ¡hay que ver!... Acostarse temprano no se acuestan más... ¡que los que no tienen cama!

Justamente, de tan trascendentales problemas discutían ellos con natural calor aquella noche, pues que era tema que apasionaba a la tertulia. Por cierto que, como sábado, la tertulia desbordaba gente. Estaban en primer lugar Julio Galán Barón, Silvestre Fonseca, que presumía mirándose de vez en cuando de reojo en el espejo; su hermano Álvaro, muy parecido a él, más hombrecito, fino y espigado, un poco trucosuelo, aunque no fuese más que para no desmentir la estirpe o aire de familia; dos cadetes toledanos, buenos muchachos y simpáticos; Serafín Corrientes, un muchacho cuyo plan de aventurero desmentía una apariencia romántica y fervorosa, como los ojos grandes, garzos y soñadores desmentían la sensualidad de los gruesos labios; Ricardo Cava, un chicote grandullón y moreno, bueno y, hasta si se quiere —¡cosa bizarra, aunque no anómala en tal vida!—, cándido e infantil en su amoralidad; otro muchacho pequeño y rubio, muy presumido y pedantuelo; Rosendo; un tal Gavilán, ciego por las carreras de caballos; dos presuntos peliculeros, y un no menos presunto boxeador.

Era Julio el que tenía la palabra:

—El dichoso invierno se nos echa encima, y no hay más remedio que discurrir algo. Con esto de que el patoso del Gobierno pretenda cerrarnos a las cuatro y media, y el frío que no deja estar en la calle, hay que discurrir dónde meterse.

Insinuó Silvestre:

—¡Pues ya ves tú lo que son las cosas!... ¡No dice mi padre que más valía que estuviésemos en la cama!

Uno de los peliculeros, Ramón, alto y de buena presencia, corroboró:

—En mi casa me arman cada jollín que tiembla Dios. Dice mi tío Alfonso que la noche se ha hecho para dormir. Y que eso de hacer de la noche día...

Serafín confesó:

—También están en casa con la misma monserga. Que si no es vida..., que si así no se hace nada..., que si yéndose a la cama a las tantas no se estudia... Con deciros que mi madre esconde la llave, y jura y perjura que si no estoy a la una, duermo en la calle. ¡Mejor!

Tocole el turno confesar a Julio, aunque sin apear su aire fanfarrón y pedante:

—Como estudiar... A mí el año pasado me suspendieron en tres, y este año... ¡Con deciros que no sé ni las asignaturas que llevo!... —Luego, con rápida transición—: Pero, en fin, eso ya lo veremos cuando llegue el tiempo; ahora lo que urge es meterse en un sitio cuando cierren todo.

Práctico, siempre, siempre a caza de convites que le resolviesen el problema de las subsistencias en estos tiempos de carestía, enunció Campos de Maldonado:

—Pues arrimaros a Perico Aljubarrota. Creo que el conde, a la salida de los bailes de máscaras, va con su pandilla a casa del Barbas y se dan unos banquetes...

Silvestre devolvió la pulla que le escociese antes:

—Tú, en cuanto se trata de comer gratis...

Serafín objetó:

—Es muy dominante el tal conde, muy mandón y muy intransigente. No es que sea antipático, pero qué sé yo, parece que va uno a sus órdenes, y la verdad, sin hambre atrasada...

Como un caballo que siente la espuela, el bohemio gorrón revolviose ahora:

—Lo de la cochina cena es lo de menos...

—¡Miau! —hizo Álvaro Fonseca.

Sin prestar atención, decidido, en cambio, a ponerles los dientes largos, aseguró Maldonado:

—Sí, sí... la cena es lo de menos, pero va con él cada gachí.

—Será Tola Colada, tan guapa... ¡Como no hay más! —interrumpió Ricardo Cava con tosquedad juvenil, que no se avenía a los convencionalismos.

Pero Campos sublevose ahora:

—¡Estás fresco! No, hijo, no. Claro que la inseparable va con él, pero no es Tola sola, no. Va un mujerío de chipén. Como Perico es amigo de las artistas, lleva cada hembra que quita el hipo. La Pola Odin, la Proserpina,la Venus negra, la Gitana de Oro, la Bailarina de los pies desnudos...; en fin, ¡el disloque!

Aún rezongó el muchacho rubio:

—Pues yo le vi una noche e iba con la Madame Meller.

—Pues va también...

Campos de Maldonado había interrumpido su peroración. Siguiendo el dicho de que en cuanto se habla del ruin de Roma..., avanzaba por el café adelante Pedro Aljubarrota, el Condesito, con su pandilla. Muy exagerado, muy llamativo, despertando la curiosidad general, más algún comentario ayuno de caridad cristiana (eso sí, formulado recatadamente, pues que ya sabía la gente que ni impertinencias ni groserías aguantaba y que su constitución atlética era garantía de que sabía hacerse respetar), el gabán entalladísimo, la bufanda de seda blanca enrollada al cuello, el clac debajo del brazo, caminaba con afectada parsimonia, llevando a su lado a Tola Colada.

Deseando ser muy Boy y resultando, todo lo más, Tula Varona, era un tipo exótico, desde luego, en los lugares nocturnos madrileños. Ella aspiraba a ser ambigua, turbulenta y cosmopolita, a componer un tipo muy gigolo, una gigolette deliciosa, que usara pijamas, fumara Abdullas au bout de rose en boquillas de concha, y caminara destocada al sol, exponiendo a sus rayos los cabellos, cortados a la garçonne. Pero todo lo más a que llegaba, si hemos de ser veraces, era a una pinta de marimacho, que tiraba de espaldas. Enjuta y angulosa, vestía trajes sastre de paño negro, azul o verde, cuellos almidonados, corbata y bastón. Hablaba con voz bronca de carretero o jayán y fumaba cigarrillos de cincuenta. Ahora, simpática había que confesar que sí lo era mucho, lista, útil y servicial.

Con ellos venía una artista mediocre, especie de tanguista injerta en cantatriz; baja, gorda, con pretensiones de fina, mientras no la arrempujaban, que lo mismo se bebía una docena de copas de Cazalla, que le arreaba dos hostias al lucero del alba, si en un momento de emoción, en vez de agarrar la mesa le agarraba a ella una cadera; una cantaora del tiempo del Tato, a quien le fungelaban los pinreles y que no se sabía por qué secretas razones le había caído en gracia al condesito; una artista de varietés, Francesca de Rímini, un poquillo plebeya y chabacana, pese a sus ínfulas de rival de la Bertini o la Borelli, una Bertini o una Borelli que se quedaba en camisa en escena para buscarse la pulga, pero en sí linda, graciosa, turbulenta, con no sé qué misterioso chic natural.

Hicieron los recién venidos un saludo, y fueron a sentarse a una mesa enfrente. Campos de Maldonado, decidido, en el fondo, a acercárseles, aunque no fuese más que para ver si pescaba un convite, les azuzó, buscando indirectamente la defensa y en el bello gesto que, coronando su caballerosidad, le diese el pretexto que buscaba:

—Ahí los tenéis... —y como, distraídos con los manejos de dos amables furcias que reñían en la mesa frontera, no le hiciesen caso maldito, remachó el clavo—: Luego diréis. Hasta que uno de vosotros sepa vestirse y darse el postín que Perico Aljubarrota, ¡ya habrá llovido!

Gavilán aseguró:

—Yo no sé por qué... Particularmente no tengo nada contra él, pero lo que sé deciros es que yo no quiero nada con el tal conde.

Desde la mesa contigua, una de las prójimas creyose en el caso de meter baza:

—A mí Aljubarrota y su pandilla me dan diez y ocho patadas en la boca del estómago.

