La Escapatoria

Antonio de Trueba


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Juan era un mozo que, mejorando lo presento, valía cualquier dinero; pero tenía un pero, como todos lo tenemos, más ó menos grande, en esto pícaro mundo: este pero era la pícara vanidad, que se fundaba en que sabía leer de corrido, escribir una carta de modo que, aunque mal, se entendiese, y oficiar una misa de manera que al oirle no echasen á correr los perros que hubiese en la iglesia.

Vino de las merindades de Castilla á trabajaren las veneras de Triano, bailó toda la tarde en la romería de Santa Agueda con una chica baracaldesa, la chica le gustó, á pesar de que le habían dicho pestes de los baracaldeses, él gustó también á la chica, y convinieron en que ni pintados podían ser mejores para «casarse juntos«. Juan habló de este proyecto á los padres de Ramona (que así se llamaba la chica baracaldesa); á los padres de Ramona les pareció el proyecto á padres de Ramona, y pocas semanas después Ramona y Juan se casaron, y en casa de los padres de Ramona hubo dos matrimonios en lugar de uno.

El día de la boda se comió y se bebió en grande, y como en tales casos la lengua se alarga y la conciencia se ensancha, así Ramona como sus padres-tuvieron aquel día algunas salidas de pie de banco, que á Juan disgustaron un poquillo, porque demostraban que su mujer y sus suegros no habían inventado la pólvora, ó lo que era lo mismo, no eran del todo dignos de haber emparentado tan estrechamente con un mozo que sabía leer de corrido, escribir una carta de modo que, aunque mal, se entendiese, y oficiar una misa de manera que al oirle no echasen á correr los perros que hubiese en la iglesia.

Juan se quejó de esto aquella misma noche á otro maqueto paisano suyo, que era uno de los convidados á la boda, y el maqueto le dijo:

—Yo estuvo sirviendo en casa de un baracaldés que de resultas de haber ido á nuestra tierra á trabajar en el cámino de Castro-Urdiales á Bercedo, cuando se hizo el camino, allá hacia el año de 1829 á 1829, casó en Bocos y es allí uno de los labradores más acomodados. Cuando bajé á trabajar en las veneras fuí á despedirme de él y lo pregunté:—¿Qué tal es su tierra de usted, señor amo?—y me contestó:—Según el que la cultiva.—¿Y la gente?le añadí.—Según el que la cultiva, me repitió. Con que cavila tú un poco, á ver si aciertas qué es lo que quiso decirme de la gente de Baracaldo, porque yo, por más que he cavilado, no lo he acertado.

Juan caviló, en efecto, á ver si acertaba qué era lo que había querido decir el baracaldés de Bocos de la gente de Baracaldo, y tampoco lo acertó, á pesar de ser tan listo.

Los viejos no estaban ya para trabajar en las heredades, y más con el calorazo que hacía cosa de una semana después de la boda, el día en que Juan y Ramona emprendieron la resalla de una pieza de berona que tenían en la laderita meridional de Landáburu. Así fué que los viejos se quedaron aquel día sallando los pimientos de la huerta, que casi estaban á la sombra de los frutales, y Juan y Ramona se fueron solos á la resalla de la borona.

En la manera de dar el sol en el campanario de San Vicente conoció Ramona que se acercaba el mediodía, y entonces dijo á su marido:

—Me voy hacia casa á ver cómo madre tiene la comida, y á traer agua fresca para cuando tú vayas.

Y cogiendo un brazado de los pies de borona que habían entresacado por inútiles, y son manjar que á los bueyes sabe á rosquillas, tomó el camino de casa, llosa adelante, llosa adelante, por los lindes de las heredades, y Juan quedó sudando el quilo hasta que sonaron las doce y tomó el mismo camino.

Cuando Juan llegó á casa con otro brazado de pies de borona para los bueyes, rabiaba de sed, y lo primero que hizo fué pedir agua fresca á su suegra, que le contestó:

—Ahora la traerá Ramona, que hace un rato bajó por ella á la fuente de Amézaga, y no sé cómo no está ya de vuelta.

Juan esperó un rato; Ramona no iba de la fuente, y él rabiaba de sed.

—¡Pero esa chica—exclamó,—no acaba de venir con el agua!

—Espérate un poco, hombre; que no debe tardar ya.

—¡Si esperaran tanto las liebres!...

Juan se asomó á la ventana, y viendo que Ramona no parecía, dió una patada en el suelo y echó un taco tan redondo, que puso los pelos de punta á la suegra, á la que dijo:

—Vaya usted, con mil diablos, á ver si esa muchacha viene ó no con el agua; que yo me estoy asando vivo.

Su suegra tomó castañar abajo con dirección á la fuente de Amézaga, que, escondida á la sombra de los setos y los robles, no se ve hasta llegar á ella, y se encontró á Ramona sentada bajo un roble, junto á la herrada, por cuyos bordes se derramaba el agua fresca y cristalina, pues la fuente de Amézaga no es de las que andan con miserias al cumplir una de las Obras de Misericordia.

Apoyada la fronte en la palma de la mano y el codo en la rodilla, Ramona estaba tan cavilosa y distraída, que no notó la llegada de su madre hasta que ésta la sacó de aquella cavilación diciéndole:

—Pero, muchacha, ¿tienes alma para estar ahí tan tranquila y fresca mientras tu marido rabia de sed?

