I
Frescos como la nieve del Gorbea y el Aitzgorri, y limpios como la honra de las tres hermanas que al pié de aquellos excelsos montes se asientan, bajaban hacia Bilbao dos robustos aldeanos, naturales y procedentes, el uno de las montañas del lado de Durango, y el otro de las del lado de Orduña.
Para guarecerse de los rayos del sol, que picaba de lo lindo, se daban sombra con ramas-de castaño, de roble, de nogal, de haya y de otros árboles; y para regalar su olfato y realzar su gallardía, se habían adornado con sendos ramilletes formados con la flor de los cerezos, los perales, los manzanos y los melocotoneros que encontraban á su paso.
No hacían su viajo en ayunas, que llevaban el vientre bien repleto de ricas truchas, anguilas, loinas y bermejuelas, sazonadas con tragos de las buenas fuentes, algunas medicinales, que habían encontrado en su camino; porque ambos viajeros, como-eran aguados, habían pasado de largo por delante de las ventas y caserías en que se vendía el zumo de la uva foránea, ó el de la uva y la manzana indígenas.
Durante su viaje habían dado pruebas de serviciales y amigos de fomentar la industria y la agricultura patrias, ya impulsando con su empuje las ruedas de los molinos y ferrerías, ya regando los huertos y las arboledas con que tropezaban.
Al llegar á la jurisdicción de Galdácano, un poco más de una legua más arriba de Bilbao, se encontraron de repente, sin haberse visto hasta aquel instante, y después de saludarse con la cortesía y fraternidad propias de la gente de su tierra, trabaren conversación en los términos que sabrán los que leyeren ú oyeren leer.
II
—¿De dónde se viene, buen amigo, aunque sea mal preguntado?
—Do hacia Orduña.
—Qué, ¿es usted de por allá?
—Para servir á Dios y á usted.
—¿De qué parte?
—De Nerbina, y por eso me apellido Nerbión; pero di furentes ramas de mi familia se extienden por los valles de Ayala, Orozco y Ceberio.
—Larguito es el viaje que usted trae.
—No es cosa mayor: de seis á siete leguas, y eso que cómo hay tanto demonio de monte, tiene uno que rodear para no subir á donde Cristo dió las tres voces.
—No les sucede eso á los que viajan por Castilla, según me escriben mis amigos Duero, Pisuerga, Arlanzón, Tormes y Manzanares, que andan por allá.
—Algo de eso me ha contado un medio paisano mío llamado Ebro. Yo prefiero viajar por esta tierra, porque así está uno más limpio y saludable; y si no, mire usted qué color tienen los que viajan por las llanuras de Castilla, que parece que los han vomitado.
—Eso dicen de Manzanares.
—Que Manzanares tenga color malo, nada tiene de particular, porque dicen que tira á tísico, y además es muy marranote, pero sí que tengan color de ictericia los demás.
—¿Y en qué diantre consistirá eso?
—¡Toma! en la falta de ejercicio. ¿No ve usted que viajar entre riscos y peñas, como nosotros viajamos es una gimnasia perpetua?
—Justo y cabal. De seguro que si viajaran como nosotros los que andan por Castilla, no irían inficionando á todo el queso acerca á ellos con sus tercianas que nosotros, á Dios gracias, desconocernos. Pero volviendo á nuestra conversación, ¿qué tal es su tierra de usted?
—Hombre, hay en ella de todo, como en botica. En los altos donde yo lie nacido hace en invierno un frío decuatrocientos mil demonios; pero en empezando á bajar de aquellos peñascales, ya es harina de otro costal. La vega de Orduña es preciosa, y lo sería mucho más si no se la cultivase poco menos que al uso de Castilla.
—¿Qué uso es ése?
—El que consiste en mover y ahondar poco la tierra y abonarla poco ó nada. Orduña anda siempre buscando medios de salir de pobre, y; no le ha ocurrido uno muy sencillo y fácil con que, según he oído contar, lo han logrado los del valle de Guernica.
