I
Comedia sin teatro, para maldita la cosa vale. Antes de hacer la comedia, hagamos el teatro.
El teatro representa, la Plaza de un lugar de la provincia de Madrid. A derecha é izquierda, bocacalles. En el fondo, una casa grande con balcones. Y hacia el lado del público, la concha del apuntador, donde el autor se mete y apunta en unas cuartillas de papel cuanto dicen y hacen los actores para ir en seguida á parlárselo al público.
Acaba de amanecer y acaba la tía Bolera de plantarse en medio de la Plaza con una costa de higos delante.
Sale Bartolo sin sombrero y mirando á todas partes, como si se lo hubiese perdido algo.
Mucho oído, que comienzan á hablar Bartolo y la tía Bolera.
—Buenos días, tía Bolera.
—Buenos te los dé Dios, Bartolo.
—Hoy los mozos que salgan bien de la quinta, de seguro la dejan á usted sin higos para regalar á las novias. Yo que usted no hubiera madrugado tanto teniendo la venta segura.
—Pues tú bien madrugas también.
—Es que anoche, andando por aquí de ronda, me llevó el sombrero el aire, y no puedo dar con él por más que le busco.
—Cabeza es lo que debes buscar, que esa te hace más falta que el sombrero.
—Velay usted lo que tiene el ser uno tonto.
—Vamos, ¿no me compras higos?
—¡Canasto, la pinta no es mala!
—Pruébalos, que son muy ricos.
—Vamos á ver—dice Bartolo manducándose higos.—Este... estaba un poco duro. Este... estaba demasiado blando. Este... amargaba un poco. Este... estaba demasiado dulce.
—¡Anda y prueba solimán de lo lino, que los higos están caros!
Y la tía Bol era amenaza con una pesa á Bartolo.
—¡Pero, tía Bolera, si como soy tonto no se lo que me pesco!
—Eso te vale, que si no te rompía la cabeza con una pesa. Vamos, ¿cuántos higos quieres?
—Aguarde usted, mujer, que antes de todo es ajustar. ¿A cómo son?
—A cuatro cuartos la libra.
—Vamos, que algo menos serán.
—No son un maravedí menos.
—¡Canasto, no ha de tener usted palabra de Rey!
—Vaya, no muelas. ¿Cuántos quieres?
—Eche usted cuatro ó seis libras si me los da usted fiados.
—¿Ahora salimos con eso?
—¡Pero, tía Bolera, si no tengo un cuarto!
—¡Anda, anda, lárgate de aquí ó te descalabro con una pesa!
—Tía Bolera, no me asuste usted, canasto, que me van á hacer daño los higos que he comido.
—¡Así reventaras!
—Pero, ¿tengo yo la culpa de ser tonto?
—¡Te he dicho que te largues!
Bartolo se retira á una esquina, y la tía Bolera añade en tono muy sentimental:
—¡Ay! ¡El Señor nos conserve cabales los cinco sentidos!
Cardona, que es un mozo cuya sonrisa burlona Ta por todas partos diciendo: «El que me la pegue á mí, no ha de ser rana», sale por la parte opuesta á la esquina en que está Bartolo, y pregunta:
—¿Qué es eso, tía Bolera?
—¡Qué ha de sor! Que si me descuido se zampa todos los higos ese zoquete.
—¡Canute! No me hable usted de ese tonto, porque me tiene muy quemado..¿Creerá usted, tía Bolera, que pretende casarse con la Jeroma?
—¿Con la chica del señor alcalde? En el nombro del Padre y del Hijo..¡Con la más rica del lugar!
—¡Cabalito!
—Pero ella no le hará caso.
—¡Pues no se le ha de hacer, canute, si está chalaa por él, y dice que aunque la hagan tajadas no se casá conmigo!
—Pues ándate con cuidado, no sea que te la peguen...
—¡Pegármela á mí! la mí, canute! ¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡Que es tonto el muchacho!
—Es verdad que ya sabes tú dónde el zapato te aprieta. Cardona te llaman, y te está pintiparado el nombre.
—Verá usted ¡canute! cómo le armo al tonto una zancadilla que vaya á presidio por toda la vida.
