La Novia de Piedra

Antonio de Trueba


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Entre loa puertecitos de Ondárroa y Motrico, que distan uno de otro una legua, hay una hermosísima playa que lleva el nombre de Saturrarán, y sirve de divisoria á las dos provincias hermanas de Vizcaya y Guipúzcoa, á la primera de las cuales pertenece la villa de Ondárroa, así como á la segunda la de Motrico.

Es punto menos que imposible ir de Motrico á Saturrarán por la orilla del mar, porque ocupa este espacio la alta montaña de Mijoa, asperísima y cortada casi perpendicularmente por el lado del furioso golfo cantábrico, si bien por el lado opuesto tiene suaves declives cubiertos de viñedos y manzanares, y sembrados de caserías que se descubren aquí y allí entre bosquecillos de castaños y manzanos. Pero si el viajero que toma la hermosa carretera de Motrico á Ondárroa siente vivo disgusto al ver que, en vez de caminar por la orilla del mar, se aleja de éste y lo pierde de vista tras de los altos viñedos de Mijoa, pronto su disgusto se convierte en alegría, porque el vallecito que lleva el mismo nombre que la montaña es un paraíso que jamás olvida el que le ha recorrido, á no ser que pertenezca al número de esos desventurados para quienes los montes no tienen más que cuestas, las rosas no tienen más que espinas, y los campesinos no tienen más que ignorancia.

El valle de Mijoa empieza, pues, casi á las puertas de Motrico y termina en la playa de Saturrarán. Por su fondo corren paralelamente la carretera y un riachuelo que muere en el valle donde nace, dichosa suerte que tendréis muy pocos de vosotros ¡oh pobres hijos de nuestras montañas! que las abandonasteis creyendo encontrar la felicidad en esa lejana América, donde suspiráis por tornar á ellas.

La carretera, á quien cortés y galantemente ha cedido la derecha el río, camina recta, grave, uniforme, sin permitirse el menor rodeo, como corresponde á su categoría oficial, y el riachuelo en unas partes aligera el paso, como para salir cuanto antes de cuestas; en otras le acorta, para dar tiempo á los peces á que se bañen y solacen en él; aquí da un rodeíto para no estropearían boronal; más allá se detiene un poco para echar un buen chorro de agua á un molino que se la pide con macha necesidad; y por último, siente tal satisfacción prodigando el bien en su jornada, que al llegar al término de ella, lejos de haber enflaquecido, ha engruesado de tal modo, que apenas le conocería la madre que le parió, que es una fuente del puerto de Arribileta.

Multitud de caserías pueblan así el fondo como las laderas del valle en toda la extensión de éste, y en el centro de aquella pacífica, hermosa y honrada república, está la aldeita de Illumbe, que pudiéramos llamar su capital, con su iglesita de San Juan en medio y sus casas, pobres sí, pero blancas y aseadas, y su campo poblado de nogales, y sus huertos orlados de parrales y cerezos y sus bandadas de gallinas y palomas, y sus moradores, que trabajan y cantan y ríen, más felices que vosotros los que abandonasteis nuestras montañas creyendo hallar la felicidad lejos de ellas.

El valle de Mijoa está, en mi concepto, destinado á una gran celebridad. La playa de Saturrarán, en que desemboca, os una de las dos ó tres mejores que hay en toda la costa cantábrica para tomar baños marinos. Como estos baños, lejos de ser una moda pasajera, cada vez serán más universal mente reconocidos casi como una de las primeras necesidades de la vida, la hermosa playa de Saturrarán atraerá gran número de forasteros durante el verano, y el delicioso valle de Mijoa se llenará de casas de recreo y edificios donde puedan hospedarse los bañistas, con cuyo nombre designo lo mismo á los que acuden á orilla del mar para tomar baños, que á los que acuden para respirar las saludables brisas marinas y deleitar su ánimo contemplando á su frente el azul y dilatado horizonte marítimo, y á su espalda nuestras verdes y pacíficas montañas.

II

El verano pasado vagaba yo un día calurosísimo por el valle de Mijoa, y llegando á la playa de Saturrarán, me tumbé sobre una peña, á la que daba sombra otra peña mucho más alta, y á cuyo pie venían á morir mansamente las olas después de cubrir con una blanca capa de espuma el dorado y suave arenal.

