El Ruiseñor y el Burro

Antonio de Trueba


Cuento


I
II
III
IV
V

I

No sé a punto fijo cuándo sucedió lo que voy a contar, pero de su contesto se deduce que debió ser allá hacia los tiempos en que los madrileños se alborotaron y estuvieron a punto de enloquecer de orgullo con la nueva de haber aparecido en el Manzanares una ballena que luego resultó ser, según unos, una barrica que no iba llena, y, según otros, la albarda (con perdón sea dicho) de un burro. Estos tiempos deben remontarse lo menos a los del Sr. D. Felipe II (que tenía a los madrileños por tan aficionados a bolas, que les llenó de ellas la puente segoviana), pues ya en los del señor D. Felipe III llamaba Lope de Vega ballenatos a sus paisanos los madrileños.

Pero dejémonos de historia y vamos al caso.

El caso es que el Madrid de entonces se parecía al Madrid de ahora como un huevo a una castaña. No lo digo porque entonces Madrid tirando a monárquico quería hacerse cabeza de león y ahora tirando a republicano quiere hacerse cola de ratón, sino porque la parte meridional del Madrid de ahora estaba aún despoblada, menos la planicie y los declives de allende las iglesias de San Andrés y San Pedro, donde ya existía el arrabal que por haberle poblado moros se llamaba y llama aún la Morería. Todas las demás barriadas meridionales no existían aún, y toda aquella dilatada zona comprendida desde Puerta-cerrada a la banda de la Virgen de Atocha sólo abundaba en barrancos, colinas escuetas y cerrados matorrales, donde se veía alguno que otro ventorrillo, entre los cuales llevaba la gala el que luego fue de Manuela, porque era el único donde se bebía el vino en vaso de vidrio y se comía la vianda con tenedor de madera. En los demás ventorrillos se empinaba el jarro de Alcorcón y se escarbaba en el plato con la uña.

No recuerdo quién ha aconsejado modernamente a los que entran en Madrid por la puerta de Toledo (que son los españoles meridionales, gente más apta que los septentrionales para pescar en este río revuelto) que dejen a un lado la calle de los Estudios y tomen la del Burro, con lo cual saldrán infaliblemente a la plaza del Progreso, y andando, andando un poco más, se soplarán en el Congreso de los Diputados y aún en los ministerios.

Entonces, como ahora, había burros en Madrid; pero la señora villa aún no había dedicado el nombre de una calle a conmemorarlos, como luego hizo y aún sigue haciendo de cuando en cuando, aunque no ha mucho tuvo el buen acuerdo de rebautizar con el nombre de calle de la Colegiata a la que se llarnaba del Burro. En esto, la señora villa procedió más discreta que Sevilla ha procedido no ha mucho poniendo a su calle del Burro calle de D. Alberto Lista, aunque poeta y maestro tan insigne nunca debió creerse destinado a alternar con asnos.

La que en Madrid fue después calle del Burro, no era entonces tal calle, sino un desierto poblado de maleza por donde nadie osaba pasar temeroso de malhechores, cuya audacia y número eran tales que, para precaver de sus embestidas a la villa, había cerrado ésta la que aún se llama Puerta-cerrada, a pesar de no existir desde 1562, en que se la derribó porque en sus revueltas se escondían los malhechores.

Aún el barrio de la Morería estaba muy lejos de tener la fisonomía urbana (vamos al decir) que hoy tiene: delante de la iglesia de San Pedro había una alamedica con asientos mal labrados, y las casas, mal alineadas, estaban entreveradas de árboles, alguno de los cuales, como el que dio nombre a la calle del Alamillo, ha sobrevivido hasta nuestros días o poco menos.

