El Fomes Pecatti

Antonio de Trueba


Cuento



I

Con esta pícara afición que desde chiquitín he tenido a averiguarlo todo, menos aquello cuya averiguación es pecado, apenas llegó a mi noticia el aforismo teológico de que todos tenemos dentro del cuerpo el fomes peccati, me entró gran comezón por averiguar, no si el aforismo era cierto como regla general, pues no dudaba que lo fuese, sino si esta regla tenía su excepción como todas.

Molí con mis preguntas a todo Dios, incluso la historia civil y religiosa, y todas las contestaciones que obtuve fueron que, en efecto, el fomes peccati se encierra en todo cuerpo humano, sin excepción de los más santos. Generalmente estas contestaciones se resentían de cierta metafísica, y, por consiguiente, su aridez y oscuridad las hacía inadecuadas para incluirlas en el género de literatura lisa y llana y a la buena de Dios que yo cultivo; pero entre ellas había una que no tenía aquella condición, y por consecuencia aquel inconveniente y esta contestación, que es la de la tradición. popular, es la que voy a confiar al público, un poquito ampliada y glosada, eso sí, pero en lo esencial sin quitarle punto ni coma.

Veamos, pues, con qué ejemplos al canto me afirmó la tradición popular ser cierto que todos tenemos el fomes peccati dentro del cuerpo; unos en la cabeza, otros en la boca, otros en el pecho, otros en el estómago y otros aún más abajo, como que hasta en los pies le tienen muchas personas.

II

En una nación de Europa (que no sé de fijo cuál fuese, pues la tradición popular, como no tiene fuste ni fundamento en punto a precisar lugares ni fechas, unas veces dice que fue allá y otras que acullá) sucedió que al subir o prepararse a subir al trono el heredero legítimo del último monarca, salió a campaña para disputarle la corona un príncipe extranjero, que así tenía derecho a ella como yo a la mitra arzobispal de Toledo, que no pretendo, por la sencilla razón de que el convenirle a uno ser arzobispo no es razón bastante para que uno se empeñe en serlo y por salirse con la suya ande a trastazos con todo el mundo.

El pretendiente era muy antipático a la nación, no tanto porque fuese extranjero y quisiera lo ajeno contra la voluntad de su dueño, como porque representaba ideas políticas y sociales de allá del tiempo de Mari Castaña, y la nación decía con muchísima razón que en un buen medio está la virtud, y salir de él es ir hacia donde está el vicio, que es en los extremos; y además decía que desde los tiempos de Mari Castaña ha andado el mundo mucho y con mucho trabajo, y no es cosa de desandarlo y echar, como si dijéramos; a la espuerta de la basura el fruto que se ha venido recogiendo en la jornada, sino ver si entre aquel fruto hay algo podrido o malo, y en caso que lo haya, separarlo y guardar como oro en paño lo sano y bueno.

Pero como en toda nación, aunque sea tan honrada y lista como aquélla, que por lo visto se parecía mucho en esto y en lo otro y en lo de más allá a nuestra España, nunca faltan un hatajo de bribones y un par de hatajos de tontos, lo que prueba que también las naciones tienen el fomes peccati en el cuerpo, sucedió que con bribones y tontos el pretendiente formó a modo de ejército, y con su ayuda y la de otro hatajo de qué sé yo cómo llamarles, aunque decían ser liberales hasta la pared de enfrente, encendió la guerra civil y logró campar por su respeto en un pedacillo de la nación, a cuyos habitantes pacíficos, honrados y laboriosos, puso a cada cual un fusilito en la mano, mediante una paliza que arreó a todo el que rehusaba, y les dio el nombre de voluntarios para que no se dudase que les servían voluntariamente, como no lo dudaron ni aun los defensores del rey legítimo.

Lo primero que hizo el pretendiente fue darse el nombre de rey y el consiguiente tratamiento de majestad, redondeando tal nombre y tal tratamiento con todos los menesteres de los reyes que no lo son de mentirijillas, tales como ministros, servidumbre de la real casa, etc., etc.

De tal modo quería imitar a los reyes absolutos del tiempo de Mari Castaña, que eran su bello ideal, que hasta mandó que se le buscara un bufón más pícaro que hermoso, a quien hacer su favorito y encargar el importantísimo oficio de regocijar a la corte con su malicias y gracias.

Pregunta por aquí pregunta por allá dónde habría un buen bufón, al fin se encontró uno que ni hecho de encargo, pues tenía la estatura de un perro sentado y eran tantas sus gracias y malicias, que no cabiéndole bien en el cuerpo, el arquitecto había tenido que añadir al cuerpo principal dos cuerpos salientes, uno por delante y otro por detrás.

Al bufón electo le llamaban por buen nombre Pico largo, no tanto porque fuese largo el suyo, como porque era agudo, y tuvo la suerte de hacer desternillar de risa a su majestad apenas compareció en su presencia, porque parece ser que el rey era muy tentado a la risa.

Su majestad, que como gastaba de lo ajeno (pues había venido poco menos que con un trapo detrás y otro delante), era muy rumboso, le señaló una oncita de oro mensual.

Con este bufón bailaba de contento, porque era muy agarradillo y aficionado a guardar el dinero siete estados bajo tierra, por lo que pudiera tronar mañana u otro día, y decía con muchísima,;razón:

—¡Me ha venido Dios a ver con el destinillo éste que me he encontrado de bóbilis bóbilis ¿Quién me tose a mí con una onza de oro pagada a tocateja? Ya me ha dicho su majestad que tendré habitación en su real palacio y me sentaré a su real mesa, y digo su porque el rey dice mi, aunque ni el palacio ni la mesa son suyos y sí del pobre diablo a quien su majestad ha honrado, vamos al decir, dando nombre de palacio a su casa, como ha honrado al lugar dándole el nombre de corte. Como no tendré que gastar un cuarto ni aun en cajetillas del estanco, pues purearé en grande con los cigarros del rey, voy a estar como un príncipe, y a la vuelta de poco tiempo me voy a encontrar con una olla de onzas que meta miedo!

¡Hum! ¡Me parece que a juzgar por el pico y la codicia del bufón que también éste tenía el fomes peccati en el cuerpo!

III

De buena gana me luciría yo aquí describiendo, la corte del pretendiente; pero como la corte apenas tenía que describir, me fastidio privándome de tanto lucimiento.

¡Qué demonios tienen que describir un lugarejo, de unas cuantas casas de mala muerte colocadas en correcta formación junto a una iglesia de tres al cuarto, y un palacio reducido a un piso bajo, ocupado por la cuadra y el portal, donde hozan, con perdón de ustedes, dos de la vista baja, a un piso principal cuyos ahumados departamentos son, una salita, una cocina y dos o tres dormitorios, y a un sobrado lleno de paja y heno que se asoman, por las rendijas del piso a ver lo que pasa en el principal!

