I
A Ramón no le podían ver ni pintado en su pueblo, porque era un holgazán como una loma, sin oficio ni beneficio, por lo que le llamaban el maestro de hacer cucharas, que en aquel país significa aproximadamente lo que en otros el maestro de atar escobas. Mientras le duró la herencia paterna lo pasó muy bien, andando de viga derecha; pero cuando acabó de comérsela, no encontró quien le diese para llenar la andorga, y á fuerza de acostarse con una ración de hambre y levantarse con otra de necesidad, se iba quedando como un alambre.
—Pero, hombre—le decían todos,—ya sabes que en esta vida caduca, el que no trabaja no manduca.
—¡Ya lo sé, por mi desgracia!—contestaba Ramón bostezando.
—Pues entonces, ¿por qué no trabajas para manducar? Dios opina que el hombre debe ganar el sustento con el sudor de su frente.
—En ese punto no estoy conforme con Dios.
—¡No digas judiadas, hombre!
—Las opiniones son libres.
—Pero no las opiniones contrarias á las de Dios.
Razonando y disputando así el maestro de hacer cucharas, se moría de hambre por no querer doblar el espinazo, y recordando é interpretando absurdamente el precepto bíblico que dice: «Nadie es profeta en su patria», y el refrán que añade: «El que no se aventura no pasa la mar», determinó irse por el mundo en busca de tierra donde pudiera comer sin trabajar.
Andando, andando, recorrió las siete partidas sin encontrar lo que buscaba, y llegó á un pueblo, donde se sentó, desfallecido de hambre, en uno de los bancos de piedra que adornaban un paseo.
Al fin del paseo se veía un convento, cuyos frailes pasaban y repasaban por delante de Ramón, tan colorados y tan gordos, que daba gusto el verlos.
Al ver á los frailes, lo que le ocurrió á Ramón no fué pensar en lo mucho y bien que servirían á Dios, sino en lo mucho y bien que comerían y beberían. Trasladándose mentalmente al refectorio del convento y sus dependencias, vió allí divinidades gastronómicas, que le pusieron los dientes de á cuarta.
—¡Qué despensa tan bien provista tendrán esos siervos de Dios!—pensaba Ramón recordando todas esas pinturas cromo-litográficas que adornan los escaparates de las estamperías, representando frailes y curas reventando de gordos y nadando en delicias concupiscentes, y, sobre todo, en las de la gula.—¡De seguro que el convento tiene en su bodega los mejores vinos que produce la tierra; en su pesquera; los mejores pescados que produce el agua, y en su despensa, los mejores jamones que producen Avilés y Extremadura.
Ramón continuaba trazando un magnífico poema gastronómico por este estilo, y pensando cómo podría él componérselas para introducirse en el convento y sacar de allí la tripa de mal año, cuando se sentó á su lado un viejecito que venía de hacia el convento.
—Con permiso de usted—le dijo el viejo,—voy á descansar aquí un poco, porque vengo de hacer la visita diaria al Padre Guardián, y como vamos ya á Villavieja, las piernas no nos quieren acabar de llevar á casa si no descansan un poco.
—¡Hola! ¿con que es usted amigo del Guardián de ese convento?
—Mucho. Nos críamos, como quien dice, juntos, y como sus santas ocupaciones son muchas y las profanas mías son pocas, le hago diariamente mi visita, y aquel bendito de Dios no sabe cómo agradecérmelo lo bastante.
—Según eso, ¿el Padre Guardián es muy buena persona?
—Un santo, que está reclamando un nicho en los altares. ¡Hombre! con decirle á usted que hasta con los árboles se encariña, está dicho todo. Había en la huerta del convento un hermoso peral, á cuya sombra gustaba el Padre Guardián de descansar y dedicarse á sus lecturas, y cuyas peras le gustaban mucho. Un huracán que se desató el otoño pasado derribó el peral. Paseando esta tarde por la huerta con el Padre Guardián, he visto el tronco del peral, apoyados sus dos extremos sobre dos sillares, y cubierto con tejas, para que la humedad del suelo y la lluvia no le dañen; y preguntandé tan frío, no le hicieron astillas y se calentó con él las piernas la santa Comunidad, me ha dicho que por todo el oro del mundo no daría aquel madero, pues le guarda para hacer de él un San Cristobal de cuyo santo es el Guardián muy devoto.
