I
Dos personas han dicho que el estilo es el hombre. Como tengo poca memoria y menos erudición, no estoy seguro de que fuese Buffón una de esas personas, pero sí lo estoy de que la otra fué un guardia civil.
Soy ya hombre casado, y por consiguiente no me hallo en estado de merecer; pero si me hallara, me guardaría muy bien de sacar á relucir la máxima de aquellos señores, porque ¿qué idea formarían de mí las muchachas que juzgasen de mis merecimientos por mi estilo desaliñado y vulgar?
En obsequio á mi señora esposa, digo públicamente que en mí el estilo es el hombre. Hecha esta confesión, no hay miedo de que ninguna de mis lectoras se enamore de mí. ¡Qué ganga, querida esposa, tienes en el estilo y en la franqueza de tu marido!
Pero echemos noramala esta maldita propensión que uno tiene á irse á la broma, y hablemos con un poco más de formalidad.
Tres cosas hay en el mundo cuya fisonomía es única: la letra, la cara y el alma. «Fulano, decimos, se parece á Zutano», y hacemos bien en decir que se parece, porque si dijésemos que es idéntico, faltariamos á la verdad.
Cualquiera de estas tres cosas, en el hecho de ser únicas, sirvo para identificar á la persona y no lo ignora la policía, que sabe muy bien poner una pluma en la mano de aquél á quien sospecha autor del documento falso que posee, y sabe proveerse del retrato fotográfico del criminal á quien cree capaz de tomar las de Villadiego: pero ¿cómo se identifica la persona por medio del alma? ¿Cómo se obtiene un retrato fotográfico del alma que pueda servir de punto de comparación?
Si el estilo es el hombre, habremos de convenir en que ya pareció aquello. Verdad es que los estilos se falsifican como se falsifica todo, empezando por el amor, que siendo emanación divina y quinta esencia del alma debiera ser mucho más sagrado que los billetes de Banco, que hasta no ha mucho decían: «Pena de muerte al falsificador»; pero el observador un poco diestro distingue muy pronto el estilo falso del verdadero; porque el estilo es el alma, y el alma es una de las tres cosas cuya fisonomía es única.
Repitamos, pues, que en el mundo no hay dos letras, ni dos caras, ni dos almas iguales, aunque hay muchas parecidas, y adelante con nuestro cuento.
No sé por qué llamo cuento á lo que voy á contar, pues es tanta verdad, que los órganos de Mostoles, os decir, los corresponsales de los periódicos madrileños en aquella villa, dieron cuenta del suceso á su debido tiempo con todos sus pelos y señales.
Una mañana llamó el cartero á raí puerta y me entregó una carta de Navalcarnero, que está á cinco leguas de Madrid. Apenas leí esta carta, cogí un número de un periódico literario, monté en el primer jamelgo de alquiler que encontré á mano, y tomé apresuradamente el camino de Navalcarnero.
A las tres leguas de viaje, es decir, al pasar por Móstoles, un cabo de la Guardia civil, comandante del puesto de aquella villa, que estaba leyendo á la puerta de su cuartel, interrumpió la lectura guardándose el libro en el bolsillo, y me atajó el paso preguntándome cortesmente:
—Caballero, ¿tiene usted la bondad de enseñarme la cédula de vecindad ó el pasaporte?
—Hombre—le contesté—he salido tan precipitadamente de Madrid, que no me he acordado de echar ni o en la cartera la cédula de vecindad.
—¿Con que ha salido usted precipitadamente, eh?—me preguntó un guardia, observándome con desconfianza.
—Sí, señor.
—Ya se lo conoce á usted, que lleva usted la fisonomía como alterada y descompuesta.
En efecto, mi fisonomía debía estar muy alterada, tan alterada como la de aquel que ha cometido un crimen y va huyendo de la justicia, ó la de aquel que ha recibido la noticia de que su madre está espirando y ya á recoger su último suspiro. La carta que me había obligado á ponerme en camino no era para menos.
—Caballero—añadió el guardia,—usted me ha de dispensar, pero me veo en la necesidad de detenerle á usted.
—¡Detenerme!—exclame espantado.
—Sí, señor—contestó el guardia, á quien este espanto infundió nuevas sospechas,—mi obligación es esa.
Entonces eché pie á tierra.
—Mire usted que me interesa muchísimo continuar sin detención alguna mi camino.
—Lo siento, pero también á mí me interesa cumplir con mi deber. ¿Tiene usted aquí alguna persona que le conozca?
—No, señor; pero soy un hombre bastante conocido, y tal vez usted mismo conozca mi nombre.
—¿Como es su gracia de usted?
—Antonio de Trueba
—¿El escritor?
—Sí, señor.
—Conozco los escritos de ese señor, y me gustan mucho.
—No será por su mérito literario.
—Pues á mí me gustan, porque en ellos se llama al pan pan y al vino vino, y porque son muy morales, lo cual no es ningún grano de anís para ningún individuo de la Guardia civil, encargada de velar por la moral pública. Pero dejémonos de conversación, y entre usted en el cuartel para que vuelva á Madrid con una pareja de guardias.
Mi terror subió de punto al oir esto.
—Pero ¿usted duda que yo sea Antonio de Trueba?
—No dudo, estoy seguro de que usted no lo es, de que usted usurpa su nombre.
—¿Y en qué se funda usted?
—En que apenas hay escritor que no alabe sus propias obras, y usted no sólo no alaba las que supone ser suyas, sino que habla mal de ellas.
¡Pero, hombre, por María Santísima! La modestia...
—¡Qué modestia ni qué calabazas! Ya no se usa la modestia.
Consideré que meterme en discusiones sobre la modestia literaria con el guardia civil era perder tiempo, y traté de salir del atolladero por otro camino.
—Pero, vamos, ¿qué es lo que necesito hacer para que usted me deje continuar mi viaje?
—Identificar su persona.
—¿Es decir, que si pruebo que soy el escritor cuyas obras conoce usted, se dará usted por satisfecho?
—Tanto que tendré á mucha honra el que me permita usted estrecharle la mano.
—¿Y por qué?
—Porque ese escritor es hombre de bien.
—¿Y quién se lo ha dicho á usted?