El pretendiente era tan comodón que se alampaba por vivir bajo artesones dorados, y por sentarse en sillas de tapicería de seda, y por dormir entre sábanas de holanda, y por comer en vajilla de plata y oro, y por verse rodeado de buenas chicas, y por repantigarse en carretelas forradas de raso; pero sufría la privación de todo esto con la mayor resignación del mundo, porque decía:

—Todo se andará si la burra no se para. Eso y mucho más tendré cuando me siente en el trono de mis mayores, que se repantigaban en carrozas hasta de concha fina...

Es de advertir que sus mayores nunca se habían repantigado más que en alguna mala tartana.

El que le tenía muy fastidiado con su eterna cantinela de que era necesario arreglar las cosas de la corte de modo que no padeciera el decoro del Rey y su Gobierno, era el presidente del Consejo de ministros, encargado de las carteras de Guerra, Gobernación, Hacienda, Estado, Fomento, Gracia y Justicia y Ultramar, porque siempre estaba diciendo:

—Señor, conviene al decoro de vuestra majestad y su gobierno adecentar un poco el real palacio y los ministerios, poner en la corte una miaja de alumbrado público, y adquirir para uso de vuestra majestad aunque sea un coche de colleras y para uso del gobierno aunque sea un carromato. El real palacio, los ministerios y la corte toda han de merecer por su decencia el nombre de tales, porque si no, no serán palacio, ni ministerios, ni corte, ni nada.

—¡Hombre, que has de estar siempre con la misma canción! —exclamaba el rey, amoscado con el presidente del Consejo de ministros, que por centésima vez le repetía aquello. —No seas molino, hombre, pues sabes que a mí me fastidia el meterme en cavilaciones y engorros por cosas que me han de dar cocidas y amasadas así que me siente, en el trono de mis mayores.

El presidente del Consejo callaba, pero se proponía volver a la carga al día siguiente de sobremesa, porque es de saber que tenía la honra diaria de sentarse a la mesa de su majestad, y entonce era cuando, animado con unos buenos trinquis del tinto de Navarra, se atrevía a cantar la cartilla a su majestad.

En éstas y las otras llegó el fin de mes, y dijeron los empleados: «¡A cobrar la paguita tocan!»

Pico largo, como cada hijo de vecino que comía del presupuesto nacional, digo del sudor de los habitantes de aquel pedacito de la nación, tomó también el tole hacia la tesorería a cobrar su oncita de oro.

Los ojos se le encandilaban pensando en la oncita, e iba discurriendo las precauciones que había de tomar para que no le dieran alguna moneda falsa, porque le habían dicho que la falsificación era por allí moneda corriente con el nuevo orden de cosas, a pesar de que se habían dado muy severas para que no bailaran juntos hombres y mujeres, sino hombre con hombre y mujer con mujer, en atención a que los dos sexos tenían el fomes peccati no sé en qué parte del cuerpo.

IV

El presidente del Consejo de ministros, así como estaba encargado de las carteras de Guerra, etcétera, etc., lo estaba también de la tesorería y otras incumbencias.

Sus temores tenía Pico-largo de que le fuera a pagar en plata, en cuyo caso le fastidiaba de lo lindo, porque diez y seis onzas de plata no se meten donde se mete una onza de oro, y por reducir a oro los diez y seis duros en plata siempre había de llevar el cambiante seis u ocho cuartos; pero se tranquilizó pensando que el señor tesorero no dejaría de complacerle pagándole en oro contante y sonante, y más si le adulaba un poquillo antes de suplicarle que así lo hiciera.

Muy mal se preparó la cosa desde que Pico-largo abrió el suyo para saludar al señor tesorero.

—¿Cómo va esa humanidad, señor presidente del Consejo de ministros, etc., etc.?

—Muy bien; pero recuerdo a usted que tengo tratamiento de excelencia, y ni a Cristo padre se le apeo, como no sea al rey, que no me le da.

—Vuecencia ha de perdonar; pero como dicen que ya ninguno de los que le tienen le admite...

—Esas son costumbres liberales, y basta que lo sean para que yo las rechace.

—Bien; pero ya comprende vuecencia que, siendo esa la única razón que vuecencia tiene para no apear el tratamiento, no es extraño que yo no se le haya dado a vuecencia, porque esa no es razón ni Cristo que lo fundó.

—Tiene usted muy largo el pico, y me parece que habrá que cortársele un poco.

—Permítame vuecencia que le diga...

—Menos conversación, y diga usted lo que quiere.

—Pues nada, venía a cobrar mi paguita.

—Ahí la tiene usted, y gástesela en cordilla —exclamó el señor presidente del Consejo tirando sobre el mostrador un papelito del color— de la esperanza, que era verde y se la comió un borrico.

—¿Y qué viene a ser esto, excelentísimo señor? —preguntó Pico-largo admirado.

—¡Qué! ¿No tiene usted ojos? Eso es treinta y dos escudos en papel moneda.

—El papel ya le veo pero la moneda no.

—¡Hombre, no sea usted cerril! Ese es uno de los bonos emitidos por su majestad y declarados de circulación forzosa.

—Pues le digo a vuecencia que no lo entiendo.

—Por lo visto, usted no entiende más que de chupar la melona, sin utilidad ninguna de su majestad ni del Estado. Oiga usted, hombre, que a usted parece que hay que metérselo todo con cuchara. Estos bonos se amortizarán por el Real Tesoro, pagándolos por todo su valor y un ciento por ciento de interés anual cuando su majestad se siente en el trono de sus mayores.

—¡Tú! ¡tú! ¡tú! ¡Pues no va larga la fecha que digamos! Para entonces ya nos habremos muerto todos incluso el rey.

—¿Qué es lo que quiere usted dar a entender, hombre?

—Lo que quiero dar a entender es que haga vuecencia el favor de pagarme en oro y dejarse de papeluchos.

—¡Papeluchos! ¡Pues me ha hecho gracia, como hay Dios, la calificación! Me parece que usted anda buscándole tres pies al gato teniendo cuatro... ¡Papeluchos!

—¡Pues si señor, papeluchos, que ya me va cargando el despotismo de vuecencia! No siendo ese papel pagadero hasta el día del juicio por la tarde, es un papel mojado.

—¡Insolente! Salga usted de aquí más pronto que la vista, o sale usted atado codo con codo. ¡Papel mojado! ¡Nos ha compuesto el jorobeta éste!

Pico-largo, intimidado ya con la indignación de su excelencia, que parecía querérsele tragar, bajó la cabeza y salió de la tesorería, sin volver a chistar ni mistar, a pesar de su mucho pico.