—¿Y cómo no ha mandado aún hacer el San Cristobal?
—Porque la Comunidad es demasiado pobre para llamar ex-profeso á un escultor, y espera á que por casualidad venga por aquí alguno que más bien por caridad que por interés, quiera favorecer á la Comunidad con tan santa obra.
—Yo soy escultor, y casi casi me dan tentaciones de detenerme á hacer esa obra de caridad, ya que el Padre Guardián es tan bendito.
—¡Calla! ¿Con que usted es escultor? ¡Hombre, qué feliz casualidad! Decídase usted á dar un alegrón al Padre Guardián yendo á visitarle y diciéndole que se encarga de hacerle el San Cristobal, que tanto desea tener, por devoción al Santo y por la santificación del peral, que tan buenos ratos le dió durante muchos años con su sombra, y, sobre todo, con sus peras.
—Casi casi estoy decidido á ello, aunque me están esperando en veinte partes distintas para trabajar en mi arte, pagándome á peso de oro.
—Por mucho que le paguen á usted, no será tanto como le pagará Dios en el cielo el trabajo que dedique á los santos religiosos de este pueblo.
—Esa paga es la que más me satisface, y para alcanzarla, voy ahora mismo á ver al Padre Guardián.
—Sí, no se detenga usted, porque me parece que oigo tocar á refectorio en el convento, y si se descuida usted un poco, no podrá ver á Su Reverencia hasta despues de la refacción.
Los ojos lo chispeaban á Ramón al oir que tocaban á refectorio, é inmediatamente se encaminó al convento, seguro de que, cuando menos, aquel día iba á sacar la tripa de mal año.
Conforme caminaba, iba soliloqueando del modo siguiente:
—Lo mismo entiendo yo de hacer santos que de hacer cucharas; pero necesito comer, y comer inmediatamente, y como dijo el otro, ésta es la cuestión, y lo demás, inclusa una paliza que me arrimen esos benditos frailes cuando sepan que he llenado la tripa á su costa por medio de un engaño, me importa un comino. ¿Con que ahora están tocando á refectorio? Hombre, no han de ser tan poco cumplidos los frailes que no me digan: «Usted gusta comer con nosotros». ¡Vaya si gustaré, y vaya si será abundante y apetitosa la comida, porque lo que es los frailes que he visto estaban de buen año!
II
El maestro de hacer cucharas llegó á la portería del convento, y en lugar de preguntar si podía ver al Padre Guardián, dijo al portero:
—Hermano, avise al Padre Guardián que un escultor desea hablarle.
El convento se alborotó al saber que un escultor había llegado á la portería, y el Guardián, lleno de gozo, se apresuró á ordenar que le condujeran á su celda.
Para que se comprenda mejor aquel alboroto y aquel gozo, hay que explicar más por menor lo que pasaba con el tronco del peral caído. En aquel tronco, no veía ya la Comunidad un tronco de árbol; que veía un glorioso San Cristobal hecho y derecho, alto y fornido como un Goliat, con un bastón como el muslo de un hombre de grueso en la mano, y con un Niño Jesús como un serafín en el hombro.
Un lego, á quien por lo decidor, discreto y sentencioso llamaban el hermano Séneca, y consultaba la Comunidad en los casos graves, se dejó decir un día que en todo madero y en toda piedra había un santo, y toda la habilidad del escultor se reducía á saber sacarle del madero ó de la piedra. Como el Padre Guardián había decidido que el santo que se sacase del tronco del peral fuese el glorioso San Cristobal, de quien era muy devoto, y de esta devoción participaba toda la Comunidad, toda la Comunidad vió desde entonces mentalmente en el tronco del peral, no un tronco, sino una perfecta imagen del glorioso San Cristobal tal como lo he descrito. Así era que todos los religiosos veneraban ya aquella imagen, inclinándose devotamente al pasar por delante de ella, como se inclinaban al pasar por delante de la de San Francisco que estaba en la iglesia, oculta tras una cortina. La única diferencia que los buenos religiosos encontraban entre la imagen de San Cristóbal y la de San Francisco, consistía en las cortinas que las ocultaban. La que ocultaba á la imagen de San Francisco era de seda, y cualquiera la podía descorrer, y la que ocultaba á la imagen de San Cristobal era de madera, y sólo la podía descorrer un escultor.
