Cuentos de Color de Rosa

Antonio de Trueba


Cuentos, Colección



A Teresa

Estos cuentos te dedico, amor mío, porque son lo más honrado que ha salido de mi pluma, y porque tu alma angelical y enamorada me ha hecho sentir mucho de lo hermoso y puro y santo que he pretendido trasladar a ellos.

Llámoles CUENTOS DE COLOR DE ROSA, porque son el reverso de la medalla de la literatura pesimista que se complace en presentar el mundo como un infinito desierto en que no brota una flor, y la vida como una perpetua noche en que no brilla una estrella.

Yo, pobre hijo de Adán, en quien la maldición del Señor a nuestros primeros padres no ha dejado de cumplirse un solo día desde que, niño aún, abandoné mis queridos valles de las Encartaciones; yo tendré amor a la vida y no me creeré desterrado en el mundo mientras en él existan Dios, la amistad, el amor, la familia, el sol que me sonríe cada mañana, la luna que me alumbra cada noche, y las flores y los pájaros que me visitan cada primavera.

En el momento en que esto te digo, a ambos nos sonríe a esperanza más hermosa de mi vida: antes que el sol canicular marchite las flores que están brotando, refrescarán nuestra frente las auras de las Encartaciones. El noble y sencillo anciano, que ya se honra y te honrará dándote el nombre de hija, recorre alborozado la aldea, y con el rostro bañado en lágrimas de regocijo, dice a los compañeros de mi infancia:

— ¡Mis hijos vienen! ¡Mi hijo vuelve a saludar estos valles con el ardiente amor que les tenía al darles la despedida más de veinte años ha!

Y los compañeros de mi infancia, que, como yo, siguen la jornada de la vida glorificando a Dios, que les da aliento para no desmayar en ella, participan del regocijo de nuestro padre.

Y nuestro padre y nuestros hermanos piensan a todas horas en nosotros, y utilizan todas las galas de la pobreza para embellecer la morada que han de ofrecernos, y cada vez que se asoman a la ventana esperan vernos aparecer por aquella colina por donde me vieron desaparecer más de veinte años ha.

Si hasta al alcance de los que son tan pobres como nosotros pone Dios en el mundo esta felicidad que tú y yo sentimos, ¿qué es lo que quieren del mundo esos insensatos que se juzgan desterrados en él? Si esperaban hallar en la tierra el cielo, ¿qué es lo que esperaban hallar después de la vida?

Aceptemos, amor mío, el camino tal como Dios nos le ofrece, que, esperándonos al fin de la jornada un eterno paraíso, bastante ha hecho Dios con poner a nuestro paso un manantial y un árbol donde se refrigere el alma y descanse el cuerpo: la religión y la familia.

Al escribir los CUENTOS DE COLOR DE ROSA, cuyo mérito consiste para mí en ir unida a ellos tu memoria y la de mis valles nativos, esto pensaba y esto sentía tu

ANTONIO.

Madrid, abril de 1859.

Por qué hay un poeta más y un labrador menos

I

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, demos principio a LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA, y démosle evocando los amados recuerdos de aquel rinconcito del mundo que se llama las Encartaciones de Vizcaya, donde aprendí a amar a Dios, a la familia, a la Patria y al trabajo.

Inspirado por estos recuerdos y por ti, dulce amor mío, cuyo corazón ha de ser el primero que conmuevan, y cuyos ojos han de ser los primeros que humedezcan, ¡cómo no han de ser puras, sentidas, honradas, estas sencillas narraciones, que tienen por principal objeto la glorificación de Dios y la familia y la Patria!

La azada encalleció mis manos de niño, y la pluma, más pesada aún que la azada, seca mis manos de hombre. ¿Quieres saber por qué hay en el mundo un poeta más y un labrador menos? Pues escucha éste que sólo tiene de cuento la condición de cosa contada, y de color de rosa los matices que cubren su fondo pavoroso y negro.

Era un caluroso día del mes de julio. Al sonar las doce en el campanario que se alzaba allá abajo, en el fondo del verde y hermoso valle, en una de cuyas vertientes estaba nuestra casa, todos los que trabajábamos en las heredados, unos en la siega del trigo, otros en la salla de la borona1, soltamos la hoz o la azada y nos encaminamos alegremente a nuestros hogares, en cuyo camino nos habían precedido media hora antes las hacendosas madres de familia, que levantaban de cada hogar una azulada columnita de humo, preparando la comida para cuando el ansiado toque de la campana parroquial nos dijese: «Ea, al hogar, al hogar, que los que trabajan desde que el sol despunta, justo es que se alimenten y descansen cuando el sol llega al cenit».

Durante la canícula, el descanso era de doce a dos. Cuando las dos campanadas de la parroquia anunciaban que la siesta había terminado, ¡qué satisfechos tornábamos a las heredades! ¡Qué satisfechos de aquellas dos horas de solaz y descanso, cuya mayor parte había pasado la gente joven riendo y charlando a la sombra de los frutales!

Nuestra casa estaba aislada y medio escondida en un bosquecillo de nogales y cerezos, y como trescientos pasos más abajo, había otras tres unidas bajo un solo techo y también medio ocultas entre los árboles. Como el campo contiguo a nuestra casa era amenísimo en el verano, porque le daban sombra y fruta los árboles que le poblaban, y frescura un claro arroyuelo que a un extremo de él corría entre sauces y avellanos, allí era adonde subía a pasar la siesta la gente joven y aun la gente madura de las casas vecinas, y de otras esparcidas en aquellas inmediaciones.

Era, como he, dicho, un caluroso día del mes de julio, y en el campo contiguo a nuestra casa nos íbamos reuniendo a pasar la siesta todos los moradores del barriecillo.

Pero ¡ay!, al decir todos, incurro en una inexactitud, porque faltaban allí los jóvenes más lozanos y útiles de la aldea. La guerra civil desolaba entonces a España, y particularmente a las Provincias Vascongadas, si bien hacia algunos meses que sus estragos no se dejaban apenas sentir en las Encartaciones, y todos los mozos útiles para manejar el fusil estaban en el ejército carlista, en el que forzosamente se les hacía ingresar así que cumplían diez y siete años, y aun de menor edad si su desarrollo físico se anticipaba2.

Aquel día la conversación era muy triste, pues giraba sobre los estragos que el anterior había causado una columna de tropas de la Reina en una aldea cercana.

Un chico que estaba subido en un cerezo, cogiendo cerezas en un cestillo de asa, exclamó con terror.

— ¡Un cristino! ¡Un cristino!

— ¡Un cristino! ¿Dónde? — le preguntamos todos, no menos aterrorizados que él y mirando todas partes.

— En las Pasadas — contestó el chico, bajando del cerezo con tal precipitación, que dejaba pendiente de una rama el cestillo medio lleno de cerezas.

Dirigimos todos la vista con ansiedad y espanto hacia las Pasadas, que era una alturita interpuesta entre la montaña y las heredades que se extendían más arriba de nuestra casa, y, e efecto, vimos a un cristino arrimado al grueso tronco de un castaño, como si quisiese oculta se de aquel modo.

El nombre de cristino se daba, generalmente a los defensores de la Reina Isabel, entonces niña y bajo la tutela de su madre la Reina gobernadora Doña María Cristina. El terror que inspiraba su presencia en nuestros valles y montañas era grande, y se concibe teniendo en cuenta que, como consideraban país enemigo al nuestro, cuyos jóvenes estaban en el ejército carlista, le estragaban horriblemente donde quiera que ponía la planta. La guerra, que Dios maldiga, y sobre todo la guerra civil, no tiene entrañas ni conoce la justicia, sea cual sufro la bandera que sustente.

A la parte opuesta de la alturita donde aparecía el cristino, cuya cualidad de tal nos manifestaba su uniforme; había una cañada, donde no dudamos se hallaría el cuerpo a que pertenecía aquel soldado.

En un instante quedó desierto el campo, porque no hubo quien no huyese despavorido a poner en salvo ganados, ropas, viandas, cuanto era posible ocultar, como se hacía siempre que los cristinos aparecían, y aun cuando aparecían los carlistas, en cuyas tropas no faltaban soldadesca que también tratase como país enemigo, al nuestro.

Nuestra casa era la que más inminente riesgo corría, pues era la que más cerca tenía a los cristinos, y mientras mi hermano y yo sacábamos de la cuadra los bueyes y las vacas para huir con ellos por una sombría estrada a un espeso castañar que se extendía a la falda de una de las montañas que dominaban la casa, mis padres escondían en ésta lo mejor que en ella quedaba.

Cuando mi padre hubo terminado esta tarea, se asomó a la ventana y vio que el cristino descendía lentamente y como temeroso de la alturita, parándose a cada instante y como procurando ocultarse entre los árboles, dando largos rodeos para evitar el terreno despejado. Por más que mi padre miraba a la cima de las colinas, no descubría más hombres que aquél.

— Marta — dijo a mi madre— , el cristino baja...

— ¡Dios nos favorezca! — exclamó mi madre— , interrumpiéndole aterrada.

— Pero baja solo, y... no es tal cristino...

— ¿Pues no lo ha de ser, si tiene capote gris, correaje blanco y morrión? Si fuera carlista, tendría capote castaño, canana y boina.

— Pero es posible que no sea cristino ni carlista.

— Pero hombre, ¿estás loco? ¿Qué ha de ser, si no?

— Ni una cosa ni otra: un desgraciado.

— ¡Ah! ¡Dios quiera que eso sea! — exclamó mi madre alzando los ojos al cielo, consolada con un rayo de esperanza.

¡Mi madre pidiendo a Dios que un hombre fuese un desgraciado! ¡Santa y dulce madre mía! ¡Qué singulares paradojas ofrece la vida humana!

El cristino estaba ya bajo los nogales y los cerezos, y ninguno otro asomaba por ninguna parte. Tanto esto último, como el abatimiento y el terror de que daba muestras aquel hombre, tranquilizaron por completo a mis padres, que continuaban observándolo desde la parte interior de la ventana.

Mi padre, que si no era lo que se llama un valiente, tampoco era un gallina, como lo había probado en la guerra de la Independencia, se decidió a salir al encuentro del cristino; y, en efecto, un instante después apareció bajo los nogales, seguido de mi madre, que, a pesar de su natural tímido y dulce, quería participar del riesgo que corriera su marido.

— ¡Patrón!... — murmuró el cristino tímidamente.

Y como no acertase a pronunciar más palabras que ésta, arrimó el fusil al tronco de un cerezo, como en señal de que rendía y abandonaba las armas, y se adelantó hacia mi padre.

— ¿Qué es eso, militar? ¿Viene usted enfermo? — le preguntó mi padre cariñosamente.

¡Ah! ¡Sí, señor; enfermo del cuerpo y del alma! — contestó el cristino, arrasándosele los ojos en lágrimas.

Mi madre fuese por esta contestación o fuese porque aquellas lágrimas eran para ella lenguaje elocuentísimo, comprendió que aquel joven era un desgraciado, y que el primer auxilio que, necesitaba era el calor de la ternura maternal. Y como este calor de tan rico tesoro encerraba su alma, se apresuró a ofrecer un poco de él a aquel joven, o, mejor dicho, a aquel niño.

— ¡Venga usted, venga usted con nosotros, pobre hijo mío, que madre soy, y para que Dios no me desampare nunca a los hijos de mis entrañas, yo le cuidaré y consolaré a usted como si fuera su propia madre! — exclamó la mía llena de emoción, echándole una de sus manos al hombro y estrechando con la otra la del militar, que estaba calenturienta y convulsa.

Expresando su gratitud, más con sus lágrimas que con sus palabras, el militar siguió a mi madre a casa, mientras mi padre se alejaba de ésta algunos pasos para anunciarnos a mi hermano y a mí con una señal convenida que no había peligro alguno.

— ¡Vendrá usted muerto de cansancio y hambre!— , preguntó mi madre al soldado, disponiéndose a prepararle algún alimento.

— Lo que más me molesta, — contestó el joven— es este horrible desaseo...

— Pues verá usted, — dijo mi madre— , cómo en un abrir y cerrar de ojos le ponemos a usted más limpio que la plata y más fresco que una lechuga. Casualmente, la ropa de mi Antonio le debe estar a usted que ni pintada.

Y un momento después mi madre llevó al militar al mejor cuartito de la casa, donde ya había preparado agua y jabón para que se lavase, y un traje completo, pobre, eso si, pero limpio y casi nuevo, con que se mudara.

Este traje era el dominguero mío. En efecto: mi ropa estaba como pintada al militar, porque aunque yo no tenía aún quince años, estaba ya casi tan alto como ahora, lo que si bien lisonjeaba en cierto concepto la vanidad de mi madre, tenía a ésta sobresaltada. Ya una partida carlista, que había estado últimamente en la aldea reclutando mozos, había fijado la atención en mí y querido llevarme consigo, diciendo que yo tenía la talla, y que lo que importaba para manejar el fusil era la talla y no la edad. Mi pobre madre decía en vista de esto:

— Si yo estuviera segura de que no me habían de llevar al hijo de mi corazón antes de que cumpla la edad, estaría tranquila, porque Dios nos permitirá que la guerra dure hasta que la cumpla; pero el mejor día me le llevan casi niño, y si no me le mata una bala, me lo mata su genio tímido y dulce como el de un cordero!

Razón tenía mi buena madre para creer que Dios no me había criado para los horrores de la guerra. En nuestros caseríos de Vizcaya es día de alborozo para los chicos el día próximo a Nochebuena, en que se mata el cerdo, porque para ellos tiene gran atractivo las operaciones que siguen al degüello, entre ellas la de chamuscar al animal en la portalada con helechos secos o manojos de paja, la de arrancarle las pezuñas calientes, que los chicos recogen para divertirse con ellas, y el obsequio de una morcilla y un chorizo en miniatura que la madre hace para cada chico. Este día, tan deseado por otros chicos, era mi pesadilla durante todo el año. Lejos yo de ayudar a la matanza del cerdo, corno hacían otros chicos de mi edad, bien sujetando las patas del animal en el acto de degollarle tendido sobre un banco, o revolviendo con un palo la sangre que cala humeante a la caldera, huía de casa al castañar inmediato, y allí me tapaba los oídos con ambas manos para no oír los dolorosos quejidos de la víctima.

Yo no acierto a explicarme ciertas crueldades de la especie humana. Críanse los animales casi en nuestro hogar, jugamos con ellos de niños, los queremos hasta el punto de extremar nuestras caricias como si las prodigásemos a racionales; nos buscan, nos acarician, nos aman ellos como si estuviesen dotados de razón, todo lo cual sucede con el cerdo, con la vaca, con la oveja, con la gallina, y, sin embargo, ¡nos alborozamos y regocijamos el día que darnos cruel muerte a los animales para saciar con sus carnes nuestro apetito!

Confiésote, amor mío, que hay en la vida una porción de cosas como ésta que suscitan en mí horribles dudas. O estas cosas no son justas y naturales, y si cruel y monstruosa violación de las leyes de la Naturaleza, o yo he venido al mundo por equivocación y soy en él planta parásita.

Mientras Juan, que así había dicho llamarse lo atendía en el cuarto a la primera necesidad de los limpios del alma, que es la limpieza del cuerpo, mi madre, le había preparado una sopa con torreznos y huevos, capaz de resucitar a un muerto.

Cuando Juan salió del cuarto, limpio como el sol y vestido de pies a cabeza con mi ropa dominguera, mi madre, so pretexto de que se parecía a mí, lo plantó un abrazo tan maternal, que le hizo sonreír y llorar a un tiempo; le condujo a la cocina, y quieras o no quieras, aduciendo todas esas razones que las madres tienen para echar por tierra la falta de apetito de los hijos, tales como la de que tiene pena de la vida el que no come, dio ánimos al pobre Juan para despachar la ración.

Entre tanto, mi padre cogía las armas y el uniforme del soldado y las ocultaba en el tronco de un castaño, que era seguro, enjuto y espacioso escondite para estas ocultaciones y otras de más valor y volumen, como lo habíamos experimentado muchas veces que venían, soldados a la aldea.

Todos los vecinos se habían enterado de que el cristino no era cristino ni carlista, sino un joven desgraciado, y durante la tarde habían trabajado tranquilos en sus heredades. Cuando abandonaban éstas, al toque de oración, en lugar de dirigirse hacia sus casas se dirigieron hacia la nuestra, deseosos de ver al forastero y saber algo más de su procedencia y del objeto con que había bajado a los Lugares, con cuyo nombre se designaban antonomásicamente los diferentes grupos de casas esparcidas en las cercanías de la nuestra.

II

La noche era de plenilunio y en extremo deliciosa. No ya en el nocedal, que estaba a la parte de arriba de nuestra casa, sino delante de ésta, en un campillo sobre el cual se inclinaban unos frondosos avellanos que sobresalían de la pared del huerto contiguo, se iban reuniendo todos los vecinos que venían de las heredades, sentándose unos en las cañas de la envenatada carreta, y otros en unos maderos que mi padre iba depositando allí en verano para que no faltara leña en invierno.

Juan estaba también en aquella asamblea a la luz de la luna, y los chicos, perritos de todas bodas, como decía mi madre, nos habíamos ya hecho muy amigotes suyos y le molíamos a preguntas sobre su vida militar, que es la vida que más interesa a la gente menuda, no viendo en ella la violencia y la sangre que suelen acompañarla, y sí sólo los colorines, la música y los movimientos acompasados.

— Callad, enemigos malos — exclamó mi madre, viendo nuestra impaciencia porque Juan hablase— , que cuando los mayores no necesitamos que nos dé cuenta de su vida para quererle como si hubiera nacido aquí, pues, demasiado dice su cara que es tan bueno como nosotros, no es cosa de que unos renacuajos se la pidan.

— Gracias, Marta — dijo el joven, con la emoción del agradecimiento ingenuo y sincero— ; pero la curiosidad de estos pobres chicos, y aun la de todos ustedes, es muy natural, y voy a satisfacerla.

Yo soy de Burgos, en cuya ciudad nací y he vivido siempre, hasta que hace pocos meses caí quinto e ingresé en las tropas de la Reina. Mi padre era un empleado de modesto sueldo, que me hizo cursar la segunda enseñanza en el Instituto, con objeto de enviarme luego a Valladolid para que siguiese la carrera de Medicina, pues la consideraba más recompensada y segura que la de leyes u otras que, después de terminadas, tardan en dar resultados positivos o no los dan nunca; pero falleció joven aún, y mi madre, no pudiendo sobreponerse al dolor que le había causado su pérdida, que llevaba consigo la de la esperanza de poder darme una carrera decente, murió también pocos meses antes de caer yo soldado; lo que me privó de eximirme como hijo de viuda pobre. No tengo ya en mi pueblo nativo más que recuerdos, todos ellos tristes, porque hasta los alegres de la niñez se me aparecen bajo el velo negro con que se cubre a los muertos.

— ¡Pobre muchacho! — exclamaron las mujeres, enjugándose los ojos con el cabo del delantal, y con más dolor que ninguna, una muchacha, que se llamaba Carmen y había sido recogida por unos tíos suyos, vecinos nuestros, con motivo de haber quedado huérfana de padre y madre, vecinos del valle de Mena.

— ¡Anda!— , dijo uno de los chicos, reparando en el llanto de Carmen— . ¡Ya se conoce que Carmen es cristina!

— ¡Calle usted, grandísimo trasto!— , le replicó su madre, dándole un pescozón— . Los cristinos ni los carlistas no tienen nada que ver con lo que hace llorar a Carmen, que se ha quedado sin padre ni madre, como el pobre militar.

Antes de seguir más adelante; y para que comprendas mejor esto, debo explicarte el fundamento de la salida de pie de banco de aquel pícaro chico.

Muchos vecinos del valle de Mena se declararon voluntariamente partidarios de la Reina, y tomaron las armas en su defensa como urbanos o milicianos nacionales, y se fortificaron en el antiguo torreón de Villanueva, en el centro del valle. Carmen que era sencilla e ingenua, no ocultó, al venir huérfana a mi aldea, sus inclinaciones a la causa de la Reina, a la que su padre había sacrificado la vida, pues había muerto de un balazo recibido en el pecho peleando contra los carlistas; pero respetando todos los vecinos el motivo y la buena fe de aquellas inclinaciones, nadie, aunque no participara de ellas, pensó en vituperarlas ni escatimarles el respeto que merecían.

Juan continuó su historia.

— Ya mi padre en sus últimos años se iba convenciendo de que yo no servía para médico, y se iba decidiendo a darme otra carrera más en armonía con mis sentimientos e inclinaciones, porque mi madre solía decirle, y él convenía en ello:

— Hay dos carreras para las que Dios no ha criado a este chico; la de medicina y la militar. ¿Cómo esta criatura que es todo dulzura y compasión, ha de ser feliz viviendo como los médicos, entre los que padecen, y a veces haciendo padecer horriblemente para aliviar? Muy santa y noble es la profesión de médico, que es el sacerdote del cuerpo, como el párroco es el sacerdote del alma; pero para ejercerla se necesitan almas enérgicas y fuertes, y no delicadas y tímidas como la de este pobre hijo mío, que está siempre soñando con un mundo de ángeles y un cielo sin nubes ni tempestades. Ni aun puede el médico preservar a sus inocentes hijos de los peligros de su profesión, pues al abrazarlos cuando vuelve al hogar para descansar de sus fatigas del cuerpo y del alma, no está seguro de que no les lleva el contagio y la muerte en aquellas ropas que tocan al acercar sus cabecitas a su seno, o en aquellas manos con que ordena su rubia cabellera, que han descompuesto sus caricias. Tampoco en la milicia puede encontrar la dicha nuestro hijo, y si la suerte le destina a ella, necesitamos a toda costa arrancarlo de una profesión donde encontraría la muerte, no tanto peleando con los hombres como peleando con sus inclinaciones, opuestas a la violencia y el derramamiento de sangre humana, que son el principal oficio del soldado.

Mi madre se estremeció al oír esto, sin duda pensando en mí.

Y tenía razón mi madre al pensar así — continuó Juan— . Nunca quise pasar por la puerta de San Martín, sólo porque allí vivía el verdugo; nunca quise acercarme al matadero, por no oír el doloroso bramido que lanzan las reses al hundir su cráneo el martillo del matachín; nunca quise ir a los toros, por no presenciar tan bárbaro y sangriento espectáculo, y siempre me indigné al ver y pensar que el pueblo español no sospeche siquiera que sean dignos de compasión los animales, como lo prueba la saña con que los maltrata y la diferencia con que ve sus tormentos y su muerte.

Mi madre volvió los ojos hacia mí, exclamando conmovida:

— ¡Lo mismo, lo mismo que este pobre hijo mío!

— Mis gustos y diversiones — continuó Juan eran muy distintos de los que enamoran a la generalidad de las gentes. Para mi constituían los mayores encantos de la vida una buena música, una buena comedia, un buen libro, un buen cuadro, una buena escultura; pasar las horas enteras en la catedral con el alma absorta en las maravillas de la fe y del arte que aquel admirable templo atesora; recorrer los campos ricos de flores o mieses; contemplar el sol, cuando nace o cuando muere, desde la cima de un collado; olvidarme del mundo en una noche serena, fijos los ojos y el pensamiento en el cielo azul tachonado de estrellas, u oír en torno de un hogar historias maravillosas o sencillas que relata un venerable anciano o una bondadosa madre de familia y escuchan con emoción e interés niños de cabecita rubia y ojos azules y adolescentes de uno y otro sexo, cuya alma vuela por horizontes infinitos, luminosos y sonrosados.

— ¡Lo mismo, lo mismo que este pobre hijo de nuestro corazón! — repitió mi madre en voz; baja, dirigiéndose a mi padre, que estaba a su derecha, y extendiendo su cariñosa mano hacía mí, que estaba a su izquierda.

Juan continuó:

— Caí soldado, y entonces comenzaron para mí dolores que ni yo podré explicar ni ustedes comprender. Cadenas de hierro en el cuerpo y en el alma a todas horas y en todas partes son las que sustituyen para el pobre soldado a las dulcísimas de los brazos de su madre, a que estaba acostumbrado en su hogar.

Aquellas cadenas eran insufribles para mí, que nunca había sentido más que las de flores y estaba acostumbrado a volar por la tierra y el cielo libre como los pájaros; pero aún había para mí en la milicia tormento mayor que las cadenas de la Ordenanza y las de la instintiva tiranía de los jefes militares, altos o bajos. Estábamos en tiempo de guerra, y el saqueo y el incendio y la matanza era nuestra diaria ocupación. Para mí esta ocupación era horrible, y mi alma la rechazaba indignada; y como ni entre mis jefes ni entre mis compañeros apenas había quien comprendiese la razón del horror y la profunda repugnancia con que me constituía en instrumento de desolación y muerte, la nota de mal soldado, de cobarde, de rebelde y de desafecto a la causa que defendíamos pesaba siempre sobre mí, y el castigo material era casi diariamente su consecuencia.

Mi alma y mi cuerpo estaban ya quebrantados con la espantosa tiranía que pesaba sobre ellos, y el término de mi vida se acercaba, a pesar de lo mucho que resiste la juventud todas las tiranías. Hace un mes tocóme formar parte del piquete que había de fusilar a una infeliz mujer, cuyo delito era haber salvado a una partida carlista, de la que formaban parte dos hijos suyos, avisándola que nosotros nos dirigíamos a sorprenderla. Cuando vi caer a aquella desventurada con el cráneo despedazado, tal vez por la bala salida de mi fusil, caí también al suelo sin sentido, y fui conducido al hospital entre el desprecio y la indignación que causaba a mis jefes y compañeros lo que unánimes llamaban mi cobardía.

Ayer, apenas repuesto un poco de mis últimos padecimientos, salí de Balmaseda con mi compañía y vinimos a esa aldea que está al otro lado de la montaña, con objeto de castigar a sus moradores, porque hace pocos días facilitaron raciones y alojamiento a una partida carlista que pernoctó en ella.

No sintiéndome con valor para presenciar, y menos para ejecutar los horrores a que la columna se entregaba en la aldea, separéme disimuladamente de mis compañeros y me interné en los castañares del pie de la montaña. Como mi anhelo continuo es descubrir nuevos horizontes, buscando alguno por donde mi alma pueda volar libre de los horrores y la opresión que la espanta y encadenan, subí, subí hasta la cima de la montaña sin darme cuenta de lo que hacía y huyendo por instinto de las llamas y los lamentos que se alzaban alla abajo en la desdichada aldea.

Llegué a la cima de la montañas, y un grito de admiración y alegría se escapó de mis labios al descubrir de repente la apacible hermosura de este valle; y cuando vi estos grupos de alegres caserías esparcidas entre verdes arboledas y heredades en el regazo de las colinas que servían de escalones a la montaña desde cuya cumbre contemplaba yo todo esto, un ansía invencible o inexplicable de vivir y morir en este hermoso y apacible rinconcillo del mundo se apoderó de mi alma.

Allí permanecí horas enteras absorto en sueños y esperanzas imposibles de explicar; pero de aquellos sueños me sacó de repente el toque de cornetas y tambores que anunciaba la partida de mis compañeros de la aldea desolada.

— ¡Desertor! — exclamé con espanto y vergüenza.

Y dí algunos pasos para descender a reunirme con mis compañeros; pero no tardé en detenerme, pensando que, dado caso lograse alcanzarlos, sería cruelmente castigado por haberme separado de ellos durante muchas horas, y que, de todos modos, la vida militar en tiempo de guerra era para mi muerte segura, próxima y precedida de tormentos aún más crueles que la muerte misma.

Volví a subir a la cima de la montaña y a fijar, mi vista en este hermoso valle, y sobre todo en estas aldeitas, tan cercenas a mí, que oía las campanillas del ganado que volvía del monte, porque la noche se acercaba, y las risas de las muchachas que volvían de la fuente, y las vocecitas de los niños que recogían los bueyes y las vacas de los prados, y las conversaciones de las mujeres y los hombres, que echando la azada al hombro, dejaban las heredades y se encaminaban a sus hogares, y entonces dije con toda la profunda decisión de mi alma:

— Bajaré a este rinconcillo del mundo y en él viviré y trabajaré y amaré y moriré y descansaré a la sombra de aquella iglesia, cuyas campanas tocan a la oración en el fondo del valle. Ese valle será mi mundo y mi patria y mi hogar, y sus ancianos serán mis padres, y sus jóvenes serán mis hermanos, y una de las hermanas de esos jóvenes será la elegida de mi corazón.

— ¡Anda! Rabia, rabia, Carmen, que tú no tienes hermanos y no puedes ser novia de Juan!— , exclamó aquel pícaro chico que ya antes había interrumpido la narración del soldado.

Murmullos generales de disgusto y un pescozón de su madre acogieron la salida del chico, que si no hizo reír fue porque en todos los párpados habla lágrimas y en todos los corazones había penosa emoción; porque padres, hermanos, novias, todos pensaban con terror y pena, al oír al soldado, en los que allá en el ejército carlista pasaban o estaban destinados a pasar lo que él había pasado en el isabelino.

Mi pobre madre era la más conmovida y afligida de todas las madres, y sus ojos, arrasados en lágrimas, que brillaban a la luz de la luna, se volvían continuamente hacia mí con un ansia y una ternura que se comprenden y no se explican.

— Ea, — dijo— , todos necesitamos descansar, y el pobre Juan más que ninguno.

Todos nos levantamos, y no hubo mano que no estrechara la del soldado, como señal de amistad y simpatía.

— ¡Y yo — exclamó el soldado con el trémulo acento de la emoción— , y yo que permanecí en la montaña toda la noche y toda la mañana siguiente sin atreverme a bajar, temeroso de que los habitantes de este valle vengasen en mí lo que mis compañeros habían hecho con los habitantes del valle opuesto!

— Pues, por mal pensado — le replicó mi madre sonriendo cariñosamente— , lo estaría a usted bien empleado que no sea la elegida de su corazón una encartada.

— ¡Mira tú! — saltó el chico consabido— . Entonces será su novia Carmen, que es menesa.

Una carcajada de todos y un pescozón de la madre del chico, plantado a éste, puso término a la asamblea celebrada a la puerta de mi casa y a la luz del plenilunio, como aquéllas que, según cuenta Estrabón, celebraban hace dos mil años los cántabros, mis abuelos.

III

Era por el mes de Octubre del año siguiente, y por consecuencia, había pasado más de un año desde que Juan el cristino vino a los Lugares.

Mi madre estaba cada vez más inquieta y triste, viendo que la guerra no tenía traza de concluir y que nadie quería creer que yo tuviese diez y siete años sin ver mi partida de bautismo, que me señalaba diez y seis no cumplidos.

Un destacamento de reclutadores carlistas había estado pocos días antes en la aldea, y el sargento que le mandaba, a pesar de enseñársele la susodicha partida, había querido llevarme consigo, interpretando la ley por el estilo de un gobernador civil muy liberal que hubo en Vizcaya, según el cual, la ley de su conciencia es la única que deben consultar y ejecutar los magistrados y gobernantes, lo cual no deja de tener sus ventajas, que son las no flojas de ser tan sabio un simple alguacil como el conjunto de todos los legisladores habidos y por haber, y no necesitarse asambleas legislativas y codificadoras y poderse utilizar en la envoltura de especias todos esos mamotretos que constituyen las recopilaciones antiguas, nuevas y novísimas.

El sargento reclutador no había tratado de llevarse a Juan, porque a lo único que se obligaba a los que abandonaban el ejército de la Reina, era a entregar sus armas y uniforme, y hecho esto, quedaba a su voluntad el ingresar o no en el ejército carlista. Lo que si había exigido era que se lo entregasen las armas y el uniforme del desertor cristino, lo cual hizo éste quedando ya completamente seguro de que los carlistas no habían de turbar la dicha de que gozaba.

En efecto: Juan era dichoso como no lo había sido desde que perdió a sus padres. Trabajaba, amaba y era amado, lo que constituye la principal fuente de la dicha humana para las almas buenas y los entendimientos claros.

Como sus manos no estaban acostumbradas a manejar la azada, los primeros días se resintieron un poco del trabajo; pero como la voluntad del hombre consigue todo lo que no contraría su naturaleza, y el trabajo, lejos de contrariarla, la favorece, Juan triunfó de aquella dificultad muy pronto.

Nadie en la aldea aventajaba a Juan en el trabajo; tanto, que uno de los principales propietarios del pueblo solía decir enamorado de su laboriosidad:

— El día que ese muchacho trate de casarse y avecindarse entre nosotros, será inquilino de la mejor de mis caserías.

La cualidad de buen trabajador es quizá la primera que se exige en Vizcaya al hombre, y aun a la mujer. Cuando se trata de averiguarlas cualidades de un sujeto, lo primero que se averigua es si es buen o mal trabajador. Como que se creo que averiguando esto, es inútil averiguar todo lo demás, dando por supuesto que, si es buen trabajador, tiene todas las demás buenas cualidades que puede tener el hombre, y, si es malo, carece de todas ellas.

Juan había encontrado en la aldea la salud del cuerpo y del alma. Al mismo tiempo que sus fuerzas se habían desarrollado rápidamente y su rostro había adquirido la color entre trigueña y sonrosada, que dan el sol y el aire sano del campo y la serenidad del alma, esta serenidad había llegado a ser perfecta y envidiable. No había perdido su alma su antigua propensión a la melancolía y a soñar con un mundo de ángeles y un cielo sin nubes ni tempestades, pero esta cualidad, que también tenía mi alma, según decía mi madre, no impedía a Juan, como tampoco me impedía a mí, vivir satisfecho, sereno y alegre entre aquellas gentes sencillas, humildes y rústicas, y en aquellas ocupaciones, aunque rudas, pacíficas. El labrador a quien Dios ha dado la intuición, el instinto, el alma soñadora y tierna del poeta, ocasión tiene, aun en su vida extraña a toda cultura literaria y artística, de satisfacer diariamente las propensiones de su alma. Los encantos del amor y de la Naturaleza, que son la aspiración eterna y primordial del poeta, no están en las universidades y las academias: están dondequiera que está la obra más hermosa de Dios, que es la tierra y las criaturas humanas que la pueblan, hermoso cuadro cuyo boceto fue el Paraíso terrenal. Labrador con alma de poeta era aquel joven, y sin que las gentes entre quienes vivía le tuviesen por extravagante y loco, sino, muy al contrario, por un hombre que, como ellos, se conformaba con la vida tal cual Dios la ha hecho, y no se salía de los límites naturales que veía en ella, satisfacía las propensiones primordiales de su alma.

Cuando Juan, al oír el primer canto de los pájaros, se asomaba a la ventana y se detenía allí un momento contemplando aquella hermosa aureola con que coronaba el alba la cordillera de los altos montes que se extendía al Oriente del valle; cuando después, con la azada al hombro, se dirigía a las heredades, arrullado por el dulce e infinito concierto de cánticos que alzaban los pájaros en todas las enramadas; cuando aspiraba el dulcísimo perfume con que las flores y las plantas, húmedas con el rocío de la aurora, embalsamaban el ambiente, y cuando a la vaga y misteriosa luz del naciente día contemplaba el fondo y el conjunto del valle, donde nubecillas de humo que comenzaban a alzarse de los hogares, y balidos de ganado que iba al monte, y ruido de puertas y ventanas que se abrían, y chirridos de carretas que se ponían en movimiento, y cantares de muchachos que iban a coger el agua fresca y serena, anunciaban el despertar universal de la vida, adormecida un momento para descansar; cuando todo contemplaba y oía y aspiraba, ¡qué necesidad tenía su alma de poeta de oír ni entonar los cantos de Homero y Virgilio!

Y cuando al abandonar las heredades al toque de la oración se detenía en una colinita a contemplar los últimos resplandores del sol, que irradiaban sobre las montañas del ocaso, y a escuchar los últimos rumores del valle, cuya vida se concentraba en los hogares para descansar en el santo regazo de la familia; cuando después de este momento de contemplación se dirigía a la fuente del castañar, hacia donde había visto a Carmen dirigirse, y allí encontraba a Carmen y con ella volvía lentamente caminando y hablando los dos bajito, para que sólo Dios escuchara sus castas palabras y penetrara sus celestes sueños de amor y felicidad, entonces, ¡qué necesidad tenía su corazón de ajustar sus palpitaciones y su alma de ajustar sus amores al patrón académico que han esparcido por el mundo los poetas universitarios!

Porque es de saber que aquella misteriosa maldición, he dicho mal, aquella misteriosa bendición que una noche de plenilunio echó mi madre al desertor cristino, deseándole que una encartada no fuese la elegida de su corazón, le había caído a Juan de medio a medio. ¡La elegida de su corazón era Carmen, la dulce y triste huérfana menesa!

Por la margen septentrional del Ebro corro de Oriente a Ocaso una gran cordillera de piedra, que nace en los Pirineos y muere en el cabo de Finisterre. Al pie de este gran muro, que quizá sea el que hizo exclamar al bardo eúskaro de Altabizcar: «Dios ha hecho los montes para que los conquistadores no los traspasen»; al pie de este gran muro están los misterios más gloriosos y recónditos de la reconquista iniciada por la raza septentrional que acaudilla el gran Pelayo con la cruz en una mano y la espada en la otra; al pie septentrional de esta pétrea cordillera está el noble valle de Mena, eúskaro por la geografía, por la historia, por las costumbres y por el corazón, y castellano por lo demás. Un día un poeta de Castilla, por nombre el sencillo de Pueblo, se asomó a la gran peña, y mirando enamorado a los valles del Septentrión, donde se le aparecían en primer término el de Mena, en segundo los de las Encartaciones y en último el mar de Cantabria, exclamó conmovido y enamorado de la hermosura de aquellos valles y de la iracunda majestad de aquel mar:


Madre, si yo fuera rico,
daría cien mil ducados
sólo por tener amores
desde las Peñas abajo.
 

¡Si el poeta de Castilla sería Juan el burgalés, el venido de la banda meridional del Ebro para buscar, en el primer valle que vio de Peñal abajo, la elegida de su corazón!

Es lo cierto que Juan y Carmen, huérfanos ambos, y ambos tristes, y ambos desterrados del valle nativo y sin descubrir en este valle más que sepulcros, habían olvidado su orfandad y sus tristezas y su destierro y sus negros recuerdos desde que se vieron, porque desde que se vieron se amaron, no con el amor vulgar de los que se refugian en el olvido cuando el amor se les malogra, sino con el amor celeste de los que, cuando se les malogra el amor, se refugian en el sepulcro.

Juan continuaba viviendo en nuestra casa, porque mi madre alegaba derechos de prioridad para que no abandonase nuestro hogar hasta que se casara y le tuviera propio: estos derechos eran el ser nuestro hogar el primero de la aldea en que había penetrado. Por lo demás, como era buen trabajador, como todos le querían y como en la aldea había gran falta de brazos, estando ausentes los más robustos y ágiles, los vecinos todos se le disputaban para trabajar en sus heredades y remunerarle con buen jornal. Una gran razón, sobre otras muchas, decía tener mi madre para querer a Juan como si fuera hijo propio, y esta razón era que se parecía todo a mí. Optimismo maternal y sólo optimismo, pues yo sólo me parecía a Juan en una cualidad del alma: en serme repulsivo todo lo violento, grosero, brutal o cruel, y simpático todo lo dulce, delicado y bueno, y en que también podía decir mi madre, como decía de su hijo la de Juan, que yo estaba siempre sonando con un mundo de ángeles y con un cielo sin nubes ni tempestades.

IV

Era, como he dicho, por el mes de Octubre. Mi padre, que tenía la costumbre de toda la vida de levantarse antes de amanecer o lo más tarde al rayar el alba, para bajar un cesto de cebo a los bueyes, que eran uno de sus amores, como es muy común en los labradores vascongados, se levantó a la hora acostumbrada, y al acercarse a la ventana, no sé si para ver qué tiempo hacía o por qué ladraba furiosamente el perro, retrocedió profundamente sorprendido y alarmado: una partida de cristinos, cuyo correaje blanco se distinguía muy bien, a pesar de que aún no era día claro, estaba rodeando la casa. Comprendiendo que su objeto era apoderarse de Juan, corrió al cuarto de éste, que se estaba ya vistiendo, para poner en conocimiento del pobre joven lo que ocurría, y obligarle a ocultarse en una especie de subterráneo que habíamos excavado en la cuadra para ocultarlos objetos más preciosos de casa cuando venían soldados.

— No, no me escondo — le replicó Juan— , porque pudieran descubrirme, y, en ese caso, sería perderlos a ustedes. Prefiero saltar por una ventana, y así, o moriré o me salvaré.

Mi madre, mi hermano y yo, que habíamos despertado con los ladridos del perro, oímos algo de lo que Juan y mi padre hablaban, y comprendiendo que algo grave ocurría, nos levantamos y vestimos a toda prisa.

— ¡Patrón, abra usted! — gritaron los cristinos golpeando la puerta y forcejeando para abrirla, lo cual era facilísimo, pues sólo estaba cerrada con una taravilla interior, incapaz de resistir un mediano empuje.

El chirrido de la puerta al girar sobre su quicio nos advirtió que la taravilla había saltado y los cristinos estaban ya en el portal.

El altercado de mi padre y Juan sobre si éste se había de esconder o había de saltar por la ventana de la cocina, que daba a un espeso bosquecillo de frutales que se prolongaba hasta el castañar, cesó de repente como ya inútil, y Juan corrió hacia el carrejo o corredor interior, adonde daban la puerta de la cocina, la de la escalera, la del cuarto de mis padres y la del en que dormíamos mi hermano y yo.

Al salir Juan al carrejo para dirigirse a la cocina, nos tropezó a su paso. Trataba de darnos un rápido abrazo, probablemente de eterna despedida, y entonces la voz de ¡alto! resonó en la puerta de la escalera, por donde asomaban cuatro fusiles apuntando hacia nosotros.

Juan comprendió instantáneamente que la descarga que le amenazaba nos amenazaba también, y ya no pensó en huir. Entregóse sin resistencia alguna y le bajaron al portal, donde con un portafusil le sujetaron por detrás los brazos, como si fuese una fiera o un gran malhechor.

A todo esto, era ya de día, y los cristinos, retirándose de en torno de la casería, formaban en dos filas en la portalada.

El capitán que mandaba la compañía procedió por sí mismo a un interrogatorio, en que Juan declaró lisa y llanamente cómo y por qué había desertado, la acogida que en mi casa y en la aldea toda había encontrado y su vida durante el tiempo que allí llevaba.

— Patrón — dijo el capitán a mi padre— , algún mérito tiene en facciosos, como supongo que lo serán ustedes, el no haber maltratado a un soldado de la Reina, aunque probablemente lo harían sólo porque el soldado era desertor; y también es de tener en cuenta que, lejos de apresurarse ustedes a enviar a los facciosos el armamento y el uniforme del cristino, como nos llaman ustedes, los conservaron hasta que hace pocos días se los exigieron a ustedes los reclutadores, que poco después cayeron en nuestras manos y se libraron de ser fusilados diciéndonos la procedencia de aquel uniforme y aquel armamento. Todo esto le libra a usted de ver su casa quemada, y quizá de algo mucho peor. En cuanto a este mozo, que tan robusto y guapo se ha puesto con la vida aldeana, hay, por de contado, que amansar un poco su vigor para que no intente una nueva deserción de aquí a Balmaseda, donde se le acabarán de ajustar las cuentas.

Como es de suponer, todos estábamos más muertos que vivos viendo y oyendo todo esto, y el pobre Juan apenas levantaba la cabeza más que para dirigir de cuando en cuando una dolorosa mirada hacia una casa que se descubría en un altito, no lejos de la nuestra. ¡Aquella casa era la de los tíos de Carmen! ¡Carmen vivía en aquella casa!

El temor podía más que la curiosidad en todas las personas mayores de la aldea, pues ninguno había parecido aún por allí; pero no sucedió lo mismo con los chicos, pues tres o cuatro de ellos, incluso aquel maliciosillo y entrometido que vimos arrostrando los pescozones de su madre por acusar a Carmen de cristina y suponer afinidades entre ella y Juan, estaban allí embobados con los uniformes y el armamento de los soldados y llevando su atrevimiento hasta tocar uno y otro.

El capitán dispuso que el desertor recibiese en el acto cien palos.

Mi pobre madre, que lo oía y presenciaba todo desde la parte interior de un antepecho que daba a la portadela, se retiró a la parte opuesta de la casa, consternada y horrorizada al oír aquella cruel sentencia. Quiso bajar a arrodillarse a los pies del que la había dictado para suplicarlo que la mitigase; pero mi padre la disuadió de ello, diciéndole con profundo convencimiento que sus súplicas habían de ser inútiles, si era que no contribuían a que la sentencia se agravase.

Púsose un tambor en el suelo entre las dos filas que formaba la tropa, despojóse a Juan de la chaqueta y el chaleco, hízosele arrodillar o inclinarse sobre el tambor, y dos cabos, armados de gruesas varas, empezaron a descargarlas furiosamente sobre sus espaldas al compás del ruidoso redoble de los tambores.

Juan lanzó un doloroso grito al recibir los primeros golpes; pero después quedó silencioso e inmóvil, y así permanecía cuando los tambores callaron y las varas quedaron quietas. La sangre brotaba a borbotones de su espalda descubierta, pues las varas habían hecho jirones la ensangrentada camisa.

Yo me atreví a mirar por la ventana, y retrocedí espantado ante aquel sangriento espectáculo, cuyo recuerdo no se ha apartado de mí ni un solo día de mi vida.

— Ea — dijo el capitán— , lávese con un poco de agua y sal, si no hay vinagre, la espalda de ese mozo, y adelante con él, que ya estamos aquí demás.

El barbero de la compañía se inclinó al desertor para cumplir, en lo que le incumbía, la orden del capitán, y después de observar y pulsar al apaleado, se incorporó, exclamando:

— ¡Mi capitán, si está muerto!

— ¡Muerto! — repitieron muchos de los oír circunstantes, más o menos compadecidos y horrorizados.

Pero todos callaron para prestar atención a Carmen, que corría hacia la tropa llorando y gritando:

— ¡Perdón, perdón, por la vida que dio mi padre por la Reina!

— ¿Qué dice de su majestad la Reina esa facciosa? — preguntó el capitán indignado, no comprendiendo lo que decía la desolada muchacha.

— ¡Mira, Carmen, mira; está muerto tu novio! — dijo uno de los chicos en el momento en que Carmen, por entre las filas de los soldados, descubría el ensangrentado cuerpo de Juan, encorvado sobre el tambor.

— ¡Muerto!... — exclamó Carmen con inmenso dolor.

Y retrocediendo de espaldas, y queriendo devorar a los cristinos con una mirada de hiena, gritó con indescriptible desesperación:

— ¡Viva Carlos V!...

Veinte fusiles se alzaron por un movimiento instintivo y sin obedecer a voz de mando alguna, y Carmen cayó atravesada de balazos al expirar en sus labios el grito de ¡Viva Carlos V! como su padre había caído al expirar en los suyos el de ¡Viva Isabel II!

Mi madre, que también había caído sin sentido casi al mismo tiempo, cuando le recobró, exclamó dirigiéndose a mi padre con las manos juntas, en señal de entrañable súplica, y los ojos ciegos de lágrimas:

— ¡Manuel, vendamos lo poco que tenemos para enviar a este pobre hijo de nuestra alma adonde Dios le libre de la suerte que aquí lo espera!

Quince días después iba yo camino de Madrid, destinado a la tienda y almacén de ferretería que en la calle de Toledo, número 81, tenía don José Vicente de la Quintana, primo de mi madre y hermano del venerable párroco de mi aldea y vicario del partido eclesiástico a que ésta pertenecía.

V

Pasó cerca de un año, y la guerra civil no había concluido aún, porque el insensato príncipe que la había promovido creía que la sangre y las lágrimas no empañaban el brillo de las coronas.

Un día recibí una carta de mi padre y me apresuré a leerla, chocándome no poco que estuviese fechada en Galdácano, pueblo distante ocho leguas del mío.

La carta empezaba así:

«Querido hijo: Hace dos meses, cuando cumpliste los diez y siete años, te reclamaron y me trajeron aquí hasta que te presentases...»

Al leer esto, arrojé la carta sobre el mostrador, exclamando con profunda decisión:

— Hoy mismo, aunque sea a pie y aunque aborrezco a los que con la guerra llenan de lágrimas y sangre la antes libre y dichosa tierra en que nací, parto para Vizcaya.

Pero cuando me hube repuesto un poco de la indignación y el disgusto que me había causado la noticia de que mi padre estaba, hacía dos meses, lejos de su hogar y preso, y sabía Dios si apaleado, porque yo no me presentaba en el ejército carlista, volví a tomar la carta y continué su lectura. Mi padre continuaba:

«... Pero no por eso vengas, que yo no corro peligro alguno; y si vinieras, tu pobre madre se moriría de pena.

Dentro de poco cumple la edad tu hermano, y tendrá que ir soldado; pero como aquél es todo lo contrario que tú, pues parece que ha nacido para eso, tu madre está resignada a que vaya.

No teniendo más que dos hijos, basta que sea uno soldado, y es mucho exigir que lo sean los dos. Nosotros queríamos que fueras labrador pero ya que Dios ha querido otra cosa, cúmplase su santa voluntad. Seas lo que seas, sélo honradamente, y esto es lo único que te piden y exigen tus padres.»

Mi resolución de emprender el camino de Vizcaya desapareció cuando hube leído el resto de la carta de mi padre; pero cada vez fue más firme la de ser honradamente lo que Dios quisiera que fuese.

Fue autor de cantares y narraciones vulgares el que pensaba ser labrador. Si lo es honradamente, no hace más que cumplir las órdenes de las dos autoridades más respetables del cielo y de la tierra. ¡Dios y sus padres!

La resurrección del alma

I

Oye, amor mío, el cuento de La resurrección del alma...

Qué, manojito de azucenas y rosa de Alejandría, numen inspirador de los CUENTOS DE COLOR DE ROSA, ¿no te gusta el título de este cuento, que al oírle haces un desdeñoso mohín?

— No, no me gusta, porque el alma es inmortal, y allí donde no puede haber muerte no puede haber resurrección.

— ¿Y en eso nada más se fundan tus escrúpulos?

— En eso nada más.

— Pues tranquilízate, que el autor de LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA, tan rico de fe como pobre de inteligencia y dinero, no va a manchar la pureza de estas páginas con una impía negación. Ya sé que el alma, el soplo divino que anima nuestra frágil naturaleza, se remonta al cielo, en virtud de su inmortalidad, cuando la materia muere; pero si el alma no muere para el cielo, muere para la tierra, ausentándose de ella, y ésta es la muerte de que se trata aquí. ¿Estás ya tranquila, rosa de Abril y Mayo?

— Lo estoy en cuanto al título de tu cuento; pero ahora me inquieta el temor de que te des a la metafísica...

— Desecha, desecha ese temor también, pues jamás olvidaré que escribo para que me entienda el público español. El público español es un buen hombre que sabe leer y escribir medianamente, y... pare usted de contar.

— ¿Y cómo has averiguado eso?

— Muy fácilmente. En la escala de la sabiduría española he tomado un hombre de cada escalón; los he mezclado y reducido a polvo en mi mortero intelectual; de este polvo he formado barro; con el barro me he puesto a modelar una figura humana, y me ha resultado un hombre, bellísimo sujeto, eso sí, pero que sólo sabe leer y escribir medianamente. Pero, calla, calla, que si te eriges en catedrático Reparos, será mi cuento el de nunca acabar.

A principios del presente siglo, el Concejo de G...., uno de los quince que componen las Encartaciones del Muy Noble y Muy Leal Señorío de Vizcaya, tenía treinta casas menos que en la actualidad.

Cuéntase allí que en tiempo de los gentiles (tiempos que allí tiene en boca del pueblo una significación muy parecida a la que tiene en otras provincias de España el tiempo de los moros, que no osaron traspasar el Pirineo cantábrico) las altas montañas que componen la, jurisdicción de G... apenas estaban separadas por valle alguno; pero un día, por cierto muy triste y nebuloso, asomó por el Sur un río, exclamando: «Dejadme pasar, que voy a buscar la mar salada». Y las montañas le abrieron cortésmente un ancho paso, diciéndole: «Pase usted, señor mío, que en esta tierra no acostumbramos a poner impedimento al viajero, mándelo o no lo mande su carta de seguridad».

El río sigue pasando, y las montañas siguen dejándole libre el paso, en cambio de los ricos dones que en forma de truchas, grano, hortalizas y flores deposita agradecido a sus pies.

A principios del presente siglo había, como hoy, en el fondo del valle que corta el Concejo, una iglesia rodeada de nogales y fresnos, una ferrería y varios molinos río abajo, y como unas treinta o cuarenta casas agrupadas en torno de la iglesia, pero separadas unas de otras por huertas y campillos poblados de cerezos, manzanos y perales.

Las caserías dispersas en las montañas constituían la población más numerosa del Concejo. En una de aquellas montañas se ven ahora unas treinta casas reunidas en torno de una iglesia, pero entonces rara vez se veían cuatro juntas; una blanqueaba vagamente en la espesura de un castañar, otra en un rebollar, otra en la linde, de una sebe, otra en la cumbre de un cerro, otra a la orilla de un torrente, que se despeñaba por una cañada corriendo a ver pasar el río, como niño indómito que corre a ver pasar al viajero, por más que su madre diga desde la ventana: «¡Se va a estrellar! ¡Se va a estrellar! ¡Ese enemigo malo me ha de quitar la vida!» Por supuesto, cada casería tenía en sus inmediaciones una llosa de seis a diez fanegas de sembradura, cuidadosamente cercada de seto, cárcava o pared seca.

La mayor parte de estas caserías estaban habitadas por inquilinos, y las restantes por caseros, o lo que allí es lo mismo; por sus dueños.

A estas últimas pertenecía tina muy hermosa que se alzaba en una llanada rodeada de sebes y bosques incultos, que se extendían a distancia de media legua.

Vamos a describir en pocas líneas aquella casería, y... ¿qué va a qué, por poco que sea mi ingenio, recuerdan haberla visto los que han viajado por las Encartaciones?

La casería de Ipenza era blanca y cuadrilonga, alta por la fachada principal y baja por la opuesta. Se componía de tres pisos: el bajo, en que estaban la cuadra (bodega se llama allí, muy impropiamente), la rocha y la cubera; el principal, que servía de cómoda habitación a los moradores de la casería, y el alto, que era un hermoso pavo con dos ventanales. He dicho que la casería era blanca, y no he sido completamente exacto, pues por una de sus fachadas laterales era verde, gracias a una gran hiedra que cubría toda la pared, y que respetaba el casero, por tres razones: la primera, porque cuando así abrazaba a la casa, señal de que la quería; la segunda, porque era una anciana, y, por consiguiente, había conocido a sus antepasados, y la tercera, porque el ganado de la casería gustaba mucho de una racioncita de hojas de hiedra cuando el mal tiempo no lo permitía pacer la hierba de los campos. En la fachada principal de la casería había un patín, por el cual se entraba al piso principal, y en cuyo pretil crecía entre las junturas de las piedras una verde mata de perejil que decía: «Aquí estoy yo», cuando olía cabrito o liebre en la cocina, y una cenicienta mata de ruda, que cuando los caseros se quejaban de que mamase aún el becerrillo, a pesar de sus tres meses, exclamaba hecha una hiel: «Dejen ustedes por mi cuenta a ese mamón, que yo le amargaré el gusto». A un lado del patín estaba un higar, que en otoño jugaba al higuí con las gallinas y el perro Navarro, que le rondaba a todas horas, haciéndosele los dientes agua. A otro lado del patín se habría la puerta que daba entrada al piso bajo. Un poco más allá estaba el horno con una gran tejavana, bajo la cual se guardaba el carro, la leña el arado y otros aperos de labranza. Delante de la casería había un hermoso campo poblado de nogales, cerezos y otros árboles frutales.

Por último, en medio de este campo estaba una gran poza, cuya utilidad se reconocerá, sabiendo que en ella se daba de beber al ganado, que se la limpiaba dos veces al año para abonar las heredades con la terrada que en ella depositan las aguas llovedizas, y que en una ancha piedra areniza, que estaba medio sumergida en ella, se afilaban las hachas y otras herramientas.

El que me salga ahora con que, a pesar de haber viajado por las Encartaciones, no ha visto la casería de Ipenza, me permitirá decirle que es muy corto de vista, o no ha bajado de Peñas abajo.

II

Mañanita de San Juan,
cuando la gente madruga,
 

alieron de Ipenza Catalina y Santiago, y bajaron a misa primera al valle, cantando y saltando por los rebollares.

Catalina era una niña de doce años, rubio como la espiga del maíz en sazón, y con unos ojos azules como la flor del lino.

Santiago era un muchacho de quince, de cara, trigueña y ojos negros como la endrina.

Catalina era la dulce virgen del Septentrión, rica de pureza y mansedumbre.

Y Santiago el mancebo del Mediodía, lleno de energía y pasiones ardientes e inquietas.

Catalina no conocía padre ni madre. Una mañana de invierno, Quica, la casera de Ipenza, es decir, la madre de Santiago, oyó hacia el horno vagidos como de una criatura recién nacida, y se apresuró a averiguar quién los daba. Dentro del horno estaba una niña recién colgadita en una cofa y envuelta en unos pobres pañales.

El asombro de Quica fue inmenso ante aquel hallazgo.

— ¡Pobre alma mía! — exclamó la buena aldeana, tomando en sus brazos la criatura y cubriéndola de lágrimas y beso— . ¡En qué entrañas de fiera has sido engendrada!

Y viendo que la niña tenía un papel sujeto con la faja, se apresuró a leerle. El papel decía:

«Esta niña no está bautizada. Su desconsolada madre pide, por amor de Dios, a los vecinos de Ipenza que amparen a esta pobre criatura. Se la coloca aquí para que no la hagan daño los animales, para que no se muera de frío (pues el horno, que se calentó ayer, estará tibio aún), y porque Quica, la de Ipenza, es caritativa y buena.»

Quica, que antes de leer este papel empezaba ya a desatarse en improperios contra las madres que abandonan el fruto de sus entrañas, no se atrevió, así que le hubo leído, a maldecir a la madre de aquella niña.

Corrió a dar cuenta a su marido de aquel inesperado hallazgo; en breves instantes sustituyó con una buena envoltura, que había servido a su hijo, la miserable de la niña, y mandó a buscar a una mujer que vivía en una casería inmediata para que diera de mamar a la hambrienta criatura.

Ramón, que así se llamaba el casero de Ipenza, tenía tan buen corazón como su mujer.

— ¿Y qué haremos con este pobre ángel de Dios? — le preguntó Quica, mirándole a la cara con atención tal, que cualquiera hubiera dicho que le importaba mucho su contestación.

— ¿Qué hornos de hacer? — contestó Ramón— . Dar parte a la justicia para que envíe la niña a la Diputación...

— Válgame Dios! — exclamó la aldeana entristeciéndose— . ¡Adónde irá a parar esta criaturita! ¡Tal vez tropezará con alguna aña que la deje morir en cuatro días!

Y besando a la niña, con los ojos arrasados en lágrimas, añadió:

— ¡Qué hermosa eres, prenda del alma!

— Sí que lo es — asintió Ramón, contemplando también enternecido a la niña.

— Hijo, bien dicen que no está la suerte para quien la busca. Yo, que siempre he pedido al Señor una hija no la he tenido, y a las descastadas que las abandonan se las da su Divina Majestad como serafines del cielo.

— Mujer, ¡y qué hemos de hacer más que conformarnos con la voluntad de Dios!

— Pero Ramón, ¿no ves qué alhaja es esta criatura?

— Sí, sí; hermosa es. ¡Dios la bendiga!

— Y decir que tal vez irá a parar a alguna picaronaza que sólo tendrá cariño a las mesadas de la Diputación...

— ¡Tienes razón, mujer, es un dolor!

Quica se desesperaba viendo que su marido no adivinaba, o no quería adivinar, sus deseos.

Iba ya a formular éstos terminantemente, cuando el alguacil del Concejo, asomando por un altito que daba vista a la casería de Ipenza, gritó:

— ¡Ramón, de parte del señor alcalde, que el domingo, a las doce, hay Concejo!

— Está muy bien — contestó Ramón— . Pero oye, haz el favor de llegarte acá, que tengo que darte un encargo para el señor alcalde.

— Allá voy — contestó el alguacil, siguiendo hacia la casería.

— ¿Qué encargo le vas a dar? — preguntó Quica a su marido, sumamente inquieta y alarmada.

— ¿Qué encargo ha de ser? — contestó Ramón— . El de que se lleve a la niña y la entregue a la justicia, que la mandará a Bilbao.

— ¡Hija de mi alma! — exclamó Quica hecha un mar de lágrimas, estrechando a la niña contra su pecho y abrumándola de caricias.

Ramón comprendió entonces lo que su mujer quería, pero guardó silencio hasta que llegó el alguacil.

La ansiedad de la aldeana llegaba al colmo.

— Te he llamado — dijo Ramón al alguacil para que hagas presente al señor alcalde que esta mañana hemos encontrado en el horno de casa esta pobre niña.

— ¡Y es una joya! — dijo el alguacil, reparando en la inocente expósita— . Es un dolor que no tenga madre...

— No la tenía esta mañana, pero la tiene ya — repuso Ramón.

— ¿Y quién es su madre?

— La madre de mi hijo.

Quica exhaló un grito de infinita alegría, y enlazó el cuello de su marido con el brazo que le dejaba libre la niña.

— Conque cuenta al señor alcalde lo que hay y dile que nosotros prohijamos esta niña.

— Así lo haré — respondió el alguacil.

Y volvió a tornar el camino del valle.

— ¿Estás ya contenta, madre de los afligidos? — preguntó Ramón a su mujer, sonriendo.

— ¡Sí! ¡Sí! ¡Que Dios te bendiga!... — contestó Quica desahogando su gozo en abundantes lágrimas.

— ¡Anda, anda! — dijo Ramón en tono benévolamente chancero— , que eres la más chiquillera que ha nacido de madre. Tú te debías haber casado con San Vicente de Paúl, que llevaba chiquillos hasta en el baúl.

Aquel mismo día formó parte de los moradores de Ipenza, en calidad de aña de la expósita, la vecina que había venido a dar a ésta de mamar algunas horas antes.

Pero volvamos a Santiago y a la Jarioga que así llamaban a Catalina y jariegos llaman a los hijos naturales en las Encartaciones.

— ¿Y por qué les dan ese nombre?...

— Sólo puedo decirte, casta flor de mis amores, que en las Encartaciones se llama jaros a los matorrales.

— ¿Y qué relación hay entre el hijo natural y lo que allí llaman jaro, para que el nombre del primero parezca derivación del segundo?...

— Permíteme que no te lo diga, porque no eres bastante ilustrada para comprenderlo.

— ¡Qué gracioso!...

— ¡Mal haya el que pospone la decencia a la gracia!... Pero escucha, y no me expongas a que algún lector me diga que estas divagaciones son mucho cuento.

Santiago y Catalina volvieron de misa primera poco después de salir el sol, y dos horas más tarde quedaron exclusivos dueños de Ipenza, pues los demás moradores bajaron a misa mayor, encargando al partir a los motiles que cuidaran, Catalina de la olla y las gallinas, y Santiago de las llosas, continuamente expuestas a las invasiones de las saltarinas cabras, a pesar de sus buenas cárcavas y sus buenos setos.

Catalina desempeñaba sus funciones culinarias como una mujercita de provecho; pero Santiago se contentó con encomendar las suyas al zángano de Navarro, que fue puesto de centinela en un altillo que dominaba las llosas, pero que, apenas se retiró el cabo, se escurrió a dormir como un lirón a la sombra de un parral inmediato.

Santiago, cuya naturaleza era opuesta a la de Navarro; Santiago, que no podía estarse nunca quieto, que, como decía su madre, parecía que tenía azogue, se entretenía en el campo frente a la casería en tirar piedras a los tordos y los picazos que acudían a los cerezos.

De repente sonó el tamboril allá en las montañas del otro lado del valle, donde había una ermita de San Juan, y donde había fiesta aquel día.

Santiago, al oírle, empezó a bailar como un desesperado, escogiendo por pareja, a falta de otra, el robusto tronco de un cerezo...

— ¿Te sonríes? ¿Dudas? ¿Crees que no hay quien lleve tan allá como mi héroe su afición al baile? Pues oye.

Por espacio de cuarenta años ha gozado de gran celebridad en las Encartaciones un hombre, llamado con mucha propiedad el Chato. El Chato estaba siempre dondequiera que estaba un hombre con un tamboril colgado del brazo izquierdo, un palillo en la mano derecha y un silbo apoyado en la boca y pulsado con la mano izquierda; pero cuando el cuidado de su casa, que estaba situada en un alto, no le dejaba asistir a la romería, pasaba la tarde bailando con un rebollo que aún existe cerca del islo de Otáñez, en el límite occidental del Señorío.

Pero Santiago no sufría con tanta resignación como el Chato la inacción de su pareja; así que bailó el primer corro y oyó el preludio del segundo, corrió bajo la ventana de la cocina y empezó a gritar:

— ¡Jariega! ¡Jariega! ¡Baja, que suena el tamboril en San Juan, y vamos a echar un corro que se hunda la tierra!

Catalina se asomó a la ventana.

— ¿No ves — dijo— que señora madre me va a reñir si no cuido la comida, y que el Morroño anda toda la mañana por ver si puede meter mano a los estiques que están a la lumbre?

— ¡Que se lleve la trampa la comida!

— ¡Pues! ¡Y por divertirse!...

— ¿Y te parece poco divertirse? Por divertirme una hora doy yo veinte años de vida.

— No... ¡Si tú fueras rico!...

— Chica, si yo fuera rico, me había de dar una prisa a divertirme, que, por ligera que viniese la muerte a estorbarlo, había de llegar tarde. ¡Baja, Jariega, baja, que ya empieza otro corro!

Catalina, que llevaba la docilidad hasta el exceso, y particularmente con Santiago, tomó las posibles precauciones para que el Morroño no hiciese una de las suyas con los estiques, y bajó, en efecto, al nocedal.

Por complacer al que consideraba su hermano, se puso a bailar con el joven; pero aún no habían terminado el corro, cuando dijo que se cansaba, y Santiago, a pesar de que estaba en sus glorias bailando, se apresuró a dejar el baile para que Catalina descansase.

El tamboril volvió a sonar a corto rato.

El baile es antipático a las almas delicadas y puras. Si David, que era un gran poeta, bailó ante el Arca Santa, bailó movido por el sentimiento que inspiró sus inmortales salmos, y no por el que le hizo codiciar a Batsabé; pero este ultimo sentimiento, el sentimiento carnal, es el que, con ligeras excepciones, hace mover los pies desde que pasaron los tiempos bíblicos. En los tiempos modernos, un alma de poeta en un cuerpo de bailarín sería un fenómeno con que uno se podría hacer rico enseñándole a cuatro cuartos.

El tamboril volvió a sonar, y Catalina, que no quería bailar, porque el baile era antipático a su alma delicada y pura, trató de distraer la atención de Santiago; lo primero que le ocurrió fue alzar la vista al cerezo y exclamar:

— ¡Ay! ¡Qué cerezas tan hermosas!

Santiago, que ya iba a decir: «Ea, vamos con otro corrito», se calló la boquita, adivinando una cosa: que Catalina no quería bailar, y suponiendo otra: que Catalina quería cerezas.

— ¿Quieres — preguntó a la niña— que suba y te las coja, o te apurra la quima?

— No, que está escachado el cerezo — dijo Catalina.

— ¡Bastante me importan a mí los escachos! — dijo Santiago trepando al cerezo, como si realmente sus carnes fueran invulnerables.

Y adelantándose a una rama de las más bajas que, en efecto, estaba cargada de hermosas cerezas ampollares, la inclinó con el peso de su cuerpo, hasta ponerla al alcance de la mano de Catalina.

Esta cogió algunas cerezas, más por no desairar la buena voluntad de Santiago, que porque tuviese gana de ellas.

Santiago bajó del cerezo de un salto, trayendo en la boca dos pares de hermosísimas cerezas unidas por los rabillos.

— Verás — dijo a la niña— qué par de arracadas te voy a regalar.

Y le cogió de cada oreja un par de cerezas, operación en que Catalina consintió, sonriendo de placer y agradecimiento.

— Ahora — añadió— te las regalo de mentirijillas; pero verás como no sucede así cuando yo sea rico.

— Sí, como no me ponga otras hasta que lo seas...

— Ya verás si lo seré cuando vaya a las Indias, que no tardaré mucho, pues tío, el que está allá, prometió enviarme a buscar cuando yo tuviese quince años, y por Santiago los cumplo. Catalina bajó tristemente la cabeza.

— ¿Por qué te entristeces, chica?

— ¡Toma! Porque dices que te vas a ir a las Indias.

— ¡Qué tonta! ¡Pues así fuera mañana!

— ¿Y para qué quieres irte?

— ¡Buena pregunta! Para hacerme rico y darme una vida... ¿No quisieras tú ser rica?

— Sí que quisiera.

— ¿Y qué ibas a hacer entonces?

— ¡Qué sé yo?

— Tú nunca deseas nada.

— ¡Cabalito, amén, Jesús! ¿Conque no deseo nada? Verás si deseo: deseo mucho dinero, para dar un duro a cada pobre que llegue a la puerta; deseo un jardín con muchas rosas y claveles y azucenas, para hacer todas las mañanas dos ramos y ponerlos, el uno en el altar de la Virgen, de la Soledad y el otro en mi cuarto; deseo que hagan otra casa en Ipenza, porque da miedo vivir en una casería sola; deseo estar cerca de la iglesia, porque alegran las campanas y se quita la tristeza rezando ante los altares, y deseo... que no te vayas a las Indias. ¡Mira tú cómo deseo muchas cosas!

Burlábase Santiago de los inocentes deseos de la niña, cuando le gritaron desde una casería cercana que un rebaño de cabras estaba sacando la tripa de mal año en la pieza de borona cuya guarda había confiado a Navarro. Corrió a enguisar el perro a las comunistas, y Catalina se fue también a ver si el Morroño opinaba en la cocina, como las cabras en la llosa, que la propiedad es un robo.

La gente salía ya de misa y tomaba las estradas que conducían a las caserías dispersas, como la de Ipenza, en las alturas.

III

Desde el fondo del valle había visto Ramón las cabras en la llosa, y antes de llegar a casa tomó de un seto una vara de avellano, con objeto de medir con ella las costillas a Santiago por su descuido.

— ¿Dónde está, dónde está ese pícaro, que le he de matar?... — preguntó a Catalina al llegar a casa.

— Señor padre — contestó la niña temblando— , está en la llosa.

Si hubiera estado allí, como se le mandó, no hubieran destrozado las cabras la borona.

— Se vino porque le llamó yo para que me cogiera unas cerezas ampollares.

— ¡Jariega habías tú de ser para ser buena! — dijo Ramón, yendo a dar un pescozón a Catalina; pero Quica se interpuso, deteniendo el brazo de su marido y exclamando:

— ¡Ramón, por el amor de Dios, no pegues a la niña, que harto trabajo tiene la pobrecita de mi alma con no conocer padre ni madre!...

— Pues el bigardo de tu hijo, que los conoce, será quien lleve la farda.

— Hombre, no seas terco, que todos hemos sido jóvenes y descuidados. Además, hoy debemos pasar el día en paz y en gracia de Dios, ya que hemos tenido una buena noticia.

— Bien, lo que tú quieras, mujer — contestó Ramón, ya completamente aplacado— . Siempre ha de ser lo que a vosotras se os antoja. Aquí lo del cuento que contaba el difunto de mi padre, para probar que ni las cosas más difíciles de este mundo se resisten al antojo de las señoras mujeres.

— ¿Y qué cuento era ese? — preguntó Quica muy alegre, viendo ya a su marido tan placentero como de costumbre.

— Cuando Cristo andaba por el mundo sanando enfermos y resucitando muertos, le salió al encuentro una mujer y le dijo, tirándole de la capa y llorando como una Magdalena:

— Señor, haga usted el favor de venir a resucitar a mi marido, que se murió esta mañana.

— No me puedo detener — le contestó el Señor— , porque voy a escape a hacer un milagro de padre y muy señor mío, que es encontrar una buena madre de familia entre las mujeres aficionadas a toros y novillos; pero todo se andará si la burra no se para. Lo que yo puedo hacer es que se te antoje resucitar a tu marido, y tu marido resucitará.

Y, en efecto, a la mujer se le antojó que su marido había de resucitar, y su marido resucitó; que ni los muertos pueden resistirse a los antojos de las mujeres.

— Quica y Catalina rieron grandemente el cuento de Ramón; quo el cariño encuentra gracias hasta en cuentos tan desgraciados como el que contó Ramón y los que yo cuento.

Catalina se fue llena de alegría, al ver que al cabo se había despejado el cielo, a poner la mesa en el patín, deliciosamente sombreado por el higar, y entretanto se preguntaba:

— ¿Qué buena noticia será esa de que ha hablado señora madre?

Santiago y Navarro asomaron por el nocedal, ambos cabizbajos y recelosos, porque a ambos les remordía la conciencia.

— ¡Venga usted a comer, señorito! — dijo Ramón a Santiago.

Navarro creyó que el amo hablaba con él, y refunfuñó para sí:

— ¡Malo, malo, cuando sin serlo le llaman a uno señorito!

Y fue a tumbarse tímidamente bajo la mesa, a la cual acababa de sentarse Santiago con menos remordimientos que el perro.

Ramón y Quica sabían el buen efecto que había de causar en su hijo la buena noticia que habían recibido, y se apresuraron a desembucharla.

Esta noticia se encerraba en una carta de Méjico, que Ramón sacó del bolsillo, y empezaba de este modo.

«Querido hermano Ramón: Si no estoy equivocado, el chico va a cumplir ya quince años, edad la más a propósito para aclimatarse en este país y para emprender la carrera del comercio, que yo con tanta honra y provecho he seguido. Mandadme, pues, a mi sobrino y ahijado Santiago con el primer buque que salga de Bilbao, que de mi cuenta corre el hacer de él un hombre de provecho.»

Esta carta enloqueció de alegría a Santiago y entristeció profundamente a Catalina. Y llegó el 15 de agosto, gran día para el Concejo, pues en su iglesia parroquial se celebraba la fiesta de la Asunción.