—¿Y en qué consiste ese medio?
—En hacer con la vega de Orduña lo que se hace con la vega de Guernica.
—¿Trabajarla y abonarla mucho?.
—Justamente. Es lástima que no haya algún buen patriota que les dé una lección práctica, que valdría más que todos los consejos y predicaciones.
—¿Y cómo se la daría usted si fuera terrateniente en la vega de Orduña?
—¿Cómo? Muy sencillamente: encalando y labrando bien una heredad, y cosechando así en ella cuatro veces más de lo que ellos cosechan en las suyas. Vería usted cómo este ejemplo práctico les hacía abrir el ojo. Pero volviendo á mi viaje, también dejo veguitas muy lindas y feraces en Amurrio, Luyando, Llodio, Orozco, Ceberio...
—Para vegas buenas, aunque pequeñas, las que yo he visto.
—¿Y qué vegas son esas?
—La mejor de todas, la de Durango.
—¡Hola! ¿es usted Durangués?
—De los montea del Duranguesado. Mi familia, que también tiene una de sus principales ramas en Arratia, está extendida por los montes de Urquiola, Udala, Campanzar, Oiz...
—¿Oiz? Desde ese monto dicen que se ven cosas buenas á la banda de allá.
—¡Vaya si se ven! ve, en primer lugar, el mar y los lindos valles de Marquina, Lequeitio y Guernica, por donde se pasean tres parientes míos muy cercanos, que á pesar de su cortedad, son muy estimados y prestan tan grandes servicios á la industria y á la agricultura. En segundo lugar, se ve el santo árbol de nuestras libertades.
Ambos viajeros se descubrieron respetuosamente la cabeza, y entonaron á dúo el cántico de la libertad vascongada, que empieza:
Gnernicaco arbola
da bedeincatuá
euskaldunen artean
gúztiz maitatuá.
Es decir: «El árbol de Guernica es bendecido y amado de todos los vascongados.»
—¿Y adónde se va, buen amigo?—continuó el de Nerbina.
—A ver la mar en la barra de Santurce.
—Pues, hombre, á lo mismo voy yo. ¿Por lo visto usted es aficionado á la mar?
—Muchísimo.
—Pues á mí me sucede dos cuartos de lo mismo. No sé qué demonio de fuerza misteriosa me impele hacia la mar.
—Hombre, pues lo mismo, lo mismo me sucede á mí.
—¿Sabe usted lo que digo?
—¿Qué?
—Que ya que vamos al mismo sitio y á lo mismo, y tenemos las mismas inclinaciones, podemos unirnos, por aquello de que la unión constituye la fuerza.
—Aprobado.
—Pues vengan esos cinco.
—Allá van estos diez, Birac-bat.
—Birac-bat.
III
Los dos viajeros vizcaínos se dieron las manos, cada cual echó un brazo al hombro de su compañero, y así pareados y confundidos, como es muy común ver caminar á los mozos de su tierra, continuaron hacia Bilbao, protegiendo la industria que encontraban á su paso, como lo prueba el caso siguiente:
Al llegar al puente de Bolueta vieron un gran edificio á la orilla del camino.
—¿Qué edificio es ese?—preguntaron.
—Una gran ferrería que honra á la industria vascongada, y sólo con los braceros que ocupa en su recinto proporciona la subsistencia á cerca de quinientas familias.
—¡Pues aquí de nuestro patriotismo! Vea usted si el habernos unido en uno es cosa que á todos nos tiene cuenta. Separados, apenas podríamos prestar auxilio alguno á esa ferrería, que necesita motores de tomo y lomo. Unidor, nos sobra fuerza para hacer andar como perinolas sus enormes y multiplicadas? ruedas. ¡Con que, ea, echemos aquí una manita!
La ayuda que á la gran ferrería de Bolueta prestaron los viajeros, ó mejor dicho, el viajero, porque ya eran birac-bat, llenó de alegría á los habitantes del valle, que prorrumpieron en aplausos y bendiciones al poderoso protector de la industria.