—Su estilo. El estilo es el hombre.
Esta contestación me hizo desistir de mi propósito de rehuir toda cuestión literaria con el guardia.
El guardia sacó del bolsillo la primera edición de los CUENTOS CAMPESINOS, de que soy humilde autor, y añadió:
—El estilo de este libro no puede engañarme.
—¡Pero también es fuerte cosa que ese libro este escrito por mí y haya de dudar usted!...
—Si el libro estuviera escrito de puño y letra del autor, probaría usted la identidad de la persona con escribir una sola palabra; pero como está en letra de molde, no hay que pensar en tal prueba.
—Pues oiga usted, me ocurro una cosa.
—¿Cuál?
—Si no puede usted comparar mi letra, quizá pueda comparar mi estilo.
—Tiene usted mil razones. Entre usted en esa piececita, y escriba un cuentecillo.
—¡Sí, para cuentos estoy yo ahora!
—Pues si no—replicó el guardia, volviendo á su desconfianza al ver esta resistencia mía—vuelve usted á Madrid escoltado por una de las parejas que han salido á hacer el servicio, y estoy esperando de un momento á otro.
Esta amenaza volvió á estremecerme. Pensé que muchas veces he escrito cuentos con el alma quizá más angustiada é inquieta que entonces la tenía, y me decidí á probar quién era el hombre; pero en aquel instante se me ocurrió, una idea, que no sé por qué no me había ocurrido antes, y quise ver si con ella salía del paso.
—¿Dice usted que el estilo es el hombre?
—Sí que lo digo, y lo sostengo.
—Pues entonces vea usted si el hombre que tiene delante y el estilo del libro que tiene en la mano son una misma cosa.
El guardia reflexionó un momento, como aquel que mentalmente ve algo, pero lo ve turbio, y me contestó:
—Esa es una callejuela por donde se quiere usted escapar; pero á mí no me venga usted con lilailas. El estilo es el hombre, pero no el hombre físico: el estilo es el hombre moral...
—¡Bah! ¡bah! Déjese usted de metafísicas—le repliqué—que yo soy poco aficionado á ellas.
Y metiéndome en el cuartelillo, escribí el cuento siguiente, que media hora después leía el guardia.
II
«Navalcarnero es una de las poblaciones de la provincia de Madrid que más me agradan por su situación, por su policía, por sus buenos edificios y por su vecindario. Situada en una altura que domina casi toda la provincia, puedo calcularse el espectáculo que se ofrecerá á los ojos del que sube á la altísima torro de la hermosa iglesia parroquial de la villa, y más sí se añade que desde allí, si no estoy equivocado, se descubran cinco provincias, que son la de Madrid, la de Segovia, la de Guadalajara, la de Toledo y lado Cuenca.
Prisionero en Madrid casi toda mi vida, es para mí felicidad muy grande la de poder abandonar por algunos días la prisión donde tantas esperanzas han nacido y han muerto en mi corazón.
Una vez conseguí quebrantar esta prisión, y vagando por las lomas que limitan el horizonte por el Poniente de Madrid, ví allá á lo lejos, hacia donde el sol iba declinando, una colina coronada por una población, en la que se alzaba un altísimo campanario.
—¿Qué pueblo es aquél que domina toda la llanura de Madrid?—pregunté.
—Navalcarnero—me contestaron.
Este prosáico nombre me disgustó; pero la poesía de aquella hermosa torre que, iluminada por los últimos rayos del sol y realzada por el misterio de todo lo lejano, parecía la de una gran basílica, pudo más que la vulgaridad del nombre que acababa de resonar á mi oído, y caminando, caminando, primero á la luz del crepúsculo y luego á la luz de la luna, llegue á Naval carnero.
Al entrar en la villa, recordé que en ella habitaba una familia á quien yo había prestado un servicio poco costoso para mí, pero muy importante para ella.
A la puerta del Consejo provincial ví un día á una pobre lugareña llorando desconsolada, y como le preguntase la causa de su llanto, me dijo que su único hijo había sido declarado soldado, á pesar de que la ley lo eximía en el concepto de hijo de viuda pobre que mantenía á su madre con el producto de su trabajo.
—Tranquilícese usted—la dije,—que si en el pueblo han cometido con su hijo de usted una injusticia, el Consejo provincial la reparará
—¡Ay, señor! Eso sería si hubiese quien supiese explicar al Consejo la razón que nos asiste.
—Usted misma ó su hijo pueden explicársela.
—¡Qué hemos de explicar, señor, si el chico y yo nos quedaremos cortados delante de los señores, y á quien ciarán la razón será á un abogado que viene con el mozo que se libra yendo soldado mi hijo! ¡Ay señor! ¡Teniendo dos hijos, me quedaré sin ninguno, porque el uno se me marchó y el otro me le llevan!
La aflicción de aquella pobre mujer me conmovió, y á pesar de mi falta de serenidad y elocuencia para hablar ante ningún tribunal, me ofrecí á defender á su hijo ante el Consejo.
La anciana aceptó mi ofrecimiento llorando de consuelo y gratitud. La razón que asistía á su hijo era tal, que á pesar de sustentarla yo y de combatirla un abogado capaz de probar que dos y dos son cinco, el Consejo la reconoció y declaró libro al hijo de la viuda.
Ni aún tuve el sentimiento de ver llorar á la madre del mozo que debía sustituirle, porque aquel mozo, que se llamaba Angel, y que me pareció un excelente muchacho, puso un sustituto y volvió al pueblo con mi defendido.
Al llegar, pues, á Navalcarnero, pregunté por la señora Claudia, que así se llamaba la mujer que ví llorar á la puerta del Consejo provincial, y fuí á verla, no para pedirle hospitalidad, sino para que me indicase alguna casa donde pudiera hospedarme.
Claudia y Juan, su hijo, se llenaron de alegría al verme, y no consintieron que me fuese de su casa
—¡Pues no faltaba más!—dijo la señora Claudia.—Lo que yo siento es no tener el palacio de Isabel II para recibirlo á usted; pero si la casa es pobre, la voluntad es rica, y ya buscaremos medios de que usted esté contento. Ustedes los de Madrid tienen muchas cosas buenas, pero no una que yo tengo y le gustará á usted mucho, que es un huerto lleno de flores y árboles cargados de fruta.