Apenas había amanecido y ya las blancas columnas de humo que se elevaban de los hogares formaban sobre todo el valle una diáfana y azulada nubecilla, agitada mansamente por las vivificadoras áureas cantábricas.

En las montañas vascongadas, ennoblecidas por la historia y fecundadas por el sudor de sus habitantes, armonizan tan santamente el templo y el hogar y la naturaleza, que al contemplar allí el viajero el hermoso símbolo compuesto de tres manos enlazadas y la leyenda Irurac— bat, duda si este símbolo es sólo el de las tres provincias hermanas, o a la vez el del templo y el hogar y la naturaleza.

Llega la fiesta parroquial del valle, y de esta consoladora trinidad surgen las alegrías más puras del pueblo vascongado, que las busca en el templo cuando el sol empieza a dorar sus montañas, en el hogar cuando el sol llega al cenit y en la arboleda cuando el sol se acerca al ocaso. Siempre, siempre se confunden allí armónicamente el toque de la campana, el nombre de ¡padre!, ¡hijo!, ¡hermano!, y el canto de la malviz.

Ya allá abajo, en el fondo del valle, se mezclaban el son del tamboril y el repique de las campanas, y el amor de las familias salía alborozado de todas las caserías a recibir al pariente forastero que, atravesando sombríos castañares, o verdes y bien cultivadas liosas, va una vez al año a rejuvenecer su corazón bajo aquel techo, en aquellas arboledas, en aquellos huertos, en aquel templo donde están los recuerdos más dulces y santos de su infancia.

Todos los hogares elevaban al cielo blancas columnas de, humo, como nubes de incienso enviadas al Señor por la abundancia y las benditas alegrías que derramaba en ellos; pero el hogar de Ipenza parecía apagado aún. Sin embargo, sus moradores se habían levantado antes que los pájaros entonasen en el nocedal y las selvas el canto de la alborada.

Santiago se preparaba a tomar el camino de Bilbao, porque había llegado la hora de embarcarse para ese nuevo hemisferio, adonde ¡oh, noble Patria mía!, la flor de tu hidalguía y hermosa juventud va a buscar un sepulcro tan triste, tan triste, Dios mío, que ni las lágrimas de una madre lo santifican, ni las flores del valle nativo le adornan.

Ramón debía acompañar a su hijo hasta Bilbao, porque en el fondeadero de Olabeaga lo esperaba un buque.

Quica, que hasta aquel instante, no había derramado una lágrima, porque sólo había visto a su hijo en el camino de la felicidad, como visteis a los vuestros vosotras, desconsoladas madres, que ya sólo veis un sepulcro en las regiones americanas; Quica lloraba ya sin consuelo.

La pobre Catalina había llorado tanto por espacio de mes y medio, que no quedaban ya lágrimas en sus ojos; no lloraba, pero sentía el abatimiento y la tristeza que deben sentir los que se mueren.

Los ojos de Santiago se humedecían a veces, pero no tardaban en brillar de alegría.

— Vamos, vamos, que parecen ustedes niños llorones — exclamó Ramón, arrancando a su hijo de los brazos de Quica y Catalina— . ¡Cualquiera diría que el caso es para llorar!... ¿No me veis a mí? Pues yo también tengo mi alma en mi armario...

Y, en efecto, Ramón la tenía, pues de sus ojos se deslizaban lágrimas como avellanas.

Santiago y Ramón partieron.

Desconsoladas, Quica y Catalina los siguieron con la vista hasta que traspusieron un cerro cercano. Entonces la niña hizo un esfuerzo casi sobrenatural para serenarse y dijo:

— Señora madre, voy a llevar las ovejas al monte.

— Haz lo que quieras, hija — le contestó Quica maquinalmente.

Catalina tenía por costumbre abrir la puerta todas las mañanas a un rebañito de ovejas y encaminarle hasta un tiro de piedras de la casería, donde dejaba solas las ovejas; pero aquel día siguió con ellas hasta el cerro que acababan de trasponer Ramón y Santiago, y desde aquel cerro pasó a otro, y desde éste al de más allá, siempre clavando la vista en el camino de Bilbao, hasta que, rendida de fatiga y muerta de tristeza, inclinó la hermosa frente, y en lugar de dirigirse a la casería de Ipenza se dirigió a la iglesia del valle y se arrodilló ante el altar de la Virgen de la Soledad.

IV

Muchos años hace que Santiago se ausentó Ipenza.

— Cuéntame, cuéntame su vida durante ese largo tiempo.

— Son, amor mío, muy escasas y muy oscuras las noticias que de ella tengo. Así, pasaré como sobre ascuas por el volcánico suelo americano, para volver cuanto antes al fresco y tranquilo y feliz suelo vascongado.

Santiago fue recibido en Méjico con grandes muestras de cariño. Su tío era uno de los comerciantes más ricos de aquella ciudad. Rayaba ya en los cincuenta años, y no se había casad ni pensaba casarse. Durante el primer año, Santiago fue un modelo de aplicación y juicio, por lo cual su tío le tomó un cariño entrañable, concentró en él todo ese caudal de amor que guardan, sin sabe qué hacer de él, los que han llegado a los cincuenta años sin familia y sin amigos del corazón; pero al año empezó a cedear, con mucho sentimiento de su tío. Los amores vergonzosos, el juego, los espectáculos sangrientos, el lujo los banquetes, todas esas cosas que constituyen la dicha de las almas groseras, tenían para él un encanto que no siempre podía resistir.

La caridad, las letras y las artes, el amor puro, la hermosura de la naturaleza, las expansiones tranquilas o ingenuas de la amistad, el pensamiento o el jazmín que nos envía dentro de una carta nuestra madre o nuestra hermana, el recuerdo constante de nuestro hogar, el ansia continua de tornar al valle nativo, todas esas cosas, que son la gloria de las almas delicadas, carecían de encanto para Santiago.

Un día le llamó su tío a su despacho y le dijo:

— Santiago, veo con dolor que te apartas del buen camino que Yo he seguido para llegar a la estimación de todo el mundo y al millón de pesos de que soy dueño en la actualidad. Tú te desvives por gozar del mundo, y vas por un camino enteramente opuesto al punto a que quieres llegar. Si trabajas sin descanso, un día serás dueño de las riquezas de tu tío, y podrás satisfacer esa ambición de goces materiales que te consume; pero si no trabajas ni te apartas de la vida que has emprendido, jamás se realizará tu sueño, porque no podrás disponer de riquezas propias ni heredar las de tu tío. Medita bien lo que te digo, y escoge lo que más te convenga.

En efecto; Santiago meditó las palabras de su tío, y al cabo se decidió a trabajar para ser rico y luego darse la vida que constituía su eterno sueño.

Su tío, que le quería mucho, solía decir cuando se trataba de Santiago:

— Ese muchacho se porta, gracias a que yo le canté la cartilla así que empezó a ladearse. Estoy resuelto a dejarle mi capital cuando yo cierre el ojo, porque a la verdad se lo merece, pero tiemblo al pensar lo que va a hacer cuando se encuentre rico; va a querer desquitarse en un año del hambre de goces que está sufriendo hace diez, y va a morir de una indigestión o un estallido. Ustedes verán, si viven, si mis temores son o no fundados.

El día de esta prueba llegó más pronto de lo que el bueno del comerciante se figuraba: El tío de Santiago murió al cumplirse los diez años de la llegada del sobrino a Méjico.

Santiago se encontró, pues, a los veinticinco años, dueño de veinticinco millones de reales y de veinticinco millones de deseos de goces materiales.

Recuerda lo que una mañanita de San Juan decía a Catalina en el nocedal de Ipenza.

— Chica, si yo fuera rico, me había de dar una prisa a divertirme, que por ligera que viniese la muerte a estorbarlo, había de llegar tarde.

— Ya que hablas de Catalina, ¿qué había sido en todo ese tiempo de la pobre chica, y de Ramón y Quica, y Navarro, y el Morroño?

Catalina era una de las chicas más lindas que paseaban las Encartaciones; tanto, que a pesar de ser jariega, de estar siempre más triste que un entierro, y de saber todo el mundo que plantaba unas calabazas al lucero del alba, le salía cada día un novio.

Ramón y Quica estaban ya hechos unos carcamales, sin duda por las pechadas de llorar que se daban cuando venía el correo de América y no traía carta del chico, lo cual sucedía casi siempre.

Por quien no pasaba día era por Navarro; Navarro había arreglado su modo de vivir, y con él le iba a las mil maravillas; dormir bajo los parrales en primavera y en verano, y en la cuadra en otoño y en invierno; comer para vivir, y no vivir para comer; hacer cuatro carocas a sus amos cuando venía a pelo, para no incurrir en la fea nota de impolítico y descastado, y no darse malos ratos por nada, ni por nadie, y mucho menos por una novia que tenía en una casería inmediata; tal era su método de vida, y de allí no le arrancaba una pareja de bueyes. Así era que, teniendo ya trece años, nadie le echaba arriba de siete.

En cuanto al Morroño, continuaba ahogando el grito de su conciencia con el siguiente silogismo:

«La propiedad es un robo; luego mi amo ha robado los chorizos que tiene en la despensa, y, por consiguiente, es un ladrón. El que roba a un ladrón gana cien días de perdón; luego yo gano cien días de perdón robando a mi amo».

Pero volvamos a Méjico.

Santiago, en medio de sus malas cualidades, tenía alguna ley a su Patria, bien que estas cualidades general y característica en la raza vascongada. ¿Sabes tú, flor de las llores, cuál es el mayor deleite de los hijos de las Tres Nobles Hermanas, lo mismo en Madrid que en las Antillas, lo mismo en las Repúblicas hispano— americanas que en los Estados Unidos, donde quiera que los conducen su carácter emprendedor, su fama de hombres leales y honrados, y su afán de enriquecerse para enriquecer a su familia y a su Patria? Reunirse en sus horas de descanso con los que han nacido en sus patrios valles, y cualesquiera que sean los intereses y las afecciones que los liguen con el país en que residen, y por largo que sea el período de su expatriación, delirar y soñar con la tierra natal y con el hogar de sus padres. ¡Ah! ¡Tú no puedes comprender como yo lo que pasa en el corazón de un vascongado, cuando aunque no sea mas que a sesenta leguas de sus montañas, llega a su oído el sonido de un tamboril, o se ofrece a su vista el traje usual de su aldea, u oye la rica y venerable lengua de los escaldunas!

— Quiero volver a mi país — se dijo Santiago— , porque mis padres son ya viejos, y desean verme, porque la pobre jariega es una buena muchacha, aunque sus cartas demuestran que sigue tan llorona como siempre, y porque mi país es bueno para dar una vuelta por él; pero muy tonto sería yo si antes no viera y gozara cuanto hay que ver y gozar en el Nuevo Mundo, que sólo he visto por un agujero.

Esto se dijo Santiago, o más bien el señor don Santiago, porque ya da vergüenza nombrar con tanta llaneza a un hombre que tiene tantos millones: esto se dijo, y al día siguiente se echó a vivir.

¡Buenas, muy buenas las corrió el señor don Santiago en la América Central y en la del Sur!

Carruajes a docenas:, caballos a centenas, criados a gruesas, amigas a millares: cada noche un banquete y lo demás que se calla; cada semana las emociones de un desafío, cada día el berrinche de un par de horas de juego, y de cuando en cuando un costalazo en una apuesta a que reventaba un caballo en cinco minutos; esto fue lo que por espacio de medio año dio al señor don Santiago una celebridad inmensa en la América española.

En Madrid, y no sé si en otras partes también, tienen tos confiteros una táctica muy ingeniosa para evitar que sus dependientes figuren entre los primeros consumidores del dulce fruto de sus tareas. Reciben un muchacho rocín venido de la tierra (ésta es la frase consagrada por el uso. ¡Qué chistes se oyen, Dios mío!), y lo primero que le dicen es:

— A ti te gustan los dulces, ¿no es verdad? Pues tienes licencia para comer los que te dé la gana, con tal que seas hombre de bien.

El muchacho, cuyo bello ideal había sido siempre tener a su disposición una confitería, ve el cielo abierto con esa advertencia, y se da un atracón de yemas como él solo.

La consecuencia de este atracón es que el muchacho aborrece para siempre los dulces, y a veces pierden el estómago.

Algo parecido a lo que sucede a los muchachos de las confiterías empezaba a suceder al señor don Santiago: los atracones de placer le iban haciendo aborrecer los placeres, le iban echando a perder el estómago, y lo que es más doloroso aún, el corazón.

Pasó a los Estados Unidos, y allí pasó otro medio año comiendo dulces, cada vez con menos apetito.

Cuando el lobo se hartó de carne, se metió fraile: cuando el señor don Santiago se encontró hastiado de aquellos placeres que tanto había ansiado, pensó en su país, en sus padres y hasta en la pobre Jariega, y se decidió a embarcarse para la madre patria.


Mañanita de San Juan,
cuando la gente madruga,
el que borracho se acuesta
con agua se desayuna.
 

Pero he aquí que un día recibe nuestro hombre una carta con la triste noticia de que sus padres han muerto con el dolor de no volver a ver al hijo cuya ausencia lloraban hacía más de diez años.

El señor don Santiago no recibió con indiferencia aquella noticia, pero se asombró de que no le causase el pesar que en otros tiempos le hubiera causado: era que su alma se había gastado en los placeres, estaba muerta para la tierra, ya que no pudiera estarlo para el cielo.

Y don Santiago se dijo entonces:

— Si en esta tierra, rica de juventud y civilización, no encuentro yo placer alguno, ¿cuáles puedo esperar en mi Patria, vieja caduca, que, corno todos los viejos, ha tornado a la ignorancia y a la impotencia de la niñez? Además, mis padres han muerto, y si allí soy capaz de sentir algo, será el desconsuelo de no encontrarlos ya en torno del hogar donde los dejé. ¡No, no quiero volver a mi país! Recorreré todo el mundo, a ver si con mis riquezas encuentro aún placeres pero no volverán a darme su sombra los nogales y los cerezos de Ipenza.

Las orgías, el juego, el lujo, los amores venales, los placeres de todo género, le causaban profundo hastío. Sin embargo, hizo un esfuerzo supremo para volverse a sumergir en ellos, que los había ansiado mucho para que renunciara a ellos fácilmente; pero le sucedía lo que al enfermo inapetente, que, obstinándose en comer exacerba la rebeldía de su estómago.

Y no era ya la muerte del alma, la muerte del corazón, la muerte del sentimiento, el único mal que aquejaba a Santiago; su rostro estaba marchito, su cabello empezaba a encanecer, sus miembros se entorpecían y su pecho respiraba con dificultad.

Consultó a los médicos más famosos del nuevo continente, y todos opinaron que al restablecimiento de su salud convenía mucho los aires de su país nativo; pero Santiago opuso una resistencia tenaz a seguir el consejo de los médicos.

— ¡Soy — se decía— el más desventurado de la tierra! ¡Paso media vida trabajando sin descanso y lleno de privaciones para enriquecerme; me enriquezco al fin, y me encuentro con que mis riquezas son inútiles, con que soy más desdichado que el último de los tres millones de esclavos que gimen en esta tierra de la libertad, pues sólo conservo viva la inteligencia para contemplar el vacío del sentimiento! ¡Oh, Dios mío! ¡Yo diera todas mis riquezas por sentir un latido en mi corazón o una lágrima en mis ojos!

¿No te parece, luz de los míos, que, en efecto, Santiago era muy desventurado?

— ¡Ay! ¡Sí que lo era, sí!

Que Dios, si así place a su Divina Majestad, abrume de dolencias nuestro cuerpo y de tribulaciones nuestra alma.

Que nos condene a llegar a la ancianidad ganando con el sudor de nuestra frente el sustento cotidiano.

Y que nos niegue la dicha de ver en torno de nuestro lecho mortuorio hijos que nos lloren y nos reverencien.

¡Pero que nos conserve el alma siempre lozana y joven!...

Cada vez se lamentaba Santiago más de haber perdido esta juventud del alma que a ti y a mí nos hace dichosos.

A la tisis moral sucedía ya la tisis física. Los médicos le declararon terminantemente que su única esperanza de salvación estaba en la vuelta a la tierra natal, y Santiago aceptó esta esperanza, más bien ya por indiferencia que por amor a la vida.

V

La primavera engalanaba a las Encartaciones con un rico manto verde, sembrado de llores de guido, de manzano, de melocotonero, etc., y las obsequiaba todas las mañanas con un concierto de pájaros, que era lo que habla que oír, pues los músicos trabajaban a las mil maravillas, engolosinados con el abundante almuerzo de cerezas que la primavera les prometía para después de los conciertos.

Uno de aquellos pájaros, que se ha criado al calor de mi pecho y aún tiene su nido como quien va hacia mi costado izquierdo, es quien me cuenta todas estas cosas.

Lo mismo en las llosas del fondo del valle que en las que rodeaban las caserías dispersas en las alturas, reinaban la animación y el contento, no tanto porque habían venido las hojas, y las flores, y los pájaros, y los días claros y las noches serenas, como porque habían venido las esperanzas, doradas mariposas, cuyas crisálidas eran el piececito de maíz, que asomaba ya su rubia cabeza en la heredad layada y sembrada quince días antes; la hebra de trigo, que reventaba de orgullo al sentir la espiga en su seno, y la flor de los frutales, madre feliz que no muere hasta que están granaditos sus hijos. Los niños hacían silbos con la corteza del nogal o del castaño, o buscaban nidos en los avellanales de los regatos, de paso que apacentaban los bueyes en las honderas de las piezas o en las campas;.y los hombres y las mujeres sallaban en las piezas adelantadas, o batían terrones en las atrasadas; chupando su pipa los primeros, cantando o riendo estrepitosamente las segundas, y todos, niños y hombres y mujeres, sintiendo una alegría y una felicidad que nos está vedada a nosotros los que nos ahogamos en esta atmósfera deletérea de las ciudades.

Pero había unas llosas en que reinaba la soledad y la tristeza, y eran las que rodeaban la casería de Ipenza; aquella vida, aquella alegría, que la laboriosidad y el placentero carácter del difunto Ramón derramaban constantemente en ellas, habían desaparecido. ¡Harto había hecho la pobre Jariega arrojando en ellas a la ventura de Dios la semilla que empezaba a brotar lozanamente!

Medio año hacía que habían volado al seno del Señor los caseros de Ipenza, Quica primero y Ramón un mes después, dejando a Catalina una buena dote y el usufructo de la casa y la hacienda, mientras su natural heredero no le reclamase.

Desde entonces la vida de Catalina se deslizaba en la tristeza y en las lágrimas, que sólo conseguían detener por breves instantes su fe cristiana y el cariño de la buena mujer que la había alimentado a sus pechos, y a quien había llamado, a Ipenza para que lo sirviese en su soledad de madre y de compañera.

Santiago no venía, ni contestaba siquiera a las tiernas y tristes cartas en que la pobre muchacha le pintaba sus perpetuos recuerdos y su soledad y la de la casa paterna.

Era un domingo.

El cielo amaneció azul y hermoso como los dulces ojos de la huérfana de Ipenza, y el sol apareció sobre los altos picos de Oriente más dorado y vivificador que nunca. Las campanas de la iglesia parroquial cantaban, repicando a misa, la dicha y la alegría que reinaba en el valle.

Catalina, vestida de luto, no tan negro y tan triste como el que llevaba en el corazón, bajó a la iglesia a encender las candelas y colocar las ofrendas de blanco pan sobre la sepultura de aquéllos a quienes había dado el dulce nombre de padres.

Rezó y lloró sobre aquella sepultura, y terminada la misa, volvió a tomar la estrada de Ipenza.

Casi repentinamente apareció por la costa aquella tenue neblina que hace exclamar a los buenos habitantes de las Encartaciones:

— Ya limpian trigo en los montes de Somorrostro. No tardará en llegar aquí el tamo.

Aquella húmeda neblina fue avanzando, avanzando, y al llegar Catalina a Ipenza, ya cubría todas las Encartaciones, desde las cumbres de Soba a las de Oquendo, y desde el cónico pico volcánico de Sarantes al de Colisa.

El sol se obscureció completamente, y a una mañana espléndida del Mediodía, sucedió una tarde nebulosa del Septentrión. Sin embargo, el corazón de Catalina estaba alegre y latía como si una dulce esperanza le agitase.

La noche avanzó cada vez más lluviosa y obscura, y las moradoras de Ipenza, después de rezar el rosario, se disponían a acostarse, cuando Navarro, que dormía en el horno, despertó refunfuñando y comenzó a ladrar, atravesando el nocedal en dirección a la estrada que bajaba ni valle.

Catalina supuso que lo que sacaba a Navarro de sus casillas, o mejor dicho, de su horno, sería alguna partida de contrabandistas pasiegos, y se asomó a una ventana que daba sobre la portalada de la casería.

En la estrada se oía ruido de caballerías, ruido que cada vez se acercaba más, y Navarro había dejado de ladrar.

— No serán pasiegos — dijo la joven a la aña— , que los pasiegos no confían a piernas ajenas sus personas ni su maco.

Las caballerías se acercaban a la portalada.

— ¡Abre, Jariega! — dijo una voz fatigosa, que ni Catalina ni la aña conocieron; pero que resonó profundamente en el corazón de la primera como si fuese conocida y amada.

Los desconocidos estaban ya en la portalada.

— ¿Quiénes son ustedes? — preguntó la aña, sacando el candil por la ventana.

— ¡Abra usted, aña o demonio! — dijo la misma voz en el tono peor humorado del mundo.

Al iluminar el candil la portalada, se ofrecieron a los atónitos ojos de la joven y de la anciana:

Un arriero que conducía del ramal cuatro mulas reatadas y cargadas de cofres y maletas, y un viejo (tal parecía al menos) montado en otra mula al lado de la cual daba saltos y brincos Navarro, queriendo acariciar al jinete.

Catalina y la aña, a quienes había asaltado la dulce sospecha de que fuese Santiago el que tan familiar e imperiosamente les había dirigido la palabra, a pesar de que aquella voz le era desconocida, perdieron toda esperanza al ver al que cabalgaba en la mula delantera; aquel hombre en nada se parecía a Santiago, aun teniendo en cuenta lo que a éste debían haber desfigurado los años. Su cabello comenzaba a blanquear, sus ojos estaban hundidos, amarillo y demacrado su rostro, afiladas sus manos y su espalda encorvada. Santiago, que sólo contaba veintiséis años y que ya al partir de Ipenza se las apostaba a tirar la barra y jugar la pelota a los mozos más fornidos y ágiles del valle; Santiago, que ya a los quince años era por su gallardía y su hermosura, el encanto de las muchachas del Concejo; Santiago no podía haberse trocado en once años en aquel hombre viejo y valetudinario.

— ¿Quiénes son ustedes? — preguntó Catalina muerta de miedo y desaliento.

El desconocido exclamó cada vez más irritado.

— ¡Abre, Jariega, con un millar de demonios, antes que vaya la puerta abajo! ¿Era este el recibimiento que me prometías al darme noticia de la muerte de mis padres?

— ¡Él!... ¡Él es!... — gritaron ambas mujeres.

Y se lanzaron a la puerta del patín.

Entretanto, Santiago echaba pie a tierra, ayudado del arriero.

Navarro se acercó a él deshaciéndose en caricias; pero el indiano lo arrimó un fuerte puntapié acompañado de un taco del número uno, y el pobre viejo tomó la ruta hacia el horno dando unos alaridos que indudablemente querían decir, traducidos a la lengua cristiana:

— ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué bruto vuelve mi amo! Pero más bruto soy yo por haber quebrantado mi propósito de no incomodarme por nada ni por nadie. Bien dice el Morroño que San Yo es el único santo a quien uno debe tener devoción. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué sabio es mi compañero el Morroño!

Mientras así se lamentaba Navarro, don Santiago murmuraba con desesperación:

— ¡Muerta!... ¡Muerta para siempre mi alma!... ¡Nada, nada... indiferencia, hastío, cansancio de la vida al desembarcar en Vizcaya... al entrar en el valle donde nací... al llamar a la puerta de mis padres... al oír la voz de la compañera de mi niñez!...

Catalina, seguida de la aña, se precipitó a la portalada, e iba a lanzarse a los brazos de Santiago; pero éste, lejos de abrírselos, se contentó con murmurar fríamente:

— ¡Hola, Jariega! Yo creí que no abrían ustedes en toda la noche.

Esta indiferencia hirió en el corazón a la pobre Catalina, y este nombre recordó a la delicada huérfana que era una miserable expósita que debía a la caridad la vida, el pan que la sustentaba y el techo que la guarecía. El tú que iba a pronunciar; el tú, dulcísimo pronombre del amor y de la amistad, como le llama el cantor de Los Mártires; el tú se detuvo en los inmaculados labios de la solitaria de Ipenza, que lo cambió por el ceremonio usted, y acompañó con otro pronombre más ceremonioso aún el nombre de Santiago, que tan dulce le había parecido siempre sin anteposición alguna.

— ¿Cómo está usted, don Santiago? — preguntó al indiano, con el corazón desgarrado.

— ¡Usted! ¡Nunca has de dejar de ser necia! ¡Don! ¡Jamás se ha de ver libre esta... cándida Patria mía de sus estúpidas preocupaciones, de sus ridículas ínfulas nobiliarias!... ¡Bien hayan los países donde todo el mundo desciende democráticamente de Adán!... — gruñó el indiano con hastío y despego, dando al olvido dos cosas.

Que el usted es bello y oportuno como noble expresión de respeto y como modesta confesión de inferioridad.

Y que, en nuestros tiempos el don no es ínfula nobiliaria, y sí sólo indicación de que aquel que le antepone a su nombre de bautismo, pobre o rico, es persona decente, tiene derecho, por sus méritos, por su inteligencia, por su educación, a que no se la confunda con los que por desgracia no poseen ninguna de estas nobles cualidades personales, tan estimadas en toda sociedad delicada y culta.

Por más que mí hermano y yo seamos hijos de unos mismos padres, y allá nos andemos en punto a dinero, mi hermano sólo tiene derecho a poner en los libros que compra: «Este libro es de José de Tal», al paso que yo le tengo a poner en los libros que escribo: «Este libro es de D. Antonio de Cual», por la sencilla razón de que mi hermano, aunque labrador honrado, bueno y laborioso, ha pasado las noches de su juventud durmiendo; y yo, aunque mal literato, he pasado las de la mía estudiando para ennoblecer mi espíritu, para comprender la hermosura de Dios, del arte y de la Naturaleza; para apreciar en todo su valor los sentimientos elevados, para separar lo delicado de lo grosero, y para distinguir entre el mal y el bien, y entre lo justo y lo injusto.

Era tan profundo el dolor que sentía Catalina al encontrar a Santiago en aquel lastimoso estado, y al verse tratada de aquel modo por el amado compañero de su niñez, a quien su corazón había llamado y esperado por espacio de once mortales años, era tan profundo el dolor que revelaba la dulce faz de Catalina, que Santiago no pudo menos de arrepentirse de su frialdad y dureza, y de alargar la mano y dirigir algunas palabras benévolas a la joven, que se estremeció entonces de alegría.

— ¿Vienes enfermo, Santiago? — le preguntó Catalina con infinita ternura.

— ¡Sí; enfermo del alma y del cuerpo!

— ¿Qué sientes, hermano de mi corazón?

— No siento nada, y ésa es mi mayor desdicha.

Catalina no comprendió el sentido de estas palabras.

— ¿Tienes frío?

— Tengo helado el corazón.

— Ven, ven a orilla del fuego, donde te calentarás mientras te disponemos la cena.

Santiago se dirigió a la cocina, apoyado en el hombro de Catalina.

El Morroño, que era amigo de lo caliente, se había apoderado de la silla en la que pocos momentos antes había estado sentada su ama. Al ver que ésta tornaba, se volvió del otro lado, y dio un bufido, como diciendo: «El que fue a Sevilla perdió la silla».

En efecto; su ama lo dejó en perfecta posesión de su conquista, que también respetó Santiago.

Aún conservaba éste la esperanza de convencerse de que su alma estaba enervada y no muerta; aún esperaba que su corazón diese un latido, siquiera fuese débil, al acercarse a aquel hogar que tanta dicha debía recordarle; pero no tardaron en desvanecerse estas esperanzas.

Santiago penetró en la cocina; se acercó al hogar, se sentó en el escaño donde se sentaba su padre, en el banco donde se sentaban él y Catalina y hasta en el celemín donde se sentaba su madre; pero rinda, su corazón continuaba paralizado, frío, indiferente a todo.

Entonces el mis profundo abatimiento se apoderó de Santiago, sin que toda la solicitud y toda la ternura de Catalina y la aña bastaran a sacarlo de él por un instante.

Catalina, que recordaba muy bien cuáles eran los manjares que en otro tiempo gustaban más a Santiago, improvisó una apetitosa cena, que esperaba fuese del agrado do su hermano.

— Vamos — dijo ésta— , verás qué alegremente vamos a cenar juntos, tú, y la aña y yo. Mira: para que nos recuerde esta cena las de otro tiempo, cenaremos en la misma mesita donde cenábamos entonces, y la colocaremos aquí, a la orilla del fuego, donde la colocaba la señora madre, que esté en gloria, para que no nos separáramos del amor de la lumbre. Ea, ya está puesta la mesa... Ahora voy en un salto a la cubera a buscar un jarro de chacolí, que le tenemos muy bueno, rica negrera, todo de uva graciana, de las andanas de la huerta... Estoy segura de que todas estas cosas, por ser de casa, te saben a gloria.

Y diciendo y haciendo, Catalina puso con mil primores la mesa, ayudada del aña; y, en efecto, bajó de un salto a la cubera y subió de otro, con un jarro de vino.

Catalina sentía, al hacer todo esto, la santa alegría que siente la tierna madre cuando por espacio de toda una mañana se ocupa en preparar un manjar delicado que cree ha de colmar de gozo al hijo de su alma; y cuando Santiago, que se había sentado a la mesa esperando aún que su estómago no rechazase aquellos manjares y aquel vino de la casa de sus padres, cuando Santiago retiró de sus labios con repugnancia la vianda y el vaso que Catalina le había servido. Catalina sintió un desconsuelo parecido al que siente aquella misma madre cuando su hijo dice que no gusta o no tiene gana del manjar que su madre con tanta solicitud lo ha preparado.

Catalina comprendió al fin, más por el instinto del cariño que por las palabras de Santiago, el mal que aquejaba a éste. Un alma grosera y vulgar sólo hubiera adivinado que Santiago había perdido el estómago; pero el alma delicada de Catalina adivinó que Santiago había perdido el estómago y el corazón.

— Catalina, ¿dónde murieron nuestros padres? — preguntó Santiago.

Catalina se animó con un rayo de esperanza.

— En el cuarto de la sala — contestó llorando Catalina.

— Pues dispónme allí la cama, que allí es donde quiero morir.

— ¡Hermano de mi vida! — exclamó la joven sin poder completar la frase, porque la ahogaban los sollozos.

— Déjate de lamentaciones inútiles — dijo el indiano, volviendo a perder la paciencia— , déjate de jeremiadas, y dispónme la cama en el cuarto donde murieron mis padres.

Catalina le obedeció hecha un mar de lágrimas.

Santiago penetró poco después en el cuarto donde habían muerto sus padres, con los ojos secos y el corazón inerte.

— ¡La última esperanza desvanecida! — exclamó.

Y se dejó caer como muerto en el lecho.

VI

Al amanecer del día siguiente, una nieblecilla blanca y espesa envolvía las cimas del pico Cinto y el Alem; pero el sol apareció a poco rato por las alturas de Urrállaga, derramando torrentes de viva y dorada luz, y la niebla abandonó deslumbrada aquellos últimos refugios. Jamás día más espléndido brilló en las Encartaciones, a no ser aquel en que sus indomables hijos despedazaron las soberbias legiones romanas, cuya pérdida había de llorar Augusto «suelta la barba y el cabello, dándose de cabezadas contra las puertas», como dice el bueno de Suetonio.

Sin embargo, Santiago ni aun quiso consentir en asomarse a la ventana a contemplar un diamante en cada hoja y cada flor, en que había depositado una lágrima la aurora. Fueron pasando todos los días de la semana, hermosos todos ellos, menos para la pobre Catalina, y llegó, por fin, el domingo. Las campanas de la iglesia parroquial del valle tocaban a misa primera.

— ¡Santiago! — dijo amorosamente Catalina al indiano— . Si mi voz no ha conseguido arrancarte de este encierro donde agonizas, que lo consiga la voz de Dios. ¿Oyes, hermano, esas campanas? La voz del Señor es ésa, que nos llama a rezar y llorar sobre la sepultura de nuestros padres.

— Catalina, oraciones sin lágrimas no pueden llegar a Dios, y las lágrimas están vedadas a mis ojos. ¡Deja que se extinga aquí el débil soplo de vida que me queda!...

— ¡No, por Dios, hermano mío! ¿Sabes cuáles fueron las últimas palabras que pronunció la madre que tanto te quiso, la madre que murió cuando murió su esperanza de volverte a ver? «¡Catalina, hija mía — me dijo— ; si vuelves a ver al hijo de mis entrañas, dile que el postrer deseo de su madre es que viva y muera amando a Dios, como sus padres han vivido y han muerto!»

Al oír estas palabras, Santiago se levantó del sillón en que estaba postrado.

— ¡Hermana! — exclamó— . ¡Cúmplase la voluntad de mi madre y la de Dios!

Catalina juntó las manos y alzó al cielo, en acción de gracias, sus purísimos ojos inundados en llanto. Pocos instantes después, tomó Santiago la de estrada que bajaba al valle, y llegó al campo de la iglesia cuando sonaba el segundo toque de misa.

Gran número de habitantes del Concejo estaban reunidos en el campo y en el pórtico de la iglesia, y todos se acercaron a saludar afectuosamente al indiano, doliéndose del triste estado en que volvían a ver a aquel muchacho, a quien tan hermoso y feliz vieron hacia once años.

Ni la gratitud, ni la alegría, ni la curiosidad, hicieron tampoco en aquel instante al corazón de Santiago abandonar la glacial indiferencia, que había llegado a ser su estado normal. Aquellos rostros, que anunciaban almas siempre tranquilas y jóvenes, nada decían al joven viejo de Ipenza. Santiago penetró en la iglesia en el momento en que sonaba el último toque, y el párroco, que había derramado sobre su frente el agua santa del bautismo, salía a celebrar el santo sacrificio.

Al atravesar el sagrado umbral, y al dirigir alternativamente ente la vista al sacerdote y a la losa que cubría el sepulcro de sus padres, sus ojos brillaron de alegría; Santiago acababa de convencerse de que su corazón no estaba aún completamente muerto para el sentimiento.

Dobló la rodilla sobre la sepultura de su madre, y empezó a rezar, sintiendo un bienestar inexplicable.

— ¡Madre! — murmuraron sus labios— . Tú, que en la tierra fuiste para conmigo amorosa y compasiva, ve desde el cielo mi desventura, y pide al Señor que me cubra con el manto de su misericordia, por más indigno que sea de ello. Pídele, santa madre mía, que me dé ojos para llorar y corazón para sentir!...

Al pronunciar estas palabras, Santiago no pudo contener un grito de inmensa alegría; su corazón latía y una lágrima asomaba a sus ojos. ¡Su alma empezaba a resucitar! ¡A la voz del Señor, el inerte corazón de Lázaro comenzaba a animarse!

Santiago inclinó su frente sobre la fría losa del sepulcro, y dos raudales de lágrimas brotaron de sus ojos. Terminada la misa, salió del templo con el corazón inundado de alegría; entonces la gratitud y la curiosidad le hicieron detenerse para saludar a las gentes que encontraba a su paso y para observar las alteraciones que el transcurso del tiempo había obrado en aquellos hombres, a quienes al tiempo de expatriarse dejó niños, y en aquellos ancianos, a quienes dejó jóvenes.

Para tornar a Ipenza, tenía que subir una prolongada cuesta, que había bajado con harto trabajo; pero no se acobardó. «Me sentaré — se dijo— cuando me canse». Pero, con gran sorpresa, se encontró a corto rato en el nocedal de Ipenza, sin haber sentido fatiga alguna, a pesar de su mucha debilidad. Es que las lágrimas de ternura dan vigor al alma agostada, como la da a las plantas la lluvia.

Catalina, que espiaba su vuelta desde la ventana, con el corazón lleno de penosa incertidumbre, salió a su encuentro. Las mejillas de Santiago, antes pálidas como la cera, estaban entonces sonrosadas, como si la sangre hubiese vuelto de repente a darles calor y vida.

— ¡Catalina! — exclamó Santiago, balbuceando de gozo— . ¡He llorado y he sentido! ¡Mi alma no está muerta aún!... ¡La he sentido sobre la sepultura de nuestros padres!

Catalina exhaló un grito de inmensa alegría y se precipitó en los brazos que le ofrecía su hermano. Aquel día se sentó Santiago a la mesa sin la invencible repugnancia que sentía hacía mucho tiempo, y encontró de gusto no del todo desagradable las viandas y el vino y las frutas del país que hasta entonces no había conseguido Catalina hacerle probar.

También amaneció hermosísimo el día siguiente; pero la tristeza y el silencio de la noche parecían haber vuelto a Santiago la indiferencia y el abatimiento que Catalina esperaba curar.

En vano se esforzaba la joven por hacerle abandonar la habitación en que había vuelto a encerrarse.

Viendo que sus reflexiones y sus súplicas eran inútiles, Catalina se retiró llorando del cuarto de Santiago; pero al ver éste aquellas lágrimas, se sintió dominado por la compasión y se decidió a enjugarlas, accediendo a los deseos de la que tanto se interesaba en su dicha.

— Catalina — dijo a su hermana— , no llores, que harto se ha llorado por mí en este mundo. ¿Qué es lo que deseas?

— Que abandones la oscuridad que te mata y salgas a gozar del sol de Dios, que te ha de dar la vida — contestó Catalina llorando aún, pero llorando de alegría.

Santiago salió al nocedal.

Los perales y los cerezos, interpolados entre los nogales, estaban cubiertos de flor y exhalaban un suavísimo perfume.

Santiago estuvo largo rato embelesado en la contemplación de aquellos árboles, y refrescando su alma con el recuerdo de la dicha que bajo su dulce sombra había encontrado en otros tiempos.

Pasado el nocedal, en una fresca cañadita, sombreada por gigantescos castaños, estaba la fuente que surtía de agua a los moradores de Ipenza.

Santiago se detuvo al lado de aquella fuente; abismado en sus recuerdos, aplicó sus labios con deleite a la teja que servía de Caño al caudaloso, manantial, cogió una embueza de agua y refrescó con ella su rostro, y hasta tuvo tentaciones de ponerse, como en otro tiempo, a hacer represas y molinos de junco en el arroyuelo que saltaba por la cañadita abajo.

Siguió adelante y se paró en un toreo, desde el cual se dominaba una casería cercana y las llosas que la rodeaban.

Oyendo a sus inmediaciones unas alegres vocecitas, se paró a escuchar atentamente: eran cuatro niños los que hablaban, desjarretándose la ropa en los jaros próximos al torco.

— Yo he aprendido un nido esta mañana.

— ¿De qué es?

— De malviz, y está plumido.

— ¡Ay! ¿Me le quieres enseñar?

— ¡Sí, cabalito!

— Pues no te enseño yo a ti un setal que aprendí ayer.

— Cuando vaya mi padre con vena me va a traer de Balmaseda unas alpargatas y una trompa.

— Y a mí mi padre un gorro colorado, en cuanto cueza la oya.

— Chicos, vamos a hacer silbos, que ya sudan.

— Vamos.

— ¡Si yo pudiera sacar éste!


Suda, suda,
cáscara ruda
lira coces
una mula;
sal, sal,
para la Pascua
yo silbar...
 

Y al compás de este sonsonete, los niños daban con una navajita gallega, o negra, como allí dicen, en la corteza de un palito de castaño recién cortado, para desprenderla de la madera, excitando el sudor de la corteza a fuerza de percusiones.

Santiago oía estas puerilidades con gusto, ya que no con el embeleso con que las oyes tú, alma de mi alma, que tu corazón fresco y creyente y puro, es necesario tener para embelesarse con estas puerilidades.

Santiago dio un silbido, y los niños, atraídos por la curiosidad, subieron al torco. Cuando se encontraron con un caballero, se pararon un poco cortados.

— Chico — dijo uno de ellos en voz baja a sus compañeros— , es el indiano de Ipenza, que, según dice mi padre, no tiene alma, porque se le ha muerto.

— ¿Y eso qué es?

— Qué, ¿morirse el alma? Yo no sé; ello debe ser así, cosa de muertos.

— ¡Ay, qué miedo!

— Venid acá, galopines — dijo Santiago en tono benévolo a los niños, que, en efecto, se acercaron a él— . ¿Hijos de quién sois?

— Yo de Juan.

— Yo de Pedro.

— Yo de Diego.

— A mi padre le llaman por mal nombre Benditoseas.

— Habéis hecho hoy el cuco, ¿no es verdad?

— No, señor.

— ¿Y por qué no vais a la escuela?

— Yo, porque hoy no tenía mi madre cuartos que darme para un catón.

— Y yo lo mismo.

— Yo, porque dice mi madre que no quiere que vaya hasta que pueda ponerme un poco decente.

— Y yo, porque lo mismo dice mi madre.

— Bueno. Pues decid a vuestras madres que vayan esta tarde con vosotros a Ipenza.

— Está muy bien.

Santiago, con el corazón cada vez más ensanchado y la respiración más fácil, continuó su paseo en dirección a la casería que se descubría desde el torco, y saltando con trabajo un seto, se metió por las llosas que la precedían.

Los inquilinos de la casería estaban sallando una pieza de borona. Al ver al indiano, los hombres se descubrieron la cabeza, y todos le saludaron afectuosamente.

Santiago notó que estaban todos muy tristes, y les preguntó la causa.

— ¡Qué ha de ser, señor don Santiago! — contestó Ignacio, el cabeza de familia, que era un anciano cuyo rostro respiraba bondad y honradez— . Que anoche se nos ha desnucado la pareja de bueyes, y hemos quedado perdidos, porque con ella nos bandeábamos regularmente, unas veces llevando nuestros carritos de vena a las ferreterías y otras trabajando en la labranza, y ahora tendremos que hacerlo todo a fuerza de brazos, como los gentiles.

— Pero, ¿se la pagará a ustedes la concordia?

— ¡Qué, señor, si este año no se ha formado concordia!

— Pero, por fin, si viene buena cosecha, menos mal será.

— Por buena que venga, señor don Santiago, tendremos que comprar el zurrón la mitad del año, porque el amo se lleva el tercio de ella.

— ¿Y no hay ahora alguna buena pareja de venta?

— Parejas no faltan, señor don Santiago; lo que falta es dinero. El señor alcalde da por cuatro onzas una, que mejor no se pasea en Vizcaya.

— Pues yo se la compro al señor alcalde, y se la regalo a ustedes.

— ¿Qué es lo que usted dice, señor don Santiago?

— Que vaya usted al momento a buscar su parejita.

Y Santiago estrechó la mano del anciano, dejando en ella cuatro onzas de oro como cuatro soles.

Contar las lágrimas de alegría que aquella honrada familia derramó y las bendiciones que prodigó al indiano, es más difícil que contar las estrellas que hay en el cielo.

Era ya mediodía. Santiago volvió a tomar el camino de Ipenza, porque... ¡tenía ya gana de comer! Y, sobre todo, porque deseaba hacer partícipe a alguien de la dicha que rebosaba su corazón.

Cuando llegó al nocedal, vio a Navarro descansando a la sombra de las glorias y fatigas que acababa de alcanzar en una pieza asaltada por las cabras. Santiago le llamó, frotando la yema del dedo índice con la del pulgar. Pero Navarro había envejecido mucho desde la noche de marras, y a perro viejo no hay tus, tus.

Sin embargo, Navarro no era hombre, digo perro rencoroso, y viendo que su amo insistía en llamarle, dijo para sí.

¡Qué demonios! Allá voy, y salga el sol por Antequera. Convengo con mi compañero el Morroño en que el que más pone pierde más; pero yo no tengo genio para estar de hocico con nadie.

Y lanzándose al encuentro de su amo, uno y otro hicieron tales extremos de alegría, que quedó justificada aquella copla que dice:


Cuando riñen dos amantes
y vuelven a hacer la paz,
ángeles y serafines
¡cuánta envidia les tendrán!
 

Santiago comió y bebió con apetito que rayaba en desordenado, pero Catalina no pudo comer de alegría.

A la caidita de la tarde llegaron a Ipenza, acompañados de sus madres, los niños con quienes había hablado aquella mañana Santiago.

— ¡Hola, caporales! — dijo éste a los niños— . Es necesario que desde mañana vayáis a la escuela todos los días; y cuidado con hacer el cuco, que yo tengo un pajarito que me lo cuenta todo.

Un mirlo daba la despedida al sol desde la copa del higar, y los chicos, que no lo habían echado en saco roto, conferenciaron en voz baja:

— Chicos, ¿si será ese el pájaro que dice?

— De juro, ése debe ser.

— ¡Mira tú el acusón!...

— Chicos, ¡si pudiéramos arrearle una pedrada!

— ¡Cabalito! Para que luego se lo diga al indiano...

El indiano continuó:

— Todos los domingos, después de misa mayor, me tendréis sentado en este patín con una cesta de fruta a un lado y un talego de cuartos al otro, para dar cuatro cuartos por cada parce que vosotros o vuestros compañeros me presentéis, y en seguida echar la fruta a la péscola. Para visitar a los ricos como yo, es preciso vestirse de toda gala, y vosotros os vestiréis, porque vuestras madres se encargan de haceros el uniforme. Para que el bolsillo no desdiga del uniforme, es necesario que esté forrado de cobre, y yo voy a daros con qué forrar el vuestro.

Diciendo así, Santiago puso una onza de oro en la mano de cada una de las mujeres y un puñado de cuartos en la de cada uno de los niños.

Las mujeres lloraban de alegría y los niños saltaban y brincaban de lo mismo.

Apenas había terminado esta audiencia, Santiago oyó a un hombre cantar en la estrada que desembocaba en el nocedal. Era Ignacio, que subía ya con su pareja, e iba a ponerla a las órdenes del que le había dado para comprarla.

— Ignacio apareció en el nocedal.

— ¡Hola, Ignacio! Parece que está la gente de buen humor! — le dijo el indiano al verle aparecer en el nocedal.

— ¡Calle usted, señor don Santiago, que no sé lo que me pasa! Si hubiera por ahí un tamboril o una pandereta, había de bailar un corro, a pesar de mis años. Aquí tiene usted la parejita, que para que la vea usted me he venido por aquí. Bueyes más valientes no los hay en las Encartaciones. Mientras echábamos la robra he apostado a que planto con ellos en Mena seis cargas de vena, y estoy seguro de ganar la apuesta.

— Cierto que la pareja es buena.

— Pues disponga usted de ella, señor don Santiago, y de mi mujer, y de mis hijos, y de todos, que por usted nos echaremos de cabeza desde el campanario abajo, porque usted es nuestro padre.

— Gracias, Ignacio; pero no hay motivo para tanto. Conque, ea, no se descuide usted, que va anocheciendo y esos caminos son malos.

— Es verdad. Conque quede usted con Dios, señor don Santiago, y muchas memorias a Catalina, que vale más oro que pesa. Mejor pareja que harían usted y ella... Perdone usted, señor don Santiago, si he dicho una barbaridad, que hoy no sé hablar más que de parejas; como estoy tan contento con la mía...

El buen anciano, a quien pareja y robra sacaban de sus casillas; siguió su camino continuando su canto.

Aquella noche sucedió a Santiago lo que no lo sucedía hacía once años; pasó toda la noche en un sueño, y soñó que todos los habitantes del valle juraban y perjuraban que, si él lo mandaba, se arrojarían de cabeza desde el campanario abajo.

VII

El alma de Santiago iba resucitando cien veces más hermosa que cuando murió. En aquel milagro cabía no pequeña parte a Catalina.

Hacía dos meses que el indiano recorría diariamente el valle sembrado beneficios y recogiendo bendiciones. Cada bendición aumentaba un grado la hermosura de su alma y otro grado la hermosura de su cuerpo. Así, pues, el alma y el cuerpo del indiano rebosaban salud y hermosura, y por carambola sucedía dos cuartos de lo mismo al alma y al cuerpo de Catalina.

Una tarde de verano estaban Catalina y Santiago sentados tomando el fresco, bajo aquel mismo cerezo donde hace más de once años los vimos bailar un corro. Santiago, que aquella mañana había dado su ordinario paseo por las caserías circunvecinas, contaba a Catalina la felicidad doméstica que habla contemplado en casa de veinte o treinta pobres inquilinos.

— ¡Catalina! — dijo de repente fijando sus vivos ojos en los dulcísimos de la joven— . ¿Sabes que me voy a casar?

Catalina se puso de repente pálida como un cadáver, y tuvo que apoyarse en el tronco del cerezo para no caer, al paso que una insólita alegría brilló en el rostro de Santiago cuando éste observó el efecto que habían producido sus palabras.

— ¿Con quién, hermano? — preguntó Catalina con voz temblorosa.

— Con los pobres — contestó Santiago.

La vida pareció volver al demudado rostro de Catalina, que estrechó la mano de Santiago con inmensa efusión.

— Sí, me voy a casar con los pobres — continuó Santiago— , proporcionándoles pan y trabajo, ya que soy rico. Verás cuánto amor y cuánta felicidad van a reinar en nuestro matrimonio. ¿No decías tú cuando eras niña que deseabas, entre otras cosas, vivir cerca de la iglesia, tener un jardín y no vivir en una casería solitaria? Pues se van a cumplir tus deseos.

— ¿Y cómo, Santiago?

— Permíteme la reserva en estos asuntos: sólo puedo decirte que en lo sucesivo Ipenza figurará en los Diccionarios geográficos y estadísticos lo menos con treinta y un vecinos, y una iglesia parroquial y un hermoso jardín.

Quince días después de esta conversación entre Catalina y Santiago, ocurría en Ipenza, o mejor dicho, en el Concejo de G...., una gran novedad: el indiano de Ipenza había comprado todos los montes que se extendían hasta media legua de distancia de la casería de Ipenza, y más de trescientos jornaleros se ocupaban en cortar árboles y maleza, en arrancar peñas y nivelar barrancos, en dejar, en fin, todo aquel terreno llano y liso como la palma de la mano.

Otros quince días después, todos los canteros de Guriezo y Marquina se ocupaban en cercar de pared aquella llosa que ya había sido dividida en treinta suertes iguales, y cada cual con entrada por una ancha barrera que los canteros dejaban en la cerca. Unos por curiosidad, otros por interés particular, los habitantes del valle preguntaban al indiano si trataba de cultivar por su cuenta aquellas tierras, o si, por el contrario pensaba, arrendarlas; pero el indiano evadía la contestación, diciendo que aún no había decidido sobre el particular.

Apenas había terminado aquella obra, dio principio otra no menos costosa y a propósito para excitar la atención pública; el indiano llamó a un arquitecto y le dijo:

— Quiero transformar en un lindo jardín la huerta contigua a mi casa.

— No hay inconveniente — contestó el arquitecto.

— Quiero, además, construir una iglesia en el nocedal de Ipenza.

— Santo y bueno — dijo el arquitecto.

Y añadió para su capote:

— ¿Estará loco este hombre?

— Quiero, finalmente, construir al lado de la iglesia y mi casa treinta casas, compuestas de espaciosa cuadra, cómoda vivienda en el piso, principal y payo ventilado y ancho.

— Pero, señor don Santiago — repuso el arquitecto, no sintiendo que el indiano se gastase tanto dinero, sino sintiendo que todo fuese una broma y no tratase de gastarle— , señor don Santiago, ¿usted sabe?...

— Sé que tengo veinte millones de reales, y me sobra la mitad para hacer lo que he dicho a usted. Conque hágame usted los planos y cuanto antes mejor, que quiero acabar con todas esas obras para emprender otras más agradables para mí y para otros.

— Será usted servido, señor don Santiago; como usted desea y se merece.

Algunos meses después, el jardín, la iglesia y las treinta casas estaban hechas. Entonces, una mañana tempranito, bajó el indiano al valle y conferenció a solas con el escribano, dejándole unas apuntaciones.

Pero pasaban semanas y meses, y aquel nuevo lugar, dotado hasta de una linda iglesia, permanecía casi desierto; como que sólo estaba habitada la casa de su misterioso fundador.

La curiosidad pública era inmensa: los comentarios sobre el propósito del indiano variaban desde los más razonables a los más absurdos, los que menos alcanzaban a explicarse todo aquello eran Navarro y el Morroño.

Llegó el 15 de agosto, justamente cumpleaños de la partida de Santiago para Méjico, y justamente el día que se celebraba la fiesta parroquial del valle.

El indiano, que asistía a todas las romerías, bajó también a la de Nuestra Señora de la Asunción, como casi todos los habitantes de las caserías.

El extenso nocedal que rodeaba la iglesia estaba animadísimo: fondas, tabernas, poncherías por todas partes, y por todas partes gentes bailando o merendando «sobre manteles de flores».

También el indiano bailó, y también bailó Catalina, que en las fraternales romerías vascongadas bailan pobres y ricos, altos y bajos, chicos y, grandes, gordos y flacos, el labrador con la marquesa y el marqués con la labradora, y todos dicen al bailar como la urraca de la fábula:

«¡A mucha honra! ¡A mucha honra!»

— Ya que hemos bailado — dijo Santiago a Catalina— , justo es que merendemos.

Y en seguida mandó preparar la merienda; pero no una merienda de tres al cuarto, sino una merienda plagiada de la del rico Camacho.

— ¡Pero, Señor! — exclamó Catalina— . ¿Adónde vas a parar con todo eso?...

— Voy a parar... o mejor dicho, va a parar todo esto al estómago de los pobres que no tienen para merendar esta tarde.

El indiano recorrió en seguida la romería, convidando a comer con él y su familia a veintitantos o treinta pobres inquilinos de las caserías dispersas hacia los altos de Ipenza.

La merienda fue animadísima.

— Ea — dijo el indiano, cuando se hubo terminado— , ya es hora de, que nosotros tomemos el camino de casa, que Ipenza está lejos, va a anochecer, y ni ésta ni yo, somos muy valientes.

— Señor don Santiago — dijo Ignacio que figuraba entre los convidados— , todos vamos a acompañar a ustedes.

— ¡Sí! ¡Sí! — exclamaron todos.

— No se molesten ustedes.

— ¡Cómo que molestarnos! ¡Pues no faltaba más que fueran ustedes solos, cuando usted, señor don Santiago, es el padre del Concejo!

El numeroso grupo de romeros tomó las cuestas de Ipenza.

Al llegar, los inquilinos se paraban embobados contemplando las hermosas casas nuevas y la iglesia.

— Ya que han venido ustedes hasta aquí — les dijo el indiano— , voy a enseñarles los nidos en que me he gastado la mitad de los cuartos que traje de América. Empezaremos por la iglesia.

El indiano, acompañado de Catalina y la aña y Navarro, que también se había agregado a la partida, fue enseñando la iglesia y las casas una por una a los atónitos aldeanos, que las encontraron admirables.

Terminada esta operación, dijo Santiago:

— Ahora suban ustedes un instante a casa a echar un trago del chacolí que guarda Catalina para estas ocasiones.

— Corriente, señor don Santiago — dijo Ignacio— ; le echaremos a la salud de usted, y a la de Catalina, y a la de la aña y la de todos los nacidos, que usted es nuestro padre.

Todos tomaron asiento en la sala de la antigua casería. Catalina bajó a la cubera y subió dos enormes jarros de chacolí, que colocó, con sus correspondientes vasos y algo que echar a perder, sobre una gran mesa que había en medio de la sala, yendo a sentarse en seguida, como tonta, al lado de Santiago.

El chacolí comenzó a correr escanciado por la aña, decana de aquella reunión y autora de una improvisada fritada de magras, y todo el mundo se puso más alegre que un tamboril; pero nada más que alegre, pues el chacolí alegra y no emborracha..., cuando se bebe con moderación. ¡Bendito sea él!

El Morroño se apareció también por allí pidiendo magrrro, magrrro.

— Morroñito — dijo la aña— , toma, que tú también eres de Dios.

Y le echó una buena magra.

— ¡Canute! — murmuró entre dientes Navarro muerto de envidia— . Estos comunistas parece, que tienen potra... Pero aguarda que por la boca muere el pez.

Y se lanzó a arrebatar su presa al Morroño.

— Me la han dado a mí — bufó el Morroño— ; es propiedad mía.

— La propiedad es un robo — replicó Navarro.

Y se zampó la magra.

El indiano tiró de un cajón y sacó de él una porción de pliegos de papel y un manojo de llaves.

— Ignacio — dijo en seguida, colocando sobre uno de aquellos papeles una de aquellas llaves— , ahí tiene usted la llave de su casa y el título de propiedad de su casa y de su hacienda.

Y sucesivamente fue diciendo análogas palabras y entregando análogos objetos a los veintinueve inquilinos restantes.

Puedes figurarte, purísimo numen de los CUENTOS DE COLOR DE ROSA, la sorpresa y la alegría que vendrían a coronar la fiesta.

— Pero ¿es posible que haya sucedido todo lo que me has contado?

— ¿Que si es posible? Mira: yo creo, cuando leo y cuando escribo, que todo lo posible es cierto; pero la certeza de mis cuentos no está sólo en la posibilidad. Yo no invento; yo copio del natural mis flores, mis árboles, mis fuentes, mi sol, mi cielo, mis casas, mis hombres, mis mujeres, mis niños, mis pájaros, mis perros y mis gatos. Así mi único mérito consiste en tener buena memoria y... tal vez, buen corazón. Cuando bajemos a las Encartaciones, no querrás subir a Ipenza a comprobar la certeza de este cuento, que para subir allá hay una cuesta muy penosa; pero sigue la hermosa carretera que conduce de Balmaseda a Castro— Urdiales, y cuando llegues al islo de Otáñez, párate en un delicioso campillo sembrado de olorosas manzanillas, que encontrarás en aquella eminencia, y dirige la vista al Noroeste. Allí, en la falda de una montaña, verás una linda aldea compuesta de una iglesia y una porción de casas blancas como la iglesia. Aquella aldea se llama Talledo. Pregunta cómo se fundó Talledo, y sabrás que se fundó, no hace medio siglo aún, poco más o menos, como se fundó Ipenza. Dicen que la alegría mata. No, no mata la alegría; que si matara hubieran muerto los aldeanos a quienes Santiago reunió en su casa el día de la Asunción; porque jamás la alegría rayó más alto que entonces.

Catalina lloraba, como todos, de gozo.

— También tengo para ti una llave — le dijo Santiago en voz muy baja.

— ¿Cuál? — le preguntó Catalina en el mismo tono.

Y Santiago murmuró a su oído con infinita ternura:

— La de mi corazón.

Catalina, la jariega, la pobre niña, criada y educada de caridad, podía haber abrigado hermosas esperanzas de amor, pero de sus esperanzas a la realidad que tocaba había una distancia inmensa. Cierto que Santiago le debía su salvación, quizá la salvación temporal y la eterna; pero quien tiene el alma de Catalina no sabe lo que le deben.

Catalina no halló una palabra para expresar lo que en aquel instante sentía, que lenguas de la tierra no pueden expresar sentimiento del cielo. Estrechó la mano de Santiago, y pensó en Dios, y se deshizo en lágrimas, y... nada más. Entonces dijo Santiago, alzando un poco la voz:

— Amigos nuestros, el 8 del mes que viene, fiesta también de la Virgen Santísima, os esperamos aquí a todos, que aquel día bendecirá un señor cura la iglesia de Ipenza, y guardará en el hisopo algunas gotitas de agua bendita para bendecir en seguida la unión de Catalina y Santiago.

— ¡Benditos sean! ¡Benditos sean! — exclamaron los treinta nuevos caseros.

Y lo fueron, que Dios bendice a los que gastan su dinero en obras santas... y ¡quién sabe si también a los que cuentan cuentos honrados!

La madrastra

I

— ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! ¡Que he de acabar contigo!

— ¡Ay, ay, ay, yo mío! ¡Perdón, mamá, yo teré bueno!

— ¿Qué tienes, amor mío? Tus dulces ojos se llenan de lágrimas, y tus mejillas de azucena y rosa toman el tinto carmesí de los claveles.

— ¡Cómo no sentir el rostro encendido de indignación y los ojos arrasados en lágrimas al ver tratar tan cruelmente a ese inocente niño!

— Tienes razón, purísimo numen de mis cuentos.

— Esa mujer tiene entrañas de fiera y no de madre.

— ¡Madre! No profanemos este santo nombre, suponiendo que esa mujer le lleva. La que así maltrata a un ángel de Dios, no puede ser madre: las que lo son, pueden maltratar a sus hijos de palabras, pero de obra no los maltratan jamás. Oye, amor mío, oye.

— Mis hermanos y yo nos llegábamos muchas veces a mi padre haciendo pucheritos.

— ¿Qué es eso? — nos preguntaba mi padre.

— ¡Gem!, ¡Gem! ¡Que madre nos ha pegado! — le contestábamos.

¡Pobrecitos! — nos decía mi padre sonriendo— ¿A ver, a ver cuantos huesos os ha roto?

Mi madre, que lo oía desde allá dentro, exclamaba:

— ¡Los he de matar! ¡Los he de matar!

— Sí, sí — decía mi padre por lo bajo— , latigazo de madre, que ni hueso quebranta ni saca sangre.

Estos recuerdos me hacen pensar muchas veces en las madres matonas, que son todas las que tienen hijos.

¡Ah, sí! Las madres matan... la mejor gallina del gallinero para hacer un buen caldo a sus hijos en cuanto a éstos duele un poco la cabeza.

¡Pobres madres! ¡Santas madres, que para el mal no tenéis más que lengua, y para el bien tenéis manos, y alma, y corazón, y vida, y aun esto os parece poco!

Verás hasta dónde llega la maldad de las madres.

— ¡Pícaro, bribón, que tú me has de quitar la vida!

— Déjele usted vecina, que ya sabemos lo que son niños.

— ¿Que le deje? Sin hueso sano le he de dejar. ¡Si te digo a usted, señora, que le mato, le mato sin remedio!

El chico oye su sentencia de muerte, arrimado a una pared cercana, con la cabeza baja, arrancándose distraídamente un botón, o enjugándose las lágrimas con el reverso de la mano o con la manga; pero el verdugo, en vez de ir a ejecutar la sentencia, se va a poner la mesa.

— Vamos, venga usted a comer, señorito.

— Yo no quiero comer.

— Mejor, así no te hará daño.

La madre se sienta a la mesa, torna algunas cucharadas, haciendo gestos, como si la comida le supiera a rejalgar de lo fino, tira la cuchara sobre la mesa y se levanta, exclamando:

— Hijo,¡qué comida me estás dando! ¡Anda a comer, y que no te lo vuelva a decir!

— ¡No tengo gana! ¡Me duele la cabeza!

— ¿Ves? ¿Ves lo que resulta de tus terquedades, indino?

La madre corre afligida a su hijo, como si éste se hallase en peligro de muerte; examina prolijamente al angelito de Dios; le enjuga las lágrimas con el cabo del delantal; lo besa, le pone un paño de agua y vinagre en la frente, y como el niño está malito y no puede comer de lo que está en la mesa, su madre le da una golosina de las que guarda en la despensa para casos semejantes.

Ella es la descalabrada y él se pone la venda.

Aquí tienes la maldad de las madres..., de las madres que matan, que no dejan hueso sano.

No, no; esa mujer que mata de palabra y obra no es madre: esa mujer debe ser madrastra.

Yo he glorificado en mis cuentos todo lo delicado y santo, y he maldecido todo lo grosero y malo; pero ¡por qué, amor mío, habré dado al olvido los dolores de la infancia, que tus ojos arrasados en lágrimas me están enseñando a llorar!

Escúchame, compañera de mis tristezas y mis alegrías, que voy a reparar mi olvido.

A la puerta de nuestra casa había un hermoso parral, donde, en las apacibles tardes de primavera, mi abuela, que en paz descanse, nos contaba a mi hermano y a mí cuentos muy lindos, hila que hila su copo, porque decía la buena señora, y decía muy bien:

— Más vale que estos enemigos malos estén aquí entretenidos con mi charla, que no trepando por nogales y cerezos, destrozándose la ropa, que no hay día en que no vengan a casa con algún rasgón en ella.

Una tarde estaba nuestra madre malita en cama, aunque no de gravedad, y mi hermano y yo escuchábamos, según costumbre, los cuentos de nuestra abuela, que de cuando en cuando interrumpía su narración y nos abandonaba por un momento para ir a ver a la enferma y preguntarle con cariñoso acento: «¿Quieres algo, hija? ¿Cómo te sientes?», arreglarle la cama y volver a sentarse y a hilar su copo bajo el parral.

— Hijos — nos dijo en una de estas vueltas— , rogad a Dios que vuestra madre se ponga buena, que si Dios os la llevara, ¡qué sería de vosotros!

— Entonces. abuelita — repuse yo— , nos traería otra señor padre. A Juanito se le murió la suya, y dice que su padre le va a traer otra que se llama madrastra.

Mi abuela se sonrió al oír esta inocente observación mía, y mi hermana exclamó:

— ¡Madrastra! ¡Ay, qué nombre tan feo!

— Algunas de las que se llaman así — dijo mi abuela— son muy buenas, tan buenas como las que se llaman madres; pero esas son tan contadas como los Padres Santos de Roma.

— Abuela, ¿por qué dicen: «Madrastra, el nombre le basta»?

— ¿Y por qué dicen también: «Madrastra, el diablo la arrastra»?

— Porque el diablo las arrastra, primero al mal y luego al infierno.

— ¡Ay, qué miedo!

— ¡Ay, qué picaras!

— ¿Y sabe usted cuentos de madrastras, abuelita?

— ¡Vaya si los sé, hijos míos!

— ¡Ay, cuéntenos usted uno!

— Os le voy a contar para probaros dos cosas.

— ¿Y qué cosas son ésas, abuela?

— Que es una gran desdicha quedarse sin madre, y que Dios concede su ayuda a los débiles y desamparados, cuando se hacen dignos de ella.

Mi abuela hizo otra visita a la enferma, volvió bajo el emparrado, nos sentamos a sus pies y le prestamos atento oído, alzando con infinita curiosidad nuestra carita sonrosada, como si pretendiéramos adivinar las palabras de la anciana antes de haber salido de sus labios.

II

Vivían en Galdames, Martín y Dominica, su mujer, unos honrados labradores que tenían tres hijas como tres luceros del alba, llamadas: la mayor, Isabel; la mediana Teresa, y la pequeña Mariquita.

Una tarde le dio a Dominica un dolor de costado, y la pobre llamó a su marido y le dijo:

— Martín, por el amor de Dios, te pido que vayas a buscar al señor cura, que yo me voy a morir; pero oye un encargo, por si me muero antes que vuelvas. En faltándote yo, como las niñas aún no pueden arreglar la casa, necesitarás una mujer que la arregle, y, como eres joven, te volverás a casar. No te lo prohíbo, porque me hago cargo de que donde no hay mujer no hay cosa con cosa; pero por la Virgen Santísima te pido que si das madrastra a las hijas de mi alma, no consientas que las maltrate, ni las maltrates tú tampoco mientras cumplan con el primer deber de los hijos, que es obedecer a sus padres.

Martín aconsejó a Dominica que no pensara en la muerte, pues su mal no era cosa de eso, y en lugar de ir a buscar al señor cura, se fue a buscar al médico, después de jurar a su mujer que si, por desgracia, llegaba el caso de tener que cumplir su encargo, le cumpliría fielmente.

No se había engañado la pobre Dominica; hay un ángel que cuando las madres van a morir, se lo dice al oído para que tengan tiempo de recomendar sus hijos a los que puedan ampararlos. Cuando Martín volvió con el médico, Dominica se había ido al cielo, después de hacer jurar a sus hijas que obedecerían siempre a su padre y a la que les sirviera de madre.

Pasaron días y pasaron meses, y la casa de Martín estaba en completo desorden, porque la mayor de las niñas no llegaba a los ocho años.

— Martín — decía al honrado labrador su vecina Ramona— , no seas tonto, hombre, busca una mujer como Dios manda, que de sobra las hay, y cásate, para que esas criaturas y tú tengáis una miaja de arreglo.

— ¡Yo dar madrastra a mis hijas! — contestaba Martín— . ¡Madrastra a mis pobres hijas, tan queridas y tan mimadas por aquella santa que está en el cielo! No se canse usted, que para mí están demás las mujeres en el mundo.

Y el desconsolado padre, saltándosele las lágrimas, atraía hacia sí a las niñas y las colmaba de besos, y alisaba sus cabelleras sedosas y rubias, y arreglaba sus vestidos, en cuyo desaliño se echaba de ver la falta de la solícita mano maternal.

Pasaron meses y pasó un año, y el pobre Martín llegó a convencerse de que su casa estaba mal, muy mal, rematadamente mal, sin una mujer propia que mirase por ella, porque ni las niñas tenían quien las enseñase a ser mujercitas de su casa, ni la ropa se cosía, ni se gobernaba la comida, ni se cuidaban las gallinas, ni se compraba regateando, como es debido, ni se hacía nada en casa con fundamento. Martín, eso sí, echaba mano a todo como si fuese una mujer, que por eso no se les cae a los hombres ninguna venera; pero los hombres han nacido para ser hombres y no para ser mujeres, y había vez que, yendo a partir una cazuela de sopas, por partir el pan partía la cazuela

Tomó una infinidad de criadas; pero las criadas, en lugar de pensar en la casa, pensaban las picaronazas en sus novios, y el pobre Martín andaba, como aquel que dice, sin calzones. Ramona, su vecina, que era una de aquellas mujeres de fundamento que se van acabando, le ayudaba algunas veces; pero la pobre tenía que atender a su casa, que era antes que la del vecino.

Un día se sentó Martín a la puerta, desesperanzado ya de hacer entrar la casa en orden, cavila que cavila, a ver si encontraba un medio de salir adelante sin tener que volver a casarse; pero sus cavilaciones eran inútiles; el medio que buscaba no parecía. Cuando su desesperación llegaba al colmo, hete que acierta a pasar por allí una muchacha que tenía muy buena nota en la aldea, le saluda, y va a seguir cantando su camino.

— Joaquina — le dice de repente Martín— , mis niñas no tienen madre que las quiera y las enseñe, ni mi casa tiene ama que la gobierne. ¿Te quieres casar conmigo? — Y entre «¡Vaya, qué cosas tiene usted!», «¡Cuántas encontrará usted más guapas que yo!», «No digo que si, porque me da vergüenza», Joaquina dio palabra de casamiento a Martín.

Tres semanas después, en aquel mismo sitio se daba una cencerrada que metía miedo.

La casa de Martín era a los pocos días una tacita de plata. Martín iba los domingos a misa con una camisa más blanca que la nieve, y mejor planchada que la del Rey de España.

Las niñas iban todos los días a la escuela, alegres como los pájaros, coloradas como las cerezas, y tan aseadas, que verlas era ver el sol de Dios.

El gato Minino, que antes se pasaba el día y la noche pidiendo magro con voz desfallecida, porque nadie cuidaba de darle magro ni gordo, se iba poniendo redondo como una pelota y lustroso como el terciopelo, y hasta miraba con desdén los platos de sopa de leche con que su ama le obsequiaba. Las gallinas habían vuelto a poner y a cacarear.

Y el perro León, que antes ganaba el sustento con el sudor de su piel, atrapando alguna que otra liebre en las sebes inmediatas, se daba a la vita bona, durmiendo bajo los parrales que cercaban la casa de sus amos.

Todo sonreía en casa de Martín, como si alguien hubiese bendecido la casa.

¿Había derramado sobre ella desde el cielo su bendición Dominica?

— ¿Quién sabe?

III

Era una tarde de Julio. Martín, su mujer, sus hijas y su hijo, se levantaron de la mesa después de dar gracias a Dios, por el pan que les había dado, y salieron a pasar la siesta a la sombra de unos hermosísimos cerezos que había delante de la casa.

— Abuelita — interrumpí yo a la mía cuando llegó aquí su narración— , se ha equivocado usted. Ha dicho usted que Martín salió con su mujer y sus hijas y su hijo. ¿Cómo es eso, si Martín no tenía hijo ninguno?

— Martín y Joaquina tenían ya un hijo de um año, que daba gloria de Dios el verle.

— ¿Y cómo se llamaba?

— Se llamaba Antoñito, como tú. Martín alcanzaba cerezas a las niñas, las niñas hacían, con ellas pendientitos, y Joaquina bailaba a Antoñito en sus brazos, levantándole en alto...

— ¿Y por qué hacen eso las mujeres con sus niños, que a todas se lo he visto hacer? ¿Lo hacen para divertirlos?

— Ese es el pretexto; pero la verdad es que, como no hay una que no tenga a su hijo por un serafín del cielo, aunque sea más feo que Picio revientan de orgullo y quieren que el mundo entero los contemple... Pero dejadme en paz y no me interrumpáis, que es mala maña interrumpir a los mayores, Joaquina que era muy madrota, empezó a decir tanta divina tontería a su niño, y a darle tantos besos y apretujones, que el angelito de Dios se atufó y se echó a llorar como un becerro.

— ¡No llores, cordero mío! — le decía su madre, chillando como un locona— . ¡Por qué lloras tú, gloria de tu madre, que vales más que las pesetas! ¡Huy! ¡Qué hijo tan hermoso me ha dado Dios! ¿Verdad, Martín, que ni el Rey de España tiene un hijo como éste? Mírale, mírale, cómo se ríe ya... ¡Huy! ¡Bendita sea tu, boca, que te comería a besos!

Martín a su vez tomó en brazos al niño y comenzó a acariciarle. Las niñas, particularmente la chiquitina, se quedaron pensativas, sin hacer caso ya de los pendientes de cerezas. Notándolo Martín, devolvió el niño a su madre con cierta viveza, que Joaquina tomó por despego, según el gesto que hizo; y se disponía a preguntar a las niñas la causa de su seriedad, cuando Mariquita hizo un pucherito con la boca, se enjugó con la manga una lágrima, y corrió a abrazar las piernas de su padre, como si alguien la persiguiera.

