I
Niños, decía un maestro de escuela á sus discípulos, no hagáis porquerías, porque los cerdos las aprenden, y hartas saben ellos sin enseñarles más.
Recuerdo esto para que se me perdone el que calle el nombre del pueblo donde pasó lo que voy á contar, porque hartas cosas saben los pueblos para darse mate unos á otros, sin que les enseñemos más los que nos dedicamos á recoger cuentos populares para pulirlos y aderezarlos de modo que regocijen y enseñen un poco y no sean indignos de ingresar en la literatura patria, como lo son cuando los recogemos baboseados de boca del vulgo.
Erase un pueblecillo, no se si de la Rioja ó de Navarra ó de Aragón, cuyo nombre pertenece á los innumerables geográíicos de España que, hijos de la primitiva lengua ibérica, aun subsistente como por milagro de Dios en un rinconcillo sombreado por los montes Pirineos, no los conoce ya como talos ni la madre que los parió, que hasta pasa por el dolor de que cuando por instinto maternal ó por rasgos fisonómicos que observa en ellos sospecha que son sus hijos y quiero cerciorarse de si lo son ó no, la echan enhoramala hasta los más presumidos de sabios, diciéndole que no sea mentecata, pues aquellos nombres son griegos, ó árabes, ó celtas, ó liebre os, ó latinos, ó cualquiera otra cosa que la pobre señora no sospecha, cegada por preocupaciones de la tierra donde se refugió huyendo de invasiones extranjeras.
El pueblecillo de mi cuento está situado en un valle tan estrecho, que carece casi en absoluto de tierra siquiera un poco llana para el cultivo de cereales que no gusten de la costanera como gusta la vid, según el proverbio latino Bacus amat colles: y así los vecinos tienen que subsistir casi exclusivamente del cultivo de esta última planta, que se extiende por ambas vertientes del vallejuelo.
La única parte llana de ésto es la que ocupan el pueblecillo y un campo llamado de la Peña porque le domina una muy alta, cayo campo no se cultiva porque es indispensable para solaz del vecindario, que de carecer de él, apenas tendría donde pasear y desahogarse un poco, y sobre todo donde celebrar la llamada por excelencia fiesta del pueblo, sin la cual éste se vería perdido, pues con motivo de ella vende;cada año la mayor parte de su cosecha de vino.
II
Cuando sucedió lo que voy á contar, no tenían los riojanos, ni los navarros, ni los aragoneses la ganga que ahora tienen con haberse dado á la química vinícola los franceses: entonces estos señores se contentaban con dar nombre de Burdeos y Champaña á vinos que tenían derecho natural á tal nombre, y no á vinos que lo tenían á rabiar porque los pusiesen motes.
Así era que los vecinos del lugarcillo de mi cuento pasaban la pena negra el año en que no vendían toda su cosecha de vino por cualquiera circunstancia, tal como la de haber hecho nial tiempo el día de la fiesta del pueblo y no haber concurrido á ella los millares de forasteros que cuando el tiempo era bueno concurrían y consumían buena parte de la cosecha.
Un año había sucedido esta desgracia, y todos los vecinos estaban que se les podía ahogar con un cabello, porque, lo que ellos decían:
—Señor, ¡qué va á ser de nosotros esto invierno, teniendo la cosecha de vino casi sin vender una cántara con el chasco que nos dió el condenado temporal de la fiesta del pueblo! Nos vamos á morir de hambre si la justicia no inventa alguna otra fiesta que traiga al pueblo los miles de forasteros que entonces nos faltaron. Es menester que el pueblo pida al señor alcalde que esta otra fiesta se haga, y que invente para ella algo que sea muy sonado por lo nuevo. Y muy sonado tiene que ser lo que el señor alcalde invente; que si no salimos de los consabidos novillos, de los consabidos fuegos artificiales y de la consabida música, no va á venir la gente que necesitamos para vender lo mucho que por el condenado temporal de la fiesta del pueblo nos queda por vender de la bárbara cosecha del año pasado.
Había en el pueblo un vecino llamado por mal nombro el tío Manifestaciones, por lo mucho que se entusiasmaba cuando tenía noticia de que en España ó en el extranjero se había hecho alguna: y este tío Manifestaciones anduvo de casa en casa aconsejando que el pueblo hiciera una de doscientos mil demonios pidiendo al señor alcalde que inventase é hiciese una fiesta, que fuese sonada en toda España. Esta petición, según el parecer del tío Manifestaciones, debía ser solemne, unánime, imponente y amenazadora, y debía hacerse en forma de manifestación, porque sí se hacía de otro modo, pongo por caso por escrito, firmando todos los vecinos, de su puño y letra los que supieran, y los que no, á ruego ó con una cruz, los señores de justicia harían cigarros con el papel y no se calentarían los sesos inventando una cosa que fuese sonada por lo nueva, que era lo que necesitaba el pueblo.
