I
Una tarde de Agosto, justamente un mes después que los sambernabeses se merendaron la cabra negra, estaba agonizando un anciano de San Bernabé, y el señor Cura le prodigaba sus consuelos.
Allá sobre las cumbres de Ordunte se ponía obscuro el cielo, brillaba el relámpago, y rugía sordamente el trueno.
Era la una de la tardo, y los labradores dormían la siesta en sus casas, esperando á que en la torre de la iglesia sonaran las dos para volver á sus heredades.
La tempestad se iba acercando, como que se cernía ya sobre los campos de Nava, Jijano y el Benón; pero nadie se curaba de ella en San Bernabé, acostumbrado como estaba el vecindario á que el señor Cura diese buena cuenta de ella con sus conjuros
Sin embargo, un grito de terror y asombro resonó en todas las casas al estallar un rayo que derribó la encina mayor del campo, precisamente aquella á cuya sombra había sido merendada la cabra negra, y al sentir el ruido de una nube de piedra como nueces, que rompía las tejas y los cristales de las casas y destrozaba el ramaje de los árboles.
En el momento en que la terrible tempestad se alejaba de San Bernabé, el señor Cura salió de casa del moribundo, entró en la iglesia y tocó á muerto ¡El anciano á quien auxiliaba, acababa de expirar!
Los vecinos salían de sus casas, y dirigiendo la vista á la vega desde las cercanías de la iglesia, prorrumpían en lágrimas y gritos de desolación; era porque el terrible pedrisco había asolado completamente los campos de San Bernabé. Todo, maizales, viñedos, patatas, colmenares, todo, todo había sido destruído.
Muy pronto los lloros y lamentaciones se trocaron en gritos de indignación y amargas reconvenciones, dirigidas al señor Cura porque no había conjurado la tempestad.
En vano el señor Cura hizo presente al vecindario que no merecía tales reconvenciones, porque un deber sacratísimo lo había detenido al lado del moribundo, que le pedía no le abandonase en momento tan crítico: no faltó quien malévolamente observase que si el señor Cura no había conjurado la tempestad, había sido por temor de que retrocediese y diese la vuelta por Biérgol, cuyos campos se habían librado de ella á costa de los de San Bernabé, y gracias á aquella picardía del Cura.
Esta insensata idea encontró acogida en el vecindario, é indignó de tal modo al señor Cura, que éste creyó rebajarse rechazándola.
Pocos días después de la tempestad, otra tempestad cayó sobro San Bernabé, á pesar de que el señor Cura hizo grandes esfuerzos para conjurarla.
La cabra merendada por los sambernabeses pertenecía al lugar de Biérgol, cuya comunidad poseía un rebaño de cabras conocido con el nombre de rebaño del Concejo. Sabedores los biergoleses de que los de San Bernabé se habían merendado la cabra con acompañamiento de brindis provocativos, entablaron demanda contra ellos, á pesar de que el señor Cura de San Bernabé, su paisano, hizo cuanto pudo para disuadirlos de semejante paso, y aun se comprometía á abonar de su bolsillo el valor de la cabra.
Los sambernabeses creyeron absurdamente que aquello era cuestión de amor propio y no de dinero, y juraron que los biergoleses no habían de ver un cuarto por la cabra, porque todo, todo era envidia que Biérgol tenía desde antiguo á San Bernabé.
El pleito siguió corriendo instancias y más instancias y haciéndose interminable, con gran contento de la curia, que sacaba las entrañas...del bolsillo á los sambernabeses. No era este el única filón de la mina de San Bernabé que explotaba la curia: apenas había allí casa que no tuviera algún individuo preso en la cárcel del Valle de Mena, por quimeras tenidas con los de los pueblos, comarcanos.
La causa de estas quimeras era también la maldecida cabra negra, con tanta alegría y chacota merendada por los sambernabeses.
