El Desarreglo del Mundo

Antonio de Trueba


Cuento



Cuento popular recogido en Vizcaya

I

Cuando Cristo y San Pedro andaban por el mundo, el mundo estaba casi tan desarreglado como ahora, que es cuanto se puede decir, para probar que ya entonces los hombres y las mujeres eran hijos de Adán y Eva.

Cristo había enviado á los Apóstoles á predicar su doctrina en diferentes regiones de la tierra, y sólo había conservado á su lado, como secretario y consejero, á San Pedro, que, aunque era un viejo muy regañón, como todos los viejos, era muy santo y sabía mucho; y Cristo le consultaba con frecuencia, teniendo muy presente aquello de que «más sabe el diablo por viejo que por diablo.»

Un día recibió Cristo carta de Santiago, que era el Apóstol que había enviado á España, y en ella le decía que no las tenía todas consigo con los españoles, porque eran gente que echaba á perder todas las buenas cualidades con que nacían, con los defectos que conforme iban creciendo iban adquiriendo; pongo por ejemplo, el defecto de creer que no había en el mundo con ser mundo, tierra más fértil, rica y herniosa que la de España, ni hombres más valientes, gallardos y talentudos que los españoles; ni mujeres más hermosas, sandungueras y discretas que las españolas; ni pueblo más noble y bien hablado y gobernable que el español.

Cristo se puso de muy mal humor cuando recibió esta carta, porque, lo que él decía:

—Siendo los españoles tales como Santiago me los pinta, el pobre se va á ver negro con ellos para traerlos á verdadero mandamiento. Hasta que el que los predica no sea español para que le traten, pongo por caso, de franchute ó sabe Dios de qué, y no le hagan caso, y si viene á mano, la echen á la navaja cuando quiera hacer uso de la autoridad que yo le he dado, y dejen sus sermones por una corrida de loros ó novillos, y cuando les hable del cielo y las delicias que allí se gozan, le salgan con la pata de gallo de que no puede haber cielo ni delicias como el cielo y las delicias de su tierra.

Diciendo y pensando así, el divino Maestro llamó á San Pedro y le dijo:

—Amado Pedro, me han puesto de muy mal humor las noticias que acabo de recibir de Santiago, el que fué á España.

—Pues, ¿qué pasa por allí, mi querido Maestro?

—Que el pobre Santiago se va á ver muy mal con aquella gente, y particularmente con la de la parte de Aragón, Navarra y Cataluña, que, siendo más buena que el pan candeal, lo echa todo á perder con su terquedad y sus opiniones políticas extremadas...

—¿Quiere usted, señor Maestro, que le dé un consejo para que Santiago haga lo que le dé la gana de aquella gente?

—¡Pues no he de querer, hombre!

—Pues mande usted por allá á su señora madre, que en cuanto se plante, verbo y gracia, en Zaragoza, Santiago tendrá en ella un firmísimo pilar para levantar su gran obra.

—Es una excelente idea, que no echaré en saco roto; pero te aseguro, amado Pedro, que me han puesto de muy mal humor las noticias que me da Santiago.

—Pues lo que debe usted hacer, señor Maestro, para echar al diablo el mal humor, es emprender un viajecillo por Palestina y así matará dos pájaros de una pedrada: se distraerá, y al mismo tiempo, como quien no quiere la cosa, arreglará un poco el mundo, donde todo está patas arriba, sin exceptuar á este rinconcillo de él á pesar de que los Profetas le han designado para el cumplimiento de los más altos destinos de la humanidad.

A Cristo le pareció que San Pedro hablaba como un santo, y pocas horas después emprendieron ambos el viaje, con un pié delante y otro detrás, y sin más equipaje que sendos báculos con que apoyarse y ahuyentar á los perros, un libro verde que llevaba San Pedro, y unas alforjas que hubieran escandalizado á todo español con no ir provistas de la consabida bota.