El señor presidente del Consejo puso inmediatamente en conocimiento de su majestad lo que ocurría con el bufón. Su majestad se puso hecho un toro al saberlo, y mandó que el bufón saliera desterrado de sus dominios, después de recibir cien azotes en la parte que, a juicio del mismo, menos le doliesen, pues su majestad quería darle una gran prueba de benevolencia concediéndole esta elección.

V

Cuando a Pico-largo se notificó esta cruel sentencia, como es natural se afectó mucho y se puso a filosofar sobre la instabilidad e ingratitud de los reyes absolutos; pero no tardó en echarse a cavilar a ver si encontraba medio siquiera de ahorrarse los azotes, que eran la parte de la sentencia que más le dolía, aun antes de ejecutarse, y por fin se consoló un poco creyendo haber encontrado aquel medio.

La hora de la ejecución de la sentencia llegó, y su majestad se asomó a la ventana de palacio, que daba a la plaza, para presenciar la azotaina, porque estaba aún hecho un solimán con el que en una monarquía absoluta se había permitido controvertir la validez del papel moneda emitido por el soberano, y sobre todo controvertirla ofendiendo a la majestad con sus apreciaciones y reticencias.

El presidente del Consejo de ministros estaba en la plaza, deseoso de ver la azotaina desde cerca.

—Desnúdese usted de medio cuerpo arriba dijo el verdugo al reo.

—¿Y para qué me he de desnudar? —le preguntó Pico-largo.

—Para que casquemos como es debido los cien azotes.

—Yo no necesito desnudarme para eso.

—¿Cómo que no, hombre?

—Lea usted bien la sentencia.

—Ya la he leído.

—¿Y qué dice?

—Dice, en resumen, que se le condena a usted a salir desterrado, después de recibir cien azotes en la parte donde, a juicio de usted, menos le duelan.

—¡Ajá! Estamos conformes; tengo permiso para elegir la parte en que menos me duelan los azotes, ¿no es esto?

—Sí, señor.

—Pues la parte donde menos me duelen no es la que usted quiere que descubra.

—Pues si no, elija usted otra y no andemos moliendo.

—Va usted a ser servido. La parte que elijo, porque es la parte en que menos me duelen los azotes, es el trasero del señor presidente del Consejo de ministros.

Una carcajada general, en que no pudieron menos de tomar parte el verdugo y el presidente del Consejo de ministros, acogió la inesperada salida de Pico largo.

El rey se quemó mucho al oír aquella carcajada, porque creyó que era gran irreverencia reírse los vasallos delante del rey; pero como era curioso, aunque no lo era, preguntó por qué reía tanto la gente.

Como aventajaba a todos en lo tentado a la risa, cuando le dijeron la ocurrencia de Pico-largo soltó el trapo tan de gana, que aquello no era reír, sino retorcerse y tumbarse de risa.

Así que acabó de reír, lo primero que hizo fue decir que anulaba en todas sus partes la sentencia, siquiera por lo gracioso y pillo que era el tal Pico-largo.

¡Vaya un rey formal que se había echado aquel pedacillo de la nación, o mejor dicho, le habían echado!

Lo cierto y verdad es que Pico largo no sólo volvió a la gracia de su majestad, sino que obtuvo la de que en lo sucesivo se le diera su paga en oro contante y, sonante, con exclusión de todo papel moneda.

A quien le supo a cuerno quemado lo pillo del bufón y lo bragazas del rey fue al señor presidente del Consejo de ministros.

VI

El señor presidente del Consejo continuaba moliendo a su majestad todos los días de sobremesa, después de haberse tirado unos buenos latigazos del navarro, con que era necesario que en la corte en general, y en el real palacio y los ministerios en particular, se hicieran las mejoras que reclamaban el decoro de la corte, el de la real persona y el del gobierno, porque si no, aquello no era corte, ni palacio, ni ministerios, ni nada.

El rey tenía la sangre frita con aquel mosconeo diario, porque, para mantenerse en aquellas reformas, tenía que meterse en cavilaciones y engorros, y su majestad decía para sí, y decía muy bien, aunque decía muy mal, pues su majestad ladraba la lengua nacional en lugar de hablarla:

—¡Cuidado que es manía la del tío Machaca éste! Señor, ¿qué necesidad tengo yo de romperme la cabeza con cavilaciones y fastidios mientras no me siente en el trono de mis mayores, si por una parte en cuanto cavilo un poco me hago un ovillo, y por otra me siento tan guapamente con que me llamen rey, con comer y beber bien, con echar un mus y con salir por ahí un rato a ver las chicas? Todos los días me dan tentaciones atroces de hacer uso de mi soberanía absoluta mandando fusilar a ese súbdito irreverente y osado; pero es mucha gaita eso de fusilar a un presidente del Consejo de ministros, encargado de las carteras de Guerra, etc., etc. Lo que sí haría yo, si tuviera cabeza para ello, es echarle una indirectilla del Padre Cobos, a ver si conseguía que no sea tan molino.

El bufón, que estaba a la que salta, oyó por casualidad uno de esos soliloquios del rey, y se decidió a pedir permiso a su majestad para echar, como que salía de él, una puntadilla al señor presidente del Consejo, a fin de que no moliera a su majestad tanto.

El rey, no sólo le concedió el permiso que solicitaba, sino que le prometió advertirle, guiñándole el ojo, la ocasión oportuna para echar al señor presidente del Consejo la puntadilla.

Al día siguiente estaban de sobremesa el rey, el presidente del Consejo de ministros y el bufón, y ya empezaba el señor presidente del Consejo con circunloquios para traer a cuento lo de las mejoras en la corte, en palacio y en los ministerios, cuando el rey, viéndole de venir, como decía su majestad, que ya hemos dicho ladraba la lengua nacional por no ser la materna suya, guiñó el ojo a Pico-largo, y éste dijo:

—Si vuestra majestad me lo permite, voy a contar un cuento a propósito de lo que el señor presidente del Consejo dice todos los días y anda hoy por decir, a saber: que si no se hacen mejoras en el real palacio, en los ministerios y en la corte, esto no es palacio, ni ministerios, ni corte, ni nada.

Con permiso de su majestad —exclamó el señor presidente del Consejo, algo quemado de que Pico-largo se metiese en la renta del excusado— debo recordar al señor bufón que por tener largo el pico estuvo a punto de llevar cien azotes.

—Hombre, con agua pasada no muele molino —le interrumpió el rey—. No muelas tú tampoco, y deja que mi real bufón cuente el cuento que dice venir a pelo.

El bufón se echó, sobre el café que acababa de tomar, una copita de mezclado, y encendiendo y —chupando un puro, contó el cuento siguiente:

VII

«Este era un fraile exclaustrado».