No iba uno de éstos por cualquier parte del Valle de Mena, de Alava, de Vizcaya, de la Montaña y aun de la parte opuesta del Ebro, sin que tuviera que escoger entre armarse de la paciencia de Job, ó armarse de una estaca y empezar á estacazos con todo bicho viviente, porque eran capaces de cargar á Cristo padre las bromas que á cuenta de la condonada cabra negra se daban en todas partes á los pobres sambernabeses.
—¿De dónde sois?—los preguntaban.
—De San Bernabé.
—¡Beee!—berreaban entonces los interrogado-y ya estaba armada la paliza.
Por cerca de la colina de San Bernabé atravesaba una calzada que iba á la villa de Arceniaga y continuaba por el valle de Ayala hacia Orduña. No pasaba por ella hombre ni mujer que al dar frente á San Bernabé no se desgañitase á fuerza de balar de la manera más provocativa, sin que sirviese de escarmiento las palizas que con frecuencia administraban los sambernabeses a los baladores.
Estas broncas iban siendo ya una pesadilla insoportable para los vecinos de San Bernabé, tanto que no se podía pronunciar delante de ellos el nombre de un pueblo ó el del Santo que al pueblo daba nombre, sin que se los figurase que intencional y maliciosamente se había prolongado la terminación de aquel nombre.
El mismo señor Cura había tenido muchas veces el disgusto de oir en la iglesia murmullos de indignación al pronunciar el nombre del Santo Apóstol titular, y aquellos murmullos procedían de que los suspicaces sambernabeses habían creído notar que el señor Cura duplicaba la é final del nombre del Santo.
Más aún, aunque parezca increíble y exagerado, hasta las ovejas y las cabras eran insoportables á los obcecados sambernabeses, que no podían tolerar sus inocentes balidos; con frecuencia sucedía una cosa que daba más y más pábulo á la burla y chacota de los habitantes de aquella comarca.
Hay que convenir que los septentrionales que habitamos esta faja de verdes y quebradas montañas que corren de Oriente á Occidente entre el Ebro y el Océano, no somos menos alegres y amigos de «tomar el pelo», como por acá se dice, que los meridionales de las orillas del Guadalquivir. Oían los sambernabeses un coro de balidos en los sombríos encinares que rodean la colina en que se alzaba la aldea, corrían á los encinares armados de escopetas y estacas, bramando de indignación, y se encontraban con que los balidos que tanto habían exaltado su bilis eran los de las cabras y ovejas de la aldea.
Una nueva calamidad vino muy pronto á aumentar y á agravar las que ya afligían á San Bernabé, antes tan feliz y tranquilo: como el arca común se había quedado sin un cuarto con el interminable, pleito con los de Biérgol, y no había que pensar en repartos al vecindario, porque este estaba ahogadísimo con la pérdida total de las cosechas del año anterior causada por el pedrisco, y con los procodimientos judiciales que se seguían particularmente contra los vecinos, se había descuidado la limpia del riachuelo que corría por la vega, y estancadas las aguas, tanto en el cauce del río como en las zanjas de las heredades adonde se corrían en tiempo de avenida, las aguas se habían corrompido, y la aldea de San Bernabé, antes tan sana, estaba infestada de calenturas malignas que diezmaban el vecindario y tenía convertida en espectros á aquellas gentes, en otro tiempo tan robustas que causaban el asombro y la envidia de los forasteros.
Pero no paraban en esto las desgracias que afligían á San Bernabé; la discordia reinaba entre sus moradores, tan personalmente unidos hasta el día en que se comieron la fatal cabra negra. Estas discordias tenían una explicación muy sencilla, aunque fuese poco racional la causa de ella; esta causa era en primer lugar la falta de harina, que lo convertía todo en mollina; y en segundo, el empeño que todos tenían en atribuir al vecino la idea de la merienda, que con razón se creía ser el origen prudencial de todas las calamidades y desgracias, que pesaban sobro la aldea.