El café, el casino, el Prado, la Puerta del Sol de la Morería era la alamedica de San Pedro, donde se reunía la gente del barrio, particularmente los disantos después de la misa mayor. La misa mayor terminaba a las diez, y al salir de ella, toda la gente se quedaba allí, a murmurar los viejos y a enamorar los jóvenes, pues ya entonces chicos y chicas se gustaban mutuamente; y cuando en la morisca torre de San Pedro sonaban las doce, todo el mundo se iba en busca del puchero, previo el «Señor cura, que aproveche como si fuera leche,» que dirigían al párroco, y el «A ver si esta tarde venís todos al rosario, que Alonso va a hacer de las suyas en la letanía,» con que les contestaba el señor cura, con gran contentamiento de Alonso, el hijo del enterrador, que estaba presente y se contoneaba al oír estas

Últimas palabras.

II

Señora Marica la panadera era ya vieja cuando sucedió lo que voy a contar; pero aún conservaba la fama y el prestigio que le habían dado, durante su juventud y su edad madura, su admirable habilidad y gracia para el canto.

Casi desde mozuela había andado desde Madrid a Vallecas con dos borriquillos, con cuya ayuda conducía diariamente al mercado madrileño el afamado pan vallecano, industria con que vivía un tanto holgada y más de un cuanto alegre.

Dos cosas habían sido objeto de admiración en Madrid y Vallecas y en el camino intermedio, durante los muchos años que señora Marica había recorrido diariamente este camino: en primer lugar, los cantares de señora Marica, que enamoraban a todo el que los escuchaba, y en segundo, los borriquillos de la misma, que parecían ser muy amados de la panadera, según lo engalanados, gordos y lucios que siempre los traía.

—Pero, señora Marica, decían a la panadera las gentes, asombradas y enamoradas de sus cantares, ¿cómo os componéis para cantar así?

Y señora Marica les contestaba:


El cantar quiere tres cosas:
tener sonora la voz
y frío el entendimiento
y caliente el corazón.
 

Con lo que señora Marica, a la fama grande y merecida de cantora práctica, añadió fama no menos merecida y grande de cantora teórica.

A esto último debió el ser solicitada de las damas y galanes más encopetados de la corte para que les enseñase el sublime y no aprendido arte de los ruiseñores, y el que en la corte y diez leguas en contorno fuese la más respetable autoridad en materia de canto, porque hasta los tiples de la capilla real decían al oírla:

—¡Canario! esa mujer es un prodigio y debemos confesar que a nosotros mismos nos falta algo para compararnos hasta con sus discípulos.

Los discípulos de Marica estaban reducidos a uno, que era un mozo de su vecindad llamado Alonso e hijo del enterrador de la parroquia, de quien conviene dar pelos y señales.

Marica había casado y enviudado, quedándole una niña muy hermosa, a quien quería como a las de sus ojos.

Lucigüela, que así se llamaba la niña, fue creciendo, creciendo, mientras su madre andaba de Madrid a Vallecas y de Vallecas a Madrid; y como retozase con los mozuelos de la vecindad, que era en la calle de los Mancebos, fue tomando querencia al más bruto de todos, llamado Alonso, que ya es muy antiguo esto de enamorarse las mujeres de los que no tienen virtud ni talento y desdeñar a los que tienen ambas cosas.

Señora Marica, que veía a Lucigüela desmejorada y triste, llamóla a solas una noche y le preguntó la causa de su desmejoramiento y tristeza.

La mozuela echóse a llorar y le confesó que se moría por el vecinuelo Alonso.

Casualmente Alonso era aborrecido de señora Marica, porque aquel mozuelo era maniático por el canto, y como en vez de cantar rebuznase, y día y noche estuviese dale que le das a los cantares, señora Marica, oyéndole, padecía lo que no es decible.

—Hija, ¡qué puñalada me has dado en este corazón dedicado a amarte! exclamó señora Marica, desfalleciendo de dolor al oír la confesión de la rapaza. Bien sabes que aborrezco a Alonso, no tanto porque canta mal, como porque piensa que canta bien, lo que prueba que no tiene talento para conocerse. Hija, el que no tiene talento para conocer su propio valer, no le tiene tampoco para conocer el valer ageno. ¡Qué será de ti, hija mía, si casas con quien no conozca lo que vales!