—Madre, estaba pensando en una cosa que me da muy malos ratos.

—¿Y se puede saber qué cosa es esa? Siempre será alguna bobería.

—¡Buena bobería me dé Dios! Estaba pensando que hoy hace ocho días nos casamos Juan y yo, y cualquiera diría que somos judíos, pues aún no hemos buscado padrino para el primer chico que tengamos.

—¿Para el primor chico ó chica querrás decir?

—Chico dice Juan que ha de ser.

—Será lo que Dios quiera y no lo que quiera Juan.

—Pues si no es chico, Juan mucho lo va á sentir, porque toda la mañana hemos estado en la pieza hablando de eso, y Juan decía: «¡Ya me parece que le estoy viendo, así que aprenda un poco de escuela, ir tan majo con su aijada al hombro y su parejita de bueyes detrás á carretear vena de Triano ganándonos un dineral, mientras nosotros trabajamos á patita quieta en las heredades!» Pero sea chico ó chica, lo cierto es que hace ocho días nos casamos y aun no le hemos buscado padrino.

—Mujer, eso no corre prisa.

—¡Pues no ha de correr, madre! ¿Quiere usted que expongamos al pobre chico á que nazca sin haberle buscado aún padrino y tenga que estar moro hasta sabe Dios cuándo?

—Es verdad, hija, que esas son cosas muy serias. Hazme un poco de sitio á tu lado, y vamos á ver si entre las dos damos con un buen padrino para la pobre criatura.

Ramona hizo lado á su madre en la raíz mayor del roble donde estaba sentada; su madre se sentó, y empezaron á discutir quien sería buen padrino para el chico.

Entre tanto, Juan, si no ponía el grito en el cielo porque ni su mujer ni su suegra iban con el agua, era porque se ahogaba de sed.

Cansado de asomarse á la ventana, de jurar, de patear y de ponerlas de indignas de haber emparentado con un mozo que sabía leer de corrido, escribir una carta de modo que, aunque mal, se entendiese, y oficiar una misa de manera que al oirle no huyesen los perros que hubiese en la iglesia, se asomó á la ventana que daba á la huerta donde continuaba sallando pimientos su suegro, y dijo á éste:

—A ver si con mil demonios baja usted á la fuente y hace venir con un poco de agua fresca á Ramona y su madre, que fueron allá hace una hora, y no vienen ni parecen aunque saben que yo me estoy ahogando de sed.

—Allá voy, contestó el suegro tomando el camino de la fuente; pero hombre, no te desesperes; espera un poco...

—¡Si esperaran tanto las liebres!...

El suegro de Juan dió vista á la fuente y vió que su mujer y su hija estaban sentadas con mucha calima charlando como cotorras.

—¡Alabo—exclamó—vuestra frescura! ¡Conque el pobre Juan renegando de sed y vosotras ahí muy quietas y descansadas, dejando que se le lleve el diablo!...

—Tienes razón, hombre, que como el asunto de que hablábamos era importante, nos habíamos olvidado del pobre Juan.

—¿Y qué demonio de asunto era ese?

—Yo te diré: cuando bajé á ver si ésta subía ó no con el agua fresca que el pobre Juan esperaba como el santo advenimiento, me encontré con que ésta estaba pensando, con mucha razón, en que hace ya hoy ocho días que Juan y ella se casaron, y aun no ¡tienen padrino para el primer chico ó chica.

—Chico ha de ser, que yo no quiero morirme sin ver á un nietecillo ir tan majo á la escuela, para que así que la aprenda vaya á América y vuelva con más onzas...

—¡Ay! yo no quiero que mi chico vaya á las Indias y me lo traguen los salvajotes que andan por allí.

—¿Y cómo no se han tragado á los indianos que han vuelto?

—Por cada uno de los que han vuelto han quedado mil por allá.

—Bien, bien, dejemos eso á un lado y vamos á ver qué asunto era el que os obligaba á tener al pobre Juan pereciendo de sed.

—Pues estábamos cavilando á ver si dábamos con un buen padrino para el primer chico que ésta tenga. Ya ves, hombre, que el asunto era importante.

—¡Porrazo si lo era!

—Porque lo que esta pobre dice: sin padrino no se puede bautizar á nadie, y el chico no ha de quedar moro.

—¡Pues no faltaba más que quedara moro el mi nieto, que ha de ser más majo y más valiente!... ¡Je, je, je! Me parece ya que le estoy viendo bajar á la escuela con los otros motiles, tirando pedradas á los frutales y echando la zancadilla y tumbando á todo el que se atreva á engarrarse con él!... Pero vamos á ver si encontramos para él un buen padrino.

El suegro de Juan sacó la pipa, y desatuzándola con una hebrita, de brezo para luego cargarla y encenderla, se sentó en un canto frente de su mujer y su hija, y los tres continuaron la discusión sobre el padrino que más convenía al primer chico que Ramona y Juan tuviesen; discusión que, con tomar parte en ella el viejo, se hizo más acalorada y difícil de llegar á término satisfactorio, porque el abuelo no encontraba padrino bueno para el nieto.