El significado de los nombres de montes, aldeas y caserías aisladas es cosa muy curiosa en las provincias vascas, porque estos nombres rara vez son un sonido que sólo tiene una significación convencional; casi siempre expresan las circunstancias naturales ó accidentales del sitio. Durante mi larga ausencia del país nativo, recordé muchas veces el nombre de una explanada conocida con el nombre de Mendiola, que equivale á Ferrería del monte, sin poder adivinar por qué se llamaría así aquel sitio, pues no había en él escorial alguno que indicase haber existido allí ferrería; pero al volver á Vizcaya, hace pocos años, pasó por aquellas alturas, siguiendo un camino vecinal que se había abierto en mi ausencia, y me encontré con un gran escorial que se había descubierto en el llano de Mendiola al abrir el camino. Allí, pues, había existido una ferrería en los tiempos en que no se empleaban los motores hidráulicos para la fundición y laboreo de la vena de hierro.

Entreteníame yo en la inocente ocupación de averiguar el significado del nombre de la playa de Saturrarán, y como soy poco fuerte en la difícil lengua vascongada, el resultado de mis cavilaciones no me satisfacía. Entonces llamé en mi auxilio á una bañera, á quien hacía rato estaba oyendo hablar el vascuence con mucha perfección.

—¿Sabe usted—le pregunté—qué quiero decir Saturrarán?

—Bien claro está, señor: quiere decir Saturnino Arana.

Debo decir que aquí es muy común suprimir la terminación de los nombres de bautismo, de modo que, por ejemplo, á Saturnino se le llama Sátur, á María, Mári, á Prudencio, Prúden, y á Magdalena, Magdálen. La a pospuesta á los nombres es el artículo singular, pues el plural es ac. Así, resulta que la palabra arana equivale á el valle (y también á la ciruela)? y aran, ó sea la misma palabra sin la terminación a, corresponde á valle. Así como en castellano se antepone el artículo, en vascuence se pospone.

Ya me había ocurrido á mí que algún Saturnino Arana ó Sátur Arán podía haber dado su nombre á la playa, pero me había preguntado: «Dado caso que así sea, ¿quién era ese Saturnino?»

Esta misma pregunta hice á la bañera.

—¿Quién había de ser?—me contestó.—El novio de Marichu-ederra.

—¿Y quién era esa Marichu?

—La novia de piedra.

—¡Dale bola!—exclamé, impacientándome con la confusión en que me metía la bañera.

Hasta el nombre de Mariquita la hermosa, pues ésta, es la traducción de Marichu-ederra, aumentaba mi curiosidad, haciéndome suponer que era el de alguna heroína de novela.

—¡Qué! ¿No sabe usted la historia de la novia de piedra?—me preguntó la bañera, mostrando estrañeza de mi ignorancia.

—No señora, y estimaría á usted muchísimo que me lo contase en pocas palabras.

—Pues en pocas y claras palabras se la voy á contar á usted, que yo soy marquinesa, aunque casé hace veinte años en Illumbe, y ya sabrá usted que el mejor vascuence de las tres provincias es el de tierra de Marquina.

—Sí, y de ahí eran los Mogueles, que escribieron libros vascongados muy doctos y hermosos. Pero vamos á la historia de la novia de piedra.

—Vamos allá. ¿Ye usted aquella casería que blanquea allá arriba entre un castañar y un manzanar?

—Sí; y por cierto que es hermoso aquel sitio.

—Aquel sitio se llama Iturrimendi. La echeco-andría de Iturrimendi era una viuda muy buena y muy rica, tan rica, que sus manzanares daban el año peor veinte barricas de sagardúa, y sus viñas otras tantas de chacolí, y sus ovejas pasaban de ciento, y sus vacas de una docena, y su cosecha de trigo y borona no bajaba de ochenta fanegas. Su colmenar producía diez cántaras de miel y cuatro arrobas de cera, y sus castañares cien fanegas de castañas, y sus frutales la mejor fruta que se comía en el valle y se vendía en Ondárroa y Motrico, adonde la llevaban Sátur en un caballito y Marichu en la cabeza.

—¿Quiénes eran Sátur y Marichu?

—Sátur, el mutillá más gallardo y trabajador del valle de Mijoa, y Marichu, la nescachá más hermosa y alegre que había desde Bermeo á Gustaría. Cuando el día de fiesta bajaba Sátur á Illumbe por la mañana á misa y por la tarde á bailar en la arboleda, se llevaba tras sí el corazón de las muchachas, que envidiaban á Marichu-ederra, con quien Sátur iba á casar.