Este escultor había llegado después de esperarlo largo tiempo, iba á descorrer la cortina de San Cristobal, y la santa Comunidad iba á contemplar con los ojos de la cara la venerada imagen que hasta entonces sólo había contemplado con los ojos del alma.
Me parece que la cosa era para alborotarse el convento y llenarse de gozo el Padre Guardián.
No dejó de extrañar Ramón que al atravesar por cerca de la cocina del convento no lo diese en la nariz tufillo alguno de pollo asado, jamón frito, perdiz en salsa, salmón cocido, merluza rebozada, etc., etc.; pero se tranquilizó atribuyéndolo á que su nariz habría perdido con el desuso la aptitud para percibir aquel delicioso tufillo.
El Padre Guardián, que salía alborozado á su encuentro, le recibió con bondad suma y le hizo sentar en un sillón frente al suyo.
—¿Con que tiene la honra nuestra pobre y santa casa; le preguntó su Reverencia, de que la visite un escultor?
—La honra, reverendísimo Padre Guardián, es del humilde artista, y sería mucho mayor si el artista pudiera servir en algo á esta santa Comunidad. Un buen anciano muy afecto á ella, y particularmente á vuestra Reverencia, con quien por feliz casualidad he hablado no lejos de aquí, me ha dicho que vuestra Paternidad deseaba mandar hacer una efigie del glorioso San Cristóbal.
—Es verdad, hermano, que tengo ese vehemente deseo; pero como también le habrán dicho, la Comunidad es tan pobre, que sólo puede remunerar al artista con sus bendiciones y la hospitalidad durante el tiempo que emplee en la obra.
—Lo sé, reverendo Padre Guardián, y á mí me bastará por parte de la Comunidad esa remuneración, porque la que más deseo es la que Dios pueda añadirle.
—Debo advertirle, hermano, que las constituciones de nuestra santa casa, arregladas á nuestra pobreza y espíritu de mortificación, son tan estrechas en punto á alimento nuestro y de aquellos extraños á quienes damos hospitalidad, que una de sus proscripciones es la de que no podremos alimentar á ningún extraño á la Comunidad á menos que él y uno de los religiosos se conformen con compartir la poca porción de alimento que corresponde á cada religioso. Yo tendré mucho gusto, hermano, en compartir la mía con el caritativo artista que trabaja en dotar á nuestra iglesia de una imagen del glorioso San Cristobal, á quien tengo mucha devoción, porque á su intercesión debí el no perecer al pasar un río. Diga, pues, hermano, si se conforma con esta dura, pero sagrada prescripción de nuestras constituciones.
—Me conformo gustoso, Padre Guardián.
—Mire, hermano, que es muy dura para el que no está acostumbrado á ella como yo lo estoy.
—Los artistas españoles también están acostumbrados á durezas.
—Pues, hermano, ya que quiere participar de nuestra mortificación, pase conmigo al refectorio, donde ya está reunida la Comunidad propiamente para hacer penitencia.
EL Padre Guardián y el maestro de hacer cucharas se dirigieron en efecto al refectorio, diciendo Ramón para sí:
—¡Penitencias como la que voy á hacer me dé Dios toda la vida! Si fuera cualquier otro de los frailes el que hubiera de compartir su ración conmigo, no me haría mucha gracia; pero siendo el Padre Guardián, ya es otra cosa, porque naturalmente ha de tener, cuando menos, ración doble y algún plato de plus sobre los de la Comunidad.
El Padre Guardián se sentó á la cabecera de la mesa é hizo sentar á su derecha al artista, á quien chocó mucho que sólo hubiera destinado un servicio para los dos, y éste tan pobre, que consistía en un cuchillo, un jarro de agua y una cuchara de madera.
Después de la bendición de la mesa, que dirigió el Padre Guardián, y duró cerca de media hora, pues hubo Padrenuestros, Avemarías, Salves y Credos para infinidad de santos y vírgenes y bienhechores del convento, se sirvió el primer plato, que consistía en una cazuela por barba de alubias guisadas con aceite, sal y ajos.
