El Modo de Descasarse

Antonio de Trueba


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Si yo escribiera esto cuento sólo para gentes de esta región de altas y agrestes montañas y hondos y amenos valles, que se dilata entre el Océano y el Ebro, no necesitaría dar pelos y señales del sacristán de Gruezúrraga, porque ¿quién no conoce, del Ebro acá, siquiera los principales rasgos de su fisonomía moral, que dibuja para regocijo de todos los presentes, uno de los más decidores y cuenteros en las veladas de invierno en torno del hogar, donde chillan las manzanas atormentadas por el fuego y hace gor-gor la caldera de castañas suspendida del llar, y en la pela ó deshoja del maíz, donde está reunida y medio sepultada entre calzas ú hojas la gente más reidora del barriecillo, y en la layada, donde forman en fila, alternando con los hombres, las muchachas más vigorosas y reidoras, y en la-salla ó escarda del trigo y del maíz, donde los cuentos alternan con los cantares?

Pero contando esto cuento para gentes de allende el gran río por excelencia histórico, y aun para gentes de allende el mar Atlántico, necesario es que dé pelos y señales del sacristán, y aun del Cura, y aun de la feligresía de Gunzúrraga.

Démoslas, antes de todo, de la feligresía; que para pintar un cuadro, lo primero es preparar el lienzo donde se ya á pintar.

Guezúrraga es una feligresía de cincuenta vecinos, escondida en el valle más solitario de la región cantábrica. Los que moran en ella tienen laderas casi, verticales por muros de su vivienda, una vega de mil pasos de longitud y quinientos de latitud por pavimento, y el cielo, que se ve allá arriba, allá arriba, por techo.

La veguita está dividida por un bullicioso riachuelo, á cuya orilla no se descubren más edificios que un molino de techo enharinado, junto al cual se alza un puente de piedra de alto arco y revestimiento de hiedra, único que facilita la comunicación entre las dos veguitas y las dos barriadas en que la feligresía se divide.

Estas barriadas están escalonadas en las estribaciones de las montañas de derecha é izquierda, donde la pendiente es mucho menor que la que comienza de allí arriba.

La barriada de la derecha se llama Elejacoa, ó de la iglesia, y la de la izquierda Bidecoa, ó del camino, nombres que han recibido, la primera, de la iglesita que se alza en medio de ella, y la segunda, de un antiguo camino ó calzada que pasaba por la ladera de la montaña, y modernamente se ha convertido en carretera provincial.

Las casas no son suntuosas, ni mucho menos pero sí limpias y alegres, y no hay ninguna que no tenga á la trasera su huertecillo provisto de variados frutales, y aún de unas cuantas colmenas medio escondidas entre matas de romero, y al frente un campillo, donde cada vecino tiene siquiera un par de nogales y un par de cerezos.

En cuanto á los habitantes de la aldea, debo decir que, á pesar de la-soledad en que viven, lejos de participar del carácter taciturno y triste, tan común en las gentes de las peladas llanuras del interior de España, participan, hasta con exceso, del alma plácida y tentada á la risa que caracteriza á la raza cuskara.

La iglesia parroquial de San Miguel Arcángel participa de la humildad de la aldea, menos en la riqueza de sus campanitas, que es fama son muy sonoras, porque en su fundición se empleó tanta plata como bronce, por razones que debieron saber al diablo á cuerno quemado.

El origen de la iglesia, en que tiene el suyo la aldea, es sobremanera curioso, si la tradición que le cuenta no miente; y hago esta salvedad porque hay en el nombre de Gruezúrraga un misterio etimológico que me obliga á ello, y relacionado acaso con este misterio, hay en aquella comarca otro, que consiste en la costumbre de dar mate á los guezurragueses acusándoles de que siempre pronuncian entre dientes el octavo Mandamiento de la ley de Dios.

Asegúrase en la región cantábrica que llamando al diablo á las doce en punto de Nochebuena, desde un sitio donde no se oígan campanas, el diablo aparece allí inmediatamente y otorga todo lo que se le pide, con tal que se le otorgue todo lo que pide él, que es, por supuesto, el alma.

Allá por el siglo XVII, que es cuando más guerra han dado el diablo y sus auxiliares las brujas y los hechiceros, como lo prueba la historia de nuestras provincias y municipios, que se gastaban un dineral en combatir esta plaga, no habitaba alma viviente en el profundo valle de Guezúrraga que ya llevaba entonces, y desde tiempo inmemorial, este nombre, muy apropiado á sus circunstancias, y era el sitio donde los desesperados y réprobos iban á pactar con el diablo en Nochebuena, porque en toda esta región aquél era el único sitio conocido donde no se oyeran campanas.

Todavía se ve, para terror del vecindario, á orilla del único camino que da ingreso á la aldea subiendo riachuelo arriba, una obscura caverna horizontal, por donde salía el diablo para presentarse al desdichado que le llamaba.