—¡Pues qué! ¿Sátur y Marichu no eran hermanos?

—No, señor. Sátur, que tenía casi la misma edad que Marichu, quedó huérfano de padre y madre cuando apenas comenzaba á andar; porque el padre, que era de la cofradía de pescadores de Motrico, pereció con otros en una lancha en esta misma playa, y la madre se murió de pena al volver de estas rocas, desde donde había visto á su marido ahogarse, sin poderle socorrer. Juana la echeco-andría de Iturrimendi, le recogió y le crió con tanto amor como criaba á su hija Marichu, porque los padres de Sátur eran inquilinos de la echeco-andría, y por acá en Guipúzcoa» como sucede en Vizcaya, los amos son, después de Dios, los protectores de los inquilinos. Juana quería á Sátur como si fuese su propio hijo, y su mayor orgullo era ver á Sátur y Marichu bajar á las fiestas de Illumbe, vestidos, aunque al uso aldeano, con más riqueza que los caballeros y las señoras de Motrico. Sátur ora tan valiente y bueno como trabajador y gallardo. Si había un incendio en la aldea, el primero que se metía por medio de las llamas era él, y si había un naufragio en la costa, él era también el primero que se arrojaba al agua. Y á pesar de ser tan valiente, era un manso cordero delante de la que le había servido de madre, delante de los ancianos, delante de los niños, delante de los sacerdotes, delante de la justicia, delante de todos los dignos de respeto por su debilidad ó autoridad.

Al oir á la bañera hacer este retrato de Sátur, no pude menos de recordar el que pocos días antes había trazado yo en mi cartera después de estudiar un poco el tipo del mancebo vizcaíno, recorriendo las aldeas de Tierratemprana. He aquí las líneas que yo había escrito en mi cartera:

«Ancho pantalón de pana azul sujeto con ceñidor de estambre morado; chaleco de terciopelo listado; sobre el hombro, elástico de estambre de color de violeta; camisa de hilo muy blanca con cuello ancho echado atrás á modo de esclavina; botones de plata sobredorada en el cuello de la camisa; boina encarnada con ancha borla de seda caída á la espalda; de cinco á seis pies de estatura; rostro varonil y sonrosado; nariz un poco aguileña; musculatura de atleta; corazón de hierro para afrontar la adversidad propia, y de cora para compadecer la adversidad ajena; frente altiva ante los soberbios y fuertes, y frente humilde ante Dios y la autoridad y los ancianos. Tal es el mancebo de Tierratemprana.»

Y tal me figuraba yo, y aún me figuro, al mancebo que dió nombre á la playa de Saturrarán.

III

Si la bañera despertó mi curiosidad haciéndome el retrato de Sátur, no la despertó menos haciéndome el de Marichu.

—En cuanto á Marichu—continuó,—no sé si decirle á usted que hicieron bien, ó decirle que hicieron mal, los que le pusieron Marichu-ederra.

—¿Pues no ha dicho usted que era la muchacha más hermosa que había desde Bermeo á Guetaria?

—En cuanto á hermosura de cuerpo, he dicho bien; pero en cuanto á hermosura de alma, que es la mejor de las hermosuras, no sé si he dicho mal.

Verdaderamente mala no era el alma de Marichu, pero la cabeza ora muy picara. Dios ponga en nuestro camino personas como Sátur, que cantaba y reía y hablaba poco, pero pensaba y sentía mucho, y no personas como Marichu, que se pasaba la vida cantando y riendo y charlando, y para que sintiera un alfilerazo era menester que el alfiler le entrara todito entero. Yo creo que en este mundo unos tenemos el corazón en el pecho y otros en la espalda, porque á unos se les llega á él con un alfiler, y á otros con un estoque de vara y media.

Tenían Sátur y Marichu diez y seis años; pero al paso que Sátur era ya un hombre hecho y derecho, Marichu era todavía una niña. No hablo del cuerpo, que hablo del alma. Los dos estaban ya crecidos y hermosos como mozos casaderos; pero así como Sátur tenía ya la formalidad del hombre cargado de obligaciones, Marichu era una cascabelera que cuando iba al mercado de Motrico compraba cintas y perendengues para adornar las moñas (muñecas) que años atrás le había comprado su madre.

Para Marichu no había mejor diversión que la de burlarse de todo y de todos y hacer rabiar hasta á los niños de teta; pero no por eso tenía mal corazón, como se lo probaré á usted con un caso que le voy á contar.