Los frailes de su Orden saben tanto que parece que han estudiado con los Jesuitas; pero aquel pobre hombre no había echado mucho pelo con su sabiduría.

El padre Rosado, que así se llamaba, ejercía el ministerio parroquial en una aldeílla de doce vecinos. Como los parroquianos eran pocos y pobres, el párroco andaba siempre a la cuarta pregunta, y más aún lo andaba el sacristán.

El sacristán, que se llamaba Bartolo, era un mozo tan lego, que ni siquiera sabía leer, y si sabía ayudar a misa y otros menesteres de su empleo, era porque el párroco anterior se los había hecho aprender de memoria a fuerza de machacar.

Desde mozuelo le gustaban mucho las chicas y se le iban los ojos tras ellas, de modo y manera que el padre Rosado, que hacía poco desempeñaba el curato del lugar, notólo y dijo para sí:

—Ese pedazo de alcornoque se encalabrina el mejor día con alguna de esas chicas que le traen al retortero, se casa, se llena de chicos, y no teniendo sobre qué caerse muerto, porque la sacristía de aquí no da más que una ración de hambre y otra de necesidad, hay en su casa la de Dios es Cristo.

Cuando así estaba pensando el padre Rosado, se llegó a él Bartolo y le dijo:

—Padre Rosado, yo quería preguntarle a usted una cosa.

—Pregúntala, hijo, que el que pregunta no yerra.

—Pues quisiera saber si tengo yo también el fomes peccati, que según decía usted ayer tarde en el púlpito, tenemos todos dentro del cuerpo.

—¡Vaya si le tienes, hijo! —le contestó el exclaustrado.

—Y aunque sea mal preguntado, ¿se puede saber qué viene a ser eso?

—Viene a ser... esa cosa que cuando ves una chica guapa sientes dentro de ti, y como que te lleva tras de la chica.

—¡Calla! ¿Conque eso es el fomes peccati?

—Eso, hijo.

—Padre Rosado, es imposible que eso sea.

—¿Y por qué no lo ha de ser, hombre?

— Porque usted decía que el fomes peccati es la cosa más mala del mundo, y a mí me parece que en el mundo no hay cosa mas rica que lo que uno siente dentro cuando ve una chica resalada y retrechera.

—A ti te parecerá así porque eres muy bartolo, pero es todo lo contrario. El fomes peccati es la concupiscencia; el germen, la semilla, el fomento del pecado, y por consecuencia de la condenación, eterna.

¡Ave María Purísima! —exclamó Bartolo, santiguándose horrorizado.

Y desde entonces huyó como el diablo de las chicas por más sandungueras que fuesen, y empezaron a encandilársele los ojos siempre que se hablaba de conventos y de frailes.

El padre Rosado dio gracias a Dios por ello, porque se hubiera visto negro si el sacristán se hubiera casado. Como el curato apenas le daba para matar el hambre con un taco de pan negro y un pucherillo de patatas, no podía pagar ni mantener ama de gobierno ni cosa que lo pareciese, y le venía como de perlas el que el sacristán no tuviese más quehaceres que los de la iglesia, ni más obligaciones que las personales, pues así podía servirle en todas aquellas cosas que no están bien en un sacerdote, como hacer la colada, echar un remiendo, etc., etc.

Bartolo le servía con el mayor desinterés y la mejor voluntad; pero aun así, creía el padre Rosado que era necesario pagarle, si no con dinero o cosa que lo valiese, al menos con esperanzas, y con esperanzas le pagaba.

Un día de incienso dijo el padre Rosado:

—Hoy te vas a quedar a comer conmigo, que una antigua hija de confesión, anciana enfermiza y dueña de una posesión que nos vendría a ti y a mí de perilla para cierto proyecto que yo tengo y ando madurando, me ha enviado un jamoncillo y una bota de vino.

—Padre Rosado —contestó Bartolo, chispeándole los ojos de alegría al oír hablar de jamón y vino, como le chispeaban en otros tiempos al ver una chica sandunguera—; acepto el convite, siquiera por ser hoy día tan señalado, y porque si le he de decir a usted la verdad, ya me tiene estomagado el puchero de berzas con un puñado de sal y una piltrafilla de sebo, que es la única gracia de Dios que entra en mi cuerpo hace ya no sé cuántos años.

—No te dé cuidado por esa penuria, hombre que, como suele decirse, a cada puerco le llega su San Martín...

—¡Dios le oiga a usted, padre Rosado, que bien lo necesitamos, porque esta arrastrada vida, que hasta de esperanza carece, no es para llegar a viejos! —exclamó Bartolo, entreviendo, como el padre Rosado, horizontes de color de rosa, digo, de color de jamón, chuletas, huevos, vino y otras porquerías así.

El padre Rosado y Bartolo se pusieron de jamón y vino hasta alcanzarlo con el dedo.

—¡Cuándo nos hemos visto nosotros en éstas! —exclamó el fraile.

—¡Y cuándo nos volveremos a ver! —añadió el sacristán.

—Hombre, ya te he dicho que tras estos tiempos vendrán otros, porque si cuaja mi proyecto (que sí cuajará, con la ayuda de Dios), tú y yo nos ponemos las botas.

—¿Conque el proyecto es cosa buena?

—Buenísima.

—¡Caramba, padre, cualquiera diría que no tiene usted confianza en mí, cuando se contenta con decirme eso!

—Tienes razón, hijo, que tu lealtad, que espero recompensar debidamente, te hace acreedor a que te confíe mi proyecto. Has de saber, Bartolo, que proyecto la fundación de un gran convento de mi santa Orden.

—Padre, eso me parece muy santo y muy bueno para el alma; pero el cuerpo ¿qué va a sacar de eso?

—¿Qué va a sacar? ¡Ahí es nada lo del ojo y le llevaba en la mano! Yo seré, como quien no dice nada, guardián de la comunidad, y tú serás mi lego favorito.

—¡María Santísima, qué fortunón si eso llega a realizarse!

—¡Y tres más que llegará!

—Pero oiga usted, padre, yo he visto que en las estampas y cuadros pintan a los frailes muy gordos, con unos mofletes y unos colores que dan envidia, siempre arrellanados en un sillón despachando con cara de risa unos tazones de chocolate con bizcochos que le hacen a uno relamerse... ¿Están bien pintados, o es pintar como querer?

—Hombre, de todo hay en la viña del Señor, porque como los frailes también tienen en el cuerpo el fomes peccati, unos luchan a brazo partido con él y le vencen, y otros se dejan vencer sin luchar.

Bartolo se entristeció, diciendo para sí:

—Si luchamos nosotros, malo, porque ayunamos, y si no ayunamos, peor, porque ardemos.

