Desde la Patria al Cielo

Antonio de Trueba


Novela corta



I

Lector despreocupado: sí abres por la S el Diccionario geográfico, de Madoz, o cualquiera otro, encontrarás un artículito que dice, poco más o menos, lo siguiente:

«S..., concejo de las encartaciones de Vizcaya partido judicial de Balmaseda, con trescientos vecinos y una iglesia parroquial dedicada a San Fulano. Dista de Bilbao cinco leguas, y sesenta y cinco de Madrid.»

Aquí tienes todas las noticias geográficas, históricas, estadísticas, etc., que dan los libros acerca del rinconcito del mundo de que vamos a hablar.

Pero como el concejo de S... me interesa algo más que a los autores de Diccionarios geográficos, voy a suplir el desdeñoso laconismo de estos señores.

Verdaderamente, el concejo de S..., no tiene grandes títulos a la atención del viajero, y sobre todo si el viajero es despreocupado como tú.

Su iglesia es buena para glorificar y pedir consuelos a Dios; pero... pare usted de contar.

Los vecinos del concejo la tienen mucho cariño; pero ¿sabes por qué, lector despreocupado? Porque, según dicen, sus padres la construyeron amasando con el sudor de su frente la cal de aquellas blancas paredes; porque allí están enterradas las personas por quienes rezan y oran todos los días; porque allí recibieron ellos el agua santa del bautismo; porque allí se unieron para siempre con la compañera de sus alegrías y sus tristezas; porque allí alcanzan de Dios consuelo en sus tribulaciones, y porque allí la palabra del sacerdote les indujo, e induce aún a sus hijos, a amar y reverenciar a sus padres, a detestar el vicio y a adorar la virtud.

¿Qué te, parece, lector despreocupado? ¿Has visto simpleza igual?

Pues no para en esto la de los tales aldeanos.

Cuando repican a fiesta las sonoras campanas del blanco campanario de la iglesia parroquial de S... y cuando al entrar en misa se encuentran los altares adornados con ramilletes de rosas y de claveles, y el pavimento alfombrado de tomillo, eneldo y espadaña, aquellos tontos lloran de regocijo, y se juzgan dichosos con su pobreza, y su iglesia, y su aldea, casi olvidada de los geógrafos.

¿No es verdad, lector despreocupado, que tienen razón los franceses cuando dicen que el África comienza en los Pirineos?

S... tiene su río, pero apenas está indicado en los mapas, ni le han llamado padre los poetas, ni estos señores han dicho de él que sacó el pecho fuera y habló de esta manera o de la otra o de la de más allá; es un río tan tonto, que se contenta con estar siempre claro y fresco, con criar truchas y loinas para engordar a aquellos bárbaros, con dar movimiento al molino, que provee de harinas a aquellos salvajes, y a la ferrería, que da ocupación a aquellos hotentotes cuando el temporal no les permite trabajar en las heredades, y con mantener siempre lozanas y verdes las llosas y las huertas, que suministran granos, y frutas, y hortalizas, y flores a aquellos brutos.

Pues aunque me parezca increíble en un siglo tan civilizado como el nuestro, también enamora semejante río a los aldeanos de S....

Me ocurre una cosa, lector despreocupado. Lista, que, si mal no recuerdo, anduvo por allí in illo tempore, solía envidiar la felicidad del que nunca ha visto más río que el de su patria. ¿Qué va a que el tal Lista hizo creer esta y otras tonterías a los encartados?

— Pero no, que aquéllos ya eran tontos hace muchos siglos: cuando se llamaban cántabros y peleaban con los romanos, si caían prisioneros, antes que besar la sandalia de los Césares, consentían morir en la cruz entonando cánticos a la libertad y a la patria.

¿Qué te parece, lector despreocupado? Vamos, si te digo que estoy corrido, como una mona, de haber nacido en un país donde tales cosas pasan desde los tiempos del rey Perico.

Pero aún falta lo mejor.

Las preciosidades históricas y monumentales del concejo de S... son las siguientes:

Un castaño que plantó Juan el día que nació su hijo Pedro;

Un rosal que plantó Teresa una vez que su hijo estaba enfermo, ofreciendo a la Virgen regalarle cuantas rosas produjera si el chico se ponía bueno, como en efecto se puso;

Un rótulo que hay en el puente, recordando que el día tantos de tal mes y de tal año se arrojó al río Fulano, y salvó, con peligro de su propia vida, a Zutano.

Y una ermita de San Roque, más vieja que Matusalén, a la cual tienen aquellos fanáticos mucho respeto, porque el santo que se venera en ella libró de una peste al concejo allá en los tiempos de Mari Castaña.

Tú, lector despreocupado, dirás que Juan plantaría el castaño para que diera castañas y no para conservar memoria del nacimiento de su hijo Pedro;

Que el chico de Teresa se salvaría porque cosa mala nunca muere;

Que Fulano se arrojaría al río porque haría calor;

Y que el concejo se libraría de la peste porque refrescaría el tiempo.

Pues es claro: eso sería. Sólo que aquellos aldeanos son unos zopencos llenos de superstición.

Aún hay más... ¡Qué! ¿No puede haber ya más tontería? Oye, oye, y verás si la hay.

Las casas de la aldea son detestables; como que se contentan con ser muy sanas, y muy grandes, y muy limpias. Sin embargo, sus moradores dicen que no las trocarían por el palacio del indiano, que está en lo mejorcito del valle y es una maravilla. ¿Y sabes, lector despreocupado, en qué se fundan aquellos estúpidos? Te vas a reír de su majadería. Se fundan en que en ellas nacieron y murieron sus padres, y en ellas nacieron y se criaron ellos.

¿Te ríes? Pues espera, espera, que allá va lo bueno.

El cura de la aldea es un viejecito que no cree en los filántropos ingleses ni en los Catones americanos; que se sabe de memoria todas las vejeces de la Biblia; que arruina al tabernero, de la aldea, aconsejando a los vecinos que no se diviertan en la taberna; que con sus sermones ha conseguido que el amor sea en S... la cosa más sosa del mundo, pues los maridos se mueren por sus mujeres, y las mujeres no sus maridos, y los novios ni siquiera se dan un mal pellizco hasta que se casan; que a fuerza de repetir que el trabajo es sano para el cuerpo y para el alma, ha logrado que todo el inundo trabaje el día de trabajo; que con su eterna cantinela de que el juego es padre de todos los vicios, ha alcanzado que ni el día de trabajo ni el de fiesta se encuentre en la aldea con quien echar un mus: y, por último, que con sus consejos ha conseguido que aquellos simples exclamen cuando les suceda alguna desgracia: «¡Cómo ha de ser! Dios lo ha querido... ¡Hágase su divina voluntad!», y se quedan tan consolados como si tal desgracia no les hubiese sucedido.

El alcalde del concejo es un palurdo que lleva su tontería hasta el extremo de medir con la misma vara a los parientes y a los extraños cuando cometen alguna falta; que incurre en la grosería de rechazar los regalos que intentan hacerle los vecinos que tienen asuntos pendientes de su autoridad; y que cuando el común no tiene fondos para atender a las calamidades públicas, vende aunque sea su propia camisa para remediarlas.

Pues has de saber, lector despreocupado, que los vecinos de S... bajan la cabeza servilmente ante tal cura y tal alcalde, y serían capaces de dar la vida por ellos.

Pero dejémonos de gentes tan estúpidas, con el consuelo de que el sol de la civilización no tardará en penetrar en aquel salvaje rincón del mundo, y veamos si en S... hay algún habitante algo más en armonía con el espíritu del siglo.

II

— ¿Qué manojito de rosas y de claveles se ha posado en mi hombro?

¡Ah! ¡Es tu cara de Pascua florida! ¿Qué hacías tú aquí, amor mío?

— Leer por encima de tu hombro lo que vas escribiendo.

— ¿Y qué tal te parece?

— Mal, rematadamente mal.

— ¡Gracias por la lisonja! ¿Y por qué te parece mal?

— Porque no me gusta la ironía.

— Sin embargo, bien usada, es un género que...

— Es un género que hiere, que hace daño, que no puedes cultivar.

— ¿Y por qué no puedo?

— Porque no tienes hiel en el alma.

— En cuanto a eso, poco a poco. Cosas pasan en el mundo que aun en el alma de una blanca paloma engendran hiel, y vinagre, y ajo, y mostaza y guindilla.

— Sí; pero a pesar de eso, el mundo es hermoso como lo son las rosas a pesar de las espinas.

— ¡Ah! Sí, tienes razón; el mundo es hermoso para los que no nos creemos desterrados en él.

Pasemos por el mundo derramando una bendición sobre cada flor y cada espina que encontremos a nuestro paso.

Cuando, terminado nuestro viaje, tornemos al seno de Dios, las puertas del Paraíso nos serán abiertas si podemos decir: «¡Señor, hemos hecho noblemente nuestra jornada; los moradores de la tierra lloran nuestra ausencia, porque hemos sembrado bendiciones en nuestro camino!»

Es verdad; la ironía es indigna de las almas que carecen de hiel.

Lector despreocupado, no quiero dirigirme a ti, porque tú no me comprendes. No quiero escribir para ti, porque soy pobre de espíritu y rico de corazón, y sólo para los pobres de espíritu y ricos de corazón escribo.

Aunque mi corazón sólo sabe amar y mis labios sólo saben bendecir, quisiera tener mil corazones para aborrecerte y mil labios para maldecirte.

¿Ves esa lágrima que ha borrado un amargo, «¡te detesto!» que mi pluma acababa de estampar en el papel? Pues ha caído de esos dulces ojos que, posados sobre mi hombro, siguen arrasados en lágrimas de ternura y de alegría al vuelo de mi pluma.

Esas lágrimas busco, que no tus aplausos y tus riquezas. Pobre y obscuro quiero seguir mi jornada llevando por compañeros a los pobres de espíritu y ricos de corazón, porque ellos me guiarán al reino de los cielos.

¡Virgen de ojos azules y rostro de azucena y rosa, a ti me dirigiré, porque tú me comprendes! Sí, sí, tienes razón; el mundo es hermoso para los que no nos creemos desterrados en él.

Has de saber que Teresa, aquella que plantó el rosal en S..., ofreciendo a la Virgen regalarlo todas las rosas que produjera si se salvaba su hijo de una grave enfermedad, perdió a su marido Juan, aquél que plantó un árbol en memoria del nacimiento de su hijo Pedro.

Pedro era aún muy niño cuando murió su padre, y la pobre Teresa se encontró sin amparo en el mundo.

Como aquellos pobres aldeanos tienen la costumbre de acogerse al amparo de los moradores del cielo en todas sus tribulaciones, Teresa se acordó de la Madre de Dios cuando se hallaba más desconsolada.

Era una hermosa mañana de mayo; todo cantaba y reía: el sol asomando por Oriente, los pájaros en la enramada, las campanas en la torre y las flores en el huerto. Todo cantaba y reja, menos el corazón de la pobre Teresa, que estaba desconsolado.

Teresa se fue al huerto a ver si el rosal tenía rosas para engalanar el altar de la Virgen. Cargadito de ellas estaba, y nunca las había ostentado tan hermosas como aquella mañana. Lo único que les faltaba eran algunas gotas de rocío que abrillantasen sus frescas hojas, reflejando los primeros rayos del sol de Dios que empezaba a bañar el horizonte.

Teresa empezó a coger rosas, llorando mientras las cogía. Hizo con ellas un lindo ramillete, y se encaminó a la iglesia, que el sacristán había dejado abierta mientras subía a la torre a tocar a misa primera.

El primer rayo del sol penetraba por una ventana del templo y bañaba con su dorada luz el altar de la Madre de Dios.

Teresa colocó en el altar aquel ramo de rosas coronadas de lagrimas, y de repente un resplandor divino deslumbró sus ojos e inundó de luz el templo: el sol, reflejando en las lágrimas que coronaban las rosas, había trocado cada lágrima en un diamante, rico de luz y hermosura.

La pobre aldeana alzó sus atónitos ojos a la Virgen, y creyó ver una sonrisa llena de amor y gratitud en los labios de la Reina del cielo. Poco después salió del templo con el corazón henchido de santa esperanza y se dirigió presurosa a su casa para hacer partícipe de su alegría al hijo de sus entrañas.

Al pasar junto, al palacio del indiano oyó una voz que la llamaba y alzó los ojos al balcón del palacio.

— Teresa — la dijo el indiano— , sube que deseo hablar contigo.

Teresa se apresuró a subir, llena, sin saber por qué, de gratísima esperanza.

— Enjuga tus lágrimas, Teresa — añadió el indiano— , que, yo voy a proporcionaros la subsistencia a ti y a tu hijo.

