I
Juan y Juana se querían mucho y estaban en casarse, como Dios manda así que mejorase Un poco su situación, que era bastante triste, pues Juan tenía un empleillo de mala muerte, con que apenas ganaba ocho reales diarios, y Juana apenas ganaba la mitad, cose que cose todo el santísimo día.
Juan estaba colocado en una casa de comercio como mandadero, pero merecía aunque fuera una plaza de tenedor de libros, pues su letra era buena y entendía de cuentas como el primero, y la hubiera obtenido á no ser por su pícara cortedad de genio; pues estando vacante la de la respetable casa de los Sres. Risueño y Compañía, fué una porción de veces con intención de solicitarla, y al llegar á la puerta se volvió atrás por cortedad; y cuando, al fin, se atrevió á entrar, la plaza estaba ya dada, y los Sres. Risueño y Compañía le dijeron que, si llega á solicitarla un día antes, es para él aquella brevita.
Las muchachas rara vez están conformes con su y novios en que el casamiento se deje para más adelante, aunque sea con motivos tan fundados como la necesidad de sostener y no dar disgustos á una madre anciana, como que yo he oído sin querer algunas de osas conversaciones que las muchachas suelen tener entre sí, y más de una vez he oído decir: «¡Hija, qué rabia me dan los novios que dicen que no se casan mientras su madre viva!» Sin embargo de esto, Juana estaba muy conforme con Juan cuando éste decía:
—Para casarnos tenemos que poner un poco de casa, que, como dice el refrán, el casado casa quiere, y el ponerla, siquiera nos ha de costar un puñado de duros, ¿De dónde sacamos nosotros ese dineral? Es verdad que yo tengo amigos que me prestarían eso y aun mucho más que les pidiese, pero lo que se pide prestado hay que devolverlo, y ¿de dónde sacamos nosotros para cumplir con ese deber, si lo que entre los dos ganamos apenas andará si alcanza no llega para el gasto de la casa? Luego, nadie está libre de una enfermedad en que se gaste un sentido en médico y botica; y después se me ha metido en la cabeza que tú vas á ser una conejita...
Juan se interrumpía viendo que juana se ponía coloradita como una rosa, y alzando la mano, le decía sonriendo:
—¡Si te doy uno...!
Conviniendo en que necesitaba esperar á ver si su situación mejoraba algo, esperaron y esperaron, y cansados de esperar, se decidieron á casarse, porque, lo que decía Juan y confirmaba Juana:
—¡Qué diantre! el que no se aventura no pasa la mar. Malo ha de ser que entre tantos amigos como tengo no consigan proporcionarme una colocación algo mejor que la de ahora. Ahora, como ven que, no teniendo obligaciones, puedo pasar con lo que gano, no ponen pies en pared para proporcionarme otra cosa mejor; pero los pondrán cuando vean que de veras lo necesito, y luego, como dijo el otro, cada chico que nace trae un pan debajo del sobaco. Nada, nada, tomamos casa, la arreglamos con cuatro palitos, nos casamos y salga el sol por Antequera, que acaso su salida sea la de una buena colocación para mí ó la del premio gordo de la lotería para tí, que haces la tontería de ir ahorrando un real cada semana para jugar, al cabo de diez ó doce, un décimo de los baratos.
En efecto, Juan y Juana arreglaron su nido como Dios les dió á entender, se metieron en él con licencia del señor cura, y vivieron allí arrullándose como las palomitas y los palomos, aunque el nido era estrecho y pobre á más no poder.
Lo malo fué que, poco después que se casaron, Juana empezó hoy que me duele esto, mañana que me duele lo otro, otro día que me duele lo de más allá; y que si era embarazo ó dejaba de serlo, el médico menudeaba las visitas y las recetas, y el matrimonio se encontraba como tres en un zapato por la pícara falta de lo que suena, que precisamente cuando más se necesitaba andaba más escaso, porque la pobre Juana no podía dar puntada, y el médico y la botica se llevaban más de la mitad de lo que ganaba Juan.
Ya he citado un caso de lo corto de genio que era Juan, y voy á citar otro para acabar de demostrarlo y para que se vea que Juana no le iba en zaga en esto. No parecía sino que los dos, así como eran parecidos en oí nombre, lo eran en todo aquello en que pueden serlo el hombre y la mujer.
Así que Juana entró en meses mayores se sintió muy bien, y por tanto, no necesitó visitas de médico ni potingues de la botica.