El Guardián, después de decir á Ramón que las: constituciones del convento asignaban en cantidad y calidad la misma refacción á todos los religiosos, incluso el prelado, le dió la cuchara, advirtiéndole que por turno debían servirse ambos de ella, á lo que puso el artista alguna resistencia, diciendo que no debían sus labios pecadores profanar la cuchara salida de los labios del prelado. Turnando la cuchara de mano de Ramón á la del Guardián, y de mano del Guardián á la de Ramón, dieron entre ambos fin á la cazuela de alubias, que en honor de la verdad, á Ramón parecieron muy buenas y le pusieron el estómago como un reloj, porque á mucha hambre no hay pan duro, y el hambre de Ramón era canina.
Con gran asombro de Ramón, que creía las alubias sólo destinadas á hacer boca y esperaba la sucesión de una porción de platos á cual más apetitoso, terminada aquella refacción, que todos, incluso al Padre Guardián, sazonaron con un trago de agua, el Padre Guardián se puso á dar gracias á Dios por el alimento concedido á la Comunidad.
El maestro de hacer cucharas tuvo tentaciones de dar un gran escándalo diciendo que aquello no merecía que se diera á nadie gracias por ello, pero se aguantó pensando que más valía tener le tripa llena de alubias, pan y agua, que llena de viento, como hacía mucho tiempo la tenía.
—Ya ve, hermano—le dijo el Padre Guardián en conversación de sobremesa,—que aquí va á hacer verdadera penitencia.
—Padre—contestó Ramón,—algo se ha de hacer en el mundo para ganar el cielo; pero explíqueme dos cosas que no acierto á comprender. Yo he oído decir que un tal Horacio dió licencia á los pintores y los poetas para mentir cuanto les diere la gana; pero me parece que mienten demasiado los que pintan todas esas estampas en que no se ven más que fraile; y curas sentados á opíparas mesas, ó regodeándose entre toneles ó botellas de exquisitos vinos.
—Hermano, esas son licencias pictóricas, que paga la propaganda de sectas disidentes para calumniar y desacreditar al clero católico.
—¡Ah, ya! Lo comprendo perfectamente, aunque no lo apruebo; pero sáqueme, Padre, de otra duda. Si todas esas delicias gastronómico-báquicas son pura licencia pictórea, como en efecto lo son, según lo que veo en esta santa casa, ¿en qué consiste que todos estos benditos religiosos, inclusa Vuestra Paternidad, están tan gordos y tan guapos, que da gloria de Dios el verlos?
—Consiste, hermano, en que la tranquilidad de la conciencia es lo que más engorda al hombre.
En este punto, el maestro de hacer cucharas, que en asuntos de conciencia era muy lego, se quedó con su duda; pero se la guardó para sí, pensando que las alubias, el pan y el trago de agua le habían puesto el estómago como un reloj.
III
De orden del Padre Guardián proveyóse al escultor de las herramientas necesarias, se trasladó el tronco del peral á la habitación que se había destinado para su estudio, y el escultor comenzó su trabajo, después de pedir y concedérsele, que nadie, incluso el mismo Padre Guardián, entrase en aquella habitación, á fin de que nadie fuese á perturbar su inspiración artística.
Pasaron días y más días, y Ramón, que parecía el espíritu de la golosina cuando llegó al convento, se iba poniendo tan gordo y guapo. En la tranquilidad de su conciencia no debía consistir esta mejora, porque, ó no la tenía, ó la tenía más negra que el carbón el que por llenarse la tripa engañaba á aquellos benditos frailes haciéndoles creer que sabía hacer santos, cuando con muchísima razón le habían puesto en su pueblo por apodo el maestro de hacer cucharas, porque no sabía hacer nada; pero la verdad era que las alubias estaban muy bien guisadas; alguno que otro día se reemplazaban con lentejas ó patatas, estas últimas con su pizquita de bacalao, y los días de incienso hasta se sustituían con un potaje de garbanzos y espinacas, que era para chuparse los dedos.