Hacía algunos años había muerto en América su padrino, dejándole una manda de quinientos ducados para que se pusiese maja cuando se casase, que así parece decía el testamento del padrino, que debía ser tan alegre de cascos como la ahijada. No faltó quien dijese á Marichu el extravagante destino que el difunto había señalado á la manda, y no fué por cierto su madre, que era una señora muy prudente. Desde entonces Marichu rabiaba por casarse, no porque aborreciese la vida de soltera ni estuviese muy enterada de lo que es casarse una muchacha, sino para gastar los quinientos ducados en ponerse maja.

Había en el valle una muchacha muy buena y muy pobre, que había quedado huérfana y sin arrimo hacía un año, y todo el valle se llenó de alegría al saber que Juan, el hijo único de los caseros más ricos de Mijoa, se iba á casar con Agustina, que así se llamaba aquella muchacha, á quien Dios había dado tantas imperfecciones de cuerpo como perfecciones de alma, pues era un poco coja, un poco bizca y un poco jorobada.

Una tarde, al salir Marichu de Motrico, á donde había ido á render una cestita de fruta, alcanzó á Juan, que volvía también de la villa, á donde había ido á vender un carro de leña. Juan le dijo que subiera al carro; subió, y juntos continuaron el camino, cantando y riendo y charlando.

—Juan—dijo Marichu,—¿es verdad que te casas con Agustina?

—Sí, verdad es.

—Te doy la enhorabuena, porque la novia es guapa.

—No es guapa, pero os buena, que vale mucho más—replicó Juan, un poco ofendido por la burlona carcajada que Marichu soltó al decir que la novia era guapa.

Dejaron esta conversación, y Juan se bajó del carro para aguijonear la pareja de bueyes.

Marichu cantó entonces este cantar, que sin duda compuso conformo lo cantaba, porque aquélla era un diablillo que tenía travesura para todo:


Si te casas con coja
bonita ó fea.
verás que á cada paso
se te ladea.


Juan puso un gesto de condenado al oir este cantar y al ver la maliciosa sonrisa con que Marichu le acompañó; pero no pronunció una palabra en defensa de la pobre Agustina, á quien el cantar hería sin compasión.

Continuaban los dos su camino, unas veces riendo y charlando, y otras cantando, cuando Marichu entonó con mucho retintín esta otra copla:


¡Ay, que he puesto los ojos
en una bizca.
que uno pone en Vizcaya
y otro en Castilla!


Al oir Juan este maligno cantar, bajó la cabeza sin hablar palabra, y mientras Marichu seguía cantando y riendo, Juan siguió aguijoneando los bueyes, cada vez más serio y pensativo.

Llegaban ya á Illumbe, donde Marichu debía separarse de Juan para tomar la estrada de Iturrimendi, y Marichu cantó allí con toda la malicia y el retintín de costumbre:


Muchas en la cabeza
llevan la carga.
y mi novia la lleva
siempre en la espalda.


—Adiós, Juan, y muchas gracias—dijo Marichu ni concluir esta copla, saltando del carro.

Pero Juan, en lugar de contestarle, volvió la espalda, dio un terrible pinchazo á la pareja, y desapareció entre las casas de Illumbe.

Al día siguiente se cantaban, en todo el valle los tres cantaros nuevos que la tarde anterior habían oído á Marichu-ederra las muchachas que trabajaban en las heredades próximas al camino, y se cantaban sin ocurrírsele casi á nadie que tuviesen por objeto hacer burla de Agustina, porque á nadie le ocurría que hubiese persona capaz de burlarse de aquella pobre muchacha.

Al día siguiente corrió por todo el valle la noticia de que Juan no quería ya casarse con Agustina, y Agustina, llorando sin consuelo, subió á la casería de Iturrimendi á reconvenir á Marichu por la sinrazón con que la había malquistado con su novio, y Marichu se arrepintió de tal modo de su ligereza, que viendo que Juan insistía en no casarse con Agustina, llamó á su casa á la pobre huérfana, y le dijo delante de su madre:

—Agustina, reconozco mi falta, y quiero hacer cuanto pueda por enmendarla. Yo te doy los quinientos ducados de dote que me dejó el padrino para ponerme maja y ya verás cómo con ellos no falta quien te quiera.