Ente tanto, llegaban al colmo la desesperación y por supuesto la sed de Juan, viendo éste que ni su mujer, ni su suegra, ni su suegro volvían de la fuente, como si la fuente fuese algún pozo Airón que se los hubiese tragado.

Maldiciendo el día que le ocurrió emparentar con gente tan imbécil y sin entrañas, tomó el camino de la fuente jurando y perjurando que iba á hacer y acontecer con ellos.

Cuando vió á su mujer y sus suegros sentados con mucha calma y charlando hasta por los codos. Les preguntó qué doscientos mil demonios hacían allí tan sosegados, mientras él rabiaba de sed esperando la herrada de agua fresca; y cuando le explicaron el grave asunto que les había impedido volver, fué tal su indignación y tal el miserable concepto que formó de las facultades intelectuales de su mujer y sus suegros, que determinó huir inmediatamente y para siempre de semejan te familiar que por su necedad era incompatible con un mozo como él, que sabía leer de corrido, escribir una carta de modo que, aunque mal, se entendiera, y oficiar una misa de manera que al oirle no huyesen los perros que hubiese en la iglesia.

II

Juan decidió en el acto huir á su tierra, persuadido de que cuanto más se alejase de Baracaldo con dirección á ella, más libre se vería de gentes necias, que era lo que más odiaba en este mundo. Así, pues, traspuso la colina de Cruces, descendió á Burceña y tomó Cadagua arriba por la orilla izquierda del río.

Al llegar á Zubileta se encontró con D. Francisco, el capellán de la ferrería de Castrejana, que le conocía con motivo de habérsele brindado Juan á oficiar la misa un día de gran solemnidad en que acertó á estar por allí en el momento en que don Francisco se disponía á celebrarla rezada por no haber quien la oficiase.

Don Francisco era un sacerdote joven, y tan amante de la casa paterna y la familia, que viviendo sus padres y hermanos en Bilbao, por verlos andaba á pie todos los días dos leguas entre ida y vuelta.

—¿Qué es eso, Juan, que va usted tan ligero y sofocado?—le preguntó D. Francisco con su habitual amabilidad.

—Calle usted, D. Francisco, que lo que á mí me pasa no le pasa á nadie en el mundo con ser mundo—contestó Juan desesperado.

—¿Ha ocurrido alguna desgracia en casa?

—La mayor que le puede ocurrir á un hombre..¿No ha oído usted decir que el mayor mal de los males es tratar con animales?

—Sí, lo he oído; pero, Juan, ¿qué quiere usted decir con eso?

—Quiero decir, Sr. D. Francisco, que mi mujer y mis suegros son los mayores animales de la tierra, y me voy á la mía para no tratar con ellos, y ni aun con ninguno de Baracaldo, donde no hay gentes con quien pueda alternar un hombre como yo, que, aunque me esté mal el decírselo, sé...

—Sí, Juan, ya sé lo que usted sabe, y es lástima que no sepa usted también otra cosa: que es un disparate y una ofensa á Dios y á la sociedad lo que usted quiere hacer. Hace ocho días que usted se casó, y abandona á su mujer y á los ancianos que se la dieron por compañera de todas sus tristezas y alegrías.

—Cuando me eché encima esa carga no sabía lo que pesaba.

—Pues, amigo Juan, ya que usted se la echó encima voluntariamente, está usted obligado á soportarla.

—Le digo á usted, Sr. D. Francisco, que estoy resuelto á echarla con doscientos mil de á caballo y á volverme á mi tierra en busca de gentes discretas, que encontraré en tanto mayor número cuanto más me aleje de Baracaldo.

—Juan, el reirán dice: «¡Dónde irá el buey que no are!», y dice muy bien.

—Pues si lo dice, Sr. D. Francisco, yo no hago caso de él ni de...

—Ni de mí, ¿no es verdad, amigo Juan?

—Pues bien, ni de usted, Sr. D. Francisco; que á mí me gusta decir las cosas claras. Conque quede usted con Dios, ¡y maldito sea Baracaldo, que sería un pueblo delicioso si no hubiera en él baracaldeses ni baracaldesas!

—Adiós, Juan, y Él quiera que antes de llegar usted á su tierra se arrepienta de su criminal ligereza.

Don Francisco continuó Cadagua abajo, alegrándose porque se acercaba á su familia, y Juan continuó Cadagua arriba, alegrándose porque se alejaba de la suya.

Al pasar Juan el puente de Castrejana reparó en el agua, y se acordó de que rabiaba de sed. No viendo por allí fuente alguna donde pudiese calmarla, bajó al río y bebió como un buey, aunque el agua estaba como lejía, de resultas de una tempestad que había estallado la noche anterior hacia el valle de Mena, de donde procede el antiguo Cabdalagua, y caliente como caldo, de resultas del calor azo que hacía aquel día.

Si algún baracaldés le hubiese visto beber en el río después de haber pasado sin beber, y rabiando de sed, por junto á una fuente tan fresca y cristalina como la de Amézaga, hubiera llamado bestia al que se lo llamaba á los baracaldeses; pero Juan, que veía la paja en el ojo ajeno, no veía la viga en el ojo propio.

Juan llegó á Güeñes creyendo que ya estaba lo suficiente lejos de Baracaldo y lo suficiente cerca de Castilla para empezar á encontrar gentes discretas, y vió á un muchacho que, parando bajo un cerezo la mula en que montaba, se puso de pie sobre ella y empezó á manducar cerezas.