Las vecinas le decían que, para que el parto fuera bueno, debía dar todos los días un paseito, y así empezó á hacerlo, acompañándola Juan siempre que sus ocupaciones se lo permitían. Una tarde, al dar juntos el paseito, vieron á lo lejos al médico, que volvía del suyo, y para no encontrarse con él, tomaron por otro lado, diciendo Juan y conviniendo. Juana en ello: «¡Jesús, qué dirá de nosotros al vemos con tanta cara de salud y sin haberle llama-don tanto tiempo!»
II
Juan y Juana tuvieron un chico como un pino de oro, mejorando lo presente, es decir, mejorando los chicos de las madres que lean este cuento; y como el chico no había traído pan alguno bajo el sobaco, y para atender á las necesidades de la casa no contaban más que con los ocho reales pelados que ganaba Juan, porque no había que pensar en que Juana pudiera ganar un cuarto á la costura ni á nada, pues le llevaba todo el tiempo el cuidado de la casa, estaban los pobres ¿la cuarta pregunta, que yo no sé cuál es, aunque lo sospecho por haber andado mucho á ella.
—¡Esto no es vivir!—decía Juan desesperado.
—Hombre, ten paciencia—le replicaba ¡Juana,—que Dios nos ayudará para ir saliendo adelante.
—La culpa me tengo yo por este pícaro genio, que, á no ser por él, no tendríamos mala brevita en casa de los Sres. Risueño y Compañía, con la plaza de tenedor de libros..¡Por vida de lo que malgasto, que es vida de nada!
—No te desesperes, hombre.
—¡Mujer! ¿no me he de desesperar, si todas nuestras esperanzas de mejorar de suerte se las ha llevado el enemigo malo?
—Es verdad que tus amigos, en quienes tanto confiábamos, no hacen-caso de nosotros, aunque ven lo arrastrados que andamos.
—¡Mis amigos!..Como me ven pobre, me miran con desdén. No sucedería así si me vieran rico, que entonces no me escasearían los festejos y las adulaciones. Si algún día ves que me traen á casa en volandas, ya puedes tirar por la ventana los muebles y los cacharros, que de seguro es señal infalible de que me ha dado la tentación de jugar á la lotería y he jugado, Y me ha salido el premio gordo.
—A propósito de la lotería: ¿sabes, Juan, que siento muchísimo no poder jugar de vez en cuando un decimito de los baratos, como hacía cuando soltera?
—Mujer, déjate de loterías, que yo no tengo fe en ellas desde que leí un cálculo que había hecho no se quién sobre las probalidades que hay de ganar á ella.
—¿Y qué cálculo era oso?
—Le vas á oír. Según la ley de las probabilidades, para obtener la centésima parte de un premio gordo de la lotería no se necesita más que lo siguiente: que haya una lotería cada semana, jugar una peseta á cada lotería y vivir doscientos años. Con estas condiciones, que, como vos, con una friolera, los cincuenta y ocho mil cuatrocientos reales que se hayan gastado en el total de jugadas darán veinte mil reales, suponiendo que, por término medio, sea de dos millones cada premio gordo de la lotería, ¿te parece que el calculito es para animarle á uno á jugar?
—Pues ese cálculo, aunque por regla general sea verdad, por regla particular tiene que ser mentira, y no sé cómo tú, que sabes tanto de cuentas, no has caído en ello.
—Porque sé de cuentas he caído en que es verdad.
—Pues yo te lo probaré que no lo es.
—Dificilillo lo veo. Vamos á ver cómo.
—Del modo más fácil: si ese cálculo fuera cierto, á nadie lo saldría el premio gordo, y todos sabemos que en cada sorteo le sale á uno de los jugadores.
—Eso también es verdad.
—Pues nosotros debíamos jugar de cuando en cuando un decimito de los baratos, á ver si nos sale un premio, siquiera de los medianos, y salimos de pobres.
—Tienes razón, mujer. Aunque nos lo quitemos de la boca, vamos á jugar en la lotería próxima un décimo de diez ó doce reales.
—¡Si nos saliera!...
—Si nos saliera, verías cómo mis señores amigos, que tan poco caso hacen de nosotros ahora, que nos ven pobres, entonces, viéndome rico, me traían en volandas á casa, como si fuera un héroe.
—¡Ay, Dios mío! Si eso sucediera, no sería yo coja ni manca para hacer lo que has dicho; que apenas asomaras por la calle traído en triunfo por tus amigos, iban por la ventana todos estos cachivaches, que da tristeza el verlos, para reemplazarlos con los mejores que hubiera en los almacenos.