II

Caminaban Cristo y San. Pedro riberica del Jordán adelante, aquí parándose á conversar con los chiquitos que iban á la escuela, pues el Maestro era muy chiquillero, más allá deteniéndose á charlar un rato con los que trabajaban en las heredades, pues al Maestro se le iban los ojos tras los que tenían sudorosa la frente, y acullá haciendo dos cuartos de lo mismo con las-mujeres que peleaban con sus chiquitines ó les daban la teta, porque otra de las aficiones del Maestro eran las madres extremosas con sus hijos; y viendo á un labrador ocupado en cerrar con un seto de espadaña una heredad, cuya mies empezaba á brotar de la tierra con lozanía extraordinaria, se detuvieron á saludarle y conversar con él.

—¿Qué es lo que está usted haciendo, hombre?—le preguntó Cristo.

—Ya lo ve usted—contestó el labrador—cerrar esta heredad para que el ganado no entre en ella y me coma lo que he sembrado.

—Pero, hombre, ¿no considera usted que ese seto no va á durar más que lo que tarde el sol en secar la espadaña con que usted le teje? Dentro de quince días ya le tiene usted como una yesca, con el calorazo que hace.

—¿Quince días? Con tal que dure ocho me basta y sobra.

—¿Por qué, hombre?

—Porque anoche tuve aviso de Dios de que he de morir dentro de siete días. Es una gran cosa lo que sucede en esta comarca, donde, como ustedes sabrán, todo hombre ó mujer oye antes de morir una voz que le dice: «Dentro de siete días morirás»; porque así no necesita uno matarse á trabajar para que los que vengan detrás se regodeen con lo que uno ha trabajado.

—¿Sabe usted, señor Maestro—exclamó San Pedro—que el hombre éste tiene guapo concepto del fin con que Dios anuncia á las gentes de esta comarca cuando van á morir?

—Sí, ya veo que este hombre desconoce ese fin, reducido, no, como supone mezquinamente, á ahorrar á las gentes algunos días de trabajo de que no han de disfrutar, sino á que se dispongan á bien morir. ¿Usted cree—añadió Cristo, dirigiéndose al labrador—que el hombre no tiene en la vida deberes más que para consigo propio? Pues si lo cree, se engaña de medio á medio, Los tiene para consigo propio, pero los tiene también para con sus hijos y sucesores, y áun para con la humanidad entera, de que forma parte. ¡Bueno estaría el mundo si nadie plantara árbol cuyo fruto no estuviera seguro de cosechar!

—Pues yo siempre he oído decir que en muriéndose uno, campana por gaita.

—Pero ha oído usted un disparate, ó al menos entiende disparatadamente el dicho. Así como la vida de usted es continuación de la de su padre, la de su hijo sera continuación de la de usted, y de este modo la vida de la humanidad constituye una sola vida, para cuyo bien están obligados á trabajar todos los que la humanidad constituyen.

—Señor, todo eso será mucha verdad y estará divinamente dicho; pero á mí no me convencerá nadie de que, sabiendo que voy á morir dentro de siete días, debo echar los hígados cerrando esta heredad con un seto que dure más de lo que yo he de vivir. Cuando yo esté comido de gusanos, ¿qué jinojo me ha de importar á mí que el ganado entre ó deje de entrar á comerse lo que aquí haya sembrado?

—Señor Maestro—salló San Pedro, faltándole ya la paciencia para oir las barbaridades del labrador—da ira oir las majaderías de ese palurdo. Déjese usted de predicarle, que sacará lo que el negro del sermón; porque ese hombre, por lo visto, es incapaz hasta de sacramentos. ¡Jesús, qué hombre tan negado!

—¡Ay, amado Pedro—respondió Cristo con tristeza—este hombre es el hombre en general ¡Así está el mundo tan desarreglado!

—Pues es necesario que usted le arregle un poco.