Silvestre, que, al fin y al cabo, no podía negar que era una persona bien, más vejado por la grosería que por la injusticia, interrumpiola:

—Mira, calla, porque si te oyen, no diré yo que en la boca del estómago, pero lo que es en otra parte sí te dan las patadas.

Ofendidísima ella, creyose en el caso de aferrarse a su opinión:

—Es que no lo puedo remediar..., pero el tío ése y su gente... Vamos, que no sé lo que tienen, pero no puedo con ellos.

Silvestre apuntó irónico:

—Que no son de tu clase.

Sin coger la sutil ironía, la pobrecilla, que era una mala burra —con perdón para la burra sea dicho—, aseguró muy seria:

—¡Justamente!

Rieron todos ruidosamente, llamando la atención. Pero Serafín, muy seriecito y meticuloso siempre, creyose en el caso de insistir:

—No, mala gente no son. Ellas, unas locas... como todas; Pepe, Raúl y Morata no son malos chicos, si no fuese por la cocó; en cuanto al conde, es buen muchacho, un caballero y listísimo. ¡Que juega!... ¡Bah!, algún pero había de tener.

Julio, cuya pasión era el juego, que por jugar, no contento con el bacará, el treinta y cuarenta, las siete y media y las carreras de caballos, jugaba aunque fuese al marro, sentíase conquistado por aquella pasión, aseguró:

—Y que juego de un modo... ¡brutal! Como no se ve jugar ya, con un chic, una hombría y una elegancia que hay pocos por ahí. Porque lo que es chic... ¡vaya si lo es! Y jugando, más, si cabe... Antes de prohibirse el juego les vi yo una noche a la marquesa, a él, a la Rosita Rodrigo y a la Olympia d'Avigny jugar, y daba gusto. Perdieran lo que perdieran, ni la marquesa ni él pestañeaban siquiera.

Campos de Maldonado apuntó indudablemente para que no se rompiese el hilo y fuese a peligrar el problemático refugio que creyó ver dibujarse en el horizonte como una quimérica Cólquida donde hubiese sentado sus reales el mismísimo Trimalción para dar de cenar gratis:

—Comprendo que por esa pasión de tirar de la oreja al buen Jorge sientas la mar que la amable Poli os haya cerrado los inocentes lugares de esparcimiento. Pero como cenar no es un crimen, veamos el proyecto sensacional, y luego buscaremos escenario...

Julio, sin hacerle caso mayor, prosiguió su idea:

—Pues veréis, si alguno de vosotros u otros amigos...

No pudo continuar, porque en aquel preciso momento armose espantosa zalagarda en el café. Se oían voces alarmadas, comentarios a grito herido, risas, palmadas, y veíase a la gente ponerse de pie, correr, subirse a las sillas...

Incorporáronse todos los de la trinca para ver qué sucedía, y, claro es, la conversación quedó interrumpida.

El acontecimiento, sin embargo, era bastante vulgar y corriente. Por la puerta giratoria, que, con el impulso violento, herida por las luces, había relampagueado un instante, precipitose dentro del café una mujer. No era ninguna maravilla, pero fea tampoco; lo que tenía es que llegaba desgreñada, rota y descompuesta. Más que simple trotacalles, parecía haber ascendido un punto más y pertenecer a esa noble agrupación que ha recibido el nombre de tanguistas, y que viene a ser en la sociedad moderna lo que antiguamente eran las druidesas o las bacantes.

No podía decirse igual del fauno que con intenciones nada tranquilizadoras la perseguía, pues ése no había subido escalón social ninguno, sino que, por el contrario, si algo debía hacer era descenderlo. Tenía esa pinta clásica de hombre de amor, de esos tipos que antes eran aficionaos a toros, organilleros o chulos de baile, y que ahora son castigadores, sportsmen, boxeadores o profesores de tango. Lo que sucedía es que él, en vez de modernizarse haciéndose más señorito, se había encanallado, achulándose, haciéndose aún más golfo. Sucio, desastrado, sin cuello ni corbata, de gorra y alpargatas, contrastaba con la mujer a que perseguía, que por su parte vestía presuntuosamente de sedas teñidas de colorines y rieladas de oro, mal tapadas por un gabán de presuntuosas pieles falsas.

Pasado el primer estupor, que, sea dicho en honor de la verdad, no alcanzó las proporciones del sobresalto, los habituales compartieron su atención entre dos sentimientos: una curiosidad malévola, que estaba pidiendo hule, y un comentarismo ayuno de caridad.

Sí, no les cabía duda; el castigador aquél (por cierto, bastante puerco y ordinario) era su chulo, y la iba a matar. ¡Bien empleado le estaba por meterse en pinturas! Hay que saber escoger, y una mujer que se estima mírase mucho antes para enchularse. Hay que medir lo que se hace.

Las más severas, hasta ser implacables, eran las mujeres. ¡Bien empleado le estaba a la tal! ¡Habiendo tanto chico fino y guapo!... Claro que los nenes bonitos les costaban su dinero, y si se terciaba les arreaban dos mamporros y hasta se iban con otra (era lo que más les dolía); pero aún hay clases, Veremundo.

Mientras tanto, nadie hacía nada, sino que con una impasibilidad absoluta, que calificaría, si no mereciese otro calificativo, de espartana, se inhibían de la cuestión. Ni uno solo de los asistentes pestañeó ni se movió. Por el contrario, parecieron disponerse a asistir a un espectáculo, que llevaba sobre las riñas de gallos o el boxeo la ventaja de ser gratuito.

La mujer había cruzado el inmenso local, y había ido a refugiarse en un rincón, y allí, lamentable y absurda, tiritaba de miedo, mientras ceñíase en las pieles como si quisiese ocultarse.

Estaba bonita (mona hubiese sido banal, déplacé).Tenía así, en pie, delgada, enjuta, un poco anguloso el rostro demacrado y pálido, ensangrentados los labios, y los ojos, de color de cielo, dilatados de horror, bajo el oro pálido de dos rubios bandós, una belleza de... ¡virgen!

Nadie cortó el paso al bruto, y en cuatro zancadas estuvo junto a ella. El público miraba, sonreía, hacía comentarios; pero no trataba de impedir la agresión, no fuera que le tocara algo, acorde con la máxima cruel y egoísta de que la caridad y el amor bien entendidos empiezan por uno mismo. Sólo algunos empleados de la casa encaráronse con él para hacerle ver que la seriedad y el prestigio del establecimiento sufrían en su fama con aquellas cosas, aunque claro que formulaban las advertencias con la mesura que la catadura canalla y hercúlea del agresor imponían.

Porque era el tío aquel un verdadero hércules de feria; hasta para más exactitud, con esa indolencia brutal de los que se exhiben en las ferias parisienses.

Había llegado hasta la nena, y con voz bronca, aguardentosa, ordenaba:

—Andando pa la calle.

Como ella, abrumada de espanto, no se moviera, de una manotada brutal le agarró un brazo, mientras escupía entre dientes:

—Veremos...

Ella lanzó un grito y retrocedió tambaleándose, como si un león la hubiese herido de un zarpazo.

Nadie osaba moverse, y entonces, de improviso, pasó algo extraordinario.

Antes de que pudiesen evitarlo ni casi darse cuenta, Silvestre Fonseca se puso en pie, y de un salto estuvo junto a la infeliz, y encarándose con el agresor, apostrofó:

—¡Cobarde!... A una mujer no se le pega.

En su mesa, el condesito comentó, dirigiéndose a sus amigos:

—Está bien. Debió añadir, como en el dicho japonés: «...ni con una flor». Está bien, sin embargo; pero le falta... literatura.