— ¡Hijo de mi alma! — exclamó la aldeana, pensando en la dicha de su hijo antes que en la propia.

El indiano continuó:

— Yo tengo grandes riquezas en América, y voy a hacer un largo viaje, para volver aquí trayéndolas conmigo, porque aquí quiero pasar el resto de mis días. No tengo familia ni parientes a quien confiar el cuidado de esta casa durante mi ausencia, y quiero que tú y tu hijo toméis a vuestro cargo este cuidado.

— ¡Señor — exclamó Teresa— , nosotros conservaremos religiosamente cuanto usted nos confíe!

— Si así lo hacéis, como no dudo, a mi vuelta seréis mi única familia; si muero antes de volver, no me olvidaré de vosotros y durante mi viaje tendréis lo necesario para vivir tranquilamente.

Teresa apenas podía expresar su gratitud, porque la alegría embargaba su voz. El indiano, que hablaba con ella en una hermosa biblioteca que encerraba millares de volúmenes, continuó:

— ¿Ves esos libros, Teresa? Cuidádmelos con esmero, qua ellos han sido siempre y serán mis mejores amigos: a ellos debo la tranquilidad de mi alma, lo que vosotros, pobres aldeanos que nunca habéis visto sabios, llamáis mi sabiduría, y Hasta las riquezas que aquí y en América poseo.

— Señor — dijo Teresa— , confíe usted en que así lo haremos. Mi hijo sabe escuela, a Dios gracias, y tiene mucha afición a los libros, aunque, en casa no tenemos más que el Astete, y los Gritos del Purgatorio, y el Año Cristiano, y la historia de Don Quijote y los Fueros de Vizcaya. No tenga usted cuidado, señor, que mi pobre Pedro los tendrá como el sol de limpios, y tan ordenados como usted los deje.

— Bien, Teresa, bien. Hoy mismo podéis veniros a vivir aquí, porque yo pienso partir mañana temprano.

— ¡Señor... — murmuró Teresa, poniéndose colorada y como si tuviese que hacer alguna objeción a las proposiciones del indiano y no se atreviese a hacerla.

El indiano la comprendió al punto.

— ¡Ah! — dijo— . ¿No quieres abandonar tu casita? Lo apruebo, Teresa, y eso te hace más digna aún de mi confianza.

— Señor — repuso la aldeana— — , no lo debe usted extrañar: es tan blanca, y tan cómoda, y tan hermosa...

— Sí, sí lo es para los que viven de recuerdos y han derramado en ella todas sus lágrimas de alegría y de tristeza.

— Y luego, señor — continuó Teresa— , allí ha nacido mi hijo y ha muerto mi marido, y si no la habitamos, el desamparo reinará en ella, y el agua penetrará por su techo y sus paredes, y la pobre se caerá al cabo, que es como si se muriese de tristeza... ¡Ah, señor! ¡Qué triste es ver un hogar desierto y arruinado! Cuando pasamos mi Pedro o yo junto a esa aceña vieja que hay en el nocedal del río, las lágrimas se nos saltan, que mucho quieren decir aquellas paredes aún ennegrecidas por el fuego del hogar, y aquel poyo que aún se conserva allí frío y solitario, y aquellas letras, hechas con la punta de un cuchillo o del badil, que aún se ven en la pared, y aquellos clavos que aún permanecen junto a la ventana.

— Sí, Teresa — exclamó el indiano, con los ojos arrasados en lágrimas— , mucho quieren decir todas esas cosas para los que, como yo, ¡triste de mí!, no tienen familia, y mucho más aún para los que la tienen!... No abandones tu casita, no, que la pobre, como tú dices, se moriría de tristeza. Venid de día a cuidar de mi casa, y de noche que se quede tu hijo aquí, pero no apaguéis nunca vuestro hogar.

— Así lo haremos, señor, y en el corazón guardaremos siempre escrita la bondad de usted.

El indiano no permitió a Teresa que continuase expresándole su agradecimiento.

Teresa se levantó temprano al día siguiente para despedirle, después de haber pasado gran parte de la noche pidiendo a Dios que le diese buen viaje.

Pero antes de ir a casa del indiano fue al huerto, tomó la mejor rosa que tenía el rosal, y yendo a la iglesia, la trocó por la mejor que tenía el ramillete de la Virgen.

— Señor — dijo al indiano— , esta rosa ha estado en el altar de la Virgen Santísima. Llévela usted consigo, que el corazón me dice que llevándola no morirá usted en esos caminos ni en esas mares traidores, desamparado de Dios y de los hombres.

El indiano era un sabio, y como ahora se dice, un hombre de mundo; pero era de los sabios y hombres de mundo que creen en Dios, y, aunque no creyeran, respetarían santamente la fe de los demás.

¡Señor! ¡Con qué doler cerrarás las puertas de la gloria a esta clase de ateos!

El indiano aceptó con profundo agradecimiento la santa rosa que le ofrecía la aldeana y la colocó cuidadosamente en una caja donde conservase su hermosura y su perfume.

Poco después tomó el camino de Bilbao, donde debía embarcarse para la América Central.

Todas las mañanas, cuando el sacristán entraba en la iglesia para tocar a maitines, entraba tras él Teresa y colocaba en el altar de la Virgen un ramo de rosas frescas, coronadas de lágrimas..., pero coronadas de lágrimas de alegría.

III

Hagamos de dos pinceladas el retrato de Pedro, tal cual era cuando el indiano encargó a Teresa el cuidado de su palacio, no tal cual era cuatro años después.

— ¿Y por qué le has de retratar en la primera de esas dos épocas.

— Porque física y moralmente se había transformado en el transcurso de la primera a la segunda, y esta transformación se resiste a mi pincel, que sólo se complace en trazar cuadros de inocencia.

Deja, deja, purísimo numen de LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA, que el lector despreocupado se ría de mis inocentes creaciones; deja que se burle de mi afición a retratar pobres madres y pobres niños que sólo saben creer y amar. Yo sé que hay ojos que lloran y corazones que palpitan ante mis humildes cuadros. Una de esas palpitaciones o una de esas lágrimas borra todos los sarcasmos que el lector despreocupado pueda lanzar sobre estos cuadros, amados Benjamines de mi corazón.

— ¡Pero, qué! ¿Se había hecho malo el hijo de Teresa, tan querido y ensalzado de su madre?

— Malo, en el sentido que el mundo da a esta palabra..., no; pero malo en el sentido que yo suelo darle..., sí. Porque has de saber, alma mía, que yo tengo por malo a aquél que, presa su corazón de febriles ambiciones y atestada su mente de locas quimeras, en vez de bendecir los bienes que Dios le envía, los rechaza como mezquinos, y se cree con derecho a obtener el primer quiñón en el reparto de la herencia humana.

Mira, rosa del rosal de mis amores: yo nací en un valle muy parecido a aquel en que nació Pedro. El horizonte que se descubría desde la casita blanca de mis padres era tan limitado, ,que mi vista le abarcaba perfectamente.

— ¡Madre! — pregunté un día a la que me llevó en sus entrañas— . Hay mundo más allá de aquel pico donde aparece el sol todas las mañanas, y más allá de aquel otro donde se esconde todas las tardes?

— ¡No, hijo mío, no! — me contestó mi madre.

Pasaron años, y abandoné las riberas del Cadagua por las del Manzanares.

Cuando desde el Buen Retiro o la montaña del Príncipe Pío dirijo la vista a las colinas de Vicálvaro o a las de Sumas aguas, y pregunto a la santa madre que me espera en el cielo:

— ¡Madre! ¿Hay mundo más allá de aquellas colinas?

¡No, hijo mío, no! — me contesta mi madre desde el cielo.

Y yo la creo aún, y soy dichoso creyéndola.

— Pero me olvido de Pedro y de la pobre Teresa.

Llamo pobre a Teresa, porque lo era aún más que cuando el indiano la llamó para que cuidase su palacio. Entonces su hijo era tan ignorante como ella; pero, como ella, amaba la casa paterna; admiraba la hermosura de las arboledas, del valle; creía el más bello del mundo el templo donde había sido bautizado; tenía por las ruinas más venerables de la tierra las de la aceña del nocedal; no creía que hubiese río más poético y hermoso que el que un día había dado movimiento a aquella aceña; no concebía que en el orbe hubiese sabios que igualasen al cura y al maestro de escuela de la aldea, y tenía a Rosa, su vecina, por la niña más linda del universo. Cuatro años después parecía haber mudado completamente de sentimientos y de opiniones.

Ya pobre Teresa, al notar este cambio en su hijo, lloraba como una Magdalena, acompañándola en su duelo Rosa, que era ya una muchacha tan hermosa como las flores que llevan su nombre, y tan buena como debía serlo aquella a quien Teresa diese el nombre de hija.

Pedro, según se decía en el valle se había hecho un sabio; pero aunque esto se dijera Teresa y Rosa no cesaban de llorar.

Bien has hecho, Dios mío, en alejar el árbol de la ciencia del humilde autor de los CUENTOS DE COLOR DE ROSA; que un título de académico venido de las orillas del Rhin, del Támesis o del Sena no vale tanto como estas líneas venidas de las orillas del Cadagua, y trazadas por la temblorosa mano de un pobre labriego:

«Hijo mío: A todas horas tenemos tu nombre en los labios para bendecirlo. Quien lejos de su valle nativo se acuerda de sus padres y de su valle, ¡bendito sea!»

Pedro, apasionado desde muy niño a los libros, había podido satisfacer esta pasión desde que se vio dueño de la rica librería del indiano.

Por espacio de cuatro años había vivido casi constantemente encerrado en ella, devorando millares de volúmenes, entre los cuales los había de todos los géneros: útiles y nocivos, fruto de la ignorancia y de la sabiduría, de la imaginación extraviada y de la imaginación dirigida por buen camino.

Propensa la suya, por naturaleza, a abultarlo todo y a incurrir en perpetuas alucinaciones, había recorrido el mundo y las edades, poblando éstas y aquél de hermosos fantasmas que gritaban sin cesar al desdichado mancebo: «¡Ven, ven a nosotros! ¡La felicidad no existe en ese rincón del mundo! Nosotros habitamos las montañas de Suiza, donde vaga la sombra de Guillermo Tell; las márgenes del Rhin, pobladas de sílfides y wilis; los canales de Venecia, donde aún resuena el canto de los gondoleros; las ruinas del circo romano, teñidas con la sangre de los mártires; el golfo de Parténope, sombreado por el laurel de Virgilio; los harenes y jardines de Bizancio, la santa Palestina, donde viven aún Jesús y Godofredo y Pedro el ermitaño; la Grecia, patria de los dioses y los semidioses; la India, tierra de los ríos sagrados y las piedras preciosas, y la América, último refugio de los gobiernos patriarcales y único teatro de las grandes escenas de la naturaleza, ¡Ven, ven a nosotros, que donde nosotros estamos está la felicidad!»

Y Pedro creía lo que decían aquello, fantasmas que había visto destacarse de las páginas que había devorado por espacio de cuatro años, vagos, indecisos, obscuros al principio, pero distintos, perceptibles, luminosos y gigantes después.

La tristeza y el hastío se habían ido apoderando de su alma; todo cuanto encerraba el valle ¡hasta su madre y Rosa! le parecía pobre, mezquino, vulgar, indigno de ser amado.

Su madre, Rosa, el señor cura, el maestro de escuela, todos los habitantes del valle procuraban desterrar de su alma las febriles ambiciones que la consumían; pero sus consejos, sus súplicas, sus lágrimas eran inútiles. Lo único que hacía Pedro era compadecer a aquellas gentes que, como no habían visto el cielo, no se creían desterradas en la tierra.

IV

Era una mañana de otoño. Pedro estaba leyendo en la biblioteca encomendada a su cuidado. El sol bañaba ya por completo el horizonte, y, sin embargo, delante de Pedro ardía un candil.

¡El joven no había notado aún que era de día! ¡Mira si estaría embebido en su lectura!

Había pasado la noche leyendo.

Plutarco y Homero habían arrastrado su alma a Grecia; el ignorado autor de Las Mil y una noches la había llevado por las regiones asiáticas de delirio en delirio y de asombro en asombro. Chateaubriand la había paseado por las vírgenes soledades de América; Cook la había hecho dar la vuelta al mundo sumergida en el sublime horror de las tinieblas y los hielos polares; y Schiller, Goethe, Hoffman, Shakespeare, habían hecho comparecer ante ella todos los fantasmas, ora risueños, ora sombríos y amenazadores, de los países reutónicos y británicos.