—Haré cuanto pueda para arreglarle, aunque para ello tenga que verter toda la sangre de mis venas. Apunta, Pedro, en el libro verde este defecto del mundo, y continuemos nuestra jornada.

San Pedro apuntó en el libro verde, y él y el divino Maestro continuaron riberica del Jordán adelante.

III

Hacía un calor de doscientos mil de á caballo, y tanto Cristo como San Pedro sudaban el kilo, é iban, como quien dice, con un palmo de lengua fuera.

—¡Esto es asarse vivo, señor Maestro!—exclamó San Pedro.

—Es verdad, amado Pedro—contestó el Maestro;—pero tengamos un poco de paciencia, que al pie de aquellos frondosos árboles que se alzan junto á aquella casería debe haber una fuente, y allí refrescaremos y descansaremos á la sombra.

Al acercarse Cristo y San Pedro á la arboledita, vieron que un hombre ya maduro estaba retozando con una doncellica muy guapa, mientras el cántaro de la doncellica se llenaba en una fuentecilla que, en efecto, había allí.

El hombre suspendió el retozo al ver á los viajeros, y la doncellica, encendida como la grana y con los ojos bajos, se puso el cántaro en la cabeza, aunque no estaba acabado de llenar, y desapareció camino de otra casería más lejana.

—¿No le da á usted vergüenza—dijo San Pedro al hombre—ponerse á retozar con una chica que pudiera ser hija suya, siendo usted un hombre con más barbas que un chivo? ¿Qué, acaso piensa usted casarse con ella?

—No, señor.

—Pues no haría usted nada de más, si ella quiere, habiéndose tomado con ella esas-libertades.

—Es que no puedo casarme con ella, porque soy casado.

—¡Casado y retozando con las chicas!—exclamó San Pedro, cada vez más indignado.—Y luego cogerá usted el cielo con las manos si su mujer llega á saberlo, y, para pagarle á usted en la misma moneda, se va por ahí á picos pardos.

—De eso no tenemos miedo los casados de esta comarca.

—¿Por qué, hombre?

—¿Qué, no saben ustedes lo que por aquí pasa tocante á eso? Bien se conoce que son ustedes forasteros. Pues lo que pasa es que, así como en la comarca que precede á ésta Dios ha hecho á las gentes la gracia de avisarles la muerte con siete días de anticipación, en ésta nos ha hecho á los casados la de que á las mujeres, en cuanto se casen, no les gusten más hombres que su marido.

—¿Usted tiene ganas de chungarse con nosotros, haciéndonos comulgar con ruedas de molino?

—Ese hombre, amado Pedro, dice en eso la verdad—interrumpió el Maestro á San Pedro.—En estas comarcas de las riberas del Jordán hay singularidades providenciales, que parecen increíbles, como las que vamos viendo, y otras que veremos conforme vayamos caminando.

—Pues, francamente, señor Maestro, esas singularidades tendrán su pro, pero también tienen su contra, y me parece á mí que conviene apuntarlas todas en el libro verde para que las tenga usted en cuenta al arreglar un poquito el mundo, y vea si conviene conservarlas ó echarlas al diantre.

—Las tendré en cuenta, amado Pedro.

—Entretanto, señor Maestro, no estará de más que á este hombre le eche usted una buena peluca por su conducta para con su pobre mujer. Aquí quisiera yo ver á mi amigo y compañero San Pablo...

—Amado Pedro, á ese hombre diría Pablo lo que de mí va á oir. Compañera y no esclava—continuó Cristo, dirigiéndose al hombre—le dieron á usted ante el altar, y una sola carne y un solo hueso son usted, y ella. Amela usted y séale fiel, que, si así no lo hiciere, su lecho será de espinas, y bajara usted al sepulcro sin posteridad que le llore y bendiga.

Así habló Cristo al hombre casado que gustaba de retozar con las chicas, prevalido de que en aquella comarca á las mujeres, en casándose, no les gustaban más hombres que su marido.

