El Ten-con-ten

Antonio de Trueba


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Este era un joven Monarca (ignoro si del sexo, masculino ó del femenino, pues la tradición popular sólo le da el ambiguo nombre de Monarca) que se propuso, al empezar su reinado, hacerse amar de todos sus súbditos por medio del ten-con-ten, ó lo que es lo mismo, procurando complacer á todos.

Firmo en este propósito, que por inspiración propia, y no por consejo ajeno, había adoptado como base de su difícil misión de reinar en un pueblo dividido y encismado por la picara política, quiso completar su plan de conducta gubernamental oyendo los consejos del General Robles, que había sido Ministro y Consejero muy amado del Rey, su augusto padre

El General Robles, más conocido por este nombre que por su título de Duque de no sé qué pueblo, donde había alcanzado una gran victoria sobre extranjeros invasores de la patria, era un venerable anciano.

Hijo de honrados y pobres labradores, había ingresado en la milicia como soldado raso, y á fuerza de tiempo, de talento, de valor, de patriotismo y de honradez, había ascendido á General,y de General á Duque, y de Duque á Ministro, y de Ministro á todo lo más á que entonces se podía ascender, que era el calificativo de ilustre, que ahora se planta á cualquier cabecilla de motín triunfante.

Las genialidades del General. Robles eran muy célebres y enamoraban al Rey mismo. Como muestra de ellas, voy á citar una.

Con motivo de la heroica y larga guerra sostenida para arrojar de la patria al extranjero, yen que tan gloriosa parte había tomado el General Robles, el tesoro andaba tan mal, que se debían una porción de pagas á los servidores del Estado, incluso los militares. El día de los Santos Reyes nevaba si Dios tenía qué, en el momento en que acudían al besamanos de Palacio todos los altos funcionarios de la corte. El Rey esperaba alguna genialidad del General Robles, que nunca se presentaba á S. M. sin hacer lo que el Rey llamaba alguna de las suyas. La admiración del Rey y de toda la corte fué grande cuando vieron aparecer al General de completo uniforme de verano.

—¿Qué es eso, Robles?—le preguntó S. M. entre enojado y risueño..

—Señor—contestó el General, como admirado de la pregunta,—no sé lo que quiere decirme Vuestra Majestad.

—¿Cómo te atreves á presentarte de uniforme de verano en un día de Enero tan frío como éste?

—Señor, permítame V. M. decirle que se equivoca al decir que estamos en Enero, pues en lo que estamos es en Julio.

—¿Cómo que en Julio, hombre?

—Señor, no tengo en ello la menor duda.

—¿Por qué?

—Porque mi calendario es la nómina, y ayer cobró la paga de Junio.

El Rey rió mucho con esta salida, y encargó en el acto á su Ministro de Hacienda que se pagasen al día siguiente todos sus atrasos á los servidores del Estado y se cuidase de que en lo sucesivo fuese la nómina calendario infalible.

El joven Monarca, que había oído á su augusto padre contar regocijado infinitos rasgos de ingenio de noble franqueza y de sabiduría práctica del General Robles, llamó á su presencia al ilustre anciano, que sin dejar de inspirarle cariño verdaderamente filial, le inspiraba tal veneración, que era el único de sus súbditos no revestidos de dignidad eclesiástica á quien daba tratamiento de usted. A propósito de esto, el General Robles decía un día al joven Monarca:

—Me debe tratar V. M. lisa y llanamente de tú, pues el tuteo del superior al inferior implica un sentimiento de paternal cariño, que no se paga con dinero.

Soy de la opinión del General Robles. Yo tenía un perro muy inteligente y leal, que cuando le llamaba tuteándole se volvía loco de alegría, y cuando le llamaba diciéndole: «¡Venga usted acá!», el pobrecillo temblaba como un azogado y no se atrevía á acercarse á mí.

—Querido Robles—dijo el joven Monarca al anciano, á quien había hecho sentar familiarmente á su lado,—le he llamado á usted porque necesito de sus consejos, que no tienen para mí precio procediendo de donde proceden.

—V. M. me honra mucho más de lo que merezco.

—No; le honro á usted menos de lo que se merece. Su larga exporiencia de la vida y de los asuntos públicos, su amor á la patria, su adhesión y lealtad á mi padre, sus servicios al Estado, y la noble franqueza de su carácter, le hacen á usted digno de que yo le consulte al comenzar mi reinado sobre la conducta que debo seguir en mi difícil empresa. Si me dijese usted que no es digno de esta consulta, no me diría la verdad, y eso si que sería indigno de usted.

—Tiene V. M. razón: soy digno de que V. M. me consulte y oiga mis consejos.

—Así, así le quiero á usted, amigo Robles, porque así fué usted para con mi padre, y así debe ser para conmigo. He pensado mucho en lo que debo hacer para que me amen todos mis súbditos y se unan en mi reino todas las voluntades, divididas y enconadas por los odios y encontrados intereses políticos, y me parece haber dado con el cimiento del hermoso edificio que pretendo levantar: pero todo edificio consta de partes muy importantes y esenciales además del cimiento, y para idear esas partes y perfeccionarlas necesito la ayuda y el consejo de usted.

—V. sabe muy bien que cuando un arquitecto abandona la dirección de un edificio apenas la obra estaba fuera de tierra, y se llama á otro que la continúe, este otro lo primero que examina es el cimiento, para saber á qué atenerse en lo que va á edificar sobre aquella base. ¿Cuál es el cimiento que V. M. ha ideado para su noble y hermoso edificio?

—Uno tan sencillo como seguro: complacer á todos mis subditos, blancos y negros, altos y bajos, porque entiende que el Monarca con relación á sus súbditos es como el padre con relación á sus hijos, que todos lo parecen y deben parecerle hermosos y dignos de su carillo.