Pero se alegró, añadiendo:

—Ni lucharemos ni arderemos, porque sería pedir gollerías el pedirnos que habiendo ayunado tanto cuando no lo había, sigamos ayunando cuando lo hay.

La lógica de Bartolo era absurda; pero cada uno arregla la suya a su respectivo fomes peccati.

VIII

—¡Bartolo! —exclamó un día el padre Rosado.

—Lloremos de pena y ríamos de alegría.

—Padre Rosado, si le entiendo a usted, que me fusilen —contestó Bartolo.

—Hombre, la cosa es muy sencilla: ha muerto la del jamoncillo y la bota de vino, y me ha dejado todos sus bienes, aunque sus parientes pretenden ser sus únicos herederos legítimos y han empezado a disputármelos. Por consecuencia, lloremos por la difunta y riamos por la herencia.

Así que el padre Rosado y Bartolo lloraron y rieron, fueron a tomar posesión de los bienes de la difunta, que consistían en una posesión situada en un valle solitario y agreste.

Como Bartolo había oído decir al padre Rosado que aquella posesión era como hecha de encargo para su gran proyecto, se le cayó el alma a los pies cuando vio que todo se reducía a una casa de mala muerte y unos terrenos, muy extensos, sí, pero incultos y cubiertos de matorrales.

—¡Esto es magnífico! —exclamó el padre Rosado cuando llegaron a un alto desde donde se dominaba la posesión—. ¡Ni pintado podía ser mejor, para mi proyecto! Pero, Bartolo, ¿no te entusiasmas viendo esto?

—¡Qué demonche me he de entusiasmar, si la casa parece que se está cayendo y las tierras no crían más que maleza! —contestó Bartolo descorazonado.

—Hombre de Dios, el valor de las cosas no se ha de apreciar por lo que son, sino por lo que pueden ser. Lo que yo necesitaba era una buena base para plantear mi proyecto, y esa la tengo aquí a pedir de boca.

—¿A pedir de boca, padre? Me parece que la vuestra, por mucho que pida, tendrá que contentarse con cruces, y gracias que los parientes de la difunta no ganen el pleito...

—¡No digas disparates, hombre! Por de contado fundaremos el convento, sirviéndole de base material esa casa y ese terreno, y de base personal nosotros dos.

—¡Vaya un convento y una comunidad!

—Como base, bastan y sobran para plantear mi proyecto.

—¿Y nos vamos a mantener con raíces y agua fresca?

—Hombre, no tanto como eso. Pondremos inmediatamente un cepillo en la carretera que pasa por ahí, y con las limosnas que echen los transeúntes, que de seguro no serán flojas, iremos tirando como Dios nos dé a entender, hasta que la cosa se arregle de otro modo.

—Pero, padre, ¿usted cree que se arreglará de otro modo la cosa?

—¡Pues no se ha de arreglar, hombre! Estoy seguro de que así que corra la voz de que se ha fundado aquí un convento, en veinte leguas a la redonda no muere un rico que no nos deje todos sus bienes.

—Padre Rosado, me va usted volviendo el alma al cuerpo.

—Ya verás, ya verás tú en lo que se convierte, en poco más que nada, el desierto que tenemos a la vista.

—¿Usted, por supuesto, ya habrá echado sus planes sobre lo que se ha de hacer?

—¡Pues no los he de haber echado, hombre! ¿Tú crees que yo me mamo el dedo? Oye, hijo, oye lo que tengo pensado. El convento y la iglesia figurarán, como los de los jesuitas de Loyola, una gran águila, cuyo cuerpo sea la magnífica iglesia central construida con ricos mármoles, y cuya cúpula se alzará a inmensa altura, como si el águila levantase soberbia la cabeza para remontarse al cielo. El ala derecha del águila, toda de sillería y de tal extensión, que su remate se perderá de vista, estará exclusivamente destinada a celdas, que no han de bajar de ciento, porque yo calculo que la comunidad no bajará de cien religiosos, y quiero que se componga cada una de varios departamentos espaciosos, alegres y bien decorados y amueblados. El ala izquierda tendrá la misma extensión, y estará destinada a refectorio, biblioteca, escuela de novicios, botica, etc., etc.

—¿Y dónde deja usted la despensa y la cocina, padre Rosado?

—Hombre, la cocina, la despensa, la bodega, las cuadras para el ganado, etc., etc., corresponden a los pisos bajos.

—Muy bien entendido, padre. ¿Conque hasta bodega y ganado hemos de tener?

—¡Pues no hemos de tener, hombre! ¿Ves tú aquella gran llanada cubierta de maleza que se extiende por la orilla del río?

—Sí que la veo.

—Pues aquélla ha de ser la dehesa donde pasten la vacada, los rebaños de cabras y ovejas y la piara de cerdos.

—¿Conque todo eso hemos de tener?

—¡Pues es claro, hombre! Una comunidad tan numerosa y rica como la nuestra necesita tener de todo en abundancia.

—¡Mala vida nos daremos con tanta carne de vaca, ternera, corderos, cabritos, cerdos, pichones, pollos, leche, etc., etc.!

—Figúrate tú, hijo, si nos desquitaremos de tanto ayuno como hemos pasado en ese pícaro pueblo.

—Y los que tendremos que pasar aquí hasta que la cosa vaya entrando en regla.

—En cuanto a eso no tengas cuidado, que tanto en el cepillo de la carretera como en la colecta en los pueblos cercanos, caerán limosnas con que viviremos en grande.

—Tiene usted razón que lo pasaremos perfectamente, viviendo, como quien dice, sobre el país, mientras se arregla la cosa de otro modo.

—Decir que viviremos sobre el país no es expresión muy decente que digamos; pero, como dicen los franceses, el nombre de la cosa no importa un comino. ¿Ves aquella colina redonda que se alza dominando la dehesa? Pues allí se ha de construir un gran edificio circular, cuyo piso superior servirá de palomar, y cuya planta baja estará destinada a gallinero, pavería, etc., etc., porque la carne de ave y los huevos han de tener gran consumo en el convento.

—¡Válgame Dios, padre Rosado, qué rato tan bueno me está usted dando con lo que me cuenta!

—Pues todavía no sabes de la misa la media. ¿Ves aquella gran ladera con exposición a Mediodía que forma la vertiente del valle, opuesta a la que ocupa, digo, ocupará el convento? Pues como Bacchus amat colles, que decimos los latinos, todo aquel terreno se ha de quebrantar y poner de viñedo de las mejores clases, y estoy seguro de que será un bálsamo el vino que allí cojamos.

—¡Jesús! ¡Padre Rosado, si es para volverse uno chocho el pensar en tales delicias!