—¡Maldita sea la tal merienda y maldito á quien lo ocurrió la idea de que merendáramos la de Biérgol! —exclamaba cualquier vecino, lamentando las desgracias que la merienda había traído. Y...que si fuístes tú, que si no fuí yo, que si Fulano dijo esto, que sí Mengano dijo lo de más allá, todos querían cubrirse con la túnica de la inocencia y -endosar al vecino la hoja de higuera, y de aquí nacieron enemistades y chinchorrerías y puñetazos que tenían infernado al pueblo.
Luego, como todos los sambernabeses habían concebido tan irracional prevención contra el señor Cura, por más que éste hiciera heroicos esfuerzos de paciencia y persuasión para vencerla, hasta los consuelos de la religión faltaban en gran parte á aquellos desgraciados, que tenían la debilidad de creer que el señor Cura mezclaba con las santas funciones de su ministerio las rencillas y miserias de que ellos tenían lleno el corazón.
Un consuelo, una esperanza quedaba, sin embargo, á los sambernabeses. Por fin, decían, la fiesta de San Bernabé se acerca, y entónces saldremos de ahogos con los miles de duros que ese día dejan en el pueblo los forasteros. A ver si con esos recursos nos desahogamos un poco los vecinos, y el Ayuntamiento puedo limpiar ese condenado de río, que nos está asesinando, y enderezar ese maldito pleito con los de Biérgol.
II
El gran día, el día de San Bernabé se acercaba. Con quince de anticipación se reunieron todos los vecinos de la aldea, según costumbre, para acordar las funciones con que se había de obsequiar á los forasteros. En esta junta ó concejo había aquel año una novedad, y era la de no asistir á ella el señor Cura, como había asistido todos los años.
Uno de los vecinos tomó la palabra y dijo:
—Señores, no me gusta hablar mal de nadie, y menos del que no esté presente, y menos aún del que gasta corona; pero no puedo menos de proponer al concejo un voto de censura al señor Párroco por su falta de asistencia á una reunión tan importante como ésta; falta que este año es más censurable que nunca, porque hasta indica poca caridad, hallándose el pueblo en la desgraciada situación en que se halla.
—Abundo en estas mismas ideas—respondió el mayordomo del Santo.—Es verdad que al señor Cura no se le ha avisado este año por causas que todo el vecindario sabe...
—¡Que diga el mayordomo qué causas son esas, porque aquí hay que hablar muy claro, pese á quien pese!—exclamó otro vecino dando grandes muestras de imitación.
—Pues bien—respondió el mayordomo,—las diré, aunque nadie me ha de dar dos cuartos por la noticia. Aquí hay que tratar, aunque accidentalmente, de los forasteros, y quizá, y sin quizá, hablando mal de ellos, y hubiera sido poco delicado y generoso el citar para esta reunión al señor Cura, que tanta afición les tiene...
—A propósito del señor Cura—añadió el vecino que había dicho era menester hablar muy claro,—tengo que poner en conocimiento del concejo una cosa que me tiene indignado: el señor Cura, no contento con insultarnos hasta en la iglesia misma, añadiendo letras al nombre del Santo Apóstol, ha enseñado á su loro á burlarse de nosotros, pues el avechucho, se permite balar desde el balcón.
Gritos de rabia y miradas amenazadoras, dirigidas hacia casa del señor Cura, con acompañamiento de puños cerrados, acogieron esta declaración.
—Señores—dijo con timidez el sacristán,—no llevemos tan lejos la desconfianza. El señor Cura no tiene la culpa de que su loro bale. Como en verano duermen las ovejas al fresco en el redil que se pone delante de la casa del señor Cura y no paran de balar, hasta que por la mañana, después de ordeñarlas se las junta con las crías, el loro ha aprendido por sí sólo á imitar sus balidos.