—El palacio de Isabel II—contestó—no me complacería tanto como un huerto así. Uno de los sueños dorados de casi toda mi vida es tener una casita y detrás de ella un huertecito lleno de flores y frutales.
—Pues para tener eso no se necesita ser muy rico.
—Pero se necesita no ser escritor.
—No lo entiendo á usted.
—Pues yo sí le entiendo, madre—dijo Juan.—Tiene razón D. Antonio, que en. España, aunque uno escriba bien, gana muy poco dinero. Aunque me esté mal el decirlo, yo escribo tan bien como el primero, pues el mismo señor juez dijo el otro día que tengo una letra muy gallarda, y con todo eso en el Juzgado no me pagan más que á real el pliego.
—¡Calla, calla y no seas tonto! ¿Qué tiene que ver lo que tú escribes con lo que escriben los señores que sacan libras?
—No hay más diferencia que ellos saben ditar y yo no.
—¡Pues no es nada lo del ojo!
—De forma, madre, que cada uno tenemos nuestra cencia. ¿No es verdad, D. Antonio?
—Sí que lo es, Juan, y sobre todo, tiene ciencia el que, como tú, trabaja sin descanso para atender á su madre.
—En cuanto á eso, sí, señor; mi hijo es de lo que no hay. El no ha salido tan despejado ni tan fino como su hermano Pepe; pero en cambio no ha abandonado á su madre como aquel cabeza de chorlito, que se empeñó en irse á la Habana ó no sé dónde, y problablemente el pobrecito habrá perecido en la mar, pues no hemos vuelto á saber de él... Pero á todo esto, no nos acordamos de que usted querrá cenar y descansar, que vendrá molido de la diligencia.
—De la diligencia, no señora; he venido á pie.
—¿Es posible? ¿Y cómo se ha atrevido usted...
—Me agrada mucho recorrer los campos, deteniéndome ahora en este cerro, bajando luego á aquel vallecito, cogiendo aquí unas flores, dibujando allí un árbol ó un paisaje...
—Es verdad que eso divierte mucho.
—A ustedes los divertirá—replicó Juan,—que á mí maldita la cosa me divierte.
—¡Ya! Si todos fuéramos tan animalotes como tú, que sólo te diviertes comiendo, y bebiendo, y fumando, y retozando con las mozas...
—Es que eso es lo positivo.
—¡Hum!., ¡Mal haya, vuestro positivo!..Le aseguro á usted, D. Antonio, que no sé á quién ha salido este muchacho. Su hermano, mi pobre Pepe, dejaba todas las diversiones del mundo por juntarse con gente fina, por leer un buen libro ó por oir una buena música. Su padre que esté en gloria, no tenía mayor gusto que sentarse en un altito á la caidita de la tarde, cuando venía de trabajar, y pasarse allí media hora, fumando un cigarro y comtemplando cómo se escondía el sol tras de los montes lejanos, y oyendo los cantares y el toque de la oración en los campos y los campanarios de la llanura.
—¡Que quiero usted, señora! En el mundo ha de haber toda clase de gustos...
—Esto le tiene al revés que su padre y su hermano. Su padre tenía sus cinco sentidos puestos en el huerto que verá usted mañana, y sí fuera por gusto de éste, ya no habría ni un árbol ni un rosal, porque dice que las frutas ni las flores no dan dinero.
—Y digo bien. Una cosa que no da dinero, ¿para, qué demonche se quiere?
—Yo te lo diré...
—Mire usted, D. Antonio, no se canse usted en decírselo, porque no lo ha de comprender á usted. Ea, vamos á cenar, que mañana, si Dios quiere, charlaremos despacio.
Cenamos los tres con mucha alegría y mucho apetito, y Claudia se dispuso á conducirme á la habitación que me había destinado.
—Que usted descanse, D. Antonio—me dijo Juan.
Y añadió sonriendo:
—Si en lugar de dormir esta noche en el cuarto, en que va usted á dormir, hubiera dormido hace un par de meses, más de cuatro maldiciones me hubiera usted echado.
—¿Y por qué?
—¡Toma! porque hasta más de media noche no hubiera podido pegar ojo, oyéndome tocar la guitarra y echarle coplas á la Rosa...
—¿Y quién es la Rosa?
—¡Quién ha de ser! Una novia que tenía yo...
—Vamos, vamos, no haga usted caso de ese botarate, y véngase á acostar—dijo la señora Claudia, conduciéndome hasta la puerta de mi habitación.
Esta habitación ora un cuartito pobremente amueblado, peto muy blanco, muy limpio, y arregladito con todos los primores que el buen gusta inventa para suplir la pobreza.
Cuando quedé solo en mi habitación me puse á, examinar ésta atentamente, y abrí unas maderas, que creí fuesen las de algún balcón. Aquellas maderas eran las de una puerta que daba á un huertecito, al huerto de que Claudia me había hablado.
La noche era deliciosísima, el cielo azul y la luna muy clara.
Apenas abrí la puertecita que daba al huerto mi habitación se inundó del perfume de las flores y la fruta.
Salí al huerto, y me senté al resplandor de la luna en un asiento rústico, colocado en el centro de una especie de plazoleta rodeada de rosales y matas de claveles y otras flores.
De cuando en cuando, en medio del silencio de la noche, cuando el ambiente agitaba un poco las ramas, oía el ruido que hacía la fruta madura al caer de las árboles; me levantaba á cogerla y volvía á mi asiento, donde me sumergía en esas inefables y dulces meditaciones en que siempre se sumergen las almas soñadoras como la mía, cuando la noche es silenciosa, la luna clara, el ambiente perfumado, y el cielo azul.
Al otro lado del huerto había una casa, y entre ella y la tapia del huerto un callejón al que daba un balconcito de la casa, que estaba obscura por aquel lado, pues no alcanzaba allí la luna.
Varias veces creí ver que se asomaba á aquel balconcito una mujer...»
—¡Ya le veo á usted venir!—dijo el guardia civil al llegar aquí de mi cuento, interrumpiendo la lectura para dirigirse á mí.—A aquel balconcito se asomaba alguna muchacha, de quien al cabo se enamoró usted, y á quien va á ver ahora con tanta prisa.