—¿Y cómo se la vas á armar?
—No se cómo, pero yo cavilaré y me saldré con la mía. ¡Canute! Ya podía usted, tía Bolera, ayudarme á inventar un embuste para que se lleve Pateta á ese bruto. Si me ayuda usted á desbancarle, pongo de balde á la disposición de usted todos los frutales de mi huerto, y se hace usted de oro, ¡canute!
—Pierde cuidado, que yo inventaré una cosa buena. Ya sabes que para eso me pinto sola. Coma que por esta gracia que Dios me dió para inventar enredos y bolas, me pusieron la tía Bolera.
Bartolo, que si no quita ojo de los balcones, tampoco le quita de los higos de la tía Bolera, exclama:
—¡Canasto, y qué ganas de comer higos me han entrado!
—Vamos, ¿no me compras higos?—pregunta la tía Bolera á Cardona.
—¿A cómo son?
—A cuatro.
—Pues eche usted un par de libras para que rumie el ganado.
—¡Canasto!—exclama Bartolo.—¡Que no tuviera yo cuatro cuartos para comprar una libra de higos!
—Apara el sombrero—dice á Cardona la tía Bolera.—Tú me estrenas, hijo.
—Con que son... cuatro y cuatro... doce—dice Cardona., contando por los dedos.—Ahí tiene usted los doce cuartos.
—Cardona repara en Bartolo.
—¡Canute!—añade.—¿Entuavía está ese tonto ahí? Verá usted, tía Bolera, cómo lo apedreo! ¡Anda, Bartolo! ¡anda, borrico! ¡anda, bestia! ¡anda, tonto!
Así diciendo, Cardona tira higos á Bartolo, éste los va cogiendo y zampando con mucho gusto; y el uno tirando y el otro zampando sin más que decir: «Dime tonto y dame higos», desaparecen por una de las bocacalles:
—¡.Ja! ¡ja! ¡ja! ¡Qué listo es este Cardona!—exclama la tía Bolera desternillándose de risa.—Con razón pasa por el más listo del pueblo. ¡Ja! ¡ja! ¡ja!
II
Cardona vuelve inmediatamente, y dice enseñando el sombrero completamente desocupado:
—Se acabó la munición y me quedé desarmado.
El tío No-hay-Dios sale de casa del alcalde, y Cardona le grita:
—¡Eh! ¡Alguacil! ¡Tío No-hay-Dios!
—¡Mira, Cardona, que no pongas motes á nadie! No gastes bromas con nosotros los señores de justicia, que te planto en el cepo como soy alguacil.
—Pues ya puedes plantar en él á todo el lugar replica la tía Bolera,—porque no hay quien no te llame tío No-hay-Dios.
—¿Y por qué te lo llaman?—pregunta Cardona.
—Porque cuando volví del servicio no quería ir á misa, se pretexto de sí había Dios ó dejaba de haberle. Me casé poco después, mi mujer me sopló tres chicos de un parto, se me perdió la cosecha, se me murieron dos caballerías, y mi casa era una perdición. Un día fuí á Madrid á vender un borriquillo, que era lo último que en mi casa quedaba por vender, y al llegar allá, le dió un torozón á la bestia y se murió. Vendí en un duro la piel del borrico, y volví á tomar el camino del pueblo, pensando si aquello me sucedería por decir que no había Dios; cuando catato tú que encuentro un pobre con tres chiquillos desnudos y muertos de hambre y me pide limosna, diciendo que Dios me daría ciento por uno. Yo tenía por fáula lo de Dios, pero tenía tres chiquillos como el pobre y me puse á pensar que estaban á pique de pedir limosna. Pues señor, que se me ablanda el corazón, que doy el duro al pobre echándome la cuenta del perdido, y que sigo mi camino oyendo las bendiciones de los que se quedaban con el último duro de mi caudal. ¿Qué diréis que encontré al llegar á casa?
—¿Alguna cuerda para ahocarte?