Pese a la leve ironía del comentario, como en aquel momento viera al chulo, tras palparse los bolsillos, sacar una navaja, y empalmarla encarándose con el chiquillo, púsose en pie y, calmosamente, sin alterar en lo más mínimo la euritmia del gesto, aproximose a ellos.

En tanto precipitábanse los acontecimientos. El bárbaro, con una sonrisa de desdeñoso sarcasmo en los labios, dio un paso hacia Fonseca, y con voz, cada una de cuyas modulaciones era una injuria, riole en las narices, entre sarcástico y conmiserativo:

—¡Cuidado, niño, que mamá le anda buscando pa darle azotes! ¡Ay!

Inició el gesto burlesco y compasivo de acariciarle la barbilimpia cara, entre la atención irónica, que comenzaba a plasmarse en risitas e incongruentes palabras, en que salía a relucir el apio, el patio de marras, el fuego y la lamentación de un gato, cuando, de improviso, de una manotada abatió Silvestre la pata que intentaba ultrajarle con una caricia, y, revolviéndose rápido, cruzó el rostro de su enemigo con una sonora bofetada.

La expectación, que iba siendo hostil, tornose amiga, y un «¡Bravo!» saludó el desplante del mozo.

Furioso el otro, revolviose airado, y, empuñando la navaja, dio un paso, decidido ahora.

Fue aquél el instante de la intervención del conde. Con aplomo aproximose al bruto, y sin romper la euritmia, apoyole la mano en el hombro, mientras dejaba caer con desdén:

—¡Cuidadito, amigo, con lo que se hace! Si necesita degollar a alguien, vaya a hacerlo a sus compañeros al matadero.

Con ciego impulso revolviose el chulo contra su nuevo enemigo, y, ciego de ira, decidido ahora, dio un paso hacia él en actitud de herir.

Sin inmutarse el elegante, esperó a pie firme, y cuando su agresor echábase sobre él blandiendo la navaja, de un puñetazo abatió el brazo homicida. Un momento el hombre vaciló, más que por el dolor, desmoralizado por la fría resistencia. Presto, reponiéndose, reanudó el ataque, volviendo sobre su enemigo.

Este, siempre calmoso, sin alterarse, había dejado caer, con un movimiento de hombros, el gabán; luego, sencillamente, como si de un trapo sucio se tratase, lo había apartado de sí con el pie y esperaba sonriendo, tranquilo. Pero con impulso de toro, ciego, rojo de ira, los ojos inyectados de sangre, el tío se arrojaba a él. Antes que la reluciente lámina rozara la albura inmaculada de la pechera, en que ponía irisaciones de unaenorme perla, con un gesto rapidísimo, que hacía pensar en un resorte de acero al distenderse, el puño de Perico dio en la mandíbula del bárbaro, que vaciló, giró tres veces sobre sí mismo y se desplomó por tierra.

Arremolinose la gente, y recogiendo al caído le colocaron en un diván. En primera línea, el conde, la mujer y Silvestre esperaban. Un médico pulsó al accidentado:

—No es nada. Dentro de unos minutos ya estará en sí, aunque supongo que sin ganas de volver a empezar —aseguró riendo.

Eran las cuatro y media y había que irse, pues avisaban que iban a cerrar.

Perico Aljubarrota estrechó algunas manos amigas que se le tendían cordiales.

—¡Enhorabuena!

—¡Hay que ver qué puño!

—Lástima que no le haya matado usted.

La pobre nena le apretó las dos manos:

—¡Gracias, gracias! —suspiró emocionada.

Rio él:

—Que no es pa tanto, chiquilla... Si a alguien tienes algo que agradecerle, es a ése, que fue el primero.

Ella apretose contra el muchacho:

—¡Gracias, chiquillo!

* * *

Ya en la calle, y antes de disolverse el grupo, Julio halló medio de completar la comenzada explicación de su proyecto.

—Mira —dijo, encarándose con Serafín—: si consigo que nos reunamos bastantes, fundo una Sociedad... Para empezar, en Casa de Pascual mismo podía ser. Pero ha de tratarse de gente entera, dispuesta a no acostarse hasta que salga el sol. ¡Hasta nombre tengo ya!

Agrupados en torno a él los otros, cautiva la atención por el proyecto tentador, interrogaron:

—¡A ver!... ¡A ver!

Julio, muy grave, como quien revela un secreto de Estado, afirmó:

—Pues veréis... Podría llamarse La Bohemia Londinense.

II. La Casa de Pascual y La Bohemia Londinense

—¡Enchulao, lo que se llama enchulao! —aseguró el condesito, que presumía de chulo en el aquel del léxico, aunque, en honor de la verdad, armaba unos galimatías fantásticos, en que mezclaba palabras inglesas, americanas, latinas y hasta rusas, con términos del argot cosmopolita y del más rotundo madrileño, de una manera arbitraria, que resultaba de... novela un poco pasada de moda.

Julio protestó, dubitativo, con su habitual énfasis, un poquillo pedante y desafiador, generador de una impresión de gran fe en sí mismo, que, sin embargo, atenuada por su juventud, resultaba simpática:

—¡Hombre!..., tanto como enchulao... Lo que pasa es que Silvestre es un crío, y tiene sus puntas y ribetes de romántico, y claro, en cuanto ha encontrado una que le quiera...

Perico Aljubarrota riose, levemente irónico:

—¡Mon Dieu, quel gros mot! ¡Que le quiera! No eres tú nadie aplicando calificativos. ¡Pobres nenas! Como querer, no quieren a nadie; lo que les pasa es que son demasiado jóvenes para convertir el mundo en un mercado. Bueno unas horas; pero luego hay que tener el consuelo de una ilusión. Pase trabajar, luchar, sufrir...; pero a condición de, cuando van faltando las fuerzas, poder pensar: «¡Bah! Ya falta poco; dentro de un rato estaré con él.»

Ángel interrumpió:

—Algo hay de verdad en eso; pero también mucha literatura.

Carlos Márquez, un chico rubio, guapito, que, de muy buena familia, hacía, sin embargo, tiempo que rodaba entre las demás de vida airada, que con altruismo digno de elogio subvenían a sus necesidades, creyose en el deber de protestar:

—No, no creas eso. Cualquiera que te oyese —encarábase con el conde— creería que tus millones te han enseñado que con dinero todo se compra. Te diré, como en la zarzuela, que también la gente del pueblo tiene su corazoncito...

Con cierta viveza protestó el aristócrata ahora:

—Vosotros no sois pueblo; el pueblo es más rudo, más tosco, peor educado...; pero más sincero; vosotros sois... clase media. No habéis acabado de perder los defectos del pueblo —indiferencia, pereza, dejadez, abandono, violencia—, y habéis adquirido ya todos los de esa clase que llamáis aristocracia. Lo malo de todos, lo bueno de ninguno, pues que no tenéis el valor ciego y el apasionamiento de los de abajo, ni la serenidad y parsimonia, alimentada de orgullo, de los de arriba, y para colmo habéis añadido la intransigencia, una intransigencia feroz de inquisidores. Como os están vedadas muchas cosas, queréis que les estén vedadas a los demás. Envidia pura. Un gran afán de buena vida, de respetos, de dominio, de dinero... Y, por añadidura, miedo. Conquistar lo que no se tiene, sin exponerse a perder lo que se tiene. El pueblo es salvaje, pero es todo corazón, valor, impulso ciego. Alguna vez es malo, pero vale, vale mucho; sobre todo, sea como sea, es sincero.

—¡Y que ha hablao usted como el mismismo Padre Santo! Si es que tie muchismo talento el señor conde.