Y el viajero, alentado por estas muestras de gratitud, y envanecido con el nombre de lbai-zábal, que le daban los moradores de una y otra orilla, nombre que es lo mismo que llamarle en castellano rio ancho, no se cansaba de proteger é impulsar la industria.
Ibaizábal (nombre que también le daremos nosotros, porque en verdad lo merece) dió más de un salto de alegría al acercarse á la isla de San Cristóbal, porque al llegar allí vió dos cosas que le sacaron de sus casillas; vió á Bilbao, y vió que la mar salía á su encuentro alargándole: un robusto brazo, como si quisiera decirle:
—Vengan esos cinco; que es usted hidalgo por su cuna (ó por su lecho) y por sus obras.
Ibaizábal no necesitaba ya sudar espumarajos-saltando de roca en roca, pues desde allí continuó su viaje tranquilo y regocijado con tener ocasión de prestar un nuevo é importantísimo auxilio á la industria y al comercio, cual era el de servir de motor á numerosas embarcaciones.
Al bajar un poquito más abajo, exclamó santiguándose: «¡En el nombre del Padre, qué hermosa y qué rica es esa señora que está sentada á mi mano derecha! ¿Pero por qué suda el quilo y siente angustias de muerte esa buena señora?
—Qué, ¿no lo ha adivinado usted?—le contestó la mar,—Porque como ha engordado tanto, no cabe donde está sentada.
—¿Pues por qué se ha sentado ahí?
—¡Toma! porque cuando se sentó creía que le sobraba asiento, y luego ha ido engordando, engordando...
—¿Y no hay quien le preste otro asiento?
—De eso se trata.
Ibaizábal dirigió la vista á la orilla opuesta y vió á un aldeano repantigado en un asiento tan ancho, que cabían diez como él.
—Buen hombre—le dijo—¿tiene usted alma para ver perecer á esa pobre señora en su asiento sin ofrecerle el de usted, en que estaría cómodamente?
—Ande usted, que se aguante ahí ó que se vaya de paseo por la orilla de la ría abajo.
—¡Quite usted de ahí, egoista!
—No me da la gana. Pues qué, ¿porque esa señora haya ochado barriga, con los millones que ha ganado en ítus honrados tráficos, ha de venir á quitarnos á los pobres aldeanos nuestro asiento? Estoy harto de decirle: «Señora, yo no me opongo á que usted paso cuando guste á sentarse y descansar á sus anchas aquí, pero ha de ser con el bien entendido que está usted en mi casa, y no en la suya.» Pero esa señora es tan orgullosa, que no admite tan generosa proposición y se empeña en realizar en mi casa (que nada debe á la suya, donde si suelo ganar el pan, mi trabajo me cuesta) aquel reirán que dice: «De fuera vendrá quien de casa nos echará.»
—¡Eso, eso es lo que también quiere hacer conmigo esa señora! exclamó al oir esto una honrada y laboriosa aldeana que trabajaba en sus heredades á espalda de la señorona. Esa señora llegó, sabe Dios de dónde, á mi puerta, flaca y necesitada, y me suplicó que le diese un cuartito donde pudiera vivir. Yo, con la mejor intención del mundo, le di el mejor cuarto de la casa; apenas entró, empezó á armarme pleitos y camorras, hoy por esto, mañana por lo otro, y ahora, con pretexto de que se le ha aumentado la familia y de que habiéndose enriquecido desea mayores comodidades, tiene la poca vergüenza de salir con que le he de dar toda la casa y yo me he de ir á la guardilla. Y como ella se ha onriquecido, y yo soy pobre, y ella tiene el padre alcalde y yo ni siquiera le tengo alguacil, se saldrá al fin con la suya.
Al oir estas cosas Ibaizábal, que era muy propenso á llorar, apartó de la hermosa y altiva señora sus ojos llenos de lágrimas y continuó su camino.
IV
Al llegar Ibaizábal á las riberas de Baracaldo vió venir por la izquierda otro viajero muy buen mozo, á quien también había alargado un brazo la mar.