—Hombre, siga usted leyendo, que no estoy para gastar conversación...
—¡Si digo que le veo á usted venir!..
—¡Dale bola!
El guardia continuó la lectura, movido no tanto por mi impaciencia como por su curiosidad.
«De repente oí pasos en el callejón, y me pareció nuevamente que alguien se asomaba al balconcito bajo el cual cesaron los pasos.
—¡Rosa!—dijeron quedito en el callejón.
—¡Angel!—contestaron, quedito también, desde el balconcito
Teníamos, pues, en campaña unos novios, que se pusieron á pelar la pava en los términos siguientes:
—¿Se ha acostado ya tu madre?
—No sé.
—¡Qué! ¿Estás enfadada?
—Y mucho que lo estoy.
—¿Por qué?
—Porque no me quieres ya.
—¿Y quién te lo ha dicho?
—La horita á que vienes.
—¡Pues si vengo ahora de la dehesa de Sacedón, que está una legua!
—¿Y vuelves mañana?
—Antes de amanecer ya estoy andando.
—¿Y hoy fuiste muy temprano?
—Con estrellas llegué allá.
—¿Y por qué trabajas tanto?
—¡Toma! Ya ves, mi padre es viejo, y el año pasado se empeñó en seis mil reales para librarme de coger el chopo. Si uno que es mozo y tiene obligación no trabaja de firme, ¿quién ha de trabajar?
—Tienes razón.
—La que no debía trabajar tanto eres tú, que andas como una azacana todo el santísimo día.
—Mi madre no está ya para nada, y si una no atiende á todo, ya ves tú cómo andará la casa.
—Es verdad; pero me duele que siendo tan guapa y tan...
—!Anda, burlón!.
—¡Sí burlón! Rosa te llaman, pero ¡canario! el cura que te lo puso no era tonto.
—Menos lo era el que te puso á ti Angel.
—El mismo cura fué. Lo que yo quiero es que nos ponga pronto otra cosa.
—¿Y qué nos ha de poner?
—El yugo.
—¡Ay qué vergüenza ese día!
—Pues, chica, pronto va á llegar.
—¿De veras?
—¡Hola, hola!¿Con que te alegras?
—Yo por estar siempre á tu lado.
—Y yo por estar siempre al tuyo.
—¡Anda, embusterón, que á tí poco te importa, eso!
—Mira, Rosa, ni en broma me digas que no te quiero. Aquí me caiga muerto si no te quiero masque á mi vida. En el campo, en el pueblo, en casa, de día, de noche, en todas partes y á todas horas estoy pensando en tí.
—¿Y es de veras eso?—preguntó amorosamente la muchacha.
—¿Qué si es de veras?—contestó el muchacho con voz que revelaba emoción en su corazón y lágrimas en sus ojos.—Mira, que el amor de Dios y el tuyo me falten, si no es verdad lo que te digo.
—Pues lo mismo, lo mismito te quiero yo.
—Anoche me desperté llorando de rabia, porque soñé que Juan había vuelto á darte música.
—Pues te engañó el sueño, porque Juan no ha vuelto.
—Aunque es un cobardote y yo le dije en la Plaza, delante de todos los mozos, que si volvía lo había de costar cara la fiesta, no las tengo todas conmigo.
—Pues debes tenerlas, porque si no me deja en paz porque tú le amenazaste, me dejará porque yo le dije clarito que no le quería, porque es muy bruto y porque te quiero á tí.
—¡Bendita sea la madre que te parió!
—La madre que me parió me está gritando ya desde la cama que basta de conversación. Con que, adiós. Toma, y que vuelvas mañana.
La muchacha tiró una rosa, que sin duda se quitó del pelo y que el muchacho cogió en el aire, pues ví su mano agitarse por cima de la tapia, como si cazara moscas al vuelo.
El balconcito y el callejón estaban un momento después silenciosos y desiertos. Yo permanecí aún largo rato en el huerto. Lo que mi cabeza pensaba y lo que mi corazón sentía ante el amor de aquellos corazones, y ante la majestad de aquella noche y en aquella atmósfera perfumada, no lo pueden decir labios ni lo pueden describir plumas.»
III
El guardia volvió á interrumpir la lectura para decirme:
—¿Sabe usted que me van interesando estos muchachos?.
—Lo que yo deseo—le repliqué—es que le interese á usted este otro.
El guardia continuó.
«Apenas el canto de los pajarillos me anunció á la mañana siguiente que rayaba el alba, me levantó y salí al huerto.
La mañana era deliciosísima. El huerto no me pareció tan hermoso y tan poético como me había parecido visto á la luz de la luna; pero aún así, me enamoraba, porque abundaban en él las flores, y los árboles cargados de fruta y las sombrías enramadas.
Aspirando el olor de las flores, gustando las frutas y mirando hacia el balconcillo de la casa contigua, por ver si veía asomar por él á Rosa, pasé una hora que se me hizo un minuto.
No se por qué tenía viva curiosidad de ver á aquella muchacha que tan hermosa me había parecido cuando no la veía.».
El guardia se sonrió maliciosamente, como repitiendo: «¡Si digo que le veo á usted venir!»
Pero un gesto mío de impaciencia le hizo continuar.
«Cuando yo estaba más embelesado en la contemplación del jardín, entró en éste Juan con una carta en la mano.
—Buenos días, D. Antonio.
—Buenos días, Juan.
—¿Qué tal, se ha descansado?
—Perfectamente. ¿Y tú?
—Yo, dende que oché el ginojo á la Rosa, duermo como un marrano. Y hago bien, ¡canario! El que se da malos ratos por las mujeres, es tonto, que todas son unas tales...
—Todas no, Juan.
—Todas, todas.
—¿También tu madre?
—Mira qué salida! Mi madre no es mujer.
—¿Pues qué es?
—¡Toma! esa es mi madre.
Esta contestación, aunque no era original, me reconcilió un poco con Juan, que si generalmente carecía de instintos delicados, no carecía de los del amor filial.
—¿Sabes que vuestro jardincito es una joya?
—Eso dice mi madre; pero á mí mejor joya me parecería media docenita de onzas que se podía sacar de él vendiéndole.