—¿La política del ten-con-ten, no es verdad, señor? Pues tengo el sentimiento de decir á Vuestra Majestad que ese cimiento, por más que sea en apariencia sólido y hermoso, en realidad es falso y feo. Si V. M me lo permite, le voy á contar un cuento que no debe V. M. echar en olvido durante su reinado, so pena de recordarle alguna vez llorando.

—Le oiré, querido Robles, con mucho gusto, porque los cuentos contados por los de corazón sano é inteligencia madura, como lo son el corazón y la inteligencia de usted, no son triviales reideros, como el vulgo, y muchos que no son vulgo, pretenden.

—Tiene razón V. M.: el cuento como debo ser, hasta tiene en los fastos religioso-literarios señalado un origen santo, pues la parábola de Jesús es generadora del cuento popular; la idea extraña penetra en nuestro entendimiento y arraiga en él tanto más fácilmente cuanto con traje menos extraño para nosotros llega vestida. ¿Qué hizo Jesús al decir á su santa y fecunda idea: «Ve y penetra y mora en el entendimienno de las gentes de buena voluntad?» Vistióla de la sencilla túnica que aquellas gentes estaban acostumbradas á ver y amar, y la idea así vestida penetra en el entendimiento del pueblo, no como huésped extraño, sino como huésped familiar y amado, que regocija el hogar á cuya puerta llama. Así es el cuento popular siempre que, no contento con imitar la sencilla túnica de la parábola de Jesús, imita también la santa idea de la misma parábola.

—Ah, querido Robles, ¡cuánto me enamoran la luz de esa inteligencia y el calor de ese corazón! ¿Puedo alumbrar las tinieblas de mi inteligencia el cuento popular que usted va á contarme?

—Ciertamente que, si yo le contase bien, derramaría no escasa luz en la clara inteligencia de Vuestra Majestad.

—Pues apresúrese usted á contármele, mi querido amigo, digo mal, mi querido padre, porque como á padre le amo y respeto á usted.

El General Robles necesitó algunos instantes para reponerse de la emoción que le causaron aquellos testimonios de cariño del joven Monarca, y en seguida contó á éste el cuento que voy á divulgar para enseñanza de candorosos y buenos, y remordimiento y afrenta de egoístas, sacrílegos é ingratos.

II

«En un pueblo de Castilla llamado Animalejos, erigieron los labradores una ermita á San Isidro, á poco tiempo de ser canonizado el santo labrador matritense, y aquel santuario fué adquiriendo gran fama en toda la comarca, por los favores que otorgaba el Santo a los que los pedían con verdadera fe.

Andando el tiempo, la ermita se arruinó, y en tal estado se hallaba hacia mediados del siglo presento. Los vecinos de Animalejos, poco peritos en efemérides histórico-religiosas, decían que la ermita se arruinó en el primer tercio del siglo XVI, con motivo de la guerra de las Comunidades, que tantos desastres causó en Castilla la Vieja, y aun en Castilla la Nuova; pero los vecinos de los pueblos cercanos les daban matraca llamándoles, no se sabe por qué, «los que arcabucearon al Santo»; insulto que sacaba de sus casillas á los animalejeños y daba ocasión á tremendas palizas.

Es verdad que hacía siglos no quedaba de la ermita más que un montoncillo de ruinas; pero se conservaba por tradición, así en Animalejos como en los pueblos inmediatos, la devoción al santo patrono de los labradores.

Dice se que cuando el río suena agua lleva; pero aquella devoción de los animalejeños á San Isidro bastaba para desmentir, si no bastara su propia y sacrílega enormidad, la acusación de haber arcabuceado á San Isidro los animalejeños.

Había en Animalejos un sujeto, llamado por mal nombre el tío Traga-santos, y digo que era llamado así por mal nombre, porque se lo llamaban por la única razón de que buscaba en Dios y en sus elegidos el consuelo de sus tribulaciones y las ajenas.

Las ruinas de la ermita de San Isidro estaban en las afueras de Animalejos, en un cerrillo que dominaba toda la vega. No pasaba una sola vez por allí el piadoso Traga-santos sin arrodillarse sobre ellas y llorar la destrucción del templo.

El día de San Isidro el tío Traga-santos cubría de flores aquellas sagradas ruinas; colocaba sobre ellas una mesita cubierta con un blanco mantel; en esto sencillo é improvisado altar ponía, entre dos velas, una tosca imagen de San Isidro hecha de barro, circunstancia que para él constituía su mayor mérito, pues se la habían llevado de Madrid, y suponía que aquel barro procedía de la tierra regada con el sudor del santo labrador, y pasaba casi todo el día rezando entre aquellas ruinas.

El sueño dorado de toda la vida de Traga-santos había sido ir á Madrid, gustar en su propio manantial el agua brotada milagrosamente al golpe del regatón de Isidro, y orar en el templo erigido al Santo en los campos que éste regó con el sudor de su frente.

Era ya viejo, y temeroso de dejar este mundo sin realizar aquel piadoso sueño, determinó al fin emprender su peregrinación á Madrid, y así lo hizo, llegando á las orillas del Manzanares víspera de la fiesta del glorioso San Isidro. La emoción que sintió al divisar materialmente los campos donde se realizó el poema, á la par sencillo, maravilloso y santo, de la vida de Isidro y su santa compañera María de la Cabeza, es para pensada, y no para referida.