—No, oso hubiera sucedido sino hubiera Dios; pero como le hay, me encontré con una carta en que me decían que el coronel de mi regimiento, con quien estuve de asistente, había muerto y me había dejado mil duros. Salgo entonces por el pueblo gritando: «¡Hay Dios! ¡Hay Dios!» Mi casa comienza á prosperar, la justicia me nombra alguacil, viendo que me he hecho buen cristiano, y hoy sería el más dichoso del pueblo si me llamaran el tío Hay-Dios, en lugar de seguir llamándome el tío No-hay-Dios.
—Pero oye, que para eso te llamaba: tú, que eres algo de justicia, ¿no has olido algo de la causa que el juez del partido nos sigue al tonto y á mí, por los palos que llevaron los forasteros el día de la función?
—¡Pues no he de haber olido! Justamente vengo de entregar al señor alcalde un oficio del juez que han traído esta madrugada.
—¿Y sabes lo que dice?
—¡Vaya si lo sé! Como que su merced le ha leído alto delante de mí
—¡Canute! ¿Y qué dice?
—Dice que á tí te han condenado por buenas composturas á pagar mil reales de las costas.
—¡Canute! ¡Por vida de!..¿Y á Bartolo?
—Bartolo ha salido del todo libre.
—¡Pero si él fué quien pegó los palos, y yo no hice más que enzarzarle con los forasteros, y luego hacer que metía paz para que no rezara conmigo la causa!
—¡Ya! Pero el juez dice que como Bartolo es tonto, no tiene pena, y te ha cargado á tí las costas que el tonto debía pagar.
—¡Canute! ¡Recanute! ¡Que esto me suceda á mí!
—Ea, con que diquiá luego, que hoy con la quinta estamos muy ocupados los señores de justicia. Tú, Cardona, no tengas miedo; que, como sois treinta los mozos útiles, y nada más que cuatro los soldados que piden, malo ha de ser que á tí te toque la china Mira, ya tocan á misa. Vete á oirla, que ¡hay Dios!
El alguacil desaparece.
—¡Canute! ¡Para misas estoy yo!—dice Cardona tirándose de los pelos.
—Hombre—le arguye la tía Bolera,—no te desesperes por mil reales más ó menos.
—Tía Bolera, si no es por los mil reales, que lo que me quema á mí es que el tonto se ría... Pero ¡canute! no se ha de reir, que si yo aflojo mil reales, él ha de ir á un presidio.
—Hijo, eso está muy bien pensado. Si le echas á un presidio, ¿quien te disputa á tí la Jeroma? Y sí te casas con la Jeroma, que es la moza más rica de todo el pueblo, ¿qué te hacen á tí mil reales más ó menos?
—¡Canute! Tiene usted razón, tía Bolera, Cavile usted á ver qué enredo le armamos, que yo voy á hacer lo mismo. Con que diquiá luego.
—Adiós, hijo.
Cardona repara al irse en un sombrero que está entre unas matas de ortigas, debajo de los balcones de la casa del alcalde, y exclama:
—¡Canute! ¿De quién será este sombrero?
—Será el del tonto, que le perdió anoche andando por ahí de ronda.
—¡Ay, tía Bolera de mi alma, qué idea me ocurre, canute!
—Cuéntame, hijo, cuéntame.
—Espera usted un poco, que ahora hablaremos la la una! ¡á las dos! ¡á las tres!
Cardona tira el sombrero de Bartolo á uno de los balcones de la casa del alcalde, y añade reventando de satisfacción.
—¡Ajá! Ahí está bien ¡canute!
—Pero, muchacho, ¿qué has hecho?
—Ya está armada, ¡canute! El tonto va á presidio, como tres y dos son siete. Tía Bolera, ahora sí que la necesito á usted. Hogaño no les ha tocado llevar fruta á los frutales de mi huerto, y el año que viene van á estar á remo, Ve usted el sombrero del tonto?
—Sí; pero le vería con más gusto en los cerezos espantando los tordos.
—No; mejor está en el balcón del cuarto de la Jeroma. Oiga usted y mucho pesquis. Bartolo subió anoche al cuarto de la hija del alcalde; al bajar por el balcón dejó allí el sombrero: por el sombrero se descubre al saltabalcones y atropelladoncellas, y el alcalde echa á presidio al que asaltó su casa y la honra de su hija.