—Cuidado, muchacho—le dijo Juan,—que si caes de esa altura te desnucas.

—Tiene usted razón—contestó el muchacho,—que me costarían caras las cerezas si algún mal intencionado dijese ahora: «¡Arre mula!»

Al decir esto la mula anduvo de repente, y el que estaba de pie sobro ella cayó, pegando tal batacazo, que por milagro de Dios no quedó en el sitio.

Juan le ayudó á levantarse, y mientras el muchacho continuó hacia abajo renqueando con la mula del ramal, Juan continuó hacia arriba asombrado de que hacia Grüeñes hubiera gente tan necia como hacia Baracaldo; pero su asombro se calmó un tanto cuando reflexionó que Grüeñes distaba aún poco del pueblo de su mujer y sus suegros.

III

Aquella noche durmió Juan en Zalla, porque no le había sentado bien el agua caliente y turbia que bebió en Castrejana, y tanto por efecto de esto como por efecto del berrinche y de la jornada, no se sentía con fuerza para llegar á Balmaseda, y se levantó temprano al día siguiente para continuar su camino.

Era día de fiesta, y se proponía detenerse en Balmaseda á oir misa; pero apenas pasó el puente de Ibarra, oyó campanas hacia la derecha del río, donde hasta entonces no sabía que hubiese iglesia, y suponiendo que tocarían á misa, se decidió á ir á oiría para quitarse aquel cuidado y pasar por Balmaseda sin detenerse, á fin de salir cuanto antes de Vizcaya y entrar en Castilla, que, como es sabido, empieza poco más de media legua más arriba de Balmaseda.

Repasó el río por el mismo puente de Ibarra, y se dirigió hacia los montes de Zóquita, que son los de aquel lado, á cuyo pié suponía hallarse escondida en algún regazo de los mismos la iglesia cuyas campanas continuaba oyendo; pero por más que andaba, la iglesia no parecía, ni encontraba por allí gente que le diese razón de ella.

Cuando andaba frente de Bolúmburu, cuya población se compone principalmente de una casa solariega, un molino y una ferrería, vió que las mujeres y los hombres de allí salían de casa, las primeras con la mantilla puesta, y se encaminaban río abajo.

—Vamos—dijo Juan,—los de Bolúmburu baja a á pasar el río por Ibarra porque no tienen puente más cerca, y van como yo á misa á la iglesia de este lado. Si no doy pronto con la iglesia, cuyas campanas siguen tocando á misa mayor, los esperaré y ellos me guiarán á la iglesia.

Juan anduvo y más anduvo, subiendo y bajando cuestas y destripando matorrales, cuyos espinos le hacían echar cada juramento que á él mismo le daba miedo, y la iglesia no parecía aunque las campanas continuaban sonando hacia aquel lado.

Al fin se detuvo rendido y estropeado á esperar á los de Bolúmburu, pero tampoco los de Bolúmburu parecían.

Las campanas cesaron de tocar; Juan esperó largo rato y al fin oyó el toque de alzar, lo que probaba que la misa que quería oir había volado.

Entonces, jurando como un condenado en lugar de rezar, volvió atrás, bajó á la orilla del río y continuó en busca del puente de Ibarra para repasarle.

Cuando llegaba al puente empezaron á repicar á salida de misa las campanas de la iglesia que inútilmente había buscado, y preguntó irreverentemente á un chico que por casualidad vió á la orilla del rio apacentando unos bueyes:

—¿Dónde está esa condenada iglesia cuyas campanas repican?

—Mírela usted allí—le contestó el chico, indignado de la calificación, señalando hacia el Norte, ó sea hacia la parte opuesta de donde sonaban las campanas.

—Pero hombre, si aquella es la iglesia de San Miguel, y las campanas suenan hacia este otro lado...

—Hacia ese otro lado no hay iglesia ninguna.

—¿Cómo que no si estoy oyendo las campanas?

—Las campanas que oye usted son las de San Miguel, que parecen que tocan hacia Zóquita, porque el eco repite allí su sonido.

Juan dió en el suelo una furiosa patada que le destrozó un dedo del pie contra un guijarro, echó un juramento de los que Dios no perdona aunque se oigan cien misas por su remisión, y emprendió la subida de la cuesta de Bolúmburu, mientras el muchacho se burlaba de él gritándole:

—¡Andaaa, que ha oído campanas sin saber dónde!

IV

El efecto del agua turbia y caliente que había bebido la tarde anterior en Castrojana, y el de la andanza que había empleado inútilmente buscando iglesia donde oir misa, hacia el pie de los montes de Zóquita, eran mucho más que suficientes para que Juan viese siquiera la punta de la viga que llevaba en el ojo propio; pero lo cierto es que no había visto más que la paja del ojo ajeno cuando llegó á Balmaseda.

En Balmaseda se detuvo un rato á descansar un poco y echar un cigarro en un banco de la plaza vieja.