—¡Señor—decía para sí,—qué felices son los madrileños, que tienen la gloria de poder llamar compatriota suyo al bendito Isidro, y poco menos á la bendita María de la Cabeza! ¡Qué dicha la suya, pues pueden desde su propio hogar contemplar todos los días los campos donde vivieron en carne mortal los santos labradores! ¡Y con qué santo regocijo y piadoso recogimiento de espíritu discurrirán por aquellos campos, pondrán su planta donde Isidro y María pusieron la suya, y se inclinarán á cada paso á besar aquella tierra, que Isidro regó con su sudor y los ángeles santificaron con su presencia, bajando á ella para regir el arado del bendito labrador!

Pensando así, el tío Traga-santos esperó él alba del siguiente día, y así que el alba despuntó se encaminó á los collados de San Isidro.

Antes de pasar el Manzanares, oyó hacia aquellos collados y la pradera interpuesta entre el río y ellos, confuso, interminable y atronador murmullo de la muchedumbre, y dijo., lleno de piadosa emoción:

—¡Ah, que bien comprendo el gran pueblo madrileño la incomparable dicha que goza de ser Madrid cuna de San Isidro, y sus campos teatro de los milagros del santo labrador! ¡He ahí á ese piadoso y gran pueblo orando en alta voz para glorificar al Santo y pedirle el remedio y el consuelo- e los males de la patria!

El alma se le cayó á los pies al pobre Traga-santos cuando apenas pasó el Manzanares se encontró con que aquel confuso y atronador murmullo de la muchedumbre congregada en torno del santuario y de la milagrosa fuente se componía, no de piadosos himnos y plegarias, sino de blasfemias, de obscenidades, de cantares profanos y de gritos, cuando menos locos é inspirados por la embriaguez. ¡Y su corazón se estremeció de espanto cuando supo que en aquellos benditos campos había que establecer todos los años, al llegar el día consagrado á glorificar al santo y sencillo labrador, que hasta cuidaba de las avecillas del cielo, un juzgado y un hospital para reprimir el crímen y proteger á sus víctimas!

Bebió el agua milagrosa, mezclándola con las lágrimas que arrancaban á sus ojos la piedad y el dolor, y penetró en el santuario, donde pasó orando y llorando la mayor parto de la mañana.

Cuando salió á recorrer aquellos campos, hollados por la planta del santo labrador, VI ó que el cielo se había nublado, y oyó decir á las gentes que se le iban á mojar las polainas al Santo.

Esta frase causó honda pena á Traga-santos, porque le pareció irrespetuosa, y más proferida en el aniversario del tránsito del bienaventurado labrador al cielo, y mucho más en boca de los compatriotas de Isidro, y muchísimo más pronunciada en el suelo santificado con la planta y los milagros, de tan gran santo.

De repente empezó á llover con violencia, pero cesó la lluvia á corto rato; y ¡cuál no sería el asombro del sencillo creyente vecino de Anima-lejos cuando vió que una porción de mujeres, cuyos puestos de dulces, juguetes de niños, campanillas y santos de barro y todo género de baratijas había averiado la lluvia, se encaminaban irritadas hacia la ermita, recogiendo piedras del suelo y se ponían á apedrear á una imagen de San Isidro colocada sobre el pórtico de la ermita, llenando de improperios al Santo porque, según decían, le habían llenado de cuartos el cepillo y habían quemado en su altar no se cuántas velas para que hiciera que no llovioso, y el Santo era tan desagradecido, que había hecho precisamente todo lo contrario!

—¡Pero no ven ustedes qué judiada la de esa gente!—exclamó Traga-santos escandalizado, dirigiéndose á un grupo de lugareños de ambos sexos que estaban á su lado presenciando aquella sacrílega pedrea.

—Pues aguarde usted un poco—le contestó uno de los lugareños con asentimiento de los demás;—que en cuanto acaben de tirar piedras esas, vamos á empezar nosotros.

—¿Por qué?—los preguntó Traga-santos sorprendido é indignado, tanto más, cuanto que entonces reparó que cada lugareño tenía una piedra en la mano.

—¿No ve usted qué claro se vuelve á poner el cielo? ¡Lo que es de esta hecha voló la lluvia! ¡Y nosotros, pedazos de burros, que hemos andado diez leguas y hemos gastado un dineral en misas y luces y limosna al Santo para que lloviera, pues tenemos el campo quemado!..¡Al fin gato de Madrid había de ser él! La culpa tiene ¡voto á bríos! el que se fia...

Traga-santos, horrorizado, no quiso oir el resto de la frase, y se apresuró á volver á la ermita para pedir al Santo, con los ojos arrasados en lágrimas, que detuviese con su intercesión la mano de Dios, sin duda levantada ya para castigar terriblemente al pueblo español por aquellos sacrilegios.

Al volver á pasar el Manzanares para tornar á Madrid, oyó que le decían:

—¡Yaya usted con Dios paisano!

Volvió la cabeza y vió que quien se lo decía era una viejecita que iba repasando el rosario, y le dijo que era de un pueblecito cercano á Animalejos, por lo cual había conocido en el traje que era paisano suyo.

Trabaron conversación, y como la paisana lo preguntase qué tal le parecía Madrid, el tío Tragasantos le contestó:

—Estoy indignado con las judiadas que he visto en esta tierra. A los de Animalejos nos dicen que si hicimos ó dejamos de hacer con San Isidro, pero nunca se ha visto allí cosa que se parezca á la que yo he visto aquí.

—¿Pués qué es lo que usted ha visto, paisano?

—¡Calle usted, señora, que sólo con recordarlo se le ponen á uno los pelos de punta! He visto apedrear al Santo y ponerle de picardías que no había por donde cogerle, se protesto de si consiente que llueva ó deje de llover.

—¡Ay, paisano! de poco se admira usted. El año 1856 vi yo mucho más.

—¿Pues que más pudo usted ver, señora?