Y en efecto, con los quinientos ducados de dote que le dio Marichu, Agustina encontró un muchacho pobre, pero honrado, con quien se casó y con quien fué muy dichosa.»

—Según eso—dije á la bañera,—aquí el dote es el alma de los casamientos.

—Aquí como en toda esta tierra—me contestó,—el alma de los casamientos es el buen carácter, la honradez y la laboriosidad; pero no se mira con indiferencia el dote, y se hace bien en no mirarle. Como dice el refrán, donde no hay harina todo os mohína, y el que se casa debe procurar, antes de casarse, que haya harina en su casa para que haya también paz. Si el muchacho que se casó con Agustina se hubiera casado con una muchacha tan pobre como él, al día siguiente de casarse no hubiera tenido que comer, y muy pronto hubiera andado en casa la marimorena, porque con una buena cara y un buen querer no se pone el puchero, ni se viste y educa á los hijos. Casándose con una muchacha que le trajo quinientos ducados, arregló de muebles y ropa su casa, se proveyó de herramientas para la labranza y compró una pareja de bueyes y Un carro, con lo cual todo marchó á las mil maravillas, y marido y mujer ó hijos fueron felices. Dígame usted: ¿cuál vale más, esto ó enamorarse dos jóvenes sólo por la buena cara, casarse, y después de un par de meses de mucho te quiero, tirar cada uno por su lado, entramparse y tenerlo todo patas arriba?

—Tiene usted razón; pero también es muy triste que el muchacho ó la muchacha pobre, sólo por tener la desgracia de serlo, haya de renunciar á casarse.

—Sólo por ser pobres, raros son los que quedan sin casarse, que sólo quedan los que son viciosos ú holgazanes. Los que son honrados y trabajadores encuentran quien los quiera aunque sean pobres; y sino mire usted cómo Agustina, á posar de ser pobre, se hubiera casado con Juan, que era rico, á no deshacer la boda la loquilla de Marichu-ederra. Vea usted cómo se arreglan por aquí los casamientos de la gente casera. Usted os casero, es decir, tiene casa y hacienda propias, y tiene cuatro hijos. A su fallecimiento, calcula usted que los bienes valen mil ducados y los deja al hijo que cree usted más digno de heredar y conservar la honra y los bienes de la familia, imponiéndole la obligación de dar doscientos ducados á cada uno de los hermanos cuando se casen. El heredero, si no tuviera hermanos á quien dotar, como le sucedía á Juan, se casaría con una muchacha que no le llevase dote alguno; pero como los tiene, busca una muchacha que tenga dote, y con ayuda de lo que su mujer le lleva va cubriendo las sagradas obligaciones que lo dejó su padre. ¿Qué sería mejor, que quien tiene estas obligaciones busque una mujer que pueda ayudarle á cubrirlas, ó que se case con una mujer que no le lleve un cuarto y se vea precisado á vender y desbaratar la casa y la hacienda de sus antepasados?

—Estoy en un todo conforme con usted; el sistema que en nuestra tierra se sigue en punto á casamientos, armoniza admirablemente con las buenas costumbres y el amor á la casa paterna que caracteriza á la sociedad vascongada, y prueba de ello es la paz y el amor que por regla general reinan aquí en los matrimonios. Pero vamos á la historia de la novia de piedra, porque va á ser el cuento de nunca acabar, si no omitimos digresiones.

—Señor, no sea usted tan vivo de genio, que todo se andará. ¿No ha oído usted contar el cuento de aquel soldado, que llevaba en la mochila un par de guijarros y se los mandaba guisar á las patronas para comerse la ración de pan de munición mojada en la salsa de los guijarros? Los cuentos que andan rodando por los campos son guijarros que de nada sirven si no se los adereza con una buena salsilla.

IV

Convencido de que la bañera no dejaba detener razón en cuanto á la conveniencia de no servirá secas los cuentos que andan rodando por los campos, me propuso oir, callar y esperar, aunque la narradora se me fuese por los cerros de Arribileta.

La narradora continuó:

«Juana, que no tenía pelo de tonta, y deseaba sobre todas las cosas de este mundo que Marichu y Sátur fuesen dichosos, había pensado que, para serlo los tres, se necesitaba que los muchachos se quisiesen algo más que como hermanos y se casasen; pero como todavía eran muy jóvenes y Marichu tenía tan poca formalidad, se contentaba con dejar correr el tiempo y observar con qué ojos se miraban Marichu y Sátur.