Dolido un piadoso y buen caballero de los buenos negocios que desde tiempo inmemorial hacía el diablo en Gruezúrraga, determinó privar al enemigo malo de aquel mercado de falsedad y mentira, y para ello se valió del sencillo y santo medio de edificar en aquella soledad una iglesita, cuya advocación fuese la de San Miguel Arcángel, que puso las peras á cuarto al diablo tomándole por peana suya, y provista de sonoras campanas, cuya sagrada armonía llenase aquella soledad y sonase en el tímpano del diablo aun más desagrada blemonte que agudo clarín en tímpano de perro.

Al amparo de la iglesita de Gruezúrraga, que el fundador dotó de capellán, á fin de que todos los días dijese misa en ella y dióse un rato de mil demonios al diablo alborotando el valle y las montañas con sus campanitas verdaderamente argentinas, por efecto de la mucha plata que se mezcló con el bronce al fundirlas, se fueron levantando las cincuenta casas y el molino de que Gruezúrraga consta, y es un milagro de Dios que hubiese quien fuera á poblar allí teniendo el lugar nombre tan malsonante, porque Gruezúrraga significa valle ó sitio de la mentira ó la falsedad, y no ha habido medio de quitarle esto nombro, á pesar de haber dejado de merecerle desde que aquel sitio dejó de ser mercado de falsedad ó mentira para el diablo.

De esto no hay que extrañarse, porque Arrigorriaga, que significa lugar de piedras bermejas, y se llamó así por la mucha sangre que tiñó las suyas cuando los vizcaínos destrozaron al ejército leonés y mataron á su caudillo, el príncipe Ordoño, cuyo sepulcro está en el pórtico de Santa María Magdalena, continúa llamándose así, á pesar de que diez siglos han bastado para desteñir sus ensangrentadas piedras.

Hablemos ahora del sacristán y el Cura de Guezúrraga, no sin autos advertir que nombro al sacristán primero que al Cura porque, aunque en la iglesia y en mi respeto tenga menor categoría, en este cuento la tiene mayor. De todos modos, sacristán y Cura merecen capítulo aparte.

II

José Miguel, como se llamaba el sacristán de Gruezúrraga, era todavía hombre de treinta y tantos años, y había estado en América, de donde había vuelto, según decía, convencido de que lo lotería de América cuesta muchísimo más y tiene muchísimas menos probabilidades de caer que la de España.

No se sabía si era soltero, casado ó viudo, porque cuando se lo preguntaba cuál era su estado, su única contestación era esta;

—¡Soy descasado!

Naturalmente esta contestación ponía la risa en los labios de cuantos la oían; pero la risa se detenía al ver que al contestar así se le saltaban las lágrimas á José Miguel..

Este era el encanto y el asombro de la aldea por su agudeza de ingenio, que todos, hasta el señor Cura, calificaban de sabiduría.

Para gozar fama de sabio entre gentes tan ignorantes y sencillas como las de Gutezúrraga basta tenor un poquito más que sentido común. Yo, que no soy el que inventó la pólvora, gozo fama hasta de brujo entre tres elegantes señoritas amigas mías, que no tienen pelo de tontas, aunque le tengan de candorosas. Un día paseaba con ollas por un jardín, y nos detuvimos á contemplar un canastillo de hermosos pensamientos dobles.

—¿A que sé—dije á mis compañeras—en lo que estáis pensando las tres?

—¿A que no?—me contestaron las tres á la vez.

—Pues estáis pensando en vestidos de terciopelo.

—¡Jesús!—exclamaron las tres santiguándose de admiración.—¡Usted por fuerza es brujo!

Porque resultaba que las tres, sin comunicarse su pensamiento, estaban pensando: «¡Quién tuviera un vestido de terciopelo de esa finura y ese color!»

Voy á contar algunos de los rasgos de ingenio que á José Miguel habían valido el concepto de sabio.

Decía José Miguel que todo tenía remedio en este mundo menos la muerte, y justificando esta afirmación, encontraba salida para toda dificultad ó apuro en que era consultado.

Desde que el maíz empezaba á granar, los vecinos, que necesitaban dormir y descansar de las fatigas del día, tenían que pasar la noche en vela guardando sus heredades, porque si no, bajaban los jabalíes y se las asolaban.

Convocóse concejo general para convenir y acordar sobre este importante asunto, y el resaltado fué acordarse unánimemente que se consultase á José Miguel, á ver si tenía remedio el mal que lamentaba la feligresía, puesto que decía tenerle todo en el mundo menos la muerte.

Consultado José Miguel por una comisión del vecindario, su contestación fué que él se ingeniaría de modo que ni los vecinos necesitasen velar por los maizales, ni los maizales fuesen víctimas de la voracidad de los jabalíes.

Las mujeres casadas pensaron volverse locas de alegría cuando tuvieron noticia de la contestación de José Miguel, porque, lo que ellas decían, no se habían casado para carecer de marido todas las noches durante uno ó dos meses del año.

e

En efecto, José Miguel colocó en medio de la vega, aprovechando el chorro de agua que derramaba por una teja una fuente que allí había, un aparatito hidráulico, que consistía en una ruedecilla cuyo eje tenía unos topes, que al pasar ponían en movimiento un macito que daba en hueco y hacía, particularmente en el silencio de la noche, un contínuo ruido que se oía hasta desde la cima de las montañas, con lo que los jabalíes no se atrevieron á bajar á la vega.