—Con ningún dinero se pagan estas flores y es tos árboles cargados de fruta...
—Tiniendo dinero, hay á manta flores y fruta en la Plaza.
No repliqué á Juan, porque me pareció inútil explicar la teoría de lo bello y lo delicado á quien no había de comprender.
—¡Ay! Que ya se me olvidaba—dijo Juan, dándome la carta que traía en la mano.—Tome usted esta carta de Madrid, que es para usted.
Iba yo á abrir la carta, cuando se abrió el balconcito de la casa contigua y se asomó á él Rosa, que al dirigir la vista al jardín se puso tan colorada como sus tocayas, no sé si porque vió á un desconocido, que era yo, ó porque vió á un conocido que era Juan, y se apresuró á volverse dentro.
Rosa era tan linda, vista á la luz del sol, como vista á la luz del corazón: rubia, blanca, sonrosada, de ojos azules, de fisonomía dulce y expresiva, parecía más bien una de esas delicadas flores que brotan tímidamente bajo las hayas y los abetos del Septentrión, que una de esas flores lozanas que desafían á los rayos del sol bajo las palmas y los olivos del Mediodía.
—¡Haces bien en quitarte del medio, hija de una cabra!—exclamó Juan al verla desaparecer del balcón.
—Hombre, ¿por qué tienes tan mala voluntad á esa pobre chica?
—Porque ha hecho la marranaa de darme calabazas.
—Harías tú mérito para ello.
—No, señor, que me las dió porque no me gustan monadas como á ella.
—¿Y qué monadas son esas?
—¡Toma! Esas cosas de novela que lo gustan á ella, la tonta. Las presonas han de ser naturales.
—Pero es que las personas de novela naturales son también, si las novelas no son malas.
—En fin, D. Antonio, para que vea usted que no podíamos hacer buenas migas esa chica y yo, le he de enseñar á usted una carta que me escribió un día, y lo que yo le contesté.
—Bueno, bueno; pero antes voy á ver lo que me dicen en esta carta.
—Corriente. Mientras tanto, voy á ver si encuentro la que ella me escribió y la copia de la que yo le puse, que quiero que usted las vea.
Juan me dejó solo en el jardín.
La carta que me había entregado era del editor de un periódico literario de Madrid, que me pedía con la mayor urgencia un cuentecillo inédito.
Como casi todos mis cuentos se han escrito con la urgencia con que escribo ésto, urgencia de que Dios libre á los que escriba en lo sucesivo, no me pareció imposible satisfacer los deseos del editor, y me puse á pensar el cuento que había de empezar inmediatamente.
Juan vino á interrumpir mi meditación trayendo unos papeles en la mano. Iba á decirlo que me dejara en paz por algunos instantes; pero no lo hice considerando que tal vez aquellos papeles me proporcionarían asunto para el cuento que se me pedía.
—Aquí tiene usted los decumentos consabidos. Esta os la carta de esa mona. Léala usted, que le dará más sentido que yo.
La carta de Rosa, falta de ortografía, pero escrita en letra redonda y poquísimo rasgueada, y en papel, aunque no muy fino, muy blanco y sin adorno ninguno, empezaba así:
«Juan: No vuelvo á salir al balcón si al darme música desde tu jardín cantas coplas, malas.»
—¿Y qué coplas eran las que tú cantabas que le parecían malas á Rosa?.
—¡Je! ¡je! ¡je!—me contestó Juan riendo brutalmente.—Coplas con más sal y más gracia que el mundo. Unas hablando mal de las mujeres, como ésta:
«Si la mar fuera de tinta
y el cielo fuera papel.
y los peces escribanos.
y escribieran á dos manos,
no escribieran en cien años
la maldad de una mujer.»
Y otras picantillas como aquella que dice:
«Una niña fué á lavar
un par de medias azules...» .
—¡Basta! ¡basta!—interrumpí á Juan.
Y continué la lectura de la carta de Rosa:
«Esta mañana he encontrado rota la jaula que dejé anoche colgada en el balcón, y muerto el pobrecito canario que estaba en ella, y hecho pedazos el tiesto de claveles que estaba debajo de la jaula. Tú me dijiste el otro día que en cuanto te casaras conmigo, los claveles iban á ir á la calle y el canario al gato, y por eso presumo que eres tú quien ha hecho el destrozo á pedradas. Mira, si supiera de cierto que eras tú, no volvía á mirarte á la cara, que el que lo ha hecho debe tener muy mal corazón.»
El guardia volvió á interrumpirse:
—Dicen que el estilo es el hombre; pero también se puedo decir que el estilo es la mujer.
—¿Por qué?.
—¡Toma! Por lo bien retratada que está Rosa en esta carta.
—¡Pues qué! ¿Conoce usted á Rosa?
—La conozco por su conversación con Angel, que usted ha copiado aquí.
Decir á un escritor de costumbres que copia conversaciones, es echarle un gran piropo.
La vanidad me impidió os ta vez incomodarme por la interrupción del guardia.
El guardia continuó:
—«¿Y fuiste tú—pregunté á Juan—quien hizo aquel destrozo?
—¡Ya lo creo que fui! Mire usted D. Antonio: así que calculé que la Rosa y su madre estaban ya en lo caliente, cojo un par de cantos, y dende aquí mesmo ¡cataplúm! del primer cantazo aplasto pájaro y jaula, y del segundo, tiesto y claveles se fueron al ginojo.»
—Hombre—dijo el guardia interrumpiendo nuevamente la lectura, quisiera que me trasladasen al puesto de Naval carnero para atar corto á ese mozo.
—Ya está atado.
—¿Cómo?
—Siga usted leyendo y lo sabrá.
El guardia siguió leyendo.
—«¿Y por qué hiciste tal barbaridad?
—¡Toma! Porque ya le digo á usted que me cargan esas monadas de pájaros y flores que le gustan tanto á la Rosa.
—Y á tu padre le gustaban también, como nos gustan á tu madre y á mí.
—Pues mire usted D. Antonio, y usted ha de perdonar, yo soy muy natural...
—También son naturales Las flores y los pájaros.
—¡Ca, hombre! ¡Si esas son cosas de novela!