Naturalmente esto era gran cosa para el que hacía mucho tiempo se acostaba con una ración de hambre y se levantaba con otra de necesidad, aunque el hombre tuviera la conciencia como un tizón. Así era que Ramón, si algo pedía á Dios en sus cortas oraciones, era que le permitiese vivir en aquella santa casa el más largo tiempo posible. Lo único que le mortificaba un poco era que la ración que compartían el Padre Guardián y él le dejaba siempre con gana de algunas cucharadas más, porque el Padre Guardián era mucho más diestro que él en colmar, la cuchara; pero aún de esto se consolaba pensando que os sapientísima máxima higiénica la de que el que no quiera que le empache un manjar, lo conseguirá infaliblemente absteniéndose de hartarse de él.
La Comunidad toda, y particularmente el Padre Guardián, ardían en deseos de que terminase la imagen del glorioso San Cristobal, que debía representar á este gran santo pasando un río, apoyado en un tronco de árbol, que le servía de bastón, y con el Niño Dios en sus hombros, y no cesaban de preguntar á Ramón á qué altura llevaba su trabajo.
—Ya le tengo á la altura de la cabeza—contestó Ramón un día;—pero al siguiente se presentó al Padre Guardián, lleno de consternación.
—¿Qué le pasa, hermano?—le preguntó el Guardián alarmado
—Padre, me pasa, ó mejor dicho, nos pasa una gran desgracia, con que sin duda Dios ha querido castigar mi vanidad artística. Tenía ya casi concluído el San Cristóbal, con perfección tal, que... lo confieso, Padre, la vanidad más pecaminosa se había apoderado de mí, y cuando iba á emprender con la cabeza, que era lo único que me faltaba, me he encontrado con un condenado nudo en el trozo correspondiente á ella; de modo que he perdido todo el trabajo, y tenemos que renunciar á hacer del tronco del peral la imagen del glorioso San Cristóbal.
—¡Qué dolor, hermano, qué dolor!—exclamó el Padre Guardián desconsolado. Un santo tan grande...
—Por lo mismo, padre, que era un santo tan grande...
—No hablo, hermano, de la grandeza corporal del santo, sino de la espiritual.
—Es verdad, que la grandeza espiritual y corporal corrían parejas en el glorioso San Cristobal.
Toda la Comunidad participó del dolor del Padre Guardián cuando supo aquella gran desgracia.
—Una cosa me ocurre, Padre Guardián—dijo el escultor después de un rato de profunda meditación.—Vuestra Paternidad tenía en tal estima el tronco del peral, que quería santificarle convirtiéndole en un santo.
—Es verdad, hermano, que no otra cosa merecía el tronco del árbol que con tan apacible sombra y tan sabrosas peras me había regalado durante muchos años.
—Pues en ese caso, si á Vuestra Paternidad le parece, ya que no podamos hacer de él un San Cristobal, haremos un santo más pequeño; por ejemplo, un San Juan Evangelista, que, como mozo imberbe en la época de su vida en que se le representa, no había llegado aún al complemento de su estatura.
—Me parece muy bien, hermano—contestó el Padre Guardián lleno de alegría.—Y ciertamente que San Juan Evangelista, el discípulo más amado de Jesús, no fué santo menor que San Cristobal en lo espiritual, aunque en lo corporal lo fuese. Nada, nada, hermano, haga un San Juan Evangelista de la madera que le quede útil.
—Así lo haré, Padre Guardián, y ruegue á Dios que no tengamos una nueva desgracia, porque los nudos son la desesperación de los artistas que trabajamos en madera.
—Es verdad, hermano, y en prueba de ello le voy á contar una anécdota curiosa. Uno de nuestros religiosos fué á confesar á un carpintero que se hallaba en peligro de muerte, y como le preguntase si perdonaba á todos los que le habían hecho daño, le contestó el carpintero: «Sí, padre, á todos los perdono, menos á los nudos, que son los que me han hecho desesperar en esta pícara vida».
—Pues yo contaré á Vuestra Paternidad cosas no menos curiosas en ese punto. ¿No ha oído Vuestra Reverencia contar lo que hizo el diablo con el glorioso San José cuando el santo trabajaba de carpintero?
—No, hermano; cuéntemelo, que bien necesito que me distraigan un poco del dolor que me ha causado la triste noticia que ha venido á darme.
—Pues ha de saber, Padre, que el diablo se daba á doscientos mil demonios viendo que el santo carpintero no tenía por donde él pudiera echarlo la uña, y que hasta las malas partidas que le jugaba venían á resultar en beneficio del Santo, y aun del arte, como sucedió con lo de la sierra.