¡Figúrate cómo estaría el alma de Pedro, arrastrada de emoción en emoción por tan lejanas y diferentes regiones! ¡Figúrate cuán distinto sería entonces de lo que había sido cuatro, años antes!

Pedro, un tiempo tan contento con vivir y morir en el valle nativo como todos los habitantes de aquel valle, sólo tenía ya un deseo, pero un deseo supremo, ardiente, inextinguible; un deseo sin cuya satisfacción la vida le parecía una carga insoportable: el de hollar con su planta y abarcar con su mirada el teatro do las escenas, reales o ficticias, que habían expuesto a su contemplación los libros, escenas que su fantástica y acalorada imaginación poetizaba, despojándose de toda la parte vulgar, y prosaica que aun lo más poético de este mundo tiene.

Hubiérasele dicho, por ejemplo, que Viriato, rústico pastor lusitano, estaba cubierto de suciedad y harapos, cuando se rebeló contra la tiranía romana, hubiérasele dicho que Laura, la amada semidivina de Petrarca, comía y bebía como Rosa, su novia, y no lo hubiera creído.

La casa de Rosa estaba al lado de la de Teresa. Ésta, que trataba ya a la joven con la confianza de una madre, la encargó que se llegase al palacio del indiano y dijese a Pedro que fuese a almorzar.

Apresuróse a ir la enamorada niña. Cuando entró en la biblioteca donde leía Pedro, éste se volvía loco con la descripción de un harem. Aquel volcán de amor y de celos que ardía perpetuamente en el corazón y en los ojos de las odaliscas, le parecía mil veces preferible a todo el amor que puede encerrar el corazón de las mujeres de Occidente,

— Pedro — dijo Rosa, entrando en la habitación, ligera como una mariposa, colorada como las cerezas a medio madurar, y risueña como una mañana de mayo— , Pedro, dice tu madre que te está esperando el almuerzo.

Pedro dio tal patada en el suelo, y miró a Rosa con tal indignación y tal desdén, que la pobre muchacha retrocedió dos pasos, sobrecogida de terror,

— ¡Perdóname, Pedro! — murmuró Rosa cariñosamente— . Estabas distraído y te he asustado, ¿no es verdad? Mira, ha sido sin querer... No volveré a asustarte, yo te lo aseguro. Anda, vente conmigo, que tu madre te está esperando para almorzar.

— No necesito compañía, y la tuya mucho menos — contestó Pedro con tono desdeñoso y amenazador.

La niña se puso pálida como una azucena, y bajó la cabeza con los ojos arrasados en lágrimas.

La desdeñosa expresión que dominaba en el rostro y en la mirada de Pedro se dulcificó un poco.

— ¿Qué tienes? ¿Por qué lloras, Rosita? — preguntó el joven con cierta solicitud.

— ¡Porque ya no me quieres! — contestó la niña, cuya purísima voz ahogaban los sollozos.

— Sí, sí, te quiero, Rosa; pero tú tienes la culpa de estos arranques de mal humor en que me ves.

— Pues dime qué he de hacer para que siempre estés contento.

— Lo que has de hacer es comprender mi alma.

— ¿Y qué quiere decir eso? — preguntó la niña con adorable ingenuidad— . Comprender tu alma, ¿es quererte mucho?

— No es sólo eso — contestó Pedro, cuyo rostro volvía a nublarse— ; comprender mi alma es, en primer lugar, adivinar mis deseos...

— Yo creía que deseabas ya almorzar...

Pedro dio otra patada en el suelo, exclamando:

— ¡Rosa! Veo que tu alma nunca podrá comprender a la mía; que hablarte de ese amor delicado, grande, ideal, sublime, que se cierne entre el cielo y la tierra, es echar margaritas a la mar... ¡Ah! ¡Bien se conoce que nunca has abierto un libro!

— Pero yo creía que no eran menester libros para saber quererte... Mira, Pedro, mira lo que me figuraba yo que era querer: estar siempre pensando en ti; no encontrarme a gusto sino a tu lado; pedir a Dios que te dé salud y fortuna; desear que me quieras como yo te quiero a ti; ponerme triste y llorar y desesperarme si quieras a otra; aprender todo lo que saben mi madre y la tuya, para hacer lo que ellas hacen; gobernar bien la casa cuando nos casemos; querer y cuidar y enseñar a nuestros hijos, si Dios nos los da; trabajar a tu lado para que el trabajo te pese menos; alegrarme cuando estés alegre, entristecerme cuando estés triste y morirme e pena si tú te mueres... Esto es, Pedro, esto es lo tenía por amor. Si es otra cosa ¿Por qué no me lo dices? Verás cómo hago todo lo que tú me mandes. ¡Qué! ¿No soy dócil acaso? Cuando yo era pequeñita, siempre estaba diciendo mi madre: «Mi niña va a ser muy mujercita de bien, porque mejor mandada no la hay en la aldea». Dime, Pedro, el amor, ¿no es lo que te he dicho?

— Sí, Rosa ese es el amor; pero es el amor vulgar. El que busca mi alma es ése en el fondo pero no en la forma; en primer lugar, excluye el lenguaje vulgar e innoble, tal como el que has usado al llegar aquí.

— Pero ¿es malo decir que vengas a almorzar, cuando es cerca de mediodía y aún no te has desayunado?

— ¡Sí, sí lo es!... — respondió Pedro, y volviendo a sentirse dominado por el enojo que tanto había afligido a la inocente muchacha.

— Pues mira — repuso ésta— , el señor cura y el maestro, que tanto saben, así dicen las cosas...

— Porque aquí el que más sabe es un salvaje. Por eso aborrezco a este miserable valle...

— ¡Miserable valle! ¡Sí que habrá muchos donde se coja tanto grano y tanta fruta como en él!

— ¡Grano!... ¡Fruta? — murmuró Pedro con soberano desdén...

— ¡Pues qué! ¿Es eso también malo? Mira, Pedro, esta mañana hemos estado tu madre y yo hablando de lo que hemos de hacer con la hacienda en cuanto tú y yo nos casemos. Dice tu madre que si cocemos un calero, allegamos toda la hoja del rebollar y hacemos una rozada, de seguro cogeremos grano para todo el año, como en vida de tu padre, que esté en gloria...

— No seré yo quien cultive las tierras que cultivó mi padre.

— ¿Qué dices, Pedro?

— Que no me enterraran en estos valles.

— ¡Dios mío! — exclamó Rosa, llena de asombro— . Pero ¿adónde has de ir?

— Adonde mi alma me llama.

— Pero ¿dónde es eso?

— ¿Para qué te lo he de decir, si no me has de comprender? Rosa, déjame, déjame, que Dios no ha formado tu alma para que comprenda la mía.

— ¡Pero si yo te quiero, Pedro, si yo te quiero mucho!... — exclamó Rosa con infinita ternura, buscando en los ojos de Pedro una mirada que correspondiese a aquella sencilla y a la par elocuente expresión de cariño.

— ¡Déjame en paz! — respondió Pedro con inmenso despego.

Y volvió a Rosa las espaldas.

La inocente niña prorrumpió en lágrimas y bajó la escalera murmurando:

— ¡Ay, Dios mío! ¡Que no me quiere ya' ¡Que, sin duda, quiere a otra!

V

Era bien entrada la primavera.

A la puerta de la casa de Teresa había un hermoso emparrado, cubierto ya de hojas, entre las que se veían granar los racimos.

Teresa, Rosa y otras vecinas cosían bajo aquel emparrado, a la caída de la tarde de un sábado.

Todas charlaban como cotorras, excepto Rosa, que no despegaba sus labios ni levantaba la cabeza, inclinada sobre su labor; y Teresa, que sólo terciaba alguna que otra vez en la conversación, miraba con frecuencia a Rosa y exhalaba un hondo suspiro, como diciendo: «¡Mucho se parece mi mal al tuyo!»

La conversación tenía por objeto enumerar las maravillas que la primavera iba trayendo al valle. Marta contaba que los cerezos y los landechos de su huerto se iban a desgajar con el peso de la fruta, según la muestra que presentaban; Dominica refería que en sus piezas la borona comenzaba ya a echar cirria; Luisa decía que el año iba a ser muy abundante de todo, pues el cuco había venido por donde viene el sol, y Jacinta aseguraba que si Bilbao llegaba a empinarse un poquito para asomar la cabeza por cima de los montes que rodean a S..., se iba a morir de envidia, a pesar de sus jardines y sus tesoros.

Teresa y Rosa también decían una cosa, pero se la decían muy bajito a su corazón: ¡que Pedro ya no las quería!

Una de las vecinas echó de ver el silencio de Rosa y Teresa.

— ¿No saben ustedes — dijo— la gran novedad que hay esta primavera en S...?

— ¿Qué novedad es? — se apresuraron a preguntar todas.

— Que los pájaros se han vuelto mudos y las rosas se han vuelto azucenas — contestó la vecina, dirigiendo la vista a Rosa con una significativa sonrisa.

— ¡Pues es verdad! Y no habíamos reparado en ello — exclamaron las vecinas.

A Rosa y a Teresa se les arrasaron los ojos en lágrimas.

Las vecinas, que lo notaron, se apresuraron a abandonar su tono irónico y malicioso, dominadas por la compasión.

— ¡Válgame Dios! — dijo una de ellas, dirigiéndose a Rosa— ¡Cómo has cambiado, hija! ¿Por qué no cantas ya como los pájaros y das envidia con tus colores a las rosas de Alejandría?

— Porque para ella y para mí — contestó Teresa— no ha venido aún la primavera.

— Eso es porque sois unas tontas. ¡Que Pedro está siempre encerrado con sus librotes! ¡Anda con Dios, y así aprenda más que el sabio Salomón! Si los libros que lee fuesen malos, santo y bueno que os afligieseis; pero ya veis vosotras si el indiano, un señor que, mejorando lo presente, no tiene pero, puede haber gastado su dinero en libros malos...

— No serán muy buenos cuando a mi hijo lo han hecho aborrecer la aldea donde nació.

— ¿Y cómo al indiano no se la han hecho aborrecer?

— Tienes razón, que los libros no serán malos. ¡Lo será tal vez mi hijo!

Es imposible pintar el dolor con que Teresa pronunció estas últimas palabras, y la dolorosa impresión que hicieron en Rosa.

— Yo he oído decir al señor cura — repuso la vecina— que los libros son como las escopetas, que aunque sean útiles para muchos, son para algunos peligrosas.

— ¡Pero, no, no! ¡El hijo de mi alma no es malo! — exclamó Teresa, desecha en lágrimas— . Esta mañana me vio llorar, y, echándose a mi cuello, me dijo, saltándosele las lágrimas: «¡Madre de mi corazón! Perdóneme usted las penas que causo a usted y a la pobre Rosa. Yo las quiero a ustedes, y procuraré a toda costa hacerlas felices; pero no puedo evitar esta tristeza que me consume, esta inquietud continua que me mata y esta adversión que me causa la aldea».

— Pues hija — dijo una de las vecinas— , a mí me gusta cantar clarito: yo hago la cruz al que tiene adversión al pueblo en que nació, y se la hago aunque por lo demás sea un santo. Toda esas cosazas que dice tu hijo, todo eso de que no todos tienen el alma templada del mismo modo; de que quien sueña con otro mundo no se puede conformar con éste; de que unas plantas se secan donde florecen otras; todo eso que dice Pedro será muy bonito y muy señor, pero yo lo tengo por paja, y nada más que paja. El grano es que cada cual debe contentarse con lo que tiene; que Dios manda llorar de alegría y no de dolor, a los que nos quieren; que la tierra en que uno ha nacido es una segunda madre, y se la debe de querer como a la primera, y que el talento y la sabiduría que no se emplean antes de todo en hacer lo que Dios manda, no son sabiduría ni talento. Esto es lo que le decía a tu hijo la otra tarde el señor cura, y esto es lo que a mí me parece el Evangelio.

— ¡Es verdad! ¡Es verdad! — murmuraron a la par Teresa y Rosa, hechas un mar de lágrimas.

— Pero eso no quita — continuó la vecina— que me parezca una tontería el afligiros de ese modo. Dejad que vuelva el indiano, y veréis cómo a Pedro se le va el aire que se le ha metido en la cabeza, así que no pueda leer más libros que los que leía su pobre padre, que esté en gloria. Pero, ya que hablamos del indiano, ¿no habéis vuelto a tener carta de él?

— No — contestó Teresa— Desde que nos escribió de Veracruz, hace una porción de meses, diciendo que al cabo de cuatro años de entorpecimientos había logrado arreglar sus asuntos y se disponía a volver, no hemos vuelto a tener carta suya; y eso nos tiene con mucha pena, que tal vez le habrá sucedido algo en la mar.