—Vi á unos milicianos nacionales, de los que estaban de piquete en la romería, fusilar al Santo bendito porque había caído un chaparrón que los había puesto como una sopa. Y por cierto que lo pagaron bien caro, porque pocas semanas después los fusiló ODonnell á ellos.

—Señora, vaya usted mucho con Dios y no calumnie á nadie con capa de santidad

—Buen hombre, yo no calumnio á nadie.

—¿Usted cree que yo me mamo el dedo? Eso es que, como le he recordado á usted el cuento con que nos dan cordel á los de Animalejos, quiere usted con indirectas divertirse conmigo.

La viejecita trató de replicar al tío Traga-santos; pero este se alojó sin escucharla, indignado de que una mujer de sus años y su apariencia de santidad anduviese con bromas, que eran simplemente infames calumnias.

Y al día siguiente tomó el camino de su tierra, firmemente decidido á desagraviar al santo labrador reedificando la ermita de Animalejos y fomentando en ella el culto, que esperaba fuese allí más sincero y desinteresado que el que recibía San Isidro en Madrid, en el pueblo que al parecer en tan poco tenía el ser patria de tan gran santo.

III

Traga-santos vendió hasta los clavos de su casa para realizar su propósito de reedificar la ermita de San Isidro: y como aquello no bastase, anduvo de pueblo en pueblo pidiendo limosna para tan santa obra, por cierto con mucho fruto, particularmente en Cabezudo y Barbaruelo.

Al fin tuvo el consuelo de ver restablecido en Animalejos el santuario del bendito labrador, más grande y más hermoso que el antiguo, á juzgar por los cimientos y las ruinas que del antiguo quedaban.

Hubiera sido gran dicha para Traga-santos poder colocar en él la antigua imagen; pero esta imagen había desaparecido, y fueron vanos todos los esfuerzos que hizo para dar con ella.

Traga-santos ideó un medio muy eficaz de reemplazarla ventajosamente. Escribió á Madrid á persona de toda su confianza, encargándole que le enviase un par de sacos de la mejor arcilla que hallase en los cerros de San Isidro, y así que recibió esta bendita tierra, se fué con ella á Valladolid é hizo que lo modelase un buen escultor una buena imagen de San Isidro, que bien cocida y pintada, llevó al señor Arzobispo y éste bendijo, concediendo muchas indulgencias á los que rezasen delante de ella.

Volvió Traga-santos á Animalejos con tan preciosa imagen, y una vez colocada en la ermita con gran solemnidad, se dedicó aquel piadoso y sencillo anciano á fomentar el culto y la devoción de San Isidro.

Su santo celo no fué inútil, porque antes de un año la ermita de Animalejos era uno de los santuarios más concurridos y venerados de toda Castilla la Vieja, á lo que contribuyeron los muchos beneficios que por intercesión de San Isidro y la del mismo Traga-santos habían obtenido de Dios en tan corto tiempo los devotos.

He dicho que la intercesión de Traga-santos había mediado también en la obtención de estos beneficios, y esto necesita explicarse.

Las gentes que conocían la santidad de Tragasantos y sabían lo mucho que San Isidro le debía, eran de parecer que la mediación de Traga-santos era poderosísima y eficaz para obtener la del Santo para con Dios.

Así, pues, los que llegaban á la ermita para solicitar algún beneficio, lo primero que hacían era dirigirse á Traga-santos diciéndolo:

—Tío Traga-santos, yo necesito esto, ó lo otro, ó lo de más allá. Interceda usted con el Santo para que á su vez interceda con Dios; que estoy seguro de que ni el Santo le niega á usted nada ni al Santo le niega nada Dios.

Traga-santos, por más que protestase no ser lo santo que se suponía, sino por el contrario, el mayor de los pecadores, accedía á aquel ruego, y rara era la vez que su intercesión no diese maravillosos frutos.

Lo que cada vez tenía más disgustado á Tragasantos, era el profundo egoísmo y hasta la falta, de sentido común con que muchos acudían á la ermita.

Viendo que, por ejemplo, á un mismo tiempo pedía uno que lloviese á mares y otro que la sequía achicharrase los campos, decía el hombre con muchísima razón:

—Esta gente se va pareciendo á la de la tierra de Madrid; lo que prueba que con tal que Pedro y Juan sean hombres, tan bueno es Juan como Pedro. ¡Quisiera yo ver al más pintado, no digo en mi lugar, sino en el de Dios mismo, á ver cómo se las componía para dar gusto á todos! Por ejemplo, absolutistas y liberales que se aprestan á venir á las manos. Pues ya tiene usted un absolutista que le marea pidiendo la victoria para los absolutistas, y un liberal que le vuelvo tarumba pidiéndola para los liberales. ¿Pues qué, Dios puede hacer que los dos bandos salgan triunfantes? No, señor; eso sólo lo pueden hacer los dos Generales en jefe al extender los dos partes oficiales de la batalla.

Traga-santos confió estos, disgustos é inconvenientes al señor Cura Párroco de Animalejos, para salir de los apuros en que los devotos le ponían á él, á San Isidro y á Dios mismo.

—Tío Traga-santos—le dijo el Párroco,—esas, son cosas muy delicadas para hombres de tan poco entendimiento como nosotros. Lo único que haré será contarle á usted un cuento, y allá verá usted si lo sirve de algo para resolver el problema que tanta guerra le da.

—Venga el cuento, señor Cura; que yo procuraré sacarle toda la miga que tenga.

—Pues óigale usted. En un pueblo que llaman Adoracuernos, que es como debían llamar á Madrid, había corrida de toros, y uno de los toros era de muerte, que debía darle un mozo del mismo pueblo muy aficionado al toreo. En el momento en que estaban lidiando el toro de muerte, un vecino, de muchos años y de mucho entendimiento, vió á la madre del torero arrodillada á los pies de un Santo Cristo muy milagroso que se veneraba en una calle del pueblo.