—Pues oye, que todavía queda el rabo por desollar. ¿Ves aquella praderita del otro lado del río? Pues allí se ha de establecer la gran pesquera del convento, a cuyo efecto se hará al río una sangría, y se construirá sobre él un majestuoso puente de piedra. Ya verás, ya verás venir de allí cargamentos de anguilas, truchas asalmonadas, todavía coleando...

—Padre Rosado, me parece que he empezado ya a echar barriga sólo con lo que usted me dice.

—¿Ves esa llanadita del fondo del valle que forma escuadra con el río? Pues ahí se ha de hacer la gran huerta del convento, donde habrá cuantas hortalizas y frutas se conocen en el mundo.

—¡María Santísima, qué regalo va a ser el nuestro!

—¿Ves aquella otra llanadita que se extiende detrás del convento y en suave declive va desvaneciéndose en la cúspide de la montaña? Pues todo aquello ha de ser jardines llenos de cuantas llores y plantas aromáticas crió Dios, y con hermosos cenadores y juegos de aguas, a cuyo efecto se traerá un rico manantial que brota en un regazo de la montaña, e infinidad de invenciones de comodidad y embellecimiento.

—Pues le digo a usted, Padre Rosado, que ni el rey con ser rey va estar mejor que nosotros.

—Por último, amigo Bartolo, en aquella alta planicie que domina el valle, y a la que se subirá por los jardines por medio de un caminito que a fuerza de ingeniosos rodeos y artificios será como la palma de la mano, habrá una especie de mirador o glorieta con tales comodidades y tales encantos que subir allí será, mal comparado, subir al cielo.

—Padre Rosado, ya me parece haber estado en él, sólo con habérmele usted pintado.

—Pues ya verás cómo lo vivo excede a lo pintado, porque, como dice el refrán, de lo vivo a lo pintado hay gran diferencia.

—Padre Rosado le llaman a usted, pero el que se lo puso ya supo lo que se hacía, porque oyéndole a usted hablar, el mundo se le vuelve a una de color de rosa.

IX

Así que el Padre Rosado y Bartolo tomaron posesión de la herencia, no sin una protesta en regla de los parientes de la difunta, el padre Rosado procedió a la instalación y constitución definitivas y formales del convento.

Entre los dos limpiaron bien un cuartito que tenía la casa al lado del portal, y arreglado el altar como pudieron, colocaron sobre él una estampa del fundador de la Orden, y en la ventana que daba al campo una esquila de ganado que hiciese de campana, y quedó establecida y abierta la iglesia.

Después de otras operaciones preliminares en el piso principal, destinado a la comunidad, el padre Rosado dijo a Bartolo:

—Amigo Bartolo, desde este instante quedamos ambos obligados a la observancia de las constituciones y reglas de la Orden. Yo soy el guardián del convento y tú eres la comunidad, y, por tanto, en nuestro trato y vida no hemos de prescindir del estilo que prescribe la regla.

Bartolo accedió gustoso a esta proposición; el padre Rosado se vistió un hábito nuevo que al efecto llevaba, dio a Bartolo otro viejo, que se vistió también, y cata a Periquito, digo a Bartolito, hecho fraile.

—Padre guardián —dijo el hermano Bartolo mirando humildemente al suelo— dígame vuestra reverencia qué ha de disponer el hermano cocinero para refacción de la comunidad.

—Hermano lego, vea si en el cepillo que puso ayer tarde orilla del camino encuentra alguna limosna; y si la encuentra, vaya a la venta inmediata y compre lo que diese de sí la limosna.

— ¿Y si no encuentro nada, padre guardián?

—Hermano, tenga más fe en Dios; que el que sustenta a los pajarillos del aire, no nos ha de abandonar a nosotros.

El hermano Bartolo obedeció, aunque diciendo para su cogulla:

—No las tengo todas conmigo, a pesar de eso de los pajarillos del aire, porque un pajarillo se alimenta con un cañamón, y... ¡buenos pájaros estamos nosotros para contentarnos con tan poco!

En el cepillo encontró unos cuantos ochavos, morunos, que por lo visto también andaban por allí, y con ello compró un par de sardinas gallegas y un panecillo, y volvió al convento pensando melancólicamente que la cosa empezaba rematadamente mal, y podía ir aún peor si Dios no hacía con la comunidad lo que con los pajarillos del aire.

Terminada la refacción, el padre guardián dijo:

—Demos gracias a Dios por el alimento que nos iba dispensado.

—Padre guardián —le interrumpió la comunidad— perdone vuestra reverencia, pero me parece que nos bastaría un «¡Dios nos la aumente!»

El padre guardián tuvo que reconvenir severamente a la comunidad por esta observación.

Aquella tarde, aquella noche y la mañana siguiente llovió a mares, de modo que no pasó un alma por la carretera inmediata al convento. Así, cuando el hermano Bartolo fue a recoger las limosnas del cepillo, no encontró ni un ochavo.

Cuando dio tan triste noticia al padre guardián, éste le dijo:

—Hermano, no se descorazone ni pierda la fe, que, como ya le he dicho, Dios, que provee al alimento de los pajarillos del aire, proveerá al nuestro. Baje al arroyuelo de la fuente, y allí encontrará berros muy tiernos y muy ricos con que la comunidad podrá regalarse después de bien condimentados con aceite que aún tendrá la alcuza de la lámpara, y sal que, a Dios gracias, queda en el arcón donde los pastores que habitaron últimamente esta santa casa salaban las reses que se les morían.

—Padre guardián, permítame vuestra reverencia decirle que los berros son alimento demasiado frugal.

Es verdad hermano, pero en cambio tienen hasta seis virtudes: pues son astringentes, diuréticos, atemperantes, aperitivos, etc., etc. Conformémonos hoy con tan sano alimento, y tengamos fe de que Dios no nos negará mañana lo que no niega a los pajarillos del aire.

—¡Dale con los pajarillos! —murmuró por lo bajo el hermano lego—. Ya me tienen a mí cargado los tales pajarillos, pues este hombre siempre anda a vueltas con ellos, como si no bastara lo molinos que están con ellos los poetas.

Al otro día, como pasaran por la carretera los muchos viajeros que estaban detenidos a causa del temporal, las limosnas recogidas del cepillo casi casi permitieron a la comunidad sacar la tripa de mal año.

Las semanas, los meses y aun los años iban pasando, y la comunidad casi no salía de una ración de hambre y otra de necesidad. Es verdad que aun viviendo sobre el país, el pucherillo era mucho más sustancioso que antes; pero ni por asomo se veía nada que se pareciese a aquello que el padre Rosado había soñado y hecho soñar a Bartolo, porque en toda aquella tierra se gozaba de una salud tan bárbara, que no moría nadie.