— A propósito de cartas — dijo una de las vecinas— , ahí está Ignacio con la valija.

En efecto: un joven venía por el camino de Balmaseda, montado en una mula y trayendo una valija sobre el cabecil de la basta.

— Teresa — dijo al pasar por frente a la casa de ésta— , llevo aquí carta para usted, según me ha dicho el administrador de Balmaseda. Voy a que abra la valija el señor alcalde y en seguida le traigo a usted la carta.

El joven siguió adelante, y Teresa y Rosa quedaron esperando con impaciencia su vuelta.

— De las Indias es la carta, según la pinta del sobrescrito — dijo Ignacio, volviendo pocos momentos después con la carta en la mano.

— Ábrela, y haz el favor de leérnosla — dijo Teresa, llena de alegría— , que no quiero esperar a que venga Pedro. ¡Pobre señor! ¿Cómo estará? Dios le dé mucha salud.

Ignacio comenzó a leer la carta, que estaba fechada en Veracruz y encabezada con el nombre de Teresa.

«Nos dirigimos a usted — decía— para cumplir un deber triste y satisfactorio. El señor don Fulano de Tal, natural de ese concejo, dueño de los bienes que hace cuatro años están al cuidado de usted, ha fallecido en esta ciudad...»

Ignacio no pudo continuar su lectura al llegar aquí, porque Teresa y Rosa, y aun las vecinas y el mismo Ignacio, prorrumpieron en llanto.

Durante un cuarto de hora no se oyeron más que sollozos y exclamaciones como éstas:

— ¡Pobre señor de mi alma!

— ¡Qué padre tan bueno han perdido los pobres!

— ¡Dios le haya dado a la hora de la muerte tantos ángeles como bendiciones ha recibido en vida!

— ¡Virgen Santísima, acógele bajo tu manto, que la misericordia tenía un palacio en su corazón!

_Señor, corónale de gloria, si no le has coronado ya!

Al fin, Ignacio pudo continuar la lectura de la carta:

«Murió tranquilo y sonriendo como los justos, como los verdaderamente sabios, como debía esperarse de su vida, consagrada a la caridad y al trabajo. En su postrer instante se acordó del pueblo de su naturaleza y de usted. Nosotros, sus testamentarios, nos dirigimos a usted, en cumplimiento de nuestro deber, para manifestarle que el finado la deja en herencia todos los bienes que poseía en ese concejo y ochenta mil pesos fuertes en metálico.»

Tal era la parte substancial de la carta.

— ¡Que sea enhorabuena! ¡Que sea enhorabuena Teresa! — exclamaron todas las vecinas, llorando de alegría.

— ¡Yo bendigo — exclamó Teresa— a quien tales riquezas nos deja en herencia; yo le bendeciré siempre...; pero más le quisiera vivo que muerto!

Pedro, que acababa de saber que Ignacio había llevado a su madre una carta de América, llegó en aquel instante bajo el emparrado.

— ¡Hijo — exclamó Teresa— , ha muerto nuestro bienhechor, dejándonos todos sus bienes de aquí y ochenta mil pesos en dinero!

— ¡Ha muerto!... — exclamó Pedro, prorrumpiendo en sollozos.

Y su madre se abalanzó a él, estrechándole en sus brazos y exclamando a su vez:

— ¡Ah! ¡Bien decía yo que el hijo de mis entrañas no era malo!

Una alegría infinita iluminó las angélicas y pálidas facciones de Rosa.

La joven había notado, como Teresa, que Pedro, antes de fijar la vista en el legado, la fijaba en el legador para llorar su pérdida.

— Ha muerto, sí — dijo una de las vecinas— , pero los duelos con pan son menos. ¡Ya sois ricos, Pedro, ya sois ricos!

Entonces fue cuando Pedro pensó en la herencia.

— ¡Madre — exclamó, radiante de alegría— , ya acabaron mis tristezas, ya puedo realizar mi eterno sueño de recorrer el mundo!

Al oír estas palabras, Teresa exhaló un profundo suspiro, y ella y Rosa cayeron, traspasadas de dolor y hechas un mar de lágrimas, sobre un poyo que había a la puerta de la casa.

¡Ambas eran en aquel instante más desventuradas y pobres que nunca!

VI

Ya tenemos a Pedro con un pie en el estribo, dispuesto a emprender el viaje universal con que empezó a soñar así que empezó a regenerar su alma en la biblioteca del indiano.

¿Encontrará el paraíso de sus sueños en los países que va a recorrer? Las montañas de Suiza, los castillos feudales de Alemania, la filantropía inglesa, los monumentos de la Ciudad Eterna, las mujeres de Oriente, las ruinas de Atenas y las instituciones del nuevo continente, ¿le parecerán desde cerca tan bellos como desde lejos?

Sus ojos, que desde lejos todo lo poetizaran, ¿lo vulgarizarán todo desde cerca?

Sigámosle en su viaje, espiando y analizando las emociones de su corazón; que, nuestro trabajo no será del todo inútil, hoy que tanto abundan las almas no comprendidas, y hoy que tan torcida interpretación se da a las palabras de Jesús: «Nadie es profeta en su patria».

Pedro se dispone a abandonar el valle nativo. Ya nadie se opone a su partida, porque todos se han convencido ya de que sus consejos, sus súplicas y sus lágrimas no bastan a quebrantar su resolución, y porque el señor cura, el más conocedor del corazón humano entre los habitantes del valle, opina que en la homeopatía, en el similia similibus curantur de los médicos, está la única esperanza de curar a Pedro.

Todos lloran al darle la despedida, pero él permanece sereno. Su madre le entrega un santo escapulario, que asegura ha de protegerle de todo peligro; y Rosa, al estrechar su mano, coloca en el dedo pequeño del mancebo una modesta sortija, adornada con unas hebritas de sus doradas trenzas que llevaba en su dedo del corazón.

Entonces es únicamente cuando una lágrima asoma a los ojos de Pedro, probando que su corazón no ha muerto aún para su madre y su amada.

Ignacio, excelente muchacho, que nunca perdió de vista el valle sin mentir su corazón oprimido de tristeza, le acompaña con una caballería hasta Bilbao, donde Ignacio se volverá atrás y Pedro se proveerá de cuanto necesito para continuar su viaje.

Ya se alejan del concejo. Al llegar a una colina donde van a perder completamente de vista el blanco campanario de la aldea, escondida entre nogales y cerezos, Ignacio, que va a hacer, un viaje de cinco leguas, vuelve la vista, se para y lleva el reverso de la mano a sus ojos, arrasados en lágrimas. Pedro, que va a recorrer el universo, lo nota, y suelta una burlona carcajada.

¿Dices, alma mía, que las lágrimas de Ignacio, aunque hijas de una sensibilidad algo exagerada, eran perlas de valor inestimable? Yo no te diré que sí ni te diré que no; pero has de saber que quiero más la ternura de la ignorancia que la sequedad de la sabiduría. Caminito de Bilbao van dos civilizaciones: la de los valles y la de las ciudades. Escoge la que más te plazca, que yo busco una que tenga por pedestal un libro y por corona un manojo de espigas.

Pedro se acercaba al fin a los Pirineos. ¡Iba a evocar en Roncesvalles las sombras de Bernardo del Carpio y de Carlo— Magno y sus doce Pares! ¡Iba a oír la bocina de Roldán! ¡Iba a contemplar las blancas osamentas de las despedazadas legiones francesas! ¡Iba a ver alzarse iluminada con la sonrisa del triunfo, la magnífica figura de aquel bravo echecojauná del Canto de Altabizcar! ¡Iba, en fin, a encontrar, enredados en los espinos, los jirones del manto rojo del emperador de los francos!

— Díganme ustedes — preguntó a unos labradores en Roncesvalles— , ¿dónde se dio la famosa batalla?

— ¿Qué batalla? — preguntaron a su vez los labradores.

— Aquella en que el hijo de Jimena hizo huir sin manto y sin corona al arrogante emperador de los francos.

Los labradores se encogieron de hombros como si les hablasen en griego.

— ¡Ah! — exclamó al fin uno de ellos— ¿Ve usted aquel pico hendido por la carretera? Pues, según cuentan los antiguos, allí hubo una gran batalla en tiempo de los moros.

Pedro siguió su camino murmurando:

— ¡En tiempo de los moros!... ¡Qué gentes tan ignorantes y tan vulgares!... ¡Bien se conoce que todavía estoy entre españoles!

Al llegar al pie de Altabizcar, preguntó a un muchacho que apacentaba unos bueyes en un prado inmediato al camino:

— ¿Dónde está el desfiladero que llaman la bocina de Roldán?

— ¿Ve usted aquellas rocas negras? Pues allí está.

— ¿Quieres guiarme allá y te daré una buena propina?

— Aunque me diera usted el oro y el moro — contestó el muchacho— . ¡Templados están los gabachos para que vayamos a visitarlos los del valle!

Pedro no quiso detenerse a oír la explicación, de estas palabras, porque acababa de convencerse de que mientras se dirigiera a españoles, no oiría más que sandeces y vulgaridades.

Por fin llegó al sitio donde presumía haberse dado la gran batalla; pero necesitaba un guía para no exponerse a tomar el bramido de alguna vaca por el sonido de la bocina de Roldán.

Unos pastores estaban comiendo el rancho al pie de unos árboles cercanos, y se encaminó hacia ellos.

— ¿Me dan ustedes razón — les dijo antes de llegar— del sitio en que fueron derrotados los doce Pares de Francia?

Los pastores, por única contestación, prorrumpieron en juramentos contra los españoles; tomaron cada uno su cayado, y se lanzaron en ademán amenazador al encuentro de Pedro.

Éste, viendo que la cosa iba mal, puso pies en polvorosa, dejando caer la capa y el sombrero, corno Carlo— Magno el manto y la corona.

Los pastores continuaban tras él, y ya se iba a rendir, reventando de cansancio y ensangrentadas sus manos y su cara con el roce de los espinos, cuando acudió en su auxilio un hombre que armado de escopeta, andaba por allí de caza, y que ahuyentó a los pastores, amenazándoles con una perdigonada si no se volvían pies atrás.

— ¡Pero, señor — exclamó Pedro— , entre qué gente estamos! ¡Pregunto a esos bárbaros dónde fueron derrotados los doce Pares de Francia, y enarbolan los cayados como si les hubiese llamado perros judíos! En mi aldea se contesta rústicamente a los forasteros, pero se les daría el alma y la vida si las necesitasen.

— Caballero — dijo el cazador— , no debe usted extrañar lo que han hecho esos majaderos. Son franceses, y los españoles les están quemando la sangre continuamente con eso de los doce Pares y Carlo— Magno. Precisamente estos días han sido más insultados que nunca, y han creído que usted venía a repetir el insulto.

— Yo lo único que quería era recorrer esos sitios que encierran tan grandes recuerdos históricos. Si usted, que tan bien se ha portado conmigo quisiera acompañarme a esos sitios, me haría un nuevo favor, que le agradecería tanto como el primero.

— Déjese usted de tonterías, caballero. Allí no encontraría usted más que peñas y matorrales; y se expondría usted a que esos muchachos pensasen que trataba usted a toda costa de insultarlos, y tal vez mi escopeta fuera ya impotente para defenderle a usted.

— Pero la historia de los viajes habla a cada instante de peligros que han arrostrado los viajeros en una útil investigación arqueológica o botánica, o simplemente por satisfacer su curiosidad. Allí tiene usted su compatriota Chateaubriand, que bajó al cráter del Vesubio...

— ¡Qué cráter ni qué calabazas! ¡Si va usted a hacer caso de todo lo que se escribe!... ¿Usted, por lo visto, viaja con objeto de divertirse?

— De divertirme y de ilustrarme.

Pues entonces tuerza usted a la izquierda y bájese a Bayona, que justamente mañana empieza allí la feria y se divertirá usted de lo lindo.

Pedro se decidió, al fin, a seguir el consejo del cazador, y llegó sin detenerse a Bayona.

Conforme se acercaba a esta ciudad, habían llamado su atención infinitas muchachas que se encaminaban también a Bayona, ostentando hermosísimas trenzas de pelo, cuidadosamente peinadas y adornadas con vistosos lazos.

Tomó habitación en una fonda, se puso hecho un Gerineldos y salió a visitar la ciudad.

Desde su habitación había visto unos hombres que recorrían las calles con unos grandes sacos al hombro, gritando:

— ¿A quién se lo corto? ¿A quién se lo corto?

Aquellos hombres y aquellos gritos habían excitado vivamente su curiosidad.

Al atravesar una plaza, viendo unos grupos de aldeanas y de hombres semejantes a los que habían llamado su atención, se dirigió a ellos.