—¿Qué hace usted ahí?—preguntó á la arrodillada.

—Señor—contestó la buena mujer llorando,—¡qué quiere usted que haga sino rezar! ¡En este instante quizá luchan á muerte mi hijo y el toro, y naturalmente, rezo para que venza mi pobre hijo!

—Mujer, no llore usted, que al fin su hijo tiene sobre el toro una gran ventaja.

—¿Y qué ventaja es esa, señor?

—La de que la madre del toro no sabe rezar.

Traga-santos era hombro que se confundía y embrollaba cuando para entender las cosas necesitaba cavilar un poco. Así fué que se hizo un ovillo cuando se puso á cavilar para entender lo que el señor Cura Párroco le había querido decir con aquel cuento.

Como siguiesen en aumento sus disgustos, hijos, de su afán por complacer á todos los devotos, y lo contrapuesto de las peticiones de éstos, volvió á consultar al señor Cura á ver si le daba algún consejo más práctico y accesible á su comprensión que el encerrado en el cuento de lo ocurrido en Adora-cuernos, y el señor Cura le dijo:

—Tío Traga-santos, voy á contarle á usted otro cuento, que de seguro lo saca á usted de sus apuros si sabe aprovecharle. Un buen anciano que tenía un hijo labrador y otro tratante en granos, era muy devoto de Santa Ana, por cuya intercesión había logrado de Dios muchos beneficios para sus dos hijos.

Un día que el cielo amenazaba lluvia, se le presentaron sucesivamente sus dos hijos, y le dijo el labrador:

—Padre, yo vengo á pedirle á usted un favor, y es que interceda con la gloriosa Santa Ana para que alcance de su Divino Nieto que llueva de firme, porque si no lluevo, se me pierde la cosecha y me arruino.

—Está muy bien, hijo—lo contestó el anciano.

El tratante en granos llegó poco después y le dijo: .

—Padre, ya ve usted que el cielo amenaza lluvia, y si llueve, la cosecha va á ser este año bárbara y yo me arruino con la baja del trigo, porque tengo empleado en él todo mi capital. Con que, padre, hágame usted el favor de pedir á la gloriosa Santa Ana que interceda con Dios para que no llueva.

EL anciano reunió á sus dos hijos y exclamó, dirigiéndose á ellos:

—Hijos míos, uno de vosotros me pide que interceda con la gloriosa Santa para que llueva de firme, y el otro, que interceda con la misma gran Santa para que no llueva. ¿Cómo me he de componer para complaceros á ambos, si me pedís cosas enteramente opuestas?

El labrador y el tratante en granos insistieron cada cual en su petición, y por último, se fueron diciendo cada cual:

—Padre, arrégleselas usted como pueda, pero es indispensable que pida usted á Santa Ana lo que le he dicho.

—¿Cómo creerá usted, tío Traga-santos, que salió del paso el anciano?

—Eso es, señor Cura lo que yo le iba á preguntar á usted.

—Pues salió yendo á la iglesia, arrodillándose delante del altar de Santa Ana y diciendo á la Santa con mucha devoción:


—Vengo á decirle á usted, santa abuelita.
que mis hijos me ponen en un potro.
pues el uno que llueva solicita.
y...que no llueva solicita el otro.
Santa abuelita, yo bien considero
que usted dirá: «Salidas de pavana
de esa naturaleza oir no quiero».
¡Pues haga usted lo que le dé la gana!


El tío Traga-santos ya comprendió la filosofía de este otro cuentecillo, pero continuó en su vano empeño de complacer á todos los que le pedían que sirviese de medianero entre ellos y el Santo, porque no tenía cara para negar nada á nadie, y era aficionadísimo al ten-con-ten.

Cerca de Animalejos había dos pueblos que estaban siempre en guerra mío con otro, porque daba la pícara casualidad de que casi siempre oran sus intereses opuestos.

Estos dos pueblos eran Barbaruelo y Cabezudo-Los únicos molinos que había en aquella comarca estaban en jurisdicción de estos dos pueblos, que tenían en los molinos del concejo un gran recurso para levantar las cargas públicas. El río que pasaba por Barbaruelo era muy caudaloso, y el que pasaba por Cabezudo era todo lo contrario. Así sucedía que cuando la sequía era grande, Barbaruelo monopolizaba la molienda de toda la comarca, porque Cabezudo ni aun á represadas podía moler un grano.

Después de un poco de sequía el cielo se turbó con aparato de lluvia, y contemplándole, decían los de Barbaruelo, muy inquietos:

—¿Si nos irán á fastidiar las lluvias? Si vienen, nos doblan de medio á medio, porque los de Cabezudo muelen ya á represas, y continuando la sequía, antes de una semana apandamos nosotros toda la molienda de veinte leguas en contorno.

Y al mismo tiempo decían los de Cabezudo, contemplando el cielo muy alegres:

—¿Qué va á que las lluvias nos ponen las botas-y jorobamos á los de Barbaruelo? Buena falta nos hacen, porque ya hemos empezado con las picaras represas, y los de Barbaruelo nos birlan ya la mitad de la molienda.

Barbaruelo y Cabezudo acordaron enviar cada cual tina comisión á Anímale!os para ver si por la intercesión del tío Traga-santos, á quien habían dado tanta limosna para reedificar la ermita, lograban de San Isidro que á su voz intercediese con Dios para que no cayera gota de agua y para que cayera á cántaros, y ambas comisiones se dirigieron casi simultáneamente á Aninialejos.