Lucigüela, que quería mucho a su madre y veía que para ésta era dolor de los dolores el que quisiese a Alonso, prometió a su madre olvidar al vecinuelo.

Pero fueron pasando meses y meses, y señora Marica veía que el desmejoramiento y la tristeza de Lucigüela aumentaban y aún que la doncella lloraba a hurtadillas, según más de una vez se lo habían dicho aquellos ojos donde ella se miraba.

Otra noche tornó a interrogar a solas a Lucigüela, y ésta, que no conocía el mentir, y menos preguntada de su madrecica, confesóle que no había podido olvidar a Alonso y que éste cada vez mostraba más empeño en requerirla de amores.

Señora Marica preguntóle a la almohada qué era lo que debía hacer para escoger entre dos males el menor, y la almohada le dijo:

—La doncellica morirá o la faltará poco para morir, si con Alonso no casa. Canto y música, que todo es cantar, domestican fieras, y tú que tanto de canto entiendes, puedes domesticar a Alonso, enseñándole a cantar, aunque nunca lo hará tan bien como ahora rebuzna. Nunca será yerno de tu gusto, que el alcornoque, pulimento puede recibir hasta que brille, mas no deja de ser alcornoque; pero ganar mal yerno menos malo es que perder buena hija.

Esto dijo la almohada a señora Marica y esto tuvo señora Marica por lo más acertado.

Lucigüela conformóse con ello muy regocijada, y cuando topó a Alonso en la escalera y la dijo ¡envido! ella le contestó ¡quiero!

Bruto y todo como Alonsico era, placíale más por lo jovencico y de buen gesto, que un caballero del barrio, algo entrado en años y muy honrado y rico, llamado D. Pedro, que bebía los vientos por ella.

Señora Marica llamó aparte a Alonso y le dijo.

—Alonsico, hijo, ya sé que a Lucigüela enamoras.

—Verdad es, señora Marica, y con fin honesto es, contestóle el mancebo.

—Pues si te place casar con ella y ella sigue gustando de ti, licencia mía tendréis los dos; pero si yo gusto de gente que cante bien, no así de gente que cante mal como tú haces. Hijo Alonso, en punto a cantar no cabe término medio: o un buen cantar o un buen callar, que quien canta bien, parece ángel que a Dios alaba, y quien canta mal, asnico que rebuzna.

—Si vos, señora Marica, me dierais lecciones de cantar, como vos cantaría yo, que voz harto gentil tengo.

Sonrióse señora Marica de la vanidad de Alonso, y le prometió hacer desde entonces con él la que con nadie había querido hacer ni aún por logrería: darle lecciones de cantar.

Y dándoselas pasó meses y más meses y aún años enteros, hasta que un día Alonso ofició misa mayor en la parroquia del señor San Pedro, sin que los perros, que nunca faltan en misa aunque falten cristianos, escaparan al oírle, como habían hecho en otra ocasión que probó oficiar.

III

No cantaba bien Alonso, por más que señora Marica, su maestra, había puesto empeño en que saliese discípulo, si no que la honrase, a lo menos que no la deshonrase; pero él presumía de hacerlo a maravilla.

No lo era que él presumiese de diestro, pero pasmaba que le tuviesen por tal las gentes, incluso la de iglesia, y todo por la única razón de que él alardeaba a toda hora y en toda parte de haberle aleccionado señora Marica la panadera. Bien que esto no era ni es nuevo en el mundo, porque muchos de los que exclaman ¡ah! ¡oh! viendo una pintura u oyendo una música o nombrándoles un libro, no admiran de ciencia propia, sino de ciencia agena que les ha dicho, a tuerto o a derecho, que la pintura, o la música o el libro es de admirar.