La voz que había resonado como un toque de clarín en los ámbitos de la taberna no era otra que la de la Juanito, una amable zurcidora de gustos, trotaconventos o guardiana de un templo venusto, que era una de las figuras relevantes que brillaban en casa de Pascual con luz propia.

Allí venía todas las noches al filo de las tres, casi siempre acompañada de descarriadas vestales, que para mayor ludibrio hacíanse acompañar de sus chulos o amantes de corazón, con quienes las señoras sabían mostrarse generosas, pues ya que tantos infligíanles la humillación de pagarlas, a alguien habían de pagar ellas.

La concurrencia en casa de Pascual era asaz heteróclita. Además del gabinete reservado, cuyas puertas abiertas de par en par no reservaban nada, donde había sentado sus reales La Bohemia Londinense (aquella Sociedad cuyo primer absurdo era el título, pues, la verdad, una agrupación que tenía por lema no acostarse hasta que saliese el sol, no parecía lógico bautizarla con el nombre o bajo la advocación de una capital en que imperaba el closet-time), la concurrencia era varia y numerosa.

Había que confesar que la casa de Pascual era simpática. En los tiempos de los chulos, los organilleros y los aficionaos, cuando la bohemia auténtica era algo y no había macarras ni castigadores, era la casa más típica y pintoresca de Madrid, en rivalidad con la casa de Eladio, la de Próculo. Tal vez en sus veladores, quemados de cigarros y manchados de peleón, mientras los cocheros de simón discutían a Canalejas, y un chulo —el Choronel, el Sombrero o el Corbata— le arreaba dos hostias a su coima porque en el baile de la Flor se había dejado parchear por el Niño Bonito o el Lunares, ante un plato de judías escribía ese excelso poeta que se llama Carrère la maravilla de sus rimas:


«Reina mía, yo robaré el tesoro
de la tiara papal
para tus cabellos de oro.
Y un espíritu burlón
que entre las frondas había,
al escuchar mi canción
se reía, se reía...»
 

O ese otro interesantísimo poeta que se llama Vidal y Planas, en una hora de desesperanzada quimera:


«Me voy haciendo viejo, y el corazón se seca.
¡Oh, qué sed más horrible!
Y la dulce Rebeca
no llega todavía.»
 

* * *

Y cada vez que sonase la puerta, alzaría los ojos con la esperanza de verla llegar.

Busconas, alcahuetas, mozas del partido, vestales de Tudescos, Andrés Borrego o la Ceres; hampones, chirles, truhanes, barateros, chulos, toreros y poetas arribaban de madrugada allí, como un náufrago hambriento arribaría a una isla, con la esperanza de comer. Porque había en aquellos tiempos aún esa cosa espantosa, incubadora de quimeras, que se llama hambre. Era algo terrible, parásito inseparable de los primeros años de lucha; pero también espoleador de voluntades. El hambre, el frío, el sueño, la soledad y la castidad forzada enseñaban el valor de comer, del buen lecho, del abrigo, de la amistad y del amor, y, es más: borraba hostiles barreras infranqueables, y predicaba un a modo de fraternidad humana. La necesidad actuaba de maestra con los que habían de ser, y encarecía humildad, enseñando compañerismo en este... valle de lágrimas. Grande o pequeña; todos tenían su quimera, quimera de amor, de gloria o de fortuna.

¡La gran incubadora de quimeras que era la casa de Pascual! Allí, allí habían vivido, pero... No; aún quedaba algo, deformado por los tiempos. La edad encantadora, verdadera edad de oro para las nobles señoras que hacen saldo de sus encantos, había pasado ya. En una bruma confusa, casi tan densa como para un erudito la esfumadora de la memoria de la Atlántida, alejábanse los tiempos felices en que un paseo en simón por la Florida tenía para ellas el maravilloso encanto de un viaje a la Cólquida en la nave Argos; en que un pañuelo de seda o una peineta de similor adquirían el valor del ceñidor, la peina y el collar de Afrodita, y un convite a unas magras con tomate era casi, casi cono recibir una invitación para cenar en casa de Lúculo; igual era para ellos un puro de quince o unas copas de Valdepeñas, y alternar con damas peseteras, cosas equiparables a pasar la soirée en casa de Solimán, el Magnífico. Para unas y otros, un duro era cosa equiparable, si no al Vellocino, a lo menos, a los tesoros de Alí—Babá o al oro que Salomón traía de Arabia.

¿Más felices? Claro que eran más felices, puesto que la felicidad está hecha de ilusiones y... vivían una ilusión. Ignorar es no desear. Si en unos años llegásemos a Marte, pensaríamos que nuestra vida era corta.

De todas maneras, la casa de Pascual, si no todo el carácter, conservaba mucho. Pero el carácter principal era... Pascual. Viejo ya, limpio, con esa limpieza popular, fresca y reluciente, era de los taberneros o mesoneros de antaño. Para la mayoría de los industriales de ahora, un cliente es... un duro, o cinco, o diez. Ni ellos han de tener más intervención en su vida que la del dinero que gastan, ni, a su vez, han de representar para el cliente sino la comodidad que proporcionan. Antes era otra cosa; se interesaban por el cliente, a poco que frecuentase la casa; tomaban parte en sus penas; se enorgullecían con sus triunfos, y cuando (y sucedía, vaya si sucedía) una llamarada de gloria iluminaba el nombre del cliente, algo les tocaba a ellos. Para eso en las horas de grandes penas, de tristezas y de apuros, sabían consolar, compadecer y... ¡hasta fiar!

Aquellos figones y aquellas tabernas eran otra cosa. Más familiares, más amigas, en las grandes soledades y las grandes zozobras hacían las veces de familia. ¿Cómo, solos frente a la vida, no mirar familiarmente al hombre gordo, parlanchín y jovial; a la vieja gruñona, orgullosa de su cocina, de que en ninguna parte se comía como en su casa, tan comprensiva, compasiva y buena, sin embargo, que recordaba a la vieja, a la madre lejana o muerta, y a los chavales que se revolcaban por el suelo, y a un descuido del padre, se comían las longanizas y se bebían el vino?

En fin, Pascual estaba allí bueno, optimista y cordial, resignado con los golpes adversos porque los mandaba Dios, respetuoso e inclinado ante los Poderes. Allí estaba la vieja, buena como el pan, guisando... ¡que se chupaba uno los dedos! Y allí, por último, el ex churumbel, que habíase trocado en un gigantón, buen mozo y buena persona.

Los camareros no desentonaban; eran muy nuevos, jóvenes, un poco provincianos o pueblerinos, sin necias pretensiones, contentos de que la gente comiese y se riese, por el aquel de que una casa de comidas no es una funeraria.

En cuanto al público... Verdad que al clásico cochero de manuela o simón, tan jovial, parlanchín y simpático («¡Cocherito, arrea!»), habíanlo sustituido los chauffeurs, con más pretensiones, pero, vamos, buenos chicos también, sobre todo, allí que no estaban para presumir, sino para descansar un rato entre amigos y decirles unas cuantas burradas a las niñas. Estas, de lo primero que no tenían nada era de niñas. Talluditas sí eran las más; pero, vamos, que mal del todo no estaban. Claro que los dichosos cabarets, más aburridos que un funeral de tercera, con sus sueldos tentadores de ocho, diez y hasta quince pesetas (¡!), más una peseta por botella y lo que las artistas se agenciaban, habían robado concurrencia, como habían robado señoritas al footing callejero de Peligros, Ancha de San Bernardo, Luna, Jacometrezo y San Marcos; pero así y todo había una morena con perfil de esfinge y ojos verdes, que valía la pena, y una rubia con ojos azules y rizos dorados, que no estaba mal... Vamos: «una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid». Las otras, incluso una pelirroja con pupilas grises, no desentonaban tampoco. Resumiendo: que, fuera de alguna coz que otra, andaban tal cual de maneras.