Mientras esto pasaba en Barbaruelo y Cabezudo, los de Animalejos, que no sabían si alegrarse ó entristecerse contemplando el aparato de lluvia que presentaba el cielo, determinaron rogar al tío Traga-santos que solicitase, por la intercesión de San Isidro, que lloviera y no lloviera, ó lo que os lo mismo, que cayese sólo una rociada de agua, que era lo único que necesitaba el campo de Animalejos.

El tío Traga-santos fué oyendo á unos y á otros, y como no tenía cara para, negar nada á nadie, y de unos y otros había recibido limosna para reedificar la ermita de San Isidro, fué diciendo á todos amén, imitando al devoto del cuento del señor Cura, pidiendo al Santo que hiciera lo que le diese la gana, creyó babor encontrado, en lo posible, aquel medio, que consistía en pedir á San Isidro que no lloviese tanto como querían los de Barbaruelo ni tan poco como querían los de Cabezudo y los de Animalejos.

Apenas el tío Traga-santos había hecho su oración al glorioso San Isidro, empezó á llover y no cesó la lluvia hasta bien entrada la noche, en que cesó y se puso el cielo estrellado, con mucha alegría del tío Traga-santos, que di ó las gracias al bendito labrador porque le había complacido á medida de su deseo.

IV

Amaneció el día siguiente tan sereno y hermoso, que toda señal de nueva y próxima lluvia había desaparecido.

—¡Voto á bríos, que se ha portado el tío Tragasantos!—exclamaban los de Cabezudo.—¡Con la picara lluvia de ayer ya han empezado á moler á más y mejor los de Barbaruelo, y con cuatro gotas que vuelvan á caer siguen moliendo todo el verano cuanto grano se les presente, y nosotros, que esperábamos ganar un dineral con toda la molienda de veinte leguas en contorno, nos vamos á fastidiar este verano! ¡Por vida de Cristo padre con el tío Traga-santos! ¡Que vuelva, que vuelva por aquí á pedir limosna para su ermita! ¡Qué lástima de fuego en ella y en el ingrato tío Tragasantos, que tal chasco nos ha dado! Porque, si ha llovido ayer á mares, será porque al tío Tragasantos le untaron la mano los de Barbaruelo cuando estuvieron á verle para que pidiese á San Isidro esa condenada lluvia.

—¡Vaya un chasco que nos ha dado el tío Traga-santos!—decían los de Barbaruelo.—¡Con un canto en los hocicos nos podremos hoy dar porque ayer no hubiese existido en el mundo semejante hombre, pues si ayer no cayeron más que cuatro gotas, de seguro se debe á manejos de ese tunante, pues el cielo estaba tan cargado, que prometía un diluvio! ¡De seguro, cuando fueron á verlo los de Cabezudo le alargaron buenas amarillas para que pidiese que no lloviera, y el muy tunante pidió al Santo que lloviese sólo un poco para cubrir el expediente. Antes de quince días, ni á represadas podemos moler, y este verano los de Cabezudo ganan el oro y el moro con la molienda, y á nosotros nos tiene que asar á contribuciones el Ayuntamiento para levantar las cargas del pueblo! ¡Vaya, que el tío Traga-santos está agradecido á las limosnas que lo dimos para levantar la ermita! ¡Mala centella de Dios tumbe á su ermita y á el, que tan serrana partida nos ha jugado!

Y al mismo tiempo decían los de Animalejos:

—¡Como hay Dios, debemos estar agradecidos al tío Traga-santos por lo bien que se ha portado con nosotros! Más cuenta nos hubiera tenido que el tal. Traga-santos no existiera, porque ayer, si al cielo se le hubiera dejado hacer lo que quisiera, sólo hubiera caído un chaparroncillo, que era lo que la vega necesitaba, y con meterse el tío Traga-santos á pedir que llueva ó deje de llover, llovió á jarros y todo el trigo se ha tumbado, y con tanta humedad la roña se le va á comer antes que cuaje el grano. Milagro será que antes de caer tanta agua en nuestros campos no cayeran algunas onzas de oro en manos del tío Traga-santos, porque los de Barbaruelo vinieron á verlo, y de seguro no le dejaron con las manos peladas. ¡Cuidado que el tal Traga-santos agradece lo que Animalejos ha hecho para ayudarle á levantar la ermita! ¡Y luego habrá quien se extrañe de que el mejor día se amotine Animalejos y pegue fuego á la ermita y al ermitaño!

Estas murmuraciones llegaron á oídos del tío Traga-santos, ú quien causaron el mayor sentimiento, porque en lo humano no aspiraba el piadoso viejecito á mayor gloria que la de complacer á todos por medio del ten-con-ten y de ser de todos bienquisto.

Sabedor de que la marejada que se había levantado contra él en Cabezudo y en Barbaruelo, y hasta en el mismo Animalejos, lejos de cesar, cada vez era mayor, determinó dar un manifiesto á los tres pueblos, sincerándose de las acusaciones de que era objeto, y, en efecto, redactó uno concebido en los siguientes términos:.