Mientras descansaba y fumaba, se distraía en ver una operación que un hombre estaba haciendo en la puerta de una casa inmediata. Aquella operación consistía en abrir una gatera en la puerta. Enamoróle la limpieza y la maña con que el hombre trazó con un compás en la madera un círculo perfecto; dió dos barreñitos paralelos en un punto de la circunferencia; uniólos cortando con el formón la madera intermedia; introdujo en el agujero un serruchito estrecho de punta, y sierra que sierra circularmente, abrió la gatera y hasta suavizó y redondeó sus bordes con el formón para que los gatos que saliesen ó entrasen no se lastimaran.

—¡Vea usted qué hombre tan curioso y hábil!—dijo Juan á un sujeto que se había parado á ver también aquella operación.

—A ese—contestó el viejo,—le sucede lo que á los amanuenses indígenas de Filipinas, donde yo he estado muchos años.

—¿Qué les sucede á aquéllos?

—Que escriben admirablemente y no saben discurrir cuántas unidades componen dos pares de huevos.

—No, pues lo que es ese hombre, listo como un demontre debe ser, por más que usted diga.

El viejo continuó su camino sin replicar y sonriendo maliciosamente.

—Ya se conoce—añadió Juan para sí,—en la habilidad de ese hombre, que estamos, como quien dice, en Castilla, y por tanto, lejos de Baracaldo.

Cuando así pensaba, vió que el hombre de la gatera trazaba con el compás otro círculo al lado del agujero que acababa de abrir, y movido de curiosidad por saber para qué hacía aquella operación, se levantó; se acercó á aquel hombre y le preguntó:.

—Diga usted, buen hombre, aunque sea mal preguntado: ¿para qué traza usted ese nuevo círculo?

—¡Para qué ha de ser—contestó el hombre,—sino para abrir otra gatera!

—¡Otra gatera en la misma puerta! ¿Y para qué la ha de abrir usted, si lo único que va á conseguir con abrirla es estropear la puerta y exponerse á que la mejor noche los ladrones abran un boquete rompiendo de un puntapié la madera que las separe, y colándose dentro, lo roben á usted cuanto tenga en casa, y acaso lo asesinen?.

—Es verdad que hay eso inconveniente, pero nosotros somos muy amantes de los gatos y queremos que los pobres animalitos de Dios puedan salir y entrar cuando les dé la gana.

—Esa no es razón para que habiendo abierto usted ya una gatera abra otra.

—¿Pues no lo ha de ser, hombre, si son dos los gatos que tenemos?

—¿Y cuántas personas son ustedes en casa?

—Somos siete.

—Pues entonces la casa necesitará siete puertas.

—¡Calla!...—exclamó el hombre como herido de una súbita é inesperada luz que lo sorprendía.—Habla usted con cabeza. No habia caído en la cuenta de que por donde sale y entra un gato entra y sale otro y aunque sea una docena de ellos. ¡Canario, se conoce que es usted hombre de talento!

—No es cosa mayor—contestó Juan sonriendo de vanidad con aquella lisonja.—Me parece que usted ha de ser de hacia Baracaldo ó sus cercanías.

—No, señor, soy del Borrón, es el primor lugar de Castilla yendo de Vizcaya.

Juan se quedó más frío que un carámbano al saber que hombre tan necio, no sólo no era de Baracaldo ni sus inmediaciones, sino que era castellano, si castellanos se puede llamar á los meneses y á todos los de aquende el Ebro, que son vizcaínos por la geografía, por la historia, por las costumbres, por la sangre y hasta por el corazón.

Cuando Juan pasó el puente de Arla, que separa á Vizcaya de Castilla, conoció que había perdido mucho de la fe con que paitió de Baracaldo en que de allí arriba sólo había de encontrar gentes discretas. La tontería del menés que no había caído en la cuenta de que bastaba una gatera para dos gatos sin necesidad de hacer para cada gato una, empezaba á recordarle que en todas partes cuecen habas.

Pensaba ir á hacer noche en Villasana y caminaba á paso regular; pero cuando se acercaba á Entrambas Aguas empezó á relampaguear y tronar de firme, por lo que precipitó el paso á fin de que la tormenta no le cogiera en despoblado.

Al pasar por Entrambas Aguas llamó su atención una mujer que estaba en la portalada de una casa dale que le das con un bieldo á un montón de cebada.

—Buena mujer—le preguntó,—¿qué es lo que usted hace con ese bieldo?

—Yo le diré á usted—contestó la mujer sin suspender su tarea.—Acabo de aventar y limpiar esta cebada, y como la tempestad se nos viene encima, quisiera trasladar el grano al portal para que no se moje, y por más que me mato en darle con este condenado bieldo, no lo puedo conseguir.

—(¡Jesús—exclamó Juan para sí,—qué mujer tan digna de un pienso de su cosecha! No diré yo que sea de Baracaldo, pero de seguro es, cuando más arriba, del Borrón ó sus inmediaciones.) ¿Pero, mujer—añadió,—no tiene usted por ahí una pala?

—Sí, señor, aquí hay una—contestó la mujer sacando de la cuadra una pala de madera.

Juan tomó la pala, y en cuatro boleos trasladó con ella la cebada al portal, donde inmediatamente tuvieron que refugiarse él y la mujer, porque empezó á llover á cántaros.

—Algún ángel le trajo á usted por aquí—dijo la mujer,—que si no se me echa á perder el montón de cebada.