Ya había Ángel, ayudado por Pepe, observado todo esto y mucho más, e intentado interesar al conde y a Julio en los manejos de aquellas prójimas, y... ¡Silvestre sin venir!

Perico observó:

—Pues no está poco pelmazo vuestro amigo, y eso que le dije que se trajera a la novia de marras.

El otro, Fonseca, que al fin y al cabo, como buen norteño de las Astures, no podía olvidar las meigas, trasgos y hechizos, creyose en el caso de aclarar, interpretando a su manera:

—Es que está embrujado, pero lo que se dice embrujado. Yo no sé lo que le encuentro.

Al conde salió un chiste de una comedia de Benavente.

—Más vale que no te metas en averiguaciones.

Casto Márquez viose en el caso de informarles:

—A las dos entraron en el Universal...

La Juanito, que desde el cuarto contiguo no perdía palabra de la conversación, díjoles algo que ellos ignoraban y que ella, por las altas funciones de su ministerio, sabía:

—Muy encaprichá debe de andar la Lolita cuando no ha querido una proporción como la del Mousú Florini... —y como todos callasen en espera de la historia, tras recapitular y tomar fuerzas con un trago, prosiguió—: Pues na, que un día le conoció, creo que en el bar Flor, y se fue con ella... Pues va y le gusta tanto que desde entonces anda chalao, ciego, y no hace más que buscarla... ¡Hasta a mí vino con la embajada!...

Sintiose en aquel momento abrirse la puerta de la calle, y, como Julio diérase cuenta de que era la pareja expresada, encarose con la mujer:

—¡Vamos!... Calla... ¿Por qué no nos cuentas una de ladrones?

La Juanito, vejada, murmuró entre dientes:

—¡Tu padre!

En aquel mismo momento hicieron su entrada en el reservao Silvestre y Lolita, la que un mes antes salvaron de las brutalidades del chulo.

Guapo chico, como siempre, con el pelo un poquillo coloreado, levemente ambarino el cutis también, muy blancos los dientes y los ojos de almendradas esmeraldas, venía más exagerado si cabe. Porque, vamos a ver: ¿de qué le sirve a un hombre llevar del brazo a una mujer guapa si no es para vestirse como le dé la gana? Así, la gabardina se entallaba más y el sombrero, de terciopelo verde, se ladeaba con exceso.

Ella estaba más bonita; sí, ya es hora de decirlo francamente; más bonita, muy bonita.Un poco más delgada, el rostro anguloso afinábase más, y empalidecido, muy blanco, veteado de azuladas venas, parecía una carátula de alabastro en que un caprichoso artista hubiese incrustrado dos rojos corales por labios y dos prodigiosos zafiros por ojos.

Aunque, tal vez por imposición de Silvestre vestía más cocotte, no resultaba la estampa vulgar de la profesional de amor, sino más bien uno de esos modernos juguetes de ónix y de jade en que una mujercita posa de esfinge.

Ya entre sus amigos, Silvestre, parlanchín y exuberante, habló, desbordándose en hipérboles, contando cosas fantásticas y arbitrarias, exageraciones e inverosimilitudes con un fervor que diríase que del mismísimo Evangelio se trataba, y de vez en cuando, como creyese ver un gesto dubitativo o una sombra de sospecha a su veracidad en los ojos de los demás, rompía en seguridades, donde no faltaba ni la evocación del honor ni el juramento por su noble ascendencia.

Venían del cine, del Colonial y del Universal. Por cierto que al salir de éste, como ella, ¡naturalmente!, llamaba la atención, unos pelmazos se permitieron decir... Eso sí, fue él y se encaró con ellos, y acercándose a uno le cogió por la solapa y le dijo: «Oiga, pollo, a ver si va a poder ser que mire usted a su señora madre». Claro que se las najó, desfilando con unos balbuceos... Es lo que tenía ir con ella. Todo el mundo la miraba, que parecía querer comérsela, y era un conflicto los que se paraban a mirarla en la calle... ¡Ni a un tranvía se podía subir!

Había ido a tropezar con la especialidad del conde, las broncas en que se las daba de muy chulo, y olvidó la impaciencia de la espera para contar lances sensacionales de los que le gustaban a él.

—Pues si es lo que pasa... ¡Es mucho Madrid éste! Una noche salía yo de la Embajada inglesa, de un baile en honor de un príncipe asiático, y me encontré con que tenía una sed atroz, y los cafés estaban cerrados. ¿Un cabaret?... ¡Bah!, entre la impertinencia idiota de los frecuentadores de cabaret y la gente de la taberna, más o menos ordinaria, pero buena en el fondo, simpática y leal, que no se escuda en el anónimo de la masa, en que para colmo hay mujeres a que un hombre que de tal se precie no va a ofender, para hacer o decir, sino que da la cara y sostiene lo dicho, prefiero esto; es más de hombres, más leal y más bonito. Había una taberna humilde, una de esas tabernas de barrio, que eran para cocheros y albañiles a modo de club o casino, pero donde faltaba la población flotante, precisamente la jaranera y turbulenta. ¡Bah!, no iban a comerme. Y me metí allí. Había poca gente, y era humilde y respetuosa. Pedí de beber, me sentí Mecenas e invité a los demás... Todo iba bien, cuando por un capricho de la señora Fatalidad penetró allí una de esas pandillas absurdas que, por no saber, no sé ni cómo calificar. Componíanla uno de esos ridículos señoritos estudiantes que no estudian en mal de perpetuo suspenso, o empleados sin empleo a horteras sin mostrador, por causa de quiebra o más comúnmente por torpeza o irregularidades suyas, señorito que habíase sentido en el deber de alternar, e invitado a un chauffeur aburrido ahora en espera de sus señores, a quien conociera en casa de la Pinocha, un tipo con cara de golfo, de crápula mejor, de color materia, calva incipiente y dientes negros de tabaco, vino y mercurio. Con ellos venían dos troteras cochambrosas que parecían una de esas láminas de los libros de medicina, con todas las enfermedades venéreas. Debían tener ganas de bronca o creer que eso vestía mucho, por cuanto pretendieron chulearse de mí. Pero como en vez de amilanarme agarré una banqueta y empecé a hacer molinetes, se ahuecaron.

Julio, un poco fantasmón y pinturero, sintió el prurito de presumir también:

—¡Si todos son unos blancos! En cuanto miro a uno se raja.

Pero Lolita no debía apasionarse mucho con tales propósitos, por cuanto con un pretexto cualquiera salió.

Silvestre aparentó no prestar atención, pero es el caso que desde que la mujer saliera mostrose nerviosillo, inquieto. Así y todo, disimuló hablando:

—Si este dichoso Madrid es de lo que no se ve. Lo que pasa aquí no pasa en ninguna parte. Todo el mundo se cree con derecho de meterse en todo, de decirle chicoleos a la mujer de su prójimo, de mirarlo todo.

Sagaz e implacable, apuntó Perico:

—El que no hace ahora más que mirar a la puerta eres tú... ¿Celitos?

El chiquillo protestó enérgico:

—¿Celos yo?... Vamos, hombre... ¿Por quién me has tomado?

Pero, pese a sus protestas, la verdad era que no quitaba ojo de la puerta por donde saliera su novia y que aguzaba el oído para tratar de pescar algo.

Así pasó un rato, sin que volviese ella. Las pruebas de inquietud y de impaciencia iban en aumento, y al fin, no pudiendo resistir más, se puso en pie:

—Voy a ver qué tripa se le ha roto.