«¡Cabezudenses, barbaruelenses y animalojuenses! Con mucho dolor de mi corazón ha llegado á mi noticia que estáis quejosos de mí porque días pasados no llovió á gusto de todos. ¡Yo os aseguro que hice cuanto estaba de mi parte para complacer á Cabezudo, que quería no cayese gota de agua; á Animalejos, que quería cayese sólo un chaparrón, y á Barbaruelo, que quería lloviese si Dios tenía qué! Dios lo puede hacer todo, pero á veces lo hace tan indirectamente, que parece no hacer nada ó hacer todo lo contrario de lo que se lo pide. Supongamos que Cabezudo le pide que no llueva una gota, y todo con la intención de que Barbaruelo no muela un grano, y en seguida empieza á llover tanto, que el agua se lleva los molinos de Barbaruelo. En este caso, ¿no habrá hecho Dios lo que Cabezudo lo pedía, aunque parezca que ha hecho todo lo contrario? Y si Cabezudo empozó á decir picardías de Dios al ver que llovía á mares, ¿no ha hecho Cabezudo una barbaridad? ¡Cabezudenses, barbaruelenses y animalejuenses, dad por bien hecho todo lo que hace Dios, pues es lo que os tiene cuenta, aunque os parezca lo contrario. De esta doctrina partí yo días pasados al pedir al glorioso San Isidro que intercediese con Dios en favor de Cabezudo, que quería no cayese gota; de Animalejos, que quería cayese sólo un chaparrón, y de Barbaruelo, que quería lloviese si Dios tenía que. El Santo escuchó mi ruego, y Dios escuchó el del Santo, porque se fundaban en el buen medio en que está la virtud, y así todos fuisteis complacidos hasta cierto punto: Cabezudo, consiguiendo que no lloviera tanto como Barbaruelo deseaba; Barbaruelo, consiguiendo que no lloviera tan poco como deseaba Cabezudo, y Animalejos, consiguiendo que no lloviera tanto ni tan poco como deseaban Cabezudo y Barbaruelo. Yo estoy satisfecho del favor que todos hemos alcanzado de Dios por la intercesión, del glorioso San Isidro y vosotros debéis también estarlo, amados cabezudenses, barbaruelenses y animalijuenses».

Fijarse este manifiesto en los sitios públicos de Animalejos, Cabezudo y Barbaruelo, y amotinarse los tres pueblos contra el tío Traga-santos, todo fué uno, porque todos decían bramando de coraje:

—¡Ciertos son los toros! ¡El tío Traga-santos es un bribón de siete suelas, que no hace más que pastelear y meterlo todo á barato con capa de santidad y palabras de caramelo! ¡Hay que hacer con él una que sea sonada para que no vuelva á venderse al oro de...

Este oro era para los de Barbaruelo, el de Cabezudo; para los de Cabezudo el de Barbaruelo, y para los de Animalejos, el de cualquiera de los dos pueblos vecinos.

El resultado de los manifiestos al público es contraproducente, ó cuando menos nulo, en estos dos principales casos: primero, cuando el manifestante, no tiene razón ó el público no quiere que la tenga;, y segundo, cuando el manifestante tiene malas explicaderas, ó el público tiene entendederas no mejores.

De esto último había un poco en el tío Traga-santos y en los de Cabezudo, Barbaruelo y Animalejos, y así se explica el que el manifiesto del primero causase efecto contraproducente en los segundos.

Ruiz de Alarcón llamó bestia al vulgo hace más de dos siglos, y desde entonces acá sólo ha variado el vulgo en dos cosas: en el nombre y en el traje, pues ahora se llama pueblo, y porque le han dicho que es soberano, se ha plantado muy serio corona y manto de Rey. Por lo demás, aunque los tontos, y los bribones aseguran lo contrario, el vulgo continúa siendo lo que Ruiz de Alarcón le llamó.

El tío Traga-santos, viendo que su manifiesto, lejos de hacer entrar en razón á aquellos á quienes se dirigía, los había irritado hasta el punto de que se temía de ellos alguna barbaridad, acudió al Párroco en demanda de consejo.

—Tío Traga-santos—le dijo el Párroco,—no debe usted extrañar que su manifiesto del ten-con-ten no haya producido el efecto que usted se propuso, porque ni yo mismo he podido entender lo que usted quería decir en él.

—Mire usted, señor Cura, lo que yo quería decir era que es imposible que llueva á gusto de todos, y que lo más que yo pude hacer fué pedir á San Isidro que intercediese con Dios para que lloviese como más conviniese á todos.

—Pues oiga usted tío Traga-santos, lo que pasó en Madrid entre D. Juan Nicasio Gallego, que era un gran maestro en materia de poesía, y D. Mariano Luis de Larra, que todavía era aprendiz. Larra compuso unos versos que le parecían muy buenos, como á todos los principiantes los parecen los suyos, y se los dió á Gallego, á quien lo parecieron muy malos, como á todos los maestros les parecen los que lo son.

—Marianito—dijo el maestro,—no entiendo lo que usted ha querido decir aquí.

—Señor D. Juan—contestó el aprendiz,—lo que yo he querido decir ahí es esto, y esto, y esto.

—Poro ¡canario!—exclamó D. Juan;—Marianito, ¿por qué no lo ha dicho usted, hombre?

—Entiendo muy bien, señor Cura, lo que usted quiere darme á entender con ese cuento, ó lo que sea; pero como ya á lo hecho pecho, quisiera sabor si le parece á usted bien que fué sólo mi justificación y defensa á la misericordia de Dios, procurando alcanzarla por la intercesión del glorioso San Isidro.

—Me parece muy bien eso, y celebraré muchísimo que así se salvo usted del enojo que ha cansado la torpeza de su manifiesto; pero miro usted, tío Traga-santos, yo debo hablarlo á usted con franqueza; si yo fuera santo, echaba muy enhoramala á los que sin necesidad se meten á escribir y no aciertan á decir lo que piensan. Cuando se escribe para el público no basta querer decir las cosas, sino que es necesario decirlas, y decirlas bien, y el que no sirva para oso, que reserve toda su literatura, de soltero para escribir á la novia, y de casado, para apuntar la ropa que lleva la lavandera.