Siendo yo muchacho ideé análogo aparato con análogo objeto, para evitar á mi padre que pasara la noche guardando el maíz de los estragos de los jabalíes, y el resultado no correspondió á mis esperanzas y deseos, porque si bien los jabalíes no se atrevieron á bajar al maíz la primera noche, la segunda, acostumbrados ya á la uniformidad de aquel ruido, bajaron y nos destrozaron la cosecha; pero José Miguel, como era más listo que yo, previó este inconveniente, y le provino mudando cada noche el sonido del macito con el cambio de la plancha en que éste daba, que una noche era de madera, otra de hierro, otra delgada y otra gruesa, por cuyo sencillo medio logró que los jabalíes dijesen: «¡Hola! el sonsonete de esta noche no es como el de la anterior», y no se atreviesen á bajar ninguna.

El camino de la cueva del Diablo, como se llamaba al único que había para ir valle abajo y venir valle arriba, y era casi la única puerta de la aldea, tenía dos graves inconvenientes no lejos de ésta, y eran un sitio donde las caballerías pasaban tan ligeras, que solían derribar la carga que llevaban encima, y otro donde pasaban tan despacio, que daban un rato del diablo al que montaba en ellas ó las llevaba, de la rienda.

Es de advertir que en Gruezúrraga, donde las distancias de toda otra población son grandísimas y los caminos son tan fatales, que ni aun permiten el uso de carretas, que en el litoral cantábrico son capaces de subir adonde Cristo dió las tres voces, todo vecino tiene caballerías, de que se vale así para el viaje como para el transporte.

El camino de la cueva del Diablo atravesaba una hondonada de peña viva, por donde se abría paso un arroyo en tiempo de lluvias, y las caballerías, según tienen de costumbre en tales casos, apenas llegaban al declive, pasaban á escapo aquella concavidad, derribando muchas veces la carga ó el jinete. En cambio, no lejos de la hondonada había otro paso que todo vecino quería pasar á escape, y las caballerías se empeñaban en pasar poco á poco, ó mejor dicho, después de detenerse en él. Este paso era el de la cueva del Diablo.

De la cueva salía un arroyuelo que convertía allí el camino en perpetuo lodazal donde toda caballería por más que se la espolease ó varease, se detenía á orinar, como acostumbraban á hacer donde han orinado otras, ó simplemente hay agua, y de esto resultaba, como he dicho, que todo vecino que pasaba por allí á caballo ó con la caballería de la rienda, pasaba un rato del diablo, obligado á detenerse precisamente á la boca de la cueva, en cuyo negro fondo se veían unas luces que podrían ser efecto de las cristalizaciones ó el agua, pero que á todos parecían los ojos del diablo.

Consultado José Miguel para ver si este mal tenía remedio, contestó afirmativamente; y en efecto, se le puso del modo que vamos á ver.

Resulta, según había averiguado José Miguel, que toda caballería tiene la costumbre de pasar corriendo por donde alguna vez le han hecho mal, y de aquí dedujo, como era más listo que un demonio, que, por el contrario, toda caballería debía tener la costumbre de detenerse, ó cuando menos, pasar poco á poco, por donde alguna vez le han hecho bien.

Un día encargó á todos los vecinos del pueblo que fuesen con sus caballerías al susodicho camino, llevando una buena vara y un buen pienso de maíz por caballería, y una vez reunidos allí todos, hizo que á cada caballería lo diesen un pienso en la hondonada y un vapuleo en el lodazal de la cueva, con lo que, de allí en adelanto, toda caballería pasó poquito á poco la hondonada, y como alma que lleva el diablo el lodazal.

Por último, había guerra civil, y toda partida de tropa que pasaba por la carretera de la falda de la montaña se detenía allá arriba para contemplar la aldea, que descubría allá abajo tan blanca y tan hermosa, que desde luego indicaba riqueza y bienestar.

Rara era la partida de tropa que, al ver la aldea, no incurriese en la tentación de bajar á merodear en ella, con lo cual Gruezúrraga sufría las mayores depredaciones por parte de la tropa.

Consultado José Miguel, por si hallaba remedio para aquel gravísimo mal, su contestación fué la de costumbre: que para todo lo de este mundo le había, menos para la muerte.

Y en efecto, le encontró para que la tropa que pasaba por la carretera no volviese á echar de ver que allá abajo había una aldeita donde matar gallinas, descolgar chorizos y longanizas, taponar barricas, descargar de fruta los árboles, aliviar de peso las faltriqueras, y hasta..(¡Jesús, iba á decir un disparate!; retozar con solteras y casadas guapas.

¿Adivinan ustedes cómo se las compuso José Miguel para hacer este milagro? Me parece que no, por muy listos que sean ustedes, que de seguro lo serán más que yo. Pues lo hizo pintando de verde, con el zumo de los yezgos, todos los edificios de la aldea, sin exceptuar la iglesita y el molino; de modo que, vista la aldea desde la carretera, no se veía en ella más que una masa verde, que se confundía con la verdura de los árboles y el suelo.

