La Capciosidad

Antonio de Trueba


Cuento


I
II

I

En Octubre de 1879 andaba yo por las Encartaciones de Vizcaya, porque en tal estación tiene para mí muchos atractivos la vida campesina, sobre todo en el litoral cantábrico, donde la temperatura ocupa un grado intermedio entre el calor del verano y el frío del invierno, y la naturaleza participa de la belleza y la gracia de la juventud y de la majestad y la madurez de la edad viril.

Pernocté en Sopuerta un sábado, y el domingo inmediato me levanté muy temprano con objeto de dirigirme á Trucios, pasando por Labarrieta y Arcentales, que tenían para mí, además de los atractivos de la estación, el de los recuerdos de la infancia, muy poderosos é influyentes en mí.

Cuando yo era aún niño, todas aquellas laderas que con el nombre de Sopeña dominan, por la banda derecha, el río desde Lacilla á Labarrieta, estaban, no como ahora desnudas de arbolado, sino cubiertas de frondosos castañares, en que tenían participación casi todos los vecinos de los barrios de Alcedo, Arroyos y Santa Gadea, cuya gente menuda gustábamos, más que de la escuela de Mercadillo, de los castañares de Sopeña, así que los erizos comenzaban á «regullar» ó abrirse mostrando el fruto maduro.

La estación de las castañas, de las nueces, de las manzanas y aun de las uvas y los higos, aunque éstas y éstos suelen anticiparse un poquito, es el mes de Octubre, precisamente cuando yo andaba por los amenos valles natales.

Aunque los castañares de Sopeña hubiesen desaparecido casi totalmente, quedaban bastantes camino de Labarrieta ribera del río arriba, para que á mi paso las castañas desprendidas del erizo me dieran coscorrones, y aunque el tiempo de las uvas y los higos iba pasando, aún al cruzar por Labarrieta no faltó quien con un jarro de mosto en la mano saliera á mi encuentro, ni de los lugares que mi mano «jumpraba» ó sacudía al pasar, cayesen á mis plantas y á veces á mi boca aquéllos dulces higos que, según el poeta de Provenza, reserva Dios en la rama más alta para los pájaros del cielo.

Poco después de salir el sol, oí misa primera en Sopuerta y emprendí mi camino en el caballito de San Francisco, que no tiene precio para viajar por nuestros valles vascongados, sobre todo cuando el viajero es de mi temple y aficiones.

Deteniéndome aquí para recordar y pensar á solas, volviéndome á detener allá para sentir y recordar en compañía, trepé de Labarrieta por la peña de Laza, y entonces oí que tocaban á misa mayor las campanas de San Miguel de Arcentales, y apresuré el paso para llegar allá antes que la gente entrara en la iglesia y me privara de saludar á no pocos buenos amigos míos que suponía reunidos en el pórtico ó en el Campo del Concejo que precede á la iglesia matriz de San Miguel.

No era errada esta suposición; apenas asomé por el Campo del Concejo, muchas voces cariñosas me saludaron y muchas manos amigas se adelantaron á estrechar la mía.

Las terribles inundaciones de Murcia, Alicante y Almería, de que había llegado allí la primera noticia la noche anterior, era el asunto de la conversación de todos en el pórtico de la iglesia 011 el momento de mi llegada.

Y como todos se apresurasen á pedirme pormenores de la catástrofe, suponiendo que yo estaría mejor enterado que ellos, me apresuré á mi vez á dárselos, pues en efecto los había recibido la noche anterior muy circunstanciados y muy dolorosos.

Todos me escuchaban profundamente conmovidos y silenciosos; pero uno de ellos, ya muy anciano, dejándose sin duda dominar por algún recuerdo cómico, se dirigió con maliciosa sonrisa á uno de sus convecinos, aprovechando una interrupción mía, y le dijo:

—A todos debe aterrorizarnos esto de avenidas y ahogados, pero más que á ninguno á vosotros los de Santa Cruz.

Estas palabras, que á mí no me produjeron efecto alguno, lo produjeron para mi asombro, yen distinto sentido en todos los demás reunidos en el pórtico, pues al paso que la mayor parte de ellos las acogieron con una ruidosa carcajada, en los restantes causaron tal ira que, desatándose en denuestos, desaparecieron del corro, entrándose unos en la iglesia y alejándose los demás por el Campo del Concejo.