Todos los vecinos fueron asintiendo con entusiasmo al parecer del tío Manifestaciones, y autorizando á éste para que se encargase de organizaría, puesto que en eso le echaba la pata al más pintado del pueblo, y todos le fueron encargando que la manifestación fuese como él decía, de doscientos mil demonios, ó sea solemne, unánime, imponente y amenazadora.
III
El tío Manifestaciones se puso en seguida á cavilar á fin de cumplir del modo más eficaz y brillante el encargo con que se le había honrado, y al cabo de unos cuantos días de cavilaciones dejó redondeado el proyecto en los siguientes literales términos:
1.° En un gran lienzo se escribirá en letras como morcillas lo que desea, ó más bien exige el pueblo en virtud de su soberanía.
2.° El pueblo soberano se reunirá en el campo de la Peña; allí se desarrollará el lienzo, y puesto éste en un gran palo á modo de estandarte, el susodicho pueblo soberano, llevando á su cabeza el letrero, se dirigirá en manifestación solemne, unánime, imponente, y amenazadora, á casa del señor alcalde, ó donde éste se halle.
3.° La petición escrita en el lienzo en letras como morcillas será del tenor siguiente:
«El pueblo soberano pide al señor alcalde, y en caso necesario exige bajo pena de la cabeza del mismo dino funcionario, que para antes de las próximas vendimias invente una fiesta que sea sonada en el mundo con ser mundo, á fin de que traiga la barbaridad de forasteros que nos quitó el condonado temporal de la fiesta del pueblo, y se venda todo el vino que queda de la cosecha de antaño, que aunque fué bárbara, no lo fué tanto como amenaza serlo la de ogaño.—LA MANIFESTACIÓN.»
Aceptado el proyecto del tío Manifestaciones, llegó el día de la organizada por él, y el pueblo partió, como estaba acordado, desde el campo de la Peña á la casa de Ayuntamiento, donde se supo que estaba el señor alcalde y demás señores de justicia ayudando patrióticamente al consumo del vino del pueblo con unos marranillos asados.
Tal sobresalto causaron á los señores de justicia los patrióticos gritos que daba la manifestación al llegar á la casa consistorial, que con las barbas aun relucientes de grasa de los marranillos asados, se apresuraron á salir al balcón á ver qué demonios era aquello.
El tío Bramática, con cuyo sobrenombre era conocido el señor alcalde, porque su eterna muletilla era que el hombre sin bramática ni aun llegaba á mujer, leyó, al cabo de un cuarto de hora de deletreo, la petición del pueblo soberano é hizo señas de que iba á hablar.
El pueblo calló como un muerto de hambre, y el señor alcalde gritó como un repleto de pan, vino y marranillo asado:
—Pueblo soberano, veo que tienes bramática, y como yo y mis di nos compañeros la tenemos también, aunque en cuanto á lectura casi, nos estorba lo negro, ¡porrazo, doscientos mil de á caballo nos han de llevar sí la bárbara cosecha de vino de antaño no queda vendida antes que venga la de ogaño, que en efecto amenaza ser más bárbara aún! Retírate, pueblo soberano, que tus dinos señores de justicia tienen bramática bastante para responder con su cabeza de que pronto ha de venir acá la barbaridad de forasteros que nos quitó el condenado temporal de la fiesta del pueblo. He dicho, y si he dicho mal...porrazo, es porque no tengo bastante bramática para decir mejor.
El pueblo soberano prorrumpió en patrióticas aclamaciones, tales como la de ¡mueran los consumos y los consumiores!, y se retiró á sus hogares mientras los señores de justicia se retiraban á acabarlos marranillos asados, contribuyendo patrióticamente con su ayuda al consumo de vino del pueblo.
IV
Se iba acercando la nueva cosecha, que amenazaba ser aún más bárbara que la del año anterior, y el pueblo soberano refunfuñaba porque el señor alcalde y los demás señores de justicia no habían inventado aún la fiesta que bajo penado su cabeza habían prometido, y hasta el tío Manifestaciones opinaba que se debía hacer otra aún más solemne, unánime y amenazadora que la anterior, para obligarles á obedecer al pueblo soberano.
Ya no les quedaba polo sobro las orejas á los señores de justicia, y muy particularmente al señor alcalde, á fuerza de rascarse allí cavilando para inventar una fiesta que fuese sonada, pero aún no habían dado con os ta fiesta.