—Este mozo—dije para mí—va á pegar un estallido de puro bruto.
La carta de Rosa contenía algunas líneas más, en que la pobre niña se quejaba con deliciosa sencillez de otras barbaridades de Juan.
—Vamos á ver—dije á éste:—¿que contestaste tú á esta carta?
—Aquí tiene usted la contestación, que como me salió tan bien puesta, me quedé con una copia, igualita en un todo á la carta que le envié á la Rosa.
La carta de Juan estaba escrita en papel de color de rosa, ó más bien en papel carmesí rabioso, tenía orla con corazones traspasados por flechas y amorcillos, y la letra se perdía en un laberinto de ringorrangos. Juan se expresaba en estos términos.
—«Mi más querida y estimada Rosa: Me alegraré que al recibo de estas cortas letras te halles con la cabal salud que yo para mí deseo: la mía es buena para lo que gustes mandar, que lo haré con mucho gusto y fina voluntad. Esta sólo se dirige para decirte que me da la gana cantar coplas hablando mal de vosotras las mujeres, porque todas sois unas..(Juan me dijo de viva voz la insolencia que no se había atrevido á estampar en la carta y había suplido con puntos suspensivos.) Yo fuí quien anoche de dos cantazos te mató el pájaro y te rompió el tiesto de claveles, y dende ahora te digo, pa que no te coja de susto, que cuando nos casemos te he de romper la cabeza, como anoche rompí el tiesto y la jaula, si andas con esas monadas, que ya sabes que yo soy muy natural. Si me quieres así, bueno, y sí no, lo dejas, que yo tengo á porrillo mozas más guapas que tú con quien hablar. Con que adiós, que nos vamos otros y yo al ventorrillo del puente, á ponernos de jamón y vino hasta que lo alcancemos con el deo, que eso es lo positivo, y lo demás es tontería de novelas. Con esto no canso más. Manda cuanto gustes á tu querido amante.—Juan Pantoja »
Nueva interrupción del guardia civil.
—¿Ve usted D. Antonio (si el guardia añade á mi nombre mi apellido, grito: «¡Sean ustedes testigos de que este guardia reconoce que soy Fulano de Tal!»), yo usted cómo tengo razón en decir que el estilo es el hombre? ¿Habrá quien pueda decir que en el estilo de esta carta no está retratado el zamarro que la ha escrito?
Como el zamarro que la había escrito era yo, hice un gesto de condenado, y el guardia siguió adelanto creyendo que aquel gesto era de disgusto por su nueva interrupción.
—«¡Jo! ¡je! ¡jo! ¿Verdad que está bien puesta la cartita esa?—me preguntó Juan cuando acabó de leer aquella brutal epístola.
Quiso poner de vuelta y media al pedazo de animal que la había escrito (¡pues ya lo iba yo componiendo!); pero consideré que si predicar á malos puede hacer arrepentidos, predicar á brutos sólo puede hacer enemigos, y lo único que procuré fué alejar á Juan para que me dejase idear el cuento que al día siguiente me era indispensable enviar á Madrid.
IV
Al anochecer de aquel mismo día tenía yo completamente trazado en la imaginación el cuento que iba á escribir. El cuento se había de titular Los dos rivales, había de pasar en Navalcarnero mismo; la heroína se había de llamar liosa, el amante afortunado Angel, y el amante desdeñado Juan.
Para que haya verdad en las obras de arte, conviene tomar por modelo á la naturaleza é imitarla hasta donde las prescripciones del arte lo permitan. Sabiendo que esta es mi opinión, se comprenderá por qué había yo adoptado para mi cuento la localidad y los nombres que dejo consignados.
Mientras la señora Claudia preparaba la cena y venía Juan á casa, salí á dar una vuelta por la villa, aprovechando aquel paseo para acabar de redondear en mí imaginación el plan del cuento.
Al pasar por una callejuela obscura, ví á Juan al pie de una reja, y me pareció que estaba como receloso y sobresaltado, pues con frecuencia volvía la cara, como temiendo que alguien le viese allí ó alguien fuera á disputarle aquel puesto.
Cuando volví á casa después de recorrer el pueblo, encontré ya en la puerta á Juan, que acababa de llegar.
—¡Hola, Juan!—le dije—se viene de pelar la pava, ¿no es verdad?
—¡Je! ¡je! ¡je! ¡Ca! No señor.
—¡Si te he visto yo muy pegadito á una reja!
—¿De veras me ha visto usted?
—¡Vaya si te he visto!
—¡Buen lance hubiera sido que me hubiera visto otro!...
—¡Juan, no seas calavera!...
—¡Que quiere usted D. Antonio! Por una buena chica algo se ha de arriesgar.
—¡Pero qué! ¿Hay riesgo en hablar con la de la callejuela?
—¡Canario si hay!
—Juan se acercó á mí y añadió en voz baja:
—La chica con quien me ha visto usted hablando tiene un novio que le pega una puñalada al lucero del alba. Como que el tal ha estado ya en presidio por una muerto que hizo en Brunete.
—Pues entonces, ¿por qué hablas tú con su novia?
—Porque ¡canario! es una chica que si usted la viera... Hombre, se quedaba usted lelo.
—¡Buena alhaja será cuando tiene relaciones con un licenciado de presidio, y además gasta conversación con otro mozo!
—¡Toma! Porque es mujer para todo. Más natural y más... Lo mismo le da á ella beberse una azumbre de vino y comerse medio cabrito, que á ustedes, los señoritos, tomarse una jícara de chocolate.
—¡Juan, por Dios, no tengas relaciones con esas mujeres!
—¡Pero hombre, si á mí me gustan las que son así, naturalotas!
La señora Claudia interrumpió nuestra conversación, avisándonos que ya estaba la cena en la mesa.
Cenamos, y en seguida me retiré á mi cuarto á escribir, después de echarme al cuerpo una taza de café, que es con lo que obsequio á mis nervios cuando necesito su colaboración.
Mis pobres nervios se portaron aquella noche pues cuando los vecinos de Navalcarnero contaban las cinco de la mañana, yo contaba las últimas aventuras de Los dos rivales.
Poco después de amanecer, Juan notó que yo estaba levantado y entró en mi cuarto.