—Y lo hubiera usted sentido mucho, porque usted debo ser muy aficionada á ella—añadió Juan sonriendo irónicamente, con la fatuidad del que á todos los cree tontos comparados con él.

—Ya se ve que lo soy—contestó candorosamente la mujer.

—¿De dónde es usted, aunque sea mala pregunta?

—De Irús, para servir á Dios y á usted.

Juan se quedó como pegado á la pared al saber que de mujer tan tonta más le tocaba á su tierra que á la que había abandonado huyendo de gentes necias y en busca de gentes discretas.

Siguiendo su camino, le ocurrió por primera vez desde que huyó de Baracaldo, la idea de comparar la necedad de su mujer y sus suegros con la que había observado en el muchacho de la mula, en el hombre de la gatera y en la mujer de la cebada; pero no con la que el chico que apacentaba bueyes junto al puente de Ibarra había observado en el que oía campanas sin saber dónde. De todos modos, no pudo menos de reconocer que su mujer y sus suegros eran discretos comparados con el muchacho, el hombre y la mujer susodichos.

De esta comparación y este reconocimiento pasó á averiguar si había hecho mal ó bien en huir de Baracaldo hasta sin reivindicar el título de maqueta con que había bajado, echándose á la espalda al partir el morralillo con un par de camisas, con que había entrado en las Encartaciones, y concluyó casi casi por convenir en que había hecho mal; pero al fin se decidió á continuar hacia su pueblo, fundado en que si camino de su tierra no encontraba gentes más discretas que en Baracaldo, en su pueblo, las encontraría.

Es de advertir que Juan había estado muchos años ausente de su pueblo, y por tanto, tenía de él y de sus paisanos la idea optimista que tenemos de lo que conocemos en la infancia, en que la razón, rica de candor y pobre de malicia, todo lo ve de color de rosa.

En un encinar cerca de Gayángos oyó gruñir desesperadamente á un cerdo y jurar y perjurar á un hombre.

—¿Qué demonios será eso?—dijo para sí Juan.—Probablemente le pasará á ese hombre con el cerdo cosa parecida á lo del matachín con el carnero.

Lo del matachín á que aludía Juan merece contarse y mucho más por un cuentista español, é infinitamente más por un cuentista vascongado.

Pasaba un hombre por un pueblo, y oyendo jurar y renegar á un matachín, fué á ver lo que le pasaba á aquel sujeto para sulfurarse así, y le preguntó:

—¿Qué diablos le pasa á usted hombre, para desesperarse de ese modo?

—¡Qué me ha de pasar, señor! La cosa más irritante de este mundo ¡Que este infame carnero no se deja matar!

Juan entró en el encinar y vió que un hombre apaleaba furiosamente á un cerdo que tenía atado con una cuerda.

—Buen hombre—le preguntó,—¿por qué apalea usted así á ese pobre animal?

—Le apaleo por bruto, por estúpido, por bestia, pues está rabiando de hambre, y por más que me mato para que suba á una de estas encinas y se atraque de bellotas, se empeña en que no ha de subir.

Juan se santiguó de la necedad de aquel hombre, y quitándole de la mano la vara con que apaleaba al cerdo, se puso á apalear con ella las ramas bajas de una de las encinas, que soltaron gran cantidad de bellotas, que el cerdo se apresuró á devorar.

Al ver esto, el hombre se santiguó á su vez, exclamando:

—¡Jesús, qué hombre tan ingenioso es usted! ¡Pues no me se había ocurrido á mi una cosa tan sencilla para que el cerdo se atracase de bellotas!

Juan, casi seguro de que aquel hombre era de Baracaldo, ó cuando menos del puente de Arla abajo, le preguntó de dónde era: y cuál no sería su asombro y hasta su dolor cuando supo que aquel hombre era de su mismo pueblo.

Estuvo por volver atrás, teniendo por Evangelios chicos aquellos refranes que dicen: «En todas partes cuecen habas y en mi casa á calderadas», y «¡A dónde irá el buey que no are!» Y hasta estuvo por volver, ya que no á Baracaldo, á algún pueblo de su inmediaciones; pero por último, se decidió á llegar al suyo, ya que estaba cerca, aunque sólo fuese para permanacer en el pocas horas, y continuó su camino.

V

Cerca de Bocos vió Juan que dos hombres disputaban acaloradamente en medio de la carretera.

El uno tenía traza de pobre y rústico labrador, y el otro era un viejecillo medio señor, de esos que andan por las honradas y pobres merindades de Castilla cobrando el ciento por ciento de interés anual á los infelices labradores, á quienes han prestado dinero para comprar grano con que hacer la siembra.

Estos judíos deben ser descendientes de aquellos famosos de Bustillo, que en cambio de haber abierto su bolsa á los reyes y señores de Castilla en la Edad Media, consiguieron que los reyes los agraciaran con las libertades de Vizcaya, y más de una vez tuvieron la audacia de pretender que Vizcaya se las reconociera, como si fueran como las vizcaínas nativas y propias, y no de privilegio concedido por nadie, aunque sólo consiguieron, cuantas voces lo pretendieron, que Vizcaya los echase muy enhoramala.

Juan se apresuró á acercarse á aquellos hombres para impedir que vinieran á las manos y hubiera una desgracia.

—¿Qué es eso, hombres—les preguntó,—que tan acaloradamente disputan ustedes?