Y mientras el hombre se encaminaba á su morada, en cuyo umbral le esperaba amorosa su consorte, Cristo y San Pedro continuaron riberica del Jordán adelante.

IV

Cristo y San Pedro caminaban admirándose y lastimándose de que en la nueva comarca por donde iban, á pesar de estar todos los collados cubiertos de lozanas viñas, éstas yaciesen sin podar ni cavar, como si careciesen de dueño.

En una de ellas, que estaba en un collado á cuyo pie pasaba el camino, vieron á un hombre cogiendo algunos racimos. La sed angustiaba á Cristo y á San Pedro, porque el calor era grande y no encontraban fuente alguna á su paso.

—Buen hombre—dijóle San Pedro—haga usted el favor de darnos un racimillo de esos para mojar la boca; que así el Maestro como yo vamos rabiando de sed.

—Oro molido que fuera—contestó el hombre descendiendo del collado al camino;—pero es el caso que estas uvas son tales, que ni valen para los de la vista baja.

Y así diciendo, alargó á cada viajero el mejor; racimo que encontró entre los que había cogido, que todos eran ruines y faltos de madure .

San Pedro probó las uvas é hizo un gesto, diciendo;

—En verdad que las uvas de ese collado no justifican aquello de Dachus ama ; calles.

—Pues lo mismo sucede en las de todos los-collados de esta comarca.

—¿Y en qué consiste eso?

—En que no se podan ni cavan las viñas.

—Pues entonces, ¿el vino que aquí se haga sabrá á demonios?

—No se hace vino ninguno.

—¿Y cómo es eso, hombre?

—Yo les diré á ustedes. Aquí había muchas: viñas: se gobernaban muy bien y se hacía un vino excelente; pero hace dos ó tres años se descubrió una cosa muy rara: que en un bosque, donde, por lo visto, nunca había penetrado persona humana, se descubrieron dos fuentes que en lugar de manar agua, manan vino...

—No tiene usted mal vino!

—Lo que ustedes oyen.

—Vaya, vaya, ¿usted cree que nosotros venimos de arar?

—Vengan ustedes de donde vengan, yo les aseguro que lo que les digo es el Evangelio. Una de las fuentes mana vino blanco, y la otra vino tinto.

—Hombre, cuénteselo usted á su abuela, y no nos venga á nosotros con embustes.

—No hay embustes que valgan; y en prueba de ello, aquí tienen ustedes una botellita del tinto que acabo de coger y no me dejará mentir. Pruébenlo ustedes, y verán si ando ó no con embustes.

Así diciendo, el hombre sacó del bolsillo interior del chaquetón una botella y se la alargó á San Pedro.

Cristo y San Pedro probaron su contenido, y convinieron en que era un vino de mesa tan superior, que si los franceses le cogieran y le arreglaran con cuatro porquerías, hasta Champagne de cincuenta años y cincuenta reales la botella, liarían con él.

—¡Pues no tienen ustedes mala viña con tales fuentes!—exclamó San Pedro.—De modo y manera que aquí, estando tan barato el vino, ¿no habrá hombre ni mujer que no sea un mosquito?

—Naturalmente.

—¿No le parece á usted, señor Maestro, que-tienen una ganga los de esta comarca?

—Lo que tienen, amado Pedro, es una perdición. Apunta en el libro verde singularidad tan peregrina.

San Pedro obedeció al Maestro, y éste continuó, dirigiéndose al hombre:

—Pode usted y cave las viñas, y aconseje á sus vecinos que hagan lo mismo. El pan y el vino que se obtienen regando la tierra con sudor de la frente son los más sabrosos y sanos para el cuerpo y para el alma.

El hombre no se atrevió á disentir de esta, opinión del viajero; pero tampoco se atrevió á asentir á ella, porque aquel hombre era de la misma naturaleza del que cercaba su heredad con espadaña y del que retozaba con doncellicas.