El padre guardián confiaba aún en que la penuria de la comunidad había de cesar, y había de llegar la realización de sus magníficos planes con ayuda de ricos legados que no dudaba harían al convento muchos ricos de aquella comarca cuando Dios tuviese a bien llevarlos a sí; pero el hermano Bartolo no las tenía todas consigo a pesar de que algunas veces el padre guardián conseguía con su elocuencia hacerle partícipe de su optimismo.

El cólera andaba por algunas provincias del reino, y con tal motivo, con frecuencia llegaban hasta el convento voces de si había ocurrido o dejado de ocurrir algún caso en aquella comarca.

El padre guardián tuvo más de un serio disgusto notando en el hermano lego, al llegar aquellas voces, una alegría que le parecía sospechosa.

El hermano Bartolo, que solía pasear orilla de la carretera rezando sus oraciones, con la cabeza baja y las manos metidas en las mangas del hábito, trababa todos los días conversaciones como ésta con las gentes de los pueblos comarcanos:

—Hermano, ¿cómo va de salud por el pueblo?

—Perfectamente, hermano

—¿No hay por allí algo de cólera?

—¡Qué cólera ni qué ocho cuartos ha de haber por allí! El cólera no se atreve a venir a tierra tan sana como ésta.

—¿Y el señor don Fulano?

—Tan bueno y tan gordo. A aquél no le mata un rayo. Es verdad que como es rico, se da una vida...

—¿Y la señora doña Mengana?

—Ni siquiera tiene un dolor de cabeza. Lo que tiene es traza de vivir más que Matusalem, para hacer rabiar a los que esperan sus millones.

Y por todos aquellos pueblos, ¿como anda la salud?

—A pedir de boca. Es tierra muy sana toda la nuestra.

El padre guardián solía oír desde el convento estas conversaciones, y no se explicaba, o mejor dicho, no se atrevía a explicarse por qué el hermano volvía triste y de mal humor después de haberlas tenido. A lo más que se atrevía era a decir al lego:

—¡Hermano, luche sin descanso con el fomes peccati, que aún le da mucha guerra en el cuerpo!

X

El invierno llegó, y en el convento hacía un frío de mil dementres, y la comunidad se chupaba los dedos de frío, tanto más, cuando que tras de tener siempre desabrigado por dentro el cuerpo le tenía también desabrigado por fuera.

Las celdas no tenían puertas ventanas, el tejado todo era goteras, en la iglesia no había Dios que parase, porque la humedad del piso era puro hielo; el hábito de la comunidad se reía por todas partes, y la comunidad, cuando se acostaba sobre un jergón de paja, no tenía para abrigarse más que el hábito.

Un día el hermano Bartolo preguntó, como de costumbre, a los pasajeros qué tal iba de salud por sus pueblos.

Allí —le contestaron— todos comen y trabajan, menos los ricos.

Al hermano lego le dio el corazón un vuelco no sé de qué, y se apresuró a preguntar, compungido y alarmado, qué era lo que a los ricos les pasaba.

—Lo que les pasa es que, como son ricos, comen, sin trabajar.

Aquel mismo día la comunidad le pasó con una ensalada de berros y un trago de agua fresca, que eso sí, era muy rica la que se bebía en el convento, como lo probaba el que apenas uno se echaba un trago de ella, ya se le bajaba la comida a los talones.

El hermano Bartolo se acostó tan metido en cavilaciones, que no encontraba medio de pegar los ojos.

—Pues señor —decía—, esto va mal, retemal, rematadamente mal, por más que el padre guardián, continúe prometiéndoselas muy felices. Y el caso es que el que se ha cortado la cabeza con meterse fraile he sido yo. El padre guardián, como es viejo, está en grande, porque tiene la grandísima ventaja de no tener que mirar por su porvenir; pero yo, que soy joven, tengo que mirar por el mío, Si éste fuera un convento formal, aunque no fuese tan cosa del otro jueves como el padre guardián se había imaginado (y aún sigue imaginándose, aunque parezca mentira que no esté ya tan desengañado como yo), yo habría hecho mi carrera, porque estaría como un canónigo, con casa, ropa y comida aseguradas por toda la vida; pero esto de amanecer todos los días de Dios sin más esperanza de llenar la tripa que la que consiste en que Dios haga con uno lo que dicen que hace con los pajarillos del aire, amigo, ¡esto es para acabar con un caballo! ¡Y luego el padre guardián lleva tan a punta de lanza las cosas en cuanto al cumplimiento de la regla, que ni esto así le dispensa a uno! Nada, nada, herrar o quitar el banco, que yo tengo que mirar por mi porvenir. Mañana mismo le canto la cartilla al padre guardián, diciéndole lo que viene al caso, porque esto de haberle hecho a uno creer que aquí se habían de atar los perros con longanizas, y luego querer que uno viva del aire como los camaleones, no lo aguanto yo aunque me fusilen.

En estas y otras cavilaciones pasó el hermano Bartolo toda la noche, cada vez más decidido a decirle al padre guardián las verdades del barquero.

En efecto, la mañana siguiente se presentó al superior con cierto airecillo de resolución, que al padre Rosado no le dio buena espina.

—Padre guardián —dijo—, yo tenía que hablar cuatro palabras con vuestra reverencia.

Hermano lego, diga las que quiera con tal que no sean superfluas, porque ya sabe que la regla de esta santa casa prohíbe lo ocioso. ¿Qué es lo que tiene que decirme, hermano lego? Despáchese, que el tiempo es oro y no hay que desperdiciarle, sobre todo en los conventos, donde las obligaciones espirituales y temporales son tantas; pero tenga mucho cuidado con la lengua, que, como dice no recuerdo qué Santo, es universidad de Maldades.

—¡No la tienes tú poco larga! —dijo para sí Bartolo, quemado con tanta conversación.

—Conque diga, hermano, lo que le ocurre.

—Lo que me ocurre, padre guardián, es que yo tengo que mirar por mi porvenir, y francamente, aquí le veo muy negro.

—Hermano, ¿qué es lo que dice?

—Lo que vuestra reverencia oye: que cuando me metí fraile, salí de Málaga para entrar en Malagón.

—Hermano, hace muy mal en tener tan poco amor al claustro, que, como dice uno de los más doctos expositores de nuestra regla y constituciones, es taller de santos, aula de sabios, paraíso de delicias, catre de descansos, refugio de peligros y botica de remedios.

—Padre guardián, eso rezará con los conventos como Dios manda.

—Justo, hermano, y por eso debemos nosotros tener mucho amor al nuestro, donde iglesia y celda deben parecernos antesalas del cielo.

—¡Vaya unas antesalas!

—¡Hermano lego, mire lo que dice!

—¡De sobra lo he mirado ya, padre guardián!

—Pero explíquese con más claridad, hermano, que aún no le he comprendido...