— ¿Qué tienes, corazón mío? — le preguntó Martín.

— ¡Que ya no me quieres! — contestó la niña, cada vez más compungida.

— ¿Que no te quiero? — replicó Martín, llenándola de caricias— . ¿De dónde sacas tú eso, loquilla, cuando tú y tus hermanitas sois la gloria de tu padre?

— ¡Mire usted la zángana esa, con seis años a la cola! — exclamó Joaquina, cada vez más amoscada.

— Déjala, mujer — dijo Martín en tono conciliador— . Si son cosas de niños, que tienen envidia siempre que ven acariciar a otros.

— Puede que le dé yo la envidia con media docena de azotes bien sentados.

— Joaquina, te guardarás muy bien de eso.

— O no me guardaré. ¡Pues no le digo a usted nada de las otras bigardonas, que también parece que se han puesto de hocico! Pero no tienen ellas la culpa, que la tiene el mimo que su padre les da.

— Mujer, por la Virgen Santísima, ahorrémonos desazones, que hartas da Dios en el mundo sin que nosotros mismos las busquemos.

— Eso te digo yo a ti. ¡Vaya, que te han entrado por el ojo derecho esos trastos! Bien dicen que más vale caer en gracia que ser gracioso!

Al decir esto, Joaquina se echó a llorar como una Magdalena, y añadió besando y cubriendo de lágrimas a su hijo:

— Hijo de mi alma, ¡qué desgraciado te ha hecho Dios! ¡A ti nadie te quiere sino tu madre!...

— ¡Mujer — exclamó Martín, perdiendo ya la paciencia— no digas desatinos, no me saques de mis casillas!... ¡Que no quiero yo a mi hijo!...

— Para lo que yo veo no necesito anteojos.

Viendo Martín que su mujer no atendía a razones, que abusaba de su paciencia y de su bondad más de lo regular, y que aquella fiesta casi se repetía todos los días, calló por un momento, hizo un esfuerzo para serenarse, y dijo con tono solemne:

— Joaquina,, óyeme, y no olvides nunca lo que voy a decirte. Nadie en el mundo quiere a sus hijos más que yo quiero al mío; nadie en el mundo quiere y respeta a su mujer más que yo quiero y respeto a la mía; y nadie está más convencido que yo de que Dios ha impuesto al hombre el deber de amparar y servir de apoyo a la mujer, desamparada y débil por naturaleza; pero nadie está tampoco más convencido que yo de que la maldición de Dios debe caer sobre el hombre, que olvida a los muertos y desampara a los huérfanos. Una mujer que está gozando de Dios, porque vivió y murió santamente; una mujer a quien yo quería como te quiero a ti, me dijo momentos antes de volar al seno del Señor: «¡Por la Virgen Santísima te pido que si das madrastra a las hijas de mi alma, no consientas que las maltrate, ni las maltrates tú tampoco mientras cumplan con el primer deber de los hijos, que es la obediencia». Yo juré a aquella mujer cumplir su voluntad, y estoy, resuelto a cumplirla, no consintiendo que nadie maltrate a esas niñas, que además de haberme sido recomendadas por una madre moribunda y, además de ser mis hijas, tienen el título más santo y más legítimo que los niños pueden tener al amor y al amparo de los hombres y las mujeres, ¡el de no tener madre!

Joaquina bajó lla cabeza, como resignada y arrepentida al oír estas palabras; Martín la estrechó la mano, saltándosele una lágrima de ternura, y la paz de Dios volvió a reinar en aquel instante en la familia; que cuando los hombres son generosos, delicados y buenos, las mujeres, que tenemos más de locas y testarudas, que de malas, decimos al fin, como el Señor; «¡Hágase tu voluntad!»

IV

Joaquina no era mala.... pero era madrastra. y ya sabéis lo que dice el refrán: «Madrastra, el diablo la arrastra». Por más esfuerzos que hacía por querer a sus entenadas, no las podía tragar, y eso que las niñas no tenían pero.

Martín y su mujer se llevaban bien en la apariencia, pero en la apariencia nada más, porque Martín sabía que Joaquina no quería a las niñas, y Joaquina sabía que Martín no quería tanto como a las niñas al niño.

Bastaba que Martín hiciese la menor caricia a las niñas, para que el enemigo malo avivase el fuego de la envidia en el corazón de Joaquina. Martín lo sabía y lo lloraba amargamente; pero como su mujer se lo guardaba en su pecho, él se lo guardaba también en el suyo. Quien lo pagaba era el pobre niño, a quien, Martín, por más esfuerzos que hacía, y por más que consideraba que tan hijo suyo era como las niñas, iba, si no aborreciendo, al menos mirando con indiferencia.

Joaquina tenía deseos de sentar la mano a las niñas; pero aún no había tenido ocasión de salirse con este gusto, porque Martín le tenía dicho que únicamente consentía que las pegase cuando la desobedecieran; y las pobres niñas eran tan humildes y tan bien mandadas, que hacían siempre puntualmente cuanto les mandaba su madrastra, a pesar de las tranquillas que ésta les armaba para que no pudiesen cumplir sus órdenes, cosa que Joaquina hubiera calificado de desobediencia.

Si Joaquina estudiaba con el diablo para inventar cosas raras y difíciles que mandar a sus entenadas, contaban sin duda con la ayuda de Dios para hacer todas aquellas cosas, porque parecía imposible que sin ser así las hiciesen a las mil maravillas.

Un día mandó a Isabel que fuese a llevar un borrico un costal de trigo al molino inmediato, y que volviese en el término de media hora que era el tiempo justo para hacer el viaje si detenerse. El camino estaba entonces malísimo la madrastra calculaba que el borrico se caería y que no teniendo Isabel en aquella soledad quien la ayudara a cargarle, tardaría más de lo regular, y le proporcionarla ocasión de cascarle las liendres.

El borrico se cayó, en efecto; pero a falta de los hombres. Dios acudió en ayuda de la pobre chica, inspirándole un medio de salir de su apuro. Isabel colocó el borrico al pie de un terreno cortado perpendicularmente; llevó a cuestas el costal encima del terreno; desde allí lo plantó en el lomo del animal, sin más que darle una vueltecita, y antes de la media hora estaba de vuelta en casa, más alegre que unas Pascuas floridas.

Una mañana, antes de medio día, salió Joaquina al campo, donde estaban su marido, la niña mayor, la pequeña y el niño. Al partir dijo a Teresa, que quedaba sola en la casa:

— Cuida bien el puchero, y ten puesta la mesa para las doce, que a esa hora vendremos todos a comer. Ahí tienes la llave del payo, saca un plato de uvas de las que hay allí curándose, y tenlas en la mesa para cuando nosotros vengamos.

Teresa cuidó su puchero, a las once y media puso su mesa con mil primores, y en seguida cogió la llave y un plato, y subió al payo por las uvas; pero hete que la llave andaba muy premiosa, y Teresa, que tenía poca fuerza, no consiguió abrir por más que lo intentó. Bien lo había previsto la pícara de la madrastra, que se despepitaba por dar un tiento a la pobre chica.

Pues, señor, ¿qué haré, que no haré? Teresa se desesperaba viendo que habían dado las doce, que no había podido sacar las uvas, que su madrastra iba a venir, y que le iba a repicar el pandero. Las uvas estaban extendidas en el payo sobre calzas y muy lejos de la puerta. La chica busca un picacho, a ver si las podía alcanzar por una gatera que tenía la puerta, pero sus esfuerzos fueron inútiles; quiso llamar a una vecina para que la abriera la puerta, pero la casa más cercana estaba lo menos a un tiro de piedra y no había tiempo que perder. Teresa tenía la costumbre que tenéis todos los chicos de invocar a vuestra madre en todas las aflicciones.

— ¡Madre de mi alma, que haré yo! — exclamó la pobre chica.

Sin duda su madre la oyó desde el cielo, y le inspiró el medio de salir de aquel aprieto; se apoderó del Minino, que mayaba a su lado, como diciendo: «¿Cuándo se come en esta casa?», le ató con una cuerda, le metió por la gatera, le echó al otro lado de las uvas una corteza de queso, tiró de la cuerda cuando el Minino se acercaba a la corteza, el Minino hizo hincapié en las uvas, Teresa siguió tirando, y al cabo consiguió traerse con el gato las uvas que necesitaba. La pícara madrastra no tuvo el gustazo de zurrar a la pobre niña.

La chiquitina se moría por los melocotones. Un día había cogido su madrastra un frutero de ellos, muy hermosos, y a Mariquita, que no se los habían dejado probar, se le iban los ojos tras ellos.

Joaquina dejó sola a la niña al lado de aquel frutero tentador, encargándole que cuidado con que comiera ningún melocotón, y se escondió a seis pasos de distancia, segura de que se le iba a presentar ocasión de dar un meneo a aquella infeliz criatura, sorprendiéndola comiéndose los melocotones en contravención a su mandato.

Mariquita estuvo largo tiempo resistiendo su apetito; pero, al fin, se decidió a coger un melocotón. Iba ya a clavarle el diente, cuando se presentó su madrastra hecha un basilisco, pero la niña se apresuró a pasar el melocotón de los labios a la nariz y dijo enseguida, enseñándoselo completamente ileso:

— ¡Ay, señora madre qué bien huele!

Joaquina tuvo que dejar también ileso el cuerpo de la niña.

Los casos que os he referido os darán una idea de lo mucho que estudiaba con el enemigo aquella pícara mujer para tener ocasión de sacudir el polvo a sus entenadas, y de los esfuerzos que sus entenadas hacían para que no se saliera con la suya.

V

Las niñas iban siendo ya grandecitas. Así era que su madrastra las mandaba a Balmaseda todos los miércoles y los sábados, que son allí días de mercado, a vender cada una su cestita de huevos o de fruta.

Un sábado entregó su madrastra cincuenta peras de San Juan a Isabel, treinta a Teresa y diez a Mariquita, y les dijo:

— Id a Balmaseda, vended las tres las peras a un mismo precio, y traed el mismo dinero una que otra.

— ¡Pero si no puede ser, señora madre! — replicaron las niñas.

— Si no puede ser, haced un poder. A mí no se me replica, que se me obedece, o de lo contrario ya sabéis lo que vuestro padre me tiene encargado.

Las niñas bajaron la cabeza aterradas, y tomando sus cestitas emprendieron su camino.

La casa, como os he dicho, estaba un poco retirada de las otras de la aldea. Así que se alejaron un poco de ella, las tres niñas se detuvieron al pie de un rebollo para ver si encontraban medio de sacar la endiablada cuenta que les había echado su madrastra.

— ¿Cómo nos vamos a componer para hacer lo que señora madre ha mandado? — dijo Isabel.

— Hija. yo no sé cómo — respondió Teresa.

— Y que si no lo hacemos — añadió Mariquita indicando con la mano abierta el acto de sacudir el polvo— , nos va a dar lo que no se nos caiga.

— Para sacar todas el mismo dinero, lo mejor es que la que tenga pocas peras las venda caras, y la que tenga muchas las venda baratas.

— Pero si señora madre dice que las hemos de vender todas a un mismo precio.

— Tienes razón.

— Mirad — dijo la chiquitina, que era la que tenía la conciencia más ancha, como habréis colegido de lo que pasó con los melocotones— , mirad, así que vendamos todas las peras, hacemos con los cuartos tres montones iguales, y cada una coge el suyo.

— ¡Cabalito, amén Jesús! ¡Y que lo supiera señora madre! — replicó Teresa.

— Y además — añadió Isabel— mejor es llevar una zurra que mentir, ¿no es verdad, Teresa?

— Sí que es verdad.

— Pero si señora madre no lo sabrá...

— Si que lo sabrá, Mariquita. ¿No has oído decir a la señora maestra que hay un pajarito que cuando las niñas mienten lo cuenta todo?

— ¡Pensáis que yo no sé que lo del pajarito es engaño! ¡Sí, que soy yo tonta!

— Hija, no te canses; señora madre nos dará una zurra, pero le diremos la verdad.

Las niñas guardaron silencio por algunos instantes, meditando el partido que definitivamente habían de tomar.

— Me ocurre una idea — dijo Isabel— . Cuando pasemos por la escuela, entremos a ver si don Juan Saca— cuentas, que todo lo sabe, nos dice cómo nos hemos de componer.

— ¡Sí, sí, tienes razón — contestaron Teresa y Mariquita, recobrando la esperanza.

Y las tres hermanitas volvieron a cargar con sus cestas y prosiguieron su camino.

Ahora vais a saber, hijos míos, quién era don Juan Sacacuentas.

Permíteme, amor mío, que interrumpa por un momento la narración de mi abuela.

Es muy posible que al ver el retrato que mi abuela va a hacerte de un maestro de escuela, digas que la buena señora pintaba como quería. Si tal dices, seguramente modificarás tu opinión cuando des un paseo por Galdames y el colindante y bello Concejo de Sopuerta, donde los que anduvieron a la escuela a últimos del siglo pasado conservan escrita en hondas cicatrices la memoria de un maestro llamado Tellitu, que sa vanagloriaba de que no salía ningún muchacho de su escuela sin quedar señalado para toda la vida. Teniéndose en aquellos tiempos por incontrovertible la bárbara máxima de LA LETRA CON SANGRE ENTRA, esta vanagloria era muy lógica y hasta cierto punto disculpable. Decir: «De mi escuela no sale ningún muchacho sin estar señalado de mi mano para toda la vida», era lo mismo que decir: «De mi escuela no sale ningún muchacho sin que le haya entrado la letra».

Pero dejemos contar a mi abuela, que cuenta mucho mejor que yo:

— Don Juan Saca— cuentas era el maestro de escuela de la aldea, y debía este apellido postizo a su costumbre de jurárselas a los chicos, diciendo: «¡Yo os ajustaré las cuentas!», y sobre todo a la fama que gozaba de habilísimo contador. Sólo una vez estuvo a punto de perder esta fama.

El señor cura y los señores de justicia fueron un día a visitar la escuela, y se entretenían en examinar los adelantos de los chicos, haciéndoles varias preguntas.

Un muchacho de la piel del diablo, a quien nada se le había preguntado, y, por consiguiente, no había tenido ocasión de lucirse, cosa quo no le hacía mucha gracia, se decidió a preguntar, ya que no se le preguntaba.

— Señor maestro — dijo— , ¿me hace usted el favor de decirme una cosa?

— Pregunta lo que quieras — contestó el maestro— , que ya sabéis lo que os tengo encargado que me preguntéis siempre lo que no sepáis, pues el que pregunta no yerra.

— Mí padre tiene tres veces más edad que yo. ¿Llegará un día en que no tenga más que el doble?

— Ésas — replicó el maestro— no son preguntas: ésas son salidas de pie de banco. Para que sucediera eso, sería necesario que el reloj se parara para tu padre, y siguiera andando para ti.

— Pues yo creo — replicó el muchacho— que sin pararse el reloj para ninguno de los dos puede llegar mi padre a tener nada más que doble edad que yo.

— ¡Calla, calla, salvaje, que eso no tiene sentido común! — exclamó el maestro incomodado, y conservando quedas las disciplinas, únicamente por respeto a los señores que estaban delante, quienes notaron con cierto disgusto que, aquel muchacho se las tuviera tiesas con el mejor contador de Vizcaya, y sobre todo se empeñara en sostener una cosa que les parecía tan absurda como al mismo maestro.

— Pues voy a probar a usted — replicó el muchacho— que lo que digo es cierto. Yo tengo doce años, mi padre treinta y seis: dentro de doce tendré yo veinticuatro y mi padre cuarenta y ocho. Por consiguiente, mi padre, que ahora me triplica la edad, sólo me la doblará entonces.

El maestro se quedó más blanco que la pared, y los señores soltaron la carcajada, exclamando:

— ¡Pues tiene razón el pícaro del muchacho! Pero, hombre, don Juan, usted, que es el mejor contador de Vizcaya, ¿ignoraba lo que saben hasta los chicos de la escuela?

La fama de don Juan Saca— cuentas, necesitó mucho tiempo para reponerse de aquel descalabro, que pagaron los pobres chicos, y sobre todo el del problema.

Don Juan había puesto en la escuela un cartel que decía con letras muy gordas: LA LETRA CON SANGRE ENTRA, y a fe, a fe, hijos míos, que no echaba en saco roto esta máxima.

Cuando se hablaba de si salían o no salían muchachos aprovechados de su escuela, solía decir, estallando de orgullo:

— Tengo la vanagloria de que de mi escuela todos los muchachos salen señalados para toda su vida. Dicho esto no tengo que decir si saldrán aprovechados.

Y no exageraba don Juan en cuanto a lo del señalamiento; señalado éste de un tinterazo, que le había abierto la cabeza, y el otro de un varazo, que le había hecho un costurón en la cara, todos llevaban la certificación de sus estudios escrita en su cuerpo.

Don Juan nunca se había querido casar, porque decía que las compañeras de los maestros deben ser las disciplinas, y no las mujeres que los echan a perder, infundiéndoles sentimientos blandos y amor a los niños.

En efecto: las disciplinas le acompañaban siempre; si iba a misa, las disciplinas en la mano también; si hacía un viaje a Balmaseda o a Bilbao, las disciplinas reemplazaban al bastón, y en la escuela como en la calle, en la iglesia como en la romería, siempre estaban las disciplinas de don Juan Saca— cuentas levantadas sobre las orejas de los pobres muchachos.

Don Juan era la personificación de la terrible máxima escrita en la pared de su escuela.

VI

Era sábado. Los sábados, como sabéis, hijos míos, es día de media escuela; pero los chicos a quienes por conveniencia propia hacia la vista gorda el maestro, habían suprimido la media escuela también, dejando todos de asistir a ella.

Don Juan Saca— cuentas estaba a la sombra del emparrado que había a la puerta de la escuela leyendo las Guerras de Flandes a unas vecinas que, sentadas en sus celemines, cosían, también bajo el emparrado, y entre las cuales se hallaba Ramona, la excelente anciana que en otro tiempo aconsejó a Martín que se casara. Don Juan era muy aficionado a historias de guerra, y si las guerras eran muy sangrientas, tanto mejor, Al parecer, nada tienen que ver los soldados con los maestros de escuela: pero don Juan Saca— cuentas encontraba mucha semejanza entre unos y otros, porque los soldados dan lecciones a las naciones y los maestros a los ciudadanos, sacando unos y otros sangres y lágrimas. Las hijas de Martín vieron el cielo abierto cuando vieron al maestro, pues temían que anduviera por aquellos andurriales haciendo provisión de varas de avellano para la semana, operación a que solía dedicar parte del sábado.

— Ya van de vendeja las motilas de Martín — dijo una de las vecinas viendo a las niñas que se acercaban.

— ¡Válgame Dios! — añadió Ramona— . ¡Qué entrañas tiene esa Joaquina! ¡Siempre esas pobres criaturas al remo!...

— No tiene ella la culpa, que la tiene el bragazas de Martín, que lo consiente.

— ¡Ay, si la pobre Dominica, que Dios haya, levantara la cabeza y viera cómo andan las hijas de sus entrañas!

— ¡Pícaras de madrastras! Como ellas no las han parido...

— Hija, cuando una se muere, debiera llevarse consigo los hijos chiquititos.

— ¡Qué verdad dice usted, hija! Pero lo que más me aturde es lo descastada que se ha vuelto esa Joaquina. ¡Vamos, yo no lo creería si no lo viera! Ella es trabajadora, mujer de su casa,, buena para su marido, buena para las vecinas, buena para los pobres, y sólo para sus entenadas es mala.

— ¡Qué quiere usted, hija! Es madrastra, y el nombre le basta, como dice el refrán.

— Pues ande usted — dijo Ramona— , un hijo tiene, y Dios sabe si Mañana harán con él lo que, ella hace hoy con esas niñas. Dios castiga sin palo, y como dijo el otro, el que escupe al cielo...

Las niñas llegaron en aquel instante.

— Buenos días tengan ustedes — dijeron, poniendo en el suelo las cestitas.

— Buenos os los dé Dios. ¿Conque vais a Balmaseda?

— ¡Calle usted por Dios, señora, que estamos frescas con las cosas que nos manda señora madre! — dijo Isabel.

Y añadió, dirigiéndose al maestro:

— Señor don Juan, ¿nos hace usted el favor de sacar una cuenta?

— Aunque sean dos — contestó el maestro, halagado en su vanidad de gran contador— . Veamos qué cuenta es ésa.

— Señora madre nos ha dado: a una cincuenta peras de San Juan, a otra treinta y a otra diez, y quiere que, vendiéndolas todas al mismo precio, traigamos a casa el mismo dinero una que otra.

— ¡Ave, María Purísima! ¡Qué disparate! — exclamaron las vecinas.

Muchachas, muchachas — dijo el maestro con aspereza— , si queréis divertiros, comprad una mona, que conmigo no se divierte nadie.

— Si le decimos a usted que no es chanza...

— ¡Andad enhoramala, trastos!

— ¡Jesús, María y José! ¡Qué incrédulo es usted, don Juan! — exclamó Ramona— . Cuando las chicas lo dicen, verdad será, que ellas no lo habían de sacar de su cabeza.

— Pero, señora, si lo que dicen esas chicas que quiere su madrastra no tiene pies ni cabeza; si no puede ser...

— También decía usted que no podía ser el que un padre que tenía tres veces más edad que su hijo, llegara a tener nada más que el doble...

Este recuerdo sacó los colores al maestro, quien se decidió, al fin, a ajustar la cuenta que le indicaban las niñas, porque se hizo esta reflexión.

— Tiene razón; que también aquello parecía imposible, y, sin embargo, no lo era. ¡No sea que me suceda otra como la de marras, y vuelva yo a ser el monote de la aldea!...

— Vamos, vamos a ver esa cuenta — dijo al fin, sacando un lápiz y disponiéndose a trazar números en la cubierta del libro, que estaba forrado de papel blanco, para que no se manchara la pasta de la encuadernación.

El maestro hacía números, los borraba, miraba al cielo, se mordía las uñas, apoyaba la frente en la mano en actitud meditabunda, volvía a escribir y volvía a borrar; pero la cuenta no salía.

Las niñas seguían aquellas operaciones con ansiedad y con curiosidad las mujeres.

— ¿Sale, don Juan, sale?— preguntó una de éstas.

— ¡Vayan ustedes al cuerno y no me interrumpan, replicó encolerizado el maestro.

Y volvió a trazar números y a borrarlos, y a meditar, y a escribir, y a borrar nuevamente; de modo que la cubierta del libro estaba ya que parecía un mapa.

— ¿Sale, don Juan, sale? — volvió a preguntar una de las vecinas.

Y otra añadió con maliciosa sonrisa:

— ¡Calle usted, mujer, que ya va saliendo!

— ¡Váyanse ustedes con una recua de demonios! — exclamó el maestro, echando lumbre por los ojos y tirando al suelo el libro y el lápiz.

— ¡Si usted es un bocón! — dijo una de las vecinas— . ¡Si usted sabe de cuentas tanto como yo! ¡Si le echa a usted la pata mi chico en lo tocante a cuentas! ¡Si no tiene usted más que fantasía!

Y todas las vecinas se pusieron a reír en coro:

— ¡Ja! ¡Ja! ¡El mejor contador de Vizcaya! ¡Ja! ¡Ja!

— ¡Señoras! ¡Señoras!... balbuceó don Juan temblando y casi mudo de coraje.

— ¡El mejor contador de Vizcaya! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! — continuaban las vecinas.

Don Juan, loco, desatentado, vomitando improperios contra aquellas mujeres en particular y contra todas en general, corrió hacia la escuela como perro con maza, y dando un terrible portazo se encerró en ella.

Poco después las niñas, con sus cestitas en la cabeza, seguían camino de Balmaseda, tristes, desconsoladas, sin saber como gobernárselas, para que a la vuelta no les sentase su madrastra la mano.

Sin embargo, Ramona les había infundido alguna esperanza, diciéndoles:

— Id descuidadas, hijas, que luego me iré yo a ver a la perrona de vuestra madrastra, y le diré cuántas son cinco.

VII

Al entrar en la plaza de Balmaseda dijo Isabel a sus hermanitas:

— Si no podemos obedecer en todo a señora madre, obedezcámosla en algo: en vender todas las peras a un mismo precio; y para estar siempre de acuerdo, no nos pongamos muy separadas.

En efecto: las niñas se sentaron, con su mercancía delante, a corta distancia una de otra, arrimadas a la pared de la iglesia de San Severino, después de acordar el precio a que habían de vender las peras.

A corto rato llegó un caballero y preguntó a Isabel:

— Chica,¿cuántas peras das al cuarto?

— Siete.

— Pues dame siete cuartos de ellas.

Isabel le dio cuarenta y nueve peras y recogió los siete cuartos.

— ¿Y a mí no me lleva usted ninguna, caballero? — preguntó Teresa al parroquiano de su hermana.

— ¿Cuántas das?

— Lo mismo que ésa, siete al cuarto.

— Dame cuatro cuartos de ellas, que al cabo siempre le habéis de hacer a uno pecar.

Teresa le dio veintiocho peras y se embolsó cuatro cuartos.

— Ande usted, caballero — dijo Mariquita al mismo comprador— , lléveme usted también a mí un cuartito de peras, que no he de ser yo menos que ésas.

— Tienes razón, que la más chica de las tres no ha de ser la más desgraciada. ¿Cuántas das?

— Siete, como ésas.

— Pues echa aquí un cuartito.

Mariquita echó en el pañuelo del caballero siete peras y el caballero echó en su mano un cuarto.

Las chicas, así que quedaron solas, se pusieron a ajustar sus cuentas, y resultaba que Isabel se encontraba con una pera y siete cuartos, Teresa con dos peras y cuatro cuartos, y Mariquita con tres peras y un cuarto.

¡Tracitas llevaba el negocio de salir como la madrastra de las chicas había mandado!

Pasó una hora y pasó otra, y las peras restantes no se vendían, porque cuantos se acercaban, y veían surtido tan miserable seguían adelante sin detenerse, y eso que apenas quedaba en el mercado fruta para un remedio.

— ¡Madre mía! ¡Qué va a ser de nosotras! — exclamaban las niñas con los ojos arrasados en lágrimas; cuando de repente, tran, tarrán, trantran, suenan tambores, y la gente corre en tropel hacia la puerta de Mena.

Era que entraba un batallón de tropa.

Oficiales y soldados se diseminaron poco después por la plaza, arramblando con cuanta fruta encontraban, que era bien poca en verdad.

Las hijas de Martín escondieron las peras que les quedaban, y cuando ya la tropa estaba cansada de buscar fruta sin encontrarla, volvieron a descubrirlas.

Un tropel de soldados se lanzó bolsillo en mano a comprarlas.

— ¿A cómo son esas peras, patroncitas?

— A tres cuartos cada una.

— ¡Qué escándalo!

— No son menos — contestaron las niñas.

Y viendo los soldados que los que venían detrás iban a pagar las peras al precio que se pedía por ellas si ellos no las compraban, se apresuraron a dar:

A Isabel tres cuartos por una.

A Teresa seis por dos.

Y a Mariquita nueve por tres.

Las niñas volvieron a ajustar cuentas, y se encontraron con diez cuartos cada una. La cuenta que no había podido sacar don Juan Saca— cuentas, ¡era sacadera y muy sacadera!

¡Ah, pícara, repícara madrastra, qué chascote has llevado! ¿Creías haber llegado ya a la suspirada ocasión de zurrar a las niñas? Anda, ¡rabia! ¡rabia! ¡rabia!

VIII

Era la caidita de la tarde. Bajo los cerezos que había delante de la casa de Martín estaban éste, Joaquina y Antoñito ordeñando una docena de cabras que acababan de acudir de los vericuetos inmediatos a la voz de otros tantos cabritillos que las llamaban sacando la cabecita por las enrejadas ventanas de la rocha.

Quien ordeñaba las cabras era Martín; Joaquina las sujetaba de los cuernos con una mano, y con la otra sujetaba a Antonio.

— ¡Yo quiero mamar la cabra pinta! — decía Tonio, que era ya una especie de angelote, con más fuerza que un toro.

— ¡Verás, verás qué tantarantán vas a llevar, si por no estarte quedo se vierte el jarro de leche! — decía Joaquina, trabajando más para contener los botes del niño que los botes de la cabra.

— ¡Pues yo quiero mamar la cabra pinta! — repetía el niño.

— ¡Anda, condenado, anda y atrácate hasta que revientes, Dios me perdone! — dijo Joaquina dejándole al fin escapar.

El niño se dirigió saltando hacia una cabra blanca con manchas negras que salió a su encuentro berreando cariñosamente, como si ya sintiera el consuelo que iba a experimentar cuando descargase su ubre los suaves y sonrosados labios del niño.

Entre tanto, los cabritillos, se desgañitaban en la rocha, como diciendo:

— ¡Ah, tunantes! ¡Cómo nos cercenáis la ración!

León contemplaba el trabajo de sus amos majestuosamente sentado a corta distancia, y ojo alerta para hacer volver a su sitio, con muy buenos modales por supuesto, a las cabras que se descarriaban. Y el Minino andaba también por allí diciendo para sus adentros:

— Algo de eso me tocará a mí.

La cabra pinta, que no tenía cría, porque las águilas se la habían arrebatado apenas la parió, se dejaba mamar con una paciencia sin límites.

A cualquiera parecerá que maldita la gracia tiene un niño zangolotino mamando de una cabra; pero a Joaquina le pareció todo lo contrario. Y es que las madres todo lo encuentran en sus hijos gracioso a más no poder.

— ¿Pero no ves, Martín — decía Joaquina reventando de gozo— , no ves con qué gracia chupa ese hijo que Dios me ha dado? ¡Si es lo más gitano que ha nacido de mujer! ¡Vamos, si me le comería a besos!

Joaquina iba a desahogar su entusiasmo maternal comiéndose a besos a su hijo, aunque el chico prefería a los besos de su madre la leche de la cabra pinta, cuando se apareció por allí Ramona, la vecina que había prometido a las chicas interceder por ellas.

— Buenas tardes, hijos. Parece que se prepara la cena, ¿no es verdad?

— Hola, Ramona. Sí, estamos sacando un jarrito de leche para cenar esta noche.

— Vamos, dele usted un sorbo — dijo Martín, levantándose y alargando el jarro a la vecina.

— Gracias. Lo probaremos.

Y la vecina acompañó el hecho con el dicho.

— ¿Qué tal? ¿Está buena? — le preguntó Joaquina.

— Y de casta — contestó Ramona, limpiándose los labios con el cabo del delantal.

— ¿Y dónde anda la familia menuda? — preguntó a su vez.

— Ahí tiene usted a Tonio llenándose el cuerpo de leche. Las motilas han ido a Balmaseda a vender unas peras para ayuda de comprar unos zapatos a ese enemigo malo, que ha destrozado ya los nuevos.

Martín llevó a casa el jarro de leche, recogió las cabras en la cuadra, y en seguida abrió la puerta de la rocha para que los cabritillos se juntaran con sus madres y cenaran la parte de ración que les había dejado.

Durante esta operación, Joaquina, Ramona y Antoñito habían quedado bajo los cerezos, las primeras charlando como cotorras, y el último saltando y brincando para digerir el atracón de leche que acababa de darse.

— Pero vamos a otra cosa — dijo Ramona— , hablemos de tus entenadas, ahora que no está Martín delante, que no me gusta infernar matrimonios. ¿Te parece a ti, Joaquina, que es ley de Dios lo que tú estás haciendo con esas criaturas?

— ¿Pero hago yo algo malo con ellas?

— ¡Calla, calla, hebrea, que ninguna mujer como Dios manda se prevale de que unas pobres niñas no tengan madre para traerlas como azacanas y mandarlas cosas imposibles, como haces tú con tus entenadas!

— Pero, ¿les falta algo acaso?

— Les falta una madre, que es cuanto les puede faltar.

— ¿No las trato como si fueran mis hijas, a pesar de que debiera aborrecerlas de muerte?

— ¡Pícara! ¿Por qué las has de aborrecer?

— Porque por ellas no tiene padre mi hijo.

— ¿Que no tiene padre?

Haga usted cuenta que no, porque por causa de ellas no puede ver Martín al niño.

— Si tú fueras una verdadera madre para tus entenadas, no sucedería eso.

— ¿Y no lo soy acaso?

— ¿Te parece a ti que si viviera la que está en el cielo, hubieran ido esta mañana por esos caminos llorando a lágrima viva, y esta tarde volverían temblando porque saben que las vas a recibir a golpes?

— Y bueno que los han de llevar como no hayan hecho lo que yo les encargué.

— No tienes tú la culpa, que mucha tiene el descastado de su padre. ¡Ah! Si la pobre Dominica levantara la cabeza...

Ramona se detuvo viendo llegar a Martín y la conversación varió de rumbo; pero Martín volvió a entrar en casa a sus quehaceres.

A corto rato llegó Antoñito, y zarandeando de los vestidos a su madre, empezó a cencerrear.

— Madre, ¿cuándo cenamos? ¡Gem! ¡Gem! ¡Yo quería cenar!

— Pero, criatura — le replicó Joaquina— , ¿no te acabas de atracar de leche?

— Sí; pero mamar no es cenar.

Esta gracia del angelito hizo prorrumpir en una ruidosa carcajada a Joaquina, que exclamó, abrumando de besos a su hijo.

— ¡Huy! ¡Bendita sea tu boca, amén, que tienes tú más gracia que el salero del mundo! Pero ¿no ve usted, Ramona, qué hijo tan alhaja tengo?

— ¡Dios le bendiga, hija! — dijo la vecina recalcando sus palabras— . Dios le bendiga y le conserve su madre; que si tú le faltaras, ¿qué sería de él?

— ¡Se moriría el hijo de mis entrañas si le faltara su madre! — asintió Joaquina, saltándosele las lágrimas de ternura.

— No se moriría — repuso la vecina, siempre con segunda intención— , no se moriría, que tampoco tus entenadas se han muerto; pero más le valdría morirse que tener por madre a la que no le ha parido.

Las sonrosadas mejillas de Joaquina se pusieron de repente pálidas como las de una muerta. Una idea horrible y desconsoladora acababa de asaltar por primera vez la imaginación de aquella madre idólatra de su hijo: la de que su hijo podría llegar a tener madrastra, y sufrir lo que su madre había hecho sufrir.

Su vecina, que era mujer de años y de experiencia, adivinó en el rostro de Joaquina lo que pasaba, y trató de hacer un esfuerzo supremo para proporcionar una madre a las desventuradas niñas, que tanto habían llorado por no tenerla.

— ¡Joaquina — añadió con acento solemne— , Dios castiga sin palo, y a veces pagan justos por pecadores! Las madres se mueren, y los viudos se casan para dar madrastra a sus hijos, ya que no pueden darles madre.

— ¡Madrastra!... ¡Hijo de mi alma! — murmuró Joaquina, estrechando contra su corazón a su hijo, como si alguien fuera a arrebatárselo.

En aquel momento aparecieron por una estrada que desembocaba junto a la casa las traía, niñas, que volvían de Balmaseda.

Venían las tres muy alegres.

Joaquina se dirigió a su encuentro, llamándolas cariñosamente, y quizá por primera vez en su vida tuvo impulsos de estrecharlas en sus brazos y devorarlas a besos.

Las niñas, casi antes de llegar, se apresuraron a referir la manera poco menos que prodigiosa con que habían cumplido las órdenes de su madrastra.

— Joaquina — exclamó la anciana— , ¿no ves la mano de Dios en esa especie de milagro?

— ¡Sí! ¡Sí! — contestó Joaquina— . Dios abre, al fin, mis ojos, aunque tal vez será tarde.

— ¡Para el bien nunca es tarde! — dijo Ramona con acento semiprofético!

Y Joaquina, no pudiendo ya resistir el noble sentimiento que acababa de venir a purificar su corazón, abrió sus brazos a las niñas, y prodigándoles el nombre de hijas, que hacía tiempo no les daba, las estrechó en ellos con infinita ternura y las colmó de besos, inundándolas de amorosas lágrimas.

En aquel instante, la pobre Dominica, que desde el cielo velaba por sus hijas, también debió llorar de santa alegría.

— ¡Martín! ¡Martín! — gritó Ramona llorando a su vez de gozo.

— ¿Qué es eso, Ramona? — preguntó el honrado labrador apareciendo en la puerta.

— Es — le contestó la vecina— que tus hijas ya tienen madre.

— ¡Que Dios y la que está en el cielo la bendigan! — exclamó Martín lleno de regocijo.

Y corriendo al niño, que traveseaba bajo los cerezos, le tomó en sus brazos y le prodigó las ardientes caricias que prodigaba a las niñas su mujer.

Ésta se dirigió entonces a la anciana, y como las sombras de la noche, que habían ido descendiendo, no la permitiesen ver lo que bajo los cerezos pasaba, interrogó con ansiedad a la anciana, que le respondió:

¡Es que tu hijo ya tiene padre!

Desde la patria al cielo

I

Lector despreocupado: sí abres por la S el Diccionario geográfico, de Madoz, o cualquiera otro, encontrarás un artículito que dice, poco más o menos, lo siguiente:

«S..., concejo de las encartaciones de Vizcaya partido judicial de Balmaseda, con trescientos vecinos y una iglesia parroquial dedicada a San Fulano. Dista de Bilbao cinco leguas, y sesenta y cinco de Madrid.»

Aquí tienes todas las noticias geográficas, históricas, estadísticas, etc., que dan los libros acerca del rinconcito del mundo de que vamos a hablar.

Pero como el concejo de S... me interesa algo más que a los autores de Diccionarios geográficos, voy a suplir el desdeñoso laconismo de estos señores.

Verdaderamente, el concejo de S..., no tiene grandes títulos a la atención del viajero, y sobre todo si el viajero es despreocupado como tú.

Su iglesia es buena para glorificar y pedir consuelos a Dios; pero... pare usted de contar.

Los vecinos del concejo la tienen mucho cariño; pero ¿sabes por qué, lector despreocupado? Porque, según dicen, sus padres la construyeron amasando con el sudor de su frente la cal de aquellas blancas paredes; porque allí están enterradas las personas por quienes rezan y oran todos los días; porque allí recibieron ellos el agua santa del bautismo; porque allí se unieron para siempre con la compañera de sus alegrías y sus tristezas; porque allí alcanzan de Dios consuelo en sus tribulaciones, y porque allí la palabra del sacerdote les indujo, e induce aún a sus hijos, a amar y reverenciar a sus padres, a detestar el vicio y a adorar la virtud.

¿Qué te, parece, lector despreocupado? ¿Has visto simpleza igual?

Pues no para en esto la de los tales aldeanos.

Cuando repican a fiesta las sonoras campanas del blanco campanario de la iglesia parroquial de S... y cuando al entrar en misa se encuentran los altares adornados con ramilletes de rosas y de claveles, y el pavimento alfombrado de tomillo, eneldo y espadaña, aquellos tontos lloran de regocijo, y se juzgan dichosos con su pobreza, y su iglesia, y su aldea, casi olvidada de los geógrafos.

¿No es verdad, lector despreocupado, que tienen razón los franceses cuando dicen que el África comienza en los Pirineos?

S... tiene su río, pero apenas está indicado en los mapas, ni le han llamado padre los poetas, ni estos señores han dicho de él que sacó el pecho fuera y habló de esta manera o de la otra o de la de más allá; es un río tan tonto, que se contenta con estar siempre claro y fresco, con criar truchas y loinas para engordar a aquellos bárbaros, con dar movimiento al molino, que provee de harinas a aquellos salvajes, y a la ferrería, que da ocupación a aquellos hotentotes cuando el temporal no les permite trabajar en las heredades, y con mantener siempre lozanas y verdes las llosas y las huertas, que suministran granos, y frutas, y hortalizas, y flores a aquellos brutos.

Pues aunque me parezca increíble en un siglo tan civilizado como el nuestro, también enamora semejante río a los aldeanos de S....

Me ocurre una cosa, lector despreocupado. Lista, que, si mal no recuerdo, anduvo por allí in illo tempore, solía envidiar la felicidad del que nunca ha visto más río que el de su patria. ¿Qué va a que el tal Lista hizo creer esta y otras tonterías a los encartados?

— Pero no, que aquéllos ya eran tontos hace muchos siglos: cuando se llamaban cántabros y peleaban con los romanos, si caían prisioneros, antes que besar la sandalia de los Césares, consentían morir en la cruz entonando cánticos a la libertad y a la patria.

¿Qué te parece, lector despreocupado? Vamos, si te digo que estoy corrido, como una mona, de haber nacido en un país donde tales cosas pasan desde los tiempos del rey Perico.

Pero aún falta lo mejor.

Las preciosidades históricas y monumentales del concejo de S... son las siguientes:

Un castaño que plantó Juan el día que nació su hijo Pedro;

Un rosal que plantó Teresa una vez que su hijo estaba enfermo, ofreciendo a la Virgen regalarle cuantas rosas produjera si el chico se ponía bueno, como en efecto se puso;

Un rótulo que hay en el puente, recordando que el día tantos de tal mes y de tal año se arrojó al río Fulano, y salvó, con peligro de su propia vida, a Zutano.

Y una ermita de San Roque, más vieja que Matusalén, a la cual tienen aquellos fanáticos mucho respeto, porque el santo que se venera en ella libró de una peste al concejo allá en los tiempos de Mari Castaña.

Tú, lector despreocupado, dirás que Juan plantaría el castaño para que diera castañas y no para conservar memoria del nacimiento de su hijo Pedro;

Que el chico de Teresa se salvaría porque cosa mala nunca muere;

Que Fulano se arrojaría al río porque haría calor;

Y que el concejo se libraría de la peste porque refrescaría el tiempo.

Pues es claro: eso sería. Sólo que aquellos aldeanos son unos zopencos llenos de superstición.

Aún hay más... ¡Qué! ¿No puede haber ya más tontería? Oye, oye, y verás si la hay.

Las casas de la aldea son detestables; como que se contentan con ser muy sanas, y muy grandes, y muy limpias. Sin embargo, sus moradores dicen que no las trocarían por el palacio del indiano, que está en lo mejorcito del valle y es una maravilla. ¿Y sabes, lector despreocupado, en qué se fundan aquellos estúpidos? Te vas a reír de su majadería. Se fundan en que en ellas nacieron y murieron sus padres, y en ellas nacieron y se criaron ellos.

¿Te ríes? Pues espera, espera, que allá va lo bueno.

El cura de la aldea es un viejecito que no cree en los filántropos ingleses ni en los Catones americanos; que se sabe de memoria todas las vejeces de la Biblia; que arruina al tabernero, de la aldea, aconsejando a los vecinos que no se diviertan en la taberna; que con sus sermones ha conseguido que el amor sea en S... la cosa más sosa del mundo, pues los maridos se mueren por sus mujeres, y las mujeres no sus maridos, y los novios ni siquiera se dan un mal pellizco hasta que se casan; que a fuerza de repetir que el trabajo es sano para el cuerpo y para el alma, ha logrado que todo el inundo trabaje el día de trabajo; que con su eterna cantinela de que el juego es padre de todos los vicios, ha alcanzado que ni el día de trabajo ni el de fiesta se encuentre en la aldea con quien echar un mus: y, por último, que con sus consejos ha conseguido que aquellos simples exclamen cuando les suceda alguna desgracia: «¡Cómo ha de ser! Dios lo ha querido... ¡Hágase su divina voluntad!», y se quedan tan consolados como si tal desgracia no les hubiese sucedido.

El alcalde del concejo es un palurdo que lleva su tontería hasta el extremo de medir con la misma vara a los parientes y a los extraños cuando cometen alguna falta; que incurre en la grosería de rechazar los regalos que intentan hacerle los vecinos que tienen asuntos pendientes de su autoridad; y que cuando el común no tiene fondos para atender a las calamidades públicas, vende aunque sea su propia camisa para remediarlas.

Pues has de saber, lector despreocupado, que los vecinos de S... bajan la cabeza servilmente ante tal cura y tal alcalde, y serían capaces de dar la vida por ellos.

Pero dejémonos de gentes tan estúpidas, con el consuelo de que el sol de la civilización no tardará en penetrar en aquel salvaje rincón del mundo, y veamos si en S... hay algún habitante algo más en armonía con el espíritu del siglo.

II

— ¿Qué manojito de rosas y de claveles se ha posado en mi hombro?

¡Ah! ¡Es tu cara de Pascua florida! ¿Qué hacías tú aquí, amor mío?

— Leer por encima de tu hombro lo que vas escribiendo.

— ¿Y qué tal te parece?

— Mal, rematadamente mal.

— ¡Gracias por la lisonja! ¿Y por qué te parece mal?

— Porque no me gusta la ironía.

— Sin embargo, bien usada, es un género que...

— Es un género que hiere, que hace daño, que no puedes cultivar.

— ¿Y por qué no puedo?

— Porque no tienes hiel en el alma.

— En cuanto a eso, poco a poco. Cosas pasan en el mundo que aun en el alma de una blanca paloma engendran hiel, y vinagre, y ajo, y mostaza y guindilla.

— Sí; pero a pesar de eso, el mundo es hermoso como lo son las rosas a pesar de las espinas.

— ¡Ah! Sí, tienes razón; el mundo es hermoso para los que no nos creemos desterrados en él.

Pasemos por el mundo derramando una bendición sobre cada flor y cada espina que encontremos a nuestro paso.

Cuando, terminado nuestro viaje, tornemos al seno de Dios, las puertas del Paraíso nos serán abiertas si podemos decir: «¡Señor, hemos hecho noblemente nuestra jornada; los moradores de la tierra lloran nuestra ausencia, porque hemos sembrado bendiciones en nuestro camino!»

Es verdad; la ironía es indigna de las almas que carecen de hiel.

Lector despreocupado, no quiero dirigirme a ti, porque tú no me comprendes. No quiero escribir para ti, porque soy pobre de espíritu y rico de corazón, y sólo para los pobres de espíritu y ricos de corazón escribo.

Aunque mi corazón sólo sabe amar y mis labios sólo saben bendecir, quisiera tener mil corazones para aborrecerte y mil labios para maldecirte.

¿Ves esa lágrima que ha borrado un amargo, «¡te detesto!» que mi pluma acababa de estampar en el papel? Pues ha caído de esos dulces ojos que, posados sobre mi hombro, siguen arrasados en lágrimas de ternura y de alegría al vuelo de mi pluma.

Esas lágrimas busco, que no tus aplausos y tus riquezas. Pobre y obscuro quiero seguir mi jornada llevando por compañeros a los pobres de espíritu y ricos de corazón, porque ellos me guiarán al reino de los cielos.

¡Virgen de ojos azules y rostro de azucena y rosa, a ti me dirigiré, porque tú me comprendes! Sí, sí, tienes razón; el mundo es hermoso para los que no nos creemos desterrados en él.

Has de saber que Teresa, aquella que plantó el rosal en S..., ofreciendo a la Virgen regalarlo todas las rosas que produjera si se salvaba su hijo de una grave enfermedad, perdió a su marido Juan, aquél que plantó un árbol en memoria del nacimiento de su hijo Pedro.

Pedro era aún muy niño cuando murió su padre, y la pobre Teresa se encontró sin amparo en el mundo.

Como aquellos pobres aldeanos tienen la costumbre de acogerse al amparo de los moradores del cielo en todas sus tribulaciones, Teresa se acordó de la Madre de Dios cuando se hallaba más desconsolada.

Era una hermosa mañana de mayo; todo cantaba y reía: el sol asomando por Oriente, los pájaros en la enramada, las campanas en la torre y las flores en el huerto. Todo cantaba y reja, menos el corazón de la pobre Teresa, que estaba desconsolado.

Teresa se fue al huerto a ver si el rosal tenía rosas para engalanar el altar de la Virgen. Cargadito de ellas estaba, y nunca las había ostentado tan hermosas como aquella mañana. Lo único que les faltaba eran algunas gotas de rocío que abrillantasen sus frescas hojas, reflejando los primeros rayos del sol de Dios que empezaba a bañar el horizonte.

Teresa empezó a coger rosas, llorando mientras las cogía. Hizo con ellas un lindo ramillete, y se encaminó a la iglesia, que el sacristán había dejado abierta mientras subía a la torre a tocar a misa primera.

El primer rayo del sol penetraba por una ventana del templo y bañaba con su dorada luz el altar de la Madre de Dios.

Teresa colocó en el altar aquel ramo de rosas coronadas de lagrimas, y de repente un resplandor divino deslumbró sus ojos e inundó de luz el templo: el sol, reflejando en las lágrimas que coronaban las rosas, había trocado cada lágrima en un diamante, rico de luz y hermosura.

La pobre aldeana alzó sus atónitos ojos a la Virgen, y creyó ver una sonrisa llena de amor y gratitud en los labios de la Reina del cielo. Poco después salió del templo con el corazón henchido de santa esperanza y se dirigió presurosa a su casa para hacer partícipe de su alegría al hijo de sus entrañas.

Al pasar junto, al palacio del indiano oyó una voz que la llamaba y alzó los ojos al balcón del palacio.

— Teresa — la dijo el indiano— , sube que deseo hablar contigo.

Teresa se apresuró a subir, llena, sin saber por qué, de gratísima esperanza.

— Enjuga tus lágrimas, Teresa — añadió el indiano— , que, yo voy a proporcionaros la subsistencia a ti y a tu hijo.

— ¡Hijo de mi alma! — exclamó la aldeana, pensando en la dicha de su hijo antes que en la propia.

El indiano continuó:

— Yo tengo grandes riquezas en América, y voy a hacer un largo viaje, para volver aquí trayéndolas conmigo, porque aquí quiero pasar el resto de mis días. No tengo familia ni parientes a quien confiar el cuidado de esta casa durante mi ausencia, y quiero que tú y tu hijo toméis a vuestro cargo este cuidado.

— ¡Señor — exclamó Teresa— , nosotros conservaremos religiosamente cuanto usted nos confíe!

— Si así lo hacéis, como no dudo, a mi vuelta seréis mi única familia; si muero antes de volver, no me olvidaré de vosotros y durante mi viaje tendréis lo necesario para vivir tranquilamente.

Teresa apenas podía expresar su gratitud, porque la alegría embargaba su voz. El indiano, que hablaba con ella en una hermosa biblioteca que encerraba millares de volúmenes, continuó:

— ¿Ves esos libros, Teresa? Cuidádmelos con esmero, qua ellos han sido siempre y serán mis mejores amigos: a ellos debo la tranquilidad de mi alma, lo que vosotros, pobres aldeanos que nunca habéis visto sabios, llamáis mi sabiduría, y Hasta las riquezas que aquí y en América poseo.

— Señor — dijo Teresa— , confíe usted en que así lo haremos. Mi hijo sabe escuela, a Dios gracias, y tiene mucha afición a los libros, aunque, en casa no tenemos más que el Astete, y los Gritos del Purgatorio, y el Año Cristiano, y la historia de Don Quijote y los Fueros de Vizcaya. No tenga usted cuidado, señor, que mi pobre Pedro los tendrá como el sol de limpios, y tan ordenados como usted los deje.

— Bien, Teresa, bien. Hoy mismo podéis veniros a vivir aquí, porque yo pienso partir mañana temprano.

— ¡Señor... — murmuró Teresa, poniéndose colorada y como si tuviese que hacer alguna objeción a las proposiciones del indiano y no se atreviese a hacerla.

El indiano la comprendió al punto.

— ¡Ah! — dijo— . ¿No quieres abandonar tu casita? Lo apruebo, Teresa, y eso te hace más digna aún de mi confianza.

— Señor — repuso la aldeana— — , no lo debe usted extrañar: es tan blanca, y tan cómoda, y tan hermosa...

— Sí, sí lo es para los que viven de recuerdos y han derramado en ella todas sus lágrimas de alegría y de tristeza.

— Y luego, señor — continuó Teresa— , allí ha nacido mi hijo y ha muerto mi marido, y si no la habitamos, el desamparo reinará en ella, y el agua penetrará por su techo y sus paredes, y la pobre se caerá al cabo, que es como si se muriese de tristeza... ¡Ah, señor! ¡Qué triste es ver un hogar desierto y arruinado! Cuando pasamos mi Pedro o yo junto a esa aceña vieja que hay en el nocedal del río, las lágrimas se nos saltan, que mucho quieren decir aquellas paredes aún ennegrecidas por el fuego del hogar, y aquel poyo que aún se conserva allí frío y solitario, y aquellas letras, hechas con la punta de un cuchillo o del badil, que aún se ven en la pared, y aquellos clavos que aún permanecen junto a la ventana.

— Sí, Teresa — exclamó el indiano, con los ojos arrasados en lágrimas— , mucho quieren decir todas esas cosas para los que, como yo, ¡triste de mí!, no tienen familia, y mucho más aún para los que la tienen!... No abandones tu casita, no, que la pobre, como tú dices, se moriría de tristeza. Venid de día a cuidar de mi casa, y de noche que se quede tu hijo aquí, pero no apaguéis nunca vuestro hogar.

— Así lo haremos, señor, y en el corazón guardaremos siempre escrita la bondad de usted.

El indiano no permitió a Teresa que continuase expresándole su agradecimiento.

Teresa se levantó temprano al día siguiente para despedirle, después de haber pasado gran parte de la noche pidiendo a Dios que le diese buen viaje.

Pero antes de ir a casa del indiano fue al huerto, tomó la mejor rosa que tenía el rosal, y yendo a la iglesia, la trocó por la mejor que tenía el ramillete de la Virgen.

— Señor — dijo al indiano— , esta rosa ha estado en el altar de la Virgen Santísima. Llévela usted consigo, que el corazón me dice que llevándola no morirá usted en esos caminos ni en esas mares traidores, desamparado de Dios y de los hombres.

El indiano era un sabio, y como ahora se dice, un hombre de mundo; pero era de los sabios y hombres de mundo que creen en Dios, y, aunque no creyeran, respetarían santamente la fe de los demás.

¡Señor! ¡Con qué doler cerrarás las puertas de la gloria a esta clase de ateos!

El indiano aceptó con profundo agradecimiento la santa rosa que le ofrecía la aldeana y la colocó cuidadosamente en una caja donde conservase su hermosura y su perfume.

Poco después tomó el camino de Bilbao, donde debía embarcarse para la América Central.

Todas las mañanas, cuando el sacristán entraba en la iglesia para tocar a maitines, entraba tras él Teresa y colocaba en el altar de la Virgen un ramo de rosas frescas, coronadas de lágrimas..., pero coronadas de lágrimas de alegría.

III

Hagamos de dos pinceladas el retrato de Pedro, tal cual era cuando el indiano encargó a Teresa el cuidado de su palacio, no tal cual era cuatro años después.

— ¿Y por qué le has de retratar en la primera de esas dos épocas.

— Porque física y moralmente se había transformado en el transcurso de la primera a la segunda, y esta transformación se resiste a mi pincel, que sólo se complace en trazar cuadros de inocencia.

Deja, deja, purísimo numen de LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA, que el lector despreocupado se ría de mis inocentes creaciones; deja que se burle de mi afición a retratar pobres madres y pobres niños que sólo saben creer y amar. Yo sé que hay ojos que lloran y corazones que palpitan ante mis humildes cuadros. Una de esas palpitaciones o una de esas lágrimas borra todos los sarcasmos que el lector despreocupado pueda lanzar sobre estos cuadros, amados Benjamines de mi corazón.

— ¡Pero, qué! ¿Se había hecho malo el hijo de Teresa, tan querido y ensalzado de su madre?

— Malo, en el sentido que el mundo da a esta palabra..., no; pero malo en el sentido que yo suelo darle..., sí. Porque has de saber, alma mía, que yo tengo por malo a aquél que, presa su corazón de febriles ambiciones y atestada su mente de locas quimeras, en vez de bendecir los bienes que Dios le envía, los rechaza como mezquinos, y se cree con derecho a obtener el primer quiñón en el reparto de la herencia humana.

Mira, rosa del rosal de mis amores: yo nací en un valle muy parecido a aquel en que nació Pedro. El horizonte que se descubría desde la casita blanca de mis padres era tan limitado, ,que mi vista le abarcaba perfectamente.

— ¡Madre! — pregunté un día a la que me llevó en sus entrañas— . Hay mundo más allá de aquel pico donde aparece el sol todas las mañanas, y más allá de aquel otro donde se esconde todas las tardes?

— ¡No, hijo mío, no! — me contestó mi madre.

Pasaron años, y abandoné las riberas del Cadagua por las del Manzanares.

Cuando desde el Buen Retiro o la montaña del Príncipe Pío dirijo la vista a las colinas de Vicálvaro o a las de Sumas aguas, y pregunto a la santa madre que me espera en el cielo:

— ¡Madre! ¿Hay mundo más allá de aquellas colinas?

¡No, hijo mío, no! — me contesta mi madre desde el cielo.

Y yo la creo aún, y soy dichoso creyéndola.

— Pero me olvido de Pedro y de la pobre Teresa.

Llamo pobre a Teresa, porque lo era aún más que cuando el indiano la llamó para que cuidase su palacio. Entonces su hijo era tan ignorante como ella; pero, como ella, amaba la casa paterna; admiraba la hermosura de las arboledas, del valle; creía el más bello del mundo el templo donde había sido bautizado; tenía por las ruinas más venerables de la tierra las de la aceña del nocedal; no creía que hubiese río más poético y hermoso que el que un día había dado movimiento a aquella aceña; no concebía que en el orbe hubiese sabios que igualasen al cura y al maestro de escuela de la aldea, y tenía a Rosa, su vecina, por la niña más linda del universo. Cuatro años después parecía haber mudado completamente de sentimientos y de opiniones.

Ya pobre Teresa, al notar este cambio en su hijo, lloraba como una Magdalena, acompañándola en su duelo Rosa, que era ya una muchacha tan hermosa como las flores que llevan su nombre, y tan buena como debía serlo aquella a quien Teresa diese el nombre de hija.

Pedro, según se decía en el valle se había hecho un sabio; pero aunque esto se dijera Teresa y Rosa no cesaban de llorar.

Bien has hecho, Dios mío, en alejar el árbol de la ciencia del humilde autor de los CUENTOS DE COLOR DE ROSA; que un título de académico venido de las orillas del Rhin, del Támesis o del Sena no vale tanto como estas líneas venidas de las orillas del Cadagua, y trazadas por la temblorosa mano de un pobre labriego:

«Hijo mío: A todas horas tenemos tu nombre en los labios para bendecirlo. Quien lejos de su valle nativo se acuerda de sus padres y de su valle, ¡bendito sea!»

Pedro, apasionado desde muy niño a los libros, había podido satisfacer esta pasión desde que se vio dueño de la rica librería del indiano.

Por espacio de cuatro años había vivido casi constantemente encerrado en ella, devorando millares de volúmenes, entre los cuales los había de todos los géneros: útiles y nocivos, fruto de la ignorancia y de la sabiduría, de la imaginación extraviada y de la imaginación dirigida por buen camino.

Propensa la suya, por naturaleza, a abultarlo todo y a incurrir en perpetuas alucinaciones, había recorrido el mundo y las edades, poblando éstas y aquél de hermosos fantasmas que gritaban sin cesar al desdichado mancebo: «¡Ven, ven a nosotros! ¡La felicidad no existe en ese rincón del mundo! Nosotros habitamos las montañas de Suiza, donde vaga la sombra de Guillermo Tell; las márgenes del Rhin, pobladas de sílfides y wilis; los canales de Venecia, donde aún resuena el canto de los gondoleros; las ruinas del circo romano, teñidas con la sangre de los mártires; el golfo de Parténope, sombreado por el laurel de Virgilio; los harenes y jardines de Bizancio, la santa Palestina, donde viven aún Jesús y Godofredo y Pedro el ermitaño; la Grecia, patria de los dioses y los semidioses; la India, tierra de los ríos sagrados y las piedras preciosas, y la América, último refugio de los gobiernos patriarcales y único teatro de las grandes escenas de la naturaleza, ¡Ven, ven a nosotros, que donde nosotros estamos está la felicidad!»

Y Pedro creía lo que decían aquello, fantasmas que había visto destacarse de las páginas que había devorado por espacio de cuatro años, vagos, indecisos, obscuros al principio, pero distintos, perceptibles, luminosos y gigantes después.

La tristeza y el hastío se habían ido apoderando de su alma; todo cuanto encerraba el valle ¡hasta su madre y Rosa! le parecía pobre, mezquino, vulgar, indigno de ser amado.

Su madre, Rosa, el señor cura, el maestro de escuela, todos los habitantes del valle procuraban desterrar de su alma las febriles ambiciones que la consumían; pero sus consejos, sus súplicas, sus lágrimas eran inútiles. Lo único que hacía Pedro era compadecer a aquellas gentes que, como no habían visto el cielo, no se creían desterradas en la tierra.

IV

Era una mañana de otoño. Pedro estaba leyendo en la biblioteca encomendada a su cuidado. El sol bañaba ya por completo el horizonte, y, sin embargo, delante de Pedro ardía un candil.

¡El joven no había notado aún que era de día! ¡Mira si estaría embebido en su lectura!

Había pasado la noche leyendo.

Plutarco y Homero habían arrastrado su alma a Grecia; el ignorado autor de Las Mil y una noches la había llevado por las regiones asiáticas de delirio en delirio y de asombro en asombro. Chateaubriand la había paseado por las vírgenes soledades de América; Cook la había hecho dar la vuelta al mundo sumergida en el sublime horror de las tinieblas y los hielos polares; y Schiller, Goethe, Hoffman, Shakespeare, habían hecho comparecer ante ella todos los fantasmas, ora risueños, ora sombríos y amenazadores, de los países reutónicos y británicos.

¡Figúrate cómo estaría el alma de Pedro, arrastrada de emoción en emoción por tan lejanas y diferentes regiones! ¡Figúrate cuán distinto sería entonces de lo que había sido cuatro, años antes!

Pedro, un tiempo tan contento con vivir y morir en el valle nativo como todos los habitantes de aquel valle, sólo tenía ya un deseo, pero un deseo supremo, ardiente, inextinguible; un deseo sin cuya satisfacción la vida le parecía una carga insoportable: el de hollar con su planta y abarcar con su mirada el teatro do las escenas, reales o ficticias, que habían expuesto a su contemplación los libros, escenas que su fantástica y acalorada imaginación poetizaba, despojándose de toda la parte vulgar, y prosaica que aun lo más poético de este mundo tiene.

Hubiérasele dicho, por ejemplo, que Viriato, rústico pastor lusitano, estaba cubierto de suciedad y harapos, cuando se rebeló contra la tiranía romana, hubiérasele dicho que Laura, la amada semidivina de Petrarca, comía y bebía como Rosa, su novia, y no lo hubiera creído.

La casa de Rosa estaba al lado de la de Teresa. Ésta, que trataba ya a la joven con la confianza de una madre, la encargó que se llegase al palacio del indiano y dijese a Pedro que fuese a almorzar.

Apresuróse a ir la enamorada niña. Cuando entró en la biblioteca donde leía Pedro, éste se volvía loco con la descripción de un harem. Aquel volcán de amor y de celos que ardía perpetuamente en el corazón y en los ojos de las odaliscas, le parecía mil veces preferible a todo el amor que puede encerrar el corazón de las mujeres de Occidente,

— Pedro — dijo Rosa, entrando en la habitación, ligera como una mariposa, colorada como las cerezas a medio madurar, y risueña como una mañana de mayo— , Pedro, dice tu madre que te está esperando el almuerzo.

Pedro dio tal patada en el suelo, y miró a Rosa con tal indignación y tal desdén, que la pobre muchacha retrocedió dos pasos, sobrecogida de terror,

— ¡Perdóname, Pedro! — murmuró Rosa cariñosamente— . Estabas distraído y te he asustado, ¿no es verdad? Mira, ha sido sin querer... No volveré a asustarte, yo te lo aseguro. Anda, vente conmigo, que tu madre te está esperando para almorzar.

— No necesito compañía, y la tuya mucho menos — contestó Pedro con tono desdeñoso y amenazador.

La niña se puso pálida como una azucena, y bajó la cabeza con los ojos arrasados en lágrimas.

La desdeñosa expresión que dominaba en el rostro y en la mirada de Pedro se dulcificó un poco.

— ¿Qué tienes? ¿Por qué lloras, Rosita? — preguntó el joven con cierta solicitud.

— ¡Porque ya no me quieres! — contestó la niña, cuya purísima voz ahogaban los sollozos.

— Sí, sí, te quiero, Rosa; pero tú tienes la culpa de estos arranques de mal humor en que me ves.

— Pues dime qué he de hacer para que siempre estés contento.

— Lo que has de hacer es comprender mi alma.

— ¿Y qué quiere decir eso? — preguntó la niña con adorable ingenuidad— . Comprender tu alma, ¿es quererte mucho?

— No es sólo eso — contestó Pedro, cuyo rostro volvía a nublarse— ; comprender mi alma es, en primer lugar, adivinar mis deseos...

— Yo creía que deseabas ya almorzar...

Pedro dio otra patada en el suelo, exclamando:

— ¡Rosa! Veo que tu alma nunca podrá comprender a la mía; que hablarte de ese amor delicado, grande, ideal, sublime, que se cierne entre el cielo y la tierra, es echar margaritas a la mar... ¡Ah! ¡Bien se conoce que nunca has abierto un libro!

— Pero yo creía que no eran menester libros para saber quererte... Mira, Pedro, mira lo que me figuraba yo que era querer: estar siempre pensando en ti; no encontrarme a gusto sino a tu lado; pedir a Dios que te dé salud y fortuna; desear que me quieras como yo te quiero a ti; ponerme triste y llorar y desesperarme si quieras a otra; aprender todo lo que saben mi madre y la tuya, para hacer lo que ellas hacen; gobernar bien la casa cuando nos casemos; querer y cuidar y enseñar a nuestros hijos, si Dios nos los da; trabajar a tu lado para que el trabajo te pese menos; alegrarme cuando estés alegre, entristecerme cuando estés triste y morirme e pena si tú te mueres... Esto es, Pedro, esto es lo tenía por amor. Si es otra cosa ¿Por qué no me lo dices? Verás cómo hago todo lo que tú me mandes. ¡Qué! ¿No soy dócil acaso? Cuando yo era pequeñita, siempre estaba diciendo mi madre: «Mi niña va a ser muy mujercita de bien, porque mejor mandada no la hay en la aldea». Dime, Pedro, el amor, ¿no es lo que te he dicho?

— Sí, Rosa ese es el amor; pero es el amor vulgar. El que busca mi alma es ése en el fondo pero no en la forma; en primer lugar, excluye el lenguaje vulgar e innoble, tal como el que has usado al llegar aquí.

— Pero ¿es malo decir que vengas a almorzar, cuando es cerca de mediodía y aún no te has desayunado?

— ¡Sí, sí lo es!... — respondió Pedro, y volviendo a sentirse dominado por el enojo que tanto había afligido a la inocente muchacha.

— Pues mira — repuso ésta— , el señor cura y el maestro, que tanto saben, así dicen las cosas...

— Porque aquí el que más sabe es un salvaje. Por eso aborrezco a este miserable valle...

— ¡Miserable valle! ¡Sí que habrá muchos donde se coja tanto grano y tanta fruta como en él!

— ¡Grano!... ¡Fruta? — murmuró Pedro con soberano desdén...

— ¡Pues qué! ¿Es eso también malo? Mira, Pedro, esta mañana hemos estado tu madre y yo hablando de lo que hemos de hacer con la hacienda en cuanto tú y yo nos casemos. Dice tu madre que si cocemos un calero, allegamos toda la hoja del rebollar y hacemos una rozada, de seguro cogeremos grano para todo el año, como en vida de tu padre, que esté en gloria...

— No seré yo quien cultive las tierras que cultivó mi padre.

— ¿Qué dices, Pedro?

— Que no me enterraran en estos valles.

— ¡Dios mío! — exclamó Rosa, llena de asombro— . Pero ¿adónde has de ir?

— Adonde mi alma me llama.

— Pero ¿dónde es eso?

— ¿Para qué te lo he de decir, si no me has de comprender? Rosa, déjame, déjame, que Dios no ha formado tu alma para que comprenda la mía.

— ¡Pero si yo te quiero, Pedro, si yo te quiero mucho!... — exclamó Rosa con infinita ternura, buscando en los ojos de Pedro una mirada que correspondiese a aquella sencilla y a la par elocuente expresión de cariño.

— ¡Déjame en paz! — respondió Pedro con inmenso despego.

Y volvió a Rosa las espaldas.

La inocente niña prorrumpió en lágrimas y bajó la escalera murmurando:

— ¡Ay, Dios mío! ¡Que no me quiere ya' ¡Que, sin duda, quiere a otra!

V

Era bien entrada la primavera.

A la puerta de la casa de Teresa había un hermoso emparrado, cubierto ya de hojas, entre las que se veían granar los racimos.

Teresa, Rosa y otras vecinas cosían bajo aquel emparrado, a la caída de la tarde de un sábado.

Todas charlaban como cotorras, excepto Rosa, que no despegaba sus labios ni levantaba la cabeza, inclinada sobre su labor; y Teresa, que sólo terciaba alguna que otra vez en la conversación, miraba con frecuencia a Rosa y exhalaba un hondo suspiro, como diciendo: «¡Mucho se parece mi mal al tuyo!»

La conversación tenía por objeto enumerar las maravillas que la primavera iba trayendo al valle. Marta contaba que los cerezos y los landechos de su huerto se iban a desgajar con el peso de la fruta, según la muestra que presentaban; Dominica refería que en sus piezas la borona comenzaba ya a echar cirria; Luisa decía que el año iba a ser muy abundante de todo, pues el cuco había venido por donde viene el sol, y Jacinta aseguraba que si Bilbao llegaba a empinarse un poquito para asomar la cabeza por cima de los montes que rodean a S..., se iba a morir de envidia, a pesar de sus jardines y sus tesoros.

Teresa y Rosa también decían una cosa, pero se la decían muy bajito a su corazón: ¡que Pedro ya no las quería!

Una de las vecinas echó de ver el silencio de Rosa y Teresa.

— ¿No saben ustedes — dijo— la gran novedad que hay esta primavera en S...?

— ¿Qué novedad es? — se apresuraron a preguntar todas.

— Que los pájaros se han vuelto mudos y las rosas se han vuelto azucenas — contestó la vecina, dirigiendo la vista a Rosa con una significativa sonrisa.

— ¡Pues es verdad! Y no habíamos reparado en ello — exclamaron las vecinas.

A Rosa y a Teresa se les arrasaron los ojos en lágrimas.

Las vecinas, que lo notaron, se apresuraron a abandonar su tono irónico y malicioso, dominadas por la compasión.

— ¡Válgame Dios! — dijo una de ellas, dirigiéndose a Rosa— ¡Cómo has cambiado, hija! ¿Por qué no cantas ya como los pájaros y das envidia con tus colores a las rosas de Alejandría?

— Porque para ella y para mí — contestó Teresa— no ha venido aún la primavera.

— Eso es porque sois unas tontas. ¡Que Pedro está siempre encerrado con sus librotes! ¡Anda con Dios, y así aprenda más que el sabio Salomón! Si los libros que lee fuesen malos, santo y bueno que os afligieseis; pero ya veis vosotras si el indiano, un señor que, mejorando lo presente, no tiene pero, puede haber gastado su dinero en libros malos...

— No serán muy buenos cuando a mi hijo lo han hecho aborrecer la aldea donde nació.

— ¿Y cómo al indiano no se la han hecho aborrecer?

— Tienes razón, que los libros no serán malos. ¡Lo será tal vez mi hijo!

Es imposible pintar el dolor con que Teresa pronunció estas últimas palabras, y la dolorosa impresión que hicieron en Rosa.

— Yo he oído decir al señor cura — repuso la vecina— que los libros son como las escopetas, que aunque sean útiles para muchos, son para algunos peligrosas.

— ¡Pero, no, no! ¡El hijo de mi alma no es malo! — exclamó Teresa, desecha en lágrimas— . Esta mañana me vio llorar, y, echándose a mi cuello, me dijo, saltándosele las lágrimas: «¡Madre de mi corazón! Perdóneme usted las penas que causo a usted y a la pobre Rosa. Yo las quiero a ustedes, y procuraré a toda costa hacerlas felices; pero no puedo evitar esta tristeza que me consume, esta inquietud continua que me mata y esta adversión que me causa la aldea».

— Pues hija — dijo una de las vecinas— , a mí me gusta cantar clarito: yo hago la cruz al que tiene adversión al pueblo en que nació, y se la hago aunque por lo demás sea un santo. Toda esas cosazas que dice tu hijo, todo eso de que no todos tienen el alma templada del mismo modo; de que quien sueña con otro mundo no se puede conformar con éste; de que unas plantas se secan donde florecen otras; todo eso que dice Pedro será muy bonito y muy señor, pero yo lo tengo por paja, y nada más que paja. El grano es que cada cual debe contentarse con lo que tiene; que Dios manda llorar de alegría y no de dolor, a los que nos quieren; que la tierra en que uno ha nacido es una segunda madre, y se la debe de querer como a la primera, y que el talento y la sabiduría que no se emplean antes de todo en hacer lo que Dios manda, no son sabiduría ni talento. Esto es lo que le decía a tu hijo la otra tarde el señor cura, y esto es lo que a mí me parece el Evangelio.

— ¡Es verdad! ¡Es verdad! — murmuraron a la par Teresa y Rosa, hechas un mar de lágrimas.

— Pero eso no quita — continuó la vecina— que me parezca una tontería el afligiros de ese modo. Dejad que vuelva el indiano, y veréis cómo a Pedro se le va el aire que se le ha metido en la cabeza, así que no pueda leer más libros que los que leía su pobre padre, que esté en gloria. Pero, ya que hablamos del indiano, ¿no habéis vuelto a tener carta de él?

— No — contestó Teresa— Desde que nos escribió de Veracruz, hace una porción de meses, diciendo que al cabo de cuatro años de entorpecimientos había logrado arreglar sus asuntos y se disponía a volver, no hemos vuelto a tener carta suya; y eso nos tiene con mucha pena, que tal vez le habrá sucedido algo en la mar.

— A propósito de cartas — dijo una de las vecinas— , ahí está Ignacio con la valija.

En efecto: un joven venía por el camino de Balmaseda, montado en una mula y trayendo una valija sobre el cabecil de la basta.