—¡Hola! ¡hola! ¡Cómo se madruga!
—Como que no me he acostado esta noche.
—¡Qué! ¿Anda usted con prisas?
—Sí.
—Eso tenemos de malo los que escribimos, que unas veces mucha prisa, y otras... A ver, á ver que tal escribe usted...
Juan examinó las cuartillas manuscritas que tenía yo sobre la mesa, é hizo un gesto desdeñoso.
—¡Qué! ¿No te gusta mi letra?
—Usted ha de perdonar, D. Antonio, que yo soy muy natural. Por debajo de la pata escribo yo mejor que usted, á pesar de que usted anda siempre entre librotes.
—Tienes razón, que tengo muy mala letra.
—Y entonces, ¡canario! ¿de qué le sirven á usted los estudios? Bien digo yo que las cosas han de ser naturales.
En aquel instante me ocurrió que Juan, á pesar de ser tan bruto, me podía ser muy útil.
Siempre había dado yo á la imprenta el original de mis cuentos sin quedarme con copia alguna. A esta falta de precaución debía el habérseme perdido uno que, con el título de Puerta cerrada, entregué á un editor , y á éste se le extravió, con detrimento de sus intereses, pero con mayor detrimento de los del autor, que no consisten, como los del editor, en un puñado de duros más ó menos.
Esta pérdida me hizo tomar la precaución de quedarme con copia de mis escritos, y me ocurrió que Juan podía ir copiando el cuento que yo escribía, para no perder tiempo.
—Mira, Juan—le dije—ye copiando estas cuartillas mientras yo escribo las que faltan.
—Corriente—me contestó Juan, muy satisfecho con aquella prueba de confianza que le proporcionaba ocasión de darme una lecioncita caligráfica.—Ya verá usted cómo los paletos semos mejores escritores que los madriliegos, á posar de que ustedes se tienen por unos sabelotodo.
Regalé á Juan un cigarro puro, del que picó para uno de papel, le dí papel fino para que abultase poco la carta en que había de ir á Madrid la copia del cuento, y Juan puso manos á la obra, siguiendo con los movimientos de su boca los formidables rasgos y floreos de su pluma.
Cuando ví que separaba la primera cuartilla copiada, fuí á examinarla y me encontré con que estaba llena de desatinos.
—Juan, esto no puede pasar.
—¿Y por qué?
—Porque en cada renglón hay diez disparates.
—Los disparates serán de usted, que no míos—me replicó Juan muy picado.
—Justo, porque mi letra se lee muy mal.
—Velay usté por qué digo yo que de que les sirven á ustedes los señores los estudios...
—Nada, nada, déjalo. Juan, y no escribas.
Y fuí á rasgar la cuartilla copiada por Juan.
—¡Demonche! ¿Qué va usted A hacer?—exclamó Juan arrebatándomela de las manos.
—A rasgarla, porque no sirve.
—¿Cómo que no sirve? Este papel es muy rico para cigarros. Con la escritura están los cigarros mejor, que así parecen pintados.
Y Juan, haciendo la cuartilla tres dobleces, se la guardó.
Faltóme tiempo aquel día para sacar copia del cuento, y no queriendo dejar de enviar éste inmediatamente á Madrid, ni confiarle al correo,porque podía perderse como el de marras, me vine á Madrid para entregársele yo mismo al editor.»
—¡Caramba, qué lástima! ¡Cuánto decae aquí el interés de este cuento!—dijo el guardia civil.—Si al menos dijera usted qué fué de Rosa y Angel, que eran tan buenos muchachos...
—¡Por Dios, hombre, siga usted leyendo, que me tiene usted frito con esas interrupciones!
—¡Tenga usted calma, hombre, tenga usted calma!...
—Acabe usted con mil santos, que tengo el alma en un hilo.
—¿Y por qué?
—¡Otra te pego, Antón!..Siga usted leyendo y lo sabrá.
Con esta advertencia, di al cuento, á los ojos del guardia, el interés que iba perdiendo, y el guardia continuó la lectura con más avidez que antes.
«Mucho tiempo después de mi viaje á Navalcarnero, recibí una carta de aquella villa.
Quien me escribía era la señora Claudia, queme decía lo siguiente:
«No sé sí habrá usted sabido la desgracia de mi pobre hijo. Yo, desde que ocurrió, he estado tan mala y tan trastornada que no he tenido valor ni cabeza para participársela. Mi pobre Juan apareció una noche asesinado de una puñalada, en una callejuela, tres días después que usted se fué: y por un papel que se le encontró en el bolsillo, escrito todo de su letra y dictado por él mismo, que lo ha conocido el señor juez, pues dice que el estilo es el hombre, y por las declaraciones de otros mozos que oyeron al asesino amenazarle, se sabe que le asesinó Angel, el novio de la Rosa, que había sido antes novia de mi hijo. Yo, no sólo he perdonado al asesino, porque el Señor nos manda perdonar á nuestros mayores enemigos, y porque su familia y su novia son muy buenas, sino que daría mi vida por librarle de la muerte á que le han condonado. El jura y perjura de que es inocente, pero las pruebas de su delito son tan infalibles, que la Audiencia de Madrid ha confirmado la sentencia del juez de aquí, y mañana le ponen en capilla, ¡Ay, D. Antonio de mi alma! ¡Qué dolor tan grande para todo el pueblo y para su pobre padre y su novia, que morirán de pena y de vergüenza! Como recuerdo lo que usted hizo por nosotros en el Consejo provincial, le suplico á usted por María Santísima que se eche á los pies de la Reina, que tiene el alma tan compasiva y tan hermosa, y le pida la salvación de este infeliz. Decía el papel que se encontró á mi pobre hijo, que no tiene de ángel más que el nombre; pero yo, á pesar de que me avergüenzo de no aborrecer con toda mi alma y todo mi corazón al asesino del hijo de mis entrañas, no puedo aborrecerle del todo. Será porque siempre le quise como á mi propio hijo, ó yo no se por qué será. El señor cura, á quien, creyéndolo un gran, pecado, he confesado que no tenía fuerza para aborrecer al que ha derramado mi sangre, me ha dicho que lejos de pesarme, debo dar gracias á Dios por ello, y que tal vez el Señor lo dispone así, para salvar á un inocente. Cuando usted reciba esta carta, que no sé si entenderá, pues tengo muy mala, letra y la escribo con los ojos ciegos de lágrimas, ya estará Angel en la capilla, y ¡qué angustia, señor, qué angustia tan grande será la de su alma y la de todos los que le queremos! ¡Por Dios, haga usted cuanto pueda por salvarle la vida, que se lo pido á usted por la gloria de su madre!»