Tras esta conversación entre Juan y Juana, Juan compró un décimo de la lotería próxima, que le costó doce realazos, á costa de la supresión, durante toda aquella semana, de la media librita de carne que Juana acostumbraba á echar al puchero, y que tuvo que reemplazar con una cucharada de manteca.
Poca substancia tenía el puchero diario, pero, aun así, á Juan y Juana les sabía á gloria, porque estaba condimentado con el ajilismójilis de la esperanza. Mientras le despachaban, su conversación favorita era hablar de la lotería.
—El jueves es la decía Juan con delectación, y sin necesidad para ser comprendido de Juana, de añadir de qué salida se trataba.
—¿Y cómo sabremos ese mismo día si nos ha salido?
—Muy fácilmente, mujer. A las cinco de la tardo ya reciben en la redacción del Noticiero Bilbaíno el parte telegráfico de los números que han salido premiados con premios gordos; á las cuatro me planto allí por si el parte se adelanta algo, y... poco después alborotas el barrio, tirando trebejos por la ventana.
Pasaron así unos cuantos días, y por último, amaneció el ansiado jueves.
—¡Hoy es la salida!
—¡Sí, hoy es!
Y al exclamar así, Juan y Juana se miraban, radiantes de amor y de esperanza.
A las cuatro de la tarde ya subía Juan las escaleras de la redacción del periódico, para suplicar, sobreponiéndose á su cortedad de genio, que así que recibiesen el telegrama de la lotería se le comunicasen, pues, al efecto, esperaba en el portal y volvería á subir cuando viese llegar al ordenanza de Telégrafos, y poco después ya estaba Juana asomada á la ventana esperando con ansia la vuelta de su marido.
El telegrama llegó al fin; Juan volvió á subir á la redacción, le enseñaron el telegrama, del que resultaba que no le había salido premio alguno, y tan desatontado y ciego de desesperación tornó escaleras abajo, que apenas puso el pie en ellas, le puso en falso, y ¡cataplúm! cayó cuan largo era y bajó rodando hasta el portal..
A sus lastimeros gritos acudieron los vecinos, y entre ellos dos amigos suyos que vivían enfrente» y después de cerciorarse éstos de que no podía ir á su casa por su pie, pues se había hecho mucho daño en el izquierdo, enlazando las manos formaron una especie de silla, y colocándole en ella, se encaminaron con él á casa del pobre Juan.
Verle Juana asomar, conducido en volandas por sus amigos, y dar un grito de alegría, y empezar á tirar por la ventana sillas, mesas, pucheros, cazuelas, cuanto tenía en casa, todo fué uno. La alegría la cegaba de tal modo, que ni siquiera la permitía reparar en que Juan iba tan descolorido y descompuesto, que más parecía un muerto que un triunfador.
Juan comprendió la causa de lo que á los vecinos hacía exclamar: «¡La pobre Juana se ha vuelto loca furiosa!»; y haciendo un supremo esfuerzo para vencer la rebeldía de sus pulmones, gritó á su mujer:
—Juana, por Dios, no tires nada de nuestra pobreza, que lo que me ha salido no es la lotería...
—¿Pues qué es?
—¡¡El tobillo del pie izquierdo!!...
Al oir esto, Juana lanzó un grito de sorpresa y desesperación.
Los Sres. Risueño y Compañía, que figuraban entre la mucha gente que presenciaba esta triste escena, no pudieron contener una carcajada al oir esta salida; pero comprendiendo inmediatamente su imprudencia, pues la cosa más era para llorar que para reir, acompañaron al pobre Juan á su habitación y llenaron de consuelo y agradecimiento á él y á Juana, diciéndoles que desde aquel momento quedaba nombrado Juan su tenedor de libros con diez mil reales al año pagados á tocateja, porque habían despedido aquel mismo día á su antecesor en atención á que tenía el feo vicio de jugar á la lotería todo su sueldo, con lo que andaban él como un Adán, y su mujer como una Eva.
¡Figúrense ustedes si con cerca de veintiocho reales diarios, en lugar de los ocho pelados, reemplazarían ventajosamente Juan y Juana el ajilismójilis de la esperanza!
Este cuento popular enseña lo menos dos cosas: primera, que los que no tengan con qué casarse deben permanecer solteros; y segunda, que la mejor lotería es no jugar á ninguna.