Previendo una catástrofe, el conde metió todo a barato.

—No te apures, ya vendrá.

Julio quiso colaborar en la empresa, diplomático, y, pensando en algo que pudiese distraer a su amigo, le habló del traje:

—¿Sabes que la ropa ésa te cae al pelo? Pero me gusta más Mata... Mira, me ha hecho un gabán...

Pero Fonseca no les hizo caso, y se precipitó fuera. En la trastienda, en pie, en un rincón, la Juanito y Lolita discutían en voz baja acaloradamente.

Al verle, la zurcidora de voluntades inició una excusa. Lolita, menos ducha en tales lides, quiso disimular, vendiéndose:

—Sí, ahora voy... No te impacientes. La Juanito me decía...

Silvestre retrocedió y, entrando en el cuarto, dejose caer en una silla:

—¡Me engaña! No sé lo que maquinaba con la Juanito.

Como la cosa tenía mal arreglo, Aljubarrota filosofó:

—Mira, dice el refrán castellano que la cabra siempre tira al monte. Pues bien, la grulla siempre tira al parque zoológico.

III. La Ergástula

De aquel nombre, un poquillo pedante, desproporcionado desde luego al objeto y vagamente tocado de erudición a la violeta, tenía Aljubarrota la culpa.

Érase aquélla una taberna o casa de vinos y comidas con, por culpa de la pícara modernidad, pretensiones de bar y restaurant. En honor de la verdad, no se parecía nada a la de Pascual. No es que fuese ni peor ni mejor, era sencillamente distinta.

El dueño, simpático, educado y cortés, padecía indigestiones intermitentes (quizá por culpa de una parte del público que frecuentaba su casa) de literatura. La literatura resulta cosa malsana, que aplicada a la vida la deforma; no sirve más que para reflejarla, llegándose a la absurda paradoja de que en vez de reflejar la literatura a la vida, refleja la vida a la literatura. Sucede con ella como con un espejo: es inútil que con gestos violentos o melosos queramos que devuelva una imagen diferente; siempre refleja lo que frente a él se coloca. Es, pues, el caso que Evaristo Rodríguez, al instalar su casa, pretendió hacer algo muy moderno, elegante, chic (le había gustado la palabreja), y consiguiolo en parte... en los detalles externos.

El primer problema que se le presentó fue bautizar el establecimiento. Ignoraba, por lo visto, la moda, en boga en París y Londres, de poner nombres muy sencillos, familiares —la Casa de mi Cuñado, la Rectoral del Señor Cura, el Punto de cita de Cocheros y Chauffeurs, el Puchero Viejo, Como en Casa de la Abuelita— a los lugares destinados para usos vulgares; y, rezagado aún a los tiempos de nombres pomposos y evocaciones legendarias y fabulosas, torturó su caletre en busca del deseado nombre.

Rechazó primero los oficios de Alberto, el camarero, pues aunque se decía poeta y había publicado algunos versos en La Hoja de Parra, Ahí Va y Muchas Gracias, a fuerza de verle y oírle discutir con la cocinera si los callos le salían duros, no le inspiraba sino una confianza mediocre. Además, aquel título, «Al Banquete de los Dioses», no le sonaba bien. Mirado desde el punto de vista piadoso, era una herejía, y mirado a la manera socialista, cosa con exceso piadosa. La opinión de Damián, otro camarero, no valía, pues aparte de que «El Pedal Deportivo», «El Motor de Cocina», el «HP. Valdepeñas» y otros no le gustaban, ya se sabía que el tal Damián carecía de amor al oficio y era camarero a regañadientes, en espera de la hora de sus triunfos deportivos. El foot-ball y el boxeo le tiraban mucho, pero por lo menos quería ser chauffeur (él decía chófor), como sus amigos y la mayoría de la concurrencia.

Porque aquí venía otro cantar. ¿A quién, vamos a ver, a quién pedir consejo? Casi todos pertenecían al gremio de los mecánicos, buenos chicos, sí, pero unos locos, a juicio de don Evaristo. ¡Todos unos locos! ¡Algunos, unos chiquillos, pero locos todos! En torno a ellos andaba a ver lo que se pescaba (por el pronto, paseos en el pescante, algún cigarro y, de venir las cosas bien dadas, una cena, si se terciaba), algún grifo (el nombre de este animal fabuloso, que en realidad pertenece a la fauna jurásica, ante sus ojos no quería decir tal, sino un griffon, uno de esos lanudos chuchos que aman las señoras y que por nada deja a su ama, que va pegado a ella y pegado a ella se instala en el coche, sino que por error de pronunciación, acompañado de amable ignorancia, han bautizado ellos así a esos golfos entrometidos y pegajosos que en sus alrededores pululan a verlas venir), Crispín, el betunero, con su pelambre dorada y su cara sucia y... las señoras.

Las tales señoras merecen capítulo aparte, y se lo dedicaremos, luego de explicar los orígenes del nombre.

En cuanto al tercer mozo, Gorgonio, era gallego, cerradillo él, y... de mundo no había visto sino Muinos y Betanzos, así que Madrid era su pasmo y admiración. Otro cero a la izquierda.

Perplejo estaba el amo cuando Perico Aljubarrota, que caía por allí de vez en cuando, por mor de una fabada riquísima y unas judías a la bretona bastante aceptables, a más de su perenne amor a lo pintoresco, al contarle don Evaristo su cuita tuvo un desplante neroniano:

—Llámelo usted... La Ergástula.

Díjolo en una momentánea sensación de sensaciones, y sólo con el valor de una salida de tono, una de esas patochadas a que tan aficionado era él; pero al ver tomarlo en serio, arrepintiose. Era ya tarde, y el amo, obligado por aquel bautismo aristocrático y que además tenía un cabalismo sibilino de oráculo antiguo, lo aceptó.

Pero, al fin y al cabo, el nombre, aunque un poco cínico y desproporcionado, no era del todo impropio.

Y hemos llegado al prometido párrafo por en, sin, ser, sobre las damas, aquellas señoritas.

Como el barrio era harto propicio, uno de esos barrios del viejo Madrid, lleno de prostíbulos, cocheras, tabernas, carbonerías, cesterías y cacharrerías, las tales pululaban en él. Arrojadas del centro por una ola de moral, como las cortesanas de Pompeya y Herculano debieron huir de la ola de fuego, huyeron ellas de la policía. La ciudad encantada no era propicia ya a esos falansterios bautizados con los nombres de sus dueñas. Decíase, hace años: la casa de la Matildona, la de la Granadina, la de Pilar o la de Enriqueta como se nos habla del reino de Cleopatra, de Semíramis o de Pentesilea, y hasta se hablaba de la academia de bailes de Manolito como se recuerdan los esplendores de los Ptolomeos. Ahora no, las buenas señoras han visto vacilar sus tronos, y en estos vulgares tiempos de igualdad han vuelto al anónimo de la impersonalidad. Pero como, al igual que en el desierto a los israelitas que estaban, como diría un chulo ahora, boqueras, les asaltaron las livianas sacerdotisas de Baal-Fegor, así en las calles, callejones y encrucijadas de Madrid quedan amables criaturas que detienen por la manga, mientras pronuncian palabras prometedoras.

No es cosa, sin embargo, de que las pobrecitas estén condenadas a caminar sin cesar cual nuevo judío errante, y así necesitan puertos de arribada donde descansar de sus trabajos y oasis espirituales para reposar sus espíritus, y La Ergástula era una de ellas.