—¿De dónde se viene, buen amigo?—preguntó Ibaizábal al recién llegado.
—Del noble valle de Mena.
—¡Ah! Yo creía que era usted vizcaíno.
—Haga usted cuenta que lo soy.
—Lo fué usted en tiempo de Mari-Castaña, pero ahora es usted castellano.
—Castellano por la ley, ó mejor dicho, por aquello de allá van leyes de quieren reyes, pero vizcaíno por naturaleza y por lo mucho que se me ha pegado la vizcainía en mi viaje de cinco leguas por la Encartación.
—Pues los liberales meneses han sabido amoscarse con la libertad de Vizcaya.
—Hombre, eso no debo usted extrañarlo, porque lo mismo han hecho los liberales españoles, que la primera vez que fueron gobierno, en vez de simpatizar con las únicas provincias de España que habían conseguido conservarse libres de tiranos, lo primero que hicieron fué querer quitarles su verdadera y secular libertad con el presuntuoso pretexto de que la falsa, inventada, ó mejor dicho, plagiada por ellos, era mucho mejor. Pero en cuanto á los meneses, lo que yo le puedo asegurar á usted es, que cuando en Madrid ó en América se nos pregunta de dónde somos, contestamos que somos vizcaínos, y hacemos muy bien, porque tanto tenemos de castellanos como usted de moro.
—¿Y qué tal tierra es la que usted ha recorrido?
—Buena la tierra y mejor la gente. Meneses y encartados, aunque me esté mal el decirlo, por la parte que me toca, somos noblotes, somos de cuerpo como de corazón, robustos, trabajadores, patriotas y listos como un demonio. El país es pintoresco y ameno, y las cosechas de grano, vino y frutas, más que regulares; porque así en Mena como en las Encartaciones hay tierras muy buenas, y brazos é inteligencia para labrarlas aún mucho mejores.
—¿Habrá usted pasado por Balmaseda?
—Lavando sus casas, regando sus huertas y moviendo sus artefactos.
—¿Esa es villa muy antigua y noble?
—Yo no entiendo de historia; pero según lo que he visto al pasar, los balmasedanos son dignos de que su villa siga llamándose cámara de Vizcaya, como cuentan se lo llamaron en lo antiguo no sé qué reyes.
En esta conversación iban Ibaizábal y O adagua, pues ésto era el nombre del viajero que venía de hacia las nobles Encartaciones de Vizcaya, sin descansar en el camino con lo que le daban que hacer multitud de molinos y ferrerías, cuando vieron que por debajo del puente de Luchana, situado á su mano derecha, asomaba la cabeza otro viajero.
También la mar le había alargado, si no un brazo, al menos un dedo para que pudiese llegar á ella, porque el pobre necesitaba muy bien este auxilio, pues era bastante débil.
—¿Quién es ése?—preguntó Ibaizábal á la mar,
—Ese es un tal Azúa, y viene del monte de Itúrburu, cerca de la Larrabezua, de donde es oriundo.
—¿Y qué es lo que le trae por acá?
—Lo que trae á todos ustedes: su inclinación á buscarme para descansar en mi seno.
—¡Porque es usted muy salada!—dijo galantemente Ibaizábal, que á su paso por Bilbao había adquirido algo de la cultura y la galantería de la invicta villa, á cuyas hermosas hijas había echado este piropo al alejarse de ellas.
Dos veces al dia sube
por Olabeaga la mar
á echar a las bilbainas
dos puñaditos de sal.
Azúa estaba contando que era muy lindo y muy poblado el valle de
dos leguas que había recorrido desde que salió de su lugar natal, cuando
vieron que por la izquierda llegaba otro viajero, también con el
auxilio del dedo meñique que le había alargado la mar.
—¡Ande usted, Galindo, ande usted, hombre!,—le decía la mar arrastrándole hacia su seno.
—Caramba, es usted tan corto, que sólo sirve para venaquero.