—¡Bendito sea Dios que tanto talento te ha dado, hijo!
—¡Pues qué! ¿Soy yo tonto, canute? Con que ¿me ha entendido usted?
—A las mil maravillas. ¡Bien hayan las madres que paren hijos tan listos!
—Ahora sólo nos falta que todo el lugar sepa las gracias del tonto.
—El pregón de la Plaza me toca á mí.
—Y á mí el de las calles y callejuelas. Con que ¡manos á la obra, tía Bolera!
—¡Manos á la obra, Cardona!
Vuelven á tocar á misa, y Cardona se larga, restregándose las manos de satisfacción.
III
Muchas gentes atraviesan la Plaza en dirección á la iglesia. La tía Bolera habla misteriosamente con cuantos y cuantas se le acercan, señalando al balcón donde está el sombrero de Bartolo. El alcalde y su hija salen de casa, llevando la Jeroma pañuelo á la cabeza.
Hablan el alcalde y su hija.
—¡Jesús, padre, qué empeño en ir á misa primera!
—¡Picarona! ¿Quieres que me quede sin misa, para que al alcalde le llamen tío No hay-Dios, como al alguacil?
—Pues oiga usted misa mayor.
—No quiero, que me está esperando todo el ayuntamiento para hacer el sorteo, y en seguida la declaración de soldados, para salir del paso cuanto antes.
—La declaración de soldados es de hoy en ocho.
—¡Qué sabes tú, habladora!.
—Siempre ha sido así.
—Eso manda la ley; pero el ayuntamiento ha acordado hacerla hoy y ponerla la fecha del domingo que viene, porque el domingo toda la justicia está convidada á una borrachera que dá ese señor que ha venido de Madrid.
—¡Vaya un modo de cumplir la ley!
—¡Qué ley ni qué calabazas! En los pueblos no se anda con cumplimientos.
—Pues bien: váyase usted solo á misa primera, que yo me quedo para la mayor.
—¡Ya, ya te entiendo, pájara! Lo que tú quieres os ir sola á misa para gastar palique con el tonto. No te verás en ese espejo. Ya te he dicho que con quien te has de casar os con Cardona, que es el más listo del pueblo.
—Y á los hombres, ¿de qué les sirve ser listos
—¡Calla, habladora, que te voy á sacar la lengua! Si no fuera yo listo, ¿no me la hubieras tú pegado ya?
—Si quisiera pegársela á usted...
—¡Pegármela tú á mí! ¡Facilillo es!
—Pues yo no me caso con Cardona, que me caso con Bartolo.;
—Bartolo es tonto.
—Pues á mí me sirve aunque lo sea.
—¡Anda, el tercer toque! ¡Vamos á misa!
—¡Pues! ¡Y he de entrar en misa sin mantilla!
—¡Qué mantilla ni qué...! En los pueblos no se anda con cumplimientos. ¡Vamos, vamos, pícara! ¿Qué va á que por tu causa me ponen tío No-hay-Dios?
El alcalde echa á correr, y al trasponer una esquina se le escapa su hija, que va á meterse por otra callejuela, diciendo:
—¡Sí, ahora me iba yo á quedar sin hablar con Bartolo, cuando no lo he visto desde el domingo pasado!
Por la misma callejuela viene Bartolo muy afligido y hablando solo como los tontos.
—¡Canasto!—dice.—Lo que á mí me pasa no le pasa á nadie en el mundo con ser mundo, y más valiera morirse uno que ser tonto.
—Al ver á la Jeroma, corre á ella buscando el consuelo que le falta, y exclama abrazándola:
—¡Ay, Jeroma de mi vida, qué desgracia la nuestra!
—¡Anda, bruto, y abraza á un toro!—replica la Jeroma rechazándole y arreándolo un bofetón que le hace ver las estrellas.
—¡Hi!¡hi!—gimotea Bartolo.—No esperaba yo de tí semejante correspondencia.
—¿Y qué tienes tú que abrazar á una moza soltera?.