Pareciendo á los regocijados que la ocasión no era para risa, hicieron un esfuerzo para dominar las suyas, y me suplicaron que continuase contándoles los estragos causados en las provincias del Sudeste por las inundaciones en los tristemente célebres días 14 y 15 de aquel mes.

Hícelo así, escuchándome todos con lágrimas en los ojos, y como apenas terminada mi relación sonase el último toque de misa, entramos todos á oirla.

No fué devoción, sino curiosidad, lo que me movió á oir segunda misa aquel día; no quería pasar de allí sin averiguar por qué enfurecía á los de Santa Cruz y regocijaba á los demás del valle la sencilla indicación de que los primeros debían llorar más que ningunos otros al oir hablar de inundaciones y de ahogados.

En Santa Cruz no había río alguno; como que yo había visto en verano á las santacruzanas bajar á lavar en el Aguanas, que es una caudalosísima y frígida fuente que dio nombre al valle de Trucios cuando alcanzaba allí el dominio de la lengua vascongada, pues aquel valle se llamó primero «Iturrioz», que equivale á fuente fría, luego Turcios y por último Trucios.

Al salir de misa cada cual se dirigió hacia su barriada, y como diese la casualidad de que cayese hacia el camino que yo debía llevar al continuar mi viaje la del anciano que con su observación á los de Santa Cruz tanto había irritado y regocijado á los demás, partí en su compañía.

Roguéle inmediatamente que me explicase lo que yo quería averiguar, y he aquí cómo ms lo explicó á su manera, que iré yo puliendo un poco de sus asperezas gramaticales encartadas.

II

«Ya sabe usted que Santa Cruz es una barriada del valle perteneciente á la feligresía de San Miguel y situada en las vertientes de Trucios, donde están desparramadas treinta y cuatro caserías. La distancia que separa á aquella barriada de la iglesia matriz de San Miguel, es un poco larga y de mal camino.

Hacia principios de este siglo, un tal Cavareda, natural de Santa Cruz y vecino de Toledo, donde había adquirido buena fortuna dedicándose al comercio, quiso emplear parte de ella en el lugar nativo, al que, entre otros beneficios, dispensó el de fundar y dotar en él una modesta escuela (que hoy desempeña un anciano que casi no sabe escribir), y reedificar y proveer de ornamentos de culto, con la advocación de Santa Elena, la antigua ermita de Santa Cruz, que dio nombre al lugar, convirtiéndola en una linda iglesita, quizá con la esperanza de que consiguiese la barriada que se erigiese en ayuda de parroquia.

Así que los de Santa Cruz se encontraron con un templo capaz y decente y provisto de todo lo necesario para el culto divino, entablaron aquella pretensión, á lo que se opusieron el cabildo, etcétera, y el ayuntamiento del valle, creyendo que era injustificada.

Los de Santa Cruz, con razón ó sin ella, gozaban fama en el valle de pleitistas, listos y capciosos en sus negocios. Como prueba de su capciosidad se cuenta lo siguiente de la marea...

—¿Lo de la marea? ¿Qué tienen que ver con la marea los de Santa Cruz, que están separados de la mar por más de dos leguas y por altísimas montañas?

—Ya se lo explicaré á usted. No sé si sabrá usted que entro el barrio de Santa Cruz y el de Rebollar, hay una profunda cañada donde brota una fuente intermitente muy singular.

—Sí; he oído hablar de esa fuente y he pensado si corresponderá á las Tamaricas que descubrió Plinio como pertenecientes á la Cantábrica.

—La opinión general es que la fuente de Pedreo, que así se llama la intermitente de Arcentales, es una vena de agua del mar que en las grandes mareas ó revoluciones marítimas atraviesa la base de las altas montañas que separan la mar á Arcentales y revienta en la honda cañada de Pedreo.

Como fundamento de esta opinión se diga el gusto y la composición química del agua, á pesar de lo que debo haberse modificarlo en tan largo y difícil camino, tiene mucha analogía con los del agua del mar, y se añade que en el sitio donde brota, con más ó menos intermitencia, se han encontrado lapas, caracoles y otros mariscos.

—Es curioso lo que usted me cuenta, pero más aún excita mi curiosidad lo que puede haber de común entre los de Santa Cruz y la marea.