Aquella noche estaba allí la Zahorí, que, pese al apodo cañí, con su belleza fina y repujada a una, sus ojos grandes y su elegancia exagerada, en que la capa de raso negro encerraba como un estuche la gracia leve del traje de tules blancos.

Contrastaba con ella, más vulgar y frondosa, más blanca, rubia y mantecosa, pero apetitosa en sus exuberancias, la Holandesa. Guapetona, alta garbosa y hasta con cierto chic goyesco, la Pepe-Hillo, una tanguista con hechuras que valiéronle por apodo el nombre del torero famoso. No tan bien, pero tampoco mal, estaba la Sucy, a quien un chauffeur traía a mal traer; la Casta, que no honraba su nombre, y la Conchita. Había luego cuatro o cinco francesas que chillaban mucho y hablaban de su carnet como si de emprender un circuito deportivo se tratase.

Todas estas damas, menos la Zahorí y la Pepe-Hillo, que envueltas en su dignidad, que no les abrigaba gran cosa, y en su elegancia, que les abrigaba algo más, iban y venían por el comedor, se peleaban con los mecánicos, despreciaban o importunaban con sus amores.

Ellos, o en traje de servicio (cuando habían dejado el coche a la puerta) o de faena o de paisano (perdían un cincuenta por ciento, pues su apostura resuelta desaparecía sin que adquiriesen elegancia señoril), hablaban de sus cosas, hacían proyectos de locas magnificencias en que harían esto y lo otro, siempre a base de viajes, de juergas, de cenas pantagruélicas y de gachís, al lado de las que las huríes del paraíso de Mahoma eran vestales del Botánico o la calle de la Beneficencia, o bien jactábanse de absurdas aventuras en que su valor o malicia habían triunfado. Alguna vez hablaban de política con un socialismo torpe y sin fe, pues que convivían con los ricos del mundo y manejaban dinero, y el dinero es un veneno que se infiltra en la vida e inutiliza mucho más con la complicidad de la necesidad. No eran pueblo, pueblo bárbaro y magnífico, con pasiones como fuerzas vírgenes contenidas, ni habían llegado aún a ser burgueses. Sus rebeldías anárquicas no habían sido azotadas por una catástrofe, sino minadas poco a poco por pequeños placeres y privaciones crueles.

Eran el Sonrisa, el Gallego, Pepe el Prisas, el Polito, Ponzano.

Hablaban mucho, fumaban, gesticulaban unas veces con violencia, otra con afectadas maneras concentradas, meticulosos de tener mucha educación. Los había exuberantes como niños, rotundos y chulescos, enfáticos y filosóficos, severos y prosopopéyicos. Por las damas mostraban, o un deseo exasperado o un desdén cansado; las miraban siempre, o como la mujer, que puede darles o negarles maravillosos paraísos, o como un ser inferior, indigno de ser tenido en cuenta.

El condesito, instalado allí en espera de Silvestre y Lolita, observaba, como siempre. Su presencia había despertado, primero, cierta expectación, sobre todo, entre unos horteras endomingados que se daban un banquete de conejo, algunos saludos respetuosos y después nada.

¡Cuánto tardaban ésos! Los amores de su amigo y la nena iban mal; lo que sucedía no llegaba a saberlo, pero... Silvestre parecía haber tomado las cosas en serio, tan en serio que, no contento con jugar a Hero y Leandro, empezaba a querer jugar al... ¡Otelo! Ella, mujer al fin, pasada la primera ilusión, deseaba muchas, muchas cosas, y... ¡no tenían dinero! Pero no es que pasasen apuros y corriesen temporales, era que su vida entera constituía un temporal deshecho. Aun él pasaba mil apuros, pero tenía casa y yantar seguros y un papá que subvenía a sus necesidades perentorias de vestir, fumar... Pero ella no, ella tenía que buscarse la vida, y Silvestre era una rémora. Claro que él sufría de verla sufrir, pero no es lo mismo en las bárbaras leyes del egoísmo humano sufrir que ver sufrir, por mucho que se ame a la víctima.

Perico empezaba a impacientarse, cuando creyó ver una silueta conocida que avanzaba por el pasillo. ¡Cosa más rara! Conocedores de sus costumbres, ¿cómo supondrían que estaba en un gabinete reservado? Alzose rápido para ir a llamar a Lolita, pues era ella sola, pero al llegar a la puerta del pasillo se detuvo.

Era ella, ella, grácil, ligera y bellísima. No tuvo, sin embargo, tiempo de llamarla, porque un nuevo personaje entraba en escena. Era una dama vieja, enlutada, de aspecto venerable. Envuelta en su manto negro caminaba encorvada. ¡Cosa más rara! Diríase una bruja injerta en pensionista, la viuda de un comandante o una señorita de clases pasivas, devota y redicha. Sin embargo, su tranquilidad y seguridad de orientación desmentía el aspecto bien y daba mucho que pensar. No diéronle tiempo para ello, porque sin vacilación la querida de Silvestre salió a su encuentro y ambas entablaron larga y agitada conversación.

Perplejo, sin saber qué hacer, Aljubarrota permanecía irresoluto, cuando una de las veces, que desviando los ojos del grupo miraba a la calle, vio pasar a Silvestre, rápido, como quien llega tarde a una cita.

¡Catástrofe! Conocía la pueril violencia de su amigo y sabía que haría mil inútiles incongruencias. No, no. Lo primero era evitar escenas, luego él hablaría a la mujer, le afearía su conducta, sobre todo, sabría.

Hizo su entrada:

—¡Lolita! ¡Silvestre que viene!

Sin disimular la aventurilla, empujó a la vieja hacia las cocinas y, cogiéndose del brazo de Perico, murmuró casi suplicante:

—¡Ven!

Luego, mientras entraba Silvestre, susurró con disimulo:

—¡Calla, por Dios! Te contaré...

IV. De la selva virgen al... Jardín de Armida.

¡Río de Janeiro!... ¿Por qué se llamaría así aquel café o bar? ¡Vaya usted a saber! Sí, verdad, que había un rico café brasileño, pero... Quizá fuera el origen ése, pero, indudablemente, la fantasía del dueño, tentada por la visión de las tierras lejanas y quiméricas, debió contribuir.

Érase el local un verdadero bar a la americana, a la manera de los de New-York o Londres, pero en miniatura, donde, por raro contrasentido, no se expendía ninguna de las cosas propias de un bar.

Perico Aljubarrota, mientras esperaba a Lola, que le había rogado que fuese allí precisamente, y solo, para más misterio, pues necesitaba hablar con él, examinó la concurrencia. Los más, unos buenos señores que iban allí a ofrecerse un regalo, a degustar rico café mientras llegaba la hora de la oficina o la tienda; fuera de ellos... Sí; allá, en un rincón, había una mujercita rubia, rodeada de cuatro o cinco chicos con facha de sportsmen, elegantitos, bastante exagerados, fumando cigarrillos turcos.

Ellos sí se dieron con el codo y murmuraron en voz baja cuando entró el conde. Para no instalarse al alcance de su inspección inquisitiva, fue él al otro extremo del café. Allí esperaba, no diré yo que paciente.

Cuando empezaba a cansarse de la espera, abriose la puerta, y una mujercita de muy modesto pergeño, recatado ademán y discreto andar, penetró en el local. ¡Lolita!

Perico la tendió la mano con ademán de levantarse.

—¡Chiquilla!... —Luego, sin poderse guardar para sí sus impresiones asombrosas—: ¡Hija, qué modesta vienes! Has reñido con Silvestre o te ha tocado el Señor con su dedo.

No cogió la ironía. En tono muy triste, aseguró:

—Es que vengo muy triste, muy triste.

—¿Muy triste?... Pero ¿por qué, chiquilla?