—Pero, mujer, ¿no ves que como soy tonto no sé lo que me hago?
—Pues yo te iré avispando en cuanto nos casemos.
—¡Qué canasto nos hemos de casar si corre por allí un embuste que si le oye tu padre me echa á presidio!
—¡Ay, Bartolo de mi alma! ¿Y qué embuste es?
—¡Qué ha de ser, canasto! Que anoche subí á tu cuarto por el balcón.
—¿De veras dicen eso?
—Tan de veras como yo soy tonto.
—¿Y qué vamos á hacer para desmentirlo?
Un muchacho pasa por la Plaza cantando una copla que oye Bartolo, pero que no debe oir el público hasta más adelante, á fin de que no pierda la ilusión.
—¡Ay, canasto, qué cosa me ocurre!—exclama Bartolo al oír la copla, poniéndose más alegre que un entierro de pariente rico.
—¿Y qué cosa es?
—No te la digo, porque te vas á enfadar.
La gente que sale de misa aparece.
—¡Ay, que nos va á ver mi padre!—exclama la Jeroma, disponiéndose á echar á correr.
—¿Me quieres, Jeromilla?
—Sí que te quiero.
—Pues adiós.
—Adiós.
Y cada cual tira por su lado.
El alguacil encuentra á Bartolo cuando éste va huyendo, y lo dice:
—Bartolo, ya sé que anoche hiciste un pecado gordo. ¡Mira que hay Dios!
Y el alguacil sigue su camino.
En el soportal de la casa de ayuntamiento comienza el sorteo para la quinta; pero á pesar de lo que interesa á todos los vecinos aquel acto, muchos dejan de prestar atención á él por cuchichear de otra cosa que debe ser muy diferente, pues los hace reír, y por contemplar el sombrero de Bartolo, que continúa en el balcón.
Bartolo se retira del soportal, llorando como un becerro porque ha sacado el número cuatro, y poco después hace lo mismo Cardona, pero saltando de alegría, porque ha sacado el número cinco, y tocando al pueblo sólo cuatro soldados, son útiles para coger el chopo los que han sacado los cuatro primeros números.
El ayuntamiento se retira á tomar un refresco, compuesto de vino de Valdepeñas, un cochifrito y pan tierno.
Apenas el alcalde tira el primer latigazo al Valdepeñas, se le vuelve veneno en el cuerpo. ¿Por qué? Porque al fin llega á su oído lo que ya todos los vecinos saben: que su hija está deshonrada porque Bartolo asaltó anoche su honra, de lo cual es bu en testigo el sombrero que aún campea en el balcón.
—¡Tío No-hay-Dios—grita hecho un solimán,—prenda usted inmediatamente á ose galopo, y tráigamelo aquí atado codo con codo!
El alguacil cumple inmediatamente la orden del alcalde. Y al ver conducir preso al tonto, casi todo los vecinos, incluso Cardona, corren á la casa de ayuntamiento.
—Bartolo—dice el alguacil al preso, conforme le conduce,—si has cometido un delito, no lo niegues. ¡Mira que hay Dios!
—¡Bartolo!—grita el alcalde.—¿No es verdad que no entrastes anoche en mi casa? ¿No es verdad que es una infame calumnia la que todo el pueblo levanta á la honra de mi hija?
—Señor alcalde—contesta el tonto,—yo le diré á usted lo que pasó anoche.
—¡Di la verdad!
—¡No la he de decir, canasto!
—Pues despacha, que en cuanto dos tú la declaración, la justicia tiene que comenzar la de soldados...
—Pues señor, pasaba yo debajo del balcón de la Jeroma, cuando digo: «Aquella estará ya en lo caliente; pero ¡canasto! si duerme, que despierto.» Con que cojo una china y la tiro al balcón, y cate usted que la Jeroma sale en camisa...
—¡Qué azotes! ¡Grandísima bribona!
—Comencé á echarla piropos y se reía la tonta, y decía: «¡Buenos galopos estáis los hombres!» Con que digo: «Mira, échame una escupitina en el sombrero y me marcho, que aquí corre un gris de lo lino.» Dice: «Mira, Bartolo, ¿quieres subir?» Digo —«No, que si me siente tu padre...» Dice; «¡Qué! ¡Si mi padre está ya roncando como un marrano!...»