El hijo de las nobles Encartaciones, donde el que escribe estas páginas ha visto a una joven enfermar y morir de tristeza por haber perdido su hermosa cabellera: ¡donde dos largas trenzas de pelo inspiran más vanidad a las muchachas que todas las riquezas del mundo; donde el amante siente tanto placer acercando sus labios a una hermosa trenza de pelo como acercándolos a una rosada mejilla, y donde la cabellera femenina se considera como un destello de la inteligencia que reside en la cabeza a que sirve de corona; el hijo de las Encartaciones vio con horror que una porción de frescas y hermosas aldeanas consentían sin dolor, y por algunos francos, que unas hediondas tijeras, manejadas por una mano más hedionda aún, despojaran su cabeza de una cabellera dorada como el cabello del maíz, o negra como la endrina! Y lo que le asombró más aún, y hasta le indignó, fue la fría indiferencia con que las madres y los novios de aquellas muchachas presenciaban tan bárbaro sacrificio.

Pedro recordó entonces lo que nosotros acabamos de recordar; Pedro recordó el infinito orgullo con que en su aldea trenzaban las madres la cabellera de sus hijas, y contemplaban. los mancebos las cabelleras de sus amadas; Pedro recordó las dos hermosas trenzas, unidas en su extremo inferior con un lazo de color de cielo, que partían de la linda cabeza de Rosa, y llevó a sus labios con emoción la sortija que le había regalado su amada.

Apartando la vista de aquel repugnante espectáculo, volvió a su posada, decidido a abandonar la ciudad inmediatamente. Más aún: se decidió a no detenerse en el suelo francés, a pesar de que la Doncella de Orleans y los héroes de Nuestra Señora de París y de El Judío errante desempeñaban un gran papel en su Olimpo.

Quizá nosotros, en vez de indignarnos hubiéramos conmovido al presenciar lo que él presenció desde que traspasó la frontera, porque hubiéramos visto en la conducta de los pastores un exceso de patriotismo, pero patriotismo al fin, y en la conducta de las doncellas a santa abnegación del que sacrifica lo que más le hermosea para atender a las necesidades de sus padres y de sus hermanos; pero mirado desde cerca, para Pedro el mundo no tenía más que prosa.

— ¡Ah! — se dijo al salir de Bayona— . Ya me explico perfectamente todo lo que me ha pasado desde que pisé el territorio francés. Es que en vez de empezar el África Pirineos para allá, empieza Pirineos para acá, y los franceses lo callan por modestia.

VII

Pedro cumplió su propósito de no detenerse en territorio francés.

Ya le tenemos en Suiza; ya va a recorrer aquellas poéticas montañas, embellecidas con los recuerdos del libertador Guillermo Tell y de Carlos el Temerario; ya va a extasiarse contemplando aquellos imponentes ventisqueros, aquellas magníficas cascadas, aquellos lagos azules y aquellas risueñas queserías, que con tan seductores colores han pintado los poetas franceses y alemanes. Piensa permanecer en aquel romántico y encantador país la mayor parte del verano, y hasta teme, y a la vez desea, que le cautiven los ojos de alguna de aquellas bellísimos montañesas, que, en su concepto, deben atesorar, armónicamente combinados, el ardiente e impetuoso amor de la raza latina y el purísimo y delicado sentimiento de la raza germana.

Al pisar los montes de la antigua Helvecia, Pedro experimentaba un sentimiento muy parecido al que debe experimentar el fervoroso cristiano, familiarizado con las Sagradas Escrituras, al pisar los montes de Judea.

Un terrible vestiquero se presentó a su vista. De vez en cuando una ráfaga de viento silbaba en las cumbres de los montes, y poco después un enorme alud se precipitaba al valle con espantoso ruido.

El corazón de Pedro latía con violencia ante aquel magnífico espectáculo.

Arrastrado por la curiosidad, nuestro entusiasta compatriota se fue acercando al valle adonde descendían aquellas enormes masas de nieve congelada.

De repente oye sobre su cabeza un ruido semejante al de un prolongado trueno, y rueda por los profundos abismos que se abrían a sus pies, envuelto en un océano de agua y nieve. Un alud le había sorprendido y su vida corría inminentemente peligro.

Pedro, haciendo desesperados esfuerzos para salvarse, invocó a la Virgen representada en el santo escapulario que pendía de su cuello, invocó el nombre de su madre, y hasta el de Rosa resonó en sus labios.

Al fin, pudo asirse a unas ramas que bordeaban el torrente, y ponerse en salvo; pero se puso en salvo empapado en agua y lodo, tiritando de frío y molido su cuerpo, como si los cayados de los pastores del Pirineo hubiesen llegado a caer sobre él.

Los ventisqueros, que tan bellos le habían parecido desde la biblioteca del indiano, le inspiraban ya profundo horror, y no pudo menos de comparar los riesgos que en las montañas de Suiza ofrecía la contemplación de la Naturaleza, con la seguridad que la misma contemplación ofrecía en las montañas de las Encartaciones.

— Contentémonos — se dijo— con espectáculos más pacíficos, con emociones más bucólicas. Busquemos las blancas y limpias queserías habitadas por montañesas inocentes y hermosa como la Virgen de Underwald, cantada por el sublime d'Arlincourt; los tranquilos lagos y la tradiciones populares que deben conservar en estas montañas el recuerdo de Arnoldo, Werner, de Furst, de Tell, de todos esos héroes, que libraron a la Helvecia del tirano Gessler.

Pedro, divisó, al fin, una quesería y se encaminó a ella.

En la quesería encontró unas muchachas descalzas de pie y piernas, sucias y desgreñadas. Al verlas, se acordó de Rosa, que, comparada con las montañesas suizas, le pareció una rosal de Alejandría comparada con un cardo borriquero.

— ¡Qué decepción! — exclamó, empezando a extranjerizarse— Pero la sabrosa leche que aquí me servirán, me desquitará de todo.

Sentóse a una mugrienta mesa y pidió un vaso de leche, que le sirvieron inmediatamente.

Parecióle que la leche estaba agria, y que en los bordes del vaso campeaban unos cuantos pelos de vaca, o Dios sabe de qué.

Pedro separó el vaso de sus labios con asco e indignación, y se resignó a dejar con vida el hambre que empezaba a atormentarle.

— ¡Ah! — se dijo— ¡Quién tuviera aquí aquella mesita cubierta con un mantel tan blanco como la nieve, y provista de una fuente de limpia y fresca y azucarada leche, que mi madre solía prepararme bajo el emparrado de la puerta de mi casa! ¡La mujer más desaseada de S... no ha servido jamás un vaso de leche sin colarla antes por una blanca pañada o un fresco manojo de helechos!

Pedro tuvo que dar por aquel vaso de leche, en su concepto sucia y corrompida, diez veces más de lo que le hubiera costado en su aldea un vaso de leche limpia y fresca; y como se quejara de lo mal que se le había servido, faltó poco para que le midiera las costillas con una estaca un tozudo montañés, que a su salida apareció en la puerta de la quesería.

Recorriendo luego los lagos de Zurich y otros, estuvo a punto de ahogarse y cogió unas tercianas, por lo cual tomó horror a los lagos y se decidió a contentarse con las tradiciones populares de los cantones de Uri, Schwitz y Underwal, tradiciones que esperaba hallar hasta en la boca del más rústico campesino.

— Dígame usted, buen montañés — preguntó a un hombre que conducía una vacada— . ¿qué tradiciones populares hay en este cantón?

— Yo no entiendo lo que es eso — contestó el vaquero.

— Quiero decir si conservan los moradores de estas montañas recuerdos de los héroes que los emanciparon de la tiranía austriaca en el siglo XIV.

— ¡Qué catorce ni quince! Yo no entiendo de lectura, y, por tanto, me quedo en ayunas de lo que usted dice.

— ¡Jesús! ¡Jesús, qué gentes tan brutas! — murmuró Pedro alejándose del vaquero— Al menos, en las Encartaciones hasta los más rústicos tienen algunas nociones de la historia local, siquiera confundan las épocas y allí donde hay una fortaleza fundada mantenedores de los bandos oñacino y gamboino, vean una fortaleza fundada por los moros, aunque estos señores no pisaran el suelo vascongado.

Mas adelante tropezó con un leñador, que le pareció hombre más despejado.

— Oiga usted, buen amigo — le dijo— : ¿qué tradiciones se conservan aquí del heroico Guillermo Tell?

— ¿Guillermo? — replicó el leñador con extrañeza— . Yo no conozco a ese caballero.

— ¿Es posible que usted ignore?...

— ¡Ah! ¡Ya caigo! — dijo el montañés dándose importancia— ¿Pregunta usted por el Rey de Prusia Federico Guillermo? ¡Buen ajo van a armar el mejor día por sus intrigas los realistas y los republicanos de Neufchatel!...

Pedro volvió la espalda al leñador, renegando de Suiza, de los suizos y hasta del día en que puso los pies en aquellas montañas, que, comparadas con la de Vizcaya, le parecían el infierno comparado con el cielo.

En seguida se dirigió a Alemania.

Si el que escribe la historia de su viaje, hubiera estado entonces a su lado, le hubiera dicho al oído.

— Perico, no seas tonto, vuélvete a S...: que en ninguna parte vas a encontrar lo que buscas. Así como tu anteojo tiene la propiedad de engrandecer las cosas desde lejos, tiene la de empequeñecerlas desde cerca.

Pero como nadie le dijo esto, y su quijotesca fantasía le decía lo contrario, tomó por el Rhin abajo.

Ni en las orillas del Rhin, ni en las del Mein, ni en las del Elba, ni en las del Oder, ni en las del Danubio, encontró sílfides ni wilis.

Vio muchos castillos de margraves y palatinos, y al penetrar en ellos se encontró con fábricas de cerveza, donde los sesudos filósofos alemanes cogían cada chispa que llamaban a Cristo de tú.

Bajo los fresnos y las hayas buscó aquellos bailes pastoriles y a aquellas vírgenes de ojos de cielo y de cabellera de oro que había visto en las baladas alemanas, y encontró lo que en todas partes se encuentra:

Muchachas rubias y muchachas morenas.

Muchachas lindas y muchachas feas.

Muchachas emperejiladas y muchachas haraposas.

Muchachas inocentes y muchachas con más picardías que granos un costal de trigo.

Y dijo muy atufado:

— ¡Para este viaje, no necesitaba yo alforjas! ¡Ay, aldea de mi vida, madre de mi alma y Rosa de mi corazón! ¡Más valéis vosotras que toda la Alemania y todas las alemanas juntas! Pero a fe que Grecia me hará olvidar muy pronto este nuevo desengaño.

Y se encaminó a la patria de Homero.

VIII

Grecia dio otro solemnísimo chasco al pobre Perico. Por la misma razón que la había soñado más grande de lo que es en realidad, la encontró más pequeña de lo que en realidad es.

En Atenas oyó hablar de ferrocarriles y deuda consolidada, y se le cayó el alma a los pies.

En las riberas del Eurotas le sucedió dos cuartos de lo mismo al oír a unos soldados entonar La Marsellesa.

En Esparta no encontró un ciudadano que se atreviese a acompañarlo al paso de las Termópilas, defendido a la sazón por un perro rabioso que enseñaba los dientes a los viajeros.

En Chipre sorprendió a un tabernero bautizando el vino.

En el Olimpo encontró una fábrica de guano, y tuvo que echar a correr tapándose las narices.

En el Helicón creyó morir de sed, porque, aunque encontró una fuente, estaba bebiendo en ella un borrico, y no quiso beber con él.

En el Citerón llevó un terrible gaznatazo de una muchacha con quien se propasó, tomándola por Venus.

Y en el Pindo encontró a un poeta haciendo endecasílabos de catorce sílabas.

— ¡Reniego — exclamó— de Grecia y de sus siete sabios, que si en Vizcaya abundan los ignorantes, al menos no niegan su ignorancia!

Si yo hubiera estado al lado de nuestro paisano cuando pronunció estas palabras, no hubiera dejado de decirle:

— ¡Perico! ¡Perico! No escupas al cielo, que te caerá la saliva en la frente. Mira que tú no eres griego, y si no te tienes por sabio, tampoco te tienes por ignorante.

Perico se encaminó a Constantinopla.