Una tarde estaban Sátur y Marichu en compañía de una porción de jornaleras y jornaleros sallando borona en aquella pieza grande que ye usted más abajo de la casería de Iturrimendi, y entre las jornaleras se hallaba una mujer á quien con razón llamaban la casamentera, porque era muy aficionada á concertar casamientos, y tenía más orgullo en decir «yo arreglé el casamiento de éstos y los otros y los de más allá», que le puede tener un general en decir «yo conquisté tal ó cual plaza». En cuanto notaba la casamentera qué dos jóvenes se miraban con buenos ojos, se metía por medio y arreglaba el casamiento, sirviendo de hábil intermediaria entre las dos familias. Así era que rara vez se celebraba una boda desde Deba á Ondárroa y desde Motrico á Marquina y Eíbar, sin que la casamentera de Illumbe figurase en ella á tí talo de tal casamentera.

Poco antes de ponerse el sol, la echeco-andría de Iturrimendi salió de casa, seguida de Eistaria, que era un perro de tan buena nariz para oler las tajadas como para oler las liebres, y llevando en la cabeza una gran cesta. En la campita de la cabecera de la heredad descargó la costa, tendió un blanco mantel sobre la hierba, y cubrió el mantel con una tremenda fuente de magras y huevos, dos panes, que dividió en rebanadas, y un jarro blanco que contendría cerca de media cántara de sagardúa.

Eistaria, que se volvía loco con el olor de las magras, empezó á ladrar como diciendo á los salladores: «¿Dónde tienen ustedes las narices que no han olido esto?»

—Ea, vamos á merendar—dijo Marichu soltando la azada y echando á correr alegremente, seguida de sus compañeras y compañeros hacia la cabecera de la pieza.

Había en Deba un fondista ciego que por la animación de los huéspedes que comían en mesa redonda adivinaba á punto fijo á qué altura iba la comida. La regla, que no falló nunca al ciego de Deba, tampoco falló en la campa de Iturrimendi, pues la merienda de los salladores, que, como todas las comidas y meriendas, empezó silenciosa, se fué animando poquito á poco y concluyó poco menos que en locura. Sin embargo, uno de los salladores concluyó de merendar como todos habían empezado, casi sin hablar una palabra. Y este uno fué Sátur, á quien, por lo visto, debió hacer poca gracia una broma con que en mitad de merienda salió la casamentera.

Tomó Marichu un vaso de sagardúa, lo tiró un sorbo y volvió á dejarle sobre el mantel.

—Voy á saber tus secretos—dijo Martín, que era un guapo mozo, primo de Marichu, y no menos locuaz que su prima.

Y diciendo esto, probó del vaso, que volvió á colocar en el suelo.

—Pues yo voy á saber los secretos de los dos—dijo la casamentera apurando la sagardúa que quedaba en el vaso.

—Vamos, ¿qué secretos son los nuestros?—preguntó Marichu riendo.

—Que os queréis un poquito más que como primos—contestó la casamentera.

—¡Ay qué engañosa!—exclamó Marichu sin dejar de reír.—¿No es verdad, Martín, que es engaño?

—Es medio engaño solamente—contestó Martín.

—Pues yo creo que ni medio engaño es—dijo Sátur esforzándose por reír.

Y en seguida empezó á ponerse serio y caviloso.

—Sátur, que quería de todo corazón á Marichu, era de aquellos que no gustan de tener siempre el te quiero en los labios, porque se contentan con tenerle siempre en el corazón, y no debía haber hecho caso de una broma tan tonta; pero llovía sobre mojado, porque hacía tiempo que Martín decía á su prima que la quería, y su prima, sólo por el gustó de hacer rabiar á Sátur, bailaba con él y oía con gusto sus requiebros.

Al anochecer, cuando los jornaleros se preparaban á dejar el trabajo, Sátur se separó de ellos para recoger el ganado, que pastaba en los castañares de Iturrimendi.

Cuando tocó á la oración la campanita de Illumbe, los salladores suspendieron su trabajo, la echeco-andría dirigió las Ave Marías, que todos rezaron, y en seguida se dieron las buenas noches y se dispersaron, tomando cada cual el camino de su casería con la azada al hombro, el canto en los labios y la alegría en el corazón; pero Marichu y su primo Martín se quedaron en la linde de la pieza charlando y riendo y retozando como unos locos, de modo que Sátur los oyó desde las arboledas, donde bregaba aún con el ganado.