—¡Marrano yo!...
—¿Yo qué sé? Ella así dijo. Con que en éstas y las otras, que si subes, que si no subo, dice: «Voy á abrirte la puerta.»
—¿Y abrió?
—¡Vaya si abrió, canasto!
—¡Ah, hija de una cabra!
—¡Poco á poco ¡canasto! que es usted su padre!
—¿Con que abrió la grandísima?...
—¿No le digo á usted que sí, canasto?
—¿Y tú que hiciste?
—¡Toma! Yo, como soy tonto, me metí en casa...
—Es decir, en casa ajena. ¿Y subiste?
—Ya ve usted, bajé por el balcón...
—¡Ah, infame! ¡Qué presidio te vas á mamar!
—¡Ca!
—¿Cómo que ca? Te coge de medio á medio la ley.
—La ley no reza conmigo.
—¿Por qué no, bribón?
—Porque soy tonto.
—¡Ya te daré yo la tontería! ¡Penetrar en casa ajena á las tantas de la noche!...
—En los pueblos no se anda con cumplimientos.
—Alguacil, sopla en el cepo á este bribón.
—Si se acerca á mí, le hundo los sesos de un puñetazo.
—¡Favor á la justicia!
Cardona y otros mozos ayudan al alguacil, y entre todos sujetan á Bartolo, que alcanza á Cardona dos puñetazos dirigidos al alguacil.
IV
Aquí viene un monólogo del barba, es decir, del alcalde. Los monólogos son de tan mala ley en las comedias como en los libros las dedicatorias á ministros y gente así; pero allá va, á ver si se acaba de llevar el demonio la literatura dramática, que poco le falta.
—Hasta los perros y los gatos saben que ese bribón penetró anoche en mi casa. Por consiguiente, hasta los gatos y los perros pueden declarar contra él, y me será fácil echarle á un presidio. Sí, ¡voto á bríos Baco balillo! á un presidio ha de ir ese bribón.
El muchacho que cantó antes la copla, vuelve á cantarla. Como ya no tenemos miedo de destruir la ilusión del público, no hay inconveniente en que el público oiga lo que canta el muchacho. El muchacho canta:
Dice el sabio Salomón
que el que engaña á una doncella
no tiene perdón de Dios
si no se casa con ella.
Esta copla iluminó antes la obscura inteligencia de Bartolo, y
ahora ilumina la nebulosa del alcalde. De modo que esta copla sirve de
candileja en nuestro teatro.
¿Por qué su luz no habrá alcanzado también á la inteligencia de Cardona? Si Cardona no fuera el más listo del pueblo, tendríamos por el más tonto del pueblo á Cardona. Pero dejémonos de conversación, y oigamos el monólogo del alcalde.
—Pero bestia de mí, ¿cómo hablo de echar á presidio á ese galopo, si la fatalidad le ha hecho ya yerno mío? El único medio de lavar la mancha que ha caído en la honra de mi casa, consiste en el casamiento del tonto con mi hija. Sí, se casará, ¡voto á una recua de demonios! ¡Tío No-hay-Dios!
El tío No-hay-Dios aparece.
—Saca del cepo á Bartolo, y tráele aquí.
El tío No-hay-Dios obedece, y el respetable público, al ver que sacan al soportal al tonto, se agolpa al soportal.
—Bartolo—dice el alcalde, plagiando sin conciencia,—el que deshonra á una doncella no tiene perdón de Dios ni de los hombres si no se casa con o ella más pronto que la vista.
—No digo lo contrario—contesta Bartolo.
—Pues bien: te vas á casar con mi hija.
—Con mucho gusto y fina voluntad.
—¡Eso no, canute!—salta Cardona, poniéndose como un toro.—Quien se casa con la Jeroma soy yo.
—No puede ser—replica el alcalde.
—Lo que no puede ser es guardará una mujer—murmura Bartolo, riéndose como un tonto.