— Teresa — dijo al pasar por frente a la casa de ésta— , llevo aquí carta para usted, según me ha dicho el administrador de Balmaseda. Voy a que abra la valija el señor alcalde y en seguida le traigo a usted la carta.

El joven siguió adelante, y Teresa y Rosa quedaron esperando con impaciencia su vuelta.

— De las Indias es la carta, según la pinta del sobrescrito — dijo Ignacio, volviendo pocos momentos después con la carta en la mano.

— Ábrela, y haz el favor de leérnosla — dijo Teresa, llena de alegría— , que no quiero esperar a que venga Pedro. ¡Pobre señor! ¿Cómo estará? Dios le dé mucha salud.

Ignacio comenzó a leer la carta, que estaba fechada en Veracruz y encabezada con el nombre de Teresa.

«Nos dirigimos a usted — decía— para cumplir un deber triste y satisfactorio. El señor don Fulano de Tal, natural de ese concejo, dueño de los bienes que hace cuatro años están al cuidado de usted, ha fallecido en esta ciudad...»

Ignacio no pudo continuar su lectura al llegar aquí, porque Teresa y Rosa, y aun las vecinas y el mismo Ignacio, prorrumpieron en llanto.

Durante un cuarto de hora no se oyeron más que sollozos y exclamaciones como éstas:

— ¡Pobre señor de mi alma!

— ¡Qué padre tan bueno han perdido los pobres!

— ¡Dios le haya dado a la hora de la muerte tantos ángeles como bendiciones ha recibido en vida!

— ¡Virgen Santísima, acógele bajo tu manto, que la misericordia tenía un palacio en su corazón!

_Señor, corónale de gloria, si no le has coronado ya!

Al fin, Ignacio pudo continuar la lectura de la carta:

«Murió tranquilo y sonriendo como los justos, como los verdaderamente sabios, como debía esperarse de su vida, consagrada a la caridad y al trabajo. En su postrer instante se acordó del pueblo de su naturaleza y de usted. Nosotros, sus testamentarios, nos dirigimos a usted, en cumplimiento de nuestro deber, para manifestarle que el finado la deja en herencia todos los bienes que poseía en ese concejo y ochenta mil pesos fuertes en metálico.»

Tal era la parte substancial de la carta.

— ¡Que sea enhorabuena! ¡Que sea enhorabuena Teresa! — exclamaron todas las vecinas, llorando de alegría.

— ¡Yo bendigo — exclamó Teresa— a quien tales riquezas nos deja en herencia; yo le bendeciré siempre...; pero más le quisiera vivo que muerto!

Pedro, que acababa de saber que Ignacio había llevado a su madre una carta de América, llegó en aquel instante bajo el emparrado.

— ¡Hijo — exclamó Teresa— , ha muerto nuestro bienhechor, dejándonos todos sus bienes de aquí y ochenta mil pesos en dinero!

— ¡Ha muerto!... — exclamó Pedro, prorrumpiendo en sollozos.

Y su madre se abalanzó a él, estrechándole en sus brazos y exclamando a su vez:

— ¡Ah! ¡Bien decía yo que el hijo de mis entrañas no era malo!

Una alegría infinita iluminó las angélicas y pálidas facciones de Rosa.

La joven había notado, como Teresa, que Pedro, antes de fijar la vista en el legado, la fijaba en el legador para llorar su pérdida.

— Ha muerto, sí — dijo una de las vecinas— , pero los duelos con pan son menos. ¡Ya sois ricos, Pedro, ya sois ricos!

Entonces fue cuando Pedro pensó en la herencia.

— ¡Madre — exclamó, radiante de alegría— , ya acabaron mis tristezas, ya puedo realizar mi eterno sueño de recorrer el mundo!

Al oír estas palabras, Teresa exhaló un profundo suspiro, y ella y Rosa cayeron, traspasadas de dolor y hechas un mar de lágrimas, sobre un poyo que había a la puerta de la casa.

¡Ambas eran en aquel instante más desventuradas y pobres que nunca!

VI

Ya tenemos a Pedro con un pie en el estribo, dispuesto a emprender el viaje universal con que empezó a soñar así que empezó a regenerar su alma en la biblioteca del indiano.

¿Encontrará el paraíso de sus sueños en los países que va a recorrer? Las montañas de Suiza, los castillos feudales de Alemania, la filantropía inglesa, los monumentos de la Ciudad Eterna, las mujeres de Oriente, las ruinas de Atenas y las instituciones del nuevo continente, ¿le parecerán desde cerca tan bellos como desde lejos?

Sus ojos, que desde lejos todo lo poetizaran, ¿lo vulgarizarán todo desde cerca?

Sigámosle en su viaje, espiando y analizando las emociones de su corazón; que, nuestro trabajo no será del todo inútil, hoy que tanto abundan las almas no comprendidas, y hoy que tan torcida interpretación se da a las palabras de Jesús: «Nadie es profeta en su patria».

Pedro se dispone a abandonar el valle nativo. Ya nadie se opone a su partida, porque todos se han convencido ya de que sus consejos, sus súplicas y sus lágrimas no bastan a quebrantar su resolución, y porque el señor cura, el más conocedor del corazón humano entre los habitantes del valle, opina que en la homeopatía, en el similia similibus curantur de los médicos, está la única esperanza de curar a Pedro.

Todos lloran al darle la despedida, pero él permanece sereno. Su madre le entrega un santo escapulario, que asegura ha de protegerle de todo peligro; y Rosa, al estrechar su mano, coloca en el dedo pequeño del mancebo una modesta sortija, adornada con unas hebritas de sus doradas trenzas que llevaba en su dedo del corazón.

Entonces es únicamente cuando una lágrima asoma a los ojos de Pedro, probando que su corazón no ha muerto aún para su madre y su amada.

Ignacio, excelente muchacho, que nunca perdió de vista el valle sin mentir su corazón oprimido de tristeza, le acompaña con una caballería hasta Bilbao, donde Ignacio se volverá atrás y Pedro se proveerá de cuanto necesito para continuar su viaje.

Ya se alejan del concejo. Al llegar a una colina donde van a perder completamente de vista el blanco campanario de la aldea, escondida entre nogales y cerezos, Ignacio, que va a hacer, un viaje de cinco leguas, vuelve la vista, se para y lleva el reverso de la mano a sus ojos, arrasados en lágrimas. Pedro, que va a recorrer el universo, lo nota, y suelta una burlona carcajada.

¿Dices, alma mía, que las lágrimas de Ignacio, aunque hijas de una sensibilidad algo exagerada, eran perlas de valor inestimable? Yo no te diré que sí ni te diré que no; pero has de saber que quiero más la ternura de la ignorancia que la sequedad de la sabiduría. Caminito de Bilbao van dos civilizaciones: la de los valles y la de las ciudades. Escoge la que más te plazca, que yo busco una que tenga por pedestal un libro y por corona un manojo de espigas.

Pedro se acercaba al fin a los Pirineos. ¡Iba a evocar en Roncesvalles las sombras de Bernardo del Carpio y de Carlo— Magno y sus doce Pares! ¡Iba a oír la bocina de Roldán! ¡Iba a contemplar las blancas osamentas de las despedazadas legiones francesas! ¡Iba a ver alzarse iluminada con la sonrisa del triunfo, la magnífica figura de aquel bravo echecojauná del Canto de Altabizcar! ¡Iba, en fin, a encontrar, enredados en los espinos, los jirones del manto rojo del emperador de los francos!

— Díganme ustedes — preguntó a unos labradores en Roncesvalles— , ¿dónde se dio la famosa batalla?

— ¿Qué batalla? — preguntaron a su vez los labradores.

— Aquella en que el hijo de Jimena hizo huir sin manto y sin corona al arrogante emperador de los francos.

Los labradores se encogieron de hombros como si les hablasen en griego.

— ¡Ah! — exclamó al fin uno de ellos— ¿Ve usted aquel pico hendido por la carretera? Pues, según cuentan los antiguos, allí hubo una gran batalla en tiempo de los moros.

Pedro siguió su camino murmurando:

— ¡En tiempo de los moros!... ¡Qué gentes tan ignorantes y tan vulgares!... ¡Bien se conoce que todavía estoy entre españoles!

Al llegar al pie de Altabizcar, preguntó a un muchacho que apacentaba unos bueyes en un prado inmediato al camino:

— ¿Dónde está el desfiladero que llaman la bocina de Roldán?

— ¿Ve usted aquellas rocas negras? Pues allí está.

— ¿Quieres guiarme allá y te daré una buena propina?

— Aunque me diera usted el oro y el moro — contestó el muchacho— . ¡Templados están los gabachos para que vayamos a visitarlos los del valle!

Pedro no quiso detenerse a oír la explicación, de estas palabras, porque acababa de convencerse de que mientras se dirigiera a españoles, no oiría más que sandeces y vulgaridades.

Por fin llegó al sitio donde presumía haberse dado la gran batalla; pero necesitaba un guía para no exponerse a tomar el bramido de alguna vaca por el sonido de la bocina de Roldán.

Unos pastores estaban comiendo el rancho al pie de unos árboles cercanos, y se encaminó hacia ellos.

— ¿Me dan ustedes razón — les dijo antes de llegar— del sitio en que fueron derrotados los doce Pares de Francia?

Los pastores, por única contestación, prorrumpieron en juramentos contra los españoles; tomaron cada uno su cayado, y se lanzaron en ademán amenazador al encuentro de Pedro.

Éste, viendo que la cosa iba mal, puso pies en polvorosa, dejando caer la capa y el sombrero, corno Carlo— Magno el manto y la corona.

Los pastores continuaban tras él, y ya se iba a rendir, reventando de cansancio y ensangrentadas sus manos y su cara con el roce de los espinos, cuando acudió en su auxilio un hombre que armado de escopeta, andaba por allí de caza, y que ahuyentó a los pastores, amenazándoles con una perdigonada si no se volvían pies atrás.

— ¡Pero, señor — exclamó Pedro— , entre qué gente estamos! ¡Pregunto a esos bárbaros dónde fueron derrotados los doce Pares de Francia, y enarbolan los cayados como si les hubiese llamado perros judíos! En mi aldea se contesta rústicamente a los forasteros, pero se les daría el alma y la vida si las necesitasen.

— Caballero — dijo el cazador— , no debe usted extrañar lo que han hecho esos majaderos. Son franceses, y los españoles les están quemando la sangre continuamente con eso de los doce Pares y Carlo— Magno. Precisamente estos días han sido más insultados que nunca, y han creído que usted venía a repetir el insulto.

— Yo lo único que quería era recorrer esos sitios que encierran tan grandes recuerdos históricos. Si usted, que tan bien se ha portado conmigo quisiera acompañarme a esos sitios, me haría un nuevo favor, que le agradecería tanto como el primero.

— Déjese usted de tonterías, caballero. Allí no encontraría usted más que peñas y matorrales; y se expondría usted a que esos muchachos pensasen que trataba usted a toda costa de insultarlos, y tal vez mi escopeta fuera ya impotente para defenderle a usted.

— Pero la historia de los viajes habla a cada instante de peligros que han arrostrado los viajeros en una útil investigación arqueológica o botánica, o simplemente por satisfacer su curiosidad. Allí tiene usted su compatriota Chateaubriand, que bajó al cráter del Vesubio...

— ¡Qué cráter ni qué calabazas! ¡Si va usted a hacer caso de todo lo que se escribe!... ¿Usted, por lo visto, viaja con objeto de divertirse?

— De divertirme y de ilustrarme.

Pues entonces tuerza usted a la izquierda y bájese a Bayona, que justamente mañana empieza allí la feria y se divertirá usted de lo lindo.

Pedro se decidió, al fin, a seguir el consejo del cazador, y llegó sin detenerse a Bayona.

Conforme se acercaba a esta ciudad, habían llamado su atención infinitas muchachas que se encaminaban también a Bayona, ostentando hermosísimas trenzas de pelo, cuidadosamente peinadas y adornadas con vistosos lazos.

Tomó habitación en una fonda, se puso hecho un Gerineldos y salió a visitar la ciudad.

Desde su habitación había visto unos hombres que recorrían las calles con unos grandes sacos al hombro, gritando:

— ¿A quién se lo corto? ¿A quién se lo corto?

Aquellos hombres y aquellos gritos habían excitado vivamente su curiosidad.

Al atravesar una plaza, viendo unos grupos de aldeanas y de hombres semejantes a los que habían llamado su atención, se dirigió a ellos.

El hijo de las nobles Encartaciones, donde el que escribe estas páginas ha visto a una joven enfermar y morir de tristeza por haber perdido su hermosa cabellera: ¡donde dos largas trenzas de pelo inspiran más vanidad a las muchachas que todas las riquezas del mundo; donde el amante siente tanto placer acercando sus labios a una hermosa trenza de pelo como acercándolos a una rosada mejilla, y donde la cabellera femenina se considera como un destello de la inteligencia que reside en la cabeza a que sirve de corona; el hijo de las Encartaciones vio con horror que una porción de frescas y hermosas aldeanas consentían sin dolor, y por algunos francos, que unas hediondas tijeras, manejadas por una mano más hedionda aún, despojaran su cabeza de una cabellera dorada como el cabello del maíz, o negra como la endrina! Y lo que le asombró más aún, y hasta le indignó, fue la fría indiferencia con que las madres y los novios de aquellas muchachas presenciaban tan bárbaro sacrificio.

Pedro recordó entonces lo que nosotros acabamos de recordar; Pedro recordó el infinito orgullo con que en su aldea trenzaban las madres la cabellera de sus hijas, y contemplaban. los mancebos las cabelleras de sus amadas; Pedro recordó las dos hermosas trenzas, unidas en su extremo inferior con un lazo de color de cielo, que partían de la linda cabeza de Rosa, y llevó a sus labios con emoción la sortija que le había regalado su amada.

Apartando la vista de aquel repugnante espectáculo, volvió a su posada, decidido a abandonar la ciudad inmediatamente. Más aún: se decidió a no detenerse en el suelo francés, a pesar de que la Doncella de Orleans y los héroes de Nuestra Señora de París y de El Judío errante desempeñaban un gran papel en su Olimpo.

Quizá nosotros, en vez de indignarnos hubiéramos conmovido al presenciar lo que él presenció desde que traspasó la frontera, porque hubiéramos visto en la conducta de los pastores un exceso de patriotismo, pero patriotismo al fin, y en la conducta de las doncellas a santa abnegación del que sacrifica lo que más le hermosea para atender a las necesidades de sus padres y de sus hermanos; pero mirado desde cerca, para Pedro el mundo no tenía más que prosa.

— ¡Ah! — se dijo al salir de Bayona— . Ya me explico perfectamente todo lo que me ha pasado desde que pisé el territorio francés. Es que en vez de empezar el África Pirineos para allá, empieza Pirineos para acá, y los franceses lo callan por modestia.

VII

Pedro cumplió su propósito de no detenerse en territorio francés.

Ya le tenemos en Suiza; ya va a recorrer aquellas poéticas montañas, embellecidas con los recuerdos del libertador Guillermo Tell y de Carlos el Temerario; ya va a extasiarse contemplando aquellos imponentes ventisqueros, aquellas magníficas cascadas, aquellos lagos azules y aquellas risueñas queserías, que con tan seductores colores han pintado los poetas franceses y alemanes. Piensa permanecer en aquel romántico y encantador país la mayor parte del verano, y hasta teme, y a la vez desea, que le cautiven los ojos de alguna de aquellas bellísimos montañesas, que, en su concepto, deben atesorar, armónicamente combinados, el ardiente e impetuoso amor de la raza latina y el purísimo y delicado sentimiento de la raza germana.

Al pisar los montes de la antigua Helvecia, Pedro experimentaba un sentimiento muy parecido al que debe experimentar el fervoroso cristiano, familiarizado con las Sagradas Escrituras, al pisar los montes de Judea.

Un terrible vestiquero se presentó a su vista. De vez en cuando una ráfaga de viento silbaba en las cumbres de los montes, y poco después un enorme alud se precipitaba al valle con espantoso ruido.

El corazón de Pedro latía con violencia ante aquel magnífico espectáculo.

Arrastrado por la curiosidad, nuestro entusiasta compatriota se fue acercando al valle adonde descendían aquellas enormes masas de nieve congelada.

De repente oye sobre su cabeza un ruido semejante al de un prolongado trueno, y rueda por los profundos abismos que se abrían a sus pies, envuelto en un océano de agua y nieve. Un alud le había sorprendido y su vida corría inminentemente peligro.

Pedro, haciendo desesperados esfuerzos para salvarse, invocó a la Virgen representada en el santo escapulario que pendía de su cuello, invocó el nombre de su madre, y hasta el de Rosa resonó en sus labios.

Al fin, pudo asirse a unas ramas que bordeaban el torrente, y ponerse en salvo; pero se puso en salvo empapado en agua y lodo, tiritando de frío y molido su cuerpo, como si los cayados de los pastores del Pirineo hubiesen llegado a caer sobre él.

Los ventisqueros, que tan bellos le habían parecido desde la biblioteca del indiano, le inspiraban ya profundo horror, y no pudo menos de comparar los riesgos que en las montañas de Suiza ofrecía la contemplación de la Naturaleza, con la seguridad que la misma contemplación ofrecía en las montañas de las Encartaciones.

— Contentémonos — se dijo— con espectáculos más pacíficos, con emociones más bucólicas. Busquemos las blancas y limpias queserías habitadas por montañesas inocentes y hermosa como la Virgen de Underwald, cantada por el sublime d'Arlincourt; los tranquilos lagos y la tradiciones populares que deben conservar en estas montañas el recuerdo de Arnoldo, Werner, de Furst, de Tell, de todos esos héroes, que libraron a la Helvecia del tirano Gessler.

Pedro, divisó, al fin, una quesería y se encaminó a ella.

En la quesería encontró unas muchachas descalzas de pie y piernas, sucias y desgreñadas. Al verlas, se acordó de Rosa, que, comparada con las montañesas suizas, le pareció una rosal de Alejandría comparada con un cardo borriquero.

— ¡Qué decepción! — exclamó, empezando a extranjerizarse— Pero la sabrosa leche que aquí me servirán, me desquitará de todo.

Sentóse a una mugrienta mesa y pidió un vaso de leche, que le sirvieron inmediatamente.

Parecióle que la leche estaba agria, y que en los bordes del vaso campeaban unos cuantos pelos de vaca, o Dios sabe de qué.

Pedro separó el vaso de sus labios con asco e indignación, y se resignó a dejar con vida el hambre que empezaba a atormentarle.

— ¡Ah! — se dijo— ¡Quién tuviera aquí aquella mesita cubierta con un mantel tan blanco como la nieve, y provista de una fuente de limpia y fresca y azucarada leche, que mi madre solía prepararme bajo el emparrado de la puerta de mi casa! ¡La mujer más desaseada de S... no ha servido jamás un vaso de leche sin colarla antes por una blanca pañada o un fresco manojo de helechos!

Pedro tuvo que dar por aquel vaso de leche, en su concepto sucia y corrompida, diez veces más de lo que le hubiera costado en su aldea un vaso de leche limpia y fresca; y como se quejara de lo mal que se le había servido, faltó poco para que le midiera las costillas con una estaca un tozudo montañés, que a su salida apareció en la puerta de la quesería.

Recorriendo luego los lagos de Zurich y otros, estuvo a punto de ahogarse y cogió unas tercianas, por lo cual tomó horror a los lagos y se decidió a contentarse con las tradiciones populares de los cantones de Uri, Schwitz y Underwal, tradiciones que esperaba hallar hasta en la boca del más rústico campesino.

— Dígame usted, buen montañés — preguntó a un hombre que conducía una vacada— . ¿qué tradiciones populares hay en este cantón?

— Yo no entiendo lo que es eso — contestó el vaquero.

— Quiero decir si conservan los moradores de estas montañas recuerdos de los héroes que los emanciparon de la tiranía austriaca en el siglo XIV.

— ¡Qué catorce ni quince! Yo no entiendo de lectura, y, por tanto, me quedo en ayunas de lo que usted dice.

— ¡Jesús! ¡Jesús, qué gentes tan brutas! — murmuró Pedro alejándose del vaquero— Al menos, en las Encartaciones hasta los más rústicos tienen algunas nociones de la historia local, siquiera confundan las épocas y allí donde hay una fortaleza fundada mantenedores de los bandos oñacino y gamboino, vean una fortaleza fundada por los moros, aunque estos señores no pisaran el suelo vascongado.

Mas adelante tropezó con un leñador, que le pareció hombre más despejado.

— Oiga usted, buen amigo — le dijo— : ¿qué tradiciones se conservan aquí del heroico Guillermo Tell?

— ¿Guillermo? — replicó el leñador con extrañeza— . Yo no conozco a ese caballero.

— ¿Es posible que usted ignore?...

— ¡Ah! ¡Ya caigo! — dijo el montañés dándose importancia— ¿Pregunta usted por el Rey de Prusia Federico Guillermo? ¡Buen ajo van a armar el mejor día por sus intrigas los realistas y los republicanos de Neufchatel!...

Pedro volvió la espalda al leñador, renegando de Suiza, de los suizos y hasta del día en que puso los pies en aquellas montañas, que, comparadas con la de Vizcaya, le parecían el infierno comparado con el cielo.

En seguida se dirigió a Alemania.

Si el que escribe la historia de su viaje, hubiera estado entonces a su lado, le hubiera dicho al oído.

— Perico, no seas tonto, vuélvete a S...: que en ninguna parte vas a encontrar lo que buscas. Así como tu anteojo tiene la propiedad de engrandecer las cosas desde lejos, tiene la de empequeñecerlas desde cerca.

Pero como nadie le dijo esto, y su quijotesca fantasía le decía lo contrario, tomó por el Rhin abajo.

Ni en las orillas del Rhin, ni en las del Mein, ni en las del Elba, ni en las del Oder, ni en las del Danubio, encontró sílfides ni wilis.

Vio muchos castillos de margraves y palatinos, y al penetrar en ellos se encontró con fábricas de cerveza, donde los sesudos filósofos alemanes cogían cada chispa que llamaban a Cristo de tú.

Bajo los fresnos y las hayas buscó aquellos bailes pastoriles y a aquellas vírgenes de ojos de cielo y de cabellera de oro que había visto en las baladas alemanas, y encontró lo que en todas partes se encuentra:

Muchachas rubias y muchachas morenas.

Muchachas lindas y muchachas feas.

Muchachas emperejiladas y muchachas haraposas.

Muchachas inocentes y muchachas con más picardías que granos un costal de trigo.

Y dijo muy atufado:

— ¡Para este viaje, no necesitaba yo alforjas! ¡Ay, aldea de mi vida, madre de mi alma y Rosa de mi corazón! ¡Más valéis vosotras que toda la Alemania y todas las alemanas juntas! Pero a fe que Grecia me hará olvidar muy pronto este nuevo desengaño.

Y se encaminó a la patria de Homero.

VIII

Grecia dio otro solemnísimo chasco al pobre Perico. Por la misma razón que la había soñado más grande de lo que es en realidad, la encontró más pequeña de lo que en realidad es.

En Atenas oyó hablar de ferrocarriles y deuda consolidada, y se le cayó el alma a los pies.

En las riberas del Eurotas le sucedió dos cuartos de lo mismo al oír a unos soldados entonar La Marsellesa.

En Esparta no encontró un ciudadano que se atreviese a acompañarlo al paso de las Termópilas, defendido a la sazón por un perro rabioso que enseñaba los dientes a los viajeros.

En Chipre sorprendió a un tabernero bautizando el vino.

En el Olimpo encontró una fábrica de guano, y tuvo que echar a correr tapándose las narices.

En el Helicón creyó morir de sed, porque, aunque encontró una fuente, estaba bebiendo en ella un borrico, y no quiso beber con él.

En el Citerón llevó un terrible gaznatazo de una muchacha con quien se propasó, tomándola por Venus.

Y en el Pindo encontró a un poeta haciendo endecasílabos de catorce sílabas.

— ¡Reniego — exclamó— de Grecia y de sus siete sabios, que si en Vizcaya abundan los ignorantes, al menos no niegan su ignorancia!

Si yo hubiera estado al lado de nuestro paisano cuando pronunció estas palabras, no hubiera dejado de decirle:

— ¡Perico! ¡Perico! No escupas al cielo, que te caerá la saliva en la frente. Mira que tú no eres griego, y si no te tienes por sabio, tampoco te tienes por ignorante.

Perico se encaminó a Constantinopla.

— ¡Allí — decía— , allí sí que voy a gozar, observando costumbres diametralmente opuestas a las del resto de esta caduca y prosaica Europa! ¡Las mujeres de ojos negros y tez morena, rodeadas perpetuamente de sublime misterio en el fondo del harem! ¡El pueblo, aunque equivocado en sus creencias religiosas, siempre fervoroso y austero creyente! ¡El idioma, no aficionado aún por el galo, que todo lo invade y todo lo reduce a prosa! ¡El traje reñido con esas ridículas fundas que llamamos pantalón y frac! ¡Y hasta las viandas y las bebidas exentas del grosero y vulgar tocino y del vino embrutecedor y chabacano!... Constantinopla de mi alma, que para mí no tienes más defecto que el haber renegado de tu poético nombre de Bizancio, ¡cuánto voy a gozar de ti! ¡Cuánto me voy a desquitar en tu recinto de los atracones de prosa que me he dado en los países cristianos!

Pedro descubrió al fin a Constantinopla.

Sus cúpulas le dieron ya mala espina.

— ¡Ave María! — exclamó al verlas— . ¡Qué torres más ridículas, tan peladas y tan redondas, que parecen calabazas colocadas sobre pucheros! Al menos, el campanario de la iglesia de mi aldea tiene su cruz y su veleta, y es de forma tan esbelta que da gusto el verle.

Apenas puso el pie en las calles de la metrópoli mahometana, tropezó con una porción de mujeres a quienes se podía cantar aquello de


Ponte un alfilerito
en el pañuelo, etc.
 

Una de ellas le dijo en francés:

— ¡Adiós, hermoso!

Un ministro del Sultán le convidó a comer al día siguiente.

El anfitrión, que, según era público y notorio en Constantinopla, se iba a calzar las mejores huríes del Paraíso, hizo boca con unas rajitas de salchicón de Génova y un buen trinquis de Jerez. Luego sirvieron a la par un platito de lomo y otro de judías, y el musulmán se apropió el lomo y arrimó las judías al cristiano.

En seguida tuvo el turco la galantería de enseñar al extranjero su harem. Allí vio Pedro una colección de rubias, que le hicieron santiguar de asombro. El musulmán notó su extrañeza, y le preguntó la causa.

— Es — contestó Pedro, temeroso de que el turco se viera acometido de un acceso de celos y echara mano a la charrasca— , es que yo esperaba hallar aquí jóvenes morenas, que me gustan más que las rubias.

— ¡Qué!¿No le gustan a usted las rubias?

— ¡Pehs!... No es cosa.

— ¡Ah! Pues no sabe usted lo que es bueno. Un poquito volubles suelen ser, pero donde están un copito de oro y unos ojitos azules... ¡Huy! ¡Válgame Dios!

Esta salida de pie de banco acabó de dejar al pobre Pedro más frío que un carámbano; pero le dejó aún más lo que sucesivamente fue viendo.

Vio en Constantinopla a los austeros musulmanes, no sólo comer salchichón y lomo y beber Jerez, sino también comer tocino gordo, y echarse al cuerpo cada copa de vino tinto y aguardiente que daba miedo.

Vio turcos con pantalón y frac y sombrero de copa alta, y turcas con vestido de indiana y miriñaque.

Y vio otras mil cosas, tan prosaicas y tan vulgares, que le hicieron salir más que a paso de Constantinopla, renegando hasta del zancarrón de Mahoma.

— Está visto — dijo— que en este viejo, caduco y envilecido continente no hay más que prosa. Ya voy viendo que si en él hay algún Olimpo sin fábrica de guano, ése está en mi aldea. A la virgen América me voy, que allí encontraré al fin y al cabo lo que busco. Palestina, Rusia, Italia, idos enhoramala, que no quiero visitaros, porque temo que me deis nuevos desengaños.

Al día siguiente acabó de afirmarse en esta resolución, leyendo en un periódico el anuncio de una fábrica de papel continuo que acababa de establecerse en el Cedrón.

Pedro cruzó el Mediterráneo en un buque inglés fletado para Nueva York, pero que debía hacer escala de algunos días en Londres.

Esta última circunstancia no disgustó a nuestro viajero, que se hizo esta cuenta:

— Inglaterra me ilusiona muy poco después de lo que he visto en el resto de Europa; pero la visitaremos, a ver si la circunstancia de estar aislada de este continente ha conservado en ella algún resto de poesía.

Veamos cómo va a Pedro en Inglaterra.

IX

Nuestro viajero, que llevaba consigo una buena colección de libros, recurrió a la lectura para hacer menos pesada la larga travesía desde los Dardanelos al canal de la Mancha.

Naturalmente, se fijó primero en los libros que tenían relación con el primer país en que iba a desembarcar.

Cuando llegó al estrecho de Gibraltar, cuando se acercó a las costas de España, tuvo tantos deseos de poner pie en su patria, como los había tenido de abandonarla cuando atravesó el Pirineo. Sin embargo, resistió, aquella tentación, porque ya bendecía la casualidad que le conducía a Inglaterra; ya Walter Scott, Goldmith, Moore, Shakespeare, Milton y Byron habían rejuvenecido su alma; ya se extendía sobre las islas Británicas aquella dorada nube en que sus ojos las contemplaban envueltas desde las Encartaciones; ya habían renacido todas sus esperanzas y todas sus ilusiones.

El buque entró, al fin, en el Támesis.

Pedro dirigía con avidez la vista a una y otra orilla del río, buscando la realidad de sus sueños.

En todas partes se alzaban negras columnas de humo, y en todas partes rugía el vapor y resonaba el martillo.

En todas partes las artes y la industria reinaban como absolutas señoras.

Y en todas partes hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, ricos y pobres, cooperaban a dar a la Gran Bretaña el título de reina de las artes y del comercio.

Este título, que tan bello nos parece a nosotros no debía parecer muy envidiable a Pedro, que, frunciendo cada vez más el ceño, iba por el Támesis arriba comentando cuanto se presentaba a sus ojos con estas breves palabras:

— ¡Prosa! ¡Prosa! ¡Prosa! ¡Vil metal! ¡Mezquina sed de riquezas!

Apenas desembarcó en Londres, se dedicó a recorrer aquella gran ciudad.

Habláronle de un lord escocés muy ilustrado, y se apresuró a hacerle una visita.

— ¿Qué me dice usted — le preguntó— de su paisano Walter Scott, del gran pintor de las costumbres de Escocia?

Por primera contestación, el lord le redujo a libras esterlinas el fruto que el autor de Ivanhoe había sacado de. sus inmortales poemas. Pedro lo oyó con indignación y volvió la espalda al lord.

Contáronle luego que otro escocés, avecindado en la capital y muy aficionado a perros, conservaba uno descendiente por línea recta del que acompañaba al gran novelista por las montañas de Escocia.

Pedro, lleno de alegría, fue a ver aquel ilustre animal, con ánimo de comprarle, aunque fuese a peso de oro.

Al entrar en el parque del escocés, un enorme perro salió a recibirle e hizo presa en sus pantorrillas.

— ¡Suelta, suelta, Walter Scott! — gritó al animal el perrero.

El noble can obedeció, y Pedro, lleno de desencanto, volvió pies atrás, maldiciendo de los perros descendientes del de Walter Scott y hasta de Walter Scott mismo.

Tropezó luego con un propietario de Jersey, que le manifestó contaba entre sus propiedades la casa en que se albergó Carlos II cuando el hacha de Cromwell amenazaba aún su cabeza.

La alegría de Pedro no tuvo límites.

— Envidio a usted — dijo al isleño— tan precioso tesoro.

— No debe usted envidiármelo — contestó el propietario de Jersey. He dedicado mi finca a criadero de cerdos, y los malditos animales, a fuerza de hozar los cimientos, me han arruinado el edificio.

Este nuevo desengaño puso en boca de Pedro aquella enérgica imprecación de nuestro buen Ruiz Aguilera, del autor de los Ecos Nacionales:

«¡Albión, maldita seas!»

Al día siguiente asistió a una sesión de la Cámara de los lores, y lloró como un chiquillo oyendo a lord Shark— Fellow condenar la explotación del hombre por el hombre.

La fe, que le iba abandonando, renació en su corazón, y al oír a aquel filántropo, se preparó a continuar sus investigaciones.

Dirigióse a uno de los condados, y como se presentase a su vista una gran fábrica de productos químicos, se apresuró a visitarla.

— Aquí veré — se dijo— centenares de honrados trabajadores, en cuyo rostro se reflejarán la salud y la alegría, que son la consecuencia del trabajo.

En efecto: centenares de trabajadores tenían ocupación en aquel establecimiento; pero al verlos, Pedro se estremeció de horror: la muerte estaba pintada en el rostro de aquellos infelices, cubiertos de harapos y consumidos por el hambre y por las emanaciones deletéreas que respiraban continuamente.

— ¿Cómo — preguntó nuestro viajero a su guía— , cómo esos desdichados no procuran neutralizar la nociva influencia de la atmósfera que respiran con vestidos cómodos y aseados?

— Tomaran para neutralizarla — contestó su guía— alimentos, si no delicados, bastantes a acallar el grito de su estómago...

— ¡Qué! ¿Su trabajo no les produce?...

— No les produce más que para un poco de pan negro y unas patatas.

— ¿Y quién es el inhumano dueño del establecimiento?

— El poderoso lord Shark— Fellow.

— ¡El que ayer me hizo llorar condenando la explotación del hombre por el hombre! — exclamó Pedro indignado.

— Abandonemos — añadió saliendo de la fábrica— , abandonemos las poblaciones comerciales y fabriles, donde no hay más que sed de riquezas, viles guarismos, secas y desconsoladoras matemáticas. ¡Oh! ¡Mi noble país! ¡Qué santa juventud respiras comparado con éste! ¡En ti si que existen la igualdad y la filantropía, aunque tus moradores no conocen estos nombres! Aquellos millares de padres de familia que ganan el sustento extrayendo el hierro de tus montes de Triano y carbonizando tus bortales de Rebéñiga y Labarrieta, muestran cubierta de sudor la frente, pero no muestran el semblante marchito por el hambre y la desnudez y un ambiente envenenado. Tus honrados propietarios sientan a su propia mesa al jornalero, y tus habitantes, pobres y ricos, fuertes y débiles, hacen fructificar con el sudor de su frente los campos del vecino enfermo3.

Abrumado Pedro con estas reflexiones llegó a una pobre aldea, cuyo aspecto fortaleció aún más el recuerdo de la suya.

Aquella aldea tenla también su iglesia, a la que dos sonoras campanas llamaban a los aldeanos.

El corazón de Pedro se rejuveneció, digámoslo así, con aquellos recuerdos, con aquel espectáculo, y con el toque de aquellas campanas.

Dirigióse al templo, porque tenía necesidad de orar, de levantar el corazón a Dios, y hasta de invocar al pie de los altares el nombre de su madre y el de su amada; pero de repente obscureció su rostro la tristeza. No se le había ocurrido hasta entonces que aquel templo no estaría consagrado al culto católico. Un aldeano, a quien interrogó, vino a confirmar sus sospechas; aquella iglesia pertenecía al culto anglicano.

Pedro lloró de dolor. Hubiera dado diez años de vida por poder arrodillarse en aquel instante a los pies de la Santa Virgen, cuyo altar tantas veces había adornado su madre, con rosas coronadas de lágrimas de dolor o de alegría.

Instintivamente alzó los ojos al cielo, y luego, llevando a sus labios el escapulario que le había dado su madre, le cubrió de besos y de lágrimas. Quiso alejarse del templo anglicano; pero, al fin, se decidió a entrar en él, considerando que si allí no podía desahogar el sentimiento religioso, al menos podría satisfacer el sentimiento estético.

Entre aquellos seductores fantasmas que le habían hecho abandonar el valle nativo, figuraba el sacerdote anglicano, tan bello en los libros de Goldsmith Scott.

Pedro penetró en el templo, creyendo hallar ante sus altares el delicioso trasunto del vicario de Wakefield.

La forma material del templo llenó de frío y desconsuelo su corazón. La sacrílega mano del iconoclasta había profanado sin duda aquellos altares, donde faltaba la imagen de los bienaventurados, que decora y santifica los templos católicos. Pedro volvió a su aldea los ojos del pensamiento, y recorrió con ellos los altares, a cuyo pie quizá en aquel instante oraban por él su madre y su amada. ¡Qué bella, qué consoladora, qué santa le parecía entonces la Iglesia de su aldea!

— Dios — se dijo— mostró a Jacob en forma material la escala del cielo, porque la débil inteligencia humana necesita un apoyo natural para levantar el edificio de la fe. ¡Sacrílegos innovadores de la primitiva iglesia, santificada con la sangre de los mártires y embellecida con el misterio y las tribulaciones de las catacumbas, vuestra doctrina es una monstruosa contradicción. Las imágenes que decoran los templos católicos no son más que la parábola querida de Jesús. Si conserváis la parábola en la Biblia, ¿por qué no la conserváis también en el templo? ¡Oh, madre! ¡Qué desventurada fueras si esas sencillas parábolas no te revelaran todos los días en el templo de tu aldea los misterios y la hermosura del cielo! ¡Cuando herida en tu corazón de madre vas al templo a demandar consuelos, allí encuentras una Madre Dolorosa que te comprende y te ampara, y allí encuentran también la desconsolada Virgen y el Niño desamparado una virgen y un niño que calman sus tribulaciones. Vuestra fe anima los ojos de la Virgen Madre y los del Niño que descansa en sus brazos, para que os miren con misericordia!

Así murmuraba Pedro, buscando inútilmente en el templo anglicano esas hermosas imágenes que en los templos católicos tienen voz y mirada y sonrisa para consolar al creyente.

Quiero, alma mía, evocar, a propósito de esto, un recuerdo de mi niñez. En el altar mayor de la iglesia de mi aldea se venera una imagen de la Virgen María, que tiene al Niño Jesús en sus brazos.

Mi madre, que coronada de gloria esté, me dijo un día, viéndome tratar con poca caridad a un pobre que llegó pidiendo limosna a nuestra puerta:

— Hijo de mi alma, has de saber que el Niño Jesús sonríe a los que dan limosna a los pobres y no quiere sonreír a los que se la niegan.

Un pobre llegó a nuestra puerta al día siguiente, y le di un pedazo de pan que mi padre acababa de poner en mis manos. Fui a la iglesia, y vi que el Niño Jesús me sonreía con infinito amor.

Pocos días después me pidió limosna otro pobre y se la negué, olvidando la advertencia de mi madre. Está lo supo, y me mandó que fuese a la iglesia y viese si me sonreía el Niño Jesús.

¡Hícelo así, y vi que el Niño Jesús no me sonreía!

Desde entonces siempre me quitó el pan de los labios para dárselo al pobre, y desde entonces siempre vi la sonrisa en los labios del Niño Jesús.

Pedro veía desvanecidas completamente sus ilusiones respecto a los templos anglicanos, de cuya majestad tenía la más alta idea, pero conservaba íntegras las esperanzas que los poetas y novelistas ingleses le habían hecho concebir acerca de los ministros de aquella secta.

Dirigió la vista al tabernáculo, buscando ávidamente al sacerdote, y vio que éste era un hombre, joven aún por los años, pero viejo ya por los padecimientos o las pasiones desordenadas.

Pedro, optimista por naturaleza, atribuyó a la primera de estas causas la prematura vejez del párroco.

Éste leía a la sazón uno de los más bellos pasajes de la Biblia.

Pedro, que admiraba y sabía de memoria aquel mismo pasaje, prestó atento oído a la lectura; pero muy pronto anubló la indignación su rostro, al notar que el cura anglicano cometía una profanación de que había oído hablar como muy frecuente en Inglaterra, pero que no se había atrevido a creer; la profanación consistía en suprimir unos versículos y amoldar otros al gusto de la secta reformista.

Pedro abandonó el templo escandalizado, y comparó la conducta de aquel párroco con la del de su aldea que una vez, creyendo hallar un leve yerro de imprenta en una Biblia que acababa de proporcionarse con grandes sacrificios pecuniarios, no quiso hacer uso de aquel ejemplar hasta que se cercioró de que el yerro no existía.

Los oficios habían terminado y el pueblo abandonaba la iglesia. Pedro se detuvo a la puerta de ésta para observar el efecto que aquellos actos religiosos habían hecho en el pueblo.

Figúrate cuál sería su asombro cuando vio salir al párroco dando el brazo a una mujer embarazada.

Figúrate cuál sería su asombro, cuando oyó a aquella mujer exclamar, dirigiéndose airada al cura, que por lo visto era su marido:

— ¡Tunante! ¿Me querrás negar que durante todos los oficios no has quitado los ojos de esa pícara mujer por quien tienes escandalizado al pueblo y muertos de hambre a tu mujer y tus hijos?

¡Entonces, entonces sí que se presentó a los ojos de Pedro santa y hermosa la figura del párroco de su aldea!

— ¡Bendito seas — exclamó— , bendito seas, santo ministro que representas al Señor en mi valle nativo! ¡Tus manos si que pueden alzar sobre el ara santa el cuerpo y la sangre del Cordero inmaculado! ¡Tus manos si que pueden unir las del mancebo y la virgen sin mancilla! ¡Tus labios si que pueden predicar la castidad y el amor!

Pedro se volvió inmediatamente a Londres y no quiso salir de su posada hasta que lo hizo para volverse a embarcar. Inglaterra acababa de dar al traste con el cielo que su imaginación se había forjado en Europa.

— ¡Maldita seas, Europa! — exclamó con inmensa desesperación.

Pero de repente apareció en sus labios una consoladora sonrisa y brilló en sus ojos un rayo de esperanza.

— No, no — se apresuró a añadir— , no quiero maldecirte, Europa, que allá, al otro lado de los montes Pirineos, veo, cada vez más distintamente un rinconcito del mundo que reclama mis bendiciones. Cuanto más me alejo, mejor veo aquel rinconcito y más hermoso me parece. ¡Necio de mí, Europa, que oyendo proclamar todos los días tu decrepitud y tu degradación, no creí en ellas! ¡Oh, virgen América, tierra bendita de la libertad, ábreme los brazos, que allá voy a refrescar mi corazón y a dilatar mi inteligencia!

Pedro se encontró, al fin, en las soledades del Atlántico.

X

Nuestro viajero no tuvo el gusto de admirar la majestad de los mares durante la travesía de Inglaterra a los Estados Unidos, porque una espesísima niebla se lo impidió constantemente,

Al desembarcar en Nueva York, como que entraba en un país regido por instituciones patriarcales, no tomó aquellas precauciones de seguridad que había tomado al entrar en las capitales de Europa, y he aquí que, sin saber cómo, le robaron un hermoso reloj que había comprado en Londres.

Averiguó quién era el ladrón y le citó ante la autoridad. El ladrón se las compuso con el magistrado no se sabe cómo, pero lo que sí se sabe es que se quedó con el reloj, y el magistrado condenó a Pedro al pago de las costas y a indemnizar al ladrón con una fuerte suma, de los perjuicios que moral y materialmente le había causado con su calumniosa acusación.

Si el alcalde de S... hubiera oído lo que con este motivo dijo Pedro de él, a pesar de su modestia, hubiera reventado de orgullo.

Para ahuyentar su mal humor, aquella noche se fue Pedro al teatro. Al volver a su posada, le acometieron unos hombres en una de las calles más públicas, le maltrataron y le robaron cuanto llevaba.

Al contar este percance en la fonda, le dijo el fondista:

— Pero hombre, ¿a quién se le ocurre salir de casa de noche sin un par de revólveres de seis tiros cada uno? Saliendo desarmado, claro es que le habían de robar a usted los agarrotadores.

— ¿Quiénes son los agarrotadores?

— Los que le han robado a usted; unos cuatro o cinco mil bandidos que pueblan de noche las calles de Nueva York, y agarrotan al que no les entrega cuanto lleva consigo, o no los ahuyenta a tiros.

— Pero ¿y la policía, Dios mío? ¿Y las leyes protectoras?...

— ¡Qué policía, ni qué leyes, ni qué cuernos! Las leyes represivas, o protectoras, que todo viene a ser uno, significa algo en los países que gimen bajo el yugo del despotismo; pero son, letra muerta aquí donde ¡gracias a Dios! la libertad es tan amplia y hermosa, que alcanza hasta al ladrón y al asesino.

— Si esa es la libertad — exclamó Pedro— , ¡maldita sea!

— Sí, sí — repuso el fondista— , quéjese usted, que si pasa a Boston, a Baltimore, a Nueva Orleans o cualquier otra capital de la Unión, ya verá usted lo que es bueno. Lo que pasa en nuestra ciudad es tortas y pan pintado.

Pedro se acordó de su valle nativo, como siempre que encontraba un desengaño en la tierra extranjera; recordó que en su aldea las puertas de las casas no tienen más cerradura que una taravilla; que los ganados pastan solos en los apartados valles, y que allí los bosques y los campos y las villas tienen por único guarda el séptimo mandamiento.

Mientras le preparaban al día siguiente el desayuno, pidió el New— York Herald, el periódico más afamado y respetable de la América del Norte, y leyó con asombro e indignación las siguientes líneas:

«Nuestra situación mercantil es muy lisonjera si se tiene en cuenta la grave crisis que está atravesando el comercio en ambos continentes. Únicamente puede afectar algo esta crisis a nuestro tráfico interior, si nuestros comerciantes, dejándose llevar de un pundonor demasiado meticuloso, saldan los grandes descubiertos que tienen en Francia o Inglaterra; pero si consideran que su propio interés y la prosperidad nacional les autorizan a desentenderse de esos compromisos, el comercio de la Unión no sólo tendrá cuanto necesite para el tráfico interior, sino que contará para las eventualidades con un sobrante que no bajará de cien millones de pesos fuertes»4.

Al leer estas desvergonzadas líneas, Pedro abandonó precipitadamente a Nueva York, horrorizado de la perversión moral que reinaba en aquella ciudad, y comenzó a recorrer los diferentes Estados de la Unión.

Durante esta correría, nuevos desengaños vinieron a atribular su alma y a avivar su deseo de tornar al valle nativo para vivir y morir en él.

Allí se ofreció a sus ojos, en su más repugnante aspecto la esclavitud humana, desconocida, a Dios gracias, en Europa.

Allí vio la más asquerosa idolatría, consentida y protegida por las sabias leyes del país.

Allí leyó una lista de cincuenta y tantos asesinatos perpetrados en un solo día en una sola población5.

Allí vio la navegación fluvial y las vías férreas; tan perfeccionadas, que las catástrofes en que pierden la vida doscientas o trescientas personas son tan frecuentes, que apenas llaman la atención pública.

Allí vio las calles y las plazas regadas todos los días con sangre por el fanatismo político.

Allí vio a los que aspiraban a representar al pueblo en el santuario de las leyes, anunciar en los periódicos que compraban votos a cuatro dólares cada uno, y a los electores que los vendían a cinco.

Allí, en fin, un comerciante, que le consideró una alhaja para los negocios y sospechó que tenía un capitalito decente, le propuso de buenas a primeras la mano de una hija suya de quince años, que estaba acabándose de educar en un colegio, y que, según decía su padre, era ya capaz de hacer pecar al casto José.

Y todo esto le hizo mirar con profundo horror a la República angloamericana, que lejos de parecerle una virgen rica de juventud y vida, le pareció una hedionda prostituta, cubierta de canas y arrugas antes de salir de la adolescencia.

En Boston se embarcó para la América del Sur. Cuando puso el pie en aquellas costas, y oyó que los habitantes de ellas lo saludaban en la dulce lengua de su madre, sus rodillas se doblaron y sus ojos arrasados en lágrimas, se alzaron al cielo. Allí, por fin, le abría sus santas puertas el templo católico, tan bello y consolador para los que creemos que la vida no se limita a esta masa de carne y sangre, que un soplo de Dios crea y otro soplo de Dios destruye.

Penetró en una iglesia, y allí encontraron sus ojos la Mater Dolorosa, que más de una vez había sonreído amorosamente a su madre en el templo de las Encartaciones.

Rezó y lloró y mezcló con el nombre de la Madre de Dios el de su madre y el de su amada.

¡Y al clavar sus ojos en el rostro de María, le pareció que ésta le sonreía amorosamente y extendía sobre él su manto!

¡O dulce encanto de mis ojos y de mi corazón! Bien hago en confiar a tu alma pura y creyente esta ingenua historia, cuyo fondo se compone de creencias santas y de creencias locas! El lector despreocupado no la comprendería y se reiría de ella; que para comprenderla y respetarla es menester tener el alma creyente y pura que tú tienes.

Pedro recorrió la América que aún se envanece con la lengua y la fe de Castilla, su noble madre. La América española le pareció una virgen abrumada de infortunios, pero llena aún de juventud y de fe.

Y la amó, porque era hermosa y desventurada.

— ¡Ah! — le dijo— . ¡Qué semejanza tan grande hay entre mis dolores y los tuyos, y entre tus yerros y los míos! Como yo, abandonaste a tu noble y amorosa madre para ir a buscar el paraíso de tus sueños, y el desengaño te va sumiendo, como a mí, en honda melancolía. Ambos somos el hijo pródigo que, temblando de incertidumbre y remordimiento, vuelve tímidamente los ojos al desconsolado hogar de sus padres. Ambos herimos a nuestra madre en el corazón al apartarnos de ella; pero en aquel corazón aún hay para nosotros misericordia y amor. Quizá tu orgullo, mayor que el mío, porque eres más grande y más infortunada que yo, tarde aún en rendirse; pero más tarde o más temprano, ambos iremos a apoyar la frente en el desconsolado seno de nuestra madre, para que una santa bendición caiga sobre ella.

Desde aquellas lejanas regiones parecíale a Pedro su aldea tan bella como bellos le habían parecido desde su aldea los países que había recorrido de desencanto en desencanto; pero por un resto de orgullo mal entendido o de esperanzas de realizar alguna parte de sus sueños, no estaba aún decidido a tornar al valle nativo. Las regiones australes, donde la Naturaleza conserva aún toda su virginidad, figuraban en su itinerario de viaje.

Antes de emprender éste, quiso visitar a Veracruz para saludar con una oración y una lágrima el sepulcro del anciano a quien debía sus riquezas.

Acercábase a la ciudad, y viendo un cementerio, penetró en él con el corazón palpitante y leyó las inscripciones de muchos sepulcros, hasta que encontró una que le hizo prorrumpir en llanto y doblar la rodilla; allí descansaban los restos de aquél a quien se daba su aldea el nombre de el indiano.

Sobre la losa sepulcral se veía una rosa marchita, pero cuidadosamente conservada, al pie de la rosa se leían estos versos de un poeta español:


¡Que adornen mi sepultura
las flores de mis montañas!
 

Al reparar en aquella rosa, Pedro dio un grito de sorpresa y de alegría: era la que su madre había tomado del altar de la Virgen para regalarla al indiano.

Posible es comprender, pero imposible pintar la profunda emoción con que Pedro contempló aquella rosa, que su madre había cultivado y tocado con sus manos y regado con lágrimas; que había adornado el altar de la Virgen a quien su madre y su amada rogaban por él todos los días, y que, por último, adornaba el sepulcro del anciano a quien él y su madre, y aun todos los habitantes de su valle nativo, tantas bendiciones debían.

Los versos esculpidos en la losa, que, según le dijo el guarda del cementerio, se habían puesto allí, lo mismo que la rosa, en cumplimiento de la voluntad del difunto, aquellos versos le parecían una voz que se alzaba de la tumba de su bienhechor para mandarle volver a buscar la suya en el valle donde había recibido el bautismo.

Su resolución de recorrer las regiones australes empezó a vacilar. Besó reverentemente la rosa, derramando sobre ella copiosas lágrimas y se dirigió a la ciudad, porque deseaba ver a los testamentarios del indiano, para expresarles su gratitud y la de su madre, por la religiosidad con que habían cumplido la postrera voluntad del anciano a quien acababa de dar el último adiós.

Los testamentarios le entregaron una carta llegada de España hacía muchos días. Era de su madre, que no sabiendo adónde escribirle, había sospechado que, tarde o temprano, tocaría en Veracruz. Pedro, llorando de alegría, la besó y se apresuró a leerla.

He aquí la carta, tal como era, con todas sus bellezas y defectos, que estas cosas valen más auténticas que correctas:

«Hijo de mi alma y de mi corazón: Me alegraré que al recibo de ésta, que me escribe el señor cura, dictándosela yo, no tengas novedad. Nosotros, a Dios gracias, vamos pasando. Sabrás, hijo mío, que este año se ha cogido mucho grano, mucha fruta, y mucho de todo; pero todo tiene mal gusto, aunque nos dicen los vecinos a Rosa y a mí que esas son aprensiones nuestras. La romería no ha estado este año tan divertida como otros. Las campanas de la iglesia se rompieron algo de tanto repicar en la fiesta que hicimos a la Virgen Santísima, cuando tú te fuiste para que te diera buen viaje, que desde entonces están muy roncas y parece que tocan a muerto. Todos tenemos salud, a Dios gracias, menos Rosa y yo, que desde que te fuiste no hemos tenido día bueno; nosotras decimos que será de tantos días nublados como ha habido desde entonces. Sabrás que a Rosa le ha salido un novio muy trabajador. Ella no le quiere dar la palabra; pero todos la dicen que no sea tonta, pues tú sabe Dios si volverás, y ¿a qué está una muchacha honrada sino a casarse con un hombre como Dios manda? Cuando le dicen eso de que tal vez no volverás, ella y yo nos echamos a llorar; pero rezando para que vuelvas, se nos quita la tristeza. Rosa ofreció a la Virgen de los Dolores, para que tú no la olvides, la mitad de sus trenzas; pero ya las tiene tan largas y tan hermosas como antes.

Con esto, hijo de mi alma, no te canso más. Recibirás muchas memorias del señor cura y de Rosa, que no sabe que te digo lo del novio, y de todos los vecinos, con el corazón de tu madre.— Teresa.

Postdata.— Hijo, que andes con cuidado no te dé una insolación, o te pique una serpiente, o te cojan los indios bravos, que ahí en las Indias, dicen que está una a pique de eso.»

— ¡Virgen de los Dolores — exclamó Pedro hecho un mar de lágrimas— , tened compasión de los de mi madre y de los de Rosa y de los míos! ¡Para ellas, ni pan sabroso, ni romerías alegres, ni campanas sonoras, ni sol de Dios en el cielo!... ¡Y por mí, todo por mí!... ¡Malditos sean los libros y la sabiduría, que no enseñan a amar y consolar a los que nos aman y a bendecir la tierra en que nacimos! ¡Oh, Rosa... Rosa! ¡Tal vez te habré perdido para siempre!... No, no lo permitas, Virgen Santísima; que mis culpas, por grandes que sean no merecen tan dolorosa expiación.

Desatentado, loco, dando al olvido el universo entero, Pedro se dirigió al momento al puerto y se embarcó en un buque que una hora después debía darse a la vela para España.

XI

¡Manojito de azucenas y claveles! Si las perfumadas auras de mayo te impelen una mañana hacia las Encartaciones, así que hayas dejado atrás a Balmaseda, atraviesa unos sombríos rebollares, trepa por la suave pendiente de una sierra, y párate en una campa sembrada de olorosas manzanillas. Inclina la vista al suelo y ve a apoyarte en la derruida cárcava que un día impidió al ganado entrar en la campa por el lado del Norte, y en cuya parte exterior hay una cruz de madera. Alza de repente la vista cuando te hayas colocado allí, y recorre con ella la hondonada que se extiende entre la montaña que te sustenta y las que limitan el horizonte frente por frente de ti.

Allí verás un valle cubierto de llores y verdura, sembrado de casas blancas, entre las que descuellan un palacio y una iglesia de airoso campanario; un valle cruzado de arriba abajo por una cinta de plata que lleva el nombre de río; un valle que mientras otros se agitan en febriles deseos y transforman todos los días su idioma, su traje, sus leyes y hasta su culto, él permanece tranquilo, humilde, fiel a sus tradiciones, contento, hermoso, amante a Dios y al trabajo.

Pues en aquel valle nació Pedro.

Y allí morirá también: porque hele, hele, que con la ansiedad en el alma y la respiración penosa y el corazón palpitante a la vez de temor y de alegría, trepa por la sierra; y ya se acerca a la campa.

Es una mañanita de Mayo: los cerezos y los melocotoneros, y los manzanos, y los endrinos están en flor; los mirlos y las malvices cantan en las arboledas, y las campanas repican en el blanco campanario de la iglesia parroquial del valle.

Pedro dirige la vista al valle, y sus ojos se convierten en dos fuentes de lágrimas, y sus rodillas se doblan, y sus labios rezan, confundiendo el nombre de dos mujeres con el nombre de Dios.

No, no, aquellas campanas no están roncas ni parece que tocan a muerto, que su toque es más sonoro y más alegre que nunca.

Pedro busca con la ansiosa vista una casita blanca que debe estar no lejos de la iglesia, y, al fin, descubre su rojo tejado entre un ramillete de cerezos en flor.

Y entonces llora aún más que antes, y reza con más fervor aún.

La iglesia le parece más grande y más hermosa que cuando se ausentó del valle, el río más cristalino, las arboledas más verdes y más pobladas, las llosas y las huertas más lozanas, las colinas más pintorescas, el valle todo más bendecido y amado de Dios.

Pero sus ojos, que todo lo examinan, que todo lo inquieren, que todo lo ven, no han visto una hermosa procesión que, antes de llegar él a la campa, salió de la iglesia parroquial del valle y tomó una estrada que por medio de dos hileras de endrinos en flor costea la falda de la montaña y conduce a la cumbre de ésta, a la campa de la cruz.

Ha llegado la fiesta de las rogativas de mayo, y el santo párroco que derramó el agua del bautismo sobre la frente de Pedro sube a la cumbre de la montaña, seguido de sus feligreses, para bendecir desde allí los campos de la llanura, donde el sudor de los aldeanos se ha transformado ya en flores.

Un cántico inmenso, que resuena a corta distancia, saca a Pedro de su extática contemplación. El joven presta atento oído, y la letanía de los santos le recuerda la festividad que aquel día celebra la Iglesia.

La procesión, antes oculta en las umbrías de la estrada, sale, al fin, al raso, donde se alza la cruz de madera.

Pedro dobla nuevamente la rodilla y exclama:

— ¡Señor, yo te bendigo! ¡Tu religión sale a recibir al hijo pródigo, que vuelve al hogar e sus padres purificado por el remordimiento y la contrición!... ¡Señor, yo te bendigo! ¡Que me bendiga mi madre, y que me abra sus brazos amorosos la virgen sin mancilla a quien un día dije: «¡Tú serás la santa madre de mis hijos!» ¡y otro día colmé de tribulaciones!

La bendición de los campos va a empezar, y Pedro no quiere interrumpir con su dolor ni con su alegría aquella santa ceremonia. Oculto tras de la cárcava, busca entre la multitud a su madre y a su amada.

Lo que en su corazón pasa no se puede referir; sólo se puede adivinar.

El que tenga oídos, oiga, dice el santo cantor del Apocalipsis; el que tenga corazón, adivine y sienta, dice el humilde autor de LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA.

Un grito de alegría se exhala, no del labio, sino del alma y del corazón de Pedro.

Porque Pedro acaba de descubrir a su madre y a su amada, arrodilladas ambas junto a la cruz, una al lado de la otra, unidas quizá por un mismo pesar y un mismo pensamiento, las dos con la huella del dolor en el rostro, y la melancolía honda, profunda, infinita, en los ojos.

El cabello de Teresa ha encanecido, pero su rostro respira aún más amor, más indulgencia, más resignación cristiana que en otros tiempos.

Rosa está descolorida, como las azucenas del huerto; pero en su rostro brilla la hermosura del infortunio, no la hermosura de Safo trepando a la roca de Léucades, sino la de la virgen cristiana saliendo a coger en el circo la palma de los mártires.

La santa ceremonia termina, repitiendo el pueblo las palabras del sacerdote.

Entonces Pedro se dirige hacia la cruz, y arrodillándose a los pies del sacerdote, exclama:

— ¡Señor, purificadme con vuestra bendición, para que sea digno de volver a los brazos de mi madre!

El anciano párroco sorpréndese un momento; pero en seguida derrama sobre la cabeza del joven el agua bendita con que acaba de purificar los campos, y dice:

— ¡En el nombre de Dios, yo te bendigo!

— ¡En el nombre de Dios, yo te bendigo! — repitieron todos los habitantes del valle.

Y entonces Pedro, purificado por aquella bendición, vuela a los brazos de su madre y a los de Rosa, que se lanzaban desaladas a su encuentro.

No hay allí un corazón que no palpite de alegría; que hasta la siente aquel honrado joven que ha buscado inútilmente el amor de Rosa.

XII

¡Manojito de azucenas y claveles! Si las auras te impelen a las Encartaciones y pasas por S..., verás lo siguiente, bajo el hermoso emparrado que hay a la puerta de la casa de Teresa:

Una anciana y una joven, radiantes de salud y de alegría, abandonando de cuando en cuando su labor para contenerse a besos a una niña de seis años, que aprende a su lado a hacer dobladillo.

Y un hermoso joven, vestido al uso del país, con el rostro algo tostado por el sol y las manos algo encallecidas por la azada, que tiene sobre sus rodillas a un niño de tres años, rubio como el maíz y colorado como la rosa.

Si preguntas a aquel joven quiénes son las mujeres que cosen bajo el emparrado, te contestará sonriendo:

— ¡La santa abuela y la santa madre de mis hijos!

Y en seguida tornará a su ímproba tarea de grabar en la memoria del serafín que se agita en sus rodillas estos versos del difunto Lista, a quien Dios haya coronado de gloria:


¡Feliz el que nunca ha visto
más río que el de su patria,
y duerme anciano a la sombra
do pequeñuelo jugaba!

El Judas de la casa

Sígueme, amor mío, con los ojos del pensamiento a las riberas del Cadagua, a las ribera,; que más envanecen por bellas a aquel espumoso y fresco y cristalino río, desde que pierde de vista a su nativo valle de Mena, hasta que Dios le hunde en el Ibaizábal, apenas ha andado cinco leguas, en castigo de la prisa que se da a alejarse del valle nativo.

Sígueme con el pensamiento hasta el concejo de Güeñes, uno de los más pintorescos de las Encartaciones, que le he escogido por teatro de uno de mis cuentos más dolorosos, y por lo mismo menos sonrosados.

Por el fondo del valle corre, corre, corre, corre, como alma que lleva el diablo, el desatentado Cadagua, y al Norte y al Mediodía se alzan altísimas montañas, en cuyas faldas blanquean algunas caserías a la sombra de los castaños y los rebollos.

En una de las colinas que dominan a la iglesia parroquial de Santa María, y que puede decirse forman los primeros escalones de los Somos, que este nombre se da a las montañas del Norte, había a principios de este siglo una casería conocida por el nombre de Echederra.

Verdaderamente correspondía a aquella casería la denominación de Casa Hermosa, que no es otra la significación de su nombre vascongado.

La casa se alzaba, blanca como una pella de nieve rodeada de la montaña, en un bosque de nogales y cerezos, y a su espalda se extendían unas cuantas fanegas de tierra cuidadosamente labradas.

Hermosos parrales orlaban toda la llosa, costeando interiormente toda la cárcava, y lozanas hileras de perales y manzanos ocupaban los linderos de las diferentes piezas en que la llosa estaba dividida.

La situación de la casería de Echederra no podía ser más hermosa; desde las ventanas de la casa se descubrían, a través del ramaje de los árboles, ambas orillas del Cadagua, en una extensión relativamente grande, y un regato que bajaba de los Somos serpenteaba entre los nogales y los cerezos, en todo tiempo limpio como la plata y fresco como la nieve.

Corrían los últimos días del mes de junio. Los moradores de Echederra estaban a la caidita de la tarde cogiendo dos cestas de cerezas en el campo contiguo a la casería.

— Cuidado, Ignacio, no te caigas, que más vales tú que todas las cerezas del mundo — decía una mujer de edad algo avanzada a un joven como de diez y seis años, que encaramado en uno de los cerezos, bajaba de quima en quima a darle un canastillo de cerezas.

— Madre, no tenga usted cuidado, que ya conozco el terreno — contestó el joven.

— Hijo, para volatinero eras tú pintiparado.

La aldeana desocupó el canastillo en una cesta que estaba al pie del árbol.

— Mira, bájate — añadió dirigiéndose al muchacho— , que ya está la cesta colmada, y tu padre y tu hermano han llenado también la suya.

El joven bajó del cerezo de un salto.

Otro joven, como de cuatro o cinco años más, se descolgaba al mismo tiempo de uno de los cerezos inmediatos, a cuyo pie estaba un hombre bastante entrado en años.

Estos dos últimos tomaron, cada uno de su lado, su cesta de cerezas, y fueron a reunirse con los primeros.

Poco después se sentaron todos a descansar al pie de los cerezos.

El anciano sacó del bolsillo exterior de la chaqueta una bolsa de piel de perro arrollada y sujeta con una correa, a cuyo extremo había una especie de punzón de hueso, la desarrolló y sacó de ella una pipa de yeso, que se colocó en la boca.

El joven de más edad hizo la misma operación.

— Bautista, dame una pipada que se me ha acabado el tabaco — le dijo el anciano, registrando inútilmente el fondo de su bolsa.

— Padre, se me ha acabado también a mi — contestó Bautista, que había llenado ya su pipa.

— ¡Embustero! — exclamó Ignacio indignado— . Si te traje yo ayer de Bilbao un cuarterón de tabaco...

— ¡Tú siempre has de ser hablador!

— ¡Y tú siempre has de ser egoísta!

— Me da la gana. El que quiera tabaco que lo compre.

— ¿No te da vergüenza?

— Déjale, Ignacio — dijo el anciano, guardando su pipa con triste resignación— . Déjale, que ya sabemos todos los de casa lo que debemos esperar de tu hermano.

— ¡Martín! — exclamó la anciana— ése es el Judas de la casa! ¡Ése nos ha de quitar la vida a todos! ¡Ése!...

— Cállate, Mari — la interrumpió Martín— . Si mucho me gusta el tabaco, me gusta la paz mucho más.

— Pues si no tenemos paz, tendrá usted tabaco — dijo Ignacio echando a correr hacia la casa.

Dos minutos después volvió, trayendo en la mano una hoja de tabaco, torcida a modo de cuerda de dos hilos.

— Tome usted, padre — dijo— , que aunque yo no fumo, sé lo que usted padece cuando no tiene tabaco, y ayer, de paso que compré lo que mi hermano me había encargado, tomó otro cuarterón con objeto de tenerlo de reserva para los apuros de usted.

— Sí — replicó Bautista— , sisarías esa hoja de lo mío.

— Mira, Bautista, no me tientes; la paciencia. El que las hace, las imagina.

— Anda — dijo Mari dirigiéndose a Bautista— , que tan ruines son tus pensamientos como tus obras.

— Vaya, vaya, se acabó, dejarse de historias — dijo el pacífico Martín, saboreando el humo de su pipa con una delicia que comprenderías si supieses hasta dónde llevan los vascongados su pasión al tabaco, tan anatematizado por los médicos y los escritores... que no fuman.

Recuerdo un ejemplo con que mi madre, a quien Dios haya coronado de gloria, procuraba apartarme de aquel vicio, si es que el nombre de vicio merece el uso del tabaco y que proporciona hasta al más pobre uno de los goces más dulces de la vida, sin perjudicar (con Perdón de los médicos y los escritores... que no fuman) la salud ni el bolsillo.

— Tu abuelo — me decía— era el hombre más pacífico, más sufrido y más bondadoso del mundo: todos los trabajos no bastaban a hacerlo perder su jovialidad; pero cuando no tenía tabaco, era la casa un infierno, y no había consuelo para él. Jamás se le vio enfadado ni triste teniendo para llenar a pipa.

¡Inútiles consejos! El nieto, torciendo la moraleja de este ejemplo, dijo para sí: «Cuando mi abuelo era tan aficionado al tabaco, el tabaco debe ser cosa buena».

Y con los primeros cinco cuartos que tuve, compré una onza de tabaco, y una pipa, me fui al castañar inmediato, y allí rendí culto al ídolo de mi abuelo, hasta quedar narcotizado como un fumador de opio.

Si mi abuelo alzara hoy la frente del sepulcro...

— ¡Bien, nieto mío! — me diría— . Estoy contento de ti porque respetas las tradiciones de tu familia.

La paz se había restablecido entre la de Martín. El sol se había ocultado completamente, y aunque el día había sido caluroso, era deliciosa aquella hora.

— Cenaremos pronto — dijo Martín— y nos acostaremos en seguida, porque mañana hay que madrugar para que vosotros lleguéis con las cerezas a Bilbao antes que caliente demasiado el sol. Ea, con que vamos a casa, que Juana tendrá ya aviada la cena.

— Mira, Martín — dijo la aldeana a su esposo— , mejor sería que cenáramos aquí.

— Sí, sí — contestaron padre e hijos— , que en casa hará mucho calor.

— ¡Juana! — gritó Mari volviéndose hacia la casa.

— ¿Qué quiere usted, señora madre? — respondió una muchacha desde la ventana.

— En cuanto esté la cena, tráela, que vamos a cenar aquí.

— Pues allá voy — dijo la joven.

Y poco después salió de la casa y se encaminó hacia los cerezos, llevando en un triguero una fuente de sardinas frescas, cubierta con una pañada, y una borona tierna y amarilla como el oro.

Juana era una muchacha de diez y ocho a veinte años, risueña como una mañana de San Juan y colorada como una rosa.

Volvió boca abajo el triguero al pie del cerezo, le cubrió con la pañada, puso encima de aquella mesa improvisada la fuente de sardinas, partió unas cuantas rebanadas de borona, que colocó con simetría en torno de la fuente, y, previa la bendición de la mesa, que echó Martín, se puso a cenar toda la familia, conversando alegre y pacíficamente.

— Ya vamos aliviando en su peso a los cerezos — dijo el anciano— , y lo siento por el señor don José.

— Don José — repuso Bautista— no lo sentiría mucho; los que lo sentirán serán los pájaros.

— En acabándose las cerezas no vendrá el señor don José todas las mañanas, después de decir misa, a tirar desde nuestra ventana a los tordos y a los picazos... ¡Malditos de cocer! Acuden a bandadas a los cerezos, por más que uno les ponga espantos.

— Y ya que se habla del señor don José — dijo Mari— , ¿cómo no habrá venido esta mañana?

— Porque hoy está a Castro a encontrar a su sobrino el indiano — contestó Martín.

— ¿Conque viene hoy su sobrino? ¡Ay, cuánto me alegro! ¡A ver si nos da noticias de tu hermano!

— ¡Dios quiera que nos las dé! ¡Mira que es cosa que aturde no haber vuelto a saber de mi hermano desde que nos escribió de Méjico hace tanto tiempo! Mucho me temo que haya muerto, porque de vivir, lo que es él no estaba sin escribirnos.

— Así lo creo, Martín. Y no se diga que nos quisiera mal, porque la última carta que escribió no podía ser más cariñosa.

— ¡Qué lástima que no se le haya llevado Pateta! — dijo Bautista.

— ¡Ave, María Purísima! — exclamó Mari— ¡Qué alma tienes, hijo!

— ¿Qué nos importa a nosotros que viva o que no viva, si nunca nos manda un cuarto?

— Lo que yo quiero — replicó Martín— es que viva, aunque tenga un potosí y no nos dé estopas para la unción.

— Pero ¿viene de Méjico Mateo, el sobrino del señor don José? — preguntó Juana.

— Yo no sé — contestó su madre— , pero ello hacia allá ha de ser, porque viene de las Indias; y dicen que viene muy rico.

— ¡Cuánto me alegro, por el señor don José, que es tan bueno! — exclamó Martín.

— ¡Calla! — dijo Bautista— ¿No son ellos aquéllos que vienen por el castañar? Sí, sí, allí viene don José; en nombrando al ruin de Roma...

— ¡Cállate, hereje! — le interrumpió Mari— ¡Pues no llama ruin al señor don José!

II

En efecto: por una calzada que atravesaba un castañar, situado a tiro de piedra de la casería, asomaban el cura y su sobrino Mateo, cabalgando en sendas mulas, seguidos de, una recua que conducía el equipaje del indiano.

El señor don José era el cura párroco de Santa María de Güeñes; era un anciano bastante obeso, cuyo rostro y cuyas palabras respiraban bondad de corazón. El indiano era un bello joven de veintitantos años.

Los moradores de Echederra corrieron a saludarlos, excepto Bautista, que prefirió a dar aquella carrera, seguir engullendo las sardinas que quedaban en la fuente.

— ¿Qué tengo yo que ver — dijo— con el indiano ni su tío? Para lo que le han de dar uno...

El párroco detuvo su cabalgadura apenas vio a sus feligreses, y su sobrino lo imitó.

— ¡Hola, Martín! ¡Hola, Mari! — exclamaron tío y sobrino.

— Buenas tardes, señor don José y la compañía — contestaron todos.

— ¿Será posible — dijo Mari— que este caballero sea...?

— Mateo — se apresuró a responder el indiano— . ¡Yo soy aquel muchacho travieso que hace seis años les apedreaba a ustedes los frutales cuando iba a Echederra con el tío!

— ¡Bendito sea Dios! ¡Quién lo había de decir! Porque está usted...

— ¡Qué usted ni qué ocho cuartos! ¡Pues no faltaba más, habiéndome conocido ustedes como un renacuajo! ¡Vaya, que Juana está echa una arrogante moza!

La muchacha bajó los ojos, y sus mejillas, que comúnmente parecían dos rosas, se pusieron, como dos claveles.

— ¡Cuánto ha crecido Ignacio! — continuó el indiano— ¿Y qué me dicen ustedes de Bautista?

— Allá arriba queda...

— Ése tan descastado como siempre, ¿no es verdad? ¡Cuánto me ha hecho rabiar en este mundo!

— ¿Y cómo le ha ido a usted?...

— No admito el tratamiento, Martín.

— Si no puede uno acostumbrarse...

