La Fuerza de Voluntad

Antonio de Trueba


Cuento



I

Una vez conversaba yo con un carranzano más listo que un demontre (pues los hay que ven crecer la yerba), y como la conversación recayese sobre lo que puede la imaginación en nuestros actos, el carranzano me contó lo siguiente, que no eché en saco roto, como no echo nada de lo que me pueda servir para estudiar el modo de sentir, pensar y proceder del pueblo a quien tengo mucha afición, aunque no tanta que me parezca un santo ni mucho menos, porque su señoría (y perdone si le niego el su magestad, pues creo que mienten bellacamente los que le llaman soberano) suele descolgarse con cada animalada que le parte a uno de medio a medio.

II

Era hacia los años de 1836 a 1838 en que la guerra civil entre isabelinos y carlistas hacía de las suyas a más y mejor, tanto que cuando las recordamos los que no tenemos nada de belicosos ni de pícaros, no podemos menos decir a los belicosos, pícaros o inocentes que se entusiasman con ella: ¡Ay, pedazos de bestias!

Los beligerantes ordinarios en la conjunción de los valles de Carranza y Soba, eran: en Carranza un destacamento de aduaneros carlistas mandados por un carranzano conocido por Josepin el de Aldacueva, y en Soba los urbanos o paisanos armados isabelinos de los lugares confinantes con Carranza, mandados por un sobano conocido con el apodo de Geringa.

Josepin era un mocetón corpulento, de buen humor y diestro en la estrategia guerrillera; y Geringa un delgaducho como un alambre, a cuya circunstancia debía el apodo de Geringa, preocupado y caviloso como él solo, tanto que su mujer temía no se le pusiese alguna vez en la cabeza que estaba en peligro de muerte, porque entonces ni todos los veterinarios del mundo le salvaban.

Josepin y Geringa se conocían desde antes que empezara la guerra, y por cierto que merece contarse en capítulo aparte cómo se conocieron.

III

La romería de Nuestra señora del Buen Suceso que se celebra en la parte oriental de Carranza es concurridísima de gentes, así de los valles de las Encartaciones de Vizcaya como de los de la Montaña, a cuyo número pertenece en primer lugar el de Soba.

Entre los concurrentes a la romería estaban Josepin el de Aldacueva y Geringa el de Soba. La gente iba formando un gran corro, en el que se hallaba Geringa admirando a un charlatán que pretendía tener un perrillo tan sabio que si su amo le decía: Chuchumeco, a ver cuál es el único carranzano que puede asesinar aunque sea a Cristo padre sin que la justicia se meta con él, iba a plantarse de manitas en las piernas del médico del valle; y si le añadía: Chuchumeco, dinos quién es el más tonto de todos los que nos están mirando, iba derecho como una bala a un pobre diablo que acababa de casarse por tercera vez después de haber pasado la pena negra con sus dos primeras mujeres.

Viendo Josepin los aspavientos de admiración que hacía Geringa, al presenciar aquellas habilidades, le dijo:

—Qué, ¿te admiras de lo que ese hombre hace con el su perrillo?

—¡Pues no me he de admirar, hombre!

—Los que tenemos fuerza de voluntad hacemos eso y mucho más por debajo de la pata.

—Sí, como no hagas tú.....

—Lo que yo hago es, no hacer que me obedezca un perro, que es el animal más listo, sino hacer que me obedezca un burro, que es el animal más torpe. Los que tenemos fuerza de voluntad, lo conseguimos todo con ella.

—¿Y tú la tienes?

—¿Que si la tengo? Lo vas a ver.

—¿Y cómo?

—Haciendo una cosa más difícil que lo que hace ese hombre con el su perrillo. El perro puede obedecer a una seña imperceptible para el público, que le haga el amo; pero lo que yo voy a hacer no admite trampa; es todo pura fuerza de voluntad. Le voy a decir a ese burro, de modo que lo oiga la romería entera, que se haga el muerto, y verás como al punto me obedece, porque la mi fuerza de voluntad es inresistible.

Geringa, como todos los que escuchaban a Josepin, se echó a reír en son de dada, pero Josepin se dirigió al burro del charlatán, que pacía bajo los robles, tapóle con una mano una oreja, y acercando los labios a la otra, de modo que la voz se recojiera en la oreja del animal, gritó:

—¡¡¡Hazte el muerto!!!

El burro cayó al suelo como herido de un rayo al sonar este tremendo grito, y quedó como muerto.

Toda la gente, y Geringa más que nadie, lanzó otro grito de asombro.

El hombre del perro se enteró de lo que pasaba y empezó a echar ternos viendo a su burro inmóvil, creyendo que Josepin se le había muerto.