—¿Qué fué eso de la sierra, hermano?
—La sierra era entonces un instrumento imperfecto, pues como sus dientes formaban línea recta en vez de estar, como ahora, ladeados alternativamente á derecha é izquierda, corría poco, y era necesario darle sebo á cada instante para que corriese. El diablo pescó una noche la de San José, y con un alicate lo fué ladeando los dientes, y después de hacer esta operación se marchó muy satisfecho, creyendo que el Santo iba á echar sapos y culebras por la boca cuando se pusiese á aserrar y viese que la sierra no hacía más que magullar la madera. Abrió San José su taller la mañana siguiente, cogió su sierra y se puso á aserrar y se quedó agradablemente sorprendido al ver que la sierra, sin darle sebo ni nada, adelantaba más entonces en un minuto que antes en un cuarto de hora. Examinándola vió en qué consistía aquello, y adivinando que era efecto de alguna trama del diablo, convertida por Dios en adelanto del honrado arte de la carpintería, llamó tramar á la operación hecha por el diablo en la sierra, y así se llama aún aquella operación.
Al Padre Guardián, como era tan bendito, le entró tal risa al oir el cuento del maestro de hacer cucharas, que se tumbó en un sillón celebrando el chasco que se había llevado el diablo.
—Pues oiga Vuestra Reverencia—continuó Ramón,—otro chasco que el enemigo malo se llevó con el glorioso San José.
—Cuente, cuente, hermano—dijo el Guardián conteniendo aún con dificultad la risa.
—Entonces, para alisarla obra labrada con azuela ó hacha, se usaba un pedazo de madera dura, que se pasaba y repasaba sobre ella. Una noche cogió el diablo el alisador de San José y se entretuvo en embutir en él la parte inferior de un formón de modo que estuviese tan disimulado que el Santo no lo conociese, y cuando fuese á alisar madera, el corte del formón, que apenas sobresalía media línea del alisador, le magullase la obra. San José, apenas abrió el taller la mañana siguiente, cogió el alisador y se puso á alisar una tabla, y se quedó agradablemente maravillado al ver que de dos boleos quedaba la tabla como la seda. Al ir á averiguar en qué consistía aquello, echó de ver la pillada del diablo, y burlándose de él, exclamó: ¡Ce pillo! (porque el Santo ceceaba un poco, cosa que daba mucha gracia á su conversación, y desde entonces le quedó el nombre de cepillo al alisador perfeccionado por el diablo, con gran adelanto del honrado arte de la carpintería.
Al Padre Guardián, que era una alhaja para lector ú oyente de los cuentistas que tienen tan poca gracia como yo para contar, lo entró de nuevo tal risa, que el maestro de hacer cucharas creyó que se desternillaba.
A fin de contenerla, el maestro de hacer cucharas se apresuró á continuar.
—Cansado el diablo de hacer al Santo jugarretas, en que siempre le salía el tiro por la culata, se puso á idear una diablura de padre y muy señor mío, y al fin dió con ella. Cogió un poco de venenillo que destila la lengua de los envidiosos y maldicientes, que son una misma cosa, derramó gotas de él en la madera en que iba á trabajar el Santo, de cada gota resulto un nudo más duro y empedernido que el corazón de los egoístas, y cuando el santo carpintero se puso á trabajar, los nudos le hicieron tan mala obra, que perdió la paciencia de tal modo, que si no hubiera sido un carpintero tan santo y bien emparentado, de seguro no hubiera ido al cielo.
Dejando aún al Padre Guardián tumbado en un sillón reventando de risa, el maestro de hacer cucharas se fué á hacer el San Juan Evangelista.
IV
Así el Guardián como la Comunidad molían al escultor pidiéndole noticias del santo Evangelista, porque hacía ya meses que había emprendido aquella nueva escultura, y no les llegaba la camisa al cuerpo, temerosos de que el diablo se la echase a perder derramando en la madera alguna gota del venenillo de marras, que diese por resultado un nuevo nudo.
En cuanto al escultor, aseguraba que la obra iba á su gusto y no tardaría en terminarla, y aunque no echaba barriga, como la había echado el Padre Guardián y los frailes, sin duda porque tenían la conciencia más tranquila que él, pedía á Dios que le permitiese hacer penitencia el resto de su vida en aquella santa casa, porque desde que entró en el convento tenía el estómago tan arregladito cuanto desarreglado le tenía antes de entrar.