Estos y otros infinitos rasgos de ingenio habían hecho á José Miguel el encanto y el asombro de Guezúrraga donde no había nadie, incluso el señor Cura, que no le tuviese por sabio consumado.

El señor Cura lo era y no lo era: lo era á los ojos de Dios, porque era lo que por acá llamamos un bendito; es decir, tenía el candor y la pureza de un niño, era caritativo y piadoso á carta cabal, y en cuanto al desempeño de su ministerio, que fueran por Guezúrraga todos los obispos del mundo, que no habían de cogerle en una falta tanto así (y perdonen ustedes el modo de señalar).

Ya podían ir sus feligreses á decirle que echase una partida de mas, ó asistiese á una merendona, ó entonase á la guitarra unas coplillas picarescas, ó llevase una chica á las ancas de su caballo, ó se echase una ama joven como él, ó se metiese en política, ó se mezclase en las banderías de la aldea, ó fuese á una corrida de toros ó novillos. De seguro que, lleno de santa indignación, les hubiera echado muy enhoramala, diciéndoles que á un ministro del Señor no se ofende suponiéndole capaz de tales cosas.

Las únicas picardías en que el señor Cura tomaba parte oran las inocentes que alguna que otra vez ideaba el sacristán con un fin santo y laudable, y necesitaban el concurso del señor Cura, tales como una que voy á contar como muestra de ellas.

Había en la aldea unos cuantos vecinos que siempre vivían lo que se llama al din, es decir, que no ahorraban nunca un cuarto, porque todo el dinero que les sobraba de las atenciones de su casa le gastaban en la taberna..

Sus pobres mujeres, como es natural, ponían el grito en el cielo viendo esto, porque decían, con mucha razón, que si sus maridos conservasen el dinero que gastaban en la taberna, á la vuelta de algunos años se encontraría la familia con ahorros, que lo vendrían muy bien.

Un día fueron las pobres mujeres á preguntar á José Miguel si habría remedio para aquel mal, tanto más de lamentar cuanto que sus maridos, no agraviando á los presentes, eran, fuera de aquello, muy buenos cristianos y muy temerosos de Dios. José Miguel les contestó, como de costumbre, que en este mundo para todo había remedio menos para la muerte, y les prometió remediar su mal, con lo que se fueron más contentas que si les hubiese caído el premio gordo de la lotería.

Un sábado por la noche los pícaros maridazos estaban reunidos en la taberna, como ellos decían, celebrando vísperas, cuando hete que se presenta José Miguel en la taberna, donde, por supuesto, nunca ponía los pies.

—Vengo—les dijo—á poner en vuestra noticia que estáis condenados si no mudáis de conducta.

—Y nuestra conducta, ¿qué tiene de malo?—le preguntaron.

—Lo peor que puede tenor, que es desobedecer el santo Evangelio de la misa.

—Si eso fuese cierto, estamos conformes en que estaríamos condenados; pero ¿en qué le desobedecemos?

—En que gastáis en la taberna el dinero que os sobra, en vez de conservarle, como el Evangelio- e la misa os manda terminantemente.

—Si es cierto que nos lo manda, lo obedeceremos; porque eso de desobedecer nada menos que al Evangelio de la misa es cosa muy seria, y veneno se nos volvería á nosotros en el cuerpo el vino que bebiésemos estando seguros de que el Evangelio de la misa lo prohibía.

—Según eso, ¿dudáis aún de que os manda conservar el dinero, en voz de gastarlo?

—Mire usted, José Miguel, trabajo nos cuesta no dar crédito á un lumbre como usted, que os bueno y sabio si los hay, y además es de iglesia; pero la verdad se ha de decir: en eso..usted ha de perdonar, no le damos crédito.

—Pues bien; mañana os día de misa cantada. Escuchad con atención todo lo que el señor Cura cante, y os convenceréis de que el Evangelio de la misa os manda conservar el dinero.

—Pero todo lo que el señor Cura canta está en latín, y no lo entenderemos.

—Lo que manda conservar el dinero está en un latín tan claro, que lo entiende cualquiera.

—Pues quedamos en oir con mucha atención todo lo que el señor Cura cante, y si es verdad que el Evangelio de la misa nos manda conservar el dinero, se acabó para nosotros la taberna, que el alma vale más que todo el vino del mundo.

Al día siguiente, mientras el señor Cura cantaba el Evangelio de la misa (como las gentes de Guezúrraga llaman á todo lo que durante la misa se canta ó lee, aunque Roa Prefacio, Epístola, Oremus, etc., y digo llaman, y no llamaban, porque para ellas aun todo lo de la misa es Evangelio), los derrochadores escuchaban con la mayor atención.

Cuando el señor Cura cantó aquello de conservare diqneris, que ellos tradujeron, sin la menor vacilación, por conservad el dinero, empezaron á darse golpes de pocho, en señal de arrepentimiento por haber desobedecido el Evangelio de la misa, y desde entonces, en lugar de gastar en la taberna el dinero sobrante, se lo entregaron á sus mujercitas para que éstas se encargasen de conservarlo como Dios mandaba.