— Pues es menester que ustedes se acostumbren. Me ha ido regularmente. Tengo mucho cariño a mi país, y sobre todo a mi tío, que me sirvió de padre desde que quedó huérfano, y así que me vi con un capitalito... pequeño, sí, pero suficiente para bandearse uno en este país, y para vivir feliz, teniendo poca ambición como yo tengo, dije: «A Güeñes me vuelvo, que el tío es ya viejo y quiero vivir a su lado para mimarle y pagar en lo posible el bien que me ha hecho...» Pero, ahora que me acuerdo, ustedes deben ser los más ricos de toda Vizcaya.

— A Dios gracias, no nos falta un pedazo de borona.

— ¿Qué es lo que dice usted, Martín? ¿Y la herencia?

— ¿De qué herencia habla usted, don Mateo?

— ¡Dale con el don y el usted! De la de su hermano de usted, que esté en gloria.

— ¡Dios mío! ¡Con que ha muerto! — exclamaron Martín y su familia prorrumpiendo en llanto.

— No puedo asegurarlo — contestó el indiano, algo perplejo— . Estaba bastante delicado...

— ¡Ah! ¡Conque ha muerto! No nos lo niegue usted...

— Sí, murió hace dos años — contestó el indiano.

— Pero ¿es posible que ustedes no lo supieran? ¿Y el enorme caudal de que dejó a ustedes herederos?

— ¡Que se lo guarden los que lo tengan! — dijeron a una voz Martín, su mujer y sus hijos.

— Amigos míos — replicó el cura con tono cariñoso— , los duelos con pan son menos. Tenemos que hablar mañana de este asunto, ya que ahora no están ustedes para ello.

La noche comenzaba a cerrar. El indiano y el cura hicieron por consolar a aquella familia y se despidieron, siguiendo unos hacia el valle y tornando otros a la casería.

— ¡Ha muerto! ¡Ha muerto! — dijeron a Bautista sus padres y sus hermanos al llegar a los cerezos.

— ¿Y estaba rico? ¿Y nos ha dejado herederos? — preguntó aquél con ansiedad y alegría.

— ¡Bautista! — exclamó Martín con severidad— . ¡Tienes mal corazón!

En el pacífico y bondadoso Martín, la severidad equivalía a indignación.

Muy pronto desaparecieron todos por puerta de la casería. Nadie se acordó de las cerezas, que por la mañana fueron pasto de los cerdos; nadie se acordó de ir con ellas a Bilbao, porque en casa de Martín todos se ocupaban de la muerte del pariente americano; Bautista, para indagar si de ella podían resultarles riquezas; los demás, para llorarla.

Al salir el sol la mañana siguiente, subía a Echederra el cura. No llevaba la escopeta como otras veces, y le acompañaba su sobrino Mateo.

Al llegar a la casería encontraron a Martín y a su familia algo más resignados, algo más tranquilos que los habían dejado la víspera, algo más dispuestos a oír hablar de intereses.

— Vaya, Martín — dijo el indiano— , es preciso que sean ustedes razonables. Ya que el difunto nombró a usted su heredero, es preciso que reclame usted la herencia, aunque no sea más que para socorrer con ella a los pobres.

— Tiene usted razón, don Mateo — contestó Martín.

— Pues bien; diré a ustedes lo que hay en el particular. Su hermano de usted poseía un capital de veinticinco mil pesos...

— ¡Veinticinco mil pesos! — exclamó Bautista. ¡¡¡Y nunca nos mandó un ochavo!!!

— Su hermano de usted era algo avaro... Pero dejemos en paz a los muertos, y declaremos guerra a los vivos. Los vivos a quien tenemos que declarar guerra son los que han abusado indignamente de la confianza del difunto. Los testamentarios de su hermano de usted han hecho correr la voz en Méjico de que habían cumplido religiosamente la voluntad del testador, y nadie pone en duda su buena fe. Es menester que les escriban ustedes inmediatamente, reclamándoles la herencia; y si se hacen sordos, ya encontraremos medio de quitarles la sordera.

— Corriente, señor don Mateo; haremos todo lo que usted nos aconseje.

Como en Echederra no hubiese recado de escribir, el señor cura envió a Bautista a su casa, a fin de que doña Antonia, su ama, le diese papel, tintas y obleas.

Bautista era perezoso como él solo, pero como se trataba de grandes riquezas en que esperaba obtener parte, se apresuró a obedecer, y de un salto se plantó en casa del señor cura.

Doña Antonia era mujer de edad algo avanzada, y bondadosa y desprendida, cualidades no muy comunes en las amas de los curas.

— ¿Y por qué no son comunes en ellas esas cualidades?

— Porque sus amos suelen pecar en el extremo opuesto, llevando la bondad y el desprendimiento hasta el exceso, y ellas llegan a odiar el bien a fuerza de verle prodigar sin medida. Es menester que el ama de un cura esté muy por encima del vulgo de las mujeres para que no llegue a aborrecer a los pobres, viendo que por socorrer a éstos, tiene su amo la despensa vacía.

Bautista encontró a doña Antonia más alegre y aficionada a charlar que nunca.

— Conque, vamos, ¿me da usted eso, doña Antonia? — le dijo.

— Voy, voy a dártelo, hijo; pero espérate un poco y no seas tan vivo de genio.

— Pero ¿no ve usted que si tardo, se van a enfadar el señor cura y don Mateo?

— ¡Qué se han de enfadar, hijo, si los dos son unas malvas benditas! Veinte años hace que sirvo al señor cura, y ni una sola vez le he visto enfadado. Pues Mateo, ¡otro que bien baila! Esa criatura es un ángel de Dios. Pero ¿has visto qué buen mozo se ha hecho?

— Y diga usted, doña Antonia, ¿ha venido muy rico?

— ¡Mucho, hijo, mucho!... ¡Si supieras las cosas que ha traído!... Anda, ven a su cuarto y verás lo que es bueno.

Bautista y el ama del cura entraron en un cuarto donde estaban aún amontonados los baúles y las maletas del indiano.

Doña Antonia abrió algunos baúles, y enseñó a Bautista su contenido, que consistía principalmente en objetos de oro y plata.

Los ojos de Bautista parecían querer saltar de las órbitas al ver aquellas riquezas. Doña Antonia no cabía en el pellejo de orgullo y alegría.

— Esta — dijo indicando con el dedo una maleta colocada en un rincón — está cerrada con siete llaves. Álzala del suelo — añadió con una alegre y maliciosa sonrisa.

Bautista echó mano a la maleta, y no pudo hacerla perder tierra completamente. Al dejarla caer, se oyó un ruido metálico que hizo estremecer al joven y a la anciana reír con indecible alegría.

— Conque, Bautista, ¿no te parece costal de paja esa maleta?

— ¡Qué dichosos son ustedes, doña Antonia! — exclamó Bautista.

— ¡Ya lo creo, hijo, ya lo creo! Pero también vosotros participaréis de nuestra dicha. Cuando Dios da, da para todos. Mateo y el señor cura tienen un corazón de oro, y os quieren como si fuerais de la familia. ¡Mira tú, si el día que tengáis un apuro, os dejarán en la estacada!

Bautista no oía lo que doña Antonia le decía; una agitación indefinible se había apoderado de él. En su corazón había una lucha horrible.

— Conque, vamos, hijo, ¿qué dices de la maleta?

— ¡Estará llena de duros!

— ¡De duros! ¡Hijo, qué tonto eres! ¡De amarillas y muy amarillas sí que está llena!

Bautista se estremeció, miró a todas partes y dio un paso hacia doña Antonia.

— ¡Bautista! ¡Bautista! — gritaron en aquel instante hacia la escalera.

Bautista dio una patada en el suelo, haciendo un terrible gesto de despecho, y doña Antonia y él se dirigieron al encuentro de la persona que llamaba.

Esta persona era Ignacio.

— Buenos días, doña Antonia — dijo.

Y añadió, dirigiéndose a su hermano:

— Despáchate, hombre, que el señor cura y Mateo están esperando hace una hora. ¿No ves que el señor cura tiene que bajar pronto a decir misa?

— Anda, que se esperen, que todavía no es tarde — dijo doña Antonia— . En menos que canta un gallo os voy a hacer de almorzar.

— No, no, muchas gracias, doña Antonia — replicaron a la vez ambos jóvenes.

— Os digo que no volvéis a Echederra sin comer unas magras y beber un jarro de chacolí.

Quiero que celebremos juntos la venida del indiano.

— Otro día será, doña Antonia — repuso Ignacio — . El domingo cuando bajemos a misa, disfrutaremos el favor de usted.

— Bien, hijos, bien, no quiero haceros mala obra; pero ya sabéis que os tengo buena voluntad; que sois hijos de buenos padres, y de buenos padres buenos hijos. Pero siquiera lo enseñaré a Ignacio lo que ha traído el indiano.

— No, no podemos detenernos más — dijo Bautista, tornando de la mesa recado de escribir.

Y los dos muchachos tomaron a buen paso la cuesta de Echederra.

III

Ahora vas a ver, numen de LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA, cómo es posible ir en busca de agua y no acordarse de pedirla.

Era una hermosa tarde de primavera.

El señor cura de Güeñes y su sobrino estaban en un cerro cerca de la casería de Echederra, apoyados en el cañón de sus escopetas, observando a dos hermosos perros que rastreaban en la falda de una colina inmediata.

— Tío — dijo Mateo— , me parece que Capitán y León han perdido ya el rastro de la liebre. Mejor sería que nos fuésemos ya hacia casa, porque va a anochecer y usted no está para andar a deshora por estos vericuetos.

— Tienes razón — respondió el cura— . Estoy ya rendido, a pesar de que esta tarde no hemos andado mucho. Mateo, no valgo ya dos cuartos. Los viejos tenemos que renunciar a la caza.

Tío y sobrino echaron las escopetas al hombro y tomaron cerro abajo llamando a los perros, cuyo uniforme ladrido seguía oyéndose en el castañar inmediato por donde atravesaba la carretera.

Mateo, que caminaba el primero, en lugar de seguir el camino que conducía directamente al valle, tomó un sendero que conducía a Echederra.

— ¡Qué! ¿Vamos a Echederra? — dijo don José.

— Sí, tío. Allí descansaremos un poco y beberemos un vaso de agua, que yo me estoy ahogando de sed.

El cura se sonrió maliciosamente, y dijo:

— Vamos, vamos, Mateo, que para haber corrido dos mundos, eres poco diestro en disimular.

— ¿Por qué dice usted eso, tío? — repuso Mateo poniéndose un poco colorado.

— Porque no creo que en casa de Martín se pueda descansar mejor que en estos cerros, cubiertos de flores, ni beber agua mejor que la que brota aquí a cada paso.

— Sí, pero aquí...

— Aquí — dijo el buen anciano con benévola sonrisa— no hay, como en Echederra, una Rebeca que alargue el cántaro a Eliezer.

— ¡Tío!...

— Vamos, confiesa que el deseo de ver a Juana te lleva todos los días a Echederra. ¿Qué mal hay en eso, siendo ella una buena muchacha y honradas tus intenciones?

— Pues bien, tío, no se ha equivocado usted.

— Los viejos cazamos largo.

— Quiero a la hija de Martín y creo que ella, también me quiere. Perdone usted si se lo he ocultado...

— No me lo has ocultado, Mateo, porque tú no puedes ocultar lo que siente tu corazón. Pero ¿porqué no declaras francamente tus intenciones a Martín y a Mari, y sobre todo a su hija?

— Son tan delicados, que temo me rechacen por la misma razón que movería a otros a aceptar... Yo soy casi rico, y ellos son pobres.

— Esa dificultad no merece el nombre de tal. ¿Acaso es un delito el ser rico, cuando las riquezas se han adquirido honradamente y se hace de ellas el buen uso que tú haces?

— No, tío; pero... dentro de poco tiempo quizá serán ellos más ricos que yo, y entonces...

— Entonces dirán... no ellos, pues son incapaces de un mal pensamiento, sino las lenguas maldicientes, que tus miras son interesadas.

— Tiene usted razón, tío. No me había ocurrido eso.

El señor cura y el sobrino continuaron su camino hacia la casería de Echederra.

Martín, su mujer y sus hijos estaban detrás de la casa, sallando borona.

— ¿Qué tenemos de nuevo, Martín? — le dijo el cura.

— Nada, señor don José — respondió el labrador— . Hoy ha ido Ignacio a Bilbao, y aunque ha venido ya el correo de América, no hay carta para nosotros. Conque ya no hay esperanza.

— ¿Cómo que no hay esperanza? — repaso Mateo. Es menester tomar una determinación decisiva y dejarse de paños calientes.

— ¿Y qué es lo que hemos de hacer? Anda con Dios, que los testamentarios se guarden los veinticinco mil duros, y buen provecho les hagan. Nosotros pasaremos con nuestra pobreza.

— Tiene razón señor padre — asintieron Ignacio y Juana.

— Digo lo mismo — añadió Mari.

— ¡Esto ya no se puede aguantar! — exclamó Bautista, arrojando la azada, que tronchó tres o cuatro pies de borona.

— ¡Pícaro! — dijo Mari— ¡Seremos como tú, que no tienes más Dios que el dinero! ¡Si la avaricia te come! ¡Si la avaricia te ha de llevar a un presidio!...

— Vamos, Mari, vamos — la interrumpió el cura con tono conciliador— , déjele usted, que en esta ocasión merece disculpa. Me parece enteramente inútil volver a escribir a Méjico, porque ya está visto que hay mala fe en los testamentarios del difunto. Es menester que una persona interesada se determine a pasar el charco. Martín no está en edad de eso, Bautista no sabe escribir.

— Él se tiene la culpa — dijo Mari— . que por más que nos hemos matado para que aprendiese escuela, no ha aprendido el A E I O U. ¡Qué poco se parece a su hermana! La pobrecita no ha tenido más maestro que Ignacio, y ahora que se ha empeñado en aprender a escribir, hace ya unos palotes que da gloria de Dios el verlos.

— ¡Ya! — dijo Bautista— . Eso es porque le da vergüenza decir delante de don Mateo que no sabe escribir.

Juana se puso colorada, y don José miró a su sobrino con una significativa sonrisa.

— Hacen bien — replicó Mari— . No, que será como tú, que nunca has querido...

— Vamos, Mari, se acabó. Lo pasado, pasado — dijo el cura— . Conque, Ignacio, ¿te encuentras con ánimo de meterte en el pozo grande?

— Señor don José, si mis padres quieren, iré aunque sea hasta el fin del mundo...

— ¡Ay, señor don José! — exclamó la tierna madre— . ¡Embarcarse el hijo de mis entrañas!

— Tiene razón Mari— añadió Martín— ; el hombre donde el buey pace.

— ¡Eh, no sean ustedes cobardes! — dijo Mateo— . Si hay peligro en el mar, ¿no lo hay también en la tierra? Nadie se ahoga más que cuando Dios quiere. Cuando Dios quiere que uno se ahogue, se ahoga, aunque sea en una escudilla de agua. ¿No han oído ustedes contar el cuento del que sabiendo que su sino era morir ahogado, no salía jamás de casa, y al cabo se ahogó en la palangana?

— Tiene usted razón don Mateo — asintió Ignacio— . Como dice la copla:


No tengo miedo a la muerte,
aunque la encuentre en la calle;
que sin licencia de Dios,
la muerte no mata a nadie.
 

Conque, señor padre, si usted quiere, me planto en dos brincos en América y vuelvo con los veinticinco mil del pico; porque es una triste gracia que habiendo por aquí pobres, se rían con nuestros cuartos aquellos pícaros.

— Tienes razón — dijo Martín— . ¿Qué dices tú Mari?

— ¿Qué he de decir yo, hijo? Me conformaré con lo que tú dispongas y... que Dios nuestro Señor y la Virgen Santísima del Carmen protejan al hijo de mi alma.

— Vaya, es cosa decidida — dijo el cura— . Hagamos los preparativos, y que parta Ignacio lo más pronto posible.

En efecto: ocho días después Ignacio se embarcó en Bilbao, provisto de carta de recomendación, de instrucciones y de dinero que el señor cura y Mateo le habían facilitado.

IV

Algunos meses después de la partida de Ignacio para América, los moradores de Echederra se sentaban a almorzar una fuente de leche con harina.

Aquella honrada familia debía haber padecido mucho, pues Juana había perdido el sonrosado color de sus mejillas, Mari y Martín habían envejecido muchísimo, y todos estaban tristes y silenciosos.

— Hija — dijo Mari a la joven— ¿por qué no comes?

— Ya como, señora madre.

— ¡Si apenas has probado la leche!

— No tengo gana.

— Pues anda, hija, cuando uno no tiene gana de comer, se hace cuenta de que la comida es una medicina y dentro con ella. El que no como, tiene pena de la vida. ¿Pero qué es lo que tienes, hija de mi alma?

— Inútil es preguntárselo — dijo Martín— . Está malo Mateo, y se empeña en estarlo ella también.

— ¡Y lo estará, y acabará por morirse si continúa así! Vamos hija mía, almuerza; mira qué rica está la leche. ¿Quieres que te haga un par de huevos estrellados?

— ¡Si no tengo ganas!

Pero, hija, confianza en Dios, que Mateo se pondrá bueno muy pronto, y os casaréis, y se acabarán las penas.

— ¡Ay madre de mi vida! ¡Si Mateo se muere, yo me moriré también!

— ¡Morirse! No digas disparates, hija. El cirujano dice que ya está fuera de peligro. ¡Qué! ¿Es él el primero a quien yendo de caza se le ha disparado la escopeta, se ha herido, y al cabo de algunos meses se ha encontrado como si tal cosa? Verdad es que al principio se temió por su vida; pero a Dios gracias y a la Virgen del Carmen, ya nada hay que temer.

— ¡Qué fastidio! — exclamó Bautista, arrojando sobre la mesa la cuchara— . ¡No saben ustedes hablar más que del indiano! ¡A ver cómo no se le llevan doscientos mil demonios!...

— Bautista — dijo Martín— , no pronuncies jamás el nombre de Mateo, sino para bendecirle.

— ¡Bendecirle!... Para lo que nos da...

— Nos da más de lo que merecemos; nos da lo que necesitamos.

— Pues yo digo que es un miserable...

— ¡Bautista! — exclamaron todos llenos de indignación.

— ¡Tener más dinero que pesa, y consentir que trabajemos como negros!... ¡Lástima que cuando se le disparó la escopeta, en vez de darle el tiro en el costado, no le hubiera levantado la tapa de los sesos!...

— ¡Calla, calla, pícaro! — exclamaron todos en el colmo de la indignación.

— No quiero callar.

— Vas a acabar con nosotros; nos vas a quitar la vida — dijo Mari— . Desde que tu pobre hermano se fue, no nos has dejado pasar siquiera un día en paz y gracia de Dios. ¡Hijo de mi alma! ¡Si él estuviera en casa, otra cosa sería!

Y la pobre Mari se echó a llorar; Juana la imitó; Martín bajó la cabeza sin pronunciar una palabra, y las lágrimas asomaron a sus ojos.

¡Maldito sea el hijo que arranca una lágrima de los ojos de sus padres!

El almuerzo había concluido aunque la fuente estaba aún casi llena.

El disgusto había quitado a todos el apetito e hízoles caer la cuchara de la mano.

— ¡Martín! ¡Martín! — gritó un hombre que apareció al pie de los cerezos.

Martín se apresuró a contestarle desde la ventana:

— ¿Qué hay de nuevo, Miguel?

— ¡Buenas noticias! Ayer fui a Bilbao a vender unos cestos, y me dieron en el correo una carta de las Indias para vosotros. Como vino tarde, no pude traérosla anoche.

Martín, su mujer, y sus hijos corrieron al encuentro de Miguel, que entregó una carta al primero.

Martín exhaló un grito de alegría al examinar el sobre. ¡La letra era de Ignacio, de su hijo!

Mari le arrancó la carta de las manos, y leyó el sobre repetidas veces, besándole y regándole con sus lágrimas, y a su vez Juana se le arrancó a su madre e hizo lo mismo.

¿Y cómo no besar aquel papel, con tanta ansia esperado, y en el cual se había posado la mano de un hijo, de un hermano querido, cuya ausencia tantas lágrimas costaba hacía muchos meses?

Bautista era el único que permanecía impasible ante un suceso que llenaba de alegría a u familia.

— Pero ¿a qué viene — dijo— esos aspavientos, sin saber aún si Ignacio ha tomado posesión de la herencia?

Sí; Bautista tenía mal corazón, como su padre había dicho, ¡Nada le importaba saber que su hermano vivía aún! Para comprender la alegría que llenaba el corazón de sus padres y su hermana, ¡necesitaba saber que su hermano era rico! Si no lo era, ¿qué le importaba a Bautista que viviese o dejase de vivir?

Martín recobró, al fin, la carta de su hijo, y la abrió temblando de emoción.

La carta decía así:

«Méjico, etc.

Mis queridos padres y hermanos: Desde que me separé de ustedes la desventura me ha acompañado por todas partes.

El buque a cuyo bordo me embarqué para Nueva España, experimentó grandes contratiempos en alta mar. Después de una penosísima navegación entramos en el golfo de Méjico, creyendo llegar al término de nuestros infortunios; pero Dios nos reservaba otros mayores aún. Las olas se encresparon casi de repente, desatáronse los huracanes, el cielo se cubrió de obscuras nubes, resonó el trueno, y el rayo quebrantó los mástiles del buque. Largo tiempo luchamos contra el furor de los elementos, casi sin esperanza de salvación; al fin, el buque se hizo pedazos, y la mayor parte de mis compañeros de viaje hallaron su sepultura en las ondas del mar.

En aquel momento invoqué el nombre de Dios y el de la Virgen del Carmen, cuyo santo escapulario me puso mi madre al cuello al partir, y logré apoderarme de una tabla que flotaba entre las olas. Con ayuda de aquella tabla conseguí acercarme a la costa; pero mis fuerzas se agotaban y la borrasca era cada vez más espantosa; las olas rugían como el trueno, quebrantándose en las rocas de la playa, semejantes a montañas cubiertas de nieve. Daba ya mi último adiós al mundo, del que sólo sentía separarme porque en él dejaba desconsolados a mis padres y a mis hermanos, cuando vi que se me acercaba una barquilla tripulada por audaces habitantes de la costa.

Aquellos hombres, casi tan náufragos como yo, me vieron y, con peligro de su vida, acudieron a socorrerme. Al fin, pisé el nuevo continente, pero ¡en qué estado, Dios mío! Apenas podía tenerme en pie; mis manos estaban ensangrentadas, y mis brazos descoyuntados con los esfuerzos que había hecho para que las olas no me arrebatasen la tabla de salvación.

Los pobres indígenas hicieron con ramas una especie de camilla, y me condujeron en ella, a través de los bosques, a una aldeita donde encontré la hospitalidad más generosa. Allí pasé muchos días rodeado de los cuidados más tiernos, hasta que, restablecidas algún tanto mis fuerzas, me despedí de mis bienhechores, llorando de agradecimiento.

Al llegar a esta ciudad, me presenté a los testamentarios de mi difunto tío y... no quisiera afligir a ustedes con el relato de la indigna acogida que me hicieron. ¡Me trataron de falsario, me despreciaron, se burlaron de mí sin misericordia!...

Sin embargo, confío aún en la justicia de los hombres, y más aún en la de Dios, que no nos abandonará. Participen ustedes de mi esperanza, y consuélense por de pronto sabiendo que existo aún para trabajar por la felicidad de todos.

Me he presentado a las personas para quienes don Mateo me dio cartas de recomendación, y me han prometido ayudarme en mi empresa, particularmente un paisano nuestro, que me quiere ya como a un hijo. Necesito tiempo para llevarla a cabo, porque los testamentarios se defenderán con las armas que nos han usurpado, y que son tan poderosas aquí como en España.»

Ignacio suponía que su hermana y Mateo se habrían casado ya; se acordaba del señor cura, de doña Antonia, de Miguel el cestero y de otros vecinos, y en una postdata pedía a su madre que le encomendase a la Virgen del Carmen, de quien la piadosa y buena Mari era muy devota.

— ¡Hijo de mi alma! — exclamó Mari al terminar Martín la lectura de la carta— . ¡Qué peligros ha corrido el hijo de mi corazón! Pero, al fin, la Virgen Santísima le ha salvado...

— ¡Para lo que le ha servido! — murmuró Bautista con un desdén que excitó de nuevo la indignación de todos los concurrentes.

— ¡Bautista! — dijo Martín con una severidad que nunca se había visto en él— . ¡Ésos no son los sentimientos que tus padres han procurado inspirarte!

— ¡Pobres de nosotros! — exclamó Mari llorando— ¡Este hijo nos ha de quitar la vida y ha de parar en un presidio!

V

Bautista bajaba con frecuencia a casa del señor cura para saber del indiano, que continuaba aún en cama de resultas de la grave herida que recibió yendo de caza.

Su carácter era cada vez más acre para con su familia; de tal modo, que los disgustos que les proporcionaba diariamente habían hecho envejecer de un modo rápido a Martín y a Mari, cuya salud se iba quebrantando de una manera alarmante.

En casa del señor cura, Bautista era el reverso de la medalla; aquellas buenas gentes estaban asombradas del cambio que notaban en su carácter, y doña Antonia, no sabiendo cómo demostrarle su agradecimiento, le preparaba excelentes almuerzos y le confiaba cuanto había en la casa.

El sol teñía con sus últimos resplandores la parda y gigantesca torre de la Jara, recuerdo de los funestos bandos oñacino y gamboino, que desolaron por tanto tiempo el Señorío, y muy particularmente a las nobles Encartaciones.

Una negra y espesa humareda se alzaba en una sebe inmediata a la casería de Echederra, lo que indicaba que había allí carboneros.

En efecto: uno de éstos cuidaba la oya, y otros tres o cuatro escamondaban y picaban leña a corta distancia.

En la parte más alta de la sebe se veía una cabaña, formada de tres palos, una capa de helecho, y sobre ésta, otra de césped.

Uno de los carboneros se dirigió a la cabaña. Reanimó el fuego encendido a la puerta de ésta, y al lado de la cual hervía una oya de hierro colado, llena de habas secas y cecina; echó harina de borona, agua y sal en una desga, y se puso a amasar, en tanto que se calentaba una pala de hierro. Hizo en seguida tortas delgadas como galletas, que cocía en la pala, y cuando acabó esta operación se levantó, y formando con ambas manos una especie de bocina, gritó con robusto aliento:

— ¡Ahaauuu!...

Sus compañeros contestaron con un grito semejante al del tortero, y clavando las hachas en el tronco de los rebollos, se dirigieron hacia la cabaña.

Habían ya acabado de comer y desocupado sus pipas, y sin embargo, permanecían sentados a la puerta de la cabaña.

Comenzó a cerrar la noche.

Los carboneros hablaban en voz baja y daban muestras de impaciencia.

Un hombre apareció al fin, en la parte baja del rebollar y se dirigió hacia la cabaña.

Al notar que se aproximaba, los carboneros dieron muestras de satisfacción.

Vamos — dijo el recién llegado— , no perdamos tiempo; porque yo necesito volver temprano a casa, para que no se extrañe mi tardanza.

— Pues andando — contestaron los carboneros.

— ¿Qué armas lleváis? — preguntó el desconocido.

— Ninguna.

— Allá os las compongáis; yo llevo dos pistolas y una navaja.

— Nosotros vamos a robar, pero no a matar.

— Haga cada uno de su capa un sayo — dijo el de las pistolas y la navaja— ; pero no perdamos tiempo. En el camino os daré las instrucciones que necesitáis y arreglaremos nuestro plan de campaña.

Todos se tiznaron la cara con cisco mojado, y echaron por el rebollar abajo.

— ¿Por qué no viene Chomín? — preguntó el desconocido, designando al que vimos cuidar la oya, y que apenas comió y encendió su pipa, se apresuró a volver a su puesto.

— Haldea la oya — respondieron los carboneros— y es necesario que alguno se quede cuidándola. Además, el que se quede aquí no será el que menos contribuya al negocio.

— ¿Cómo?

— Cantando.

— ¿Para qué?

— Para que los de Echederra y las panaderas que vengan de Castro sientan constantemente a los carboneros en el rebollar.

— ¡Tenéis mucho talento!

— Hagamos por tener mucho dinero.

Media hora después cantaba que se las pelaba en el rebollar un carbonero.

Jacinta, una panadera de Güeñes que venía de Castro con otras vecinas montadas en su mula, decía a sus compañeras:

— ¡Qué buen humor gasta siempre ese condenado de Chomín! Siempre está cantando como un ruiseñor.

— Pues, hija — repuso una de las vecinas— , usted no suele quedarse atrás, que sabe usted más cantas que un ciego. Milagro que hoy ha cerrado usted el pico.

— Es que no estoy para cantar, con lo que sucede en casa del señor cura y en la de Martín el de Echederra.

— Hija, tiene usted razón, que parte el alma la desgracia del indiano y la de los de Echederra. Mari y Martín se quedan sin hijo, como yo soy cristiana.

— ¡Pobre Ignacio! — exclamó Jacinta echándose a llorar— . ¡Qué muerte habrá tenido en esa mar traidora!... Vamos, si le digo a usted que en la vida se me secarán los ojos si ese muchacho ha muerto. Como que fui la primera que le dio de mamar, y le quería como si fuera hijo mío. ¡Pues mire usted la pobre Mari!... Vamos, le cuesta la vida ese hijo.

Las panaderas continuaron su camino, tristes y silenciosas, en tanto que Chomín continuaba su canto.

La casa del señor cura de Güeñes estaba rodeada de nogales y un poco separada de las otras. Era uno de esos edificios de piedra caliza término medio entre el palacio y la fortaleza, y sobre cuya puerta campeaba un gran escudo de piedra. En una de las esquinas estaba incrustado uno de los cuadrantes o meridianos, tan comunes en el país vascongado, y muy particularmente en las Encartaciones.

En aquel país, donde pobres y ricos acostumbran madrugar, reina en las aldeas el silencio más completo durante las primeras horas de la noche, porque aquél es el momento en que los habitantes gozan del más profundo sueño.

El primer sueño es un letargo a la vez dulce y profundo.

Don José dormía y doña Antonia también. El único que no dormía en la casa del cura era el indiano, a quien la calentura desvelaba.

Los perros comenzaron a ladrar.

— ¡Señor tío! — dijo Mateo a don José, que dormía en un cuarto inmediato al suyo.

Don José no respondió, porque continuaba profundamente dormido.

Los perros continuaban ladrando.

— ¡Señor tío! ¡Señor tío! — replicó Mateo.

Al fin el señor cura respondió, y Mateo le dijo:

— León y Capitán ladran mucho, y me parece que suenan las tejas del horno.

— Moverá las tejas el viento, que no cesa de soplar, y los perros ladrarán porque suenan las tejas.

Tío y sobrino guardan silencio.

León y Capitán continuaban ladrando como si los desollasen vivos.

— Tío — dijo Mateo— , me parece que forcejean en la ventana del comedor, que se alcanza desde el tejado del horno.

— ¡Hombre, no seas tonto — replicó el cura medio dormido— si es el viento!

— Lo veremos — dijo Mateo.

Y a pesar de su debilidad, se levantó y abrió, sin hacer ruido la ventana de su cuarto, que estaba en el mismo plano que la del comedor; pero nada absolutamente pudo ver ni oír, a causa de la completa obscuridad y el viento, que lo hizo retirar de la ventana.

León y Capitán ladraban cada vez más.

Mateo oía aún chascar las tejas del horno y moverse la ventana del comedor.

— Quiero ver qué es eso — dijo.

Y cogiendo la escopeta se dirigió al comedor, débilmente alumbrado por una lamparilla, que hacía mucho tiempo dejaba allí encendida doña Antonia.

Al acercarse Mateo a la ventana, ésta se abrió con violencia y un hombre apareció en ella.

El indiano se echó la escopeta a la cara; pero no tuvo tiempo para disparar: el arma cayó de sus manos rota de un pistoletazo disparado por el ladrón.

Este último se lanzó dentro seguido de otros tres. Arrojáronse todos sobre Mateo, le derribaron, le taparon la boca con un pañuelo y le ataron de pies y manos.

Aquellos hombres pasaron en seguida al cuarto del cura y después al del ama, y repitieron la misma operación.

Luego se apoderaron del dinero y de las alhajas de algún valor. Tan bien conocían la casa, que acertaron sin titubear hasta con lo más oculto. Inmediatamente huyeron por la puerta principal, porque iban demasiado cargados para huir por la ventana por donde habían entrado.

Pero he aquí que algunos vecinos de Güeñes habían oído el tiro disparado por el ladrón, y acudían, escopeta en mano, por el nocedal, en el momento en que salían los ladrones.

— ¡Alto! — gritaron.

Pero los ladrones desaparecieron entre los nogales.

Los vecinos hicieron fuego y cayó levemente herido uno de los malhechores, precisamente el que llevaba objetos de menos valor.

Los otros atravesaron el Cadagua y, protegidos por la obscuridad, se internaron en los sombríos castañares de la Jara.

VI

Seis meses después de los sucesos referidos en el capítulo anterior, el señor cura y su sobrino salieron de casa y tomaron la cuesta de Echederra.

En vez de llevar la escopeta al hombro, como en otro tiempo, llevaban gruesos bastones en la mano.

Privado de este apoyo, Mateo, sobre todo, no hubiera podido dar un paso sin caer.

El señor cura, en otro tiempo tan grueso, tan colorado como una manzana, y siempre con la sonrisa en los labios, estaba casi desconocido. Su cabello habla encanecido mucho, su cara estaba arrugada y pálida, y la tristeza de su alma se reflejaba en sus palabras como en sus facciones. Preciso era que el digno sacerdote hubiese padecido mucho para haberse, verificado tal transformación en él.

También Mateo era apenas la sombra de lo que había sido: la palidez de su rostro y la demacración de su cuerpo eran espantosas. Hubiérasele tomado por uno de esos desventurados jóvenes que en la flor de su edad se ven consumidos por una lenta calentura, y de quienes el vulgo se aparta en la absurda creencia de que la tisis es enfermedad contagiosa.

El pobre cura, que necesita apoyo y consuelo, se veía obligado a apoyar y consolar a su sobrino. Los que tienen un alma tan generosa y tan buena como aquel santo ministro del Señor, olvidan sus propias necesidades en presencia de las ajenas.

¡Vamos Mateo, ánimo! — decía a su sobrino. La tarde es deliciosa; por todas partes brotan hojas y flores, y un pájaro canta en cada rama. Es menester que te distraigas. ¿Qué va ti que dentro de quince días estás completamente restablecido?

— ¡Ay, tío! — respondió Mateo— . ¡La naturaleza sonríe, pero mi alma llora!

— Hombre, lo pasado, pasado. Lo que necesitas ahora es distraerte, recobrar la salud y tratar de ganar el terreno perdido. A Dios gracias, eres aún joven y... te casarás y viviremos todos en la gloria, ¡Qué! ¿No te sientes con ánimo para llegar a Echederra?

— Dudo, tío, que pueda llegar hasta allá, a pesar de tanto como lo deseo.

— Pues tienes que sacar fuerzas de flaqueza, porque la pobre Juana no tiene más que nosotros a quien volver los ojos, y no debemos dejarla entregada por completo a la crueldad y tiranía de su hermano.

— ¡Su hermano! ¡Ah, tío! Ya que en la tierra no hay justicia que castigue a tales monstruos, ¿dónde está la justicia de Dios, que no los confunden?

— ¡Mateo! Dios es justo y toma siempre en cuenta así el mal como el bien que los hombres hacen. Bautista ha llevado a sus padres a la sepultura a fuerza de disgustos, y no dudes que tarde o temprano encontrará su merecido.

Conversando así tío y sobrino, subieron poco a poco la cuesta que media entre el valle y Echederra.

Al llegar bajo los cerezos, Juana se asomó casualmente a la ventana, y apenas los vio, salió a su encuentro loca de alegría.

La pobre joven llevaba luto... ¡luto en el cuerpo y luto en el alma!

Instó a los recién llegados a que entrasen en la casa; pero ellos prefirieron, sentarse a la puerta en un poyo de piedra, porque estaban harto fatigados para subir la escalera. Además, aquel sitio ofrecía vistas magníficas, pues desde allí se descubría todo el valle y los montes situados al otro lado del Cadagua, donde se alzaba como negro espectro la torre de la Jara.

— ¿Y Bautista? — preguntó don José.

— Ha ido a Avellaneda — respondió Juana.

Conviene saber que en la época en que pasaron los sucesos que voy contando, Avellaneda, aldea del concejo de Sopuerta, limítrofe con Güeñes, era la residencia de un teniente corregidor de Vizcaya y cabeza de las Encartaciones.

— Estamos — dijo el cura— en tiempo de la siembra de la borona, y no habéis layado aún un celemín de tierra. ¿Es posible que tu hermano abandone así la labranza?

— ¡Ay, señor don José! No sé a qué atribuir semejante abandono. Dos o tres veces hemos sido Bautista y yo citados a Avellaneda para declarar en la causa que se sigue al carbonero preso a consecuencia del robo hecho en casa de ustedes, y después el teniente, no ha vuelto a acordarse de nosotros. Sin embargo, mi hermano va casi todos los días a Avellaneda. Hace una porción de tiempo que todo lo que pasa aquí es un misterio impenetrable, y me temo que este misterio tenga relación con la muerte de mis padres. ¡Padres de mi alma!

Juana se echó a llorar sin consuelo.

— Vamos Juanita, ¿a qué vienen esas lágrimas?— dijo el cura— . La resignación es uno de los primeros deberes del cristiano. La vida de tus padres era de Dios, y Dios ha dispuesto de ella. ¿Debemos quejarnos de lo que Dios hace? Explícanos, si puedes, qué especie de misterio, ves en la muerte de tus padres.

— Hacía algunos meses que mi hermano se encerraba en su cuarto con un hombre de mala traza, que venía a casa de noche. Estas visitas no admiraban menos a mis padres que a mí. Una noche que mi padre se había acostado ya, le vi levantarse y acercarse de puntillas a la puerta del cuarto donde mi hermano estaba, como noches atrás, encerrado con el desconocido. Volvió a la cama, y un momento después oí sollozar a mi padre y a mi madre. A la mañana siguiente mis padres se levantaron como si hubiesen pasado una grave enfermedad, y desde aquel día su salud se alteró de tal modo, que mi madre murió al cabo de tres meses y mi padre a los cuatro.

— ¡Es cosa muy singular! — exclamaron don José y Mateo.

— Tío — añadió éste último— , tengo una horrible sospecha...

— Mateo, no pensemos mal de nadie. ¡Lo que sospechas sería el colmo de la iniquidad y la ingratitud!

— Juana no comprendió el sentido de estas palabras.

— Pero ¿cómo se porta ahora tu hermano contigo? — le preguntó Mateo.

— Nunca veo la sonrisa en sus labios, nunca me dirige una palabra cariñosa, y algunas veces me pega.

— ¡Infame.' — exclamaron el cura y su sobrino llenos de indignación.

— Yo le veré y lo diré lo que se merece — añadió el primero.

— No, no, por el amor de Dios; no le digan ustedes nada — exclamó Juana aterrada— , porque sería capaz de matarme, pues ya me las ha jurado si me quejo a ustedes o a cualquiera otra persona del mal trato que me da.

— Bien — dijo el cura— , sufre con resignación algunos días más. Dios acabará de dar la salud a Mateo, y entonces mi sobrino arrancará a la víctima de manos del verdugo.

— Por Dios, no hablemos más de esto, que ya viene mi hermano.

En efecto: Bautista asomaba por un altillo situado a tiro de piedra de la casería.

Todos callaron hasta que llegó Bautista.

VII

Al ver a don José y al indiano, Bautista pareció sorprenderse y sobresaltarse un poco, por que temía, sin duda, que le reconviniesen corno merecía su conducta; pero procuró dominar su turbación y saludó con bastante desenfado.

— ¿De dónde vienes, Bautista? — le preguntó el cura.

— Vengo — respondió el joven, turbándose nuevamente— de los Somos, adonde he ido a ver si Miguel el cestero me ha concluido un par de cestas que le encargué hace días.

— Mucho tiempo has empleado de aquí a casa de Miguel para haber apenas un cuarto de legua.

— Es que... Miguel se ha empeñado en que me quedara a comer con él.

El cura y su sobrino excesivamente crédulos, como suelen serlo las personas honradas, creyeron que Juana se había equivocado y no dudaron ya que Bautista venía de los Somos y no de Avellaneda.

— Pero ¿es posible, Bautista — continuó el señor cura— , que descuides la hacienda hasta el extremo de no haber vuelto un terrón, cuando ya todos los vecinos van concluyendo la siembra? ¿Qué es lo que piensas, Bautista?

— Pienso no sembrar.

— ¡Será posible! — exclamaron el cura y su sobrino— . Abandonar así...

— Voy a vender la casa y la hacienda para irme con mi hermana a vivir a Bilbao. Con lo que nos valgan esos miserables terrones pondremos una tienda; porque aquí, por más que uno se reviente, no gana para comer borona y nabos.

— ¡Vender la casa y la hacienda! — exclamó el cura tan indignado como Juana y Mateo al saber semejante proyecto— Es imposible, Bautista, es imposible que reniegues de tu familia hasta el extremo de vender la casa en que nacieron, vivieron y murieron tus padres; en que naciste tú. Bautista, o te chanceas, y te has vuelto loco.

— Ni me he vuelto loco, ni me chanceo — replicó Bautista con torro insolente— Extraño mucho que se metan ustedes en camisa de once varas. Soy el hermano mayor, mi padre murió sin testar y puedo hacer de la casa y la hacienda lo que me dé la gana.

— La casa y la hacienda pertenecen también a tus hermanos.

— En dándoles los quinientos ducados de dote que tocan a cada uno, estamos en paz. Mañana mismo, que es domingo, voy a poner en el pórtico de la iglesia el anuncio de venta.

— ¡Qué picardía! ¡Qué infamia! — exclamaron el cura y Mateo, en tanto que Juana se deshacía en lágrimas, sin atreverse a despegar los labios.

— Lo dicho; haré lo que se me antojo — repitió Bautista cada vez con más insolencia— . Métanse ustedes en sus negocios y no en los del vecino, que cuidados ajenos matan al asno.

El cura se disponía a responder, pero Bautista lo volvió la espalda, y se entró en la casa cantando:


En mi casa hay un libro,
dice la letra:
En cuidados ajenos
nadie se meta.
 

— Juana — dijo el cura— , deja a ese monstruo; vente con nosotros, y no lo vuelvas a mirar a la cara.

— ¡Ay! No me atrevo — contestó Juana— , no me atrevo, porque sería capaz de matarme.

— ¡Juana! ¡Juana! — gritó Bautista desde el interior de la casa— . ¡Nada se te ha perdido ahí!

— No le hagas caso, vente con nosotros — dijeron el cura y Mateo a la pobre muchacha, procurando detenerla.

— No, no, porque nos mataría a los tres antes que nos alejásemos cien pasos, si viese que yo me iba con ustedes. Adiós, adiós; tengo que obedecerle, porque si no, ¡pobre de mí!

Y se apresuró a subir la escalera.

El señor cura y el indiano tomaron el camino de Güeñes en silencio y con los ojos arrasados en lágrimas.

A mediados de la cuesta, en un torco, donde el camino de Echederra formaba encrucijada con el de los Somos, se detuvieron a descansar.

Las campanas de Santa María tocaban a la oración, y el anciano y el joven se descubrieron la cabeza y rezaron las tres Avemarías.

— No dude usted, señor tío — dijo Mateo cuando acabaron de rezar— , que Bautista venderá la casa paterna. Es necesario que la casería de Echederra continúe perteneciendo a la familia que la ha poseído siempre. Yo emplearé en ella el escaso capital que me dejaron los ladrones, y cuando vuelva Ignacio, si Dios quiere que vuelva, podré decirle, venga pobre o venga rico: «Ahí tienes el hogar de tus padres, que tu hermano quiso arrebatarte por medio de una sacrílega venta». Si el Señor permite que Juana y yo nos unamos, viviremos en Echederra hasta que Ignacio vuelva, y el sudor de nuestras frentes fertilizará esas tierras, que hoy están abandonadas e incultas.

— ¡Bien, Mateo, bien! — exclamó el cura, enternecido y echando los brazos al cuello de su sobrino— . ¡Tienes el alma más noble de este mundo!

— ¿No es Miguel el cestero aquel que viene por allá abajo? — dijo Mateo señalando al pie de la colina.

— ¡Justamente! — respondió don José— . Y no tiene trazas de venir de los Somos, donde debía estar, a juzgar por lo que nos ha dicho Bautista.

Miguel, que venía a caballo en una mula, llegó poco después al torco.

— Buenas tardes, o mejor dicho, buenas noches, señor don José y la compañía — dijo Miguel deteniendo la mula.

— ¡Hola, Miguel! ¿De dónde se viene por ahí?

— Vengo de Bilbao de vender un poco de obra.

— ¿Y qué tal ha ido?

— No hemos hecho negocio, señor don José, porque he tenido que estar por allá dos días, y al cabo he vendido los cestos por un pedazo de pan. ¿Y qué había de hacer? Los tiempos están muy malos, y con la caballería se gasta uno un sentido en Bilbao. Luego me ha dado Dios un genio tan pícaro, que soy hombre perdido si estoy un par de días sin ver a la mujer y los chicos. ¡Qué quiere usted, señor don José! Como dijo el otro, genio y figura hasta la sepultura. Ello sí, la mujer y los hijos lo dan a uno guerra; pero... ¡qué caramba! tienen un ganchillo que le arrastra a uno hacia casa, aunque uno no quiera. ¿Y ustedes vienen de dar un paseito, no es verdad? ¡Muy bien hecho! Así irá tomando fuerzas el señor don Mateo.

— Sí, nos hemos llegado como quien no quiere hasta Echederra.

— ¡Hola! ¡Hola! Ha sido una caminata más que regular. ¿Y qué me dicen ustedes de aquella gente? ¿Han sabido algo de Ignacio? Hace ya un siglo que no veo a Bautista ni a Juana.

— No, no han sabido nada.

— Si Ignacio estuviera en Echederra, un poco mejor andaría allí la cosa. El tal Bautista es el más holgazán que ha nacido de madre. Y si no, que se lo pregunten a su hacienda. ¡Ah! ¡Si Martín y Mari, que Dios haya, levantaran la cabeza y vieran cómo está su casa, se volvían a morir de pesadumbre!

— ¿No sabes que Baustista piensa vender la casa y la hacienda?

— ¡En el nombre del Padre y del Hijo!... ¡Qué me dice usted, señor don José! — exclamó Miguel santiguándose.

— Lo que oyes.

— ¡Bah! ¡No se puede creer semejante locura! ¿Es posible que haya quien tenga valor para vender, como quien dice, el escaño en que se sentaron sus abuelos, sus bisabuelos, todos sus antepasados? Por todo el oro del mundo no vendería yo mi casa ni mi hacienda. ¿Puede haber más gloria que poder uno decir todos los días: «Este árbol le plantó mi padre, este otro le plantó mi abuelo, aquí jugábamos mis hermanos y yo cuando éramos chicos, aquí se sentaba mi madre, aquí...», en fin, mil cosas que uno no puede explicar? ¡Qué pícaro de Bautista! Si Ignacio, que es tan buen muchacho, supiera lo que pasa, se plantaba en Echederra de un brinco y no permitiría semejante barbaridad.

¡Ya le ajustaría él las cuentas a ese bala de Bautista!...

— Pues para evitar que el pobre Ignacio se encuentre sin la casa donde nació, trata éste de comprarla.

— ¡Bien hecho! Ya, ya lo entiendo, señor don José — dijo Miguel con una sonrisa de satisfacción— . ¿Conque, según eso, el señor don Mateo se casa al cabo con Juana? Le doy la enhorabuena como soy Miguel. La chica vale más oro que pesa. Como que ha salido pintada a la pobre Mari... ¡Y qué vida le da el hereje de su hermano! ¡Válgame Dios, señor don José, qué cosas se ven en este pícaro mundo!

— Pero como Mateo, a pesar del robo, pasa por rico, Bautista querrá hacerle pagar el antojo...

— Tiene usted razón, señor don José. ¡Y que no es avaro el tal Bautista!

— Pues bien: para evitarlo, nos vas hacer tú un favor.

— Con el alma y la vida, señor don José. Díganme ustedes como puedo servirles.

— Comprando como que es para ti, la casería de Echederra.

No diga usted más. Serán ustedes servidos. Mañana, si Dios quiere, de paso que bajo a misa, arreglaremos muestre plan.

— Gracias, Miguel.

— ¡Qué gracias ni qué!... Las gracias son para las amos... Perdone usted, señor don José, que iba a decir una barbaridad. Conque ea, buenas noches. ¿Quieren ustedes algo para los Somos?

— Memorias a tu mujer.

— Las agradecerá mucho. Dénselas ustedes de mi parte a doña Antonia.

— Y le añadiremos que mañana te prepare unas magras y un jarro de chacolí.

— ¡Jeje! ¡Jeje! No vendrán mal, señor don José. Ea, que siga el alivio del señor don Mateo, y hasta mañana, si Dios quiere.

— Hasta mañana, Miguel.

El cestero siguió su camino, y el cura y Mateo volvieron a emprender el suyo a la luz de la luna, que brillaba como el sol a medio día.

VIII

En una de las calles peores de Bilbao la Vieja había una tiendecilla adonde entraban gentes de aspecto miserable.

Estas gentes iban a dar o tomar dinero, pero rara vez a comprar.

Detrás del mostrador se veía constantemente a Bautista, contando y recontando dinero, atando y desatando líos de ropa usada, doblando y desdoblando recibos, cuya procedencia y valor conocía aunque no sabía leer. De cuando en cuando llamaba desde la puerta de la trastienda a Juana, que aparecía inmediatamente detrás del mostrador, y por orden de su hermano hacía apuntaciones en un libro o ajustaba con la pluma una cuenta que Bautista ya había ajustado con los dedos.

Inspiraban profunda compasión la demacración y el miserable traje de la pobre Juana. Para ella no había descanso, ni caricias, ni nada que enjugase las lágrimas que derramaba con frecuencia acordándose de sus padres, de su hermano Ignacio, de quien nada absolutamente sabía, y de Mateo, que aún, no se había restablecido por completo. La recompensa de su trabajo era la desnudez, el hambre, los insultos y los golpes. Pero sus labios jamás proferían una queja. Bautista, prevaliéndose de su fuerza y de la debilidad de la pobre joven, había adquirido tal dominio sobre ésta, que la infeliz temblaba al oír su voz. Una mirada de aquel hombre le imponía silencio y le hacía bajar la cabeza con una mansedumbre y una resignación que hubiera desarmado a un tigre.

Una noche entró en la tienda de Bautista un hombre de manos y cara tiznadas.

Bautista palideció al verlo y se apresuró a cerrar la tienda, a pesar de que aún no era la hora ordinaria de cerrarla. Luego entornó la puerta de la trastienda, después de cerciorarse de que su hermana estaba en las habitaciones interiores, y fue a sentarse al lado del recién venido, que se había sentado casi sin saludar.

— ¿Qué hay de nuevo, Chomín? — preguntó al forastero.

— Poca cosa — contestó éste— : que el pájaro se cansa de la jaula, y dice que si vosotros no le sacáis de ella como le ofrecisteis, va a cantar para entretenerse y para algo más. Mientras yo le he hecho compañía ha tenido paciencia; pero desde que recobró la libertad, gracias a que pude probar, con la declaración de Jacinta la panadera y otros testigos que pasé la noche de la fiesta cantando al lado de mi oya, el pobre se muere de fastidio, y dice que va a cantar, para que, atraídos por su canto, vayáis a hacerle compañía.

Bautista dio una patada en el suelo, profiriendo una obscenidad, y dijo:

— ¿Y por qué se me han de echar a mí todas las cargas, cuando la misma obligación tenemos todos de sufrirlas?

— Poquito a poco, amigo, que yo he pagado ya mi escote. Para veinte miserables onzas que me disteis, he estado veinte semanas en la casa de poco trigo; en tanto que vosotros, que, sin contar con las alhajas, os calzasteis con más de doscientas onzas cada uno, no habéis dormido siquiera una siesta en los calabozos de Avellaneda. Los otros han puesto pies en polvorosa, y, por consiguiente, tú eres el único que corres riesgo de... tú ya me entiendes, si a fuerza de argumentos amarillos no convences a los señores de justicia de que deben abrir la jaula al pájaro.

— Te juro, Chomín, que no tengo un cuarto.

— ¡A otro can con ese hueso! ¡Si ganas el oro y el moro prestando dinero al ciento por ciento! Ándate con cuidado, Bautista, que en Güeñes ha comenzado a correr cierto rum rum que no debe agradar mucho a tu oído.

— ¿Y qué me importan a mí las habladurías de los de Güeñes?

— ¿Tú no sabes lo de Rumbana?

— No, ni me importa saberlo.

— ¿Es posible, hombre, cuando no hay en las Encartaciones un niño de teta que no sepa lo que le pasó a Rumbana! Te lo voy a contar, ya que no lo sabes.

— Chomín, déjate de cuentos que nada tienen que ver conmigo.

— ¡Que no tienen que ver contigo! Oye, Oye, compañero, y verás si tiene que ver o no contigo lo que le pasó a Rumbana. Rumbana era un vecino de Zalla, que durante mucho tiempo se dio una vida de príncipe, con el producto en venta de la casa y la hacienda de sus padres. Al fin y al cabo, las amarillas se acabaron, y al pobre Rumbana se lo llevaban quinientos mil demonios viendo que se le habían acabado la buena vida. Cavila que cavila para recobrarla, una noche se plantó en Güeñes, metió mano al tesoro de un indiano, y se volvió a Zalla más contento que unas Pascuas con la nueva provisión de peluconas. Por más vueltas que dio la justicia, no pudo descubrir al autor de aquella hazaña; pero hete que cuando ya nadie hablaba de ella, pobres y ricos, jóvenes y viejos, chicos y grandes, y gordos y flacos, empiezan a cantar:


Rumba, Rumbana,
los doblones de Güeñes
rumban en Zalla.
 

El teniente de Avellaneda oye la canta, echa los cinco mandamientos al pobre Rumbana, y lo hace bailar el bien parado en la horca. Conque, compañero, aplica el cuento, y mira si tiene o no tiene que ver contigo; mira si el rum rum que corre en Güeñes puede o no llegar a oído del teniente. Compañero, tú has dicho: «Aunque tengo dinero, no puedo gastarlo en Güeñes, ni aun en Bilbao, sin que alguno diga: «¿De dónde salen esas misas?» y alguno conteste: «De casa del cura». Metámonos a comerciantes, después de vender la casa y la hacienda, para que se sepa de dónde ha venido el capital, y, establezcámonos un poco lejos para que los que me conocen a fondo no metan el cuezo en mis operaciones». ¿No es verdad, compañero, que esto ni más ni menos, es lo que tú has dicho?

— Pero ¿a qué viene todo eso, Chomín?

— Viene a decir que obraste con mucho talento, y que para obrar también con talento, esta noche me debes dar una docenita de onzas, a ver si untando la mano con ellas a los pajareros de Avellaneda, abren la jaula del pájaro preso.

— Es imposible, Chomín; te digo que es imposible, porque no las tengo. Y aunque las tuviera, ¿te parece a ti que no he dado ya bastante?

— Compañero, haz lo que te dé la gana. Voy a dar tu contestación al pájaro enjaulado. Verás cómo canta...

— ¡Ah! — exclamó Bautista en el colmo de la desesperación— . ¡Mal rayo de Dios me mate si esto es vivir! ¡Esto es sufrir mil muertes, esto es el infierno en la tierra! ¡Ni duermo ni descanso! ¡Siempre con sobresaltos, siempre con pesadillas, siempre el infierno en el alma! ¡Soy el hombre más desgraciado de este mundo!

Chomín se puso a cantar por lo bajo con una sonrisa irónica:


Tú lo quisiste,
fraile mostén;
tú lo quisiste,
tú te lo ten.
 

— Conque, compañero — añadió— , dame esas doce oncitas, que si no, canta el pájaro.

Bautista rechinó los dientes, meneó la cabeza, profirió una horrible blasfemia, tiró de un cajón, y sacando seis onzas de oro las arrojó sobre el mostrador.

— Compañero — dijo Chomín, siempre con el mismo tono burlón— , vengan las otras seis.

— No tengo más.

— El pájaro necesita doce.

Bautista echó una onza más.

— Vamos, suelta las otras cinco, compañero.

Bautista echó otra onza y otra blasfemia.

— Compañero, ya faltan pocas.

— No tengo más.

— Compañero, que va a cantar el pájaro...

Bautista arrojó sobre el mostrador otra onza.

— Daca las tres que faltan.

— ¡Tres centellas que te tumben, y a mí el primero!...

— Compañerito, ¡que el pájaro está rabiando por cantar!...

Bautista soltó otra onza y otro juramento.

— ¡Ánimo, compañero que ya falta poco!

— ¿No doy más, aunque me desuellen vivo!

— Que el pájaro va a cantar, compañero; que te huele el pescuezo a...

Bautista soltó otra onza.

— Un esfuercito más, compañero; ¡ánimo!

— ¡No doy más, aunque me hagan tajadas!

— ¡Que canta el pájaro!...

— Que cante lo que le dé la gana.

— ¡Miserable! ¿Por una onza vas a consentir que te pongan el corbatín?... ¿Sabes, compañero, que estarás guapo haciendo volatines con un palmo de lengua fuera?...

Bautista, ciego de furor, arrojó otra onza, diciendo:

— Toma, y gástala en cuerda para ahorcarme.

— Esos son gastos del verdugo — replicó Chomín con mucha calma, recogiendo la onza— . Ea, ábreme la puerta, que voy a Avellaneda a ver si puedo introducir estos cañamones por entre los alambres de la jaula. En seguida me vuelvo a los rebollares de la Arbosa, a ver si haldea una oya que tengo allí encendida: porque como fuisteis tan tacaños para conmigo al hacer las particiones, he tenido que volver a agarrarme al hacha.

Bautista, aparentando tomar la llave de la puerta, tomó un cuchillo que estaba medio escondido en un extremo del mostrador, y empuñándole con disimulo, dio un paso hacia Chomín.

— Compañero — le dijo éste sin abandonar su burlona sonrisa y amartillando una pistola que sacó del bolsillo interior de la chaqueta— , si no encuentras la llave de la puerta; aquí tengo yo una que abre puertas y ventanas... en la cabeza o en el pecho, mejor que ese cuchillo.

Bautista dejó caer el cuchillo al suelo, balbuceando una cobarde disculpa y apresurándose a abrir la puerta, por la que desapareció Chomín.

Entreabrió en seguida el cajón, y al contemplar el vacío que habían dejado las doce onzas de oro, empezó a blasfemar y a tirarse de los pelos y a llorar como un niño.

Algunos días después el mismo Bautista se hallaba en la tienda, cuando el cartero le entregó una carta franca de porte, y cuya primera dirección, «Güeñes», había sido borrada y sustituida con la de «Bilbao».

Bautista llamó a Juana, a quien mandó que leyese la carta, lo que la joven se apresuró a hacer llorando de alegría.

La carta era de Ignacio.

Ignacio, que ya sabía la muerte de sus padres, escribía a sus hermanos, anunciándoles su próxima vuelta. Decíales al mismo tiempo que poseía, no la herencia que había ido a buscar, y que había reclamado inútilmente, sino una gran fortuna, de que podía disponer a su antojo, porque le pertenecía exclusivamente. Dios había compensado sus penas, concediéndole en pocos años más riquezas que adquieren en toda su vida la mayor parte de los españoles que pasan al Nuevo Mundo; un vizcaíno establecido en Méjico le había ayudado eficazmente en sus gestiones para arrancar la herencia a los testamentarios de su difunto tío, y habiendo muerto aquel mismo protector sin heredero legítimo, le había legado su capital, con objeto de indemnizarlo de la pérdida de sus esperanzas, que entonces era ya completa.

«Soy rico — decía Ignacio— , y mis hermanos participarán de mis riquezas si, como espero, continúan siendo dignos de mi cariño.»

La desesperación de Bautista no tuvo límites.

Si su hermano trajese la herencia que había ido a buscar, Bautista hubiera podido reclamar la tercera parte que lo correspondía; pero teniendo otra procedencia las riquezas de Ignacio no tenía derecho a reclamar parte alguna. Además, Bautista veía una amenaza en la carta de su hermano.

Reconociendo que se había portado indignamente con sus padres y su hermana, y no pudiendo ya adular a los primeros para que justificase su conducta, aduló a Juana por todos los medios.

Desde aquel día la situación de la pobre muchacha varió completamente. Bautista proporcionó a su hermana criados que la sirviesen; puso a su disposición ricos trajes, la rodeó de comodidades y cariño; nada, en fin, escaseó para tenerla contenta.

Juana, que no sospechaba las miras interesadas de su hermano, creía que el dedo de Dios había tocado el corazón de su verdugo; se juzgaba dichosa viendo el cambio de Bautista y el amor fraternal, que se había transformado insensiblemente en odio, iba recobrando poco a poco su antiguo carácter en el corazón de Juana.

Juana comenzaba a amar a Bautista tan tiernamente como amaba a Ignacio.

IX

Castro— Urdiales es un puerto de mar situado a cinco leguas de Güeñes y a siete de Bilbao. Hay allí mercado los jueves y los domingos y a él acuden las panaderas de Güeñes, Zalla, Sopuerta y otros concejos de las Encartaciones.

Un domingo, a cosa de las diez de la mañana, se dirigió a la plaza de Castro— Urdiales un joven que, procedente de Santander, acababa de desembarcar en el muelle denominado el Sable.

Detúvose cerca de los puestos de pan, y acercándose a una panadera, la dijo con tono familiar y alegre:

— ¿Qué tal va la venta, rábula de Güeñes?

La panadera le miró sorprendida, y sin que pareciera picarse por el calificativo de rábula con que en Vizcaya se tienta la paciencia a los de Güeñes, del mismo modo que con el de brujos a los de Zalla, y el de hechiceros o legadores a los de Galdames.

— O tengo cataratas — dijo— — — , o usted es... Pero ¡ea! ¡Aquél no era tan buen mozo!...

— ¡Calla! ¿Conque no me conoce ya la buena de Jacinta?

— ¡Virgen Santísima! — exclamó la panadera, abriendo sus brazos al joven— ¡Ignacio!

Y la aldeana y el joven se abrazaron con efusión.

Jacinta — preguntaron las otras panaderas— . ¿Es pariente de usted ese caballero?

— No lo es, no; pero le quiero como si fuera hijo mío — contestó Jacinta llorando de alegría y reventando de orgullo— . Yo fui la primera que le dio de mamar. ¡Qué hermoso estás, hijo! ¡Cómo has crecido! ¡Ah! ¡Si tu madre levantara la cabeza! ¡Cómo te quería la pobre Mari, que esté en gloria! Muchas veces decía yo: «Pero mujer, ¡ese hijo te va a volver a ti chocha!» Y el señor cura me decía; «Déjela, Jacinta, que Ignacio es su Benjamín». ¡Qué dolor, qué dolor, hijo, haber dejado la familia tan unida y tan buena y encontrar ahora a unos muertos, y a los otros, Dios sabe dónde!

— ¡Qué me dice usted, Jacinta! ¿No están mis hermanos en Echederra?

— ¡Qué! ¿No sabes que aquel hereje de Bautista vendió la casa y la hacienda a Miguel el cestero y se fue a Bilbao con tu hermana?

— ¡Dios mío! — exclamó Ignacio aterrado— ¿Conque mi hermano ha vendido la casa?

— Lo que oyes, hijo. ¡Si aquél no tiene entrañas! ¡Si no tiene ley a la camisa que lleva puesta! Como que mató a disgustos a su padre y a su madre.

Ignacio, cuyos ojos se arrasaban en lágrimas, quiso mudar de conversación.

— ¿Y cómo están el señor cura y los de su casa?

— Así, así, hijo. El señor cura ha envejecido mucho; el indiano se hirió con la escopeta vendo de caza, y aún no está del todo bueno. Por eso no se ha casado todavía con tu hermana; porque, lo que él dice: «¿Para qué me he de casar con esa pobre muchacha, exponiéndola a quedar viuda y pobre en lo mejor de su edad?» La que va tirando mejor es doña Antonia; y eso que la pobre ha pasado la pena negra con tantas desgracias; porque tiene mucha ley a la casa; es lo que se llama una buena señora. Teniéndolo ella, no lo pasará mal ninguna vecina. ¡Y si supieras cuánto te quiere, hijo! Siempre está con Ignacio a vueltas. Pero ¿cómo te ha ido en las Indias, hijo?

— En las Indias muy bien; pero muy mal en el mar. El barco que traía todo mi caudal se ha perdido, y con él toda mi fortuna; de modo que vuelvo tan pobre como me fui.

— ¡Ay, qué dolor, hijo! Pero ¡qué caramba! Has salvado el pellejo, y eso es lo principal. Anda, no te apures por eso, que, como dijo el otro, nunca falta un pedazo de pan habiendo salud. Conque nos iremos juntos a Güeñes, ¿no es verdad? He traído dos caballerías, y nos iremos tan campantes cada uno en la nuestra...

— Gracias, Jacinta; pero me voy a embarcar para Bilbao, ya que mis hermanos están allí. Quiero verlos antes de ir a Güeñes.

— Haces bien — dijo— , haces bien; porque, como dijo el otro, aquél a quien no le tiran los suyos no le puede ayudar Dios. Es verdad que Bautista es un descastado; pero, al fin, es tu hermano, y la sangre siempre tira. ¡Válgame Dios, hijo! ¡Que ha de haber siempre un Judas en las casas!... Figúrate tú si Juana se alegrará de verte. ¡Qué poco se parece aquélla a tu hermano! Es el vivo retrato de tu madre, que esté en gloria. Siempre trabajando en el arreglo de su casita... ¡Y qué manos tiene para todo!

Jacinta tuvo que interrumpir su sempiterna charla para despachar pan a un marinero que, se acercó a su banasta.

— Conque, hijo, ¿mandas algo para Güeñes?

— Memorias a su familia de usted y a todos, que no tardaremos en vernos por allá.

A la mañana siguiente, muy temprano, Ignacio se embarcó de nuevo en un quechemarín que salía para Bilbao, donde desembarcó algunas horas después.

Juana y Bautista estaban en la tienda cuando Ignacio apareció a la puerta de la misma.

Los tres exhalaron un grito de alegría y se confundieron en un solo abrazo.

Es imposible pintar los extremos que Bautista hizo para demostrar a Ignacio su alegría y su cariño, y es imposible aún dar una idea de la dicha que inundaba el corazón de Juana y el de Ignacio.

Pasadas las primeras efusiones del cariño fraternal, Ignacio refirió a sus hermanos las vicisitudes de su viaje, y concluyó por decirles lo que había dicho a Jacinta: que se veía reducido la miseria, que sus riquezas habían sido tragadas por el mar con el buque que las conducía.

Bautista y Juana apoyaban su brazo en el cuello del indiano mientras éste hablaba; pero al oír el primero que su hermano volvía tan pobre como fue, se apartó de él, como si Ignacio hubiese dicho que venía contagiado de la peste. Juana, por el contrario, le estrechó contra su corazón; pero una mirada de Bautista, una de aquellas miradas que hacía mucho tiempo dominaban su voluntad y llenaban su corazón de miedo, puso término a sus tiernas efusiones.

— Ignacio — dijo Bautista— , bastantes sacrificios he hecho por nuestra familia desde que te fuiste, y no me creo obligado a hacer más. Si eres pobre, yo también lo soy. Trabaja para ganar el pan, que lo más que yo puedo hacer es trabajar para ganar el mío y el de Juana.

— ¡Es decir, que me cierras la puerta de tu casa! — exclamó Ignacio con el corazón lleno de amargura— . Pues bien, Bautista, si me arrojas de tu hogar, yo buscaré otro; yo rescataré el de nuestros padres, sacrílegamente vendido por ti, y viviré en él con mis recuerdos y mi miseria... o mi riqueza.

Y al decir estas palabras, se alejó, dejando a Juana anegada en llanto.

— ¡El último desengaño! — exclamó al salir— . ¡También ella abandona a su hermano!

Al salir de Bilbao tomó el camino de Güeñes.

Al llegar a Altamira se detuvo para tomar aliento y contemplar el hermoso paisaje que se ofrecía a su vista.

Allá, en el valle del Ibaizábal, se destacaban las torres de Bilbao, y la insigne basílica de Santiago alzaba a Dios, con la sonora voz de sus campanas, un canto de regocijo.

A Ignacio le pareció que aquellas campanas doblaban por las esperanzas de felicidad y amor que acababan de morir en su pecho.

Así que descansó un poco, Ignacio continuó su camino, abatido, triste, desconsolado, con la desesperación en el alma.

Pasó el puente de Castrejana, construido, como otros muchos, por el diablo, según la creencia popular, y al cabo llegó a Sodupe, es decir, entró en el valle nativo.

— ¡Ah, Dios mío, qué dulce debe ser, después de una larga ausencia, contemplar el valle en que uno nació!

Ignacio trepó a la cúspide de una colina que se alzaba cerca del camino, y desde allí descubrió la casería de Echederra, la casa en que había nacido, semejante a una blanca paloma posada en una mata de rosales.

En aquella casa no le esperaba ya una madre desconsolada con su ausencia. Al llegar al campo de los cerezos, ningún grito de alegría le saludaría en aquellas ventanas, ni una madre, ni un padre, ni una hermana, ni un hermano, saldrían por aquella puerta a recibirle con los brazos abiertos; que el hogar de sus mayores estaba ocupado por extraños, y ni aun le sería permitido penetrar en él una vez para refrescar su corazón con los recuerdos de la infancia.

— ¡Dios mío! — exclamó el joven— . ¡Por qué no me han dado sepultura las ondas del Océano!

Apartó del valle natal sus ojos anegados en lágrimas, y dirigiéndolos al lado opuesto, lanzó un grito de alegría, se precipitó al camino, y recibió en sus brazos a una pobre joven que se dirigía a él con ansia de ceñirle con los suyos.

Aquella joven era Juana. ¡Era la hermana de su alma!

— ¡Ignacio! ¡Ignacio! — exclamó la pobre muchacha.— Quiero participar de tu pobreza, quiero vivir a tu lado, cualquiera que sea tu suerte. Fui débil; pero apenas te alejaste, me avergonzó de mi debilidad y mi cobardía; pensé en tu soledad y tu aflicción, y tuve valor para huir de nuestro hermano. ¡Ay, Ignacio! ¡Con cuánta razón decía nuestro padre que Bautista tenía mal corazón! ¡Bautista es rico, y te abandona porque eres pobre!

— ¡No, hermana mía! — exclamó Ignacio, loco de placer, loco de felicidad, loco de amor— . No, soy pobre conservando tu cariño. Tu cariño era lo único que me faltaba, porque soy rico, tengo una fortuna inmensa, que he querido ocultaros para saber si el amor de mis hermanos era de interesado. ¡La felicidad nos espera allí!

E Ignacio indicó con la mano la casa natal, y ambos hermanos continuaron su camino asidos amorosamente del brazo, en tanto que las campanas de Santa María de Gueñes tocaban a la oración.

X

Quince días después de la vuelta de Ignacio a Güeñes se agolpaba un gentío numeroso al valle, y el tamboril sonaba al compás de las campanas en el campo que rodea la iglesia de Santa María. Celebrábase la romería de la Santa Patrona, y acudían a ella los habitantes de las aldeas comarcanas.

Jacinta la panadera salía de la iglesia con su mantilla de franela y su vestido de estameña de Toledo, alegre como una Pascua, y aseada como generalmente lo son las aldeanas del nobilísimo y leal Señorío.

Como encontrasen al paso a una de sus vecinas, se puso a charlar con ella, porque ya sabemos que, a Dios gracias, Jacinta no era muda.

— ¿Vas a la iglesia, Agustina?

— Sí, voy a ver a los novios.

— ¡Ay, hija! ¡Ella está como un serafín, y él como un ángel del cielo!

— ¿Y quiénes son los padrinos?

— Mujer, ¿quiénes quieres que sean? Doña Antonia e Ignacio, o más bien don Ignacio, porque siendo el más rico de Güeñes, es menester darle el don, aunque él ni siquiera el usted admite. ¡Qué grandísimo pícaro! ¡Cómo me engañó en Castro!

— Hija, que Dios los haga muy felices, porque se lo merecen, mejorando lo presente.

— ¡Mira tú si los hará! Hasta el señor cura se ha remozado, y en quince días ha recobrado aquellos colores de rosa que le han hecho siempre tan hermosote.

— Tú que eres medio de la casa, podrás contarme algo de la boda.

— ¡Vaya si puedo! Como que estoy convidada a ella. ¡Para que Ignacio olvidara en tan gran día a la primera que le dio de mamar! Pues, hija, lo primero que hizo al llegar a Güeñes fue ir a casa del señor cura y decir: «Yo soy rico; pero necesito un padre, una madre y un hermano. Que se case mi hermana con Mateo, y usted, señor don José, será mi padre; usted, doña Antonia, mi madre, y tú, Mateo, mi hermano. Las riquezas de los hijos pertenecen también al padre y a la madre, y la de los hermanos a los hermanos. Conque ya lo saben ustedes; mis riquezas pertenecerán a mis padres y mis hermanos. En primavera y en verano viviremos en Echederra, y en invierno aquí». Hija, apenas dijo esto Ignacio se abrazaron todos, llorando como chiquillos, Pero ¡calla! Ya salen los novios de la iglesia. Corramos allá, que da gloria de Dios el verlos.

Jacinta y Agustina echaron a correr hacia la puerta de la iglesia. En efecto: Juana y Mateo acababan de ser unidos para siempre por don José.

Los novios, los padrinos y el señor cura se dirigieron hacia la morada de este último, seguidos de un gentío inmenso, que los bendecía con lágrimas en los ojos, y del tamborilero, que los festejaba con la marcha del santo hidalgo de Loyola.

También Jacinta y Agustina los siguieron sin cesar de charlar.

— ¡Qué dolor, hija — decía la primera— , que Dios no dé hoy una horita de vida a Martín y a Mari, que en paz descansen!

— Tienes razón, mujer. Hoy es día feliz para todo Güeñes.