Pero cate usted que un día se presenta al Padre Guardián, exclamando lleno de consternación:
—¡Ay, Padre Guardián, qué gran desgracia!
—Hermano, ¿qué es lo que ocurre?—le preguntó el Prelado con los pelos de punta.
—Lo que ocurre es que al ir á esculpir la cabeza del Evangelista para dar por terminada mi obra, me he encontrado con un enorme nudo en ella.
—¡Por vida de los nudos de mis pecados!—exclamó el Guardián perdiendo la paciencia por la primera vez de su vida; pero recordando que aquellos nudos podían ser obra del diablo, para que la perdieran él, el escultor y la Comunidad, hizo un gran esfuerzo para recobrarla, la recobró, y preguntó al escultor con mucha calma:
—Y dígame, hermano, ¿tendremos que perder toda esperanza de convertir en veneranda imagen el peral que tan grata sombra y tan sabrosas peras me dió?
—No, Reverendísimo Padre; aun puedo hacer con lo que queda de su tronco una imagen, por ejemplo, la de la Virgen María, que naturalmente, como mujer, era de menos estatura que San Cristóbal y San Juan Evangelista.
—¡Alabado sea Dios por el consuelo que nos proporcionó con esa idea!—exclamó el Padre Guardián alzando los ojos al cielo.—Haga, hermano, la imagen de la Virgen María, y así saldremos ganando con no haberle permitido, al enemigo malo hacer la de San Cristobal ni de San Juan Evangelista; que, aunque fueran grandes santos, su santidad no admite comparación con la de la Madre de Dios
El maestro de hacer cucharas se adhirió en un todo á este parecer del Padre Guardián, y volvió á encerrarse en su estudio por espacio de meses enteros, en que diariamente encargaba á los religiosos, cuando de sobremesa se hablaba de su obra, que procurasen con sus oraciones ahuyentar al diablo para que no se la echase á perder con algún nuevo nudo.
Los buenos religiosos no omitían medio de cumplir aquel encargo; pero á pesar de esto, los temores del escultor y la Comunidad se realizaron, porque días después de haber anunciado el primero que se acercaba al término de su obra, anunció lleno de consternación, de que participó la Comunidad y muy particularmente el Prelado, que el diablo con un nuevo nudo le había echado á perder por tercera vez la escultura.
—Hermano—dijo al artista el Padre Guardián,—no puedo resignarme á abandonar la esperanza de convertir el tronco del peral, que tan grata sombra, y sobre todo tan sabrosas peras me regaló por espacio de muchos años, en un objeto sagrado, ó cuando menos, si sagrado no pudiese ser, en un objeto profano.
—Sagrado ha de ser, Padre Guardián—contestó el escultor con resolución tal que llenó de esperanza y alegría al Prelado y aun á toda la Comunidad.—Es verdad que la madera que nos queda del peral tendrá la altura de un perro sentado: pero aun así puede salir de ella un precioso Niño Jesús.
—¡Hermano, Dios le bendiga por esa idea!—exclamó el Padre Guardián, y toda la Comunidad lo hizo coro con un amén.—¡Un Niño Jesús! ¡La imagen del Redentor, dos veces santa por su personificación divina y por su representación de la gracia y la inocencia humanas!... Sí, hermano, háganos de mi querido peral una imagen del Niño Jesús.
El maestro de hacer cucharas volvió á encerrarse en su estudio, y la Comunidad á matarse para ahuyentar de el al diablo, temerosa de que volviera á hacer alguna de las suyas. En cuanto al Guardián, era tanta su alegría con la esperanza de que su querido peral se iba á convertir en una preciosa imagen del Niño Jesús, que hasta se le aumentó con ella el apetito, á pesar de que, gracias á Dios, siempre había sido bueno, con gran sentimiento del maestro de hacer cucharas, que no había encontrado medio de colmar la suya como el Padre Guardián, y por tanto salía muy perjudicado en el reparto de la refacción.
Meses hacía que oí escultor se ocupaba en la obra del Niño Jesús, cuando un día se presentó al Guardián muy afligido, participándole que una vez más le había echado á perder el diablo la obra con un nuevo y terrible nado.