La echeco-andría los oyó también, y asomándose á la ventana, gritó á su hija:

—¡Marichu! ¡Si voy allá con una vara ya te he de dar yo la conversación! Más valiera que fueras á ayudar á Sátur abajar el ganado.

Sátur, así que recogió el ganado y terminó todos sus quehaceres, dió las buenas noches á su madre y su hermana, que así llamaba á Juana y á Marichu, y se dirigió á su cuarto á acostarse.

—¡Qué! ¿No te esperas á cenar, hijo?—le preguntó Juana.

—No tengo gana, madre—contestó Sátur retirándose.

La echeco-andría rezó el rosario y cenó con su hija, y en seguida se retiró con Marichu á un cuarto muy retirado del de Sátur.

—Hija—le dijo á Marichu,—ya es hora de que tu madre te hable con claridad de lo que más interesa á las mujeres en este mundo, de tu casamiento.

Marichu bajó los ojos y se puso colorada, que no porqué fuese alegro de cascos y loquilla dejaba de ser honesta.

—Tu madre—continuó Juana—necesita sabor lo que piensas acerca de tan importante asunto para obrar como más nos convenga á todos. ¿Quieres á tu primo Martín.

—¡No le he de querer si es mi primo!

—No te pregunto si le quieres como primo, te pregunto si lo quieres como novio.

—Como novio, no sonora.

—¿Quieres como novio á algún otro?

Marichu se puso aún más colorada que antes y guardó silencio.

—Vamos, eso es decir que sí—añadió Juana muy contenta,—¿Y á quién quieres, hija?

—Demasiado lo adivinará usted.

—¿Es á Sátur?

—Sí señora.

—Muy bien hecho, hija mía, porque Sátur es guapo y trabajador y juicioso, y te querrá como hermano y como marido. Pero dime: si le quieres, ¿por qué gastas bromas con otros, y particularmente con Martín?

—Por hacerle rabiar.

—Hija, eso es muy mal hecho—dijo Juana poniéndose muy seria.—Para tí os cosa muy inocente y de poca importancia el gastar conversación y reir con tu primo ó cualquier otro muchacho; pero jara Sátur, que es tan serio y formal, es cosa muy grave. Aunque te parezca una tontería el que se disgusto por una niñada tuya, debes cuidar de no disgustarle con niñadas. Ea, no olvides este consejo y anda á acostarte.

A la mañana siguiente, la echeco-andría tuvo otra conferencia á solas con Sátur.

—Hijo, ¿por qué te incomodaste anoche?—le preguntó.

—Madre... no lo sé—contestó Sátur balbuciente y saltándosele las lágrimas.

—Sí lo sabes, hijo—le replicó cariñosamente Juana.—Yo soy tu madre y tengo derecho á exigirte la verdad.

—Pues bien, madre, la diré: me incomodé por que Marichu gastó bromas con Martín.

—Pero, hijo, ¿qué te importan las bromas de tu hermana?

—Madre, me importan mucho, y ya adivinará usted por qué

—¿Por qué; hijo?

—Porque la quiero más que como hermana—contestó Sátur haciendo un gran esfuerzo para decir á su madre adoptiva lo que hacía mucho tiempo deseaba decirle.

—Bien, hijo mío. Pues has de saber que Marichu te quiere del mismo modo.

—¡Madre!—exclamó Sátur, loco de alegría.—¡No me engañe usted, por Dios!

—Ahora verás como no te engaño—dijo Juana.

Y llamando á Marichu, que llegaba en aquel instante de la fuente, los dos muchachos se confesaron delante de su madre que se querían, y convinieron en unirse con el único lazo que sólo rompa la muerte.

V

Desde Ondárroa á Motrico nadie ignoraba que estaban próximas á leerse las amonestaciones de Marichu y Sátur. Sin embargo, en Marichu muy poco se conocía, porque todos los domingos por la tarde bailaba y reía, y jugaba Marichu en el campo de Illumbe con su primo Martín, sin hacer mucho caso de Sátur, que casi todas las tardes dejaba el carneo á lo mejor de la fiesta, y subía cabizbajo y triste hacía los castañares de Iturrimendi.

Sátur se iba desmejorando mucho, y Juana, que conocía la causa de su mal, echaba cada día un sermón á Marichu; pero Marichu no podía renunciar al placer que hallaba en hacer rabiar á Sátur.