—Me alegro mucho de que usted remanezca por aquí—le contestó el labrador,—porque así habrá alguno que nos oiga y dé la razón al que la tenga.

—Por eso mismo me alegro yo de que haya llegado usted, porque de seguro me la dará á mí—añadió el otro hombre, que era un viejecillo con más grasa en el sombrero y el gabán que basura tiene en la conciencia un político de oficio.

—Veamos qué es lo que pasa.

—Lo que pasa—dijo el labrador,—es lo que va usted á oir. Iba yo para mi pueblo, de vuelta de la feria de Basurto, adonde he bajado á vender una muleta para ver si con su importe compro grano para sembrar el otoño que viene, porque la cosecha de este año se me ha perdido casi del todo y no se cómo he de pasar el invierno con mujer y ocho hijos que tengo, y me encontré una bolsa con quince onzas de oro dentro. Lo primero que me ocurrió fué condolerme del disgusto que en aquellos momentos tendría el que la había perdido, é iba pensando en mandar poner edictos en Villarcayo anunciando que me había encontrado la bolsa y dando las señas la entregaría al que la hubiese perdido, cuando ví que el señor venía muy sofocado, preguntando á todos si habían encontrado una bolsa con dinero. Me lo pregunta á mí, le contesto que yo la he encontrado, le pido las señas de ella, y me dice que es una bolsa verde; y sin preguntarle las onzas que tenía dentro, porque yo no las había contado, se la doy, y entonces cuenta, las onzas, ve que tiene quince, y me sale con que debía tener diez y siete, y por lo tanto, que yo me he embolsado dos y se las debo dar.

Y sí que debe usted dármelas, porque me las ha quitado usted, y la prueba de ello es que las tiene usted en el bolsillo del chaleco, porque usted me las ha enseñado.

—Las que yo le he enseñado á usted son las que me ha valido la muleta, y se las he enseñado para, hacerlo ver que yo no tenía más onzas.

—No hay muleta que valga; osas onzas son lasque usted me ha quitado.

—Yo no le he quitado á usted nada ¡Pues, señor, está bueno esto! Le devuelvo su bolsa con todo lo que contenía, porque yo siempre he tenido por un disparate eso que creen las gentes de que lo que uno se encuentra es suyo, y en lugar de darse por satisfecho...

—Y agradecido—lo interrumpió Juan.

—Agradecido no, porque al fin no he hecho más que cumplir con lo que Dios manda; pero en lugar de darse por satisfecho, me insulta tratándome de ladrón, y quiere que le dé la miseria, que me ha valido la muleta. ¡Hombre, si lo que quiere el señor es justicia, digo que no hay justicia en la tierra!

—Déjense ustedes de disputar, y que la haga al que la tenga el alcalde de Bocos, que está un paso de aquí..

—Me conformo—dijo el labrador

—Y yo también—añadió el viejecillo.

—Yo les serviré á ustedes de hombre bueno—agregó Juan.

En efecto, fuéronse los tres á Bocos y se presentaron al alcalde, que después de oirlos preguntó al labrador:

—¿Cuántas onzas había en la bolsa que usted se encontró?

—Quince, señor, pues han resultado esas cuando el señor las ha contado.

—¿Y cuántas tenía la bolsa de usted cuando la perdió?—añadió el alcalde dirigiéndose al viejo.

—Diez y siete justas.

El alcalde meditó un momento con la bolsa en la mano, y al fin dijo con tono decisivo, sin que todos los clamores y protestas del viejo bastaran á modificar su decisión:

—La bolsa que este labrador ha encontrado no es la que este anciano ha perdido, puesto que las señas no convienen, pues la perdida contenía diez y siete onzas de oro, y la encontrada quince. Tome el labrador la bolsa, que restituirá cuando parezca su dueño, y el anciano de gracias á Dios porque no le soplo en el cepo por haber infamado á un hombre de bien, acusándolo injustamente de ladrón.

El labrador y Juan se despidieron del alcalde con mucha cortesía, llevándose el labrador la bolsa, mientras el viejo se alejaba echando por la boca espumarajos de coraje.

A Juan le ocurrió la idea de preguntar al labrador y al viejo de dónde eran; pero en cuanto á preguntar al viejo desistió inmediatamente de ello, pensando que los usureros infames que medran á costa de la infelicidad y la honradez no son de ninguna parte más que del infierno, que los confunda por siempre jamás amén; y en cuanto al labrador, le hizo la pregunta, y quedó gratísimamente sorprendido al saber que era de su pueblo.

No menos grata era la impresión que conservaba del espíritu de justicia y sabiduría del alcalde de Bocos, y quiso saber cómo se llamaba y si era natural del mismo pueblo. ¡Dios sabe si pasó por su imaginación la idea de que pudiera ser del pueblo de su naturaleza como el labrador que había encontrado la bolsa!

—Diga usted—preguntó á una mujer que estaba hilando á la puerta de una casa,—¿cómo se llama el señor alcalde?

—Del nombre no me acuerdo, pero el apellido es Telllitu.

—¡Tellitu!—exclamó Juan sorprendido al oir un apellido clásicamente baracaldés.—¿Y de dónde es el señor alcalde?

—Es vizcaíno, de un pueblo que le llaman Baracaldo.