La complicidad del señor Cura con José Miguel en esta picardía inocente, y aún santa, consistió en contestar afirmativamente á los traductores, cuando éstos, terminada la misa, entraron en la sacristía á preguntarle si estaba fielmente hecha la traducción que habían hecho del conservare digneris.

III

Mari-Jesús y Pepe-Antón se miraban hacía tiempo con buenos ojos, aunque de ahí no pasaba lo que había entre ellos; pero el día de San Miguel, en la romería de la aldea, dió tanta rabia á Mari-Jesús de que Pepe-Antón bailara con otra después de bailar con ella, y á Pepe-Antón de que Mari-Jesús bailara con otro después de bailar con él, que cada cual por su parte hizo firme propósito de herrar ó quitar el banco aquella misma tarde; Mari-Jesús, valiéndose de toda la poca libertad que las doncellas tienen para estas cosas, y Pepe-Antón, de toda la mucha que los mancebos tienen para lo mismo.

Monaditas alternando con desdenes por parte de Mari-Jesús, é indirectas del Padre Ñuño, que á la mano cerrada llamaba puño, por parte de Pepe-Antón, dieron por resultado que aquella misma tarde al anochecer fueran novios declarados y amartelados Pepe-Antón y Mari-Jesús.

Buenos muchachos eran ambos, pero José Miguel cuando supo que se iban á casar juntos, como se dice en Guezúrraga, tuvo un gran sentimiento, porque sabía de qué pie cojeaba y estaba seguro de que Pepe-Antón, al fin y al cabo, se encomendaría á San Vicente de Vara-caldo, y Mari-Jesús á San Miguel de Uñate; pero aunque tenía remedio para aquel mal, no quiso hacer uso de él, porque sabía que hay remedios peores que la enfermedad.

Pocos días después, Mari-Jesús y Pepe-Antón fueron á la sacristía á pedir al señor Cura que lesleyera las amonestaciones. El sacristán los tomó por su cuenta mientras esperaban la llegada del señor Cura, que había ido á una casa de Bidocoa á ver si lograba poner en paz á un matrimonio que andaba como el perro y el gato; y les dijo:

—Nosotros los descasados (y al pronunciar esta palabra se lo saltaron las lágrimas á José Miguel) tenemos la debida experiencia para hablar de las cosas de que voy á hablaros, y por tanto, debéis escucharme con atención y seguir mi consejo. Lo primero que deben hacer los que tratan de casarse es ver si congenian, porque sin congeniar marido y mujer, no puede haber buen matrimonio. Tú, Mari-Jesús, tienes más de malva que de cardo; pero tú, Pepe-Antón, tienes más de cardo que de malva...

—Mire usted, José Miguel—interrumpió el no se canse al sacristán,—no se canse usted en predicarnos, porgue todos los predicadores del mundo no nos pueden convencer á ésta y á mí de que no parecemos los dos como hechos el uno para el otro.

—Dice la verdad Pepe-Antón—añadió la novia.

—Eso es porque el amor os ciega y no os deja á ninguno de los dos ver los defectos del otro.

—En esa parto—dijo Pepe-Antón,—tiene usted mil razones, que yo estoy ciego de amor por ésta.

—Y yo también lo estoy por éste—añadió Mari-Jesús, poniéndose coloradita como un clavel.

Que estuviera ciego de amor Pepe-Anón por Mari-Jesús no era maravilla, porque Mari-Jesús era una chica un poco cachigordita, de color entre nieve y rosa, y unos ojazos negros sobremanera habladores. Les digo á ustedes que yo, á pesar de ser casado y ya machucho, no puedo pensar en olla con serenidad.

En esto llegó el señor Cura, y José Miguel dejó de predicar, considerando que predicar á ciegos de amor os aún más inútil que predicar á sordos de oreja.

Mari-Jesús y Pepe-Antón se casaron poco después, y como es de suponer, durante los primeros días no se oyó en su nido más que el ru-ru de las palomitas y los palomos.

La pistola de San Pablo, como Mari-Jesús y Pepe-Antón llamaban á la santa y admirable epístola del gran Apóstol, no sacrílegamente, porque el sacrilegio está en la intención, y en ellos no había intención sacrílega, sino sólo rústica sencillez, fué la primera ocasión de disidencia entre ellos.

Para los matrimonios sensatos, la epístola de San Pablo es instrumento poderoso de unión y amor é indulgencia mutua; pero, para los que carecen de seso, como Mari-Jesús y Pepe-Antón, hasta la santa epístola se convierte en traidora pistola moral, con que se amenazan mutuamente.

Que si la pistola de San Pablo mandaba ó no á la mujer esto; que si la pistola de San Pablo mandaba ó no al marido lo otro, os lo cierto que Mari-Jesús y Pepe-Antón, apenas cumplido el mes de casados, tuvieron una pelotera en que faltó poco para que se encomendaran á San Vicente de Vara-caldo y á San Miguel de Uñate.

EL caso era que se querían mutuamente, y los dos eran razonables y reconocían sus faltas cuando no daban en terquear; pero el caso era también que terqueaban todos los días y hasta todas las noches, que es lo más extraño, sobre todo en los recién casados, y una vez enzarzados en la disputa, no había medio de traerlos á mandamiento.