—¿No? Pues ahora me comprenderá, porque ya estoy harto de andar con rodeos, y voy a llamar al pan pan y al vino vino. Mire usted, padre Rosado...

—Reverendísimo padre guardián, querrá decir.

—No señor, no quiero decir tal cosa, porque ha llegado ya el caso de que nos dejemos de tonterías y armas al hombro y hablemos en plata. Padre Rosado, desde que usted me dijo que lo que uno sentía dentro del cuerpo, cuando veía una buena chica, era el fomes peccati, tomé horror a las buenas chicas, aunque siempre me había despepitado por ellas, y empecé a sentir una inclinación atroz a meterme fraile, porque yo decía: «¡Eso de no tener uno ya que pensar en su porvenir temporal ni eterno, sin más que pasarse la vida desde la iglesia al refectorio, y desde el refectorio a la celda, es mucha ganga!»

—Pues bien, hermano: si ese era su bello ideal, ya se le ha alcanzado, y no comprendo cómo no tiene más amor a la iglesia y al convento.

—¡Dale con el convento y la iglesia!

—No le comprendo, hermano.

—Pues se lo voy a decir a usted más claro, que yo, gracias a Dios, no tengo pelos en la lengua. Padre Rosado, usted está siempre llenándose la boca con palabras tan sonoras como iglesia, convento, claustro, refectorio, celda, sala de capítulo, etc., etc., y aquí no hay nada de eso.

—Hermano, ¿qué es lo que dice?

Padre, lo que digo es que esto no es iglesia, ni convento, ni nada; y para suponer que lo es, es necesario que seamos tontos o que nos hagamos los tales. Ea, ya lo sabe usted, y si lo quiere más claro, levante el dedo, que ya estoy cansado de morderme la lengua. ¡Hola! ¿Con que calla usted? Pues el que calla otorga.

—Cierto, hermano, que otorgo en cuanto a que esto no es iglesia, ni convento, ni nada, y también en cuanto a que para suponer que lo es, es necesario que seamos tontos o que nos hagamos los tales; pero dígame, hermano, una cosa, que me ocurre preguntarle.

—Veamos qué cosa es esa.

—¿Cree el hermano lego que si esto fuera iglesia y convento o cosa parecida, sería yo padre guardián como lo soy, y él sería hermano lego como lo es? ¡Hola! ¿Con que calla? Pues el que calla otorga, hermano.

—Padre guardián, es verdad que otorgo, porque vuestra reverencia me ha partido por el eje con ese argumento.

—Pues arrepiéntase de lo temerario de sus juicios y la intemperancia de su lengua.

—Arrepentido estoy ya, padre guardián, y pido a vuestra reverencia que me perdone.

—Ya está perdonado. Ahora óigame, hermano, con mucha atención, porque el fomes peccati le saca de sus casillas y es menester que no se deje vencer por él tan fácilmente. Mal lo pasan la comunidad y su prelado viviendo sólo de las limosnas que por ahí se recogen, o valiéndome de la frase malsonante que el hermano lego usa, viviendo sobre el país; pero aun así, esta vida es mejor que la que llevábamos antes de venir a esta santa casa, no tanto porque el pucherillo es algo más sustancioso que antes como porque ahora esperamos algo y entonces no esperábamos nada.

—Todo eso es verdad, padre guardián, y sobre todo lo es lo de la esperanza. Ahora mismo están tocando a muerto en el Retamar, y milagro será que el muerto no tuviera bien cubierto el riñón, porque tocan gordo...

—¡Calle, hermano, calle, y mire que el fomes peccati se rebela con frecuencia en su cuerpo, y es menester que le ate corto!

—Es verdad, padre guardián, que el maldito se rebela como un condenado.

—El curato y la sacristía que dejamos para venir a esta santa casa están ya provistos, y si saliésemos de aquí, ni aun el antiguo pucherillo de patatas o berzas con un puñadillo de sal y una piltrafilla de sebo encontraríamos.

—Padre guardián, no hablemos más del asunto, y a observar la regla como Dios manda.

El padre Rosado y el hermano Bartolo siguieron allí, haciéndose los tontos, viviendo sobre el país y llamándose el uno padre guardián y el otro hermano lego, hasta que los herederos legítimos de la difunta ganaron el pleito y los echaron de allí ignominiosamente, convictos de que ambos tenían el fomes peccati en el cuerpo.

XI

Acabar el bufón ese cuento y echarle, así su majestad como el presidente del Consejo, una mirada de basilisco, todo fue uno; pero el bufón, lejos de intimidarse por aquella mirada con que parecían querérsele comer vivo, se sonrió socarronamente, seguro de que la cosa, no había de pasar a mayores.

Pico-largo sabía de qué pie cojean los hombres, y más cuando tienen el fomes peccati en el cuerpo tan superabundante como su majestad y su excelencia le tenían.

Su majestad y su excelencia se miraron y se entendieron, porque los tontos se entienden cuando, les tiene cuenta, y en lugar de quererse comer vivo, al bufón, tuvieron la poca vergüenza de aplaudirle estrepitosamente.

Por de contado el cuento del bufón surtió el efecto que el rey deseaba, pues el señor presidente del Consejo no volvió a moler a su majestad con que si no se hacían mejoras en palacio, en los ministerios y en la corte, aquello no era palacio, ni ministerios, ni corte, ni nada, y su majestad y su excelencia siguieron en aquel pedacillo de la nación haciéndose los tontos, viviendo sobre el país y llamándose el uno rey y el otro presidente del Consejo de ministros, hasta que el heredero legítimo del anterior monarca ganó el pleito y los echó de allí ignominiosamente a escardar cebollinos en el extranjero, donde haciéndoles todo el favor que podía hacérseles, no daban un paso sin que se les recibiese a tomatazos.

La tradición popular no dice que el monarca legítimo tuviese también el fomes peccati en el cuerpo, antes por el contrario, da a entender que no le tenía, pues nos le presenta pidiendo una cosa tan puesta en razón como lo es el pedir uno lo suyo, y sobre todo pedirlo sin andar a trastazos con nadie y con la noble intención de hacer el bien ajeno; pero la Teología dice que toda criatura humana le tiene, por santa y pura que sea, si bien hay muchas a quienes no se les conoce que le tienen, porque sobre el fomes peccati colocan el amor de Dios, que es el amor a todo lo justo y hermoso, y con tan santo peso le aplastan o invalidan.

También el pobre narrador de historias vulgares siente bullir rebelde dentro de su cuerpo el fomes peccati que nos legaron nuestros primeros padres Adán y Eva con su pícara afición a las manzanas del vecino. ¡Señor, dale con qué aplastarle e invalidarle, que si no, se va a ver negro en estos tiempos en que se quiere cohonestar la rebeldía sacrílega con los santos nombres de Dios, de la patria y de la libertad!


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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