Esta aclaración encontró algunos incrédulos; pero medio creída por la mayor parte del vecindario, se dejó en paz al señor Cura y se pasó á tratar de las funciones que aquel año se habían de disponer para el día de San Bernabé, y después de mucho hablar, mucho discurrir y mucho divagar, se convino en que las funciones se redujeran á la de la iglesia; con sermón, que por bien ó por mal, echaría el señor Cara, y al disparo por la tarde, desde el balcón del señor mayordomo, de cinco ó seis docenas de cohetes; y por la noche, de una rueda de fuego, porque en la depositaría municipal no había dinero, ni el pueblo tenía de dónde sacarlo.
—Pero, señores—observó uno de los vecinos, si no hay más diversiones que esas, ¿qué van á decir los forasteros, acostumbrados como están á que los divertamos tanto el día del Apóstol? Acordemos siquiera un par de buenos novillos.
—Sí, sí; yo estoy por un par de novillos de los más bravos -asintió el vecino que quería se dejase todo, pesara á quien pesara;—pero ha de ser con una condición, y es: la de que no se suelten hasta después de haber metido en el coso á todos los biergoleses que hayan venido á la fiesta.
El concejo no estaba para risas, pero aún así rió al oir tal proposición, y no faltó pedazo de animal que la tomó por lo serio.
Convínose en añadir al programa el par de novillos, y el concejo se disolvió en seguida.
III
Llegó la víspera de San Bernabé, con tiempo inmejorable, aunque algo ventoso. El campo de la iglesia se llenó de puestos y figones; cada casa se convirtió en una fonda, y toda la noche se pasó matando y degollando reses.
La taberna del concejo estaba provista de más de cien pellejos de vino de Rioja, y en todas las casas se puso ramo de laurel fresco.
En cuanto á la función de iglesia, el señor Cura había prometido hacer todo lo que estuviese de su parte para que fuese lo más lucida posible, y había arreglado y estudiado un panegírico del Santo, que creía había de producir muy buen efecto, particularmente la invocación ó apostrofe final dirigido á San Bernabé pidiéndole que viera el estado en que se hallaba el pueblo que se honraba con su santo nombre é intercediera con el Señor para que mejorara tan triste situación.
Pobres eran las diversiones dispuestas para el día siguiente, pero aún así los chicos y aún los grandes se regocijaban pensando en los novillos, y sobre todo en los cohetes y la rueda de fuego que desde la calle veían en el balcón del mayordomo, donde éste los había colocado pomposamente para que el público pudiera, contemplarlos.
Amaneció por fin el tan deseado día, y los sambernabeses dirigieron la vista hacia Ayala, hacia las Encartaciones, hacia el valle de Tudela, hacia Sartecilla, hacia todas partes, esperando ver asomar aquella infinita muchedumbre de romeros que, en tal día y tal hora, se dirigía otros años hacia San Bernabé pero con gran sorpresa y dolor, sólo descubrieron algunas personas, y entre ellas media docena de escopeteros que el Alcalde mayor del Valle de Mena enviaba para mantener el orden, que temía se turbase con motivo de las bromas y cuestiones que mediaban entre los sambernabeses y los vecinos de los lugares inmediatos.
Esta falta de forasteros tenía una explicación muy sencilla: sabíase en todas partes que las calenturas y la discordia reinaban en San Bernabé, y se sabía también que los sambernabeses habían acordado reducir poco menos que Añada las funciones.
La hora de la iglesia se acercaba y apenas llegaban á doscientos los forasteros, con la particularidad de no hallarse entre ellos ninguno de Biérgol. Tan inesperada falta de concurrencia á la romería tenía desesperados á los sambernabeses, y la ausencia absoluta de los de Biérgol les hacía sospechar que en este último andaba la mano oculta del señor Cura, contra quien se recrudecieron con tal motivo el enojo y la desconfianza.