— ¡Allí — decía— , allí sí que voy a gozar, observando costumbres diametralmente opuestas a las del resto de esta caduca y prosaica Europa! ¡Las mujeres de ojos negros y tez morena, rodeadas perpetuamente de sublime misterio en el fondo del harem! ¡El pueblo, aunque equivocado en sus creencias religiosas, siempre fervoroso y austero creyente! ¡El idioma, no aficionado aún por el galo, que todo lo invade y todo lo reduce a prosa! ¡El traje reñido con esas ridículas fundas que llamamos pantalón y frac! ¡Y hasta las viandas y las bebidas exentas del grosero y vulgar tocino y del vino embrutecedor y chabacano!... Constantinopla de mi alma, que para mí no tienes más defecto que el haber renegado de tu poético nombre de Bizancio, ¡cuánto voy a gozar de ti! ¡Cuánto me voy a desquitar en tu recinto de los atracones de prosa que me he dado en los países cristianos!

Pedro descubrió al fin a Constantinopla.

Sus cúpulas le dieron ya mala espina.

— ¡Ave María! — exclamó al verlas— . ¡Qué torres más ridículas, tan peladas y tan redondas, que parecen calabazas colocadas sobre pucheros! Al menos, el campanario de la iglesia de mi aldea tiene su cruz y su veleta, y es de forma tan esbelta que da gusto el verle.

Apenas puso el pie en las calles de la metrópoli mahometana, tropezó con una porción de mujeres a quienes se podía cantar aquello de


Ponte un alfilerito
en el pañuelo, etc.
 

Una de ellas le dijo en francés:

— ¡Adiós, hermoso!

Un ministro del Sultán le convidó a comer al día siguiente.

El anfitrión, que, según era público y notorio en Constantinopla, se iba a calzar las mejores huríes del Paraíso, hizo boca con unas rajitas de salchicón de Génova y un buen trinquis de Jerez. Luego sirvieron a la par un platito de lomo y otro de judías, y el musulmán se apropió el lomo y arrimó las judías al cristiano.

En seguida tuvo el turco la galantería de enseñar al extranjero su harem. Allí vio Pedro una colección de rubias, que le hicieron santiguar de asombro. El musulmán notó su extrañeza, y le preguntó la causa.

— Es — contestó Pedro, temeroso de que el turco se viera acometido de un acceso de celos y echara mano a la charrasca— , es que yo esperaba hallar aquí jóvenes morenas, que me gustan más que las rubias.

— ¡Qué!¿No le gustan a usted las rubias?

— ¡Pehs!... No es cosa.

— ¡Ah! Pues no sabe usted lo que es bueno. Un poquito volubles suelen ser, pero donde están un copito de oro y unos ojitos azules... ¡Huy! ¡Válgame Dios!

Esta salida de pie de banco acabó de dejar al pobre Pedro más frío que un carámbano; pero le dejó aún más lo que sucesivamente fue viendo.

Vio en Constantinopla a los austeros musulmanes, no sólo comer salchichón y lomo y beber Jerez, sino también comer tocino gordo, y echarse al cuerpo cada copa de vino tinto y aguardiente que daba miedo.

Vio turcos con pantalón y frac y sombrero de copa alta, y turcas con vestido de indiana y miriñaque.

Y vio otras mil cosas, tan prosaicas y tan vulgares, que le hicieron salir más que a paso de Constantinopla, renegando hasta del zancarrón de Mahoma.

— Está visto — dijo— que en este viejo, caduco y envilecido continente no hay más que prosa. Ya voy viendo que si en él hay algún Olimpo sin fábrica de guano, ése está en mi aldea. A la virgen América me voy, que allí encontraré al fin y al cabo lo que busco. Palestina, Rusia, Italia, idos enhoramala, que no quiero visitaros, porque temo que me deis nuevos desengaños.

Al día siguiente acabó de afirmarse en esta resolución, leyendo en un periódico el anuncio de una fábrica de papel continuo que acababa de establecerse en el Cedrón.

Pedro cruzó el Mediterráneo en un buque inglés fletado para Nueva York, pero que debía hacer escala de algunos días en Londres.

Esta última circunstancia no disgustó a nuestro viajero, que se hizo esta cuenta:

— Inglaterra me ilusiona muy poco después de lo que he visto en el resto de Europa; pero la visitaremos, a ver si la circunstancia de estar aislada de este continente ha conservado en ella algún resto de poesía.

Veamos cómo va a Pedro en Inglaterra.

IX

Nuestro viajero, que llevaba consigo una buena colección de libros, recurrió a la lectura para hacer menos pesada la larga travesía desde los Dardanelos al canal de la Mancha.

Naturalmente, se fijó primero en los libros que tenían relación con el primer país en que iba a desembarcar.

Cuando llegó al estrecho de Gibraltar, cuando se acercó a las costas de España, tuvo tantos deseos de poner pie en su patria, como los había tenido de abandonarla cuando atravesó el Pirineo. Sin embargo, resistió, aquella tentación, porque ya bendecía la casualidad que le conducía a Inglaterra; ya Walter Scott, Goldmith, Moore, Shakespeare, Milton y Byron habían rejuvenecido su alma; ya se extendía sobre las islas Británicas aquella dorada nube en que sus ojos las contemplaban envueltas desde las Encartaciones; ya habían renacido todas sus esperanzas y todas sus ilusiones.

El buque entró, al fin, en el Támesis.

Pedro dirigía con avidez la vista a una y otra orilla del río, buscando la realidad de sus sueños.

En todas partes se alzaban negras columnas de humo, y en todas partes rugía el vapor y resonaba el martillo.

En todas partes las artes y la industria reinaban como absolutas señoras.

Y en todas partes hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, ricos y pobres, cooperaban a dar a la Gran Bretaña el título de reina de las artes y del comercio.

Este título, que tan bello nos parece a nosotros no debía parecer muy envidiable a Pedro, que, frunciendo cada vez más el ceño, iba por el Támesis arriba comentando cuanto se presentaba a sus ojos con estas breves palabras:

— ¡Prosa! ¡Prosa! ¡Prosa! ¡Vil metal! ¡Mezquina sed de riquezas!

Apenas desembarcó en Londres, se dedicó a recorrer aquella gran ciudad.

Habláronle de un lord escocés muy ilustrado, y se apresuró a hacerle una visita.

— ¿Qué me dice usted — le preguntó— de su paisano Walter Scott, del gran pintor de las costumbres de Escocia?

Por primera contestación, el lord le redujo a libras esterlinas el fruto que el autor de Ivanhoe había sacado de. sus inmortales poemas. Pedro lo oyó con indignación y volvió la espalda al lord.

Contáronle luego que otro escocés, avecindado en la capital y muy aficionado a perros, conservaba uno descendiente por línea recta del que acompañaba al gran novelista por las montañas de Escocia.

Pedro, lleno de alegría, fue a ver aquel ilustre animal, con ánimo de comprarle, aunque fuese a peso de oro.

Al entrar en el parque del escocés, un enorme perro salió a recibirle e hizo presa en sus pantorrillas.

— ¡Suelta, suelta, Walter Scott! — gritó al animal el perrero.

El noble can obedeció, y Pedro, lleno de desencanto, volvió pies atrás, maldiciendo de los perros descendientes del de Walter Scott y hasta de Walter Scott mismo.

Tropezó luego con un propietario de Jersey, que le manifestó contaba entre sus propiedades la casa en que se albergó Carlos II cuando el hacha de Cromwell amenazaba aún su cabeza.

La alegría de Pedro no tuvo límites.

— Envidio a usted — dijo al isleño— tan precioso tesoro.

— No debe usted envidiármelo — contestó el propietario de Jersey. He dedicado mi finca a criadero de cerdos, y los malditos animales, a fuerza de hozar los cimientos, me han arruinado el edificio.

Este nuevo desengaño puso en boca de Pedro aquella enérgica imprecación de nuestro buen Ruiz Aguilera, del autor de los Ecos Nacionales:

«¡Albión, maldita seas!»

Al día siguiente asistió a una sesión de la Cámara de los lores, y lloró como un chiquillo oyendo a lord Shark— Fellow condenar la explotación del hombre por el hombre.

La fe, que le iba abandonando, renació en su corazón, y al oír a aquel filántropo, se preparó a continuar sus investigaciones.

Dirigióse a uno de los condados, y como se presentase a su vista una gran fábrica de productos químicos, se apresuró a visitarla.

— Aquí veré — se dijo— centenares de honrados trabajadores, en cuyo rostro se reflejarán la salud y la alegría, que son la consecuencia del trabajo.

En efecto: centenares de trabajadores tenían ocupación en aquel establecimiento; pero al verlos, Pedro se estremeció de horror: la muerte estaba pintada en el rostro de aquellos infelices, cubiertos de harapos y consumidos por el hambre y por las emanaciones deletéreas que respiraban continuamente.

— ¿Cómo — preguntó nuestro viajero a su guía— , cómo esos desdichados no procuran neutralizar la nociva influencia de la atmósfera que respiran con vestidos cómodos y aseados?

— Tomaran para neutralizarla — contestó su guía— alimentos, si no delicados, bastantes a acallar el grito de su estómago...

— ¡Qué! ¿Su trabajo no les produce?...

— No les produce más que para un poco de pan negro y unas patatas.

— ¿Y quién es el inhumano dueño del establecimiento?

— El poderoso lord Shark— Fellow.

— ¡El que ayer me hizo llorar condenando la explotación del hombre por el hombre! — exclamó Pedro indignado.

— Abandonemos — añadió saliendo de la fábrica— , abandonemos las poblaciones comerciales y fabriles, donde no hay más que sed de riquezas, viles guarismos, secas y desconsoladoras matemáticas. ¡Oh! ¡Mi noble país! ¡Qué santa juventud respiras comparado con éste! ¡En ti si que existen la igualdad y la filantropía, aunque tus moradores no conocen estos nombres! Aquellos millares de padres de familia que ganan el sustento extrayendo el hierro de tus montes de Triano y carbonizando tus bortales de Rebéñiga y Labarrieta, muestran cubierta de sudor la frente, pero no muestran el semblante marchito por el hambre y la desnudez y un ambiente envenenado. Tus honrados propietarios sientan a su propia mesa al jornalero, y tus habitantes, pobres y ricos, fuertes y débiles, hacen fructificar con el sudor de su frente los campos del vecino enfermo3.

Abrumado Pedro con estas reflexiones llegó a una pobre aldea, cuyo aspecto fortaleció aún más el recuerdo de la suya.

Aquella aldea tenla también su iglesia, a la que dos sonoras campanas llamaban a los aldeanos.

El corazón de Pedro se rejuveneció, digámoslo así, con aquellos recuerdos, con aquel espectáculo, y con el toque de aquellas campanas.

Dirigióse al templo, porque tenía necesidad de orar, de levantar el corazón a Dios, y hasta de invocar al pie de los altares el nombre de su madre y el de su amada; pero de repente obscureció su rostro la tristeza. No se le había ocurrido hasta entonces que aquel templo no estaría consagrado al culto católico. Un aldeano, a quien interrogó, vino a confirmar sus sospechas; aquella iglesia pertenecía al culto anglicano.

Pedro lloró de dolor. Hubiera dado diez años de vida por poder arrodillarse en aquel instante a los pies de la Santa Virgen, cuyo altar tantas veces había adornado su madre, con rosas coronadas de lágrimas de dolor o de alegría.

Instintivamente alzó los ojos al cielo, y luego, llevando a sus labios el escapulario que le había dado su madre, le cubrió de besos y de lágrimas. Quiso alejarse del templo anglicano; pero, al fin, se decidió a entrar en él, considerando que si allí no podía desahogar el sentimiento religioso, al menos podría satisfacer el sentimiento estético.

Entre aquellos seductores fantasmas que le habían hecho abandonar el valle nativo, figuraba el sacerdote anglicano, tan bello en los libros de Goldsmith Scott.

Pedro penetró en el templo, creyendo hallar ante sus altares el delicioso trasunto del vicario de Wakefield.

La forma material del templo llenó de frío y desconsuelo su corazón. La sacrílega mano del iconoclasta había profanado sin duda aquellos altares, donde faltaba la imagen de los bienaventurados, que decora y santifica los templos católicos. Pedro volvió a su aldea los ojos del pensamiento, y recorrió con ellos los altares, a cuyo pie quizá en aquel instante oraban por él su madre y su amada. ¡Qué bella, qué consoladora, qué santa le parecía entonces la Iglesia de su aldea!