El Padre Guardián se echó á llorar al ver que había desaparecido su última esperanza; pero el escultor le consoló sacando de debajo de la blusa un cucharón de madera, y anunciándole que por fin había conseguido utilizar la del peral haciendo con ella aquel utensilio de refectorio, que permitiría al humilde artista no profanar con sus pecadores labios la cuchara salida de los santos del Prelado.
—¡Ah, hermano!—exclamó el Padre Guardián arrebatándolo el cucharon,—esta cuchara ha de ser para mi uso, que siendo hecha de la madera de mi querido peral, el alimento que tomo con ella me será doblemente sabroso. Vamos al refectorio, donde ya nos espera la Comunidad; que tengo ansia de estrenar esta preciosa cuchara.
El maestro de hacer cucharas, al ver que lo había salido el tiro por la culata, como al diablo cuando se las hubo con el glorioso San José, tuvo intenciones de romperse el bautismo saltando por la ventana. Se había propuesto proveerse de una cuchara que, aun sacándola cortesmente del plato sin colmarla, lo proporcionase doblo ración, y se encontraba con que había trabajado para el obispo, ó lo que venía á ser lo mismo, para el Prelado.
La desesperación del maestro de hacer cucharas era fundadísima, porque el Padre Guardián de dos cucharetadas dejó vacío el plato, y á su compañero de manducatoria poco menos que alpiste.
—Esto va mal y retemal—dijo para sí al retirarse del refectorio con la tripa poco menos que llena de aire, como cuando entró en el refectorio por primera voz. ¿Y qué os lo que yo me hago ahora? Si tomo el portante por esos mundos de Dios, vuelvo á las andadas, es decir, á acostarme en ayunas todas las noches. Y si permanezco aquí como huésped, cosa que es muy dudoso se me permita después de haberse visto, ó cuando menos sospechado, que sólo me corresponde el título de maestro de hacer cucharas, el Padre Guardián me hará ladrar de hambre con ese maldecido cucharón fabricado por mí. Lo que á mí me conviene es ingresar en la Comunidad con derecho propio, ó hablando en plata, meterme fraile en esto convento. Sí, señor, decididamente me meto fraile, y así tendré como cada quisque mi cuenco de potaje, que despacharé sin andar en comanditas, porque ni á Cristo Padre daré yo parte en mi refacción, y pronto empezaré yo á echar barriga como los demás religiosos, tanto más, cuanto que entonces tendré la conciencia tan tranquila como el primero de estos siervos de Dios.
Dicho y hecho: Ramón, que casi se llamaba ya á sí mismo fray Ramón, hizo en toda regla su petición de que se le admitiera de hermano lego, y el Guardián, antes de resolver, consultó el caso con el hermano Séneca, que, por supuesto, estaba bien enterado de los antecedentes del peticionario, y ya más de una vez se había mostrado reservado y caviloso cuando se trataba de él.
El dictamen del hermano Séneca fué el siguiente:
—Dios es un Señor infinitamente bueno, sabio, poderoso y justo, y el deseo de llenar la tripa sin trabajar no es suficiente mérito para ser admitido á su servicio. Los que no ven más allá de sus narices intelectuales, y otros que, aunque vean, hacen que no ven, suponen que este es el único mérito que nos abre á los frailes las puertas del convento, y ni Dios ni nosotros podemos asentir con hechos á esta suposición de los que no ven más allá de sus narices intelectuales, ó, aunque vean, hacen que no ven
El Padre Guardián, en vista de este dictamen, despidió del convento al maestro de hacer cucharas con un non possumus, una bendición y un zoquete de pan.
¿Y qué ha sido del maestro de hacer cucharas? Yo se lo diré á ustedes: se metió á hombre político y se las bandeó muy bien, unas veces como republicano, otras como carlista, otras como zorrillista, otras como sagastino, otras como canovista, y otras como moderado. Más aún les diré á ustedes: es hombre de tal influencia en la política española, que á él se deben principalmente todas las grandes desventuras que España ha experimentado en estos últimos años, desde que las inició el derrumbamiento del trono de San Fernando hasta que las coronó el derrumbamiento del árbol de las libertades vascongadas!