— Como que son una bendición de Dios las limosnas que Ignacio ha repartido a los pobres. Y se ha dejado decir que mientras tenga una peseta, nadie se quedará sin comer en Güeñes. Conque ya ves tú si es para todos una dicha el que haya venido rico. Y además, hija, ¡la gente que ocupa en Echederra!...

— ¡Qué! ¿Está haciendo allí obras?

— Todo lo que se diga es poco, mujer. Está haciendo jardines, fuentes, palomares, un palacio...

— ¡Un palacio!...

— Sí, hija; un palacio más grande que la iglesia. Figúrate que la casa vieja queda dentro de él enterita, porque Ignacio no quiero que se la toque... Pero ¡calla! ¿Por qué corre la gente hacía la calzada? Vamos a ver qué es.

Y las dos vecinas echaron a correr.

Lo que llamaba la atención de los concurrentes a la romería era un joven que, fuertemente atado codo con codo, conducían cuatro migueletes, sin duda a la cárcel de Avellaneda.

— ¡Qué es lo que veo, hija — exclamó Jacinta admirada— . ¡Es Bautista!

— ¡Justo, él es!

— ¡Ay hijo! ¡Qué razón tenía la pobre Mari, que esté en gloria, cuando decía que Bautista había de acabar en presidio!

Bautista quiso detenerse para hablar a Miguel el cestero, que estaba asomado al balcón de casa del señor cura; pero los migueletes lo dieron un culatazo en la espalda y siguieron con él Cadagua arriba.

¡El pájaro había cantado!

Juan Palomo

I

Ha transcurrido un año desde que se escribieron los cuentos que anteceden.

Su autor, que vagaba en Madrid hacía veinte como pájaro sin nido, suspirando por un hogar que pudiera llamar suyo, tiene ya hogar y familia, gracias a ti, Dios mío, que le has dado una dulce compañera con quien compartir sus alegrías y sus tristezas en esta larga jornada de la vida, que sigue con el cansancio en el cuerpo y la resignación en el alma.

¡Señor! Al entrar en el seno de la familia, mis primeras palabras deben ser para bendecirla, y he aquí que una bendición a la familia es el cuento que empiezo a contar a aquella de quien, sentado bajo los nogales que sombrean la casa de mis padres, espero decir un día al pasajero, como el hijo de Teresa: « ¡He ahí la santa madre de mis hijos!»

II

Entre los recuerdos que traje, amor mío, de mi valle natal, y que por espacio de veinte años de trabajos y penas he conservado ungidos con el perfume de la inocencia con que salieron de aquellas queridas montañas, había muchos cuya custodia he confiado ya al Libro de los cantares y a los CUENTOS DE COLOR DE ROSA; pero son tantos los que guardo aún en mi corazón, que con decir a éste: «Corazón mío, devuélveme el tesoro que te confié cuando por última vez volví, desconsolado, los ojos al hogar de mis padres», tengo todo cuanto necesito para cautivar tu atención y conmover tu alma enamorada y buena.

¿Ves esos montes que se alzan al Septentrión, coronados casi siempre de nieve? Pues remontémonos con el pensamiento más alto, más alto, mucho más alto que esos montes, hasta que descubramos un rinconcito del mundo, que lleva el nombre de las Encartaciones, y en ese rinconcito descubramos otro infinitamente mis pequeño, que lleva el nombre de Cabia. Cabia, que en el idioma vascongado significa nido, es propiamente un nido formado de ramas y flores, que cobija diez o doce casas, blancas como la nieve, y una modesta iglesia del mismo color, dedicada al santo de mi nombre.

Un angosto valle corre por espacio de una legua entre dos cordilleras de elevadas montañas, y va a morir en el mar.

En la falda de las montañas de Oriente forman una especie de escalón dos colinas paralelas, separadas sólo por una angosta cañada.

En el pórtico de la iglesia parroquial de Cabía hay una escalerilla de piedra, cuyo primer escalón, compuesto de un solo sillar, se quebrantó ha muchos años con las lluvias que le reblandecían, quedando en medio de sus dos trozos una honda canal, por donde se precipita el agua cuando Dios levanta las compuertas del cielo.

Así se dividió, trabajado por las aguas, el escalón que en otro tiempo daba acceso a las cumbres del Oriente de Cabía, y así se precipitan ahora las aguas por la profunda y ancha canal abierta entre los dos fragmentos del escalón.

El regato baja por entre las dos colinas, quejándose en alta voz de la escabrosidad del camino, y corriendo como la piedra soltada en la cúspide del pico Cinto o Colisa persuadido de que el mal camino debe pasarse pronto; pero al llegar al tobillo de las colinas, empiezan a disminuir sus murmuraciones y sus rabiosos espumarajos, que cuando llega al pie han cesado casi por completo.

Al pie de las colinas el regato no murmura, que sonríe placenteramente, porque allí encuentra nogales y cerezos, a cuya sombra descansa de sus fatigas, labios frescos y sonrosados que le besan, y hermosos huertos perfumados con la flor de los frutales, adonde va a dar un paseo para distraerse y recibir las ovaciones de melocotoneros y manzanos, que lo arrojan a puñados sus flores.

La colina del Sur levanta el pie derecho y la del Norte el izquierdo, para proteger constantemente por ambos costados a la aldeita de Cabia; y Cabia, así protegida, vive contenta y tranquila y feliz, olvidada de los hombres, pero recordada de Dios, que es lo que a ella le importa.

Las diez o doce casas de Cabia están agrupadas sin orden en un espacio de cuatrocientos pasos, dominándolas la iglesia, donde los moradores de la aldea encuentran el día festivo sus mayores delicias.

La aldea tiene al Norte un regato, que corre bajo una enramada de avellanos y parras monchinas, y al Mediodía una fuente, que brota caudalosa y cristalina y fresca al pie de un corpulento castaño cuya edad pasa de un siglo, pues Juancho, que tiene más de ochenta años, dice que ya en su tiempo se escondían los mozos de la aldea en el hueco del tronco de aquel mismo castaño para sorprender a sus novias mientras éstas llenaban la herrada en la fuente, y plantarles un par de abrazos como un par de soles.

La casa de don Juan de Urrutia, por mal nombre Juan Palomo, el casero más acomodado de Cabia, está situada en el campo de la iglesia. Es un edificio antiquísimo: sobre su puerta campea un escudo de piedra areniza, y en una de sus esquinas se halla incrustado un cuadrante de la misma materia, que presta grandes servicios al vecindario, pues éste, a no ser por él, nunca sabría en qué hora vive. Sobre la puerta, y por consiguiente, sobre el escudo, hay un espacioso balcón de madera, y sobre el balcón se extiende el pomposo ramaje de dos parras tetonas, que suben de lo que allí se llama zaguán, haciendo repetidas eses, vicio que tiene un no sé qué de familia.

Al extremo opuesto del mismo campo de la iglesia, poblado todo él de nogales, cerezos y otros frutales, menos un corto espacio que sirve de era común a la aldea, está la casa de Antonio de Molinar, formando singular contraste, por su modestia, con la del otro lado del campo. A la izquierda de la puerta tiene un horno, con su tejavana, que cobija un montón de leña, un carro y varias herramientas de labranza, entre ellas un arado, un rastro y un tragaz; a la derecha hay un hermoso cerezo, cuyas ramas ocultan casi toda la fachada del edificio. El piso principal de éste sirve de habitación a Antonio y su familia; el bajo, de cuadra, rocha y cubera, y el alto de payo. Detrás de la casa hay un huerto cercado de pared seca, orlado, por la parte interior de ésta, de una hermosa andana, y lleno de lozanos frutales que los dueños cuidan con singular cariño, por más que su sombra perjudique a las hortalizas.

Todo es reducido y pobre en casa de Antonio, así como todo es desahogado y rico en casa de don Juan. Don Juan vende cebera la mayor parte del año, y Antonio tiene que comprarla dos meses antes de la cosecha.

III

He dicho que Cabia se halla en la falda de las montañas que se alzan al Oriente del valle, y me falta añadir que en la falda de las montañas opuestas, frente por frente de Cabia, blanquea aún la casa donde pasé la niñez.

La mayor parte de los vecinos de Cabia eran parientes nuestros. Todos los años, el día de San Antonio, mi madre, que esté en gloria, se levantaba apenas oía el canto de los pajaritos en los frutales, cuyo ramaje daba en nuestras ventanas y nos despertaba a mis hermanos y a mí.

Comúnmente necesitaba llamarnos media docena de veces para que nos levantáramos; pero el día de San Antonio, apenas nos llamaba una, ya estábamos en pie.

Desde la ventana veíamos alzarse una blanca columna de humo de cada casa de Cabia; y si escuchábamos con un poco de atención, oíamos el alegre son del tamboril y el no menos alegre de las campanas.

Aquel humo y aquel son nos sacaban de nuestras casillas, y a duras penas podía mí madre conseguir que nos estuviéramos quietos mientras nos lavaba y nos peinaba y nos engalanaba con mil primores, porque la alegría que el tamboril y las campanas de Cabia infundían en nuestro corazón, nos hacía saltar y brincar, por más que mi madre me dijese:

— ¡Verás, verás qué cachete vas a llevar, si no te estás quedo!

Cuando, rodeando a nuestra cariñosa madre, llegábamos a Cabia, encontrábamos la aldea vestida de gala..., de gala el humilde, pero hermoso templo, de gala las casas y de gala los moradores.

Nuestros parientes se disputaban el placer de contarnos entre sus convidados, y aquel día era para nosotros uno de los más dichosos del año, por más que echásemos de menos a mi padre, que rara vez iba a las romerías, según él decía, porque no le gustaban, y según yo he comprendido más tarde, porque necesitando quedar alguien al cuidado de la casa, suponía que no lo gustaban para no privar a mi madre de acompañarnos a ellas.

Los sábados eran días también muy felices para nosotros, porque el sábado no había escuela, y aquel día despertábamos con la esperanza de que nuestros padres nos dejasen ir a pasar el domingo en Cabia.

Apenas nos levantábamos, mi madre nos veía cuchichear, y aunque no oyera de qué tratábamos, lo adivinaba, se sonreía y se hacía la disimulada.

— Vamos a decirle a madre si nos deja...

(No había necesidad de añadir qué nos había de dejar.)

— Sí, sí, vamos a decírselo.

— Díselo tú.

— Yo no me atrevo.

— Pues yo tampoco.

— Si se lo dices te doy mi pelota.

— No quiero, que me va a reñir.

— ¡Anda, collón!

— ¡Más collón eres tú!

El proyecto de decir a mi madre que nos dejase ir a Cabia quedaba abandonado, pero no abandonábamos la esperanza de pasar en Cabia el domingo. Durante todo el día, a cada triquitraque hacíamos sonar el nombre de Cabia en el oído de mi madre.

— ¡Ay, qué quemada tan grande hay en los argomales de Cabia! ¿Si habrá llegado el fuego a la llosa de tío Ignacio?

Mi madre se hacía la tonta.

— ¡Qué bonita estará la danza de espadas que mañana van a hacer en Cabia, al salir la procesión! Mi madre se hacía la sorda.

— Mañana hay bateo en Cabia, y van a echar cuartos a la póscola.

Mi madre decía «¡Al otro oído!»

— ¡Cuánta gente habrá mañana en Cabia, que los provincianos juegan a la pelota una onza.

— ¡Condenados a muerte — exclamaba al fin mi madre— , ya me tenéis vuelta tarumba con Cabia! Id allá, y a ver cómo no volvéis.

Tirábamos las gorras al alto, dando saltos de alegría y echábamos a correr.

Pero, enemigos malos — nos gritaba mi madre— , ¿adónde vais con esas camisas y esas caras, que parecéis carboneros? ¡Mire usted qué avíos! ¡Por más que una se mata, cualquiera dirá que no tenéis madre' ¡El Señor le dé a una paciencia con estas criaturas!

Y así diciendo, mi madre nos ponía como unos Gerineldos, y añadía despidiéndonos con un beso:

— Andad con Dios, pícaros, que me habéis de quitar la vida! Ya os podéis despedir de Cabia, que ha de llover antes que vosotros volváis allá.

Si llovía antes del inmediato domingo; se cumplía la predicción de mi madre; pero si no... mi madre se acreditaba de mala profetisa.

Un sábado del mes de agosto llegamos a Cabia a las cuatro de la tarde, a pesar de que el calor había sido tan grande aquel día, que vimos literalmente asadas las peras en los perales que dan sobre la estrada que conduce del fondo del valle a la aldea.

Recuerdo muy bien todo esto, a pesar de que yo apenas contaba entonces diez años.

Había trilla en la era de Cabia.

Las yeguas, que habían terminado su tarea, despachaban una buena ración de alcacer, atadas a los troncos de los árboles inmediatos a las eras, y los trilladores, que habían dormido la siesta después de comer, a la fresca sombra de los mismos árboles, empezaban a levantarse desperezándose, a la voz de don Juan de Urrutia, que gritaba desde el balcón de su casa.

— ¡Arriba, que ya es hora de sacar la trilla!

Siguiendo la hermosa costumbre que hay en aquel país de ayudarse mutuamente los vecinos en las faenas que requieren muchos brazos, todos los vecinos de Cabia, así mujeres como hombres, así ancianos como jóvenes, fueron apareciendo en la era, provistos de horquillas, de rastrillos, de sábanos y de brezas para ayudar a recoger la trilla.

Todo el mundo puso manos a la obra: los hombres separando la paja con las horquillas y allegando el trigo al centro de la era con los rastrillos, las muchachas conduciendo la paja en los sábanos al payo de don Juan, y las mujeres mayores barriendo con las brezas el trigo que dejaban rezagado los rastrillos.

También los chicos trabajábamos... dando la vuelta del gato sobre la paja, por más que don Juan, que presenciaba la tarea, nos gritase de cuando en cuando, echando mano al látigo de arrear las yeguas:

— ¡Quitaos de ahí, hijos de una cabra!

La conversación era animada en la era, pero la animación subió de punto cuando empezó a notarse un delicioso aroma de magras fritas que venía de hacia casa de don Juan, y éste respondiendo a las interpelaciones indirectas que se le hacían, anunció que a la venida de aquel aroma iba a suceder la venida de un pernil de tocino, destrozado y frito en toda regla, y cuatro cántaras del mejor chacolí de su cubera.

Feliciana, una de las muchachas más hermosas de la aldea, se colocó en la cabeza un sábano de paja, ayudada por Antonio de Molinar y Benito, el criado de don Juan; pero el sábano pesaba tanto, que la pobre muchacha tuvo que arrojarle a los pocos pasos.

— ¡Así te hubieras reventado! — le dijo Antonio, morado de cólera.

— ¡Ave María! ¡Qué lengua' — exclamaron las mujeres.

— La estaría bien empleado, ya que se empeña en cargar como una mula — replicó Antonio, echando fuego por los ojos.

— Más vas a cargar tú dentro de poco — dijo don Juan.

— ¿Yo?

— Sí ¡Qué! ¿No pesa el matrimonio más que un sábano de paja?

— Si el matrimonio es como Dios manda, no, señor— respondió Antonio, ya casi apaciguado.

Feliciana se sonrió y miró a Antonio con una especie de gratitud.

— ¿Conque se van a casar pronto Antonio y Feliciana? — preguntó una de las vecinas, llamada Juana.

— Mañana se lee la primera amonestación — respondió el señor cura desde el pórtico de la iglesia, donde acababa de aparecer.

Feliciana bajó los ojos sonrosada.

— Mal gusto tienen, señor cura — dijo don Juan.

— ¡Mire usted qué consejos!... — exclamaron o pensaron todas las mujeres— . ¡Calle usted por los clavos de Cristo, y ya que no se casa usted, no les quite la voluntad a los demás.

— Quiero quitársela, porque así es hago un gran bien.

— No soy de la opinión de usted, señor don Juan — replicó el cura— . Usted puede permanecer célibe todo el tiempo que guste; pero ofende usted a Dios y a la sociedad abogando por el celibato.

— Ahí está Juancho, que puede sentenciar este pleito — dijo don Juan, señalando a un anciano que, fatigado ya con lo poco que había trabajado, encendía la pipa sentado a la orilla de la era— . Tres mujeres ha tenido, y con las tres ha vivido como el perro con el gato.

— Verdad es — respondió Juancho— . Las tres me salieron de malas pulgas y como yo nunca las he tenido tampoco buenas... ¡siempre ha habido en mi casa cada tremolina!...

— Pues ahí verá usted — dijo el cura— cómo se achaca al matrimonio lo que sólo es efecto del mal carácter, de la mala índole o del poco talento de los que le contraen.

— Del talento de Antonio no formo muy buena idea.

— ¿Y por qué?

— Porque Antonio se amonesta mañana.

— ¡Calle usted, por Dios, que da coraje el oír a usted! — exclamaron las mujeres.

Don Juan continué:

— En cuanto al genio de Antonio..., por la muestra se conoce el paño.

— Sí — dijo una de las vecinas— . Antonio tiene un genio como la pólvora; pero Feliciana es una malva bendita, y apuesto a que antes de un año pone a su marido más suave que el cordobán.

— Tiene razón Juana — dijo el cura— . La mujer apacible y prudente y buena consigue fácilmente imprimir su carácter al marido irascible, pendenciero y malo.

— Pues señores — dijo Antonio, que se había abstenido de tomar parte en aquella especie de discusión— , ustedes dirán lo que quieran del matrimonio; pero yo, aunque soy un pobre Juan Lanas, también he echado mis cuentas, y he sacado en limpio que el matrimonio, siendo como Dios manda, es una gran cosa. Uno camina por esta pícara vida con el alma y el cuerpo cargados, y necesita una persona que por cariño y obligación le ayude a llevar la carga, so pena de caer en el camino, o hacer la jornada a trompicones. Dios ha dispuesto que el hombre busque por compañera a la mujer, y la mujer por compañero al hombre, y Dios ha sido más sabio que Salomón, ¡canario!, porque él ha dicho para sí:«Con ese ganchillo que la mujer tiene para el hombre, y ese otro que tiene el hombre para la mujer, se unirán que ni una pareja de bueyes pueda separarlos, y así tirarán adelante, llevando la carga a medias».

— ¡Calla, hombre, calla, y no digas disparates! — dijo don Juan.

— Ustedes si que los dice, y no él — replicó Juana, haciéndose eco de lo que pensaban todos los circunstantes, y particularmente las mujeres.

— Juana tiene razón — asintió el cura— . El matrimonio y la familia, que es su consecuencia, son necesarios, así al individuo como a la sociedad.

— Pues yo, señor cura, sigo en mis trece...

— ¡Señor, qué terquedad de hombre! — exclamaron las mujeres por el órgano de Juana— . Pero, santo varón, ¿querrá usted saber más que el señor cura?

— El señor cura me dispensará; pero lo que yo sé es que, a pesar de que soy tan individuo como el primero, no experimento esa necesidad que el señor cura y todos ustedes con él proclaman. Teniendo como tengo, dinero, tengo criados que me ayuden a llevar esa carga que ustedes dicen, y me importan un pito la compañera y la familia, y todas esas cosazas que tan necesarias juzgan ustedes.

— Ya se arrepentirá usted...

— ¡Ja! ¡Ja! ¿Arrepentirme?

— Tan cierto corno usted se llama don Juan de Urrutia.

— Yo no me llamo así, que me llamo Juan Palomo. Solo me lo guiso y solo me lo como.

— Justo y cabal.

Una mujer, seca como un espárrago, se asomó al balcón de casa de don Juan.

— ¡Benito! — dijo— . ¡Ven por la merienda que ya está dispuesta!

Benito echó a correr por la merienda, y todos, menos el señor cura, que no quiso esperar a participar de ella, formaron corro en el campo, llenos de alborozo, disponiéndose a desalojar el tamo que les mortificaba la garganta.

Momentos después llegaron Benito conduciendo una herrada de chacolí, y la mujer seca, que era ni más ni menos que Ambrosia, el ama de gobierno de don Juan, trayendo una gran cesta con el resto de la merienda.

Esta fue alegre como una Pascua florida.

El chacolí dio ocasión a varios excesos: a que se llamase repetidas veces Juan Palomo a don Juan de Urrutia, y a que Juancho recordase que Ambrosia, a pesar de ser una santa, no había encontrado un desdichado, que cargase con sus pedazos, lo que lo valió de Ambrosia un

— ¡Usted es también de los del día!

IV

Hacía cuatro meses que Antonio de Molinar y Feliciana se habían casado.

Era una mañana de diciembre.

Las montañas, y aun el valle, se habían cubierto durante la noche de una vara de nieve, aunque en aquellos templados valles la nieve no es frecuente.

Los habitantes de Cabia sentían una alegría vivísima cuando al asomarse a la ventana se encontraban con aquella novedad.

¿En qué consiste, me he preguntado muchas veces, esa alegría, ese bienestar interior que sentimos cuando comienza a trapear, verbo con que en las Encartaciones sustituyen el verbo nevar, o cuando ya la nieve ha vestido de blanco los campos, y los tejados, y los árboles? Debe consistir en que la nieve es blanca, y amamos lo blanco porque prefiere perder la existencia a perder la pureza; y cuando amamos, sentimos la alegría y el bienestar en el alma, porque Dios nos ha dado el alma para el amor, que no para el aborrecimiento ni la indiferencia.

Terrible era la nevada; tanto, que cuando Andresillo, un muchacho de la piel del diablo, que, entre otras gracias, tenía la de hacer hablar las campanas, según era en Cabia público y notorio, subió ala torre a tocar a maitines, encontró tal cantidad de nieve en torno de las campanas, que tuvo pelotas de nieve para atacar durante toda la mañana, desde la misma torre, a cuantos se acercaban al campo de la iglesia.

Antonio, así que oyó tocar a maitines, se levantó de la cama y fue a asomarse a la ventana, del cuarto en que dormían él y su mujer; pero apenas asomó, una enorme pelota de nieve partida del campanario fue a deshacerse en su cara, haciéndole ver las estrellas.

Una estrepitosa carcajada que resonó en el campanario reveló a Antonio quién era el autor de aquella gracia. Feliciana se estremeció, pensando que iba a estallar espantosamente la cólera de su marido, y quiso lanzarse del lecho, para apoderarse de una escopeta que había en el cuarto, antes que hiciese uso de ella Antonio; pero éste se contentó con responder a la carcajada de Andresillo con otra más estrepitosa y alegre aún.

Feliciana recordó entonces con alegría que la víspera de sus amonestaciones había pronosticado Juana que antes de un año estaría Antonio más suave que el cordobán.

— ¿Has visto, Feliciana, qué grandísimo pillo,? — dijo Antonio, sacudiéndose la nieve y riendo a más y mejor.

— Hijo, haces bien en no acalorarte.

— ¿Cómo me he de acalorar, cuando me han puesto más fresco que una lechuga?

— Ese Andresillo es el enemigo.

— El pícaro me ha tenido guardado el tantarantán que le di el verano pasado por haberme disparado un hueso de cereza.

— ¡Ave María! ¿Y le pegaste por eso?

— ¡Toma! Y por mucho menos hubiera pegado yo entonces al lucero del alba.

— ¡Anda, rabietas!

— Hija si no lo podía remediar; se me subía la sangre a la cabeza...

— ¿Y cómo no se te sube ahora?

— ¡Qué sé yo, mujer! Eso tú lo sabrás. Desde que me casé contigo, no sé cómo demontre te has compuesto, que no tengo alma para hacer daño a una mosca. Bien dice la canta:


Cuando yo era mozo, madre,
no me sujetaba un hierro,
y ha venido a sujetarme
una mujer como un huevo.
 

— Calla, calla, embusterazo que cualquiera diría que yo te he echado alguna cadena.

— Sí que me la has echado; pero no es de hierro, que es de flores...

— Anda, anda, zalamero, acábate de vestir y no estés ahí tomando el frío.

— Qué frío, ni qué... Ni el frío, ni el calor, ni el trabajo, ni el sueño, ni la sed, ni el hambre, ni nada de lo nacido, me incomoda a mí ya mientras tú me quieras. ¡Cuando a uno le hace feliz el cariño, cómo ha de aborrecer a nadie!

Al hablar así, Antonio, que estaba inclinado, hacia el lecho en que reposaba su mujer, fresca, sonrosada, hermosa, iluminada por la felicidad que dan el amor santo y la conciencia tranquila, dejó caer una lágrima de regocijo sobre el rostro de Feliciana.

La noble y enamorada esposa alzó los brazos y enlazó el cuello de su marido, mezclando sus lágrimas de felicidad con las de Antonio.

Feliciana y Antonio eran rústicos, eran ignorantes, apenas sabían que el mundo se extendía, más allá de las últimas montañas que divisaban sus ojos; pero sabían, sin haberlas aprendido, todas esas cosas delicadas y puras y nobles y santas que nosotros, los que leemos o componemos libros, creemos haber aprendido en unos cuantos pliegos de papel. ¡Cómo era posible que Dios hubiera concedido a una combinación de signos el privilegio exclusivo de revelar los sentimientos más bellos y santos!

Un mugido sonó en la cuadra, y Antonio dijo sonriendo:

— El Rojo y el Galán me piden el almuerzo, y tienen razón, que ya es hora de que se lo bajo.

— Yo también me voy a levantar para hacer el nuestro.

— Anda, mujer, que no corre prisa. Estáte otro ratito en la cama, que hace mucho frío — replicó cariñosamente.

— No, que cocina sin lumbre entristece la casa.

Yo encenderé la lumbre.

— ¡Eh, quítate de ahí, tonto! ¡Qué entendéis los hombres de eso!

El Rojo y el Galán, un par de bueyes como un par de Soles, volvieron a mugir, como diciendo:

— Pero, Santo varón, ¿baja usted eso o no lo baja? ¿Usted cree que con hacer carocas a su mujer nos saca la tripa de mal año?

Antonio subió al payo con un cesto, y un bandada de pajarillos que estaban dándose un buena pechada de borona junto al ventanal, huyeron más quemados que un pisto manchego al ver que se les interrumpía en lo mejor de almuerzo. Llenó de calzas el cesto, se echó éste al hombro, bajó a la bodega cantando, distribuyó las calzas a los bueyes y volvió a subir más alegre que unas castañuelas.

Feliciana había encendido ya un fuego como la fragua de una herrería, lo había rodeado de manzanas caniegas y oquendanas, y freía en una sartén tres o cuatro torreznos de tocino.

— ¡María Santísima, cómo trapea! — exclamó Antonio con cara de pascua, asomándose a la ventana.

— Anda — dijo Feliciana— , que en su tiempo lo hace. Borona y patatas y arvejas y tocino tenemos, a Dios gracias.

— Y apropósito de borona: voy a deshacer un cesto de ella, que la ociosidad es madre de todos los vicios.

— Bien hecho, que así tendremos garuchos para la lumbre, y si viene el molinero, estará pronto el zurrón.

Antonio bajó un cesto de borona de la que estaba secándose en el payo, dando un nuevo berrinche a los pobres pájaros, que volvieron a huir, exclamando:

— ¡Canario! ¡Este hombre se ha empeñado en que a fuerza de sustos nos haga daño el almuerzo!

En el respaldo del escaño había una tabla sujeta con dos tavarillas, y que, colocándola en sentido horizontal, servía de mesa.

Feliciana la bajó, la cubrió con una blanca pañada, colocó sobre ella un plato con los torreznos, y rodeó el plato con rebanadas de borona.

En seguida, marido y mujer, dando cada carcajada que se oía desde el nocedal, se manducaron el tocino y la borona con tanto apetito, como si manducaran perdices y pan tierno.

Antonio dio gracias a Dios por el sustento que les concedía, contestándole su mujer; ésta desocupó la tabla, volviéndola a colocar en su sitio, y se pusieron inmediatamente, Feliciana a arreglar la casa y poner el puchero, y Antonio a deshacer borona, operación que consiste sencillamente en separar del garucho el grano, haciendo resbalar sobre él un garucho colocado entre el pulgar y el índice de la mano derecha.

Andresillo continuaba en el campanario, lanzando pelotas de nieve a cuantos veía a tiro.

— ¡Andresillo, que toques a misa! — gritó el ama del cura desde la ventana de otra de las casas próximas a la iglesia.

Andresillo tocó con mil primores, pues ya he dicho que su habilidad de campanero era tal, que en Cabia, para encarecerla, decía todo el mundo que Andresillo, el hijo del sacristán y maestro de escuela, hacía hablar las campanas.

Cuando hacía buen tiempo, sólo iban a misa el día de trabajo Ambrosia y algunas ancianas, porque los demás habitantes de la aldea se contentaban con encomendarse a Dios desde las piezas donde trabajaban al oír la campana que anunciaba el santo sacrificio; pero el día a que me refiero ya fue otra cosa.

— Voy a misa, ya que no corre prisa esto — dijo Antonio al oír la campana.

— De buena gana iría yo también — dijo Feliciana— ; pero si no voy, el Señor me lo perdonará; que como cuando hace bueno no para una en casa, todo está patas arriba, y hay que arreglarlo cuando hace malo.

— Tienes razón, hija. Como dice el señor cura santo es rezar, pero por la devoción no se debe dejar la obligación.

Antonio se dirigió a la iglesia y se encontró en el nocedal con Ambrosía.

— Buenos días, Ambrosia.

— Buenos te los dé Dios, hombre.

— ¡Je! ¡Je! ¡Je! ¡Qué tiempecito tenemos!

— Es para desesperarse una.

— ¿Para desesperarse? Al contrario: la nieve alegra el corazón y abona los campos. Año de nieves, año de bienes.

— ¡Hombre, no digas animaladas!

— ¡Válgame Dios, Ambrosia, que siempre ha de tener usted ese genio! ¡Con nada ha de estar usted contenta!...

— No, que seré como vosotros, que parecéis a los tontos.

— ¿Por qué? ¿Porque tenemos siempre cara de risa? Pues que Dios nos la conserve.

— Vaya, vaya, dejémonos de conversación.

— Sí, que ya están dando el último toque.

— ¡Mira qué prisa se da tu mujer!

— ¿No ve usted que hoy no puede venir a misa?

— ¡Ya! ¡Esa es también de las del día! Esa.

Ambrosia no pudo acabar la frase, porque un pelotazo de nieve, lanzado por Andresillo desde el campanario, le tapó la boca.

— ¡Baja, acá, grandísimo pillo! — gritó Ambrosia echando fuego por los ojos y poniéndose en jarras al pie de la torre— ¡Baja acá, que he de perder el nombre que tengo si tú no me las pagas! ¡Si eres hijo de malos padres!... ¡Si tu madre fue una!...

— ¡Ambrosia! — exclamó Antonio indignado, tapando la boca con la mano a la que iba a infamar públicamente la memoria de una mujer que ya no existía— . ¡Ambrosia, por la Virgen Santísima, respete usted a los muertos!...

La cólera de Ambrosia se volvió contra Antonio.

— ¡Infame! — gritó aquel espárrago en forma no sé de mujer o furia.— ¿Quién eres tú para ponerme a mí la mano? ¡Si vienes de mala casta! Si tu padre...

— ¡Ambrosia, silencio; Antonio, caridad con las flaquezas del prójimo! — exclamó el señor cura desde la ventana de la sacristía, donde estaba revistiéndose para celebrar el santo sacrificio.

Había tal imponente severidad en el acento del sacerdote al pronunciar aquel mandato, y tal persuasiva mansedumbre al pronunciar aquella súplica, que Ambrosia calló como aterrada, y Antonio recobró de repente la calma que había perdido al ver mancillar la inmaculada memoria de sus padres.

V

¡Bendita sea la primavera, que cubre de flores la tierra, que inunda de perfumes la atmósfera, que viste de azul el cielo, que llena de alegría los corazones!

Cuando brilla el sol y cantan los pájaros, la alegría brilla y canta también en mi corazón, por más que mi corazón no espere salir de este perpetuo invierno en que vivimos los moradores de las ciudades.

Entonces me dirijo al Occidente de la villa, arrastrado por una fuerza incontrastable, y me parece, al atravesar la hermosa plaza que precede al alcázar, oír decir a las hojas y a las flores que salen tímidamente a tomar el sol de Dios:

«¡Poeta! Carecemos de voz para alzar un himno de bendición al que nos da la libertad. Alzale en nuestro nombre, que, en tanto, nosotras agradecidas, derramaremos sobre ti sombra y perfume».

Siéntome al pie del muro secular en que la populosa villa venera a su santa patrona y dirijo con avidez la vista al extenso horizonte que delante de mí se extiende.

La nieve no corona ya las cumbres del Guadarrama.

Reflejan el sol, serenas y azules como el cielo, las aguas del lago, a la orilla opuesta del Manzanares.

Las hermosas arboledas de la Virgen del Puerto, de la Florida y de la Casa de Campo, se engalanan con su manto verde para asistir a la romería de San Antonio.

Y las flores del tomillo matizan las cumbres de Sumasaguas, diciendo a su amiga la brisa:

«Toma, toma este pomo de esencias, y llévale a aquel triste cautivo que nos contempla desde lejos, sin poder venir a descansar en el perfumado lecho que le ofrecemos».

La alegría va dejando de brillar y de cantar en mi corazón al ver que me faltan las alas de las alondras, que vuelan y cantan atravesando el espacio azul.

¡Ay! ¡La resignación y la fortaleza de mí alma, son grandes, pero el suplicio de Tántalo las quebranta!

Díjome Dios al enviarme a este mundo:

«¡Vuela y ríe, y canta libre y feliz en esos horizontes infinitos que destino a los pájaros y a ti!»

Pero me dijeron los hombres apenas empecé a volar:

«¡Suspira, y llora, y muere!»

¡Y suspiro, y lloro, y muero asfixiado en una cárcel estrecha, desde donde, con el pensamiento más que con los ojos, diviso los campos benditos que Dios ofreció a mi alma ansiosa de luz y de libertad!

Pero no, amor mío, no moriré en esta cárcel, por más que siga en ella mucho tiempo; que en tu corazón y el mío hay una eterna primavera, que me dará aliento y vida con sus cantos, y su luz, y sus perfumes.

Y luego, al remontar mi pensamiento más alto, mucho más alto que esos montes del Septentrión, coronados casi siempre de nieve, aún veo en Cabia seres queridos que me abren sus amorosos brazos y pugnan por arrastrarme con su magnética mirada a aquellos campos benditos que adquirieron derecho a la experiencia de mi ancianidad enseñándome en mí niñez a amar a Dios y a la Patria.

Volvamos, amor mío, a Cabia, que nunca más hermoso que ahora se ostentó aquel nido de flores; porque han pasado los nebulosos días del invierno y el sol de la primavera hace brotar las alegrías en todos los corazones, y las flores en todos los árboles, y los cantos en todos los labios y en todos los picos.

El sol muestra sus primeros resplandores sobre las cumbres de Urállaga, y poco a poco va subiendo, va subiendo, va subiendo, hasta aparecer en toda su plenitud, inundando de luz y de alegría hasta los valles más profundos.

Las campanas de Cabia repican más sonoras, más alegres, más elocuentes que nunca; que nunca Andresillo las hizo decir a los corazones cosas más tiernas y consoladoras que hoy.

¿Consistirá sólo en que hoy celebran a la par la resurrección de Jesús y la de las flores, o también en que el corazón de Andresillo ha brotado alguna flor?

Hace pocos momentos Andresillo atravesaba el nocedal, encaminándose a la iglesia, en ocasión que Isabel volvía de la fuente con la herrada en la cabeza y un clavel en la boca.

Andresillo iba cantando, más alegre que los pájaros que cantaban en los nogales y los cerezos que dan sombra a la iglesia, pero apenas vio asomar a Isabel, el canto desapareció de sus labios y la alegría de sus ojos.

— Buenos días, Isabel — dijo.

— Buenos te los dé Dios, Andresillo.

— No me los da buenos.

— Pues tú cantando venías.

— Cantaba para espantar penas.

— ¿Y quién te las da?

— Quien dice quién.

— ¡Anda, engañoso!

— Aquí me caiga muerto si no es verdad.

— ¡Judío! No te castigue Dios.

— ¿Y por qué?

— Porque es engaño eso que dices.

— Quiéreme y lo verás.

— Si ya te he dicho que no.

— ¿Y por qué no, Isabel?

— Porque no tienes formalidad.

— Verás qué formal me hago si me quieres.

— ¿De veras?

— Así me salve Dios. ¿Me das ese clavel?

— No, que dice la canta:


Isabel me dio un clavel,
le coloqué en la ventana,
el viento se lo llevó...
¡Adiós, Isabel del alma!
 

— No, no lo colocaré en la ventana.

— ¿Pues dónde?

— En el corazón.

— Pues toma.

— ¡Ay, que viene el señor cura!

— ¡Y también mi madre!

— Adiós.

— Adiós.

Andresillo subió al campanario, dando al clavel un beso en cada escalón.

Isabel se paró antes de entrar en casa, esperando a que Andresillo empezara a repicar las campanas, y preguntándose a sí misma:

— ¿Qué les hará decir esa bala?

Andresillo empezó a repicar, e Isabel añadió, soltando una alegre carcajada:

— ¡Pues no les hace decir!: ¡Isabel! ¡Isabel! ¡Isabel!...

Desde el amanecer, casi todos los moradores de Cabia vagaban por la aldea, por los huertos, por las piezas, por las arboledas, cantando y riendo alegremente, quién apacentando los bueyes en las campas o las honderas, quién haciendo provisión de hortaliza, quién yendo a coger el agua serena en la fuente del castañar, quién, en fin, únicamente admirando la hermosura del cielo y la de la tierra.

La alegría reinaba en casi todos los corazones.

Y si no digo que en todos, mis razones tengo para ello. Veámoslas.

La casa de don Juan de Urrutia contrastaba notablemente por su riqueza, no sólo con la de Antonio de Molinar, sino también con las restantes de Cabia.

Nada faltaba en ella para comodidad de sus moradores. En el mueblaje y el decorado de las habitaciones, casi regias, se echaban de menos esos pormenores, esas pequeñeces, que un gusto delicado inspira; pero, en cambio, la riqueza y la comodidad tenían allí su asiento.

La habitación de don Juan, digna en todos conceptos de un rey, recibía a través de un cortinaje de flores que trepaban al balcón, inundándola de perfumes, los primeros rayos de sol, que la inundaban también de luz.

Cuando las campanas, magistralmente repica das por Andresillo, tantas dulcísimas cosas decían a los moradores de Cabia, y tanto alegraban los corazones, don Juan se incorporó dos tres veces en su lecho, exclamando con cara de vinagre:

— ¡Voto a brios Baco balillo con las campanas, que me tienen ya hasta los pelos!...

Las campanas callaron al fin, y don Juan procuró recobrar el sueño; pero en vano, porque las vueltas que daba en la cama, y las palabras incoherentes que pronunciaba cuando se quedaba adormilado, demostraban que su sueño, más que el nombre de tal, merecía el de pesadilla.

No sé qué demontre le desvelaba así, porque el único ruido que se oía a su alrededor era el de los pájaros que cantaban en las flores que trepaban al balcón. ¿Habría en su corazón algún ruido que solamente él oía?...

¡Quién sabe, Dios mío, hasta qué punto son capaces de turbar el sueño los ruidos del corazón!

Eran cerca de las diez cuando don Juan abandonó la cama y tiró de la campanilla con tal fuerza, que el cordón se hizo pedazos.

— ¿Qué manda usted, señor? — le preguntó Benito entreabriendo la puerta del cuarto.

— Mando que os pongáis todos de patitas en la calle, porque me servís muy mal.

Benito se retiró sin replicar.

Chula, la perra, que al ver abierta la puerta del cuarto, vio el cielo abierto, porque se moría por su amo, fue a hacer a éste una caricia, pero don Juan le arreó un puntapié acompañado de un taco, murmurando:

— ¡Para caricias está el tiempo!

La Chula se retiró diciendo pestes de la ingratitud de los hombres.

Don Juan se dejó caer en un sillón.

Los pájaros continuaban cantando entre las flores que trepaban al balcón, y en los frutales de la huerta.

Don Juan toleró su canto durante algunos instantes; pero, al fin, se levantó hecho una furia, exclamando:

— ¡Voto va a bríos con la música, que es capaz de hacer perder la paciencia a un santo!

Y abrió el balcón con estrépito.

Los pájaros que cantaban allí, al ver aquella cara de vinagre, se fueron con la música a otra parte, quejándose de la poca protección que se dispensa en España a los artistas; pero los que cantaban en los frutales, o creyeron la fuga sólo digna de músicos vulgares, o en medio del entusiasmo con que ejecutaban una gran pieza concertante, no vieron ni oyeron a don Juan, por más que éste, extendiendo los brazos como aspa de molino de viento, repitiese con todas sus fuerzas:

— ¡Uuusaaa!...

Don Juan, ciego de cólera, cogió la escopeta y descerrajó un tiro a los cantantes, que si bien tuvieron la suerte de quedar ilesos, se vieron precisados a huir al cerezo de la portalada de Antonio, donde concluyeron la pieza muy a satisfacción del público.

Al oír el tiro, Juana salió al patín de su casa, que estaba frontero al balcón del cuarto de don Juan, y viendo a éste aún con la escopeta en la mano, le dijo:

— ¿Se caza, don Juan, se caza? ¡Gracias a Dios que le vemos a usted de humor para divertirse! Bien es que ¿quién no lo está hoy que ha resucitado el Señor, y hasta el cielo, y el sol, y las flores, y los pájaros lo celebran? Todavía le hemos de ver a usted esta tarde echar un corro al son de la pandereta en el nocedal. ¡Caramba! ¿Quiere usted bailar conmigo?

— ¡Váyase usted al cuerno!

— ¡Váyase usted más allá!

— No tengo gana de conversación.

— Con las viejas como yo, ¿no es verdad?

— Ni con las jóvenes.

— ¡Vamos, señor don Juan, que todo se sabe!

— ¿Y qué es lo que sabe usted, grandísima bruja?

— ¡Ja ¡Ja! ¡Ja! Como dice el adagio, el que habla mal de la pera...

— Pero ¿qué pera ni qué camuesa?...

— ¿Piensa usted que cuando ayer tarde encontró usted a Isabel en la estrada, la hija de mi madre, que estaba plantando arvejas al otro ado del seto, era sorda?

Don Juan se puso colorado de vergüenza morado de cólera, y balbuceando algunas palabras inspiradas por estos dos encontrados sentimientos, se volvió para retirarse del balcón.

— Señor — dijo Juana— , no le he llamado a usted perro judío para que se alborote usted de se modo. Decir que quiere usted casarse es ponerle una corona, y con Isabel mucho más. Ella es muy pobre, eso sí; pero merece casarse con el Rey de España, cuanto más con usted.

— Pero ¿quién le ha dicho a usted, grandísima habladora, que yo trato de casarme?

— A la vista está, porque no ha de ir una a creer que va usted con mal fin...

— Ni con malo ni con bueno voy; que en mi vida he pensado casarme.

— Por eso le llaman a usted Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como.

— ¡Señora! ¡Señora! ¡Por todos los demonios el infierno, no me provoque usted, que me dan tentaciones de hacer un disparate.

Y al decir esto, don Juan agitaba convulsivamente la escopeta.

Juana se asustó, y dando un chillido se metió en casa.

Ni Benito ni la cocinera habían pensado en ponerse de patitas en la calle, por la sencilla razón de que se creían con tanto derecho a no obedecer a su amo, como éste a mandarlos.

— ¡Benito! ¡Ciriaca! ¡Ambrosía! — gritó don Juan. ¿Dónde demonios estáis, que me tenéis aquí solo, rabiando, como un perro?

Benito y Ciriaca, la cocinera, acudieron a este llamamiento de su amo.

— ¿Qué se le ofrece a usted, señor?

— ¡El almuerzo, más pronto que la vista!

— No está todavía — contestó la cocinera.

— ¡Rayo de Dios!

— Se ha llevado Ambrosia la llave de la despensa.

— ¿Y dónde demonios está Ambrosia?

— En la iglesia desde las seis.

— Que venga volando, volando, o si no...

Benito echó a correr a la iglesia a llamar a Ambrosia, que pocos instantes después subió la escalera refunfuñando.

— ¿Qué tripa se le ha roto a usted? — preguntó insolentemente a su amo.

— Yo si que les voy a romper a ustedes las costillas a garrotazos, que esto ya pasa de castaño oscuro.

— ¡No me venga usted a mí con fueros! ¡Apuradamente está la madera para hacer cucharas!

— ¡Ambrosia! ¡Que se me acaba la paciencia!...

— Compre usted unas cuantas libras de ella, que rico es...

— ¡Rico! ¡Rico!... ¿De qué me sirve serlo si me encuentro siempre solo? ¡Si no tengo, aunque me gaste un sentido, quien me sirva de buena voluntad! ¡Si ni siquiera tengo a quien contar mis penas!

— Cásese usted, y verá cómo se ahorca y acaba de penar.

— Ambrosia, no hablemos más de esto, que voy a hacer un desatino. Que me hagan volando el almuerzo, y entre tanto tráigame usted una camisa, que me voy a mudar.

— No hay ninguna.

— ¿Cómo que no hay ninguna, si las tengo por docenas?

— Pero no están planchadas.

— ¿Pues qué ha hecho usted toda la semana?

— Hereje, lo que usted no hace.

— Bien se puede conciliar la devoción con la obligación.

— Si ¡usted también es de los del día!

Don Juan se arrojó en el sillón, desesperanzado ya de hacer entrar a sus criados en vereda, y buscando un medio de poner término a aquella hipocondría, a aquel humor más negro que la pez, que era su estado normal.

Sonó el primer toque de misa, y poco después don Juan oyó unas estrepitosas carcajadas de hombre y mujer en el nocedal. Asomóse al balcón, y vio que las daban Antonio y Feliciana, yendo a misa, cada cual con un pedazo de borona en la mano, que comían con más apetito que si fuera rosquilla.

VI

Era un domingo, víspera de San Juan, y los vecinos de Cabia acordaron hacer aquella noche una sanjuanada que fuese sonada en todas las Encartaciones.

En aquel país rara vez se sacrifica la obligación a la diversión. La obligación para los encartados es pasar el día de trabajo en sus heredades, y la diversión, pasar el día de fiesta parte en la iglesia y parte en el carrejo jugando a los bolos, a la pelota o a la barra, o en el noceal, o en las casas entregándose a placeres tan inocentes como éstos.

Como el año a que me refiero, la víspera de San Juan caía en domingo, los vecinos de Cabia tenían toda una tarde a su disposición para preparar la sanjuanada.

Reunidos, después del rosario, en el campo de la iglesia, propusiéronse antes de todo acordar el punto adonde habían de ir por roza.

— En Matacabras — dijo Antonio— tengo yo una rozada seca que basta para chamuscar todas las brujas de España.

Ambrosia, que oyó estas palabras desde la iglesia, se creyó aludida y salió hecha una furia.

— ¡Señores — dijo una vocecilla burlona que parecía bajar del cielo— , propongo que no se chamusque a Ambrosia con argomas encendidas, que bastante tiene para quernarse con no haber encontrado en su vida un Vivanco como el que casó con Segovia, siendo ciego, cojo y manco!

Todos alzaron la vista y vieron con horror a Andresillo paseando con la mayor frescura por la cornisa de una cuarta de ancho que rodeaba la altísima torre casi por bajo las campanas.

Ambrosia empezó a echar sapos y culebras, y cogiendo una piedra se la arrojó a Andresillo, alzando la pata al arrojarla, como es uso y costumbre entre las señoras mujeres; pero la piedra dio mucho más abajo de la cornisa, y al caer rompió las narices a la que había disparado.

Curada Ambrosia con agua, sal y vinagre que la hicieron ver las estrellas, y conducida a casa, todo el mundo, hasta Juancho el ochentón, se armó de horquillas y bilortos, y tomó el camino de Matacabras, donde estaba la rozada que Antonio había hecho para abonar sus tierras después de pudrir la roza en la portalada.

También Feliciana quiso ser de la partida; pero su marido le dijo no sé qué al oído, se puso colorada y se quedó en el nocedal.

Llevaba el nombre de Matacabras la plataforma que coronaba una de las dos colinas que, dominaban la aldea.

Los hombres amontonaban sobre bilortos de rebollo argomas secas, que tomaban con las horquillas para esquivar sus agudas espinas; las mujeres las ataban, y muy pronto empezaron a rodar por la cuesta enormes haces, que no paraban hasta el campo de la iglesia, donde al anochecer había ya roza para cocer dos caleros.

Esperábase con ansia que empezasen a brillar sanjuanadas en el valle y las aldeas dispersas en la falda de las montañas de Poniente, para dar fuego a aquella gigante hacina. Las muchachas preparaban las panderetas, los hombres las escopetas, y la gente menuda las corambres viejas, que colocaban en pértigas altísimas, y todo era alegría en Cabia.

Sin embargo, don Juan Palomo no participaba de la alegría general; pues sentado en el balcón que daba sobre el zaguán de su casa, tiraba de cuando en cuando una chupada a la pipa, y seguía distraído y caviloso las ondulaciones del humo que despedía de sus labios.

Juana alzó la vista al balcón de don Juan, echando de ver a éste.

— ¡Caramba! — le dijo— . Baje usted acá, cascarrabias, y no se esté usted ahí pensando en las musarañas. ¡Luego se atufará usted porque le llamen Juan Palomo!

Don Juan hizo un gesto de despecho al oír este apodo, que después de habérsele apropiado él mismo, había llegado a ser su pesadilla.

— Que no te vayas a estar repicando toda la noche — decía Isabel a Andresillo, un poco retirados ambos a la sombra de un nogal.

— No tengas cuidado, que entre repique y repique he de bajar a echar un corro que se hunda la tierra.

— Pero conmigo nada más.

— Con el lucero del alba que se ofrezca.

— ¡Que no muelas, Andresillo!

— Esta noche te planto un abrazo.

— Anda, judío, ya verás cuando te confieses.

La madre de Isabel se asomó a la ventana.

— ¡Isabel!

— ¿Qué quiere usted, señora madre?

— ¿Piensas dejarnos sin agua esta noche? No, tú como haya bureo... A ver si vas por una herrada de agua antes que sea más tarde.

— Voy al instante — respondió Isabel alejándose de Andresillo, que murmuró bajito:

— ¡Que te le planto!

En aquel instante don Juan abandonó de repente sus cavilaciones y bajó al nocedal.

— ¡Gracias a Dios — dijo Juana — que se da usted a mandamiento!

— Tiene usted razón — contestó don Juan alegremente— . Esta noche es noche de alegría, y todo el mundo debe echar con dos mil demonios el mal humor. Aquí faltan un par de cántaras de chacolí que alegren la pajarilla.

— ¡Sí, sí, eso es lo que falta! — asistieron todos los circunstantes, menos Isabel, que ya salía de su casa con la herrada en la cabeza, y Andresillo, que se había escabullido del nocedal.

— ¡Benito! — dijo don Juan a su criado— . Anda a casa y trae aquí chacolí de firme.

— ¿De cuál traigo?

— Del mejor que hay en la cubera.

— Mire usted que Ambrosia se va a poner como un toro si lo huele...

— Ambrosia no huele ya, que tiene la nariz rota.

Dos minutos después el jarro corría que era una bendición y las pajarillas comenzaban a alegrarse: Don Juan, como quien no hacía nada, se deslizó entre la sombra de la arboleda y tomó el camino de la fuente, siguiendo a Isabel, que, cantando como una malviz, le llevaba cincuenta pasos de delantera.

El secular castaño que se alzaba al lado de la fuente, extendía sobre ésta sus pomposas ramas, con cuyo motivo y el de estar expirando el día, la obscuridad era casi completa en torno de la fuente.

Isabel colocó la herrada bajo la teja que servía a la fuente de caño, y mientras la herrada se llenaba, fue a alcanzar una rama para echarla en el agua, con objeto de que ésta no se jalducase; pero como oyese pisadas que se acercaban cada vez más, preguntó con voz temblorosa:

— ¿Quién viene?

— No te asustes, Isabel, que soy yo — la contestó don Juan.

Isabel, cuya inocencia formaba singular contraste con las picardías de Andresillo, no pudo contener la expresión de su alegría, pues la obscuridad que reinaba allí empezaba a darle miedo.

— ¿Pues cómo viene usted por aquí? — preguntó ingenuamente al camastrón de don Juan.

— Vengo porque te quiero mucho.

— ¡Sí, cabalito!

— ¿Lo dudas? Verás qué abrazo tan rico te voy a dar.

— ¡Ay, no, no, que es pecado! — exclamó Isabel retrocediendo.

Pero tropezó con el tronco del castaño, y alcanzándola don Juan, iba a estrecharla en sus brazos, cuando del tronco del árbol salió una voz pavorosa que dijo:

— ¡Tú me las pagarás!

Isabel y don Juan lanzaron un grito de espanto, quedando la primera muda e inmóvil de terror al pie del castaño, y tomando el segundo a escape el camino de la aldea.

— ¡No te asustes Isabel! — dijo cariñosamente Andresillo saltando del castaño.

— ¡Ay, Andresillo de mi alma! — exclamó la niña acercándose temblorosa a su novio, que la estrechó en sus brazos y dijo soltando una alegre carcajada:

— ¿No dije que te le plantaba?

En aquel momento un vivísimo resplandor inundó a Cabia.

— ¡La sanjuanada! ¡La sanjuanada! — gritó Andresillo alborozado. Y colocando a toda prisa la herrada en la cabeza de Isabel— . Adiós, chica — añadió— ; las campanas me están echando ya de menos. No digas a nadie que hemos estado aquí Juan Palomo ni yo.

Y echó a correr más ligero que una liebre.

Don Juan antes de llegar al nocedal, dio un rodeo por detrás de las casas y se metió en la suya.

Asomóse al balcón y oyó a los vecinos que decían:

— Pero ¿dónde estará ese condenado de Andresillo, que no rompe ya las campanas a fuerza de repicar?

Al oír esto don Juan se dio una palmada en la frente, murmurando con desesperación:

— ¡Era él! ¡Era él! ¡Va a contarlo a todo el mundo, y voy a ser el monote de la aldea!... ¡Qué vergüenza! ¡Un hombre de mis años y posición!..

Andresillo llegó en aquel momento al campo de la iglesia dando también su rodeo.

— ¡Ea! ¡Viva! ¡Ya está aquí Andresillo! — gritaron los chicos tirando las gorras al aire.

— ¿Dónde andas, hombre? — le preguntó el señor cura.

— Estaba echando un sueñecito para estar despabilado esta noche — contestó Andresillo.

Y subió de cuatro en cuatro los escalones del campanario.

Jamás se había oído en Cabia campaneo más alegre y sonoro que el que enseguida empezó a responder al que se oía en todas las iglesias parroquiales del valle.

— ¡Qué condenado a muerte! — exclamaba Juana reventando de alegría— ¡Ahora, ahora sí que hace hablar las campanas!

Cien hogueras iluminaban con claridad del sol el verde y hermoso valle, y el río que por el fondo de éste se deslizaba, parecía una serpiente de fuego al reflejarse en sus claras aguas, aquel vivísimo resplandor.

Al himno de alegría que alzaban las campaas en los cinco campanarios que surgían blancos y esbeltos del verde follaje, en toda la exensión del valle, se unían las salvas de tresientas escopetas y los repetidos gritos de:


¡San Juan! ¡San Pedro!
¡San Pelayo en medio!
 

Pero entre todas las sanjuanadas, la de Cabia llevaba la gala, en concepto de los Cabia, que tenían la debilidad, ¡santa debilidad! de no envidiar a nadie, de creer que la aldea donde habían nacido era la mejor del mundo, de no comprender que fuera de aquel nido de ramas y flores existiera felicidad.

A todos les decía Andresillo su cosa, con aquella gracia que Dios le había dado para hacer hablar las campanas.

A Isabel: — «¡Te quiero mucho! ¡Te quiero mucho!»

A Antonio y Feliciana: — «Vuestro hijo, ¡qué hermoso será, qué hermoso será!»

A Juancho: — «¡Pasarás de los cien años y fumarás buen tabaco!»

— A Ambrosia: — «¡Rabia! ¡Rabia! ¡Rabia!»

— Y a Juan Palomo: — «¡Tú me las pagarás! ¡Tú me las pagarás!»

Sí, sí, esto decía Andresillo a don Juan de Urrutia, que mientras sus vecinos se volvían locos de alegría, se arrancaba de rabia el cabello, derrengaba de una patada a la perra, jugaba a la pelota con el gato, habría a puntapiés las puertas, y decía, tapándose los oídos para no oír las campanas:

— ¡Tú me las pagarás! ¡Tú me las pagarás. ¡Me las está jurando!... ¡Me las está jurando!...

VII

El ardiente sol de julio se iba ocultando tras de los lejanos montes de Soba.

Antonio y Feliciana resallaban borona en una pieza situada a dos tiros de piedra de su casa, y muchos vecinos se ocupaban en lo mismo en otras piezas cercanas.

La alegría, que rara vez abandonaba el corazón de los vecinos de Cabia, se manifestaba entonces en toda su plenitud: era que dos días antes había llovido abundantemente, y veía crecer la borona, que con tanta prodigalidad recompensa las fatigas del labrador cuando recibe a tiempo el agua, bendición que Dios niega rara vez al creyente y laborioso labrador vascongado.

— Voy a bajar las ovejas y a arreglar en seguida la cena — dijo Feliciana.

— No — replicó Antonio— ; no quiero que subas la cuesta, que no estás ya para eso. Vete, a preparar la cena, que las ovejas están en Matacabras poniéndose como pelotas con la hierba que ha nacido ya en la rozada que limpiamos la víspera de San Juan. Así que dé la oración, subiré yo en un brinco por ellas.

Feliciana se dirigió a casa, recogiendo al paso un brazado de leña seca para la lumbre.

La puerta estaba cerrada sólo con picaporte, que en Cabia para maldita la cosa se necesitan llaves ni candados.

— Feliciana — dijo Juana, que atravesaba a la sazón el nocedal— , ya te está esperando hace rato la familia.

La familia a que Juan aludía eran dos cerdos que hocicaban la puerta gruñendo como desesperados y una bandada de gallinas que, al mando del gallo más gallardo de Cabia, esperaban a sus amos con santa paciencia, pensando sólo en que podía descolgarse por allí algún gato montés y refrescar con sus hijos.

Para matar el tiempo, gallinas y cerdos habían emprendido la siguiente disputa:

— ¡Pues no gruñen ustedes poco en gracia de Dios!

— ¡No, que seremos tan gallinas como ustedes!

— ¡Ya! ¡Como son ustedes gente gorda!...

— Pues ustedes bien suelen alborotar el gallinero.

— Pero no alzamos el gallo tan alto como ustedes.

— ¡No, y ponen ustedes el grito en el cielo!

— ¡Y ustedes por nada va están de hocico!

— ¡Eh, basta de cacarear!

— ¡No nos da la gana, cochinos!

La cosa se iba poniendo seria cuando apareció Feliciana en la portalada, y gallinas y cerdos corrieron a su encuentro haciéndola mil carocas, y como tontos, se metieron en casa con,ella, seguros de que habría por allí algunas somas y aechaduras que merendar.

Al poco rato, una blanca columna de humo empezó a elevarse de la chimenea de casa de Antonio.

Al verla éste desde su llosa, se sonrió como un tonto, de puro regocijo, diciendo a Juancho, que en aquel instante se había acercado a pedirle una pipada de tabaco:

— ¡Mire usted, mire usted, qué humos gasta mi mujer! ¡Válgame Dios, qué de cosas le dice a uno el humo que desde lejos ve salir por la chimenea de su casa!

— Vamos a ver, ¿y qué es lo que a ti te dice?

— Hombre de Dios, si uno pudiera explicars como los que componen los libros, le aseguro a usted que más de cuatro cosas buenas se ha ían de oír en Cabia... Mire usted, Juancho: cuando desde las llosas o el monte veo yo el humo d mi casa, pienso para mí que mi mujer está di ciendo, si hace frío, «Hagamos una buena lumbrerada para que aquel pobre se caliente cuando venga»; si hace calor, «No echemos mucha lumbre, que aquél cuando venga va a encontrar la casa como un horno»; si hace una tortilla, «Pongámosla bien doradita, que así le gusta a aquél»; si echa sal al puchero, «No pongamos la comida muy salada, que aquél se atraca luego de agua»; si hace..., en fin, yo no sé explicarlo, pero ese humo me dice siempre que allí están pensando en mí.

— Quien te lo dice no es el humo.

— ¿Pues quién, si no, me lo ha de decir?

— El corazón.

— Ése será, caramba; pero...

— Y si no, pregúntale a Juan Palomo qué le dice el humo de la chimenea.

— ¡Toma! Porque ése no tiene mujer.

— Pues entonces, si no es el corazón, será la mujer y no el humo quien dice todas esas cosas...

— De juro, alguno será. Pero dejémonos de cavilaciones, que son para gente más leída que nosotros, y vámonos a echar para casa las ovejas, y a ver si aquélla tiene ya preparado algo que se pegue al riñón.

Antonio hizo un haz de pies de borona cortados por inútiles, se lo echó a un hombro y al otro la azada, y tomó el camino de su casa.

Así que sirvió aquella sabrosa merienda a los bueyes, y dijo yo no sé qué dulcísimas cosas a su mujer, pues ésta le puso de gitano que no había por donde cogerle, tomó cantando la cuesta de Matacabras, por la que se le vio bajar poco después, trayendo de batidores una docena de ovejas tan retozonas y alegres como él.

El día había sido calurosísimo, pero la noche era deliciosa: la luna alumbraba como el sol a medio día, y el ambiente venía cargado con el aroma robado al paso a las manzanillas que, a manera de una nevada, cubrían los collados que resguardan a Cabia por el Sur y el Norte.

Cuando Antonio llegó a casa con las ovejas, ya Feliciana había colocado una mesita y dos sillas de madera al pie del cerezo de la portalada.

Las ovejas, acostumbradas por su ama a malas mañas, rodearon a Feliciana, como diciéndola: «Ve, ve si tienes por ahí algo que echar a perder.» Y Feliciana obsequió a cada una con un currusco de borona.

Antonio subió al payo con un plato en la mano; desde el ventanal alcanzó una rama del cerezo, trasladó al plato el fruto que la abrumaba por lo que la rama dio un respingo que equivalía a un «Estimado, generoso», y bajó a depositar el plato de cerezas al lado de otro plato de pimientos y huevos y tomate, que ya Feliciana había colocado en la mesita.

Marido y mujer se sentaron a la mesa, y previa la bendición, que echó Antonio, ambos metieron mano a la cena, con un apetito y una cara de pascua que hubiera hecho morir de envidia al inapetente e hipocondríaco Juan Palomo.

— Pero, hija — dijo Antonio— , veo que comes por uno, cuando debieras comer por dos.

¿Cómo por dos? — replicó Feliciana sin comprenderle.

— Por ti y por un hombrecito que nos está oyendo.

— ¡Sí, hombrecito! Mujercita sí que será — dijo Feliciana, comprendiendo al fin y poniéndose sonrosadita.

— Nada, nada, aquí no se quiere gente que se viste por la cabeza y se desnuda por los pies.

— ¡Qué gracioso! Pues yo quiero que sea niña.

— Entonces, la meto en la misericordia de Bilbao.

— ¡Gem! ¡Gem! ¡Que no me hagas rabiar!

— A no ser que se parezca a la pícara de su madre...

— Sí que se parecerá.

— Pues entonces, será pícara y se quedará en casa, porque tienen fortuna todos los pícaros como tú... sabes.

— ¡Verás!

— Pero ahora que me acuerdo... Si me ha dicho el cirujano que es niño.

— ¡Anda, mentiroso!

— Lo que oyes, hija. El domingo, antes de misa, estábamos en el pórtico esperando el toque de entrada, cuando asomaste tú por el nocedal, y me dice el cirujano: «Antonio, ¿quieres saber si tendrás hijo o hija?» Digo... Ya se ve que quiero. «Pues espera, que ahora lo sabrás.» Conque cuando ibas a subir el escalón de la puerta, se baja a mirarte los pies, y dice:

— ¡Qué gracia!

— Chica, no te pongas colorada, que no dijo nada malo.

— ¡Pues no son pocos mirones los hombres!

— Dice: «Hijo vas a tener.» ¿Y usted que sabe?, «Vaya si lo sé. Mira, cuando la mujer embarazada echa primero el pie derecho al subir un escalón, pare niño; y cuando echa el izquierdo, pare niña. Tu mujer ha echado primero el derecho; conque niño va a parir...»

— No quiero...

— Pues entonces le llevaré a la Misericordia.

— ¡Sí, que te voy a dejar!

— Como no le quieres...

— Sí que le quiero.

— ¿Y cómo le pondremos?

— Un nombre muy bonito.

— Dice Juan Palomo que los nombres bonitos son... así, como los que hay en unos libros de novela que él tiene.

— ¿Y cómo, cómo son?

Arturo, y no sé cómo demontres más.

— ¡Ay, que feos! ¿Verdad?

— Sí que lo son. Ésos son santos de Francia o por allá...

— Justo. ¡Cuánto más bonito es Antonio, Juan, Francisco, José, Ignacio, Manuel..., en fin, santos buenos, como los de España!

— ¡Ésos, ésos son los que a mí me gustan! ¡Caramba! Donde están los santos de por acá...

— Pues mira, Antonio, yo a mi chiquitín le voy a poner tu nombre.

— Pero ¿no ves que cuando te pregunten por cualquiera de nosotros no vas a saber?... A no ser que tengas la precaución de hacer la pregunta de López...

— ¿Qué pregunta es ésa?

— Yo te diré. López se había casado hacía mucho tiempo, y rabiaba porque no tenía familia; pero al cabo parió su mujer un niño. López, con este motivo, reventaba de orgullo y se desesperaba porque el cuidado de la parida no le dejaba ir por el pueblo contando que ya tenía un hijo. Pero ¿qué hizo el maldito de cocer? El mismo día que parió su mujer, se colocó a la puerta de su casa, y cuando llegaba algún desconocido y le decía: «¿Está López?», le preguntaba, poniéndose más hinchado que una bota:

— «¿Cuál? ¿padre o hijo?»

— Pues mira, dejémoslo, que ya pensaremos cómo le hemos de poner a mi pobrecito...

— Anda, que el nombre no le hace. Lo que importa es que el chico sea guapo.

— ¡Y sí que lo será!...

— Porque se parecerá a ti.

— No, a ti.

— Le voy a hacer un carretón para que aprenda a andar antes de un año...

— Eso de enseñarle, por mi cuenta corre.

— ¡Y qué gusto verle corretear por ahí aquel pelito rubio como el oro, y aquellos ojillos pícaros, como los de su madre!... ¡Je! ¡Je! ¡Je! ¡Qué tunante de chico!

— ¡Que no le llames eso!

— Esquilando, como un gato, por el tronco del cerezo...

— ¡Pues! ¡Para romperse la ropa!...

— Le das un par de azotitos.

— ¡Anda, Nerón, no me da la gana de pegar a mi niño!

— Pues verás cómo yo me levanto y se los planto...

— ¡No quiero, no quiero que le pegues!

Y Feliciana se vuelve asustada, extendiendo los brazos hacia el tronco del cerezo que está a su espalda, para impedir que Antonio dé al chiquitín lo que no se le caiga.

— Si vosotras los echáis a perder con ser tan madrotas...

— ¡Mejor!...

— Pero felizmente nuestro chico saldrá hombre de bien.

— Y siendo tan guapo, se casará en alguna casa rica, aunque no me gusta mucho.

— No, mejor es que vaya a las Indias.

— Y verás tú qué rico viene, porque dicen que allí hacen fortuna los que son tan despejados.

¡Vaya si la hará! ¡Je! ¡Je! ¡Je! ¡Qué diablejo de chico!...

— ¡Buenas noches! — dijo Juancho, presentándose en la portalada, antes que Antonio y Feliciana repararan en él, entretenidos como estaban con su chico...

— ¡Buenas noches, Juancho! ¿Usted gusta? Aunque llega usted a los postres...

— Que aproveche. Hablábais de Andresillo, ¿no es verdad? Cierto que ese chico es un diablejo. Juan Palomo está trinando con él porque dice que le insulta siempre que repica las campanas.

— ¿Y qué es lo que le dice?

— ¡Qué sé yo! Sus cosas, como a todos nos dice las nuestras. Sólo que al que no hace nada malo, no le importa que le digan lo que hace.

— A ver si el tal Andresillo se casa pronto y sienta la cabeza como la sentó éste.

— ¡Qué sé yo que os diga! La pobre Isabel no las tiene todas consigo. Pero a todo esto ¿cuándo te haces dos, Feliciana?

— ¡Qué cosas tiene usted!

— Desmejoradilla te vas quedando.

— No ve usted que me da cada patada el chico...

— ¡Qué chico ni que calabaza! La chica querrás decir.

— No señor; que el cirujano vio a ésta el domingo echar primero el pie derecho al subir el escalón del pórtico, y conoció en eso que va a parir chico.

— Pues hace una hora he estado a pedir al cirujano una pipada, y me ha dicho que esta tarde ha visto a tu mujer echar primero el pie izquierdo al subir la escalerilla de la llosa, y ha conocido que va a parir chica...

Feliciana soltó una alegre carcajada, a la que respondió Antonio con otra no menos alegre, añadiendo:

— Que venga lo que su Divina Majestad quiera; que si no sabemos si es niña o niño, sabemos que es la bendición con que el Señor completa nuestra felicidad.

A Feliciana se le llenaron los ojos de agua, y no sé cómo demontres la mano de Antonio y Feliciana se encontraron bajo la mesa y se dieron un apretón de padre y muy señor mío.

VIII

Era domingo y llovía a jarros.

Don Juan de Urrutia estaba alegre y placentero, cosa que tenía admirado a todo el mundo, porque don Juan se había ido avinagrando de tal modo, que los vecinos de la alítea apenas le llamaban ya Juan Palomo, que le llamaban Cascarrabias.

¿En qué consistía tan repentino cambio?

El pobre Andresillo, por el contrario, estaba reservado y triste; novedad también, y no pequeña, pero que no excitaba la curiosidad de nadie, porque nadie ignoraba ya en Cabia que a Andresillo lo había plantado su novia Isabel unas calabazas como unos soles, en vista de que no sentaba la cabeza, como lo probaba el haber pintado con carbón en el pórtico de la iglesia unas narices torcidas, en las que todo el mundo había reconocido las de Ambrosia.

A media tarde cesó la lluvia; pero no era posible jugar a los bolos ni a la pelota en el carrejo, porque éste estaba convertido en una charca.

Los muchachos de la aldea, entre los cuales se hallaba Andresillo, aunque casi tenían que llevarle, como quien dice a remolque, recogieron del carrejo bolas y bolos, y se echaron a buscar una casa donde pudieran armar el juego.

— ¡Ambrosia! — decía don Juan a su ama de gobierno con tono zumbón y después de haber recalado a Juancho una hoja de rico tabaco— . Hoy me ha tenido usted en ayunas hasta las doce por estarse usted comiendo... los santos; pero se lo perdono a usted porque no quiero amargarle sus triunfos.

— Vaya usted mucho con Dios, que no tengo gana de conversación. ¡Qué triunfos, ni qué!...

— ¿No los ha olido usted?

— No señor.

— Ya se conoce que no tiene usted buena nariz.

— Mire usted, señor, no me insulte usted, que tengo malas pulgas y le tiro aunque sea un demonio a la cabeza.

— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Tiremele usted, a ver si rota alcanza el triunfo que la nariz de usted ha alcanzado.

— Pero ¿de qué triunfo habla usted, hereje? Que es usted capaz de hacer burla de un entierro, como todos los del día.

— ¿Conque no lo sabe usted? ¿Conque no sabe usted que su nariz ha merecido la alta honra de ser retratada y expuesta al público no menos que en el pórtico de la iglesia?...

— ¡Calle usted, calle usted, por los clavos de Cristo, y no tenga usted ganas de divertirse conmigo!...

— Toda Cabia se divierte con su nariz de usted.

— Le digo a usted que si quiere divertirse compre una mona.

Unas grandes carcajadas resonaron en aquel instante en el pórtico de la iglesia.

Don Juan se asomó al balcón que daba sobre el zaguán.

— ¿Qué es eso, Antonio? — preguntó a éste, que venía de hacia el pórtico, desternillándose de risa.

— ¡Ja! ¡Ja! ¡Qué ha de ser! — contestó Antonio— . Cosas de Andresillo, que es el mismo diablo. ¿Pues no ha pintado con carbón, que parece que está hablando, la nariz de Ambrosia?

Al oír esto, Ambrosia pegó un salto de hiena, y tomó un puchero con agua y una esponja, se lanzó a la calle, gritando:

— ¿Dónde está ese pillo, hijo de mala madre y de peor padre?... ¡Veneno se me vuelva el pan que coma y el agua que beba, si no me la paga bien pagada!... ¡Por ésta! ¡Por ésta ¡Por ésta!

Y Ambrosia besaba el dedo pulgar, cruzado sobre el índice, corriendo con su puchero y su esponja hacia el pórtico.

En efecto: allí estaba la vera efigie de su nariz, insolente, gráfica, incapaz de confundirse con ninguna otra, hablando, como había dicho Antonio; pero Andresillo la había dibujado sirviéndolo de andamio Benito, que tenía tirria y mala voluntad a Ambrosia, y ésta dio un nuevo grito de desesperación al ver que la esponja empuñada por su mano no alcanzaba allí.

— ¡Aunque estuviera en el quinto cielo esa infame pintura la alcanzaría yo! — exclamó, tirando la esponja al dibujo.

Pero la esponja cayó al suelo sin dar en el blanco, o mejor dicho, en el negro; y volvió a subir y caer, cubierta ya del barro formado con el polvo que había recogido en las multiplicas caídas, hasta que en uno de aquellos rebotes...¡paf! vino a parar a la cara de Ambrosia.

Los chicos y los grandes, que se iban ya reuniendo en el pórtico, entre ellos Juancho, soltaron una tremenda carcajada, dando un pase, atrás, espantados al ver la horrible caricatura de Ambrosia, descompuesta por la cólera y cubierta de barro.

Aquella carcajada y la inutilidad de sus esfuerzos acabaron de cegar y desesperar a Ambrosia, que, arrimándose de bruces a la pared, empezó a dar grandes saltos como el perro a quien ponen tres varas de altura una tajada de carne.