Decir entonces en Madrid que señora Marica la panadera había aleccionado a Alonso en el canto, era casi casi como decir ahora que le había aleccionado Caltañazor o Arderíus o Mariano Fernández, que cantan en la mano.

Pero ¿quién había dado a señora Marica esta autoridad artística? ¡Quién! El que se la da a los ruiseñores.

Mientras Alonso reventaba de gloria y orgullo con su cualidad de discípulo único y predilecto de señora Marica y con sus triunfos en San Andrés y San Pedro y aún en calle y ventana a donde salía con frecuencia a cantar, atrayendo, no ya a toda la Morería, sino a todo Madrid, inclusos los tiples de la capilla real, que se desnucaba por correr a oírle; mientras esto pasaba, Lucigüela se consumía de ansia por casar con él, porque decía y no sin razón a su señora madre:

—Madrecica mía, de todos es Alonso menos de quien más le quiere. Mirlos, y ruiseñores cantan desde la alborada hasta que el sol se pone, pero pasan la noche a solas con la amada compañera. ¡Ay madre, la mi madre, cuánto más dichosas que yo son mirlas y ruiseñoras!

Y señora Marica, persuadida de que las quejas de Lucigüela eran justas, llamó a Alonso y le dijo:

—Hijo Alonso, ya soy vieja para la andanza de Madrid a Vallecas y de Vallecas a Madrid, y esta Lucigüela nuestra no me puede reemplazar, que, delicadica siempre como flor de jazmines que tiembla y quiere caer cuando el más suave céfiro sopla, harto ha hecho y hace y hará vendiendo en el mercado el pan que otros trajeron. Hora es ya que ella y tú caséis en uno y camino de Vallecas me reemplaces, no sólo en la guía y cuidado de los borriquillos, sino también en los cantares con que más de cuarenta años he alegrado aquellos campos, de suyo tristes, menos desde que el señor San Isidro los viste de florecicas y yerbas que el señor San Juan les quita.

Lucigüela estaba presente al dirigir señora Marica este sesudo discurso a Alonso y temblaba la cuitada sin saber por qué, pues el corazón sólo le decía que temblara.

Y Alonso, tras sonreír un poco irónicamente, entre indignado y satisfecho, y meditar otro poco, respondió al fin a señora Marica:

—Señora Marica, con fin honesto he querido y quiero a Lucigüela, y prueba de ello es que ni siquiera a pellizcos hemos andado; pero casar con ella no puedo ni nunca pensé hacer tal.

—¿Haste tornado loco, hijo Alonso? exclamó señora Marica asombrada de tal respuesta, mientras Lucigüela palidecía como muerta.

—Loco sería yo, repuso Alonso, si de pájaro libre tornase voluntariamente pájaro enjaulado. Enamoréla porque dicen que el pájaro para cantar bien, enamorado ha de estar. Demás de esto, harto, sabéis que vengo de gente de iglesia, y casar con doncella que viene de gente mercadera, casar desigualmente sería.

Señora Marica quiso replicar indignada a este sandio razonamiento; pero un grito y un desmayo, al parecer mortal, de la cuitada Lucigüela, hicieron que sólo curase de la doncella mientras Alonso se alejaba de ambas.

Entre la vida y la muerte pasó Lucigüela muchos meses, y al fin convaleció, no tanto del alma como del cuerpo.

Ni su madre ni ella eran para seguir el tráfico del pan vallecano; mas la primera encontró medio de suplirle con una alcancía, en que había ido echando los ahorros de muchos años, con la venta de los borriquillos y con las lecciones de canto, que al fin se decidió a dar a gentes muy principales, entre ellas, aquel D. Pedro que suspiraba, casi en silencio por Lucigüela.

Entre tanto, Alonso seguía reventando de gloria y orgullo en San Andrés y San Pedro, y áun en ventanas y calles y plazas, donde la muchedumbre que le oía cantar no escaseaba el ¡oh! ni el ¡ah! más que por la autoridad del mérito intrínseco de su canto, por la que le daba su cualidad de discípulo primero y predilecto de señora Marica la panadera.