— Dios — se dijo— mostró a Jacob en forma material la escala del cielo, porque la débil inteligencia humana necesita un apoyo natural para levantar el edificio de la fe. ¡Sacrílegos innovadores de la primitiva iglesia, santificada con la sangre de los mártires y embellecida con el misterio y las tribulaciones de las catacumbas, vuestra doctrina es una monstruosa contradicción. Las imágenes que decoran los templos católicos no son más que la parábola querida de Jesús. Si conserváis la parábola en la Biblia, ¿por qué no la conserváis también en el templo? ¡Oh, madre! ¡Qué desventurada fueras si esas sencillas parábolas no te revelaran todos los días en el templo de tu aldea los misterios y la hermosura del cielo! ¡Cuando herida en tu corazón de madre vas al templo a demandar consuelos, allí encuentras una Madre Dolorosa que te comprende y te ampara, y allí encuentran también la desconsolada Virgen y el Niño desamparado una virgen y un niño que calman sus tribulaciones. Vuestra fe anima los ojos de la Virgen Madre y los del Niño que descansa en sus brazos, para que os miren con misericordia!

Así murmuraba Pedro, buscando inútilmente en el templo anglicano esas hermosas imágenes que en los templos católicos tienen voz y mirada y sonrisa para consolar al creyente.

Quiero, alma mía, evocar, a propósito de esto, un recuerdo de mi niñez. En el altar mayor de la iglesia de mi aldea se venera una imagen de la Virgen María, que tiene al Niño Jesús en sus brazos.

Mi madre, que coronada de gloria esté, me dijo un día, viéndome tratar con poca caridad a un pobre que llegó pidiendo limosna a nuestra puerta:

— Hijo de mi alma, has de saber que el Niño Jesús sonríe a los que dan limosna a los pobres y no quiere sonreír a los que se la niegan.

Un pobre llegó a nuestra puerta al día siguiente, y le di un pedazo de pan que mi padre acababa de poner en mis manos. Fui a la iglesia, y vi que el Niño Jesús me sonreía con infinito amor.

Pocos días después me pidió limosna otro pobre y se la negué, olvidando la advertencia de mi madre. Está lo supo, y me mandó que fuese a la iglesia y viese si me sonreía el Niño Jesús.

¡Hícelo así, y vi que el Niño Jesús no me sonreía!

Desde entonces siempre me quitó el pan de los labios para dárselo al pobre, y desde entonces siempre vi la sonrisa en los labios del Niño Jesús.

Pedro veía desvanecidas completamente sus ilusiones respecto a los templos anglicanos, de cuya majestad tenía la más alta idea, pero conservaba íntegras las esperanzas que los poetas y novelistas ingleses le habían hecho concebir acerca de los ministros de aquella secta.

Dirigió la vista al tabernáculo, buscando ávidamente al sacerdote, y vio que éste era un hombre, joven aún por los años, pero viejo ya por los padecimientos o las pasiones desordenadas.

Pedro, optimista por naturaleza, atribuyó a la primera de estas causas la prematura vejez del párroco.

Éste leía a la sazón uno de los más bellos pasajes de la Biblia.

Pedro, que admiraba y sabía de memoria aquel mismo pasaje, prestó atento oído a la lectura; pero muy pronto anubló la indignación su rostro, al notar que el cura anglicano cometía una profanación de que había oído hablar como muy frecuente en Inglaterra, pero que no se había atrevido a creer; la profanación consistía en suprimir unos versículos y amoldar otros al gusto de la secta reformista.

Pedro abandonó el templo escandalizado, y comparó la conducta de aquel párroco con la del de su aldea que una vez, creyendo hallar un leve yerro de imprenta en una Biblia que acababa de proporcionarse con grandes sacrificios pecuniarios, no quiso hacer uso de aquel ejemplar hasta que se cercioró de que el yerro no existía.

Los oficios habían terminado y el pueblo abandonaba la iglesia. Pedro se detuvo a la puerta de ésta para observar el efecto que aquellos actos religiosos habían hecho en el pueblo.

Figúrate cuál sería su asombro cuando vio salir al párroco dando el brazo a una mujer embarazada.

Figúrate cuál sería su asombro, cuando oyó a aquella mujer exclamar, dirigiéndose airada al cura, que por lo visto era su marido:

— ¡Tunante! ¿Me querrás negar que durante todos los oficios no has quitado los ojos de esa pícara mujer por quien tienes escandalizado al pueblo y muertos de hambre a tu mujer y tus hijos?

¡Entonces, entonces sí que se presentó a los ojos de Pedro santa y hermosa la figura del párroco de su aldea!

— ¡Bendito seas — exclamó— , bendito seas, santo ministro que representas al Señor en mi valle nativo! ¡Tus manos si que pueden alzar sobre el ara santa el cuerpo y la sangre del Cordero inmaculado! ¡Tus manos si que pueden unir las del mancebo y la virgen sin mancilla! ¡Tus labios si que pueden predicar la castidad y el amor!

Pedro se volvió inmediatamente a Londres y no quiso salir de su posada hasta que lo hizo para volverse a embarcar. Inglaterra acababa de dar al traste con el cielo que su imaginación se había forjado en Europa.

— ¡Maldita seas, Europa! — exclamó con inmensa desesperación.

Pero de repente apareció en sus labios una consoladora sonrisa y brilló en sus ojos un rayo de esperanza.

— No, no — se apresuró a añadir— , no quiero maldecirte, Europa, que allá, al otro lado de los montes Pirineos, veo, cada vez más distintamente un rinconcito del mundo que reclama mis bendiciones. Cuanto más me alejo, mejor veo aquel rinconcito y más hermoso me parece. ¡Necio de mí, Europa, que oyendo proclamar todos los días tu decrepitud y tu degradación, no creí en ellas! ¡Oh, virgen América, tierra bendita de la libertad, ábreme los brazos, que allá voy a refrescar mi corazón y a dilatar mi inteligencia!

Pedro se encontró, al fin, en las soledades del Atlántico.

X

Nuestro viajero no tuvo el gusto de admirar la majestad de los mares durante la travesía de Inglaterra a los Estados Unidos, porque una espesísima niebla se lo impidió constantemente,

Al desembarcar en Nueva York, como que entraba en un país regido por instituciones patriarcales, no tomó aquellas precauciones de seguridad que había tomado al entrar en las capitales de Europa, y he aquí que, sin saber cómo, le robaron un hermoso reloj que había comprado en Londres.

Averiguó quién era el ladrón y le citó ante la autoridad. El ladrón se las compuso con el magistrado no se sabe cómo, pero lo que sí se sabe es que se quedó con el reloj, y el magistrado condenó a Pedro al pago de las costas y a indemnizar al ladrón con una fuerte suma, de los perjuicios que moral y materialmente le había causado con su calumniosa acusación.

Si el alcalde de S... hubiera oído lo que con este motivo dijo Pedro de él, a pesar de su modestia, hubiera reventado de orgullo.

Para ahuyentar su mal humor, aquella noche se fue Pedro al teatro. Al volver a su posada, le acometieron unos hombres en una de las calles más públicas, le maltrataron y le robaron cuanto llevaba.

Al contar este percance en la fonda, le dijo el fondista:

— Pero hombre, ¿a quién se le ocurre salir de casa de noche sin un par de revólveres de seis tiros cada uno? Saliendo desarmado, claro es que le habían de robar a usted los agarrotadores.

— ¿Quiénes son los agarrotadores?

— Los que le han robado a usted; unos cuatro o cinco mil bandidos que pueblan de noche las calles de Nueva York, y agarrotan al que no les entrega cuanto lleva consigo, o no los ahuyenta a tiros.

— Pero ¿y la policía, Dios mío? ¿Y las leyes protectoras?...

— ¡Qué policía, ni qué leyes, ni qué cuernos! Las leyes represivas, o protectoras, que todo viene a ser uno, significa algo en los países que gimen bajo el yugo del despotismo; pero son, letra muerta aquí donde ¡gracias a Dios! la libertad es tan amplia y hermosa, que alcanza hasta al ladrón y al asesino.

— Si esa es la libertad — exclamó Pedro— , ¡maldita sea!

— Sí, sí — repuso el fondista— , quéjese usted, que si pasa a Boston, a Baltimore, a Nueva Orleans o cualquier otra capital de la Unión, ya verá usted lo que es bueno. Lo que pasa en nuestra ciudad es tortas y pan pintado.

Pedro se acordó de su valle nativo, como siempre que encontraba un desengaño en la tierra extranjera; recordó que en su aldea las puertas de las casas no tienen más cerradura que una taravilla; que los ganados pastan solos en los apartados valles, y que allí los bosques y los campos y las villas tienen por único guarda el séptimo mandamiento.

Mientras le preparaban al día siguiente el desayuno, pidió el New— York Herald, el periódico más afamado y respetable de la América del Norte, y leyó con asombro e indignación las siguientes líneas:

«Nuestra situación mercantil es muy lisonjera si se tiene en cuenta la grave crisis que está atravesando el comercio en ambos continentes. Únicamente puede afectar algo esta crisis a nuestro tráfico interior, si nuestros comerciantes, dejándose llevar de un pundonor demasiado meticuloso, saldan los grandes descubiertos que tienen en Francia o Inglaterra; pero si consideran que su propio interés y la prosperidad nacional les autorizan a desentenderse de esos compromisos, el comercio de la Unión no sólo tendrá cuanto necesite para el tráfico interior, sino que contará para las eventualidades con un sobrante que no bajará de cien millones de pesos fuertes»4.

Al leer estas desvergonzadas líneas, Pedro abandonó precipitadamente a Nueva York, horrorizado de la perversión moral que reinaba en aquella ciudad, y comenzó a recorrer los diferentes Estados de la Unión.

Durante esta correría, nuevos desengaños vinieron a atribular su alma y a avivar su deseo de tornar al valle nativo para vivir y morir en él.

Allí se ofreció a sus ojos, en su más repugnante aspecto la esclavitud humana, desconocida, a Dios gracias, en Europa.

Allí vio la más asquerosa idolatría, consentida y protegida por las sabias leyes del país.

Allí leyó una lista de cincuenta y tantos asesinatos perpetrados en un solo día en una sola población5.

Allí vio la navegación fluvial y las vías férreas; tan perfeccionadas, que las catástrofes en que pierden la vida doscientas o trescientas personas son tan frecuentes, que apenas llaman la atención pública.

Allí vio las calles y las plazas regadas todos los días con sangre por el fanatismo político.

Allí vio a los que aspiraban a representar al pueblo en el santuario de las leyes, anunciar en los periódicos que compraban votos a cuatro dólares cada uno, y a los electores que los vendían a cinco.

Allí, en fin, un comerciante, que le consideró una alhaja para los negocios y sospechó que tenía un capitalito decente, le propuso de buenas a primeras la mano de una hija suya de quince años, que estaba acabándose de educar en un colegio, y que, según decía su padre, era ya capaz de hacer pecar al casto José.

Y todo esto le hizo mirar con profundo horror a la República angloamericana, que lejos de parecerle una virgen rica de juventud y vida, le pareció una hedionda prostituta, cubierta de canas y arrugas antes de salir de la adolescencia.

En Boston se embarcó para la América del Sur. Cuando puso el pie en aquellas costas, y oyó que los habitantes de ellas lo saludaban en la dulce lengua de su madre, sus rodillas se doblaron y sus ojos arrasados en lágrimas, se alzaron al cielo. Allí, por fin, le abría sus santas puertas el templo católico, tan bello y consolador para los que creemos que la vida no se limita a esta masa de carne y sangre, que un soplo de Dios crea y otro soplo de Dios destruye.

Penetró en una iglesia, y allí encontraron sus ojos la Mater Dolorosa, que más de una vez había sonreído amorosamente a su madre en el templo de las Encartaciones.

Rezó y lloró y mezcló con el nombre de la Madre de Dios el de su madre y el de su amada.

¡Y al clavar sus ojos en el rostro de María, le pareció que ésta le sonreía amorosamente y extendía sobre él su manto!

¡O dulce encanto de mis ojos y de mi corazón! Bien hago en confiar a tu alma pura y creyente esta ingenua historia, cuyo fondo se compone de creencias santas y de creencias locas! El lector despreocupado no la comprendería y se reiría de ella; que para comprenderla y respetarla es menester tener el alma creyente y pura que tú tienes.

Pedro recorrió la América que aún se envanece con la lengua y la fe de Castilla, su noble madre. La América española le pareció una virgen abrumada de infortunios, pero llena aún de juventud y de fe.

Y la amó, porque era hermosa y desventurada.

— ¡Ah! — le dijo— . ¡Qué semejanza tan grande hay entre mis dolores y los tuyos, y entre tus yerros y los míos! Como yo, abandonaste a tu noble y amorosa madre para ir a buscar el paraíso de tus sueños, y el desengaño te va sumiendo, como a mí, en honda melancolía. Ambos somos el hijo pródigo que, temblando de incertidumbre y remordimiento, vuelve tímidamente los ojos al desconsolado hogar de sus padres. Ambos herimos a nuestra madre en el corazón al apartarnos de ella; pero en aquel corazón aún hay para nosotros misericordia y amor. Quizá tu orgullo, mayor que el mío, porque eres más grande y más infortunada que yo, tarde aún en rendirse; pero más tarde o más temprano, ambos iremos a apoyar la frente en el desconsolado seno de nuestra madre, para que una santa bendición caiga sobre ella.