Entre tempestad y tempestad, en que, por supuesto, ya jugaban de firme las uñas y la vara, se iba formando del modo siguiente el arco iris:

—¡Válgame Dios, Pepe-Antón!—exclamaba Mari-Jesús, que era la que siempre daba primero su brazo á torcer, ó lo que es lo mismo, quien echaba la primera hilada de luz para formar el arco:—¡Qué poco juicio tenemos los dos!

—Quien tiene poco juicio eres tú.

—Convengo en ello, hombre, pero tú también...

—Yo demasiada prudencia tengo.

—No te digo que no, hombre, pero tienes un genio...

—Peor le tienes tú.

—Es verdad, hombre, que le tengo malo; pero mira, si tú hicieras un esfuercillo para aguantármele, yo haría otro para no incomodarte, y así iríamos poco á poco corrigiéndonos y llegaríamos á vivir en paz y gracia de Dios.

—Yo eso es lo que deseo.

—Y yo mucho más que tú.

—¡Sí, buenas alhajas sois las mujeres!

—¡Pues mira que vosotros los hombres!

Estas dos últimas exclamaciones ya tenían los colorcitos del arco iris, y el arco quedaba por fin formado, con ayuda del redondo, blanco y sonrosado brazo de Mari-Jesús, que rodeaba el cuello de Pepe-Antón.

Entre algunos días de calma y los demás de tempestad pasaran Pepe-Antón y Mari-Jesús el primer año de casados. Mari-Jesús toda se volvía pedir á Dios que le comenzase á patalear un cachorrito en las entrañas; pero nada, no sentía en ellas pataleo alguno.

Durante la más horrible de sus tempestades, que fué seguramente la que sobrevino el día en que celebraban el primer aniversario de su casamiento, y tuvo origen en una disputa sobre cuál de los dos había perdido ó había ganado casándose con el otro, surgió, lo mismo en la mente de Pepe-Antón que en la de Mari-Jesús, esta estrafalaria idea:

¡Si pudiéramos descasarnos como José Miguel que dice ser descasado!

Así que la tempestad se calmó, ambos pensaron en comunicarse mutuamente aquella idea; pero Mari-Jesús no se atrevía á ello, porque eso de descasarse, para las mujeres os cosa más seria que para los hombres. En cambio, Pepe-Antón echó á volar su pensamiento sin embarazo alguno.

—¿Sabes, Mari-Jesús, que me ocurre una cosa?

—¿Y qué cosa es esa, Pepe-Antón?

—Que nosotros vamos á estar toda la vida como el perro y el gato, si no hacemos otra cosa.

—¿Y qué otra cosa es esa?

—Descasarnos.

Si las mujeres se estremecen de gozo al oir la palabra casarnos, es natural que al oir la palabra descasarnos se estremezcan de espanto. Mari-Jesús se estremeció de espanto al oir el descasarnos de Pepe-Antón; pero como ya se había familiarizado un poco con la idea que aquella palabra encerraba, y estaba convencida de que sólo descasándose podía ser feliz, no tardó en reponerse de su espanto natural é instintivo.

Después de jurarse y perjurarse mutuamente que se querían y que si se resignaban á descasarse no era por desamor, sino por convencimiento de que de otro modo no podían ser felices, convinieron en ir á ver al señor Cura para suplicarle que los descasara.

En efecto, fueron á ver al señor Cura, y Pepe-Antón se encargó de explicarle el objeto de la visita.

—Señor Cura—le dijo;—ha de saber usted que desde que nos casamos ésta y yo por cada día de paz hemos tenido veinte de guerra.

—Será porque habréis olvidado lo que dice la epístola de San Pablo.

—Lejos de olvidarlo, señor Cura, lo hemos rebordado á cada paso y sólo ha servido para, enzarzamos más y más. Que sí la pistola de San Pablo os manda á las mujeres esto; que si la pistola de San Pablo os manda á los hombres lo otro, es lo cierto que la pistola de San Pablo ha sido para nosotros la carabina de Ambrosio.

—Si os hubierais querido mutuamente, como la epístola aconseja, no os hubiera sucedido eso.

—Mire usted, señor Cura, lo que es en eso de querernos no hemos faltado nunca más que cuando andábamos á trastazos, porque cuando no andábamos así, ni en todos los palomares del mundo se arrullan las palomitas y los palomos como nosotros nos arrullamos.

—Pues entonces, ¿de qué proviene la guerra en que vivís la mayor parte del tiempo?

—Proviene, señor Cura, de que no congeniamos. Yo tengo malas pulgas, ésta las tiene aun peores, empezamos con dimes y diretes, y al fin concluímos siempre por encomendarnos á San Vicente de Vara-caldo y a San Miguel de Uñate. Para acabar con esta pícara vida, hemos convenido en venir á suplicar á usted que nos descase inmediatamente.

—¡¡Descasaros!! Hombre, ¿estáis locos ó venís á burlaros de mí?

—Ni lo uno ni lo otro, señor Cura. Muy cuesta arriba se nos hace el descasarnos, porque ya le he dicho á usted que, cuando no andamos á trastazos, parecemos palomita y palomo; pero obligados á escoger entre dos grandes males, hemos escogido el menor, que es el de descasarnos.