—No se asuste Vd., buen hombre, le dijo Josepin, que el burro estará muy pronto con tanto conocimiento como Vd., pues aunque con la mi fuerza de voluntad le hubiera matado yo de veras, con la mi fuerza de voluntad le resucitaría, y si no ahora verán Vds. lo que la mi fuerza de voluntad puede.

Josepin permaneció un momento con la vista fija en el burro, al que al cabo dijo:

—¡Ea, levántate y echa a correr para que se vea que estás vivo!

El burro empezó a moverse, se levantó y echó a correr dando coces y respingos por la arboleda.

Inútil fue que al volver Geringa a Soba no faltase entre las gentes a quienes contaba, lleno aún de asombro, la prodigiosa fuerza de voluntad de Josepin el de Aldacueva, quien le arguyese que tal fuerza de voluntad era una quimera, pues la caída del burro era por efecto del aturdimiento que le había causado el grito dado en su oído. Geringa siguió creyendo a pies juntillas que la fuerza de voluntad de Josepin obraba prodigios.

IV

Como he dicho, Josepin era jefe de los aduaneros carlistas y Geringa uno de los jefes de los urbanos isabelinos.

Josepin tenía como prenda de uniforme una chaquetilla con vivos, boca-mangas y cuello encarnados. Un día estaba en mangas de camisa a la puerta de su alojamiento en Sangrices esperando que la patrona, sentada a la misma puerta, acabase de coserle ciertos desperfectos de la chaquetilla, que empezaba ya a hablar por los codos, pidiendo la enviasen al cuartel de inválidos.

—Estáis hechos unos arlotes, dijo la patrona, y más comparados con los urbanos de Soba, que se han hecho un uniforme muy majo, y particularmente Geringa, que se ha echado una levita que parece la de un general.

—¿Sí? contestó Josepin un poco picado de aquellas palabras. Verá Vd. qué pronto luzco yo la levita de Geringa.

—¡Qué habéis de lucir vosotros, si no tenéis más que boca! replicó la patrona.

—Le digo a Vd., exclamó Josepin con tono cada vez más picado y resuelto, que he de lucir la levita de Geringa mañana mismo.

Al día siguiente, Josepin con sus subordinados se dirigió hacia Soba antes de amanecer y se emboscó en unos matorrales próximos al camino para esperar a los urbanos, que solían salir hasta allí a fin de ahuyentar a los aduaneros carlistas.

Poco después aparecieron unos cuantos urbanos mandados por Geringa, lanzáronse sobre ellos los carlistas e hicieron prisionero a Geringa, que se quedó como alelado cuando vio a Josepin, y que, en efecto, vestía la levita de uniforme últimamente estrenada.

Geringa era preocupado, pero no cobarde. Avergonzado y arrepentido del amilanamiento a que debía el haber caído prisionero, increpó a Josepin diciéndole que era un cobarde lazo el que le había tendido.

—Desengáñate, Geringa, le contestó Josepin con mucha calma, aquí no ha habido lazo ni cosa que lo valga: lo que ha habido es la mi fuerza de voluntad que es inresistible.

Geringa no supo qué contestar a esto, porque creía que, en efecto, la fuerza de voluntad de Josepin tenía gran poder.

Lo primero que hizo Josepin fue mandarle que se quitara la levita mientras él se quitaba la chaqueta, que se proponía relevar definitivamente del servicio en aquel momento.

Obedeció Geringa a regañadiente, y Josepin, lleno de alegría, fue a ponerse la levita. A fuerza de fuerzas lo consiguió; pero le estaba tan estrecha, que quedó con ella como envarado, hasta que la levita pegó un estallido por espalda y hombros, abriéndose como si fuera de papel. Quitósela Josepin, y de rabia, viendo que no podía lucir prenda tan codiciada, la hizo girones y volvió a ponerse la achacosa chaqueta.

Pocos días despues hubo cange de prisioneros, y Geringa fue de los que recobraron la libertad.

—Oye, Geringa, le dijo Josepin, si te vuelves a hacer levita, te encargo que la hagas más ancha, pues te he de volver a coger, y si la tu levita no me sirve, te pego cien palos.

—¡Sí, no te untes! le contestó Geringa riéndose del encargo y la baladronada.

La patrona consabida, que estaba presente y oyó esto, le dijo:

—No lo tomes a broma, Geringa, que en poniéndosele a este Josepin una cosa en la cabeza, se sale con la suya. La víspera del día que te cogió dijo que te cogería y te quitaría la levita, y ya ves cómo lo cumplió.

—Con la mi fuerza de voluntad lo cumplo yo todo, añadió Josepin.

Y Geringa calló, y tomó el camino de Soba muy pensativo.

V

—Pero señor, se decía Geringa, ¿no es una tontería que un hombre como yo crea que otro hombre, sólo con la fuerza de su voluntad, pueda hacer lo que le dé la gana? Pero la verdad es que Josepin lo hace, y eso no me lo ha contado nadie, que lo vi yo en el Suceso por mis propios ojos.