—Tío Bramática—decían los demás concejales al señor alcalde,—esto va rematadamente mal, porque á todos los señores de justicia, y particularmente á tí, nos cuesta la cabeza si no cumplimos el mandato del pueblo soberano. Que nosotros no tengamos bramática bastante para cumplirlo, puede pasar; pero que no la tengas tú que siempre la estás predicando, no puede pasar sin que el pueblo soberano nos pase un cordel por el cuello y nos cuelgue de un árbol en el campo de la Pena.
—¡Porrazo! es verdad—contestaba el señor alcalde estremeciéndose de terror;—pero por mucha bramática que uno tenga, ¿cómo inventa una fiesta que sea lo sonada que el pueblo soberano quiere cuando en Vitoria, en Logroño, en Pamplona, en Zaragoza, en Bilbao y hasta en Madrid con ser Madrid, en lo tocante á fiestas no saben salir de los consabidos toros, de los consabidos fuegos artificiales y de la consabida música?
—Eso también es verdad—asintieron los demás concejales, y el señor alcalde continuó:
—¡Porrazo! los señores de justicia nos cortamos le cabeza con prometer al pueblo soberano lo que le prometimos, pues estábamos al fin de la calle con haberle respondido: «¡Pueblo soberano! los señores de justicia, por mucha bramática que tengamos, no podemos tener tanta como los que en Madrid gobiernan á España, y si aquellos no cumplen lo que prometen, y eso que gobernar bien á una nación es más fácil que inventar una función nueva, pues según dijo no sé qué sabio, nada nuevo hay bajo el sol, ¿cómo lo hemos de cumplir nosotros? Conque, ¡pueblo soberano! no muelas pidiéndonos lo que no hemos de poder cumplir.»
—¿Y por qué, tío Bramática, no le respondiste al pueblo soberano eso?
—Porque... ¡porrazo! eso no se puede responder cuando le apuntan á uno lo otro marranillos asados y compañía.
—¡Malhayan los tales marranillos asados!—exclamaron en coro todos los señores de justicia, bajando tristemente la cabeza y sumiéndose en hondas y penosas cavilaciones, á ver si daban con la condenada fiesta que pedía y tenía ofrecida el pueblo soberano.
V
De estas cavilaciones sacó á los señores de justicia la llegada de un soldado licenciado que se presentó al señor alcalde solicitando papeleta de alojamiento, en virtud de la licencia absoluta que exhibió.
Con motivo de dudar el señor alcalde y los demás señores de justicia que los soldados licenciados tuviesen derecho á tal boleta, el licenciado tomó la palabra y habló con tanta elocuencia, que el señor alcalde, convencido y admirado de su mucha bramática parda, le interrumpió exclamando;
—¡Porrazo! estoy ya convencido de que todos los señores de justicia estábamos errados. Derecho tiene usted á alojamiento, y donde se va á alojar esta noche y las dornas que quiera es en la mejor casa del pueblo, que es la mía, aunque me esté feo el decirlo.
El licenciado aceptó con mil amores el ofrecimiento y se fué con el alcalde á casa de éste, sospechando que allí no tendría que hacer uso de la invención de aquel soldado que llevaba en la mochila un guijarro, mandando á los patrones que se lo guisaran con aceite, agua y sal que concede la ley á los alojados, y lo demás que quisiesen añadir, por ejemplo, un par de huevos ó unos tropezones de jamón, una voz guisado así el guijarro, lo añadía sopas que cenaba y le sentaban tan ricamente.
La sospecha del licenciado no había sido vana, pues licenciado y alcalde cenaron juntos, poniéndose de cuanto Dios crió, y particularmente de chuletas, pan y vino, hasta alcanzarlo con el dedo.
Conversando los dos de sobremesa, el alcalde contó al licenciado lo que á él y á los demás señores de justicia les pasaba con el pueblo soberano, y añadió:
—¡Porrazo! hombre, á ver si usted que de seguro tiene dormido más bramática que despiertos todos nosotros los señores de justicia, inventa una función nueva en que salgamos del peligro en que nos vemos de perder la cabeza, y el pueblo soberano salga del endemoniado conflicto de tenor sin vender una cosecha de vino bárbara en vísperas de otra cosecha que amenaza ser más bárbara aún.
—Mire usted, señor alcalde—contestó el licenciado modestamente.—yo, aunque me esté mal el decirlo, por debajo de la pata invento, si me pongo á ello, una fiesta como la que á ustedes les hace falta.
—Ya se ve que usted es pájaro de cuenta, ¡porrazo!