—Pero, hombre, si eso es imposible; si el lazo del matrimonio sólo le rompe la muerte. ¿De dónde habéis sacado vosotros la desatinada idea de que es posible descasarse? ¿En qué cabeza cabe semejante idea?

—¿En qué cabeza, dice usted, señor Cura? En una que bastantes pruebas ha dado en Guezúrraga de que es sabia á carta cabal. La de José Miguel, que dice á todos los que quieren oirlo que para todos los males, menos la muerte, hay remedio y que él es descasado.

—Si José Miguel dice que es descasado, lo dirá en broma.

—¡Qué lo ha de decir en broma, señor Cura, si se le saltan las lágrimas siempre que lo dice!

El señor Cura se quedó por algunos momentos callado y pensativo. ¿Qué era lo que pensaba el señor Cura? Lo que pensaba era esto:

—Es verdad que José Miguel es muy formal y muy sabio, y como yo sólo soy un pobre Cura de misa y olla, sucede con frecuencia que hasta en cosas de mi estado sabe más que yo. Como la teología tiene tantos rinconcillos misteriosos para los que no la hemos estudiado muy á fondo, acaso José Miguel, que sabe más que Lepe, habrá descubierto alguno..Sea broma ó no lo sea la idea de descasarse que ha sugerido á estos pobres muchachos, enviémoselos allá, que acaso él, que es tan perspicaz y discreto, encuentre el medio, que á mí no me ocurre, ya que no de quitar de sus hombros, la cruz del matrimonio, de hacer que la lleven con resignación.

—Pues, hijos míos—dijo al fin el señor Cura;—si José Miguel, que en efecto es muy sabio, encuentra medio de descasaros, que os descase y buen provecho os haga.

Pepe-Antón y Mari-Jesús se encaminaron á casa de José Miguel, seguros de que el sacristán sabría desatar lo que el Cura había atado.

IV

José Miguel recibió á Mari-Jesús y Pepe-Antón con la amabilidad que era natural en él. Después de los saludos acostumbrados, Pepe-Antón fué al grano, preguntando al sacristán:

—Diga usted, José Miguel, ¿es verdad que todos los males tienen remedio?

—Todos menos uno, que es la muerte.

—¿Y por consecuencia, le tendrá también el de llevarse mal los casados?

—También ese mal tiene remedio.

A José Miguel le faltó poco para sollozar al decir esto.

—¿No es verdad también que cuando le preguntan á usted qué es, contesta siempre que es descasado?

—Es verdad que lo contesto

Al decir esto se le saltaron las lágrimas á José Miguel.

—Según eso—continuó Pepe-Antón,—¿es posible descasarse?

—Claro está que lo es.

—Pues el Señor Cura nos ha dicho que no y nos ha enviado á usted...

—¿Para qué os ha enviado á mí?

—Para que usted nos descase.

—¿Qué, queréis descasaros?

—Sí, señor..

—¿Y por qué?

—Porque estamos siempre como el perro y el gato.

—Pues qué, ¿no os queréis? Cuando os casasteis estábais ciegos de amor.

—Y por eso no vimos que si yo tenía malas pulgas, esta las tenía aun peores.

—¿De modo que el amor se ha convertido en vosotros en aborrecimiento?

—Tanto como eso, no, señor.

—¿Cómo que no, si os quereis descasar?

—Yo le diré á usted lo que nos pasa. De cada veinte días pasamos diez y nueve encomendándonos á San Vicente de Vara-caldo, y á San Miguel de Uñate, y uno arrullándonos como las palomitas y los palomos.

José Miguel calló y meditó por espacio de algunos instantes.

—¿Con que, en resumidas cuentas, os queréis descasar?

—Sí, señor, estamos decididos á ello, si es posible; porque vivir como nosotros vivimos no es vivir.

—Pues bien, volved mañana á mediodía, y yo os descasaré de modo que salgáis de aquí desatados del lazo con que el señor Cura os ató.

Mari-Jesús y Pepe-Antón, y particularmente la primera, se despidieron de José Miguel, al parecer, no tan alegres como era de esperar de la buena noticia que José Miguel les había dado.

Al llegar á casa se dijeron:

—Ya que nos queda tan poco tiempo de ser, como dice San Pablo, una sola carne y un solo hueso, pasemos este tiempo como Dios manda.

Y en efecto, aquella tarde y aquella noche y la mañana siguiente hubo en aquella casa una de arrullos, que se dejó atrás á la de las palomitas y los palomos de todos los palomares.

—Cuando al mediodía siguiente llegaron á casa del sacristán, éste lo tenía ya preparado todo para descasarlos. Dos preparativos consistían en un libro, la calderilla del agua bendita, el hisopo y un roquete, todo traído por José Miguel de la iglesia.

—Va á comenzar el solemne acto del descasamiento—los dijo José Miguel poniéndose el roquete.—Mari-Jesús miró á Pepe-Antón con unos ojazos de amor mezclado de lágrimas, que parecían querérsele comer, y Pepe-Antón miró á Mari-Jesús casi del mismo modo; pero la cosa estaba ya tan en punto de caramelo, que no era cosa de volverse atrás.