Galindo, que era pundonoroso como buen baracaldés, replicó tímidamente y poniéndose colorado, que para algo más valía, pues cu su viaje de poco más de una legua había fertilizado las lindas y feraces vegas de la patria de los pimientos, de las guindas y las cerezas.
V
Galindo sacó los pies de las alforjas al ver la multitud de buques extranjeros estacionados en el Desierto para cargar vena de hierro, de la que tanto abunda en sus nativas montañas de Triano; y después de contar que pronto funcionarían en aquellas montañas hasta cinco ferrocarriles mineros, uno de ellos de tres leguas de extensión, añadió:
—Yo les aseguro á ustedes que antes de veinte-años tendremos en Vizcaya una ciudad de tres leguas, que empezará en Bilbao y terminará en San Juan de Somorrostro.
Cadagua, que como procedente de fuera de Vizcaya, estaba poco enterado de lo que pasaba-en ella, se sonrió con aire de incredulidad.
—No se ría usted de lo que Galindo afirma, pues es una verdad como un templo—le dijo la mar.—¿Ve usted esa enorme ferrería del Desierto, que ocupa dentro y fuera de sus negros muros á millares de braceros? Pues no tardará este valle de tres leguas, si los españoles no arman alguna trifulca de las que acostumbran, en llenarse de establecimientos por el estilo de ése; y esa actividad fabril, unida á la de la explotación y embarque anual de millones de toneladas de vena, ha de realizar la profecía de Galindo, que será el niño mimado de la futura gran ciudad, cuya Puerta del Sol será precisamente el valle por donde este buen baracaldés, ingerto de somorrostrano, acaba de pasar.
En esta conversación seguían nuestros viajeros su camino, y se acercaban ya á la barra, un poco alborotados con la alegría que les causaba el término de su jornada, cuando á su mano izquierda vieron á una damisela que los saludaba con mucha finura y cordialidad.
—¡Caracoles!—exclamó Ibaizábal.—¡Qué linda es esa chica que nos saluda! Chiquitita, pero guapa y bien compuesta, á lo menos exteriormente.
—Ya lo saben los forasteros, que, particularmente en verano, la rondan—contestó la mar, enviando un beso á la linda damisela, y otro á otra no menos linda, cuyo traje blanco la denunciaba en las rocas y los arenales de la parte opuesta, en cuya galantería la imitaron los viajeros, menos el baracaldés, que se puso colorado como un tomate.
Al llegar los viajeros frente á Santurce, cuyo aspecto majestuoso y alegro les enamoró, se alborotaron sobre si debían ó no pasar adelante; pero un chiquillo llamado Gobelas, que bajaba por las playas de Lamiaco, resolvió la cuestión en sentido afirmativo, gritándoles:
—¡Adelante, señores! ¡No hay que pararse en barras!.
El autor de este cuento estaba á la sazón en la cumbre volcánica del Sarantes, contemplando el valle del Ibaizábal, para cantarle en tono sublime, y exclamó, cayendo del cielo de la poesía al abismo de la prosa:
—¡Ibaizábal! ¡Ibaizábal! ¿Cómo después que te has hecho tan llanote y utilitario te he de cantar en el concepto de río mitológico?
Tolomeo te colocó en una de las regiones que componían la heróica Cantabria: unos dicen que los romanos te llamaron Nerba, y otros que te llamaron Negangesia; no falta quien asegura que tu nombre era Cálibe, y que tus aguas templaban de tal modo el fierro, que no se consideraba arma buena la que en ellas no se hubiese sumergido; y, por último, Arbolancha te menciona en este concepto, cantándote en sus Abielas:
«Soy Calibeo llamado, porque vino
mi padre de las ínclitas riberas
del río Calibe, do se templa el fierro
allá en Vizcaya, la poblada de árboles.»
¡Ibaizábal! ¡Ibaizábal! No puedo ya cantarte como río mitológico,
pero te cantaré como río cristiano y libre; que nunca el rumor de tu
corriente acompañó cánticos de idólatras ni arrulló sueño de tiranos.