En estas cavilaciones pasó algunos días, y como se decidiese a hacerse nueva levita y no quisiese dar su brazo a torcer al sastre, encargó a éste que se la hiciese bien anchita para poderse poner ropa debajo así que viniese el frío, que en Soba viene temprano y se va tarde, según lo canos que yo veía casi siempre desde mis templadas Encartaciones los montes sobanos.

Apenas Geringa se había puesto media docena de veces la segunda levita, cuando Josepin penetró hacia Cisterna y Lamedal, pueblos de Soba fronterizos; atacó a los urbanos mandados por Geringa, y volvió a hacer a éste prisionero.

Geringa se indignaba de sí mismo, pues a pesar de su valor (que era mucho, como el de sus subordinados) se había quedado también esta vez como acobardado al ver a Josepin, y como espantado, convenía consigo mismo en que la fuerza de voluntad de Josepin tenía gran poder sobre él.

A primera vista conoció Josepin que la segunda levita de Geringa era más holgada que la primera, y se apresuró a ponérsela, con tanto más gusto, cuanto que su chaqueta se reía por todas partes del que la llevaba.

La levita le entró con más facilidad que la otra; pero aun así lo estaba tan apretada, que amenazaba estallar y le molestaba mucho. En vista de esto, Josepin se la quitó muy quemado, se la dio a su segundo, que era bastante más delgado que él, y dijo a Geringa:

—Geringa, has cumplido a medias el mi encargo, y a medias voy yo a cumplir la mi promesa.

Dicho esto, hizo que dieran a Geringa cincuenta palos, en lugar de los cien prometidos.

Poco después hubo nuevo cange de prisioneros, y también fue incluido en él Geringa.

—Geringa, le dijo Josepin, dentro de poco caerás por tercera vez en mis manos, porque la mi fuerza de voluntad te hará caer. Si te haces la tercera levita, háztela de modo que me esté justa, porque si no me lo está, te fusilo sin remisión. Entiéndelo bien, para que luego no alegues ignorancia: la levita ha de estar como hecha para mí.

Geringa le contestó con la risa del conejo:

—Sí, te enviaré el sastre para que te tome las medidas.

—Pues te tendría mucha cuenta, porque ya sabes que yo cumplo lo que ofrezco, y que la mi fuerza de voluntad es inresistible.

Esto era en Sangrices, y la patrona de Josepin, que estaba presente y tenía buena voluntad a Geringa, aconsejó a éste que no tomara a broma las palabras de Josepin, pues éste, por fuerza tenía pacto con el diablo.

VI

Geringa se volvió a Soba más preocupado que nunca, y tratando de hacerse la tercera levita, cosa indispensable, pues era la prenda principal de uniforme de la oficialidad de los urbanos del valle, sus cavilaciones subían de punto.

De cavilación en cavilación, empezó por reconocer que, en efecto, la fuerza de voluntad de Josepin era irresistible, y concluyó por convenir también en que le iba la vida en que la tercera levita le estuviese justa a Josepin.

—Consiento, se dijo, en morir fusilado, antes que pasar por la vergüenza de enviar el sastre a que le tome las medidas; pero quizá haya algún medio de evitar esta vergüenza, sin esponerme a que la levita no le esté justa.

Geringa encontró, en efecto, el medio que buscaba, y que consistió en pedir secretamente a la patrona de Sangrices la medida del cuerpo de Josepin, que la patrona tomó mientras Josepin estaba durmiendo.

Por tercera vez hizo Josepin prisionero a Geringa. La tercera levita que éste vestía le estaba a su dueño como un saco, y a primera vista conoció Josepin que, al fin, aquella vez podría presentarse a la patrona, sin que ésta le calificase de arlote.

Apresuróse a despojar a Geringa de la levita, con tanto más motivo, cuanto que su chaqueta se caía ya a pedazos, y con indecible alegría vio, al ponérsela, que le estaba como pintada.

Entonces, lleno de gozo, abrazó a Geringa, le puso en libertad sin cange ni rescate alguno, y no contento con esto, llevó su generosidad hasta el estremo de regalarle su chaqueta para que no volviese a Soba en mangas de camisa.

VII

Esto es lo que me contó el carranzano para probarme lo que puede la imaginación, esto es lo que los carranzanos cuentan en ferias y romerías para hacer rabiar a los sobanos, y esto es lo que los sobanos no pueden oír con paciencia, por lo cual, cada vez que en tales ocasiones se cuenta, se arma una de palos y bofetadas de cuello vuelto que desde la pela de Aja a la cumbre de Colisa, se oye el ¡ay, que me han roto el bautismo!


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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