Y mientras quedaba buscando luz para ver y distinguir la verdad entre lo que pensaba el viajero y lo que él pensaba, Cristo y San Pedro continuaron riberica del Jordán adelante.

V

Así fueron Cristo y San Pedro recorriendo toda la tierra de Palestina para inquirir los desarreglos del mundo, y una vez inquiridos proceder á su arreglo, porque Cristo estaba autorizado por su señor Padre para proceder á tan santa y útil tarea.

Cuando regresaron á Jerusalén, Cristo, asistido de San Pedro, dió principio al arreglo.

—Suprimamos—le aconsejó San Pedro—el anuncio de la muerte con siete días de anticipación, para que hombres y mujeres, no sabiendo cuándo han de morir, no sepan tampoco que trabajan, como dijo el otro, para el obispo.

Y la supresión primera quedó hecha por Cristo.

—Suprimamos—le añadió San Pedro—el aborrecimiento de las mujeres casadas á todos los hombres, menos á su marido, para que los hombres casados, prevalidos de esto, no retocen con las doncellas.

Y por Cristo quedó hecha la supresión segunda.

—Suprimamos—continuó San Pedro—las fuentes que manan vino en lugar de agua, para que las gentes de la comarca donde esto sucede no estén siempre como cubas y dejen perder las viñas que embellecen sus collados, por no podarlas ni cavarlas.

Y por Cristo hecha quedó también la supresión tercera..

Y así Cristo, por consejo de San Pedro, conforme con su opinión, continuó haciendo supresiones por espacio de seis días, hasta que el séptimo descansó, persuadido de que había remediado hasta donde era posible el desarreglo del mundo.

Y de este arreglo San Pedro estaba tan satisfecho y contento, que hasta más de una vez, pensando en lo alegres y hermosos que estarían los collados de la comarca donde las viñas se habían vuelto á podar y cavar, se le oyó cantar aquello de


Mi amado tiene una viña
En un collado muy fértil.


Pero he aquí que un día le asaltaron dudas de que hubiera surtido el efecto deseado el arreglo que el Maestro había hecho de aquella parte del mundo, que ambos habían recorrido, encontrándolo en ella todo patas arriba, y envió inspectores inteligentes y fidedignos, que averiguaran la verdad y tornasen á decírsela.

Y los inspectores tornaron, trayendo estas tristes nuevas:

Desde que á las gentes de la primera comarca que Cristo y San Pedro habían visitado, la muerte no les era anunciada con anticipación, morían todas sin hacer testamento, y la comarca era hervidero de pleitos, donde jueces y escribanos se comían la hacienda de los muertos y los vivos.

Desde que en la segunda comarca las mujeres casadas habían dejado de aborrecer á todos los hombres, menos á sus maridos, los casados bramaban de celos, y, con razón ó sin ella, molían á palos á sus mujeres, sin acordarse de que eran carne de su carne y hueso de su hueso, y los solteros, mirándose en aquel espejo, no querían ni á tiros ponerse la casaca.

Desde que en la tercera comarca las fuentes de vino se habían vuelto fuentes de agua, el viñedo que antes se limitaba á los collados, se había extendido á las vegas, donde ya no se cogía trigo, ni maíz, ni nada más que vinazo y más vinazo, y de aquí resultaba que la gente moría de hambre por falta de pan, y reventaba de borracha por sobra de vino.

Y así, poco más ó menos, sucedía en todas las demás comarcas que Cristo y San Pedro habían recorrido; de modo que, según los inspectores, todo estaba en ellas patas arriba.

El divino Maestro escuchó estos tristes informes sumido en profundo y melancólico silencio; mas no así San Pedro, que, desesperando ya de ver arreglado el mundo, se llevó las manos á la cabeza, buscando inútilmente en ella algo que arrancarse, y exclamó con inmenso dolor:

—Está visto que esto... ni Cristo lo arregla.


Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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