IV

Ya he dicho lo que pasaba todas los disantos, después de misa mayor en la alamedica de junto a la iglesia del señor San Pedro.

Si esto pasaba fuera, algo aún más digno de contarse pasaba dentro, y era, que hacía muchos domingos, señora Marica comenzaba a llorar así que comenzaba a cantar Alonso.

Habíalo notado la gente y no había quien no dijera:

—¡Oh, qué cantor tan diestro ha salido Alonsico el del enterrador con las lecciones de señora Marica, cuando hasta su misma maestra se conmueve y llora de ternura al oírle! Un ruiseñor teníamos y ya tenemos otro.

Alonso, a quien todos daban plácemes y enhorabuenas por aquel triunfo, estallaba de vanidad y de gozo oyendo esto, y más aún viendo que señora Marica, colocada en la iglesia, donde él podía verla desde la baranda del coro en que cantaba, de domingo en domingo aumentase su llanto.

Aquejábale el deseo de dar gracias a Marica por aquella aprobación y aplauso indirecto, pero esplícito, de su maestría, y decía para sí:

—Aún no saben las gentes todo lo que me honran las lágrimas de admiración y ternura que arranco a señora Marica así que comienzo a cantar. Que conmovamos el corazón que nos ama no es maravilla, mas sí que conmovamos el corazón que nos aborrece, como el de señora Marica debe aborrecerme desde que desdeñé la mano de Lucigüela por desmerecer de mancebo que como yo viene de gente de iglesia. Como señora Marica es de suyo reservada, y por esto y por honra propia habrá callado a todo el mundo que desdeñé casar con su hija, conviéneme decirlo a todos, y eso haré cuando más oportuno sea.

Propúsose Alonso un domingo hacer sabedores a todos los feligreses de que señora Marica no podía resistir sin llorar a moco tendido la influencia de su canto, y se propuso esto por dos razones, que son a saber: la primera por si algún feligrés no había reparado en el llanto de señora Marica, y la segunda por regodearse públicamente con la narración de su triunfo.

Para motivar más y más esto que meditaba, propúsose estremar aquel día los primores de su canto, de modo que llorasen, no ya sólo señora Marica su maestra, sino hasta las mismas losas del templo.

Y así lo hizo. ¡Oh, qué gritos! ¡Oh, qué gorjeos! ¡Oh, qué modulaciones! Y su empeño no fue vano, porque señora Marica lloró entonces más que nunca, desde que Alonso abrió la boca hasta que la cerró.

La alamedica estaba más deliciosa que nunca, porque el sol picaba recio, y bajo aquella enramada no entraba ni el más sutil de sus rayos.

Ni uno sólo de los feligreses que salían de misa seguía adelante, que todos quedaban en la arboleda para gozar de alegre plática y de fresca sombra.

Así hizo señora Marica, que aún lloraba al salir de la iglesia.

Alonso salió el último, y viéndola conversando con las comadres mejor quistas en el barrio, encaminóse hacia ella, y la muchedumbre, que lo notó, formóles corro ansiosa de gozar con lo que gozase Alonso oyendo los plácemes de su maestra.

—Señora Marica, dijo Alonso imponiendo a la muchedumbre silencio tal, que hasta el aleteo de las moscas se oía; tiempo ha que lloráis a mares apenas comienzo a cantar, y no ponéis cabo al lloro hasta que yo le pongo al canto.

—Cierto es eso, hijo Alonso, contestó Marica tornando a conmoverse.

—Si aborreciéndome hacéis así, ¡qué no hiciérais amándome!

—¡Yo aborrecerte, Alonsico! ¿Por qué te he de aborrecer, hijo?

—Porque Lucigüela moría de amor por mí, y yo, después de enamorarla, bien que honestamente.. neguéme a casar con ella pensando que, viniendo yo de gente de iglesia, desdoraba mi linaje casando con doncella que venía de gente mercadera.