Nueva sorpresa y nuevo desengaño de Juan, que pensó si sería el alcalde el vecino de Bocos á quien había servido el maqueto paisano y amigo suyo.

Juan se decidió por completo á volver á Baracaldo así que diese una vuelta por su pueblo, donde si nacían gentes tan bestias como el hombre del cerdo, también nacían otras tan honradas como el labrador de la bolsa.

Al pensar si el alcalde de Bocos sería el baracaldés que opinaba que la gente y la tierra eran según se las cultivaba, cayó en la cuenta de que él debía haber cultivado á su mujer y sus suegros en lugar, de huir de ellos.

En compañía del labrador de la bolsa siguió hasta su pueblo, y después de haber fortalecido allí el amor á la familia con los recuerdos de la casa paterna, que bien lo necesitaba, pues le había dejado debilitarse horriblemente sin razón ni justicia, emprendió el regreso adonde le esperaba, llena de desolación, la única familia que tenía.

Andando, andando Cadagua abajo, pasó el puente de Castrejana, y al llegar á Zubileta se encontró con el joven capellán de la fábrica, que volvía de su diaria jornada á Bilbao, para visitar á sus padres y sus hermanos. Al verle, sintió á la par alegría y vergüenza: alegría, porque la bondad y los sanos consejos de aquel digno sacerdote habían de fortalecer su corazón para procurar la redención de su falta; y vergüenza, por la falta misma y por haber desoído los consejos del Sr. D. Francisco.

—Juan—exclamó ésto, lleno de alegría al verle tornar tan humilde como altanero había ido,—en buen hora vuelve usted adonde el amor y el deber le llaman; que la pobre Ramona, que, como sus padres, no ha dejado de llorar desde que usted los abandonó, se disponía á partir mañana para Castilla á rogar á usted, aunque fuese de rodillas y arrastrándose á sus pies, que volviese usted á consolar y alegrar con su presencia la casa que ha convertido en valle de lágrimas.

—Señor D. Francisco—contestó Juan saltándosele las suyas,—no tengo perdón de Dios ni de mi mujer, ni de mis suegros, ni de usted con lo que he hecho.

—Juan, Dios no niega nunca el perdón al que se arrepiente de sus faltas, y mucho menos pueden negarle los que por ser falibles tienen el deber de ser menos severos que Dios. Dígame usted, amigo Juan, de qué medios se ha valido Dios para despertar en usted el arrepentimiento de su falta.

—Haciéndome encontrar gentes mucho más necias que aquellas de quienes huía, donde esperaba encontrarlas mucho más discretas. Sí, mucho más cisco de Abásalo, sobrino y heredero de bienes y virtudes del difunto cura de Montellano, á quien dió celebridad el autor de este libro divulgando en virtud y su prodigioso ingenio, necias, Sr. D. Francisco, porque la necedad de mi mujer y mis suegros no admite comparación con la de una porción de gentes que he encontrado en mi camino. Esto me ha ido haciendo pensar que yo mismo, á pesar de mis pretensiones de discreto, no tengo derecho á acusar de necios á mi mujer y mis suegros.

—Todas las necedades del mundo sean, amigo Juan, como la que le movió á usted á abandonar á Ramona y sus ancianos padres. Ciertamente, exceso había en que se preocuparan con inusitada anticipación en quien había de ser el padrino de una criatura que acaso ni aun había sido concebida; pero era exceso de sencillez, de celo religioso y de precisión maternal.

—¡No olvideré, Sr. D. Francisco, la lección que Dios y usted me han dado!

—No olvido usted, tampoco que en la necedad humana tiene su único apoyo la creencia vulgar de que del terruño en que las gentes nacen y viven procede la necedad ó la discreción, la bondad ó la maldad de las gentes. Los de tal pueblo ó tal provincia ó tal nación, se dice, son esto; los de cual pueblo, cual provincia ó cual nación, son lo otro; corno si el mojón de piedra que divide las jurisdicciones municipales ó provinciales ó internacionales tuviera el poder de determinar la tontería ó la discreción, la maldad ó la bondad de las gentes. La humanidad es en todas partes la misma, y mucho más en las regiones donde esencialmente uno mismo os el suelo, uno mismo el clima, unas mismas las instituciones sociales: la humanidad se compone en todas partes de buenos y malos, de tontos y de discretos. Apresúrese usted, amigo Juan, á volver al hogar donde le esperan ansiosos y desconsolados los que, llenos de confianza en su honradez y su amor, le dieron en él asiento, y no olvide usted nunca que no puede haber sociedad ni familia bendecidos de Dios ni de los hombres sin la indulgencia mutua, que es los veces santa en aquellos que mutuamente pueden decirse: «Eres carne de mi carne y hueso de mi hueso».

Juan besó la mano que bondadosamente lo alargaba el joven sacerdote, y continuó Cadagua abajo.

Media hora después, allá en una casería de la banda opuesta de la colina de Cruces, lloraban de alegría una joven y dos ancianos, viendo entrar por su puerta, tan humilde como si no supiera nada, á un mozo que, sabía leer de corrido, escribir una carta de modo que aunque mal, se entendiese, y oficiar una misa de manera que al oirle no huyesen los perros que hubiese en la iglesia.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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