—Tan pájaro debo ser, señor alcalde, que en mi batallón rae llamaban el Hombre-pájaro.
—¿Y por qué? ¿Por su mucha bramática?
—No tanto por eso como por una habilidad que me ha dado Dios.
—¡Porrazo! ¿qué habilidad es esa?
Nada menos que la de volar como un pájaro hasta perderme de vista.
—¡María Santísima, qué habilidad tan rara! ¡Porrazo, eso es increíble!
—Increíble parece á primera vista, pero no si se reflexiona un poco. Si aprendemos á nadar en el agua, ¿por qué no hemos de aprender también á nadar en el aire? Si para nadar de un modo tenemos agua que nos sostenga, para nadar del otro tenemos viento que nos sostenga también.
—Eso, ¡porrazo! el Evangelio de la misa es.
—Pues bien, señor alcalde, el asunto es acertar con el modo de sostenerse con el aire como al fin se acierta con el modo de sostenerse con el agua.
—¡Porrazo, qué razón tiene usted!
—Pues yo he acertado con ese modo, y figúrese usted si traería acá barbaridad de forasteros una fiesta que se anunciase en veinte leguas á la redonda diciendo que el Hombre-pájaro volaría delante del público hasta perderse inmediatamente de vista, desde esa peña que dá sobre el paseo.
—¡Porrazo!—exclamó el señor alcalde dando con el puño en la mesa uno tremendo y abrazando radiante de alegría al licenciado;—con la venida de usted los señores de justicia hemos salvado la cabeza amenazada por el pueblo soberano!
VI
Reunidos el día siguiente los señores de justicia y el licenciado bajo la presidencia del señor alcalde en la casa consistorial y en torno de una mesa donde entre otras cosas alegraba la vista un cordero dorado á fuego lento, el licenciado expuso las condiciones con que se comprometía á volar el día y hora que previamente se anunciase en todos los pueblos de veinte leguas á la redonda.
—A mí—añadió,—no se me arruga el ombligo por hacer las cosas gratis, y más cuando las hago en obsequio de quienes se han portado tan campechanamente como el señor alcalde y los demás señores de justicia se están portando conmigo.
—¡Porrazo! nos portamos nada más que como usted se merece—respondió el señor alcalde con la cortesía que le era peculiar.
—En efecto—asintieron los demás señores de justicia.
Y el licenciado continuó:
—Pero en la presente ocasión necesito dejarme de rumbosidades. Yo era de oficio cavador cuando me tocó ir á coger el chopo, y al volver á mi pueblo, después de andar algunos años de viga derecha, tengo que buscar algún modo de vivir con que no necesite doblar el espinazo, porque se me ha de hacer muy cuesta arriba el volver á doblarle. Con la hoja de servicios que llevo, más limpia que una patena, ya podré sacar un estanquillo; pero tras esta saca viene otra más pesada, que es la de tabaco para surtirle, y necesito siquiera un par de docenas de onzas de oro, que son las que ustedes me han de dar para volar desde la Peña, y además una buena jaquita para hacer el resto del viaje á mi pueblo después de haber volado, y sobre todo para subir al voladero sin cansancio, que no me dejaría volar como es debido.
—¡Porrazo, veinticuatro onzas de oro y una jaca, mucho es para un pueblo tan pobre como hoy está el nuestro—dijo el señor alcalde frunciendo la boca y meneando la cabeza.
—En Efeuto que lo es—asintieron los demás señores de justicia. -
—Pero, señores—replicó el licenciado,—¿qué importa que hoy esté pobre el pueblo, si el día que yo vuele ha de volar la bárbara cosecha de vino que está por vender, quedando en su lugar el oro y el moro, y la seguridad de otra cosecha más bárbara aun?
—¡Eso, porrazo, también es cierto!—exclamó el señor alcalde, secundado con un «en efeuto» de los demás señores de justicia.
Cerrado el trato entre el licenciado y los señores de justicia con la condición exigida por el primero de que al entregarle la jaca se le habían de entregar las veinticuatro onzas de oro, porque su modestia no le permitía volver al pueblo después de haber hecho alarde de la gracia que Dios le había dado, pues se creería que volvía á recibir ovaciones, la emprendieron licenciado y señores de justicia alegre y fraternalmente con el cordero dorado á fuego lento y sus accesorios.
VII
La víspera y el día de la gran fiesta en que el Hombre-pájaro debía volar, millares de gentes de veinte leguas en contorno afluían por todas partes al pueblo en que se iba á ofrecer un maravilloso y nunca visto espectáculo.