Un incidente, ocurrido poco antes de empezar la misa, vino á envenenar más y más los ánimos: algunos forasteros que venían de lejos almorzaron fuerte apenas llegaron, y excesivamente alegres, con el morenillo de Rioja, cometieron la imprudencia de lanzar dos ó tres balidos, con lo que entre ellos y los del pueblo se armó una pelucona de mil demonios, que con dificultad pudieron contener los escopeteros.
Por fin empezó la función de iglesia, llenándose ésta, que era pequeña, de gente. El altar estaba, como suele decirse, hecho un áscua de oro, con la infinidad de luces que en él ardían.
La procesión alrededor de la iglesia, fué solemne y tranquila, si bien el viento del Sur que soplaba desde la noche anterior bastante impetuoso, apagó todas las hachas y faltó poco para que derribase imagen y estandarte.
Empezó la misa, y después del Evangelio, el señor Cura subió al púlpito y comenzó el panegírica del Santo Apóstol.
Apenas había dado principio á su oración, se manifestaron, con escándalo de todas las personas sensatas y piadosas, las brutales prevenciones que los sambernabeses abrigaban contra su candoroso Párroco, pues no nombraba éste una sola vez á San Bernabé sin que estallasen murmullos de descontento, creyendo el obcecado vecindario que el sacerdote prolongaba intencionalmente la última palabra del nombre del Santo.
Dolorosamente afectado el señor Cura con la obcecación é injusticia de sus feligreses, abrevió cuanto pudo el sermón y se volvió hacia el Apóstol para dirigirle el piadoso apostrofe que había preparado cuidadosamente y esperaba había de producir saludabilísimo efecto.
Santo y glorioso Apóstol, esclavo, ve, ve...
Salvajes gritos de ira interrumpieron al predicador, que no pudo completar la frase de «ve, ve el tristísimo estado en que se halla el pueblo que patrocinas».
—¡Matarle, matarle! ¡Que muera!—gritaban hombres y mujeres, promoviendo un tumulto espantoso.
Dos hombres furiosos y desatentados se lanzaron al púlpito y arrojaron desde él al señor Cura, que se desnucó al dar contra una columna del templo. Y como la confusión y el desorden crecieron cada vez más, algunas personas se subieron sobre los altares, esperando librarse así de morir ahogados ó aplastados.
Los que se habían subido sobre el altar mayor, derrumbaron algunas velas de las infinitas que allí ardían, y prendiéndose una cortina, el fuego se extendió rápidamente por el retablo, que estaba como yesca por su mucha antigüedad, y trepando al techo, que era de madera laboreada, se extendió rápidamente por todo el templo, avivado por el viento del Sur, que entró de repente por la puerta que abrió de par en par la muchedumbre para lanzarse fuera de la iglesia.
La gente, atemorizada, huía, y los escopeteros pugnaban por apoderarse de los principales promovedores de aquel terrible tumulto, y particularmente de los asesinos del Párroco.
Algunos de los perseguidos se refugiaron en casa del mayordomo, que era una de las primeras de la calle, y cerrando tras sí la puerta, empezaron á hostilizar desde el balcón y las ventanas á los escopeteros que querían forzar la entrada. Muebles y cacharros caían sobre los escopeteros desde el balcón. Entonces los escopeteros hicieron fuego á los que desde el balcón los hostilizaban, y los cohetes y la rueda de fuego que estaban allí se inflamaron, y pronto la casa se vió envuelta por las llamas, que, impulsadas por el viento, fueron apoderándose de las demás de la única calle que constituía toda la aldea.
Algunos vecinos hicieron desesperados esfuerzos para salvar de las llamas, así el templo como las casas, pero todo fué inútil; ¡pocas horas después, de la hermosa aldea de San Bernabé sólo quedaban montones de ceniza y escombros!
Tal es la triste historia de la solitaria cruz rodeada de zarzas y yergos que me contaron una tarde caminando á la sombra septentrional de la cordillera pirenáica cantábrica.