Desde aquellas lejanas regiones parecíale a Pedro su aldea tan bella como bellos le habían parecido desde su aldea los países que había recorrido de desencanto en desencanto; pero por un resto de orgullo mal entendido o de esperanzas de realizar alguna parte de sus sueños, no estaba aún decidido a tornar al valle nativo. Las regiones australes, donde la Naturaleza conserva aún toda su virginidad, figuraban en su itinerario de viaje.

Antes de emprender éste, quiso visitar a Veracruz para saludar con una oración y una lágrima el sepulcro del anciano a quien debía sus riquezas.

Acercábase a la ciudad, y viendo un cementerio, penetró en él con el corazón palpitante y leyó las inscripciones de muchos sepulcros, hasta que encontró una que le hizo prorrumpir en llanto y doblar la rodilla; allí descansaban los restos de aquél a quien se daba su aldea el nombre de el indiano.

Sobre la losa sepulcral se veía una rosa marchita, pero cuidadosamente conservada, al pie de la rosa se leían estos versos de un poeta español:


¡Que adornen mi sepultura
las flores de mis montañas!
 

Al reparar en aquella rosa, Pedro dio un grito de sorpresa y de alegría: era la que su madre había tomado del altar de la Virgen para regalarla al indiano.

Posible es comprender, pero imposible pintar la profunda emoción con que Pedro contempló aquella rosa, que su madre había cultivado y tocado con sus manos y regado con lágrimas; que había adornado el altar de la Virgen a quien su madre y su amada rogaban por él todos los días, y que, por último, adornaba el sepulcro del anciano a quien él y su madre, y aun todos los habitantes de su valle nativo, tantas bendiciones debían.

Los versos esculpidos en la losa, que, según le dijo el guarda del cementerio, se habían puesto allí, lo mismo que la rosa, en cumplimiento de la voluntad del difunto, aquellos versos le parecían una voz que se alzaba de la tumba de su bienhechor para mandarle volver a buscar la suya en el valle donde había recibido el bautismo.

Su resolución de recorrer las regiones australes empezó a vacilar. Besó reverentemente la rosa, derramando sobre ella copiosas lágrimas y se dirigió a la ciudad, porque deseaba ver a los testamentarios del indiano, para expresarles su gratitud y la de su madre, por la religiosidad con que habían cumplido la postrera voluntad del anciano a quien acababa de dar el último adiós.

Los testamentarios le entregaron una carta llegada de España hacía muchos días. Era de su madre, que no sabiendo adónde escribirle, había sospechado que, tarde o temprano, tocaría en Veracruz. Pedro, llorando de alegría, la besó y se apresuró a leerla.

He aquí la carta, tal como era, con todas sus bellezas y defectos, que estas cosas valen más auténticas que correctas:

«Hijo de mi alma y de mi corazón: Me alegraré que al recibo de ésta, que me escribe el señor cura, dictándosela yo, no tengas novedad. Nosotros, a Dios gracias, vamos pasando. Sabrás, hijo mío, que este año se ha cogido mucho grano, mucha fruta, y mucho de todo; pero todo tiene mal gusto, aunque nos dicen los vecinos a Rosa y a mí que esas son aprensiones nuestras. La romería no ha estado este año tan divertida como otros. Las campanas de la iglesia se rompieron algo de tanto repicar en la fiesta que hicimos a la Virgen Santísima, cuando tú te fuiste para que te diera buen viaje, que desde entonces están muy roncas y parece que tocan a muerto. Todos tenemos salud, a Dios gracias, menos Rosa y yo, que desde que te fuiste no hemos tenido día bueno; nosotras decimos que será de tantos días nublados como ha habido desde entonces. Sabrás que a Rosa le ha salido un novio muy trabajador. Ella no le quiere dar la palabra; pero todos la dicen que no sea tonta, pues tú sabe Dios si volverás, y ¿a qué está una muchacha honrada sino a casarse con un hombre como Dios manda? Cuando le dicen eso de que tal vez no volverás, ella y yo nos echamos a llorar; pero rezando para que vuelvas, se nos quita la tristeza. Rosa ofreció a la Virgen de los Dolores, para que tú no la olvides, la mitad de sus trenzas; pero ya las tiene tan largas y tan hermosas como antes.

Con esto, hijo de mi alma, no te canso más. Recibirás muchas memorias del señor cura y de Rosa, que no sabe que te digo lo del novio, y de todos los vecinos, con el corazón de tu madre.— Teresa.

Postdata.— Hijo, que andes con cuidado no te dé una insolación, o te pique una serpiente, o te cojan los indios bravos, que ahí en las Indias, dicen que está una a pique de eso.»

— ¡Virgen de los Dolores — exclamó Pedro hecho un mar de lágrimas— , tened compasión de los de mi madre y de los de Rosa y de los míos! ¡Para ellas, ni pan sabroso, ni romerías alegres, ni campanas sonoras, ni sol de Dios en el cielo!... ¡Y por mí, todo por mí!... ¡Malditos sean los libros y la sabiduría, que no enseñan a amar y consolar a los que nos aman y a bendecir la tierra en que nacimos! ¡Oh, Rosa... Rosa! ¡Tal vez te habré perdido para siempre!... No, no lo permitas, Virgen Santísima; que mis culpas, por grandes que sean no merecen tan dolorosa expiación.

Desatentado, loco, dando al olvido el universo entero, Pedro se dirigió al momento al puerto y se embarcó en un buque que una hora después debía darse a la vela para España.

XI

¡Manojito de azucenas y claveles! Si las perfumadas auras de mayo te impelen una mañana hacia las Encartaciones, así que hayas dejado atrás a Balmaseda, atraviesa unos sombríos rebollares, trepa por la suave pendiente de una sierra, y párate en una campa sembrada de olorosas manzanillas. Inclina la vista al suelo y ve a apoyarte en la derruida cárcava que un día impidió al ganado entrar en la campa por el lado del Norte, y en cuya parte exterior hay una cruz de madera. Alza de repente la vista cuando te hayas colocado allí, y recorre con ella la hondonada que se extiende entre la montaña que te sustenta y las que limitan el horizonte frente por frente de ti.

Allí verás un valle cubierto de llores y verdura, sembrado de casas blancas, entre las que descuellan un palacio y una iglesia de airoso campanario; un valle cruzado de arriba abajo por una cinta de plata que lleva el nombre de río; un valle que mientras otros se agitan en febriles deseos y transforman todos los días su idioma, su traje, sus leyes y hasta su culto, él permanece tranquilo, humilde, fiel a sus tradiciones, contento, hermoso, amante a Dios y al trabajo.

Pues en aquel valle nació Pedro.

Y allí morirá también: porque hele, hele, que con la ansiedad en el alma y la respiración penosa y el corazón palpitante a la vez de temor y de alegría, trepa por la sierra; y ya se acerca a la campa.

Es una mañanita de Mayo: los cerezos y los melocotoneros, y los manzanos, y los endrinos están en flor; los mirlos y las malvices cantan en las arboledas, y las campanas repican en el blanco campanario de la iglesia parroquial del valle.

Pedro dirige la vista al valle, y sus ojos se convierten en dos fuentes de lágrimas, y sus rodillas se doblan, y sus labios rezan, confundiendo el nombre de dos mujeres con el nombre de Dios.

No, no, aquellas campanas no están roncas ni parece que tocan a muerto, que su toque es más sonoro y más alegre que nunca.

Pedro busca con la ansiosa vista una casita blanca que debe estar no lejos de la iglesia, y, al fin, descubre su rojo tejado entre un ramillete de cerezos en flor.

Y entonces llora aún más que antes, y reza con más fervor aún.

La iglesia le parece más grande y más hermosa que cuando se ausentó del valle, el río más cristalino, las arboledas más verdes y más pobladas, las llosas y las huertas más lozanas, las colinas más pintorescas, el valle todo más bendecido y amado de Dios.

Pero sus ojos, que todo lo examinan, que todo lo inquieren, que todo lo ven, no han visto una hermosa procesión que, antes de llegar él a la campa, salió de la iglesia parroquial del valle y tomó una estrada que por medio de dos hileras de endrinos en flor costea la falda de la montaña y conduce a la cumbre de ésta, a la campa de la cruz.

Ha llegado la fiesta de las rogativas de mayo, y el santo párroco que derramó el agua del bautismo sobre la frente de Pedro sube a la cumbre de la montaña, seguido de sus feligreses, para bendecir desde allí los campos de la llanura, donde el sudor de los aldeanos se ha transformado ya en flores.

Un cántico inmenso, que resuena a corta distancia, saca a Pedro de su extática contemplación. El joven presta atento oído, y la letanía de los santos le recuerda la festividad que aquel día celebra la Iglesia.

La procesión, antes oculta en las umbrías de la estrada, sale, al fin, al raso, donde se alza la cruz de madera.

Pedro dobla nuevamente la rodilla y exclama:

— ¡Señor, yo te bendigo! ¡Tu religión sale a recibir al hijo pródigo, que vuelve al hogar e sus padres purificado por el remordimiento y la contrición!... ¡Señor, yo te bendigo! ¡Que me bendiga mi madre, y que me abra sus brazos amorosos la virgen sin mancilla a quien un día dije: «¡Tú serás la santa madre de mis hijos!» ¡y otro día colmé de tribulaciones!

La bendición de los campos va a empezar, y Pedro no quiere interrumpir con su dolor ni con su alegría aquella santa ceremonia. Oculto tras de la cárcava, busca entre la multitud a su madre y a su amada.

Lo que en su corazón pasa no se puede referir; sólo se puede adivinar.

El que tenga oídos, oiga, dice el santo cantor del Apocalipsis; el que tenga corazón, adivine y sienta, dice el humilde autor de LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA.

Un grito de alegría se exhala, no del labio, sino del alma y del corazón de Pedro.

Porque Pedro acaba de descubrir a su madre y a su amada, arrodilladas ambas junto a la cruz, una al lado de la otra, unidas quizá por un mismo pesar y un mismo pensamiento, las dos con la huella del dolor en el rostro, y la melancolía honda, profunda, infinita, en los ojos.

El cabello de Teresa ha encanecido, pero su rostro respira aún más amor, más indulgencia, más resignación cristiana que en otros tiempos.

Rosa está descolorida, como las azucenas del huerto; pero en su rostro brilla la hermosura del infortunio, no la hermosura de Safo trepando a la roca de Léucades, sino la de la virgen cristiana saliendo a coger en el circo la palma de los mártires.

La santa ceremonia termina, repitiendo el pueblo las palabras del sacerdote.

Entonces Pedro se dirige hacia la cruz, y arrodillándose a los pies del sacerdote, exclama:

— ¡Señor, purificadme con vuestra bendición, para que sea digno de volver a los brazos de mi madre!

El anciano párroco sorpréndese un momento; pero en seguida derrama sobre la cabeza del joven el agua bendita con que acaba de purificar los campos, y dice:

— ¡En el nombre de Dios, yo te bendigo!

— ¡En el nombre de Dios, yo te bendigo! — repitieron todos los habitantes del valle.

Y entonces Pedro, purificado por aquella bendición, vuela a los brazos de su madre y a los de Rosa, que se lanzaban desaladas a su encuentro.

No hay allí un corazón que no palpite de alegría; que hasta la siente aquel honrado joven que ha buscado inútilmente el amor de Rosa.

XII

¡Manojito de azucenas y claveles! Si las auras te impelen a las Encartaciones y pasas por S..., verás lo siguiente, bajo el hermoso emparrado que hay a la puerta de la casa de Teresa:

Una anciana y una joven, radiantes de salud y de alegría, abandonando de cuando en cuando su labor para contenerse a besos a una niña de seis años, que aprende a su lado a hacer dobladillo.

Y un hermoso joven, vestido al uso del país, con el rostro algo tostado por el sol y las manos algo encallecidas por la azada, que tiene sobre sus rodillas a un niño de tres años, rubio como el maíz y colorado como la rosa.

Si preguntas a aquel joven quiénes son las mujeres que cosen bajo el emparrado, te contestará sonriendo:

— ¡La santa abuela y la santa madre de mis hijos!

Y en seguida tornará a su ímproba tarea de grabar en la memoria del serafín que se agita en sus rodillas estos versos del difunto Lista, a quien Dios haya coronado de gloria:


¡Feliz el que nunca ha visto
más río que el de su patria,
y duerme anciano a la sombra
do pequeñuelo jugaba!


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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