— ¡Señora, señora, que se le ven a usted las piernas! ¡No sea usted escandalosa! — la gritaron Juana y otras vecinas, ahuyentando a los chicos.

Entonces Ambrosia tiró el puchero, echando a correr a casa en un estado de exaltación imposible de describir.

— ¡Voto a bríos con la bruja esa! — exclamó Juancho, casi desesperado como Ambrosia.

Era que el puchero arrojado por el ama de Juan Palomo le había roto la pipa, en que empezaba a saborear una pipada del riquísimo tabaco que había pedido a don Juan al verle tan para gracias.

Don Juan continuaba en el balcón, desde donde había contemplado y celebrado aquella grotesca escena.

— ¡Don Juan, por María Santísima — le dijo Juana desde el nocedal— , que lo va a dar algo a esa pobre mujer! Llamen ustedes al cirujano, y entre tanto, dígale usted a Ciriaca que...

— Ande usted, que cosa mala nunca muere — contestó don Juan — . ¡Mal portazo la oigo dar al encerrarse en su cuarto! Verá usted cómo allí se le pasa el berrinche.

— A todo esto el sol había salido radiante y hermoso, y la mayor parte de los vecinos de Cabia imitaban a los caracoles cuando sale el sol. El nocedal se iba llenando de gente.

Don Juan, que hacía un rato guardaba silencio y aplicaba el oído hacia el Noroeste, exclamó de repente:

— ¡Demonio! ¡Ya está armado en Santoña! ¿No, oyen ustedes qué cañonazos?

Todo el mundo se puso a escuchar, y todo el mundo soltó una carcajada.

— ¡No tiene usted malos cañonazos! — dijo Juana— Si es Andresillo que con otros muchachos está jugando a los bolos en el payo de su novia.

— Querrá usted decir de la que fue su novia — replicó don Juan anublándoselo un poco el semblante.

— De la que lo será aún; porque ¡haga usted caso de riñas de enamorados! Por más que diga Isabel, bien agarrada la tiene ya ese gitano, que es capaz de engatusar al lucero del alba.

Un nubarrón espantoso acabó de obscurecer el semblante de don Juan, que ya entonces no pudo tolerar que se le contradijera, poniendo en duda la perspicacia de su oído.

— ¡Les digo a ustedes que son cañonazos!

— ¡Calle usted, hombre, y no diga disparates!

— ¡Centella de Dios! ¿Me quieren ustedes hacer tonto? Digo y repito que en Santoña hay un cañoneo que se hunde la tierra. Oigan ustedes. ¡Booom! ¡No hay más, ésos son los ingleses, que quieren otro Gibraltar!

— Vaya, vaya, usted está ido.

— Pero, ¿no oyen ustedes? Grandísimos...

— ¡Hombre, no sea usted terco, por la Virge Santa! ¡Si sabremos aquí lo que son bolas y lo que son cañones!

— Se van ustedes a convencer de que son cañonazos, o me llevan a mí doscientos mil demonios.

Y don Juan se lanzó a la calle, dirigiéndose casa de Isabel.

Al llegar al portal de la casa, un terrible bolazo que sonó arriba le convenció de que se había equivocado de medio a medio, y de que ya tenían los vecinos de Cabia lo que necesitaban para quemarle la sangre.

Soltó un terrible juramento, y cogiendo una estaca de un montón de leña que había en el portal, se lanzó a la escalera del payo, jurando y perjurando que iba a matar a Andresillo.

Isabel, que estaba en el piso principal peinando a su madre, dio un grito de terror y se precipitó a su encuentro para detenerle.

Aquel grito y aquella solicitud por Andresillo convencieron a Juan Palomo de que Isabel no había dado calabazas de labios adentro al campanero, y colmaron la medida de su desesperación.

Isabel gritaba a Andresillo que huyera; pero Andresillo, con el ruido de las bolas, no lo oía; don Juan, a pesar de todos los esfuerzos de la muchacha, llegaba ya, blandiendo la estaca, a los últimos escalones.

De repente iluminó la alegría el hermoso rostro de Isabel, que dijo a don Juan en voz baja: — Si le pega usted a Andresillo, cuento las cosas malas que me dijo usted en la estrada y en la fuente.

Don Juan, que daba vista al payo en aquel instante, hizo un horrible gesto de desesperación y arrojó al suelo la estaca, a cuyo ruido volvió la cara Andresillo, y saltando desde una ventana del payo a un higar que daba contra ella, se encontró antes de un minuto en el nocedal.

Don Juan se volvió inmediatamente a su casa, siendo saludado al salir de la de Isabel por una porción de voces que decían:

— ¡Booom! No hay más, ésos son los ingleses, que quieren otro Gibraltar!...

Y Andresillo enterado ya de todo lo que había pasado, tomaba parte en aquel coro, capaz de hacer perder la paciencia al pacientísimo Job.

— Una hora después iba anocheciendo, y Andresillo repicaba las campanas.

— ¡Jal ¡Ja! ¡Ja! — decían los vecinos de Cabia, después de rezar las tres Avemarías— . ¡Qué condenado de muchacho, cómo imita los cañonazos! ¡Chúpate esa, Juan Palomo!

Juan Palomo opinaba, no sólo que Andresillo imitaba los cañonazos con las campanas, sino que por medio de éstas repetía cuanto él había dicho en el balcón para probar que los ingleses cañoneaban a Santoña.

— Señor, ¿quiere usted luz? — le preguntó Benito entreabriendo la puerta del cuarto.

— ¡Un rayo de Dios, que hunda la casa con los que estamos dentro! — contestó don Juan, tirándole un tintero, que por milagro no le dejó en el sitio.

Menos afortunada que Benito fue la pobre Chula, que como aprovechase la ocasión para entrar a hacer un par de fiestecitas a su amo, éste le atizó tan fuerte puntapié, que le rompió una pata.

Chula se retiró como exclamando:

— ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Sea todo por Dios, que en este pícaro mundo este es el premio de quien bien ama!

A la mañana siguiente subió Andresillo al campanario a tocar a maitines. A mitad de la torre, según su invariable costumbre, se asomó a una ventana que allí había, para ver si pasaba alguien por debajo y echarlo una escupitina.

El que pasaba por debajo era el señor cura que, acompañado de Benito, se dirigía a toda prisa a casa de Juan Palomo.

Andresillo estuvo por echar la escupitina a Benito; pero renunció a aquel placer por temor de acertar al señor cura, y subió al saloncillo de las campanas.

Acababa de dar la última campanada, cuando oyó al señor cura que le llamaba desde el pie de la torre.

— ¿Mande usted? — contestó, sacando la cabeza por debajo de una campnna.

— Toca a muerto — le dijo el señor cura.

— ¿Pues quién ha muerto señor?

— La pobre Ambrosia — contestó tristemente el señor cura.

Y Andresillo hizo doblar por dos veces las campanas tristemente.

IX

Hace un mes que Ambrosia, el ama de gobierno de Juan Palomo, murió de un ataque cerebral, y desde entonces Andresillo está completamente desconocido, que muchas veces por tocar a gloria toca a muerto, que ya no echa escupitinas desde la ventana del campanario, ni pasea por la cornisa de la torre, ni canta, ni ríe, ni travesea, ni piropea a las muchachas.

Algo parecido sucede a Isabel, que tampoco canta ni ríe, y lo que es peor aún, ha perdido aquellos colores de rosa de Alejandría que enamoraban a los mozos de la aldea.

Es una mañanita de San Juan; Isabel toma la reluciente herrada en la cabeza, y castañar adelante, se encamina a la fuente. A mitad del caInino se encuentra a Andresillo, que vuelve a la. aldea, y sintiendo oprimirsele el pecho y humedecérsele los ojos, hace un esfuerzo supremo para distraer aquella emoción, y sobre todo para ocultarla a Andresillo.

Isabel se pone a cantar.


Déjame pasar, que voy
a coger la agua serena
para lavarme la cara,
que han dicho que soy morena.
 

— ¿Para qué cantas, si lloras? ¿Para qué dices que eres morena, si estás descolorida? — le pregunta Andresillo tratando de sonreír a pesar de que los ojos se le arrasan en lágrimas

— Que llore ni que está descolorida, poco te importa, Andresillo.

— ¿Que no me importa?

— No.

— ¿Por qué?

— Porque ya me has olvidado.

— ¡Isabel! ¿Ves las peñas de allá arriba?

— Sí que las veo.

— Pues más firme que ellas es mi cariño.

— ¡Anda, engañoso!

— ¿No me crees?

— No.

— ¿Por qué?

— Porque nunca tuviste formalidad.

— Pero ahora tengo.

— ¡Sí, que durará mucho!

— Lo que dure mi vida.

— ¡Mentiroso!

— ¡Isabel, por Dios, vuelve a quererme, que no puedo vivir sin ti! — exclamó Andresillo, con tal acento de verdad y tal emoción, que su alma parecía irse tras de sus palabras.

— Pero ¿lo dices de veras?

— ¡Por esta cruz do Dios te lo juro!

Y Andresillo formó el signo de la cruz con el dedo índice de la mano derecha y el de la izquierda.

En la profunda fe, en la santa religiosidad de los moradores de Cabia, no había más que cerrar los ojos y creer ante juramento semejante.

Isabel creyó a Andresillo; pero la fe de amante no excluía la curiosidad de mujer.

— ¿Y cómo has variado así? — dijo Isabel con ingenuidad.

— ¿Recuerdas que hace un mes se murió Ambrosia?

— Sí que lo recuerdo.

— Pues desde entonces he sentido dos cosas: remordimiento porque Ambrosia había muerto por mi causa, y desconsuelo porque tú no me querías. Mira, Isabel, desde entonces ni una sola vez he subido al campanario sin arrodillarme llorando al pasar por la Iglesia, para pedir a Dios que salvase a Ambrosia y que me quitase penas quitándome la vida. Ni despierto ni dormido he podido echar de mí la idea de que Juan Palomo te quiere.

— ¿Qué me quiere Juan Palomo? ¡Sí, cabal! ¡Y me asusta cuando me encuentra sola! Si no, mira tú, aquella noche en la fuente...

— Aquella noche me convencí de que te quería, y desde entonces empecé a idear un medio de vengarme de él; pero desde que Ambrosia se murió de resultas de una travesura mía, y se resultas de otra tú me aborreciste...

Engañoso, yo no te he aborrecido.

— ¡Ah! ¡Bendita sea tu boca!... Pues desde que me sucedió eso, me puse triste, muy triste... y ya me pesaba no haberte engañado para ir a la barrera de Celaya y oír la voz y morirme...

— ¡Ay, qué miedo, Andresillo! — exclamó Isabel acercándose al joven como en demanda de protección.

Para comprender las palabras de Andresillo, y sobre todo el temor de Isabel, necesito, atuor mío, advertirte que en Cabia hay la creencia de que el que engaña a una muchacha y pasa por la barrera de Celaya, que está al pie de un pico elevadísimo, oye allí una voz que baja del pico, y es tan triste y tan espantosa, que el que la oye amanece muerto al día siguiente.

— Madre — preguntó yo una vez a la mía, oyéndola contar esto— , ¿y de quién es esa voz tan triste?

— ¿De quién ha de ser bajando de lo alto? Del cielo hijo mío. Si los hombres que son fuertes, maltratan a las mujeres, que son débiles, ¡quién sin Dios, ha de proteger a las mujeres! Si un día un hermoso niño, apoyando los brazos en tus rodillas y alzando a ti su carita sonrosada, te ruega que le cuentes un cuento, cuéntale éste, que a mí me contó mi madre; que si una mujer sembró en el corazón de un niño para que tú recogieras, justo es que tú siembres en el de otro para que otra, mujer recoja.

Pero volvamos a Andresillo.

— Un domingo por la tarde habla baile en el nocedal, y todas las muchachas me preguntaban por qué no bailaba.

— Mira tú, para que bailaras con ellas...

— Eso sería, Isabel; pero yo, aunque así lo comprendí, no quise estar aquí Isabel, ¿qué he de hacer aquí? Y si viene, ¿de qué me servirá, si no me hace caso o baila con otro? Conque entonces me subí al campanario, porque cuanto más se acerca uno al cielo, menos le molesta el ruido de la tierra.

— ¡Pobre Andresillo, cuánto llorarías!

— No lloraba entonces, no; que subía a la torre pensando si me convendría tirarme desde las campanas para acabar de penar.

— ¡Anda, judío! ¿Y tu padre y todos los que te quieren?

— Tienes razón; eso pensé, Isabel, y dije: «Mi padre es ya viejo y ya no acierta a cortar la pluma para los chicos ni a hacer derecho un palote de muestra si yo no acudo en su ayuda. ¿Qué culpa tiene el pobre de todo esto que a mí me pasa, para que se encuentre sin mi ayuda cuando más la necesita, después de haber estado tantos años esperando en mí?. Esto me dije, y desistí de hacer el disparate que se me había metido en la cabeza; pero entonces dirigí la vista hacia el castañar de la fuente y me acordé de Juan Palomo, y otra vez tuve deseos de vengarme. Pensando cómo me había de vengar, alcé la vista desde el castañar de la fuente al pico de Celaya. El sol de los muertos, amarillo y triste, como yo nunca le había visto, iluminaba la cima del pico... Seguí mirándole, mirándole, y una tristeza mucho más grande que la que antes sentía me fue oprimiendo el corazón... pensé en ti, y en mi padre, y en mi madre, y en Dios, y los ojos se me arrasaron en lágrimas. En aquel instante me gritó el señor cura desde la ventana de su casa: «¡Andresillo, toca a la oración!» Cogí la cuerda de la campana, y al dar la primera campanada empecé a llorar como un niño y a sentirme consolado; y al soltar la cuerda de la campana cal de rodillas y recé, pidiendo a Dios que me perdonara el mal que había hecho en este mundo y el que había pensado hacer... Desde entonces ya soy otro, Isabel, ya soy otro.

Y al decir esto, Andresillo fijaba sus ojos en Isabel, esperando con ansia las primeras palabras que ésta pronunciara.

— Pues entonces sí que te quiero — dijo la niña con inocente ingenuidad, que constituía el mayor de sus encantos.

Y añadió, haciendo un gesto de niña que quiere llorar:

— Pero mira, no me vuelvas a engañar, que eso no vale.

Andresillo le estrechó la mano en silencio, y la niña se sonrió con infinita alegría, dando más valor a aquel apretón que a todos los juramentos y todas las promesas que hasta entonces había oído de los labios de Andresillo.

Ambos, asidos de la mano, siguieron camino de la fuente.

A la fuente debieron hacérsele los dientes agua contemplando la felicidad de Isabel y de Andresillo; pues murmuradora como todas las de su clara estirpe, dijo al vejestorio que lo daba sombra:

— Acostumbrada estoy a presenciar con la mayor frescura felicidades de amantes, pero la de éstos...

— Sí — la interrumpió el castaño con la fría indiferencia de la ancianidad— , la de éstos pasa de castaño obscuro.

X

Desde que Isabel y Andresillo se encontraron camino de la fuente, y el segundo contó a la primera sus penas, debe haber llovido, a juzgar por las cosas nuevas que vamos a hallar en Cabia.

Es un alegre domingo de primavera.

Los pájaros cantan en el ramaje que entolda el balcón de Juan Palomo, y nadie se mete con ellos; muy al contrario, el cerezo de la portalada de Antonio de Molinar les dice en florido lenguaje que se acerca el tiempo en que en Espana no se mueran de hambre los artistas.

El primer toque de misa ha sonado, y la mayor parte de los vecinos de la aldea van llegando al pórtico de la iglesia y al nocedal contiguo. Hasta una docena de chicos forman corro, y hablan de si se van o no a echar cuartos a la péscola. Hacia la escuela suena un silbido, y aquellos chicos y otros echan a correr hacia donde el silbido ha sonado.

El Señor cura sale de casa de Juan Palomo y se encamina a la iglesia. Los hombres, que fuman sentados en el pórtico, se levantan y se quitan la pipa de la boca y el sombrero o la boina de la cabeza.

— ¿Qué tal le deja usted, señor cura? — le pregunta Juancho.

— No está del todo mal; pero ya se ve, con esas incomodidades que toma por nada, se pone a morir...

— ¡Válgame Dios! ¡Qué poco vale el dinero si faltan otras cosas!...

— Cierto — dice el señor cura entrando en la iglesia— ; el dinero es un pobre caballero.

Como hasta docena y media de chicos, formados en dos filas, salen de la escuela, dirigiéndose hacia la iglesia. Detrás de ellos viene el maestro, muy grave y muy decentemente vestido. Algo revoltosos están los chicos con motivo de yo no sé qué esperanzas de cuartos, que al parecer les sonríe.

— ¡Eh! — les dice el maestro— A ver si van ustedes con formalidad; que van ustedes a la casa del Señor y no a ninguna romería.

Los chicos vuelven a entrar en caja, o imitan en la gravedad al señor maestro. Los hombres del pórtico se levantan, como cuando pasó el señor cura.

— Buenos días, señor maestro — dicen todos.

— Buenos los tengan ustedes — contestó el maestro con amabilidad, pero sin abandonar del todo la gravedad propia de su ministerio.

Juancho, que apenas puede ya con los calzones, aligera cuanto puede sus piernas para alcanzar al maestro antes de que penetre en la iglesia.

— Oye, Andresillo — le dice— , dame una pipada de ese tabaco bueno que fumas tú.

— Pero, hombre, si ya no fumo — contesta el maestro sin incomodarse por la petición.

— ¿Que no fumas? ¿Desde cuándo acá?

— Desde que el Concejo me autorizó para sustituir a mi padre en la escuela.

— No serías fumador legítimo.

— Sí que lo era; pero ¿cómo quiere usted que fuera a dar mal ejemplo a mis discípulos?

— Tienes razón, hombre.

— Pero después de misa vaya usted a easa y dígale a Isabel de mi arte que le dé todo el tabaco que le di a guardar cuando tiré la pipa.

— Dios os dé mucha salud a ti, a Isabel, a tu padre, al hijo que te va a nacer y hasta a los ratones de tu casa.

— Gracias, Juancho; ya sabe usted que le queremos.

Juancho no pudo contestar al maestro antes que éste desapareciera por la puerta de la iglesia, porque le ahogaba la alegría.

— ¡Ahí era nada! ¡Lo menos un cuarterón de tabaco a su disposición!

— ¡Vamos! — balbuceó al fin— Si parece mentira que haya salido tan hombre de bien esa Andresillo!...

— ¡Hombre — dijo uno de los circunstantes— , llámele usted siquiera, don Andrés!

— ¡Qué don Andrés ni qué cuerno, cuando le llevo a su padre quince años!... ¡Pues apuradamente no es llano él, no estando delante los chicos!

El tercero y último toque de misa sonó, y todo el mundo entró en la iglesia.

Antonio de Molinar sale también de su casa a con la cara más de risa que los nacidos han visto en Cabia, y entra en el templo. Al salir de misa, el maestro manda a los chicos romper filas y retirarse a sus cuarteles; pero si los chicos le obedecen en lo primero, no así en lo segundo; algo se les ha perdido hacia la iglesia, pues no hay quien los arranque de allí.

El senor cura se dirige hacia su casa a tomar chocolate, cuando Antonio, quieras que no quieras, se le lleva a la suya, diciendo:

— ¡Pues no faltaba más!...

Poco después, Isabel y su marido los dos en traje de gala, atraviesan el nocedal y entran también en casa de Antonio.

¿Qué demonche pasa en casa de éste, que todo el mundo va para allá, y hasta los pájaros que antes cantaban en el balcón de Juan Palomo, han pasado al consabido cerezo, y allí ejecutan una pieza de las más difíciles de su repertorio?

— ¡Pero calla, que ya pareció aquello! Los chicos corren hacia la portalada de Antonio, gritando:

— ¡Bateo!¡Bateo!

Y, en efecto, bateo hay; que Isabel trae en brazos una criatura recién nacida, engalanada con todos los primores que ha ideado la poesía suntuaria de las madres pobres. A su lado camina el señor cura, el señor maestro y Antonio, que contempla con la alegría de un bobo la cara del niño, o lo que sea, por más que Isabel le dice:

— ¡Quítate de ahí, tonto, que eres lo más padrote!...

La vocería de los chicos dice a los pájaros:

— ¡Váyanse ustedes con la música a otra parte!

Pero los pájaros cantan a más y mejor, como, diciendo:

— ¡Las narices nos iremos en un día como éste!

Ya terminó el bautizo, y bautizado y asistentes salen de la iglesia.

— Señor cura — dice Antonio— , deseo que el maestro, en celebridad de este cachorrito que Dios me ha dado, eche un repique de aquellos, que él sabe.

— Si él quiere, por mi parte con mucho gusto — contesta el señor cura.

— Y por la mía también aunque no sé si habré olvidado el oficio — añade el maestro tomando la escalera del campanario.

— ¡El maestro va a repicar! ¡El maestro va a repicar! — es la voz que con la rapidez del viento corre por la aldea, llenándola de alborozo.

Y todo el mundo se preguntaba qué es lo que el maestro hará decir a las campanas.

El maestro rompo el repique más alegre, más sonoro, más elocuente que nunca, y hasta los lejanos valles se estremecen de gozo, y repiten por lo bajo aquellas notas, cada cual con arreglo a sus facultades, como en un teatro repiten los espectadores, con arreglo a las suyas, las notas privilegiadas que resuenan en la escena.

A don Juan — dice el maestro con la voz de las campanas— : ¡Se muere usted, don Juan! ¡Se muere usted, don Juan!

A Juancho: — ¡Es rico ese tabaco! ¡Es rico ese tabaco!

A Isabel: — ¡Lindo será nuestro chico! ¡Lindo será nuestro chico!

A Feliciana y Antonio: — ¡Vuestro hijo es como un sol! ¡Vuestro hijo es como un sol!

Y a los chicos de Cabia— : ¡Cuartos va a haber! ¡Cuartos va a haber!

Y, en efecto, cuartos hay; que Antonio se asoma a la ventana gritando:

— ¡A la péscola!

Y arroja a la portalada no sé cuántas embuezas de cuartos, echando en seguida a correr hacia adentro, a ver a su mujer y a su hijo, que el pobre no los ha visto lo menos hace... seis minutos.

Pero en medio del general alborozo, Juana, que hace un momento pasó de su casa a la inmediata de don Juan Palomo, sale desolada preguntando por el señor cura y el cirujano, que acuden inmediatamente a la casa grande.

— ¿Qué pasa, Juana, qué pasa? — la preguntan.

— ¡Que el pobre don Juan se muere! Le oí gritar desde mi casa: «¡Que me roban! ¡Que me dejan morir como un perro! ¡Vecinos! ¿No hay quien se duela de mi soledad y desamparo?», y vine corriendo, y encontré al pobre señor agonizando, y a esos pícaros de criados sin hacerle caso, diciendo con mucha calma que cosa mala, nunca muere.

El cura y el cirujano penetran en el cuarto del enfermo, a quien encuentran, en efecto, luchando con la agonía.

— ¿Cómo estamos, señor don Juan? — preguntan a éste.

Don Juan fija en ellos los ojos turbios y extraviados, y hace un supremo esfuerzo para contestarles.

— ¡Me muero! — balbucea al fin— . ¡Abandonado! ¡Solo! ¡Robado a mis propios ojos!... ¡He visto a mis criados sacar debajo de mi almohada las llaves de mis gavetas... y apoderarse de mi dinero y mis alhajas!...

— Cálmese usted — dice el cirujano— , y veamos si podemos remediar el mal.

— ¡El mal de mi cuerpo no tiene remedio! Señor cura, ¿le tendrá el de mi alma?

— Sí, don Juan; que Dios ha dado a la religión bálsamo para curar todas las heridas del alma.

— ¡Oh, señor! ¡No abandone usted la mía, que se apresura ya a abandonar el cuerpo!

El cura quedó solo con el enfermo en la habitación, convertida en tribunal de penitencia.

Poco después abre la puerta de la alcoba, y anuncia que el moribundo desea dirigir el último, adiós a los moradores de Cabia. Muchos de éstos, que se hallaban ya en la casa, se acercan con religiosa emoción.

Don Juan está más tranquilo, su rostro, antes desencajado y siniestro, respira la dulzura, la paz inefable, la santa benevolencia de los justos.

— ¡Amigos míos — exclama el moribundo— , perdonadme en esta hora suprema; que muchas veces he sido injusto con todos vosotros!...

Un grito general de misericordia resuena en la habitación entre sollozos.

— Mi mayor falta en este mundo — continúa don Juan, cada vez con menos aliento— ha sido el haber renunciado a la familia, en que vosotros halláis la felicidad. De esta falta han procedido todas las que me han perdido para el mundo, y a no ser Dios tan misericordioso, también para el cielo; pero ahora en presencia de Dios lo reconozco y me arrepiento de ello. ¡Bendita sea la familia!

— ¡Bendita sea! ¡Bendita sea! — contestan todos los circunstantes, anegados en lágrimas.

Y el alma de don Juan se exhala al compás de aquel coro de bendiciones.

XI

Al día siguiente, la mayor parte de los moradores de Cabia acompañaron el cadáver de don Juan al camposanto, situado en la colina del Norte.

Llegó la noche, húmeda, ventosa y obscura, y la aldea quedó en silencio.

Juana recogió la lumbre del hogar para irse a la cama, como lo había echo ya toda su familia, y creyendo oír carcajadas hacia casa del difunto don Juan, se asomó a la ventana de la cocina.

No se había equivocado: Ciriaca y Benito habían metido mano, por lo visto, al chacolí de la cubera y al jamón de la despensa para dulcificar la pena que les causaba la muerte de su amo, y andaba en grande el retozo. Pero las fuertes ráfagas de viento no trajeron al oído de Juana sólo las carcajadas de Ciriaca y Benito, que trajeron también un quejido lastimero que venía de la colina del Norte. Aquel quejido era de la pobre Chula, que aullaba a la puerta del camposanto, donde habían enterrado a su amo hacía algunas horas.

— ¡Ay del que vive solo en el mundo, que sólo sus perros le llorarán cuando muera!

Creo en Dios

I

Todavía con los ojos húmedos y el corazón agitado por las emociones que habla experimentado al penetrar en el hogar paterno tras una ausencia de veinte años, dejó la aldea nativa una tarde del mes de septiembre de 1859, y me dirigí a un valle cercano, lleno para mí de dulces memorias, como todos los de las nobles Encartaciones.

En el valle a donde me dirigía hay una ermita consagrada a la Virgen de la Consolación, y aquella ermita encerraba para mí recuerdos muy santos, porque mi madre encontraba allí consuelo en sus grandes aflicciones, y más de una vez me llevó asido de la mano al pie del altar de la Virgen, que yo, viéndola con un niño en los brazos, y no comprendiendo aún los misterios de la religión, amaba más por lo que tenía, de madre que por lo que tenía de santa.

Quería yo rejuvenecer aquellos santos recuerdos y dar gracias en aquel humilde templo a la madre de Dios, a cuya intercesión creía deber el haber vuelto a sentarme en el hogar de mis padres y el haber vuelto a postrarme en el templo donde recibí el bautismo.

No intentaré pintar aquí lo que sintió mi corazón cuando penetró en la ermita y cuando dobló la rodilla sobre aquella misma grada donde mi madre la dobló tantas veces, llorando de fe y de consuelo, porque todas estas impresiones, todas estas dulces y santas agitaciones de mi alma, están escritas en un libro que acaso nunca se publicará.

La ermita estaba más blanca, más limpia, más engalanada, más joven que yo la había dejado.

Así que recé y pasé una hora ante el altar, confundiendo en mi pensamiento la idea de Dios con los recuerdos de mi infancia, salí al pórtico de la ermita, donde, sentado en un poyo de piedra, se hallaba un anciano que me había facilitado la entrada en el templo.

Eran muy obscuros los recuerdos que yo conservaba de la generalidad de las cosas y de las personas del valle, y tenía verdadera ansia de esclarecerlos; porque nunca sabré pintar, Dios mío, el dolor que me cansaba, al volver a los valles Datales, al verme entre gentes desconocidas, que desconocidas eran ya para mí las que poblaban aquellos sitios, cuyo aspecto, fijo siempre en mi memoria durante tantos años, en nada había variado a mis ojos.

Una tarde, al llegar a mi aldea, cuando me vi rodeado por gentes casi todas desconocidas, mis ojos se arrasaron en lágrimas.

— ¿Qué tienes, hijo mío? — me preguntó mi padre, conociendo que mis lágrimas eran las del dolor más bien que las del enternecimiento.

— ¿Dónde están, Dios mío, todos aquellos que yo dejó aquí?

Y mi padre, indicándome con la vista el camposanto, que estaba a cien pasos de nosotros, bajo los fresnos que dan sombra a la iglesia, me dijo derramando una lágrima sobre mi cabeza, que oprimió contra su pecho:

— ¡Allí están, hijo mío!...

Las lágrimas afluyeron a mis ojos, y el pobre anciano, procurando velar su dolor con una sonrisa, se apresuró a añadir:

— ¡Qué, hijo! ¿Eres tú también de los que en papel son una cosa y en carne y hueso otra? Los CUENTOS DE COLOR DE ROSA que te han precedido6 nos han dicho que aceptabas la vida tal como la ha hecho Dios, y no es justo que vengas a dejarlos por embusteros.

— Padre, ¡tiene usted razón! — contestó— . Pero desde que a esos cuentos confié lo que sentía mi corazón, muchos dolores y muchos desengaños han traído el desaliento a mi pecho y la tristeza a mi alma.

— Hijo, ¡bienaventurados los que creen y bienaventurados los que lloran!

Desde el fondo de mi corazón di gracias a Dios, porque me había colocado en el número de los que lloran y creen, y la resignación no volvió a desamparar mi alma.

Deseando esclarecer mis obscuros recuerdos de los valles que recorrí en mi infancia, me sentó al lado del anciano, a quien empecé a interrogar.

— ¿Quién vive ahora en esa casa? — le pregunté indicando una grande y hermosa, aunque antigua, que está frente de la ermita.

— Vive Diego de Salcedo.

— ¿Salcedo? En mi niñez los de ese apellido, vivían en esta otra casa.

La otra casa a que yo aludía existía aún al lado de la grande, de la que sólo le separaba un cercado.

— Tiene usted razón — me contestó el anciano— , y a fe que la mudanza de Diego a la casa grande es una historia que, contada con pelos y señales, vale tanto como las que sacan ustedes los que componen libros.

— ¿Y la sabe usted?

— Como el Padrenuestro.

— ¡Cuánto le estimaría a usted que me la contase!

— Pues se la contaré a usted como Dios me dé a entender; pero antes permítame usted entrar a echar aceite a la lámpara de la Virgen, porque se está apagando, y si la señora mayordoma la viera apagada, creería que se iba a apagar también la lámpara de la dicha que alumbra su casa.

— ¿Conque tanto se interesa la mayordoma por la ermita?

— Todo lo que se diga es poco; y a fe que motivo tiene para ello.

— ¡Qué! ¿Tenemos otra historia?

— No, señor; la historia de Diego y de la mayordoma es una misma, como ahora verá usted.

El anciano entró a arreglar la lámpara, cerró la ermita y volvió a sentarse a mi lado.

Di un hermoso cigarro habano al que me iba a dar una historia (generosidad que no tienen todos los editores de Madrid), encendí yo otro, y chupa que chupa narrador y oyente, narró el primero y oyó el segundo lo que a continuación hallará el que leyere.

II

— Juan de Salcedo y su mujer Agustina eran muy amigos míos.

Yo vivía en aquella casería que ve usted allá arriba, en los rebollares, y cuando bajaba a misa los días de fiesta, Juan y su mujer me embargaban hasta la caída de la tarde, porque el mayor gusto que podía darles era quedarme a comer con ellos y su hijo Diego.

Cuando se murió el pobre Juan, su mujer y su hijo Diego tenían aún más afán que antes por tenerme a su lado; porque ya sabe usted que cuando uno está más triste, tiene más deseos de verse rodeado de verdaderos amigos.

Diego, cuando murió tu padre, era un bigardo que nunca había pensado más que en diabluras, aunque tenía ya diez y seis años; pero viendo que su madre, a quien quería mucho, no tenía ya más amparo ni ayuda que él, arrimó el hombro al trabajo y se hizo tan hombre de bien, que ni las cosechas disminuyeron, ni en la familia hubo un quítame allá esas pajas.

La pobre Agustina estaba chocha con su hijo, y siempre que me veía me decía, llorando de gozo:

— ¡Ay, Antonio! ¡Qué hijo tan bueno me ha dado Dios! Si mi difunto, que esté en gloria, levantara la cabeza y viera cómo se porta mi Diego, lloraría de alegría, como yo. No en vano pedí a la Virgen Santísima de la Consolación, cuando Dios se llevó a Juan, que hiciera a mi hijo tan hombre de bien y tan trabajador como su padre.

¿Ve usted aquella hermosa solana que tiene la casa de los Salcedos sobre la huerta? Ahora ya se les va cayendo la hoja a las parras que esquilan a ella; pero en el verano, cuando las parras están en la fuerza de su verdor, ni un rayo de sol penetra en la solana.

Allí, a aquella deliciosa sombra, donde el viento de la mar, que empieza a levantarse antes de mediodía, soplaba mansamente, robando su aroma a las llores y las frutas de la huerta, ponía Agustina la mesa en los días calurosos de verano cuando me tenía de convidado.

Después que comíamos y reíamos y charlábamos, Agustina se dedicaba a los quehaceres de su casa para terminarlos antes de bajar a las tres al rosario, que todas las tardes de los días festivos se reza en la ermita, y Diego y yo bajábamos a la huerta por la escalerilla de la solana a pasear hasta la hora del rosario, cogiendo aquí una flor, allá un ramo de guindas, más allá una ciruela, en el otro lado un melocotón.

A mí me gustaba pasear mucho por la huerta, pero a Diego le gustaba aún mucho más, y más de una vez notó que Agustina se sonreía maliciosamente al ver a su hijo impaciente por bajar.

En la casa grande vivía un caballero llamado don Rafael, con su hija Ascensión, que tenía por entonces de quince a diez y seis años.

Don Rafael salió niño de las Encartaciones, y después de haber pasado más de veinte años en Francia, o no sé dónde, volvió aquí bastante rico, diciendo que estaba decidido a pasar el resto de su vida en la casa grande, que era la de sus padres, y en donde él había nacido.

Sus padres habían muerto hacía tiempo.

Algunos meses después de su venida, don Rafael se casó con una muchacha, aunque pobre, guapa y honrada; pero su mujer se murió de sobreparto, y don Rafael se volvió a encontrar sin más familia que una niña recién nacida.

Ascensión, que así se llamaba la niña, se crió muy hermosa, gracias a que Agustina, que acababa de destetar a su hijo Diego, le sirvió de aña, criándola con tanto cariño y tanto cuidado como había criado a su hijo.

Don Rafael no era mal sujeto; pero en lo tocante a la religión tenla unas ideas muy pícaras. ¡Dios se lo haya perdonado! Yo creo que si trataba con dureza a los pobres, si no le gustaban los niños, si no se resignaba con los trabajos que le daba Dios, si no se regocijaba al ver a los bosques cubrirse de hojas y a los campos cubrirse de llores, si, en fin, no sentía en el corazón esto que yo no sé explicar, que todos los que somos como Dios manda sentimos, y que consiste en arrasársenos los ojos en lágrimas de alegría o de dolor ante la dicha o la desdicha ajena, era, sin duda, porque no creía en Dios.

— ¡Oh! ¡Qué desventurado era ese hombre! — exclamé al llegar aquí el anciano.

— Sí, muy desventurado era — continuó éste.

Aquí le llamaban por mal nombre el judío; pero los judíos son más dichosos que él era, porque, al fin, aunque crean en un error, creen en algo, y el pobre don Rafael nada creía.

— ¿Pero no creía en Dios? ¿Era materialista?

— Déjeme usted contarle la conversación que un día tuve con él, y por sus palabras colegirá usted lo que era.

Celebrábase la fiesta de la Virgen de la Consolación, y todo este campo estaba ya lleno de gente que venía a la romería.

La ermita parecía un ascua de oro con las luces que le alumbraban, y un jardín con las flores que adornaban su pavimento y su altar.

Yo, como de costumbre, me quedé a comer en casa de Agustina, y, como de costumbre, bajarnos después de comer Diego y yo a dar un paseo por la huerta.

El terreno que media entre la casa grande y la de los Salcedos estaba dividido por una empalizada, de modo que la pieza que daba al lado de la casa grande era la huerta de don Rafael, y la que daba al lado de la de los Salcedos era la huerta de Agustina.

Don Rafael y Ascensita, que así llamaban a su hija, bajaban con nosotros a dar un paseo por la huerta después de comer, y no había tarde que Diego no regalase alguna fruta o alguna flor a su hermana de leche, y la niña no le correspondiese con fineza parecida.

Por esto, sin duda, se sonreía maliciosamente Agustina cuando Diego se mostraba impaciente por bajar a la huerta.

Don Rafael traía riquísimo tabaco cuando iba a Bilbao a cobrar la mesada en la casa de comercio donde tenía colocado su capital, y como sabía que yo soy fumador de ley, así que me veía en la huerta me decía:

— Antonio, ¿no quieres una pipada? Mira que en la abacería no hay de este tabaco.

— ¡No he de querer, señor don Rafael! — contestaba yo— . El español que fuma y rehúsa un cigarro o una pipada, no es español legítimo.

Y mientras nosotros tratábamos de si el tabaco era así o asao, Diego y Ascensita seguía por la empalizada adelante hablando de la fruta y de las flores y riendo como locos.

El día de la Consolación don Rafael no quiso limitar su obsequio a una pipada de tabaco.

— Vais a subir a casa — nos dijo— a tomar una copita de un vino generoso que, sin duda, fue aquel con que Jesús resucitó a Lázaro.

A la verdad, no me gustó la comparación, y menos en boca de don Rafael; pero Diego y yo contestamos alegremente:

— Pues vamos allá, que no vendrá mal sobre el chacolí que hemos bebido en casa.

Todos subimos a la casa grande por una escalera que, como la de los Salcedos, tenía por el lado de la huerta. Ascensita, muy contenta al vernos en su casa, se encargó de escanciarnos cada uno su copa de vino generoso, que, en efecto, era lo que había que beber, y en seguida nos fuimos los cuatro al balcón, para ver desde allí la romería.

Como el balcón de la casa grande está frente por frente de aquí, veíamos desde allí el altar lo mismo que si estuviéramos dentro de la ermita.

Mujeres y hombres rezaban al pie del altar de la Virgen, y salían luego con la alegría y el consuelo en el corazón y las lágrimas en los ojos. Diego y yo contemplábamos con emoción la fe de aquellas gentes, y don Rafael, aunque guardaba silencio, se mofaba de ellas, y quizá también de nosotros, con una sonrisa que yo comprendí al momento, porque sabía muy bien de que pie cojeaba don Rafael.

Una mujer llegó hecha un mar de lágrimas al pórtico de la ermita, y no pudiendo entrar dentro, cayó de rodillas a la puerta, y exclamó, tendiendo los brazos hacia la Virgen.

— ¡Madre de misericordia, salva a la hija de mis entrañas!

Era tan inmenso el dolor de aquella madre, que a Diego y a mí se nos saltaron las lágrimas, al oírla.

Ascensita se echó a reír reparando en la emoción de Diego.

— ¡Anda, judía! — le dijo éste en tono de cariñosa reconvención— . ¿No te conmueves al ver eso?

— No, porque no me conmueve el fanatismo — contestó Ascensita.

La palabra fanatismo en boca de una niña que acaso no comprendía bien su significado, me dio lástima; y a pesar de que nunca me parece más vituperable la ira que cuando tiene por pretexto el celo piadoso, la contestación de la niña me enojó y me hizo reconvenir a Ascensita.

— Mi hija — me replicó don Rafael muy serio — hace bien en no creer en todas esas tonterías en que vosotros creéis.

— Señor don Rafael, ¿llama usted tontería al creer en Dios?

— ¡Qué Dios ni qué calabazas! no hay más Dios ni más Santa María que no hacer daño a nadie y hacer todo el bien que se pueda. Esto, no será religión, pero es justicia, y basta y sobra.

— Es que la religión es justicia.

— Pero basta la justicia y sobra la religión.

— Tiene razón mi padre — asintió la niña.

— Que usted no crea en Dios me admira; pero que no crea Ascensita... ¡me asombra y me llena de pena! — exclamó.

— ¡Pues qué! ¿Pensabais vosotros que yo iba a educar a mi hija como aquí las educan todos, llena de supersticiones y majaderías? Lo que siento es que no sepa el francés para que se aprendiera de memoria todos esos libros que tengo ahí, y sobre todo los de Voltaire, que es mi autor favorito.

— Pero, don Rafael, ¿usted cree que proporciona alguna felicidad en este mundo a su hija, quitándole toda esperanza de recompensa en el otro?

— ¡No tienes tú mal otro!

— ¡Jesús! — exclamó Diego, dirigiéndose a la niña. ¡Tu padre cree que se acaba todo cuando morimos!

— Y yo también lo creo — contestó Ascensita.

En esto sonó la campana de la ermita anunciando que iba a empezar la salve, y Diego y terminamos el altercado despidiéndonos par bajar a cantarla, pues aquella tarde la salve iba a ser cantada con acompañamiento de tamboril y silbo.

— Pues yo — nos dijo don Rafael— voy a leer un rato a Voltaire, que es mi Evangelio.

Nosotros no sabíamos quién era el tal Voltaire, pero ya suponíamos las verdades que aquel Evangelio enseñaría.

Cuando nos dirigíamos a la ermita, la mujer a quien habíamos oído pedir por la salvación de su hija se alejaba consolada con la esperanza que le infundía la Virgen, y se paró bajo el balcón de la casa grande a saludar a Ascensita.

— ¡Qué! ¿Tiene usted mala a su hija? — le preguntó la niña.

— ¡Ay, sí! Tan mala, que me ha dicho el cirujano que sólo de Dios debe esperar su salvación.

— Pues entonces se queda usted sin hija como yo me quedó sin madre.

Esta impía y desconsoladora advertencia no bastó a hacer vacilar la fe de la pobre madre que se encaminó a su casa llena de esperanza.

III

— ¿Qué le parece a usted de las ideas religiosas que don Rafael tenía y había imbuido a su hija?

— ¡Qué me ha de parecer! Que en la culpa llevaban el castigo aquellos desventurados. Aun que Dios no reservara a los ateos castigo alguno en la otra vida, los ateos pagarían muy cara en ésta su incredulidad.

— Tiene usted muchísima razón; que antes de dejar este mundo ya obtenemos la recompensa de la fe en los consuelos que la fe nos proporciona. Cuando la tempestad estalla, yo no temo que el rayo me aniquile, porque invoco el nombre de la Santa Virgen, en cuya protección creo.

Cuando mis deudos y amigos vuelan al seno del Señor, mi alma se consuela, creyendo que me ven y me oyen, y que un día he de volar a su lado para no separarme jamás.

El Señor me acompaña en todas partes, preside mis dolores y mis alegrías, y como es sabio, justo y omnipotente, me guía y me ampara y me consuela.

Esto podemos decir los que creemos. ¡Ay de los que no pueden decir esto!

Pero sigamos nuestra historia, cuyos pormenores conozco, ya por lo que yo mismo presencié, ya por lo que me han contado las personas que figuran en ella.

Ascensita era una de las muchachas más guapas de la aldea, y todo el mundo se condolía de su desgracia; que desgracia y grande eran para ella los esfuerzos que su padre había hecho para cerrar su corazón a la fe.

Agustina y Diego la querían tanto más, cuanto más desgraciada la creían.

Un día de la Ascensión llegué a casa de Agustina, a quien pregunté por su hijo.

— ¿Mi hijo? — me contestó sonriendo— . En la huerta le tiene usted con Ascensita.

Salí a la solana, y, en efecto, vi a los muchachos charlando a través de la empalizada. Po lo mismo que los quería mucho, me inspiraba mucha curiosidad sus sentimientos.

Oculto con el ramaje de las parras, que formaba ya un verdadero cortinaje delante de la solana, pude ver y oír a Diego y Ascensita sin ser visto ni oído.

Oiga usted lo que vi y oí.

La niña tenía en la mano un manojo de hermosos claveles que acababa de coger, y en el centro había colocado un clavel de onza.

— ¿Para quién son esos claveles?

— Para un noviecito que tengo yo.

— ¿Es de veras? — preguntó Diego poniéndose muy serio.

— Sí que lo es.

— ¡Pues, adiós! — dijo Diego con sequedad, volviendo la espalda.

— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Qué tonto! ¡Se lo ha creído! — exclamó Ascensita riendo como una loca.

— ¿Pues para quién llevas los claveles?

— Para mi padre, que le voy a hacer este regalo, porque hoy es mi santo.

— Tienes razón, que hoy es la Ascensión del Señor — dijo Diego recobrando su habitual alegría— . Y a mí ¿que me vas a regalar?

— A ti una florecita de éstas.

Y así diciendo, Ascensita cogió una flor de un calabazal que trepaba a la estacada, y añadió alargándosela a Diego con maliciosa sonrisa:


La flor de la calabaza
es una bonita flor,
para dársela a los hombres
a la primera ocasión.
 

Diego tomó la flor de la calabaza, la arrojó al suelo y la pisoteó casi llorando con rabia.

La niña no tomó ya a risa el enfado de Diego, que se puso muy afligida y pesarosa de haberle causado.

— Mira, Diego, no te enfades, que ha sido chanza — le dijo casi llorando.

— ¿Enfadarme yo por eso? Estás muy equivocada. Tengo de sobra quien me dé claveles. Verás qué hermosos los llevo esta tarde al baile del nocedal.

— ¡Ya! De los de tu huerta.

— No, de los de la huerta de Catalina.

— ¡Ay, Diego, no, no quiero que de Catalina ni de ninguna otra tomes claveles ni rosas! — exclamó Ascensita saltándosele las lágrimas.

Diego se mantuvo serio.

La niña arrancó del ramillete el clavel de onza, y se le alargó, diciendo con infinita ternura:

— Toma éste y perdóname.

— No le quiero — contestó Diego con un desdón que ya me pareció crueldad.

Entonces la niña, tornándose encendida como los claveles que tenía en la mano, dio un beso al mismo clavel, le puso rápidamente en la mano de Diego, y echó a correr hacia su casa.

Al subir la escalerilla volvió la cara y vio a Diego ponerse el clavel en el ojal de la chaqueta, después de llevárselo a su vez a los labios.

Aquella tarde, como todas los de los días festivos, los viejos fuimos al nocedal a ver bailar a los jóvenes, y vimos que Diego, que otros días sacaba alternativamente a bailar a Ascensita y Catalina, que también era chica muy guapa, sólo bailó con Ascensita.

Diego tocaba muy bien la vihuela y cantaba, por lo cual la vihuela tocada por él alternaba con la pandereta tocada por las muchachas.

Aquella tarde tocó varios corros y entonó varias veces esta canta:


El clavel que tú me diste
el día de la Ascensión,
no fue clavel, que fue clavo
que me clavó el corazón.
 

Diego acompañó al anochecer a Ascensita hasta la puerta de la casa grande, y al pasar por la ermita se descubrió la cabeza y se santiguó.

La niña no se burló de aquella piadosa demostración.

¿Sería que entre la religión y el sentimiento que entonces dominaba su alma hubiese alguna relación?

Yo creo que sí; y en prueba de que no voy descaminado, voy a contarle a usted misterios del alma de aquella niña, que la misma Ascensita me ha revelado más tarde.

No sé quién ha dicho en un libro que si no hubiera Dios, habría que inventarle.

Diego quería a Ascensita, pero se divertía en hacerla rabiar, como nos divertimos en hacer rabiar a los niños que más queremos.

La madre que se entretiene en hacer rabiar a su hijo, quitando el pecho de sus labios cuando con mas ansia le coge, quizá se espantaría si viera todo el dolor que a la inocente criatura causa aquel juego, al parecer inofensivo.

El amante que se divierte en hacer rabiar a su amada, dando un clavel o dirigiendo una lisonja a otra doncella, quizá se espantarla también si viese el dolor que este otro juego causa en el corazón de su amada.

El dolor que causa un golpe es proporcionado a la sensibilidad de la parte en que el golpe se recibe.

Usted, que es muy aficionado a las cantas populares, recordará que hay una muy conocida que empieza:


Catalina me prendió...
 

Pues una noche de verano, Diego se puso a tocar la vihuela en la solana de su casa, y para hacer rabiar a Ascensita, que le escuchaba des de enfrente, en toda la noche no salió del principio de aquella canta.

Don Rafael había ido a Bilbao, y al llegar a casa cerca de media noche, encontró a la niña, llorando.

— ¿Qué tienes, hija? — le preguntó.

— Padre — contestó Ascensita— , no me lo pregunte usted, porque ni usted ni nadie del mundo puede remediarlo.

— ¿Cómo que no? El dinero puede mucho.

— Pero no puede remediar mi mal.

— Si no puede el dinero, podrá el amor de tu padre.

— Tampoco puede.

— Pero ¿qué mal es el tuyo, hija mía?

— ¡Que Diego no me quiere!

— ¿Estás segura de ello?

— Segurísima.

Don Rafael guardó silencio.

— ¿No ve usted cómo en el mundo no hay remedio ni consuelo para mi mal?

— Verdad es, hija; pero...

— Padre, ¡qué lástima que no haya Dios, para pedirle consuelo cuando es inútil pedírsele a los hombres!

— ¡Cierto que es lástima! — contestó don Rafael, sintiendo ya en el fondo de su alma el haber arrancado a Dios del corazón de su hija.

IV

Catalina era realmente digna del amor de Diego, a quien quería, por más que lo guardase oculto en lo más hondo de su corazón; pero Diego quería a Ascensita, y más de una vez le oyó Catalina cantar:


¿Cómo quieres que una luz
alumbre dos aposentos?
¿Cómo quieres que yo adore
dos corazones a un tiempo?
 

La pobre Catalina, que era tan modesta como hermosa, comprendía la razón que Diego alegaba en esta copla para no quererla, y se resignaba con su suerte, guardándose de hacer uso de ninguno de los medios que encuentran siempre las muchachas, por inocentes que sean, para robar a sus rivales afortunadas el corazón de los hombres; pero así y todo, Catalina daba sin querer muy malos ratos a Ascensita.

Ascensita tenía celos de Catalina, y Diego se divertía en inspirárselos.

Hay en la iglesia parroquial de la aldea un altar de San Antonio, que las muchachas adornan de rosas y claveles así que llega la primavera. Un sábado por la tarde vio Ascensita a Catalina dirigirse a la iglesia con un hermoso ramo de flores, y se encaminó tras ella. Poco, después, Ascensita volvía a casa muy triste, y Diego la encontró en el nocedal.

— ¿De dónde vienes? — le preguntó Diego.

— De la iglesia.

— ¿De cuándo acá tan cristiana?

Ascensita guardó silencio un momento.

— No lo sé — contestó al fin.

Y se echó a llorar.

— ¿Por qué lloras?

— Porque Catalina ha llevado un ramo de flores a San Antonio.

— ¿Ya ti que te importa eso?

— Es que se lo habrá llevado para que le dé novio.

— Y ¿qué te importa que así sea?

— Es que el novio que habrá pedido al santo serás tú.

— Y aunque así sea, ¿qué te importa a ti, si no crees en Dios ni en los santos?

— Es que... por si acaso.

Este por si acaso debió revelar a Diego que el ateísmo tiene su duda que puede conducir a la creencia, como la duda de la creencia puede conducir al ateísmo; pero Diego era aún muy joven, y no alcanzaba a explicarse ciertos misterios del alma que los viejos nos explicamos con mucha claridad.

Felizmente, Dios está siempre basta en el fondo de los corazones que más pugnan por apartarse de él, y jamás está allí en vano. Aquella misma tarde, cuando el sol se iba ocultando tras los picos, pasó por la puerta de la casa grande, con su herrada en la cabeza; Isabel, que era otra muchacha de la edad de Catalina, y gritó:

— Ascensita ¿vienes a la fuente?

Ascensita bajó inmediatamente, también con su herrada, y juntas se encaminaron a la fuente del castañar.

Ascensita, por lo visto, no las tenía todas consigo con San Antonio, pues por más que Diego le había dicho que el santo bendito no se metía, como suponen las muchachas, a casamentero, estaba triste e inquieta.

Isabel, como Ascensita, tenía novio.

El novio de Isabel era un muchacho llamado Pepe, que si bien no la quería más que Diego a Ascensita, porque eso no podía ser, era menos aficionado que Diego a poner en práctica el adagio: «Quien bien te quiere te hará rabiar».

— ¿Vamos a cantar? — dijo Isabel.

— No tengo ganas — contesto Ascensita.

— ¿Tienes penas?

— Sí que las tengo.

— Quien canta, penas espanta.

— Pero no penas como las mías.

— ¿Cuáles son las tuyas?

— Que Diego no me quiere.

— ¡Anda, engañosa!

— No, que es de veras.

— Pues mira, yo sé un remedio para que los novios la quieran a una.

— ¿Cuál?

— Rezo una Salve a la Madre del Amor Hermoso todos los días cuando tocan a maitines, y otra cuando tocan a la oración, y Pepe me quiere mucho.

— ¡Ésas son tonterías!

— ¡Sí, tonterías!... Reza tú las Salves, y verá cómo Diego te quiere.

— Yo no creo en esas cosas de Dios y los santos.

— ¡Anda, judía!

— Mejor, que lo sea.

Isabel y Ascensita guardaron silencio por algunos instantes.

— ¿Y no reñís nunca Pepe y tú?

— Nunca. En el baile del domingo y en las romerías, con ninguna más que conmigo baila. Por la mañana, cuando me levanto, encuentro siempre una rosa o un clavel, que él me ha tirado al ir a las piezas. Por la noche, cuando viene de trabajar, nunca se va a casa sin pasar por la mía a verme. Cuando canta, siempre habla de mí en sus cantares. Cuando va a Bilbao, siempre me trae una cinta para el pelo. Cuando va al monte, nunca vuelve sin un ramito de tomillo o un manojo de clavellinas o siemprevivas para mí. Lo que yo digo o lo que yo pienso, le parece siempre lo mejor dicho o lo mejor pensado. Si yo estoy triste, él lo está también. Y si yo estoy alegre, también él lo está.

— ¡Ay, qué dichosa eres, Isabel! — exclamó Ascensita, llorando de envidia.

— Sí que lo soy.

En esto sonó el toque de oración, e Isabel, sonriendo de gozo, se santiguó y se puso a rezar.

— ¿Qué rezas? — le preguntó Ascensita.

— La Salve a la Madre del Amor Hermoso. Rézala tú también y verás.

— La rezaré, por si acaso.

Ascensita se puso a rezar; pero se interrumpió en seguida, exclamando:

— ¡Eh! ¡Yo no quiero creer esas tonterías!

— Pues, hija, para ti será lo peor, que no te querrá Diego.

Isabel continuó rezando, y mientras rezaba, un gozo inefable se reflejaba en su dulce rostro, como si su corazón se comunicase en aquel instante con un poder sobrenatural que le prometía las dichas supremas de la tierra y del cielo.

Ascensita entre tanto guardaba silencio, inclinando la cabeza y revelando su rostro el desconsuelo de la desesperación, hasta que, prorrumpiendo en llanto, exclamó, con un dolor que en vano tratarían de describir plumas ni pintar pinceles:

— ¡Por qué no tendré yo para consolarme esas supersticiones y esas tonterías que tan felices hacen a otras!

V

Isabel, apenas se separó de Ascensita a la puerta de la casa grande, encontró a Diego, que volvía de trabajar de las llosas.

Oye, Diego— le dijo Isabel— : Ascensita ha ido conmigo a la fuente, y hemos hablado mucho de ti.

— ¿Y qué habéis dicho?

— Que eres un descastado.

— ¿Por qué?

— Porque haces desesperar a la pobre Ascensita.

— Quien bien te quiere, te hará llorar.

— Diego, por Dios, déjate de chanzas, que la pobre chica se va a morir de pena si sigues así. Tú no sabes lo que ha llorado en el castañar.

— ¿De veras?

— De veras.

— ¿Pues por qué?

— Porque cree que no la quieres.

— Hace mal en creerlo.

— Pues si la quieres, ¿por qué aparentas lo contrario?

— Por divertirme.

— Por Dios, Diego, deja esa diversión, porque si vosotros los hombres vierais la herida que, hace en nuestro corazón lo que apenas hace impresión en el vuestro, tendríais profunda lástima de nosotras. ¿No veis que para nosotras todas las dichas del mundo se encuentran en el amor, al paso que para vosotros los hombres el amor es sólo una de las mil dichas a que podéis aspirar en el mundo?

— Tienes razón, Isabel, y me alegro de que me lo recuerdes — contestó Diego, abandonando el tono chancero que le era habitual— . Te aseguro que quiero a Ascensita tanto como Pepe me ha dicho que te quiere a ti.

Isabel se sonrió de gozo al oír sus últimas palabras, y, despidiéndose de Diego, continuó su camino, pensado con deleite y enternecimiento en Pepe.

Era ya completamente de noche cuando Diego llegó a su casa.

— ¡Pobre hijo mío, qué cansado vendrás! — le dijo su madre.

— Verá usted qué pronto echo penas y cansancio al aire con un par de cantas que voy a entonar en la solana.

— Harás bien, hijo.


Canta, y no llores;
que cantando se alegran
los corazones.
 

Mientras tú cantas, voy a acabar de arreglar una cenita, que te vas a comer los dedos tras ella.

La noche estaba hermosísima.

La luna llena brillaba en el cielo, tan azul como los ojos de Ascensita.

Las rosas y los claveles brotaban por todas partes, así en la huerta de Agustina como en la de don Rafael, y los frutales estaban unos cargados de flor y otros cargados de fruta.

El suave ambiente de la noche parecía complacerse en embalsamar la solana con todos los perfumes de la huerta.

Diego se sentó en un extremo de la solana, alumbrado por la luna, cuyos rayos no interceptaba por aquel lado el follaje de las parras.

En la solana de la casa grande, obscura porque allí no daba la luna, descubrió Diego un bulto, que no dudó fuese Ascensita.

Diego tomó su vihuela y empezó a cantar la copla.


El clavel que tú me diste
el día de la Ascensión...
 

El bulto de la solana de enfrente empezó moverse.

Diego entonó en seguida, con dulce y sentido acento, esta otra canta:


Emperatrices y reinas
por ti despreciara yo;
que tú, solita, solita,
reinas en mi corazón.
 

Y el bulto de la solana salió a la luz, es decir, bajó a la huerta donde daba la luna, y adonde bajó también Diego, porque el bulto atraído por sus cantares era aquel montoncito de rosas y de azucenas que llevaba el nombre de Ascensita.

Diego y Ascensita habían llegado a ser novios como se llega a ser amigos, sin preguntas ni respuestas, sin convenio previo, porque sale de dentro, por instinto, porque sí. Nunca se habían preguntado: «¿Me quieres?» Y la razón es muy sencilla: a Diego no le había ocurrido nunca esa pregunta, porque nunca le había ocurrido quo Ascensita pudiera no quererle, y Ascensita no se había atrevido a hacerla, porque Diego no se la había hecho a ella.

Ascensita se despepitaba por dirigir a Diego un ¿me quieres?

Sin un ¿me quieres?, ¿qué es el amor?

Sábenlo todos los que han querido, que son todos los que han nacido.

— Ascensita, ¿estás llorosa?

— Sí que lo estoy, Diego.

— ¿Por qué has llorado?

— Porque sí.

— ¿No sabes que yo te quiero?

— ¿Me quieres? ¿Me quieres?

La niña, como vemos, echaba a pares los ¿me quieres? para desquitarse de tantos y tantos como había tenido en la puntita de la lengua, sin atreverse a dejarlos pasar adelante.


— Te quiero más que a mi vida,
más que a mi padre y mi madre,
y si no fuera pecado,
más que a la Virgen del Carmen.
 

Contestó Diego, estrechando contra su pecho la linda cabecita de la niña.

— Hijo mío, vamos a cenar — dijo Agustina apareciendo en la solana.

— Allá voy, madre— contestó Diego.

— ¿De veras, Diego? ¿Me quieres? — volvió a preguntar Ascensita.

— Más aún que Pepe a Isabel — contestó Diego.

Y echó a correr hacia donde estaba su madre.

Don Rafael entre tanto, leía a Voltaire y no se cuidaba de su hija, porque, por lo visto, entraba también en sus ideas el dejar a las niñas que se las campaneen a su gusto.

Ascensita, llorando, no ya de dolor, sino de alegría, trepó por la escalerilla de la solana y se apoyó en la baranda, dirigiendo la vista primero al horizonte y luego al cielo, como si la tierra fuese elemento impuro y mezquino para el sentimiento que agitaba su corazón.

Hombres y mujeres que enferman y mueren, flores que se deshojan, tierra que sustenta reptiles venenosos, ríos y fuentes que se enturbian y se agotan, árboles que se secan: todo esto, que constituye el elemento en que vivimos, parecía mezquino y deleznable a la niña enamorada, que, sin explicarse por qué, aspiraba a otra esfera más dilatada, más alta, más bella, mas indefinible, más etérea, más en consonancia con el sentimiento que dominaba su alma.

Si, como Isabel, hubiera creído en Dios y hubiera visto a la Madre del Amor Hermoso interponiendo su santa influencia en sus virginales amores; ¡qué inmenso, qué celeste placer, Dios mío, hubiera experimentado exhalando su alma enamorada hacia aquel cielo azul tachonado de luceros!

La niña no creía en Dios, y entonces prendía cuán triste es, así en el exceso del dolor como en el exceso del placer, no poder exhalar el alma en un ¡Dios mío!

VI

Una tarde, al ponerse el sol, estaban don Rafael y Ascensita en el balcón.

Don Rafael leía, sentado, en un libro que le llaman Las ruinas de Palmira, y Ascensita, de pechos a la baranda del balcón, miraba atentamente hacia el camino de Bilbao, como si esperase impacientemente que alguien asomase por allí.

Agustina pasó por debajo del balcón con su herrada a la cabeza.

— Buenas tardes, hija — dijo a Ascensita, porque la quería mucho.

— Buenas tardes, aña. ¿Va usted a la fuente?

— Sí; voy a ver si traigo agua fresca, porque con el calorazo que hoy ha hecho, aquel pobre vendrá muerto de sed.

— Mucho tarda en venir.

— Ya no debe tardar. ¿Le esperas con impaciencia?

— Sí que le espero.

— Pues, hija, júntate conmigo.

Agustina continuó su camino, sintiendo una especie de gratitud hacia la niña, porque ésta participaba de su impaciencia por la vuelta de Diego.

— Ya no veo bien sin las antiparras — dijo don Rafael cerrando el libro, levantándose y yendo a apoyarse en la baranda del balcón al lado de su hija.

— ¿Estaba usted leyendo las Ruinas? — le preguntó Ascensita.

— Sí, y nunca me canso de leer este libro.

— A mí también me gustaba mucho, pero ahora ya no me gusta tanto.

— ¿Por qué?

— ¡Qué sé yo!

— Dentro de poco lo que te va a gustar a ti es el Año virgíneo, que lee el babieca de Diego a la santurrona de su madre.

— El Año virgíneo, no; pero El Genio del Cristianismo y Los mártires, que también lee Diego, me gustan ya más que las Ruinas.

— ¿Y de cuándo acá no te gustan las Ruinas?

— Desde que me da rabia el que todo muera cuando una se muere.

— ¿Y qué importa que así suceda?

— Cuando usted se muera, quedaré sola en el mundo.

— Sola no, porque te dejaré medio millón, que es la mejor compañía. No la tienen tan buena Isabel y Catalina, y otras que son huérfanas y pobres.

— ¡Sí, pero esas creen que aunque su madre haya muerto, las ve y las oye y vela por ellas; y cuando tienen una gran aflicción invocan a su madre, y así se consuelan!.

— Vaya, vaya, hija, no seas tonta como ese atajo de fanáticos que nos rodea.

Estas palabras no bastaron a consolar a Ascensita, que continuaba muy cavilosa mirando hacia el camino de Bilbao, por donde asomó un joven que caminaba a paso redoblado, en mangas de camisa, con la chaqueta cruzada en forma de bandolera, la boina encarnada echada atrás, un palo de acebo adornado de caprichosos dibujos hechos por medio de la combustión colocado horizontalmente bajo la nuca, y los brazos tendidos sobre el palo formando cruz.

Aquel joven era Diego.

Todas las melancolías y las cavilaciones de Ascensita desaparecieron cuando ésta le vio.

Diego, en vez de entrar en su casa, pasó de largo y se dirigió a la de don Rafael.

Ascensita corrió a su encuentro a la escalera con la dulce esperanza de que la trajera y la diese a escondidas alguna de aquellas dulces y sencillas finezas que Isabel le había dicho que solía traerle su novio.

La esperanza de Ascensita no era vana; Diego la traía un librito preciosamente encuadernado, cuya portada se apresuró a examinar la niña, leyendo en ella: El alma desterrada, por Ana María.

El alma desterrada es la leyenda más delicada y bella que la musa cristiana ha producido.

Allá, en las comarcas bíblicas, hay una casta doncella que muere, dejando sumidas en profundo dolor a su madre y a sus compañeras.

Su santa madre pide al Señor que renueve el milagro que arrancó del sepulcro a Lázaro, y la doncella vuelve a la vida, pero su alma está eternamente triste, porque, habiendo morado en el cielo, se considera desterrada en la tierra.

Tal era, sumarísimamente contada, la leyenda que Diego ponía en manos de Ascensita, persuadido de que el santo perfume de religión y poesía que exhala aquel admirable libro, había de penetrar tarde o temprano en el alma de la niña.

La alegría que a Ascensita produjo aquel regalo se turbó repentinamente cuando la niña observó que Diego venía triste.

— ¿Qué tienes, Diego? — preguntó la niña con ansiedad.

— Traigo para tu padre una carta que, según me ha dicho el que me la ha dado, contiene la noticia de una desgracia que ignoro.

Diego entregó la carta a don Rafael, y éste, apenas pasó la vista por ella, se dejó caer en un sillón blasfemando de Dios y de los santos.

Don Rafael creía en Dios y en los santos cuando blasfemaba de ellos.

Algo es algo.

En la carta que había traído Diego se le decía que la casa de comercio en que tenía todo su capital había quebrado, y, cuando más, los acreedores a la quiebra sólo cobrarían un cinco por ciento de sus valores.

Al día siguiente fue don Rafael a Bilbao, y volvió quebrantado de dolor con la certidumbre de que estaba arruinado.

Apenas llegó se acostó y dos días después le llevaron a enterrar.

Antes de morir pidió que fuese el señor cura a confesarle, y como Ascensita se admirase de esta petición, don Rafael la dijo, haciendo un esfuerzo para sonreír.

— Hija, lo que se usa no se excusa.

Así se mostró a su hija por fuera. ¡Quién sabe cómo se mostraría a Dios por dentro!

A más de un confesor he oído yo asegurar que entre las mentiras de que se han acusado sus penitentes, figura la de haber dicho que no creían en Dios, cuando creían a pie juntillas.

Si es horrible la hipocresía de la virtud, ¡qué horrible, Señor, debe ser la hipocresía del vicio!

VII

Ascensita vestía aún luto por su padre.

También le llevaba en el corazón, porque sus ojos se llenaban con frecuencia de lágrimas, y sus mejillas habían trocado el color de las rosas por el de las azucenas.

Ascensita se encontraba sola en aquel caserón, donde algunos meses antes, si tenía penas,, tenía un padre que la quería y la mimaba, y criados que, por amor o por interés la alagaban y la servían.

Ya por única compañía y único servidor tenía a una pobre mujer, a quien con dificultad podía dar un miserable salario.

Ascensita, a quien su padre esperaba dejar feliz dejándola rica, era muy pobre y muy infeliz.

Ni aun los santos consuelos que la fe proporcionaba a aquellas huérfanas, cuyas supersticiones había envidiado más de una vez, tenía la pobre Ascensita, porque la incredulidad que su padre había sembrado, había echado profundas raíces, y si la luz de la fe brillaba un momento en aquella alma extraviada, pronto se amontonaban en torno de ella las sombras de la duda.

Cuanto más desgraciada era Ascensita, más necesidad tenía de creer.

En un cuarto de su casa había un armario lleno de libros, que miraba con profundo hastío, porque no encerraban nada de lo que buscaba su corazón.

Más de una vez tuvo intenciones de arrojarlos al fuego, pero desistió de ello, porque si no encerraban la fe que necesitaba su alma, encerraban el recuerdo de su padre.

En cambio, leía, sin cansarse nunca de él, otro libro en cuyas páginas hallaba un consuelo inexplicable: era El alma desterrada.

¿Creía Ascensita la maravillosa historia narrada por Ana María?

A Agustina y a Diego decía que no, y se lo decía con sinceridad; pero, sin saberlo, creía en aquella historia, en aquel cielo lleno de santas delicias, y en aquella resurrección.

Libro en que no se cree, no se lee nunca con gusto.

Diego y Ascensita se querían más que nunca.

Diego quería a Ascensita porque la veía desvalida y triste, y Ascensita quería a Diego porque en su corazón encontraba el único refugio.

Diego deseaba unirse pronto con la compañera de su infancia, pero no se atrevía a decírselo a su madre.

Yo no sé lo que serán los mozos en otras provincias de España, porque lo más que me he alejado de estos valles es a Valladolid, donde muy joven aún estuve dos años estudiando, y no estuve más porque murió mi padre y tuve que abandonar los estudios para volver a consolar y ayudar a mi madre; no sé lo que serán los mozos campesinos en otras provincias; pero en ésta, a Dios gracias, las costumbres se conservan tan puras, que el pudor no es patrimonio exclusivo de las doncellas.

Era la víspera de la Ascensión, y Diego y Agustina estaban comiendo.

— Hijo, ¿qué tienes que estás triste y apenas comes? — preguntó Agustina a Diego— . ¿Estás malo?

— No, madre.

— ¿Has reñido con Ascensita?

— No, señora.

— Pues tú por algo estás triste.

Diego calló.

— ¿Por qué estás triste, hijo mío?

El muchacho se puso muy colorado, y contestó:

mañana, por primera vez en su vida, pasará Ascensita sola y triste el día de su santo.

— Triste le pasará porque es huérfana y desgraciada; pero sola no, porque yo la haré venir a pasar el día con nosotros, si tú no lo llevas a mal.

El muchacho miró a su madre con tal ternura y tal alegría, que Agustina comprendió que le había hecho con aquellas palabras un gran bien.

— Yo te hará mañana otro bien mayor — dijo para sí Agustina.

Acabaron de comer, y Diego volvió a la pieza donde había pasado la mañana trabajando. Había venido caviloso y triste, y volvía tan alegre, que Ascensita lo oyó cantar, conforme atravesaba la llosa, la canta de:


El clavel que tú me diste
el día de la Ascensión...
 

A la caída de la tarde, cuando todo se alegraba en la aldea con el repique de las campanas, que anunciaba la gran fiesta del día siguiente, Ascensita bajó muy triste a la huerta.

Agustina la vio, y bajando a la suya, se puso a conversar con la niña a través de la empalizada.

— Hija, esta noche tenemos que colgarte.

La niña se sonrió melancólicamente, y al mismo tiempo se le saltaron las lágrimas.

Agustina notó esto último y se apresuró a añadir.

— Vamos, vamos, déjate de lágrimas, que pareces a Jeremías. Mañana te vas a quitar el luto, que ya le has llevado el tiempo suficiente, te vas a ir a almorzar y a comer con nosotros, y por la tarde vas a bailar con mi Diego en el nocedal.

— ¡Ay, aña! ¡Bailar yo!

— Sí, yo os voy a hacer bailar a ti y a Diego como dos perinolas.

— Difícil es.

— Yo os tocaré una música que os alegre. Conque lo dicho, dicho, que mañana queremos tenerte todo el día de convidada.

— Gracias, aña.

Guarda las gracias para quien tú sabes, y no faltes mañana, que te esperamos.

— No faltaré — contestó Ascensita sin poder ocultar su gozo.

Al día siguiente, Agustina, Ascensita y Diego, estaban acabando de comer en la solana de Agustina.

Hasta la misma Ascensita estaba alegre.

Diego tomó un vaso de vino y dijo, disponiéndose a desocuparle:

— ¡Porque Dios nos reúna muchos días como éste!

— Para que así sea — repuso Agustina— es menester que nosotros hagamos por reunirnos, que Dios dice: «Ayúdate y te ayudaré».

Ascensita y Diego no comprendieron lo que Agustina quería decir.

— ¿No me comprendéis? — les preguntó Agustina.

— No, señora.

— Pues digo que quisiera oír el domingo vuestra primera amonestación.

Ascensita y Diego no pudieron reprimir un especie de grito de alegría, y balbucientes d rubor y de gozo, quisieron pronunciar alguna palabras de agradecimiento; pero Agustina loo interrumpió con el «Demos gracias a Dios po el sustento que hemos recibido», con que tenía por costumbre principiar la oración de sobremesa.

Ascensita rezó llorando. Rezar llorando y no creer en Dios, es cosa imposible.

Cuando concluyeron de rezar se oyó en el nocedal inmediato la suave voz de Isabel, que cantaba al son de la pandereta.

— ¡Ea, hijos míos, a bailar un corro! — dijo Agustina a los muchachos, a quienes el gozo tenía aún como embobados.

Diego, sonriendo amorosamente, dio un paso hacia Ascensita e hizo ademán de quitarse la boina, y la muchacha le contestó con una sonrisa y una inclinación de cabeza.

Sabido es que ésta es la pantomima de la damas y galanes para convenir y bailar juntos.

— ¿No dije yo que bailaríais como perinolas? — exclamó Agustina.

Treinta minutos después, Diego y Ascensita bailaban que se las pelaban en el nocedal.

Y treinta días después se casaban en la iglesia

VIII

Si las riquezas dieran por sí solas la felicidad, Ascensita hubiera sido muy feliz dos años después de casarse, porque la casa de comercio donde su padre tenía todo su capital se había rehabilitado completamente, pagando todos los créditos que pesaban sobre ella, merced a una herencia que vino en auxilio de su jefe, apenas Ascensita se casó con Diego de Salcedo; pero Ascensita era muy desgraciada, a pesar de que era rica y Diego y ella se querían cada vez más.