—Ahora verá usted satisfecha esa natural curiosidad. Cuéntase que en tiempos antiguos, se cobraban en los puertos de Castro-Urdiales, Laredo y Santoña ciertos derechos reales á todos los que asistían á aquellos mercados, menos á los de la zona marítima, con cuyo nombre se designaba á los avecindados, cuando más lejos, á una legua del mar, y los de Santa Cruz se eximían constantemente del pago de este derecho, alegando que la marea llegaba á media legua de su domicilio, en cuya comprobación llevaban en el bolsillo conchas recogidas en Pedreo con auténtica del mayordomo de la ermita...

—¡Se conoce que los santacruzanos son buenos peces, aunque no sean marítimos!

—¡Yaya si lo son!

—Continúe usted la historia de lo de la ermita.

—Los de Santa Cruz acudieron con su pretensión al Obispo, que lo era entonces de Santander, á cuya diócesis pertenecían las Encartaciones de Vizcaya hasta la erección de la de Vitoria, D. Rafael Menéndez de Luarca, memorable por su piedad, su caridad, y sobre todo por su candor y su corazón, tan propenso á los extremos de la alegría, como á, los de la pena.

—Creo fué ese señor el que me confirmó en Santa María de Güeñes, y hasta un rasgo de carácter del que me confirmó me hace creer que él y el señor Menéndez de Luarca fuesen uno mismo. Dos carretadas de chiquillos habíamos sido conducidos á Güeñes un día de primavera, pues recuerdo que los endrinos estaban en flor en las entradas de Galdanes por donde nos llevaron á confirmar, y esperábamos en la iglesia sin bajar de los carros á que el señor Obispo llegase. Yo formaba parte de una de las carretadas, y la otra se componía de siete ú ocho hijos de un convecino nuestro llamado Joaquín de Correa, más conocido por «Chín» y célebre por su genio decidor y alegre.

—¿Son todos estos chicos hijos de usted?—preguntó el Obispo á «Chín», fijándose al llegar en la carretada de sus hijos.

—Sí, Ilustrísimo señor—le contestó «Chín»,—y aún dejo en casa otro carrillo de ellos para cuando vuestra Ilustrísima vuelva á confirmar.

Tal gracia hizo al Obispo esta respuesta, que jamás he visto á hombre alguno reir con tanta gana, como entonces ví reir al Obispo de Santander.

—Pues no dude usted de que aquel Obispo era el anglucar D. Rafael Menéndez de Luarca, cuyo corazón ya he dicho que era tan propenso á la alegría como á la pena.

Los de Santa Cruz hicieron valer cerca del señor Obispo todas las razones que alcanzaron en favor de su pretensión; pero el señor Obispo, no encontrándolas bastantes para fallar á favor suyo, ordenó que las ampliaran, si les era posible, con otras de mayor fuerza, y entonces determinaron apelar á todo su ingenio y travesura para ganar el pleito.

El nuevo alegato que elevaron al Prelado, contenía muchas y diferentes razones más ó menos valederas. Púsose á leerle el señor Obispo, y conformo leía las iba declarando insuficientes, hasta que al llegar á la última, su corazón se conmovió profundamente, sus ojos se llenaron de lágrimas, y su mano tomó la pluma y escribió el decreto de concesión.

—Usted, naturalmente, tendrá viva curiosidad por saber cuál era la poderosa razón alegada por los de Santa Cruz que tanto había conmovido al señor Obispo y tan repentina y radicalmente le había hecho variar de opinión. Pues va usted á saberla.

A la barriada de Santa Cruz precede un arroyo que es indispensable pasar para venir á San Miguel. En aquel arroyo no hay puente alguno porque no es necesario, pues el arroyo no lleva nunca agua, á no ser cuando llueve mucho, y porque es muy ancho y sería muy costoso tender sobre él un puente ó pontón.

La última razón que los de Santa Cruz alegaban para probar la necesidad y la justicia de que se celebrase misa todos los días de precepto en su nueva iglesia de Santa Elena, era que para ir á San Miguel á oirla había que pasar indispensablemente un arroyo tan peligroso que un día se había ahogado en él una madre con cinco hijos.

La noticia de esta horrible desgracia fué lo que tan profundamente conmovió al bondadoso señor Obispo, y le movió sin la menor vacilación á acceder á los deseos de los de Santa Cruz.

—¿Pero fueron capaces los de Santa Cruz de mentir al señor Obispo.

—No, señor; no fueron capaces de ello.

—¿Que no mintieron?

—No, señor.

—Hombre, explíquese usted, porque sino no le entiendo.

—Ya me entenderá usted. Pasaron años y continuaba celebrándose misa en Santa Cruz todos los días de precepto....