El tío Traga-santos se subió á su ermita y se puso á orar al Santo, incurriendo en la tontería de no pedirlo misericordia por lo malo del manifiesto, porque suponía que habiendo sido el Santo un sencillo y rústico labrador, no entendía de esas cosas. Ni siquiera se atrevía ya á pedirle que intercediese con Dios para que le concediese esto ó lo otro ó lo de más allá, sino que se limitaba á pedirle que intercediese para que Dios le concediera lo que fuese más justo, como que el tío Traga-santos decía, y decía muy bien:

—No lo echemos á perder otra vea pidiendo cosas injustas. Claro está que á mí me convendría que instantáneamente trocasen osos barbarotes en amor y agradecimiento la tirria y la ingratitud que me tienen, pero quizá cometa un pecado muy gordo empeñándome en dar gusto á todos en vez de darle sólo al que lo mereciese; y pedir que Dios me exima de la expiación de ese pecado, es pedir gollerías. No, no, señor; la que debo pedir á Dios es que haga conmigo lo que sea más justo.

Hallándose el tío Traga-santos en esta santa ocupación, asomaron por los caminos de Cabezudo y Barbaruelo numerosas turbas de masas populares que se dirigían hacia Anim alojos al furibundo grito de: «¡Muera el tío Traga-santos!», grito que no tardó en encontrar eco en Animalejos mismo, cuya plebe empezó á agitarse furiosa, formando cuerpo con la forastera, toda aquella muchedumbre se encaminó, rugiendo de furor, al cerrillo de San Isidro.

El tío Traga-santos cerró por dentro la puerta de la ermita, reforzándola con los bancos y oyendo á la irritada muchedumbre gritar: «¡Cerquemos la ermita de paja y leña y peguémosle fuego, para que muera achicharrado en ella ese hipócrita y pastelero tío Traga-santos!»; el pobre tío Traga-santos cogió la preciosa imagen de San Isidro, y saltando por la ventana de la trasera con felicidad tan milagrosa, que nadie le vió, ni se hicieron él ni el Santo el menor daño, logró salir á la vega á la luz del fuego que devoraba el hermoso edificio levantado por él sobre un montón de gloriosas ruinas, á costa de tanto amor y trabajo, y tomó el camino de la inmigración al compás de las maldiciones é improperios del vulgo, cuyo amor había creído alcanzar con el ten-con-ten, ó lo que es lo mismo, procurando complacer á todos, sin ocurrírsele que sólo se debe complacer al que lo merece.

V

El Monarca calló, pensativo y triste, al terminar su cuento el General Robles.

—¿Comprende V. M. la filosofía de este cuento, cuyo mayor defecto es el haberle contado yo?—le preguntó el anciano. (

—Sí, la comprendo, querido Robles—contestó el Monarca saltándosole las lágrimas;—pero no basta á hacerme desistir de un propósito que considero demasiado fecundo en bien, noble y hermoso, para abandonarle sin luchar antes por su realización.

El General Robles se llevó el pañuelo á los ojos.

—Querido Robles—lo dijo el Monarca estrechándole con emoción la mano,—¿por qué llora usted?

—Porque pienso que esas lágrimas que brotan de los ojos de V. M. son precursoras de las muchas que V. M. ha de derramar en esto mundo.

—No lo querrá Dios, amigo mío, porque aunque mi inteligencia sea mala, mis intenciones son buenas.

—Pues en esas buenas intenciones se funda mi triste presentimiento. ¡Bienaventurados los que lloran!, ha dicho el Señor para hacer fecundas las lágrimas, que, si fueran estériles, convertirían el mundo en desolado yermo, y temo que esta bienaventuranza sea la única de V. M.

—Si no me lleno de espanto al oírle á usted, es porque creo que usted se equivoca. Funda usted sus temores en mi bondad; y corno mi bondad está muy lejos de ser lo que usted supone, esos temores falsean por su base. Pero dígame usted, querido Robles: ¿usted cree que la bondad es un defecto en los Beyes?

—Para reinar en la tierra, sí; para reinar en el cielo todo lo contrario

—San Fernando fué un buen Rey de España, y San Luis un buen Rey de Francia.

—En la Edad Media era la cruz cetro, y en la Edad Moderna es el cetro cruz. El idealismo angélico que vive entre la tierra y el cielo hace buenos poetas y santos, pero hace malos Reyes y Jueces.

—Pero dígame usted un poco más concretamente por qué le parece á usted falsa la baso que he elegido para fundar en mi reinado un hermoso edificio, compuesto del amor de mis súbditos, que tanto deseo yo, y de la unión de voluntades, que tanto necesitan ellos.

—Se lo diré á V. M. con la franqueza que acostumbro y la bondad de Y. Al me permite. Un Monarca no debe dar gusto á todos sus súbditos, sino sólo á los que lo merecen. A los que no lo merecen, lo único que debo darles es palos.

El joven Monarca sonrió tristemente al oir esta ruda y franca salida del anciano, y exclamó:

—Ay, amigo Robles, yo creo que el rigor tradicional, tal vez indispensable en la milicia, á que está usted acostumbrado, extravía un poco el recto criterio de usted. El amor, que ejerce su dominio en las almas, es más eficaz para corregir que el palo, que sólo le ejerce en los cuerpos.

—Dios quiera que sea yo, y no V. M., quien se-equivoque en este punto tan esencial en la misión de un Monarca.

—¡Dios lo querrá, amigo mío!

El General Robles bajaba poco después las escaleras del palacio, volviendo á llevarse el pañuelo á los ojos y murmurando:

—¿Por qué no me he de consolar un poco pensando que yo no lo he de ver?

Lo que no vió el General Robles, porque hacía ya muchos años que descansaba de su gloriosa vida en el panteón de los hombres ilustres, fué aquel triste día en que el bondadoso Monarca del Ten-con-ten, cuya desventura había provisto y llorado anticipadamente, emprendía el camino de la expatriación, llevando por único consuelo, si no, como el tío Traga-santos, la santa imagen que adoraba su alma, los inocentes hijos que adoraba su corazón.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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