Hizo los José Miguel arrodillar pareados y á distancia de dos pasos uno de otro, y dió principio á la ceremonia con la lectura de no sé qué oración en latín, y terminada la oración, tomó de la calderilla el hisopo, que remataba en una bola de metal con agujeros, y se puso á aspergear á Pepe-Antón. En uno de estos asperges bajó demasiado la mano, y con la bola del hisopo dió un coscorrón tan grande á Popo-Antón, que esto vió las estrellas y se llevó la mano á la cabeza para palparse el chichón que el hisopo le había levantado.

No obstante, Pepe-Antón se aguantó, suponiendo que había sido algún descuido involuntario del sacristán, y pensando que algo se necesitaba sufrir para descasarse.

A su vez le tocó á Mari-Jesús la oración, ó lo que fuera, y tras la oración el asperges; pero es el caso que también se le escapó la mano al sacristán, y le dió un coscorrón que la hizo, como á Pepe-Antón el suyo, ver las estrellas y llevarse la mano á la parte dolorida.

Mari-Jesús creyó, como Pepe-Antón, que se le había escapado la mano al sacristán, y se aguantó sin chistar ni mistar palabra.

La oración en latín, el asperges y el coscorrón se repitieron, con la única diferencia de que el coscorrón segundo fué más fuerte que el primero, así al volverse á habérselas el sacristán con Pepe-Antón, como al volverse á habérselas con Mari-Jesús.

—Diga usted, José Miguel—preguntó Pepe-Antón al sacristán, al ver que éste por tercera voz» iba á repetir con él la faena,—¿dura mucho esta ceremonia?

—Sí—añadió Mari-Jesús con el mismo interés,—¿dura mucho?

—No—contestó José Miguel,—no dura más que hasta que mueren uno de los que se descasan.

—¡Ah, pues entonces suspéndala usted!—exclamaron levantándose Pepe-Antón y Mari-Jesús.

—Pues qué, ¿no queréis ya descasaros?

—Con ceremonias como ésta, no, señor.

—Pues, amigos, sea cual fuere la ceremonia, el único medio de descasarse es morir uno de los casados. Así me descasé yo, aunque la ceremonia fué diferente, pues consistió en un mal parto que tuvo mi pobre mujer, de resultas de los disgustos que durante el embarazo le causaron su mal genio y el mío, que era aun peor.

Y al decir esto, José-Miguel se echó á llorar sin consuelo.

V

El cuento popular que enseña el modo de descasarse tiene un epílogo, y eso es lo único que nos falta para llegar al «como me lo contaron te lo cuento».

Algunas semanas después de la interrumpida ceremonia del descasamiento, ó sea de las veinte y cuatro horas de arrullos, como los de las palomitas y los palomos, Mari-Jesús, coloradita como la grana, puso en noticia de Pepe-Antón que comenzaba á patalear en sus entrañas el cachorrillo que en vano habían pedido á Dios muchas veces.

Pepe-Antón y Mari-Jesús se estremecieron de espanto al recordar cuál fué la causa de que se descasara José Miguel, y desde entonces, cuando á cualquiera de ellos le retoñaba el mal genio, hacía de tripas corazón para dominarlo por completo porque Pepe-Antón decía para sí:

—No sea que á esa pobre ó al cachorrito que patalea en sus entrañas le cueste la vida mi geniazo, como á la mujer de José Miguel se la costó el de su marido.

Y Mari-Jesús decía para sus adentros:

—No sea que mi pícaro genio despierte el de Pepe-Antón, y quien lo pague sea el cachorrito que me da pataditas en las entrañas.

Pepe-Antón y Mari-Jesús vivían en paz y gracia de Dios, pensando y procediendo de esté modo, hasta que, justamente nueve meses después de la interrumpida ceremonia del descasamiento, ó sea de las veinticuatro horas de arrullos como los de las palomitas y los palomos, Mari-Jesús dió á luz con toda felicidad el cachorrito que pataleaba en sus entrañas.

Y entonces acabó de ponerse como una balsa de aceite el domicilio de nuestros cónyuges, porque Mari-Jesús y Pepe-Antón, que hubieran querido que el cachorrito mamase en vez de leche el licor de la inmortalidad y la ambrosía de los dioses, creían con razón que aquella seráfica paz era necesaria para que la leche de Mari-Jesús no se convirtióse en rejalgar que envenenase al querido y hermoso cachorrito.

Cuando este dejó de mamar, la paz continuó tan octaviana como antes, porque el cachorrito se asustaba y lloraba en cuanto veía cosas un poco serias

Y tras el primer cachorrito vinieron otros, trayendo cada uno un pan debajo del sobaco, y continuó con su venida la misma paz, fundada en las mismas razones, y en el nido de Mari-Jesús y Pepe-Antón, á pesar de que estos son ya viejos, aun continúa el ru-ru de las palomitas y los palomos.

Dios Nuestro Señor mantenga el mismo dulce y santo ru-ru en el nido de todos los que han leído esto cuento deseosos de saber cuál era el modo de descasarse!


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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