—Y supongo que se aplicaría por el alma de la madre con cinco hijos...

—No, señor; no se aplicaba.

—Qué, ¿tan ingratos eran los de Santa Cruz?

—No, señor; no eran ingratos.

—¡Vamos, usted me quiere volver tarumba!

—Usted tiene la culpa por impaciente. Siendo yo mayordomo de fábrica de la iglesia matriz, se me ofreció ir á Santander á ver al señor Obispo, que lo era todavía el Sr. Menéndez de Luarca, para que nos permitiera una obra que queríamos hacer en la misma iglesia. El señor Obispo me recibió en su despacho, con el amor con que acostumbraba á recibir á todos, y después de mandarme sentar en un sillón frente del suyo, me preguntó de dónde era. Cuando le dije que era de Arcentales, su semblante, antes lleno de alegría, se llenó de tristeza y sus ojos se arrasaron de lágrimas, mientras murmuraban sus labios:

—¡Pobre madre!... ¡Pobres hijos!...

Sorprendido de aquel cambio, y compadecido de aquella aflicción y aquellas lágrimas, pregunté al señor Obispo cómo podía haber provocado uno y otras el recuerdo de Arcén tales, y me respondió cada vez más afligido:

—Hijo, ¿puede haber corazón que no se quebrante, y ojos que no lloren al recuerdo de aquella madre con sus cinco hijos que se ahogó en el arroyo de Santa Cruz de Arcentales?

Y entonces me explicó la catástrofe con cuyo alegato los de Santa Cruz le habían movido á acceder á sus pretensiones.

Casualmente, cuando los de Santa Cruz andaban en pretensión de la misa, tuve yo noticia de lo que había pasado en el arroyo, pero no me había ocurrido que se hubiesen valido de ello para salirse con aquella pretensión. Mi primera intención fué no desvirtuar el alegato tachándole de capcioso; pero viendo cada vez más inconsolable al señor Obispo, y habiéndome dicho su Ilustrísima que la imagen de aquella madre ahogándose con cinco hijos lo perseguía casi incesantemente y era causa de uno de los mayores y más frecuentes dolores de su vida, creí que era un deber de conciencia el curar radicalmente de aquel dolor á tan santo Prelado

Señor—le dije,—tranquilícese vuestra Ilustrísima, que en Santa Cruz no se ha ahogado con hijos ni sin ellos madre alguna, por quien vuestra Ilustrísima ni nadie debe llorar. La madre que con cinco hijos se ahogó en Santa Cruz una tarde que descargó una gran manga de agua en la montaña de Jerelagua que domina el lugar, fué una cerda con cinco cerditos que estaba hozando en el arroyo seco, y fué sorprendida con sus crías por la avenida.

Oir esto el señor Obispo é iluminarse de gozo su venerable semblante y prorrumpir en ruidosas carcajadas, todo fué uno.

—¡Ah, pícaros santacruzanos—exclamaba;—yo os ajustaré las cuentas! ¡Con que con capciosidades á mí!

—Y así exclamando, su Ilustrísima volvió á desternillarse de risa.

De repente fijó la atención en mí, y creyendo que yo, lejos de participar de su alegría me había entristecido, me preguntó la causa de tal tristeza.

—Señor—lo dijo,—los de Santa Cruz son convecinos y amigos míos, y por mi culpa, acaso se vean privados de oir misa todos los días de precepto en su iglesia, lo que para ellos es un gran consuelo que les compensa de muchas tristezas y trabajos.

—¡Pobres hijos míos!—exclamó el santo anciano volviéndose á llenar sus ojos de lágrimas, no ya de dolor, sino de ternura;—no no se verán privados de ese consuelo mientras yo viva.

Y en efecto, los de Santa Cruz no se vieron privados del consuelo de oir misa en su iglesita mientras vivió el Sr. Menéndez de Luarca; pero como su capciosidad debía tener algún castigo, lo tiene desde entonces en los muchos berrinches que le damos recordándosele,»

Así terminó el anciano su relación, y yo á mi vuelta á Trucios subí por Santa Cruz á hacer una visita de buen amigo á los santacruzanos, porque, ¿quién no se vale más ó menos pecaminosamente de la capciosidad en este mundo? Hasta los cuentistas nos valemos de ella en el desempeño de nuestro oficio, como lo prueba este cuento, á cuyo fin no hubiera llegado nadie sin la capciosidad del cuentista.


Publicado el 23 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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