Puso ojos de infinita pero resignada tristeza:

—Porque la vida es así... Ya ves: ni valor he tenido para vestirme.

¡Malo! La sensación confusa sin concluir de definir que la presencia de la mujer produjo en él, aclarose súbitamente, sin razón ni motivos aparentes. Tenía el conde la donosa teoría de que los seres llamativos, sensacionales, turbulentos, no hacían daño nunca. Si algún daño traían aparejado era en el relativo a la vida social, y eso no importaba gran cosa. Sin querer recordaba siempre el decir de tía Dorotea: «Del agua mansa no te fíes». Cuando una persona está llamando la atención no suele ofrecer grandes riesgos. Lo grave es cuando intenta pasar desapercibida, borrarse, esfumarse en el rincón, confundirse con las sombras anónimas.

Quiso profundizar más, y lanzó hábilmente la sonda:

—No digas eso, nena. La vida, verdad es que tiene sus quiebras; pero tú no puedes quejarte. —Y a un gesto dubitativo de ella—: No; no puedes quejarte. Silvestre te adora...

Torció ella el gesto y aseguró:

—Un loco.

—Bueno —cedió él—; pero un loco que te adora.

Con inesperada firmeza aseguró ella:

—No basta... Con el amor solo no se vive.

Lo que su experiencia le hacía ver venir era un gran desengaño para Perico, más que un desengaño, remachamientos sobre un desengaño clavado hacía mucho en el corazón. Indagó:

—Entonces no le quieres ya.

No puso ella la apasionada rebeldía que esperaba él, sino que habló serena; triste, pero resuelta, tranquila, y no puede olvidarse que la calma es la fría máscara del desamor:

—Sí le quiero; pero... ¡no puede ser! La vida —siguió— es la vida; es muy dura, muy cruel; pero... es. La juventud pasa y hay que pensar en el día de mañana. Si Silvestre fuese muy rico, muy rico, no habría nada que decir; si fuese libre me casaría con él, y a su lado lucharía; pero ni es rico ni libre. Sus padres le harán casarse cualquier día, y me veré más vieja, fea, sola y pobre.

Con disimulo, Aljubarrota contemplola un minuto. La frialdad de aquella mujer, su serenidad, su atroz ciencia del vivir, le helaba. Sentía tentaciones de ser brutal, cínico, grosero; pero se contuvo, y con voz indiferente interrogó:

—¿Y qué querías de mí?... ¿Dinero?

Rió ella ahora, tornada de súbito cínicamente jovial:

—¡Qué cosas tienes!... No, hombre; estate tranquilo, que el tiro no va contra tu dinero. Quería que tú le dieses a Silvestre esta carta. Es buen chico, tendrá pena, y no me gusta que sufra. Tú, que tienes mundo y experiencia, sabrás dorarle la píldora, consolarle. Es un loco; buen chico, pero loco, y se le pasará pronto si tú lo arreglas.

Tornó a interrogar:

—Entonces, ¿te vas?... ¿No volveremos a vernos?

Bromeó la prójima:

—No tanto. El mundo es pequeño, y claro que nos veremos. Sobre todo, espero volverte a ver, porque será señal de que mis cosas van bien. —Hizo una breve pausa. Reanudó, cogiendo el hilo—: Entonces quedamos en que le darás la carta.

—Ahora mismo.

Ambos pusiéronse de pie, y con un fuerte soke hand se despidieron. Luego cada uno siguió su camino; ella, alegre; un poco melancólico Aljubarrota, como quien ve a un pájaro dejar el nido para siempre...

* * *

Apenas solo, lanzose Perico a su Rolls-Royce:

—¡A escape!... Al bar Flor.

El mecánico, sin acabar de comprenderle, más por lo inverosímil (en su opinión) de las frecuentaciones del señor que por ignorancia, mirole extrañado.

Pedro repitió impaciente:

—¿No me ha oído usted? Al bar Flor, y ligeritos.

El auto arrancó, y enfilando la calle de Alcalá, encaminose con impulsos de vuelo al sitio indicado. Ya allí, siempre con ligereza de patinador, lanzose dentro.

Alegre, cordial, bullicioso, tenía algo (no todo) de los lugares cosmopolitas de deporte. En pie ante el mostrador, algunos deportistas —boxeadores, pugilistas, luchadores, saltadores, motoristas y corredores— discutían de deportes, interrumpiéndose de vez en cuando para decir unos chicoleos a una guapa chica que hacía un tránsito sensacional camino de los salones.

Aljubarrota saludó desde lejos con la mano a unos amigos, y metiose dentro. Chicas, muchas chicas guapas, provocativas y jarifas, hablando a gritos, riendo bulliciosas con una alegría cuyo objeto era llamar la atención de los hombres —comerciantes, horteras, empleados, artistas, militares—; sobre todo, los militares les traían a maltraer. Había una peña de cadetes en vacaciones... Ellos y sus amigos, en especial los amigos, unos chiquillos alrededor de los veinte años, que se las echaban de castigadores y presumían mucho.

En una mesa, Silvestre, solo, parecía triste y abatido. A él fue derecho el conde. Antes da que tuviese tiempo de hablar, le abordó impaciente el chiquillo:

—¿No sabes lo que me pasa?... ¡Lolita es una golfa! ¡Me deja por otro!

Perico Aljubarrota ahogó todo conato de ironía, sacó de la petaca de esmalte un Abdulla, ofreció otro al desesperado amante y habló:

—¡Calma, chiquito, calma! Me vas a oír con tranquilidad, sin alterarte, sin grandes explosiones de ira ni pena, como oirías a un hermano mayor.

Realmente, el tono y el ademán eran fraternales. Siguió:

—Yo ya voy siendo viejo, y te aseguro que no hay una mujer en el mundo que merezca que padezcamos por ella. Son... buenas unas veces, malas otras, vacilantes algunas... La comparación de la veleta es exacta. Según de donde sopla el viento, así señalan una dirección u otra.

—¿Lola? —interrumpió Fonseca.

—Como todas —aseguró Perico—. Ni mejor ni peor.

El amante fue a lo que le interesaba:

—¡No me quiere!

Aljubarrota fue compasivo:

—Sí te quiere; pero..., mira, la vida es muy cruel, tiene muchas necesidades... Ya sabes que en el verso de Nervo, una de las sirenas que cantan es... el dinero.

Suspiró Fonseca:

—¡Feliz tú, que, como lo tienes, no necesitas preocuparte, y te pueden querer!

Con vehemencia protestó:

—¡No, no! Eso no es querer... Querrán mi dinero, pero a mí, no... Mira, el dinero brilla tanto, que deslumbra y no deja ver a quien lo tiene en la mano. No; con dinero no nos quieren; nos da el vil metal la misma cualidad del rey Midas. Todo lo que tocamos se vuelve oro. Sentimientos, ilusiones, amores, hasta los odios... ¡se hacen oro!... Para la vida animal, material, si prefieres, es el poder para tenerlo todo. En la vida espiritual, nada. El oro seca todo lo que toca.

Como le viese más calmado, diole la carta, y mientras leía le observó. Viole leerla, y al acabar estrujarla, mientras se le llenaban de lágrimas los ojos. Compasivo, le dio una palmada en el hombro:

—¡Vaya, hombre, que no es para tanto!... Si se va, que se vaya bendita de Dios. Eres joven, y las tendrás a montones. Créete: esta novela no debe tener en tu vida otro valor que el de una aventura: Hasta Julio tendrá que disolver La Bohemia Londinense. Al fin y al cabo, es el destino de todas las bohemias. Son un ensueño de amor o de gloria, un vaso de vino y un cigarro.


Publicado el 16 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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