Un murmullo de indignación, que Alonso tomó por de aprobación, acogió estas palabras del mozo.

—¡Es posible, señora Marica, continuó Alonso, es posible que vuestro llanto en la iglesia todos los disantos que canto yo sea porque yo canto y no por otra causa!

—Porque tú cantas es, Alonsico.

—Pues dígoos, señora Marica, que si yo reventara ahora mismo de vanidad, nadie pudiera maravillarse de ello, porque en materia de canto, tal autoridad tenéis, que por asno quedara aquél a quien dijéseis «como asno cantas,» y por ruiseñor aquél a quien dijéseis «cantas como ruiseñor.»

—¡Cierto, cierto es eso que dice Alonsico! clamó la muchedumbre viendo que señora Marica trataba de declinar la autoridad que el mozo la atribuía.

—¿No me diréis, continuó Alonso, por qué mi canto tan hondamente os conmueve?

—Sí te diré, Alonsico, hijo, respondió señora Marica, y para enjugar las lágrimas que tornaban a cegar sus ojos, hizo una larga pausa, término esperaba la muchedumbre impaciente y silenciosa. Deshágome en llanto y se me dislacera el corazón apenas te oigo cantar, porque entonces traes a mi memoria el recuerdo de un asnico que se me murió y rebuznaba lo mismo que tú cantas.

Oír esto la muchedumbre y prorumpir en risotadas y silbidos enderezados a Alonso, todo fue uno.

Despojado de improviso el mozo de la aureola que ceñía su frente, huyó de aquél que creyó ser teatro de su gloria y veía tornado en cadalso de su ignominia, y los mozuelos le siguieron una y otra calle de la Morería, gritándole:


¡Alonsico,Alonso,
rebuznad un responso!

V

Alonso no tornó a cantar ni en la iglesia del señor San Pedro, ni en la del señor San Andrés, ni en calle, ni en plaza, ni en ventana, ni en parte alguna donde gentes le oyesen.

Aun de la Morería tuvo que mudar vivienda, y sólo recatándose, tornaba a la misa de alba, porque los rapaces, erre que erre en perseguirle, cada vez más sañudos, le tiraban tronchos de col y fruta laceriaclay gritándole


¡Alonsico, Alonso,
rebuznad un responso!
 

Y buscando la soledad donde no le persiguiese nadie más que la conciencia, que basta y sobra para castigar pecados, hallóla en los espesos matorrales no distantes de la Puerta-cerrada.

Gentes de suyo sobradamente reparonas diránme que en estos altozanos y vallejuelos de la banda izquierda del Manzanares, donde sólo se ven arenicas y más arenicas áridas y secas como el ingenio mío, no pudo haber nunca matorrales espesos ni aún ralos.

Gracia me hace, como soy Antón, este reparo, cuando los cronistas de la villa, desde el licenciado Quintana hasta Capmany y Mompalau, más licenciado aún, limoneros y todo ponen en las susodichas arenicas.

Allí, digo en aquellos espesos matorrales labró Alonso el del enterrador una chocica y roturó una

heredad, allí vivió luengos años, triste y malquisto de todos, y allí murió más conocido con el sobrenombre de Burro que con el nombre de Alonso.

Y cuando poco después de su muerte se labró hacia allí el barrio aún llamado Nuevo con ser tan viejo, y los matorrales tornáronse calle, que partiendo en dos la heredad que fue de Alonso, bajaba hacia la Puerta-cerrada, el vulgo necio llamó calle del Burro a la que inició el desterrado de la Morería, y tal nombre confirmó, al cabo, la señora villa, que a las veces es algo arrimadica a la cola.

En cuanto a Lucigüela y señora Marica, la primera casó con el honrado y rico caballero que dejó su nombre a la calle de D. Pedro, y la segunda tornó a entonar dulces cantares que parecían salir de entrañas de madre, así que tuvo nietecicos a quien arrullar con ellos.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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