El vuelo del Hombre-pájaro estaba anunciado para una hora antes de anochecer; pero para esta hora ya no quedaba en el pueblo una cántara del vino de la bárbara cosecha del año anterior; y basta saber esto para saber cuán turbia estaría la vista, y sobre todo cuán turbio estaría el entendimiento de los millares de forasteros que llenaban de bote en bote el pueblo y el campo de la Peña, casi tan borrachos de curiosidad como de vino.
El campo de la Peña estaba á punto de pegar un estallido con el concurso que encerraba, y los señores de justicia se vieron negros para facilitar el paso al Hombre-pájaro, que se dirigía á la Peña montado en la consabida jaca, de la que se debía apear detrás y al pie de la Peña, dejándola arrendada á un árbol hasta que después de volar volviese, volando ó andando, á montar en ella y tomar el camino de su pueblo, que precisamente pasaba por allí.
El Hombre-pájaro había pedido al señor alcalde que al mismo tiempo que él se dirigiese á la Peña, el pastor del pueblo se dirigiese á la ladera opuesta del valle, provisto (con perdón de ustedes) del cuerno, y en cuanto le viese en la Peña dispuesto á volar, tocase el cuerno como señal de atención.
En efecto, el pastor ya estaba en la ladera opuesta frente de la Peña cuando en la cima de ésta apareció el Hombre-pájaro.
Esta aparición levantó un inmenso grito de alegría y ansiedad en la muchedumbre, grito que se renovó al ver que el Hombre-pájaro hacía con los brazos ademán de volar, como ensayándose y preparándose para aquel nunca visto ejercicio.
En aquel supremo instante sonó una tocata de cuerno en la ladera opuesta, y al oiría la muchedumbre, incluso el señor alcalde y los demás señolees de justicia, que desconocieron el estilo musical del pastor con motivo de los primores de ejecución que éste hizo al tener por primera voz la honra de tocar su instrumento delante de millares de personas, volvió la espalda á la Peña para mirar á la ladera opuesta y ver qué inesperada novedad artística ocurría allí.
Guando terminó la magistral tocata de la ladera opuesta, la muchedumbre, como los señores de justicia, volvió la cara á la Peña y se encontró con que de ésta había desaparecido el Hombre-pájaro.
Maravillados todos, inclusos el señor alcalde y los demás señores de justicia, de aquella desaparición, supusieron que el Hombre-pájaro no tardaría en volver á aparecer allí para emprender su vuelo, porque habría bajado para tomar de las alforjas que llevaba en la jaca, bien provistas de municiones de boca, algo que se le habría olvidado, con que reforzar el estómago en las alturas.
Todos esperaron un buen rato, y el Hombre-pájaro no reaparecía en la Peña.
—¡Porrazo!—dijo para sí el señor alcalde, viendo que la muchedumbre empezaba á alborotarse;—¡qué va á que el pueblo soberano hace una barbaridad conmigo y los demás señores de justicia, si el Hombre-pájaro tarda un poco más en volar!
El señor alcalde descendió del árbol más gordo del paseo, donde se habían instalado él y los demás señores de justicia, pensando, con mucha cordura, que la autoridad debe estar por encima del vulgo, y se dirigió á la Peña á ver qué había sido del Hombre-pájaro.
La muchedunbre se tranquilizó, calló y esperó con viva ansiedad.
El señor alcalde apareció sobre la Peña, y anunciando por señas que iba á hablar, pidió al pueblo soberano que callase.
El pueblo soberano, que á veces obedece á la autoridad, obedeció entonces, callando como un muerto.
—Pueblo soberano—gritó el señor alcalde,—no esperes por más tiempo el vuelo del Hombre pájaro. El Hombre-pájaro voló mientras tú y nosotros los señores de justicia hacíamos la barbaridad de mirar hacia otro lado, por la única razón de que hacia otro lado sonaba un cuerno. Por semejante barbaridad debíamos darnos de cachetes tú, pueblo soberano, y nosotros los señores de justicia.
Así diciendo, el señor alcalde empezó á dárselos en la cabeza con ambas manos, y después de imitarle el pueblo soberano, se fué alejando, alejando á sus hogares de veinte leguas á la redonda, reconociendo que tenía razón el señor alcalde al decir que pueblo soberano y señores de justicia habían hecho una barbaridad al volver la espalda á un hombre que iba á volar como un pájaro, para ver y oir á un hombre que tocaba un cuerno como un pastor.
Al día siguiente el tío Manifestaciones organizó una de doscientos mil demonios para dar las gracias al señor alcalde y los demás señores de justicia porque habían librado al pueblo soberano de la amenaza de morir de hambre con una bárbara cosecha de vino sin vender en vísperas de otra cosecha de vino más bárbara aún.