Ascensita tenía una hermosa niña de poco más de un año, que era la alegría de su casa; pero la niña estaba gravemente enferma, y la pobre madre no se apartaba de su lado hacía muchos días y muchas noches, cuidando de ella con inmensa solicitud e inmenso dolor.

Todavía la ponzoñosa planta de la duda conservaba algunas raíces en el corazón de Ascensita, a pesar de que parece imposible que en el corazón donde cabe el santo amor de madre quepa el negro ateísmo.

Diego y Ascensita y Agustina esperaban con angustia la llegada de uno de los más afamados médicos de Bilbao, que habían mandado a llamar para que viese a la niña.

El médico tardaba, y Ascensita se consumía de impaciencia o incertidumbre.

El médico llegó al fin y examinó atentamente a la criatura, guardando un triste silencio, que causaba la más dolorosa inquietud a la pobre madre.

— ¿Se salvará la hija de mi corazón? — le preguntó llorando Ascensita— . ¡Por Dios, hábleme usted con franqueza, que la incertidumbre es para mí más cruel que la muerte de mi hija!

— Señora — contestó el médico— , sólo Dios puede salvar a esta niña.

Ascensita cayó casi sin sentido junto a la cuna donde agonizaba su hija.

Cuando volvió en sí, sólo Diego estaba a su lado.

La desconsolada madre aplicó el oído a los labios de la niña, y notando que la niña respiraba aún.

— ¡Diego — exclamó— , cuida de la hija de mi alma!

Y bajando precipitadamente la escalera, llegó a este pórtico, y cayendo de rodillas ante la Virgen de la Consolación, exclamó desolada:

— ¡Virgen Santísima! ¡Ten misericordia de mí! ¡Salva a la hija de mis entrañas! ¡Y si ha volado al cielo desde que me separé de su lado para postrarme a tus pies, pídele a tu Santo Hijo que la devuelva a la vida como a la doncella de Galilea!

Una mujer que oraba en un rincón del templo se levantó llorando a la par de gozo y de dolor, y corrió a estrechar en sus brazos a la desconsolada madre, prodigándole el nombre de hija.

Aquella mujer era Agustina, que había bajado al templo también para implorar de la Virgen la salvación de la niña.

— ¡Madre! — exclamó Ascensita— . ¡Creo en Dios! ¡Creo en Dios y espero en su misericordia!

— Hija, ni tú ni nadie espera inútilmente en ella — contestó Agustina deshaciéndose en lágrimas.

Y ambas volvieron a arrodillarse y a orar.

— ¿Y se salvó la niña? — pregunté al anciano que me contaba esta historia.

— Ahí la tiene usted — me contestó señalando hacia la puerta de la casa grande, donde apareció una señora, joven aún y hermosa, trayendo de la maño una niña de ocho años, rubia como el maíz y hermosa como los serafines.

— ¿Y es su madre esa señora?

— Sí; ésa es Ascensita, ésa es la señora mayordoma perpetua de la Virgen, ésa es la mujer más creyente de la aldea, ésa es la madre de los pobres del valle, ésa es la mujer más feliz de la tierra.

La señora y la niña nos saludaron, y penetrando en la ermita, se arrodillaron ambas ante el altar de la Virgen.

IX

El sol iba ocultándose tras de los picos lejanos, y yo tomó el camino de mi aldea.

La imagen de todos aquellos amigos de mi infancia, que dormían ya el sueño eterno a la sombra de los árboles que rodean el templo donde por primera vez levantó la voz y el corazón a Dios, volvió a aparecer ante mis ojos; que más de una vez, como entonces, al tocar el sol en el ocaso tomó con ellos aquel mismo camino, volviendo de la fiesta de la Consolación, todos alegres, todos llenos de doradas esperanzas, todos libres de los graves pensamientos, de las dolorosas inquietudes y de las hondas meditaciones que agitaban mi alma al volver a los valles nativos.

Procuré echar de mi imaginación estas a la par dulces y amargas memorias, y pensé en la consoladora y suave y fresca y tierna narración del anciano.

No sé qué dulce, qué religiosa, qué santa melancolía dominaba mi espíritu a1 perderme en los rebollares, obscuros ya por la espesura del follaje y la proximidad del crepúsculo, donde a su vez se perdía el camino de mi aldea.

Tan abstraído caminaba yo en mis indefinibles pensamientos, que no sentí a un niño como de doce años, que caminaba tras de mí, respetuosamente.

El niño llevaba el mismo camino que yo hasta un alto de donde se descubría mi aldea y de donde partía el camino que conducía a la suya, mucho más distante que la mía.

— Te va a anochecer — le dije— mucho antes de llegar a casa.

— Sí, señor; lo menos una hora antes — me contestó.

— ¿Y no te da miedo caminar de noche por esas arboledas tan sombrías y solitarias?

— No, señor; porque en diciendo uno de cuando en cuando:


¡Jesús, María y José,
las cosas que un hombre ve!
 

no salen espantos ni nadie se mete con uno.

— ¿Es decir, que tú, con decir eso, te crees tan seguro y vas tan tranquilo como si te acompañara una pareja de miqueletes?

— Y más aún; que con Dios nadie puede, y con los hombres sí.

— ¡Señor — exclamó desde el fondo de mi corazón— , conserva siempre la fe en el alma de este niño, porque la fe es la felicidad en la tierra y en el cielo!

El niño y yo continuamos nuestro camino, conversando animadamente.

Nos acercábamos ya a la cumbre, y al dirigir la vista al ocaso, le vi velado por una nube negra, que iluminó débilmente un relámpago, al que siguió un sordo, lejano y prolongado ruido que me pareció el del trueno.

— Creo que este noche vamos a tener tempestad — dije al niño con la viva inquietud que siempre he sentido al aproximarse y al estallar las tempestades, que ejercen en mi organismo una terrible influencia.

— De seguro me coge antes de llegar a casa.

— ¿Y no te asustan las tempestades?

— No, señor; todo es ponerse uno como una sopa.

— O que lo parta a uno un rayo.

— Lo que es de eso no tengo yo miedo.

— ¿Por qué?

— Porque en diciendo:


Santa Bárbara bendita,
en el cielo estás escrita
con papel y agua bendita,
 

no hay miedo de que le alcance a uno ningún rayo ni centella.

Nuevamente envidió la fe del niño, y pedí mentalmente a Dios que conservase la que ha sobrevivido a tantos años y tantos infortunios en mi alma.

El niño tomó, cantando alegremente, el camino de su aldea, y yo descubrí el campanario de la mía.

En aquel instante tocaron a la oración las campanas de la iglesia, donde duermen el sueño eterno todos aquellos que en vano buscaban mis errantes ojos al tornar al valle nativo.

Y entonces me arrodilló y recé, y pensé en Dios y en los muertos y al dirigir la vista al valle, que se extendía a mis pies tranquilo y hermoso, y al mar, que se extendía a lo lejos infinito y terrible, ambos iluminados por los últimos fulgores del crepúsculo, vi vagando en el valle a mis amigos muertos, y en el mar a Dios; unos para consuelo del hombre, y otros para consuelo del cristiano.

¡Señor! ¡Desventurado es el autor de los CUENTOS DE COLOR DE ROSA; pero sufrirá resignado su desventura mientras el título de este cuento sea el eco de su corazón!

El expósito

Personas

MARI-CRUZ.
MARTÍN.
ISABEL.
DON LIBORIO.
ANTÓN.
UN MOZO.


Portalada o plazoleta que precede a la puerta de una casería en la vertiente meridional del valle de Zemudio, en Vizcaya.— Un nogal grande sombrea la portalada.— Al pie del nogal, un banco rústico.— Sobre la puerta de la casería, un balcón con antepecho de madera y una parra por adorno y quitasol.— En el rondo del valle, heredades verdes y caserías blancas.— En la vertiente opuesta, en primer término, collados con algunas caserías rodeadas de heredades, y en último, las altas cumbres del Jata.— Al Oeste, el mar, que comienza en el abra que separa a Santurce y Algorta, y se ensancha y se dilata y se pierde en la azul inmensidad del horizonte.

Escena I

MARTÍN, solo.— Es un joven de veinte a veintidós años, que viste pantalón blanco de lienzo, blusa azul y boina encarnada.— Repican campanas hacia el fondo del valle, donde se descubre un campanario.

MARTÍN. ¡Ya salen de misa mayor! Con razón dice Isabelilla que en tierra de moros y judíos, donde por supuesto no habrá campanas, serán muy tristes los días de fiesta. Domingo de Abril o Mayo; verdes montañas a lo lejos; mar azul hasta allá donde el cielo y la tierra parecen juntarse; valle florido allá abajo, y cielo refulgente allá arriba, están pidiendo campanas sonoras que canten y bendigan tanta hermosura. ¡Hoy está el cielo azul, como los ojos de Isabelilla! En Vizcaya su traje usual es el pardo, pero cuando le da por vestir de azul, ¡hasta camisa se pone de tan hermoso color! Isabel bajó a la fuente para que padre y madre encontrasen agua fresca cuando viniesen de misa mayor, como madre había bajado al establo esta mañana para que Isabel y yo encontrásemos leche caliente cuando viniésemos de misa primera. ¿Cómo no habrá vuelto ya esa chica? (Mira hacia la subida del valle.) Allí viene, escoltada por ese zoquete de Santiago... ¡Por vida del moscón ese, que se ha empeñado en que Isabelilla ha de oír sus zumbidos! No, como a mí se me atufen las narices, el tal Santiago, se ha de alejar de Isabel con las suyas rotas.

Escena II

MARTÍN e ISABEL, que aparece con la herrada en la cabeza, y atravesando la portalada entra en casa.— Es una chica de diez y siete a diez y ocho años, sonrosadita y blanca, con saya corta de bayeta encarnada, redova de listas blancas y azules y pañuelo de color en la cabeza, cruzados blandamente dos de sus calos sobre la raíz de las trenzas de pelo largo y rubias.

ISABEL. ¡Hola, Martinillo! Ven a echar una manita a la herrada. (Entra en la casa)

MARTÍN. Pues no voy, que al que se hace de miel... ¡Pero la pobre chica vendrá tan cansada de la cuesta! (Dirígese a la puerta y se detiene, viendo aparecer en ella a Isabel, que tira a la portalada el sorqui o cabecil de helecho fresco en que ha traído apoyada la herrada.)

ISABEL. Gracias, Martín, por lo bien mandado que eres.

MARTÍN. Tienes criado más de tu gusto que te sirva y te acompañe.

ISABEL. ¡Ja! ¡Ja! ¡Más de mi gusto! ¿Lo dices por Santiago?

MARTÍN. Y tengo razón para decirlo.

ISABEL. ¡Jesús, Martín, no me hables de ese terco, que me ha frito más la sangre desde la fuente al pie de la cuesta!...

MARTÍN. ¿Y cómo te ha frito?

ISABEL. Con las tonterías que ha venido diciéndome.

MARTÍN. ¿Se puede saber qué tonterías han sido ésas?

ISABEL. ¡Pues no se ha de poder! Dice que me quiere mucho, mucho, y que por Dios le quiera yo también a él, y que esta tarde va a venir su padre a pedir mi mano a los nuestros para que nos casemos en seguida.

MARTÍN. (Muy incomodado.) ¡Reniego de mi pícara suerte!

ISABEL. Martinillo, por Dios, no te enfades! Yo, ¿qué culpa tengo de que Santiago me haya dicho todo eso?

MARTÍN. ¿Conque no me he de enfadar, y va a venir su padre a pedir tu mano? Si viene será porque tú habrás consentido en que venga.

ISABEL. ¡No hay tal consentimiento, Martinillo. Yo le he dicho que aunque me desuellen viva no me caso con él.

MARTÍN. (Lleno de alegría.) ¡Ah, bendita sea tu boca!

ISABEL. Luego me ha preguntado si es porque quiero a otro.

MARTÍN. ¿Y qué le has contestado tú?

ISABEL. Tentaciones tuve de decirle una mentirijilla, porque me daba vergüenza el decirle la verdad; pero no me atreví a mentir, porque, anda, cuando me confesé la última vez, buen sermoncito y buenos credos de penitencia me echó el señor cura por las mentiras...

MARTÍN. ¿Y qué contestaste a Santiago cuando te preguntó si el no quererle a él era porque querías a otro?

ISABEL. Contestó... ¡Ay, me da mucha vergüenza el decírtelo! Y el caso es que a Santiago se lo dije sin avergonzarme.

MARTÍN. Pero, vamos, charlatana, ¿qué le contestaste cuando te preguntó si el no quererle a él era porque querías a otro?

ISABEL. Le contesté... que sí.

MARTÍN. ¿Y qué dijo él entonces?

ISABEL. Pegó una patada en el suelo, echó un pecado, muy grande, muy grande, y me preguntó si eras tú el que quería...

MARTÍN. (Con ansiedad.) ¿Y le dirías que no?

ISABEL. Pero, Martinillo, ¿cómo querías que mintiera?

MARTÍN. ¡Ah! ¿Conque me quieres, Isabel?

ISABEL. ¡Jesús! ¿Por qué no ha de poder una echar una mentira sin pecar?

MARTÍN. ¿Conque me quieres?

ISABEL. Sí, Martinillo; más que, tú a mí.

MARTÍN. Más que yo a ti, no, Isabel; porque yo te quiero mucho.

ISABEL. Pues remucho te quiero yo a ti. El otro día, cuando yo bajaba a la fuente, oí que hablaban de nosotros madre y Mari— Juana, en el arroyo donde estaban lavando, y madre decía a Mari— Juana: «Hermanos que se quieran tanto como esos chicos míos no los hay en la aldea.» Y Mari— Juana le contestó: «Es que otros hermanos sólo como hermanos pueden quererse, y tus chicos se pueden querer como hermanos y como otra cosa.» ¿Tú sabes, Martinillo, qué es lo que quería decir Mari— Juana?

MARTÍN. ¡Vaya si lo sé!

ISABEL. Claro, porque los hombres lo sabéis todo. ¿Y qué era lo que quería decir?

MARTÍN. Que tú y yo podemos querernos como hermanos y como novios, porque los hermanos como nosotros pueden casarse juntos y los hermanos como otros no pueden.

ISABEL. (Saltando de contenta.) ¡Ay, qué cosa tan buena es el ser hermanos como nosotros!

MARTÍN. (Entristeciéndose.) Buena y mala, Isabelilla, ¡a lo menos para mí!

ISABEL. ¿Qué quieres decir con eso?

MARTÍN. Que yo no soy tan digno de casarme contigo como yo quisiera y tú mereces.

ISABEL. (Como queriendo llorar.) ¡Ay, Dios mío, qué disparates dices, Martinillo!

MARTÍN. No, no los digo, Isabel. Tú eres hija de padres conocidos y estimados de todos,

y yo soy hijo de padres desconocidos, hasta del cura que me bautizó.

ISABEL. No, Martín, no; tú eres hijo, como de Antón de Echevarría y Mari-Cruz de Aguirre.

MARTÍN. Como si realmente lo fueran me quieren y los quiero; pero la verdad pública y notoria es que a Antón y Mari, Cruz se les murió de pocos meses el primer hijo que tuvieron; que Mari-Cruz tomó para criar un niño expósito, de padres completamente desconocidos; que cuando el expósito tenía tres años, naciste tú; que Antón y Mari-Cruz adoptaron por hijo al expósito, y que el expósito soy yo.

ISABEL. Cierto es todo eso, Martín; pero también lo es que Antón y Mari-Cruz te quieren y te han querido siempre como si fueran tan padres tuyos como míos, y como si hubiese resucitado el hijo que se les murió, y aquel hijo fueras tú.

MARTÍN. Es verdad, Isabel; pero ¿quién sabe, a pesar de todo eso, si nuestros padres, que son de linaje honradísimo, con cuya sangre nunca se ha mezclado la de bastardos ni de linaje desconocido, no tendrán valor, el día que yo me atreva a pedirles la mano de su única hija, para concedérsela a un expósito de padres desconocidos, por mucho que al expósito quieran? ¡Por vida de mi mala suerte! ¡Que no resultara yo lo menos hijo de algún marqués!...

ISABEL. (Llorando.) ¡Ay, Martín, qué cosas tan tristes estás pensando y diciendo! ¡Y si eso sucediera, yo me moriría de pena!

MARTÍN. Y yo también, Isabel, ¡dulce y hermosa hermana de mi alma!

ISABEL. Has de saber, Martín, que yo estoy segura de que en este mundo no hay hermana que deba querer a su hermano tanto como yo debo quererte a ti.

MARTÍN. ¿Por qué, Isabel?

ISABEL. Porque me parece que todo lo que sé y todo lo que siento y todo lo que vivo te lo debo a ti, sin que por eso deje de querer a nuestros padres ni deje de agradecer lo que les debo.

MARTÍN. Exageras, mi pobre Isabelilla; exageras lo que me debes.

ISABEL. No exagero, Martín, no. Sin duda para que no olvide nada de lo que te debo, Dios me ha dado tal memoria, que alcanza hasta la edad en que mis labios empezaban a pronunciar tu nombre. Me crié tan débil y delicada hasta los siete u ocho años, que la pobre madre toda se volvía suspirar y decir: «¡Este angelito de Dios siempre está con las alitas abiertas, como si se preparase a volar para reunirse con su hermanito en el cielo!»

MARTÍN. Es verdad que eso decía madre saltándosele las lágrimas.

ISABEL. Como por sus ocupaciones tenía que dejarme a tu cuidado la mayor parte del día, tú me sostenías cuando vacilaba, tú enjugabas mis lágrimas cuando lloraba, y tú me enseñabas cuanto no sabía.

MARTÍN. ¿Cómo no había yo de hacer todo eso, si yo era la fuerza y tú la debilidad?

ISABEL. Pues así fui creciendo, creciendo, viendo

en ti mi apoyo, mi alegría, mi consuelo y mi maestro. ¿No he de quererte como hermana ninguna puede querer a su hermano? Pero charlando, charlando, olvido la cocina, donde la comida reclama mi cuidado, y padres suben ya la cuesta. Conque, Martinillo, ya sabes que el de Santiago va a venir esta tarde a pedir mi mano para su hijo.

MARTÍN. ¡Ay, Isabel, qué puñalada me has dado con esa noticia, porque si nuestros padres acceden a su petición, me quitan la vida!

ISABEL. (Sollozando.) ¡Y a mí también!

MARTÍN. En lugar de llorar, discurramos algo para que no accedan.

ISABEL. Pues lo mejor es que te adelantes al padre de Santiago.

MARTÍN. ¿Y cómo, Isabelilla?

ISABEL. ¡Hum, los hombres no sabéis nada! Adelantándose a pedir mi mano a padre y madre y al lucero del alba que fuera menester.

MARTÍN. Pero ¿no ves que no me atrevo?

ISABEL. Un corregidor muy sabio que hubo en Vizcaya decía que el alcalde No— me atrevo era el peor de los alcaldes. Conque a ver si por serlo tú... (Sollozando.) tengo que casarme con Santiago.

MARTÍN. (Casi llorando.) ¡No lo quiera Dios, Isabel! ¡Que no resultaría yo hijo de un duque!

ISABEL. (Mirando hacia la cuesta.) ¡Ya están ahí padre y madre! Voy a cuidar de la comida. (Entra en casa.)

MARTÍN. Y yo a segar un cesto de hierba para la de los bueyes. ¿Y cómo yo, un jariego, como dicen en las Encartaciones, un zarcicume7, como dicen en el rosto de Vizcaya, he de atreverme a pedir la mano de Isabelilla? Por vida de... ¡Que no fuera yo hijo del archipámpano de Sevilla!

(Entra en el portal, sale inmediatamente con una hoz y un cesto vacío, cuya parte cóncava encaja en el hombro, y desaparece por una barrera que da entrada a las heredades.)

Escena III

ANTÓN y MARI-CRUZ.— Antón viste pantalón y chaqueta de paño y boina azul, y Mari-Cruz traje de merino negro, y trae la mantilla de franela doblada sobre la cabeza. Son como de cuarenta y tantos años.

MARI-CRUZ. ¡Ay, Antón, no pueden ya conmigo las piernas!

ANTÓN. ¡Ay, Mari-Cruz, algo de eso les pasa a las mías! (Ambos se sientan en el banco bajo el nogal.)

MARI-CRUZ. Eso nos recuerda que vamos ya a Villavieja.

ANTÓN. Y que, por tanto, debemos ir pensando en el acomodo de los chicos.

MARI-CRUZ. Felizmente, en ese tenemos poco que pensar, porque lo hemos pensado ya casi todo.

ANTÓN. Es verdad; que sólo falta que piensen en ello los chicos.

MARI-CRUZ. Yo sospecho que ya lo tienen también pensado y repensado.

ANTÓN. Eso mismo sospecho yo; pero Martín es tan encogido y vergonzoso que si esperamos a que se explique con nosotros, ya podemos esperar sentados para no cansarnos. (Se oye un ruido de carruaje) ¡Calla, un coche! ¡Y baja de él un caballero que toma la cuesta para subir acá! ¿Si será don Liborio, el escribano de Bilbao, que ha andado últimamente preguntando a las gentes de la aldea si nosotros teníanios o dejábamos de tener un hijo adoptivo, y si estábamos bien o dejábamos de estarlo?

MARI-CRUZ. ¡Ay, Dios mío! El corazón me dice que nada bueno nos trae ese Métome en lo que no me importa...

ANTÓN. Tampoco me da a mí buena espina esa visita. ¡Por vida de briosle, que no tuviéramos un buen perro de presa que saliera a recibir en la cuesta al tal escribano! ¡Si en estas caserías aisladas no se puede estar sin un buen perro para estos casos!

MARI-CRUZ. Miedo me da ese hombre.

ANTÓN. Déjame a mí sólo con él, que yo me las compondré con este torito.

MARI-CRUZ. (Entrando en casa) Mira, no te arme algún enredo, que con razón dice el cantar vascongado:


Entre zarzas y escribanos
anda poco, vida mía,
que el escribano y la zarza
nacieron un mismo día.
 

Escena IV

ANTÓN y D. LIBORIO.— Don Liborio es un hombre grueso, como de cuenta y seis a sesenta años. Tiene la costumbre de tomar rapé cuando siente movimiento de disgusto o satisfacción. Durante esta escena Mari-Cruz aparece de cuando en cuando, escuchando desde el balcón.

D. LIBORIO. Buenos días, buen amigo.

ANTÓN. Téngalos usted muy buenos, caballero.

D. LIBORIO. ¿Es usted por casualidad Antón de Echevarría?

ANTÓN. Antón de Echevarría soy, pero no por casualidad.

D. LIBORIO. Hombre, no sea usted malicioso.

ANTÓN. Diré a usted, caballero. como aunque pobre, vengo de padres y abuelos como Dios manda, lo que soy no lo soy por casualidad.

D. LIBORIO. ¡Pero, hombre, que ustedes los aldeanos han de ser siempre maliciosos!

ANTÓN. ¡Es que por las aldeas se, descuelgan unos pájaros!...

D. LIBORIO. Dejemos esto, amigo Antón, y vamos al negocio que motiva mi viaje por acá. ¿Supongo que tendrá usted buena la familia?

ANTÓN. Buenos estamos y somos todos, a Dios gracias.

D. LIBORIO. Vaya, me alegro mucho, porque la salud es lo principal. Yo he tenido un chico a la muerte, y le aseguro a usted que me ha hecho llorar dos veces; la primera, de dolor viendo que se me moría, y la segunda de gozo viendo que estaba ya fuera de peligro.

ANTÓN. Pues es extraño que haya llorado usted, aun siendo por un hijo.

D. LIBORIO. ¿Por qué ha de ser, hombre?

ANTÓN. ¿No es usted escribano?

D. LIBORIO. Sí que lo soy; pero ¿qué tiene que ver eso para que uno sea sensible?...

ANTÓN. ¡Qué sé yo, don Liborio! Un escribanoo sensible... parece cosa que no puede ser. Pero, en fin, usted dirá en lo que le podemos servir por acá.

D. LIBORIO. (Yendo a sentarse en el banco.) Sentémonos aquí un poco, amigo Antón, que tenemos que hablar de un asunto importante...

ANTÓN. ¡Importante! ¿Para quién?

D. LIBORIO. Sobre todo para usted y su familia, que se van a encontrar con una fortuna inesperada.

ANTÓN. ¿Con una fortuna? No vendría mal, don Liborio, aunque tenemos en casa un tesoro de mucho precio.

D. LIBORIO. ¿Qué tesoro es ése?

ANTÓN. Un chico y una chica que valen más oro que pesan.

D. LIBORIO. A propósito del chico, que supongo será Martín, le voy a contar a usted una historia cuyo inesperado desenlace le va a llenar a usted de gozo.

ANTÓN. Venga esa historia que ya se parece a todas en lo mucho que promete el anuncio.

D. LIBORIO. En tiempo de la primera carlistada, un joven, oficial del ejército isabelino, perteneciente a una de las familias más distinguidas de Madrid, se enamoró de una joven perteneciente a una de las familias más honradas de Vizcaya, la sedujo y resultó...

ANTÓN. ¿Qué resultó de esa bribonada?

D. LIBORIO. Pues resultó un niño como un sol.

ANTÓN. ¡Lástima de balazo al seductor!

D. LIBORIO. El niño, apenas nació, se lo llevó a los expósitos, diciendo a su madre que se le llevaba a criar en una aldea, de donde sus padres le recogerían cuando legitimasen su amor, casándose, así que terminase la guerra; pero una imprudencia reveló a la madre del niño, aun convaleciente del parto, que su hijo había sido llevado a los expósitos, y se afectó tanto con esta revelación, que le costó la vida.

ANTÓN. De todo lo cual resulta que Dios abriría las puertas del cielo a la pobre seducida y las del infierno al infame seductor.

D. LIBORIO. El seductor vive aún.

ANTÓN. Lo que prueba que algún fundamento tiene aquello de que todos los pícaros tienen fortuna.

D. LIBORIO. La guerra concluyó, y el oficial, que ya había olvidado a la madre, olvidó también al hijo, fue ascendiendo hasta llegar a general, fue Ministro de la Guerra y Presidente del Consejo de Ministros, obtuvo un título de marqués, y hoy es uno de los personajes más ricos e ilustres e influyentes en la corte.

ANTÓN. ¡Me deja asted asombrado, don Liborio!

D. LIBORIO. ¿Por qué, hombre?

ANTÓN. Porque en las aldeas, como somos tan negados, estábamos en la inteligencia de que antes de hacer a un hombre general o ministro o marqués, se registraba su vida de cabo a rabo, y si se encontraba en ella una picardía tanto así (señalando el canto de la uña) se le mandaba a escardar cebollinos.

D. LIBORIO. Hombre, ¡qué disparate!

ANTÓN. ¡Disparate! ¿Y por qué?

D. LIBORIO. ¡Porque buena estaría la Nación sin generales, ni ministros, ni marqueses, ni nada! Pero volviendo a nuestro señor marqués, cuando se encontró viejo rico, grande de España y adulado d toda la corte, echó de menos un sucesor directo de sus riquezas y su título y pensó en el chico que de su orden se había llevado en Vizcaya a los expósitos.

ANTÓN. ¡A buena hora, mangas verdes!

D. LIBORIO. Ya verá usted, amigo Antón, cómo aún era a buena hora. El señor marqués que tenía noticias muy favorables de mí, porque administro los bienes qu tienen en Vizcaya varios señores amigos suyos, me honró con la comisión de averiguar el paradero de su hijo, dándome instrucciones y amplias facultades para gastar cuanto fuese necesario y disponer su viaje a la corte, en caso de que pareciese. A fuerza de diligencias he llegado a saber que el hijo y heredero del ilustre marqués es el expósito que ustedes criaron y adoptaron por hijo, y como tal tienen en su casa. Averiguado esto, y aun mucho más, pues sé lo pobres que son ustedes y hasta su proyecto de casar a su hija con el expósito prevalidos de que los chicos se miran con buenos ojos y el muchacho les quiere a ustedes como si fueran sus verdaderos padres, se lo he escrito todo ce por be al señor marqués, añadiéndole que quizás antes de tener contestación suya, que aún no había llegado cuando salí esta mañana de Bilbao, ya estaría su hijo en mi casa preparándose a salir para Madrid, donde (con énfasis) ocupará entre la aristocracia de la corte el alto puesto que a su nacimiento corresponde, y casará con alguna de las más hermosas y ricas hijas de la la grandeza de España. (Mari-Cruz, que ha escuchado todo esto desde el balcón, llora y da señales del dolor más profundo.)

ANTÓN. (Con forzada alegría.) ¿Qué es lo que usted me cuenta, don Liborio?

D. LIBORIO. Lo que usted oye, amigo Antón. Vamos, es necesario que así usted como su mujer y su hija y el mismo Martín moderen su alegría, que el exceso de ella mata como el exceso de dolor.

ANTÓN. A propósito de dolor, le voy a hacer a usted una pregunta, don Liborio.

D. LIBORIO. ¿Cuál, amigo Antón?

ANTÓN. ¿Hubiera usted sentido dolor muy grande si, después de toda su diligencia por servir al marqués, hubiera usted tenido que dar la noticia de que su excelencia tenía que resignarse a estirar la pata sin haber visto en sus aristocráticos salones al heredero de sus riquezas y sus título?

D. LIBORIO. Lo hubiera sentido tal, que de seguro me hubiera costado una enfermedad el dar a su excelencia tan triste noticia.

ANTÓN. Pues ya puede usted dársela, meterse en cama y llamar al médico y reventar de dolor.

D. LIBORIO. ¿Qué quiere usted decir con eso, Antón?

ANTÓN. Lo que quiero decir es que Martín ya tiene padre y probablemente también novia, sin que usted ni nadie lo proporcione uno ni otra.

D. LIBORIO. Como soy padre, y buen padre, comprendido, amigo Antón, que a ustedes les costará trabajo el desprenderse del chico, porque me han dicho que es trabajador como él sólo, y ya veo que les será a ustedes duro el verse privados de sus brazos.

ANTÓN. ¿De sus brazos nada más? ¿Usted, don Liborio, no habrá padecido nunca del corazón?

D. LIBORIO. Nunca, a Dios gracias.

ANTÓN. Es natural; un ciego de nacimiento que suele venir por aquí cantando y vendiendo curiosos romances, dice que nunca ha padecido de la vista.

D. LIBORIO. ¡Bah, bah! Dejémonos de chafalditas y volvamos al asunto del muchacho. No crea usted que al llevármele les voy a dejar a ustedes, como quien dice, con las manos peladas. En este punto, su excelencia ha dejado a mi prudencia y celo el corresponder con ustedes, y para dar a cada uno lo que le corresponde, crea usted, amigo Antón, que no soy manco.

ANTÓN. ¡Manco un escribano! Cá, don Liborio, cómo había yo de creer tal cosa, cuando una noche que estuve en el teatro de Bilbao a ver una comedia que había compuesto un poeta que luego se ha hecho escribano, oí decir a uno de los que hablaban en la comedia:


Era mi padre escribano
de la ciudad de Almería,
y por más señas tenía
seis dedos en cada mano8...
 

D. LIBORIO. Ya conozco a ese escribano. Mucho talento tiene, pero es un escribanillo montado a la moderna hasta en la supresión del dicho y el antedicho, y el susodicho y el supradicho, que el verdadero escribano repite en cada renglón y es lo que más caracteriza el estilo clásico curial. Pues, como iba a decir a usted, me parece que lo más puesto en razón es que, sin perjuicio de apreciar luego el tanto cuanto que han de percibir ustedes por los alimentos, vestido, etc., del chico, les haga yo a ustedes inmediatamente un regalo digno de la esplendidez de mi poderdante.

ANTÓN. El mejor regalo que usted puede hacernos es dejarnos en paz, volverse a Bilbao y cuidarse mucho duran enfermedad.

D. LIBORIO. ¿Qué enfermedad, hombre?

ANTÓN. La que lo va a costar a usted la noticia que va a dar a su excelencia de que necesita renunciar a la esperanza de adquirir de viejo lo que abandonó de joven.

D. LIBORIO. No puedo creer, amigo Antón, que cierre usted la puerta de su casa... (estornuda después de haber tomado rapé, volviéndose para estornudar hacia el tronco del nogal) a la fortuna que entra por ella.

(Martín, que viene con un cesto de hierba, entra en casa al volverse don Liborio para estornudar, y sólo le ve Antón.)

ANTÓN. Es verdad que entra, y ¡Dios la bendiga como la bendecimos nosotros!

D. LIBORIO. Me alegro, hombre, de que al fin sea usted razonable. Por de contado, voy a regalarlos a ustedes, en cambio del chico, una buena pareja de bueyes.

ANTÓN. (Indignado). Don Liborio, mire usted que no aguanto bromas a costa de mi hijo.

D. LIBORIO. Antón, debe usted acostumbrarse desde ahora a no dar ese nombre a Martín.

ANTÓN. Martín es hijo mío, péselo a usted, y, sobre todo, pésele al señorón que nos le quiere quitar con un solo derecho, y ese tan vergonzoso, que si en el mundo hubiera verdadera justicia, ese derecho sería un crimen y bastaría para que ese señor, en lugar de ser general, marqués y rico, fuera...

(Mari-Cruz, que durante toda la escena ha dado señales mudas de participar con exceso de los sentimientos e ideas de su marido, reprime con dificultad su deseo de aplaudir a Antón.)

D. LIBORIO. (Interrumpiéndole con cómica severidad.) ¡Antón, hable usted de su excelencia con el respeto debido!

ANTÓN. Con el respeto debido hablo. ¿Se debe más respeto que éste al que cuando mozo sedujo y asesinó a una joven inocente, y cuando viejo quiere asesinar a una pobre y honrada familia, cuyo único delito consiste en tener el corazón y el pundonor que a ese señor le falta?

D. LIBORIO. ¡Antón, mire usted que le pueden costar caros ese lenguaje y esa terquedad!

ANTÓN. Suprima usted las amenazas, que nada adelantará con ellas. Soy vizcaíno por mis cuatro costados, y ya sabe usted lo que de los vizcaínos cuentan que dijo un gran guerrero...

D. LIBORIO. Sí, el Gran Capitán vino a decir que era más fácil domar leones que domar vizcaínos.

ANTÓN. Pues ¿quién ha de domarme a mí, que soy vizcaíno a carta cabal?

D. LIBORIO. ¿Quién? La ingratitud y la soberbia.

ANTÓN. Esas señoras no vienen por acá.

D. LIBORIO. Ahora verá usted si vienen. (Llamando.) ¡Martín! ¡Martín!

Escena V y última

TODOS, y además UN MOZO, que aparece a su debido tiempo.— Martín, Mari-Cruz e Isabel, salen de la casa por el orden en que se los nombra. Mari-Cruz e Isabel vienen llorosas y aterrorizadas.

MARTÍN. Mande, usted caballero.

D. LIBORIO. Pongo en tu conocimiento que eres hijo del ilustre y rico marqués...

MARTÍN. (Sorprendido agradablemente.) ¡Hijo yo de un marqués!

D. LIBORIO. Y de un marqués que te reconoce como tal hijo y te hace heredero de su glorioso título y de sus inmensas riquezas.

MARTÍN. (Como loco de alegría) ¡Virgen santísima!... ¡Hijo yo de un marqué!... ¡Viva!... (Tira la boina al aire y salta de gozo.) ¡Madre!... ¡Padre!... ¡Isabelilla de mi alma! (Quiere abrazarlos a todos; pero se contiene sorprendido al ver que, lejos de participar de su alegría, están como aterrados.)

D. LIBORIO. (A Antón con aire de triunfo.) Ya ve usted, amigo Antón, que el chico no hace ascos al marquesado y los millones de su padre.

ANTÓN. (Abatido.) ¡Ay, ya lo veo! (Indignado) ¡Ingrato!... (Enternecido.) ¡Y mi pobre Isabelilla!...

UN MOZO. (Aparece de repente muy sofocado, subiendo del valle y se queda parado como sorprendido al ver llorosos a lo aldeanos y alegre a don Liborio.) ¡Calla! ¡Los aldeanos llorosos y el escribano alegre! Bien dice la adivinanza: ¿En qué se parece el escribano y la cebolla? En que hacen llorar.

D. LIBORIO. (Reparando en el mozo) ¡Hola, Perú! ¿Qué hay?

UN MOZO. Esta carta traigo para usted, de parte de la señora.

D. LIBORIO. Trae y dile al cochero que enganche si ha desenganchado, que hallá voy yo: y espérate, que volverás en el pescante. (El mozo saluda con una inclinación y desaparece. Don Liborio se apresura a leer la carta.) Señores, carta de su excelencia el marqués. Mi mujer ha conocido que era suya en la corona del sobre, y se ha apresurado a mandármela adivinando que era urgente. Oigan ustedes (leyendo): «Por el sencillo y circunstanciado relato que usted me hace de sus averiguaciones acerca de mi hijo y de la familia en cuyo seno ha encontrado lo que no encontró en el de sus padres, sospecho que en el encargo que he dado a usted va a arrancar amargas lágrimas en esa familia y acaso también en mi hijo. No quiero que las arranque mas que de alegría y agradecimiento. Una locura o más bien una infamia de mi juventud, ha llenado de remordimientos mi vejez. Nada de violencia para con mi hijo ni para con los que le han servido de padres, ni para con la que haya elegido para compañera de su vida y de su alma. En la corte como en la aldea, entre los ricos entre los pobres, entre los sabios como entre los ignorantes, entre los grandes como entre los pequeños, hay buenos y malos. Como yo me creo bueno, a pesar de las faltas de mi juventud, quiero proceder como tal en mi ancianidad. Si lo que sospecho resultase cierto, limítese usted a continuar las diligencias para el reconocimiento legítimo de mi hijo, porque esto es para mi asunto de consuelo y satisfacción de conciencia, y a suplicar a mi hijo, a sus padres adoptivos y a su hermana de leche y de corazón, que acepten mi amistad y una letra de algunos miles de duros con que hermosear la casa donde viven, para que cuando yo vaya el próximo verano a visitarla y a abrazarlos me puedan hospedar como a un marqués.»

(Todos se conmueven, incluso don Liborio.)

ANTÓN. (Dirigiéndose a Martín.) ¡Ya ves que tu padre, a pesar de ser marqués y rico no es soberbio ni ingrato como tú!

MARTÍN. ¡Ingrato y soberbio yo!

ANTÓN. ¿Qué es sino ingratitud y soberbia la loca alegría que has experimentado al saber que eras hijo y heredero de un rico y un marqués?

MARTÍN. Padre, ahora va usted a saber lo que era y es mi loca alegría. (Dirigiéndose sucesivamente en tono suplicante a Antón y a Mari-Cruz.) ¡Padre! ¡Madre! ¡Concédanme ustedes la dicha mayor que puedo alcanzar en este mundo, que es la de casarme con Isabel, para que Isabel y yo vivamos y muramos con ustedes donde aprendimos a querernos!

MARI-CRUZ e ISABEL. (Con inmensa alegría) ¡Ah!

ANTÓN. (Lo mismo.) Casaos, hijos míos, y Dios bendiga vuestro cariño como lo bendecimos nosotros.

(Se abrazan con ternura y transporte padres e hijos, y al verlo don Liborio se enjuga las lágrimas con el pañuelo.)

D. LIBORIO. (Hablando consigo mismo.) ¡Luego dicen que un escribano no puede ser sensible! ¡Yo no sé si lloro como escribano o como padre; pero la verdad que al ver esto... lloro! (Procurando disimular su emoción con el cambio de tono.) ¡Amigo Martín, vaya un padre que te has encontrado como de bóbilis bóbilis! Bueno, rico y marqués.

MARTÍN. Por bueno, y no por rico ni por marqués, le querré y respetaré siempre como el mejor de los hijos.

D. LIBORIO. ¿Tú sabes lo que harás cuando heredes su glorioso título y sus inmensas riquezas?.

MARTÍN. Lo único que sé es que esta casita y estas heredades y estos árboles que la rodean no me verán desertar de ellos hasta que vaya a descansar para siempre a la sombra del campanario que se alza allá abajo. Ya tengo (abrazando sucesivamente a Isabel, a Mari-Cruz y a Antón) , y eso me basta, aquello que dice el cantar vascongado:


Una heredad en un bosque,
una casa en la heredad,
y en la casa pan y amor.
¡Jesús, qué felicidad!

Apéndice

Al hacerse la segunda edición de este libro en 1862, dije:

«Cuando un libro tiene la desgracia de hallar al público indiferente, su autor no contrae más obligación que la de respetar la indiferencia del público; pero cuando un libro tiene la dicha de que a los dos años de haber salido a luz por primera vez se haya agotado una copiosísima edición; de que la Prensa de todas las localidades lo haya reproducido; de que haya sido vertido al francés, al alemán, al portugués, al inglés y hasta al ruso; de que se hayan hecho de él varias ediciones castellanas en Alemania y América, y de que doctísimas plumas nacionales y extranjeras se hayan ocupado en su examen; cuando un libro ha tenido esta dicha con que Dios ha recompensado, no el mérito, sino la buena intención del presente, el autor tiene el deber de mejorarle y de dar una satisfacción al público, respondiendo con sinceridad a las objeciones de la crítica.

»La crítica ha tenido muchos elogios para este libro: pero también ha tenido censuras, que por lo mismo que han sido benévolas y sinceras, me obligan más y más a tomarlas en cuenta, tanto para enmendar unas cosas, como lo he hecho, como para justificar otras como lo voy a hacer.

»Las principales censuras son dos: una de ellas se refiere, generalmente, al libro; y la otra, particularmente, a uno de los cuentos que en él figuran.

»El Sr. D. Juan Mañé y Flaquer, a quien de las muchas pruebas de leal amistad que me ha dado, ninguna agradezco tanto como la que consiste en decirme sierapre la verdad, por más que esta verdad pueda mortificar mi amor propio, ha dicho que LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA pertenecen a la escuela literaria llamada neo— católica, cuyos principios, según él, son los siguientes:

»Todo lo antiguo es bueno, inmejorable; todo lo moderno es malo, detestable; lo que más se acerca a lo pasado, es lo mejor; lo que más se acerca a lo presente es lo peor9.

»Si esta definición de la escuela literaria neo— católica es exacta, puedo asegurar que ni por mis obras ni por mis sentimientos, que son una misma cosa, pertenezco a esa escuela.

»Hace diez años estampé en el LIBRO DE LOS CANTARES los siguientes versos, con cuyo contenido estoy cada vez más conforme:


Porque los hombres no nacen
para atravesar el mundo
sin impelerle adelante
 

Cantar titulado El adolescente...

»Lo que hay de cierto es que las almas del temple de la mía simpatiza profundamente con todo lo lejano, con todo lo que se va, con todo lo que muere, con todo lo que es triste, con el sol que declina, con la flor que se agota y con la hoja que se desprende del árbol. Lo que hay de cierto es que en mi alma se conserva aún la fe que atesoraba cuando hace veinticinco años volví los ojos llorando hacia mi aldea, y sólo vi el campanario que enviaba la consoladora voz del Señor al hogar de mis padres. Lo que hay de cierto es que se está abusando lastimosamente de la palabra neo— católico, aplicándola lo mismo a los que tienen a Dios en el corazón y en los labios, que a los que tienen en los labios a Dios y al diablo en el corazón.

»Cuando escribo esto se prepara mi padre, pobre anciano de setenta y cinco años, a abandonar sus tranquilas y queridas montañas de Vizcaya para pasar algunas semanas a mi lado. En las hermosas mañanas de primavera recorremos juntos las arboledas de la Florida, y mi padre, al pasar por delante de la ermita de San Antonio, descubrirá piadosamente la venerable cabeza, como ha hecho por espacio de setenta años al pasar por delante de la iglesia de nuestra aldea. Tal vez oirá a su espalda una voz que le dirá «¡Neo— católico!», y volviéndose a mí, me preguntará qué es lo quieren decirle, y yo le contestaré: «Lo que quieren decir es, que es usted católico nuevo, católico de ayer, católico improvisado.»

— »¡Oh, padre! ¡Qué profunda extrañeza y qué santa indignación sentirás al saber que hay quien te llama católico nuevo, a ti, que hace setenta y cinco años llevas a Dios en el corazón!

»El autor de LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA no ha dado más motivo que su padre para que le califiquen de neo— católico: se descubre la cabeza ante el templo, invocando a Dios en sus tribulaciones, simpatiza con todo lo débil y triste, glorifica todo lo noble y santo, y aconseja al pobre y dolorido pueblo que no arroje a Dios de su corazón ni a la familia de su hogar, porque Dios y la familia son la única esperanza y el único refugio del pueblo en las tempestades de la vida.

»El autor de LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA no está afiliado, al menos a sabiendas, en ninguna escuela filosófica, ni política, ni literaria, y hasta no está seguro de lo que significa en filosofía, ni en política, ni en literatura el neologismo que se ha aplicado a este libro. Estudia en el libro de la Naturaleza, y cuenta del mejor modo que puede lo que piensa, lo que siente y lo que ve, cuando lo juzga digno de ser contado. A esto se reduce todo su sistema y toda su ciencia.

»El Sr. D. José de Castro y Serrano, crítico no menos profundo y amigo no menos leal que el Sr. Mañé, ha censurado acerbamente el cuento Desde la patria al cielo, que forma parte de este libro. No voy a rebelarme contra su censura, que voy sólo a exponer las razones que tuve para escribir el cuento en cuestión del modo que le escribí.

»Acúsame, en primer lugar, el Sr. Castro, de que he aconsejado la inmovilidad de la ostra, que vive y muere adherida a la roca donde nació, al parafrasear estos cuatro versos del inolvidable Lista:


¡Feliz del que nunca ha visto
más río que el de su patria,
y duerme anciano a la sombra
do pequeñuelo jugaba!
 

»Lista no quiso decir que el hombre debe vivir inmóvil como la ostra allí donde nació, ni eso quiere decir el cuento. Desde la patria al cielo, que es sencillamente la paráfrasis de los versos. Lo mismo este docto literato que el autor del cuento, hombres incapaces de escribir una cosa y hacer otra, salieron de su patria y amaron y bendijeron campos que no eran los nativos, y gentes que habían nacido lejos de donde ellos nacieron. Lo que quisieron decir ambos fue: que el hombre no debe abandonar su patria deslumbrado por mentidos sueños de felicidad, y que, en el caso de abandonarla con fundado motivo, debe pensar siempre en ella, procurar su dicha, y preterirla en igual de circunstancias, para pasar el resto de sus días. La teoría de Lista y su glosador, lejos de ser la teoría de la inmovilidad, es la teoría del patriotismo, que no existiera de ser esa teoría falsa.

»En segundo lugar, me acusa el Sr. Castro de que al hacer viajar a Pedro, el protagonista del cuento, he ridiculizado a países tan dignos de respeto y admiración, como Francia, Inglaterra y Alemania.

»Esta censura me parece, cuando menos, tan infundada como la anterior. A Pedro le parecía todo horrible mirado desde cerca, y hermosísimo mirado desde lejos. Si cuando estaba en Vizcaya, su patria, todo lo de ella le parecía feo, y hermoso todo lo del extranjero, lo lógico era que cuando estaba en el extranjero todo lo de él le pareciese feo, y hermoso todo lo de Vizcaya; y si al tornar a ésta le pareció y siguió pareciéndole ya hermoso, fue porque la experiencia y las amarguras de la expatriación habían corregido el extravío de su entendimiento.

»Reproducida la crítica del Sr. Mañé por muchos periódicos, e incluso la del Sr. Castro en la excelente traducción alemana de este libro, impresa en Augsburgo, y suscritas ambas por nombres estimadísimos en la república literaria, han sido y serán muy leídas. Esta es la principal razón que me ha movido, más bien que a refutarlas, a rendir un tributo de respeto a sus autores y al público, explicando el por qué de mi conducta.»

Lo que procede es lo que dije al hacerse la segunda edición de este libro en 1862. Al hacerse en 1875 la cuarta, tengo que decir algo más.

He debido a los escritores portugueses honras y simpatías que nunca podré olvidar ni agradecer lo bastante, porque hasta su censura de mis tendencias filosófico— literarias ha sido tan bondadosa y delicada, que casi no me atrevo a decir algunas palabras para atenuarla.

El Sr. Pinheiro Chagas, en el Archivo pittoresco de Lisboa, ha dado a luz excelentes versiones de mis humildes escritos, y el Sr. Villena Barbosa, en una introducción a un volumen de cuentos escogidos míos, hermosamente traducidos por el Sr. Castro Monteiro, de Oporto, son los escritores portugueses que, al prodigarme elogios que no merezco, más han insistido en considerarme enemigo de todo progreso. Debo asegurar que si realmente hay esa tendencia en mis obras, es extraña a mis convicciones y mi voluntad.

Fray Luis de Granada dice que es regla de prudencia no mirar a la antigüedad y novedad de las cosas para aprobarlas y condenarlas, «porque — añade— muchas cosas hay muy acostumbradas y muy malas, y otras hay muy nuevas y muy buenas; y ni la vejez es parte para justificar lo malo, ni la novedad debe ser para condenar lo bueno.» Esta regla de prudencia está con forme con mis ideas, que nunca me he apartado de ella, ni pienso apartarme.

La verdad es que los de CUENTOS DE COLOR DE ROSA que pertenecen a mis primeros trabajos literarios, dieron ocasión a que, con más o menos justicia, se me afiliara en cierta escuela, y no ha habido medio de que la crítica rectifique aquella filiación, a pesar de que en ninguno de los muchos libros que después he escrito se puede encontrar el menor pretexto para sostenerla En uno de mis últimos libros (Cielo con nubecillas) dice uno de los interlocutores: «El hombre debe ser de su tiempo para que su tiempo sea suyo.» Hago completamente mía esta máxima y aseguro que ésta será la última vez de mi vida que me ocupe en rechazar la nota de neo— católico, que rechazo con toda la energía de mi inteligencia si se me aplica en el concepto de enemigo de la libertad y del progreso, que Dios no reprueba, y acepto con toda la efusión de mi alma si se me aplica en el concepto de católico que cree y reverencia cuanto reverencia y cree la Iglesia católica apostólica y romana.

Glosario

A

ACEÑA.— Molino por el sistema antiguo. Tenía sólo una gran rueda o volante de madera que giraba en lo exterior, y cuyo eje estaba colocado horizontalmente, Hace veinte años sólo existía ya en las Encartaciones dos aceñas, que estaban en el riachuelo de Cotorrio, que tienen su origen en los montes de Triano y desemboca en la ría de Pobeña. Hasta a la orilla de los riachuelos de menos caudal se ven vestigios de aceñas, porque éstas sólo necesitaban para moler un salto de agua pequeño. Tenía sólo una piedra, en que se molía indistintamente el trigo y maíz que en los molinos modernos se muelen separadamente. En lo antiguo era grandísimo el número de aceñas en las Encartaciones, a juzgar por las muchas ruinas que se ven aún, por los muchos molinos que hoy existen y que se sabe que fueron antiguamente aceñas, y por las que cita Lope García de Salazar en su Libro de las andanzas e fortunas, escrito en 1471. Sólo en la jurisdicción de Sopuerta recuerdo haber visto ruinas de cerca de veinte aceñas. Este nombre, por más que se le atribuya origen árabe, procede de la voz vascongada acenia, que significa rueda de molino.

ALEN (la).— Sierra muy alta que tiene a su pie por Oriente el concejo de Sopuerta, por Poniente el valle de Trucios, y por el Sur el valle de Arcentales, todos tres pertenecientes a las Encartaciones de Vizcaya.

ALLEGAR.— Amontonar, particularmente la hoja que cae de los árboles, para abonar con ella las tierras.

ANDANA.— Voz con que se designan los parrales que suelen criar las huertas o las piezas.

AÑA.— Nodriza. La voz ama con que generalmente se designa en España a las nodrizas, es vascongada, y quiere decir madre.

APRENDER (un nido o setal).— Equivale a encontrar o acertar donde hay.

APURRIR.— Alargar o dar una cosa.

ARGOMAS.— Aulagas.

AVELLANEDA.— Aldea del concejo de Sopuerta, que hasta principios del presente siglo fue cabeza de las Encartaciones y residencia de un Teniente del Corregidor de Vizcaya. Delante del Consistorio existía un roble, bajo el cual celebraban sus juntas los encartados, a semejanza de las que celebran aún los vizcaínos bajo el árbol de Guernica, y celebraban los alaveses en Arriaga. Este venerable árbol fue cortado y quemado por los franceses; pero existe otro que se tiene por renuevo de aquél. En una colinita distante poco más de un tiro de piedra del Consistorio existen aún las ruinas de una torre, que en mi niñez conservaba todavía sus muros exteriores. Aquella torre, que también servía de atalaya, y a cuyo pie se derramó no poca sangre durante las sagrientas luchas de los bandos oñacino y gamboino, sirvió en lo antiguo de cárcel, y cuenta la tradición que sobre ella se ejecutaban las sentencias de los jueces cuando regla en las Encartaciones la ley del Talión, reducida a la sencilla fórmula del ojo por ojo, diente por diente.

B

BALA.— Tronera, loco, calavera.

BATIR TERRONES.— Pulverizar con unos mazos de madera los terrones secos en las heredades.

BILORTO (vilorta).— Vara, generalmente de roble o mimbre, que se retuerce en verde para hacerla flexible, y sirve para atar haces de leña o trigo. Es voz puramente vascongada.

BORONA (maíz).— La cosecha de maíz es muy abundante en las Encartaciones, particularmente cuando llueve a tiempo, o sea del 20 de Julio al 20 de Agosto. Allí es casi desconocido el riego artificial, a pesar de que el agua brota por todas partes, y, por consiguiente, sin mucho trabajo se pudiera, en gran número de tierras, hacer que lloviese siempre a tiempo. Es general la creencia de que la borona procede de América, y el mismo Larramendi participa de esta opinión, pues dice que los vascongados le dieron allí el nombre de bero ona, que equivale a bueno cuando está caliente, como en efecto lo es borona o maíz; pero ya Lope García de Salazar, que escribió más de veinte años antes del descubrimiento de América, da a entender claramente que en su tiempo se cosechaba borona en Vizcaya, pues dice que Lope Martínez Ondazarrios fue muerto en Güeñes a consecuencia de una disputa sobrevenida por haber entrado unas acémilas en un boronal. ¿Daríase entonces el nombre de borona al mijo, que se sabe haberse cultivado en Vizcaya en lo antiguo para alimento del hombre como cereal? Mi opinión es resueltamente afirmativa.

BREZAS.— Escobas de brezo.

C

CAÑAS.— Varas del carro.

CALERO (horno de cal).— En Vizcaya se emplea la cal como un excelente abono para las tierras, generalmente recias o fuertes. Este abono se obtiene con facilidad allí donde abunda la piedra caliza y el combustible para calcinarla, y es tan eficaz que, sin dar descanso a las tierras, pues en Vizcaya alternan sin intermisión de año la cosecha de trigo y la de maíz, duran sus efectos ocho o diez años.

CALZAS.— Las capas de hojas que cubren las espigas o mazorcas del maíz.

CANIEGAS.— Manzanas estimadísimas.

CANTA.— Copla popular.

CÁRCAVA.— Vallado de tierra con que se cercan las heredades. De la extracción de la tierra con que se forma la cárcava, resulta un foso que contribuye a la seguridad de los sembrados. Es voz de origen vascongado.

CARGAS.— La carga de vena tiene once arrobas y catorce libras.

CARREJO.— Sitio donde se juega a los bolos.

CASERÍA.— Lo mismo que caserío y voz más propia que ésta. La población de las Provincias Vascongadas, y particularmente la de Vizcaya, está diseminada en caserías aisladas una de otra, o en grupos poco considerables. Sin embargo, hay cierto número de poblaciones, que son las villas, cuyo caserío forma calles como el de los pueblos de Castilla.

CINTO (pico).— Se alza entre Sopuerta y Zalla, y se cuenta que era uno de los cinco picos encartados donde se tañía la bocina de guerra. Pasé la niñez al pie de él, y nunca me atreví a subir a su cima. Al volver por primera vez al valle nativo después de escribir este libro, trepé una hermosa tarde de otoño a la cima del pico Cinto, y permanecí una hora contemplando el magnífico espectáculo que se ofrecía a mis ojos; al Sur sólo se descubría una serie de montañas que terminaba en la peña de Orduña; al Oriente, altísimos picos que, empezando por los de Ereza, que se alzan entre Galdames y Güeñes, terminan con los de Amboto y Urquiola cerca de Elorrio; al Poniente, montañas también limitadas por las altísimas de Soba; y del Norte, en primer término, la hermosa llanura sembrada de blancas caserías que constituyen los concejos de Sopuerta y Galdames, y en segundo érmino el agitado golfo cantábrico.

COFA.— Cesta pequeña que presta en las Encartaciones el servicio que las espuertas en otras partes.

COLISA.— Altísimo pico que domina las Encartaciones, el valle de Mena y una gran parte de las montañas de Santander. Sobre una cima hay una ermita, cuyo tejado vierte las aguas a tres distintas jurisdicciones, que creo son las de Arcentales, Balmaseda y Mena. Dícese que en los primeros siglos del cristianismo el pico de Colisa era especie de Tebaida, donde hacían vida penitente muchos siervos de Dios.

CONCORDIA.— Sociedad de seguros sobre la vida de los bueyes, que suele formarse anualmente en los pueblos de las Encartaciones.

CUBERA.— Bodega, es decir, el sitio donde se encierran las cubas de vino.

CUCO.— En las Encartaciones se oye con muchísima alegría el primer canto del cuco, y particularmente cuando viene por Oriente, en cuyo caso anuncia abundancia de grano y fruta. Hacer el cuco en las Encartaciones es lo mismo que en Castilla hacer novillos y en otras partes hacer rabona.

CORRO.— Echar un corro es lo mismo que echar un baile. Generalmente en Vizcaya el baile que pudiéramos llamar tradicional consta de dos partes, entre las cuales media un corto descanso: la primera es propiamente el fandango, y la segunda el alto, o en vascuence arin, arin, que quiere decir ligero, ligero. Otro de los bailes más populares y característicos del país es el aurrescu, cuya traducción es mano delantera.

CAMPA.— Lo mismo que campo, si bien por lo común se llama así a los terrenos que han sido cultivados y se dejan baldíos para pastos.

CEBERA.— Desígnase colectivamente con esta voz los cereales en general.

CELEMÍN.— En todas las casas de las Encartaciones hay esta medida. Es un cajón de madera dividido por una tabla colocada horizontalmente. Una de estas divisiones tiene la cabida de un celemín, o sea la duodécima parte de una fanega, y la otra de medio. Generalmente, sirve de asiento cerca del hogar a la madre de familia.

CIRRIA.— La flor que corona la planta del maíz. Esta flor se suele cortar, tanto para beneficiar la planta como para alimentar el ganadovacuno, que es muy aficionado a ella. Cirria es voz vascongada.

CHACOLÍ.— Vino del país que puede competir con el de Burdeos cuando la vinificación es esmerada.

CHOMÍN.— Domingo.

D

DESGA.— Artesa de madera, generalmente de una pieza.

E

ECHECO— JAUNA.— Amo o señor de casa.

EMBUEZA.— Embozada o almorzada.

ENCARTACIONES.— Con este nombre se conoce desde tiempo inmemorial aquella parte del Señorío de Vizcaya que se extiende desde cerca de Bilbao hasta los confines occidentales del Señorío con la provincia de Santander, y se compone de las villas de Balmaseda, Lanestosa y Portugalete; de los valles de Carranza, Trucios, Arcentales, Gordejuela, Santurce, Sestao, San Salvador del Valle y Somorrostro (que comprende los siete concejos de Múzquiz, Abanto, Santa Juliana Cierbana, Santure, Sestao y San Salvador), y de los concejos de Sopuerta, Galdames y Zaila.

Ignórase el origen del nombre que lleva aquella nobilísima comarca; porque si bien se cree que se le dieron algunos nobles leoneses que se establecieron allí en tiempo de Alfonso el Casto y fueron encartados por

haber huido del reino de León a consecuencia de las revueltas políticas, esta opinión no merece mucho más crédito que la que encuentra el origen del nombre de Balmaseda en la exclamación ¡malse— da! en que se su pone prorrumpían los que sitiaban inútilmente aquella antiquísima población, defendida por dos fuertes castillos demolidos durante la última guerra civil.

Las Encartaciones, cuya población pasa de veinte mil almas, fueron, digámoslo así, el corazón de la antigua Cantabria, cuyos heroicos habitantes preferían morir a rendir vasallaje a la soberbia Roina, y cuyo territorio se extendía, según Julio César, Floro, Dión, Orosio y otros historiadores romanos, desde el límite septentrional del Pirineo hasta las Asturias.

Juliano dice que Arracilo, cuyo nombre suena en las famosas guerras cantábricas, es la moderna Arceniega, colindante hoy con las Encartaciones, y llamada en otro tiempo Arracilo— negra. Rusceli es de opinión que el monte Vindio, nombrado por los historiadores romanos como comprendido en la región cantábrica, no era otro que la cordillera que hoy designamos con el nombre de Peña de Orduña. Es opinión muy admitida que el puerto de Amano estaba en la ría de Bilbao, o más bien en Castro— Urdiales, en cuyas cercanías existe hoy un valle que lleva el nombre de Sámano. Por último, el monte todo vena citado por Plinio, es el monte Triano. No admite, pues, la menor duda el puro cantabrísmo de las Encartaciones.

Las Encartaciones están pobladas de nobilísimas casas solariegas, que han producido en todos los tiempos varones muy ilustres.

El idioma vascongado, que en otros tiempos se habló allí, como lo atestigua la tradición, apellidos antiquísimos y nombres de caserías, montes, ríos, etc., desapareció a causa del continuo trato de los encartados con los castellanos, reemplazándole el idioma de estos últimos, mezclados de voces y giros vascongados. Por lo demás, los encartados conservan el tipo, las costumbres, el amor a la Patria, todas las nobles cualidades que enaltecen a los restantes moradores del Señorío.

El terreno de las Encartaciones, de unas veinte leguas de circunferencia, es feroz en su mayor parte, y fragosísimo en otras. Los laboriosísimos e inteligentes encartados van reduciendo a cultivo hasta las cimas de los montes más altos. La parte montuosa está pobladita de encinas, hayas, robles, castaños, enebros, acebos, bortos y otros árboles..., cuyas maderas se destinan para construcción y carbones; en sus valles se encuentra sabrosísima fruta, y abundan los perales, ciruelos, cerezos y manzanos, huertas y viñedo, cuyo vino es de gusto muy agradable; hierbas medicinales y excelentes pastos. Las cosechas son principalmente de trigo, maíz, alubias, guisantes, habas y otras semillas, y hay gran número de molinos harineros.

Los caminos son hermosísimos, como en el resto del país vascongado.

Existen en los montes de aquel territorio canteras de piedra caliza y algunas de jaspes.

Abundan las minas de hierro, cobre y alcohol, y aun las de plata, que se supone infundadamente dieron nombre al valle de Arcentales, pues este nombre es vascongado. Las minas que son un verdadero tesoro para el país son las de fierro en el valle de Somorrostro, célebres y explotadas ya en tiempo de los romanos, y de las que se exportarán pronto para el extranjero anualmente millones de toneladas de vena de fierro de superior calidad.

En el valle de Garranza existe uno de los establecimientos balnearios termales mejores y más útiles de España, merced al celo y al patriotismo del Sr. Guardamino, uno de los hijos que más honran a las Encartaciones.

De la parte montañosa brotan aguas potables en muchos y abundantes manantiales, que afluyen a los valles formando cinco ríos, entre los que ocupan el primer lugar por su caudal: el Cadagua, que tiene su origen en la parte meridional del valle de Mena, y atravesando las Encartaciones, desemboca en la ría de Bilbao; y el Somorrostro, que procede de los montes de Arcentales, Sopuerta y Galdames, y desagua en el mar por la ría de Poboña en Somorrostro.

Los valles encartados son muy dignos de ser visitados por el viajero, no hay en ellos grandes bellezas artísticas, pero hay de otro género. En ellos se encuentran, jurisdicción de Arcentales, unas fuentes intermitentes que hay motivos para creer sean los Tamaricas Plinio, como asimismo el monte Triano, citado por el mismo autor. En las Encartaciones está la montaña cónica de Sarantes, que, en concepto del sabio naturalista Bowies, es un volcán apagado. Allí se yergue aún como un espectro ensangrentado la torre de la Jara, sobre la cual, en tiempo de los funestos bandos oñacino y gamboino se alzaba constantemente una horca. Allí está el castillo de San Martín, donde el célebre Lope García de Salazar escribió en el siglo XIV, cercado por sus propios hijos, su Libro de las buenas andanzas e fortunas. Allí singulares y antiquísimas casas solariegas, por cuyas saeteras parecen asomar aún los ballestones de la Edad Media y los mosquetes de los siglos XVI y XVII. Allí, en una eminencia llamada el Cerco, que domina el angosto valle que separa del mar los concejos de Sopuerta y Galdames, se ve el circuito de una fortaleza semejante a los castros que aún se destacan en las montañas de Galicia. Allí, en fin, feraces valles, como los que riega el Cadagua; hermosas llanuras, como la que se extiende desde la ría de Somorrostro a la de Bilbao; picos que parecen tocar el cielo, corno el Colisa, el Cinto y Alen; cavernas como la de la Magdalena de Uragalla, dentro de la cual hay una ermita y se celebra una romería, y la de Artecona, de donde en ciertas épocas del año se exhala una blanca columna de vapor, que semeja el humo de las locomotoras; aguas termales tan benéficas y buscadas como las de Molinar, y ruinas tan venerables como las de la iglesia de San Martín de Sopuerta demolida a principios del siglo XVIII, y edificada, según tradición, en el siglo X. Por humilde que sea este libro, ha conseguido dar a conocer en toda Europa y América el ignorado nombre de los valles encartados. Su autor tiene esta satisfacción por una de las mayores de su vida.

ENGUISAR.— Echar o azuzar el perro. Este verbo es una corrupción del castellano enguizgar, que indudablemente procede del vascuence.

ENVENATADO.— Manchado de vena o minero ferruginoso.

ESCACHAR.— Guarnecer de espinas por la parte superior el tronco de los frutales, para que no se pueda subir a coger la fruta.

ESCACHO.— Espina. Esta voz es vascongada.

ESCAMONDAR.— Despojar las ramas gordas de las pequeñas.

ESCAÑO.— En las Encartaciones hay uno de madera en todas las casas a la orilla del hogar.

ESPANTOS.— Espantajos que se ponen en los frutales, y aun en las piezas, para ahuyentar las aves.

ESQUILAR.— Trepar.

ESTIQUES.— Chuletas.

ESTRADA.— Camino costeado por dos setos vallados o cercas.

G

GARUCHO.— La parte leñosa de la espiga de maíz en que está incrustado el grano. Esta voz es vascongada.

GENTILES.— En el país vascongado se conserva tradicionalmente la memoria de los gentiles, a quienes atribuye el pueblo todos los restos arquitectónicos de la antigüedad, así como en otras provincias se atribuyen a los moros. Dícese allí que los gentiles lo hacían todo a fuerza de brazos, y se supone que era una raza de gigantes. En las Encartaciones, donde abunda el mineral ferruginoso, es muy común hallar en los montes grandes escoriales, que se supone existen desde el tiempo de los gentiles.

GRACIANA (uva).— Una especie de uva negra muy sabrosa.

GATERA.— Casi es inútil decir que es un agujero abierto en la puerta que da a la calle, para facilitar la salida y la entrada a las gallinas, a los gatos y aun a los perros. Tiene entre otros inconvenientes, el de que por allí suelen penetrar también a las altas horas de la noche los gatos monteses, a cenarse las gallinas, que duermen muy descuidadas en su albergue.

H

HALDEAR o caldear (la oya).— Estar ya carbonizada la parte baja de la oya, y por consiguiente en disposición de empezarse a sacar el carbón.

HIGAR.— Higuera.

HONDERAS.— La parte baja de las heredades.

I

ILSO.— Mojón Ilsu o ilzu es modificación de il— zulu, hoyo de muerto. Diose este nombre a los mojones, por su semejanza con la piedra vertical que señalaba las sepulturas.

INDIANOS.— Este nombre se da en nuestras provincias del Norte a los que han estado en América.

IRURAC— BAT.— Lema de las tres Provincias Vascongadas, que significa las tres son una sola, y no tres hermanas, como dijo en el Congreso D. Manuel Sánchez Silva, político resellado, célebre por sus bufonadas y por los conflictos que atrajo sobre España, promoviendo a tontas y a locas la abolición del impuesto de Consumos en las Cortes Constituyentes de 1855.

J

JALDUCARSE.— Menearse el líquido.

L

LANDECHOS.— Especie de manzana temprana, y también el árbol que la produce.

LAYA.— La laya tiene la figura de una h minúscula, siendo el extremo superior de la barra larga un mango de madera, y los inferiores de las dos puntas aceradas. Se toma una laya en cada mano, y después de clavarlas en tierra a golpe, el layador se pone sobre ellas colocando el pie en aquella especie de escalón, y las acaba de introducir perpendicularmente. Al bajarse, tira hacia atrás, y levanta el terrón, por debajo del cual, y en sentido horizontal, acaba de introducir, también con el pie, las layas hasta el mango. Entonces da vuelta al terrón, limpia el surco con la punta de la laya, que empuja con el pie, apoyando la corva derecha en la rodilla izquierda, y repite la operación hasta dar vuelta a toda heredad.

LAYADA.— El terreno labrado por medio de las layas.

LAYAR.— Trabajar con layas.

LOINAS o LUINAS.— Así llaman en las Encartaciones a los peces que más abundan en los ríos.

LL

LLOSA.— El conjunto de heredades comprendidas en un cercado.

M

MACO.— El fardo sujeto a la espalda por medio de dos correas, dos cuerdas o dos bilortos.

MALVIZ.— Especie de mirlo.

MONCHINAS.— Silvestres.

MOTIL, MOTILA.— Muchacho, Muchacha. Voz vascongada.

N

NOCEDAL.— Llámase generalmente en las Encartaciones nocedos a los nogales.

O

OQUENDANAS.— Especie de manzanas originarias de Oquendo, valle alavés confinante con las Encartaciones.

OYA.— Este nombre se da al montón de leña que se carboniza en los torcos. Cuando es pequeño se llama chozo y también chasquero. Oya es palabra vascongada que equivale a cama. En lugar de aplicarle a la leña, debiera, pues, aplicarse al torco o sitio donde la leña se coloca.

P

PAÑADA.— Servilleta.

PARCE.— Vale o premio.

PARRAL.— Emparrado.

PATÍN.— Una escalera de mampostería con descansillo y pretil en lo alto, que suele facilitar la entrada exterior al piso principal de las casas. Hacia Bilbao se llama patines a los pozos artíficiales.

PAYO.— Sobrado.

PICACHO.— Una rama en forma de gancho.

PICAZOS.— Especie de pájaros del tamaño de una paloma torcaz. Arrendajos.

PIEZA.— Heredad.

PIPADA.— El tabaco necesario para llenar una vez la pipa.

PÉSCOLA (a la).— A la rebatiña.

PORTALADA.— El espacio que precede a la puerta de las casas. Suele cubrirse de roza, paja, etc., con que después de podrido se abonan las tierras.

PROVINCIANOS.— En las Encartaciones dan este nombre a los guipuzcoanos, sin duda porque Guipúzcoa lleva el de provincia, y Vizcaya el de Señorío.

Q

QUEMADA.— Monte incendiado.

QUICA.— Francisca.

QUIMA.— Rama de árbol.

R

REBOLLAR.— Robledal.

REBOLLO.— Roble.

REGATO.— Arroyo.

RESELLAR.— Repetir la operación de sallar cuando el maíz ha crecido.

ROCHA.— Un departamento que suele haber en las cuadras para separar de las madres el ganado lechal.

ROZA.— Maleza.

ROZADA.— Tala de maleza.

S

SÁBANOS.— Sábanas de arpillera.

SALLAR.— Escardar someramente o cavar la tierra sembrada de maíz, así que éste ha acabado de nacer, arrancando las plantas más ruines y amontonando la tierra al pie de las que se conservan.

SETAL.— Hay en las Encartaciones unas delicadísimas setas que sólo nacen en el mes de abril, por lo que allí dicen: En abril, setas mil; en mayo les entra el gusano. Estas setas nacen siempre en un mismo sitio, y a este sitio se da el nombre de setal. El que aprende un setal, se guarda muy bien de enseñársele a nadie.

SETO.— Generalmente, los setos que resguardan las heredades en las Encartaciones, donde el ganado campa por su respeto, sin pastores, que allí son desconocidos, son de un tejido de ramas muertas.

SEBE.— Bosque comúnmente de borto, castañiza y carrasca, que se corta cada seis o siete años para hacer carbón. En el resto de Vizcaya se le llama jaro.

SILBO.— Silbato.

SOBA (montes de).— Altísimos picos, casi siempre coronados de nieve, que dominan el valle del mismo nombre en las montañas de Santander. Se descubren desde todas las alturas de las Encartaciones.

SOL DE LOS MUERTOS.— Los últimos rayos del sol poniente.

SOLANA.— Galería exterior que tienen muchas casas, y sirve para tomar el sol en invierno y el fresco en verano.

SOMÁS.— Salvado.

T

TAMO.— La paja menuda que se separa del trigo cuando éste se aventa.

TERRERO.— Ribazo o talud.

TETONAS.— Especie de uvas gordales.

TORCO.— La plataforma o excavación hecha para carbonizar la leña.

TRAGAZ.— Especie de arado que tiene siete paletas o rejas, casi horizontales.

TRIGUERO.— Criba para el trigo.

V

VENDEJA (ir de).— Ir de venta.

VENTANAL.— Una ventana muy grande que hay en el sobrado para que éste se ventile, y para entrar por ella, con ayuda de una escalera de mano, los haces de trigo, la paja, etc., que no caben por otra parte.

VUELTA DEL GATO.— Voltereta.

Z

ZAGUÁN.— Especie de cercado o corral que precede a la entrada de las casas principales.

ZURRÓN.— La cantidad de grano que cada familia manda semanalmente al molino.


Publicado el 6 de enero de 2019 por Edu Robsy.
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