Al guardia se le saltaron las lágrimas al leer esta carta.
—Vea usted —me dijo—si está retratada en esta carta la señora Claudia, como la pudiera retratar el mejor fotógrafo. Insisto en que también se puede decir que el estilo es la mujer.
Como el guardia leía en alta voz, también aquella carta me había conmovido y me había devuelto la agitación y la impaciencia que me atormentaban cuando el guardia me detuvo.
El guardia, para quien el cuento había adquirido gran interés, se apresuró á continuarle, ansioso de saber si yo había salvado á Angel.
«Yo no necesitaba más pruebas que esta carta para saber que Angel era inocente de la muerte de Juan.
»El papel que la sonora Claudia me decía haberse encontrado sobre el cadáver de su hijo, era la primera cuartilla de mi cuento Los dos rivales, que Juan se guardó para hacer cigarros; era una página de un diario en que uno de los rivales, llamado Juan, como el hijo de la señora Claudia, y, como el hijo de la señora Claudia, de lenguaje é inclinaciones vulgares, decía:
«Angel le llaman á mi rival, pero de ángel no tiene más que el nombre. Me ha amenazado con que me hará y me acontecerá, y tengo que andar con mucho cuidiao porque si no, á la vuelta de una esquina me desbandulla»
El que había asesinado á Juan era el licenciado de presidio, con cuya novia ví hablar á Juan la víspera del asesinato.
No necesitaba, pues, yo acudir á la inagotable clemencia de la Reina para salvar á un inocente, y quizá para hacer que cayera la cuchilla de la ley sobre el cuello de un asesino: me bastaba presentar al juzgado de Navalcarnero un número del periódico en que se publicó uno de mis cuentos y dar una declaración.
Y tomé apresuradamente el camino de Navalcarnero, seguro de que de mi viaje dependía la vida y la honra de dos familias inocentes y honradas y el castigo de un gran criminal.»
—¿Y llegó usted á tiempo?—me preguntó el guardia con ansiedad.
—De usted depende el que llegue.
—¡Pues corra usted, corra usted sin detenerse, señor de Trueba!—exclamó el guardia empujándome hacia adelanto, como si quisiera con el impulso de su voluntad hacerme salvar las dos leguas; de camino que me faltaban.
—Deme usted el cuento—le dije.
—Cuando usted vuelva le daré una copia, que el original tiene que quedarse aquí como comprobante de que es usted quien es.
V
En efecto, cuando llegué á Navalcarnero, Angel estaba en capilla y todo el mundo consternado.
Lo primero que hice fué aliviar la angustia del pobre sentenciado, asegurándole que tenía confianza en su salvación.
Con el periódico en que se había publicado con mi firma, tres días antes del asesinato, el escrito que se encontró al asesinado, destruí una de las pruebas que más comprometían á Angel.
Con mi declaración de lo que Juan me había revelado, hice que se prendiera al verdadero asesino, que confesó su crimen.
Angel fué puesto inmediatamente en libertad, y yo accedí á permanecer una temporada en Navalcarnero, donde era objeto de las mayores atenciones y obsequios.
La señora Claudia tenía un hijo y un protector en cada vecino, y particularmente en Angel y en Rosa; pero la pobre estaba muy triste, porque no podía olvidar á su hijo, y la soledad de su hogar la mataba.
Angel y yo paseábamos un día por la Plaza, precisamente la víspera de la boda de Angel con Rosa, á la que, por supuesto estaba yo convidado, cuando vimos venir á la señora Claudia corriendo, llorando y gritando como una loca:
—¡Mi hijo!... ¡Mi hijo!... ¡Ya tengo hijo!... ¡Gracias, Dios mío!... ¡Gracias, Virgen Santísima!
Angel y yo creímos que había perdido el juicio, y nos apresuramos á correr á su encuentro.
La pobre mujer se arrojó en nuestros brazos, y entonces supimos que el hijo de quien hablaba era Pepe, el que lloraba perdido hacía tantos años; Pepe, que acababa de llegar de la Habana casi rico, joven, hermoso, dispuesto á amparar y hacer dichosa la ancianidad de su madre.
Pocas veces he sido tan feliz como el día que asistí á la boda de Angel y Rosa, por la sencilla razón de que pocas veces he presenciado tanta felicidad como la que presencié aquel día.
Al siguiente tomé el camino de Madrid y me detuve en Móstoles para recoger la copia del cuento que me hizo escribir el guardia civil.
El guardia civil me esperaba con impaciencia, porque deseaba que le contase con todos sus pormenores el resultado de mi viaje á Navalcarnero.
Complacíle gustoso, porque entonces no me impacientaba y afligía la imagen de un inocente próximo á expirar en un afrentoso patíbulo.
—¿Y qué va usted á hacer de ese cuento, que tanto empeño tiene en recogerle?—me preguntó al darme la copia que me tenía preparada.
—Voy—lo contesté—á convertirle en pan.
—¿Es decir, en dinero?
—Sí, señor.
—Hombre, me ocurre una cosa (y usted perdone si es una tontería, pues de ningún modo trato de ofender á usted). Ustedes los que necesitan sentir para crear venden sus creaciones, y me parece á mí que tiene algo de innoble el vender aquello en que ha tomado parte el alma, aquello que se ha formado con lágrimas de los ojos y latidos del corazón.
—En Francia—repliqué—se suelen vender las lágrimas y los latidos del corazón, y de ello puede responder Alejandro Dumas, que ha comprado las lágrimas y los latidos con que se formaron muchas de las creaciones que han pasado por suyas; pero en España, á Dios gracias, no sucede hasta ahora eso, porque el autor conserva latidos y lágrimas al pie de su creación en una cajita que tiene la forma siguiente:
Antonio de Trueba.