—Sepa usted y sepan todos los presentes que lo de la subida de Bartolo al cuarto de la Jeroma es un cuento inventado por mí, con ayuda de la tía Bolera.
—Pues la tía Bolera y tú iréis á un presidio por calumniadores.
El respetable público prorrumpe en aplausos.
—¡Canute! ¡Recanute! ¡Que me suceda á mí esto
—Pero como unos lo creerán y otros no, la honra de mi hija quedará en vilo si Bartolo no se casa con la Jeroma; y para que no quede, quiero que la Jeroma se case con Bartolo.
—Pero casándose conmigo queda todo compuesto—arguye Cardona
—Si no oros calumniador, ores un mozo sin vergüenza. Cualquiera de las dos cosas que seas, no sirves para yerno mío.
El respetable público silba estrepitosamente á Cardona, y ésto se larga echando sapos y culebras por aquella boca.
—¡Eh! ¡Cardona!—le grita la tía Bolera desde su puesto.—¿Con que estamos conformes en que me cederás los frutales de tu huerto?
—No estamos conformes—contesta Cardona desesperado.
—¿Por qué, hijo?
—Porque los necesito para ahorcarme en ellos.
El respetable público aplaude la determinación de Cardona ¡Ah, pedazo de!...
El juicio de exenciones y declaración de soldados comienza.
Los tres primeros números son declarados útiles.
—¡Número cuatro!—grita el secretario.
Y Bartolo se presenta.
—¿Tiene usted algo que alegar?
—Sí, señor, que soy tonto.
EL ayuntamiento delibera y declara inútil para el servicio á Bartolo por tonto de capirote.
—¡Número cinco!—vuelve á gritar el secretario.
Y comparece Cardona tan dos esperado, que se tiraría de los pelos si no se los hubiera arrancado ya de rabia.
—¿Tiene usted alguna exención que alegar?
—Sí, señor, que soy más tonto que una mata de habas—contesta Cardona con profunda convicción.
El ayuntamiento y el respetable público se echan á reir como quien dice: «¡Que pillo es ese muchacho!»
Cardona es declarado útil para poder manejar el chopo.
—¡Canute! ¡Recanute!—exclama Cardona arreándose puñetazos á sí mismo.—Que llamen al número seis, porque yo voy á matar al tonto y á ahorcarme en seguida en un árbol de mi huerto.
El respetable público vuelve á aplaudir.
—Tío No-hay-Dios—dice el alcalde,—al cepo con ese quinto hasta que se haga la entriega en caja.
Cardona se defiende como un león, pero al fin el alguacil, ayudado por Bartolo y otros mozos, le sujetan.
—Cardona—le dice el alguacil por lo bajo al soplarle en el cepo—¡hay Dios!
—¡Ya lo sé!—contesta Cardona, ya más manso que un cordero.
V
Esta comedia tiene su epílogo y todo, lo que prueba que os muy buena. Como las buenas escasean tanto, milagro será que algún empresario no nos la represento ó algún autorzuelo no nos la birle; pero si á tal se atreviesen, ¡ay de ellos, que el autor los balda echándoles la ley encima! ¡Pues no faltaba más que se hiciese esto con sus obras en España, después de reimprimirlas sin su permiso en Alemania y traerlas á vender en Madrid!
El epílogo es pasados unos quince días.
Cardona, con los demás quintos, sale del pueblo para ir á entrar en caja. Al pasar junto á su huerto, dirige la vista á los frutales, pesaroso de no ahorcarse en uno de ello?.
Jeroma y Bartolo salen de la iglesia, donde acaban de casarse. ¡Ahora sí que el tonto se mete en casa del alcalde!
Entre la multitud de gentes que acompañan á los novios va el tío No-hay-Dios.
—Bartolo—dice el alguacil,—el calumniador ha sido castigado y recompensado el inocente. Esto te probará que ¡hay Dios!
—Sí—contesta Bartolo,—y por eso tengo un remordimiento.
—¿Cuál?
—Cardona va soldado por haber alegado yo que soy tonto.
—¿Y sospechas que no lo eres?
—Lo sospecho.
—Yo también sospecho que eres más listo que Cardona.