Un domingo por la tarde sucedió lo que sucedía todos los domingos: que Sátur, antes de ponerse el sol, dejó el baile de Illumbe, adonde había bajado con Marichu, y tomó las cuestas de Iturrimendi más triste y desesperado que nunca. La echeco-andría le vió subir y salió á su encuentro antes que torciera camino y se dirigiera al castañar, adonde iba siempre para desahogar su dolor donde no le viera nadie.

—Hijo, ¿qué tienes?—le preguntó Juana, sumamente afligida al verle pálido como un muerto y con los ojos llenos de lágrimas.

—Madre—lo contestó Sátur—lo que tongo es deseos de morirme.

—Hijo, no digas disparates—replicó Juana.—¿Por qué has ele tener tales deseos?

—Porque Marichu no me quiere.

—No seas loco, hijo.

—No soy loco, madre; lo que soy es desgraciado

Juan á trató de consolarlo y convencerlo de que los desvíos que lloraba no eran falta de cariño, sino falta de reflexión de Marichu; pero ni uno ni otro pudo conseguir, y entonces Juana, irritada hasta más no poder por la conducta de Marichu, exclamó:

—Permita Dios que mi hija encuentre un novio de piedra, ya que de piedra es ella.

Cuando poco después llegó Marichu, hubo la de Dios es Cristo entre ella y su madre. Marichu reconoció de veras su falta, y llorando de pesar y arrepentimiento, juró y perjuró á su madre y á Sátur que en lo sucesivo tendría más juicio, con lo cual Sátur recobró la alegría y la tranquilidad.

Juana dilataba el casamiento de sus hijos, porque decía con muchísima razón:

—Si hoy que estos muchachos no son más que novios os una desgracia que Marichu tenga tan poca formalidad, ¡qué sería, Dios mío, si estuvieran ya casados! En conciencia no debo permitir que secasen hasta que mi hija vaya sentando la cabeza que eso vendrá con el tiempo.

Marichu, lejos de sentar la cabeza, parecía tenerla cada vez mas ligera. Quería de veras á Sátur; pero le era imposible renunciar al placer de hacerle rabiar, y en el baile de Illumbe y en las romerías bailaba y loqueaba y gastaba conversación, no sólo con su primo Martín, sino con cuantos muchachos la hacían la rueda, que eran muchos, porque Marichu-ederra robaba los corazones con su hermosura y su gracia.

Sátur pasaba malísimos ratos con los desvíos y cascabeladas de su novia, y todo se lo volvía decir que deseaba morirse, porque la vida le era una carga muy pesada.

Una tarde volvían él y Marichu y otros muchachos y muchachas de la romería de Ondárroa. En la romería había hecho Marichu todo lo posible para desesperar á su novio; pero en el camino había logrado devolverle la alegría y la dicha, cosa que lo era muy fácil, pues Sátur era blando de corazón lo mismo para el dolor que para la alegría, y ella tenía bastante gracia y habilidad natural para disipar con un par de palabras y un par de monadas las negras nubes que con tanta facilidad se amontonaban alrededor de la imaginación y el alma del pobre muchacho.

Cuando llegaron á una campita que hay á la orilla del mar, á la vuelta de ese ribazo donde se pierde de vista el camina de Ondárroa, venían ya cariñosamente enlazados como suelen venir de las romerías las parejas bien avenidas, cada cual con un brazo extendido de hombro á hombro por detrás del cuello de su compañero.

Al llegar así á la campa, los ojos de Sátur, casi siempre tristes, aunque eran muy grandes y hermosos, brillaban de alegría como si vieran el cielo.

El sol se escondía ya tras de las montes de Sallube, y doraba con su última luz el santo peñón de Gaztelugache.

Venía con los alegres y hermosos jóvenes de Mijoa, el tamborilero de Motrico, que con el de Ondárroa había tocado en la romería, y determinaron bailar en la campa hasta que oyeran el toque de la oración en Santa María de Ondárroa.

El baile empezó, bailando Marichu-ederra con Sátur; pero Marichu, apenas había dado algunas vueltas, dejó á su novio y se puso á bailar con Martín, y luego bailó con todos los dornas muchachos, sin hacer caso de Sátur.

Sátur abandonó la campa antes que concluyera el baile, y sus compañeros le vieron desaparecer de su vista en la revuelta que hace el camino al desembocar en esta playa. No faltó quien, compadecido de él, dijese á Marichu:

—Mira qué triste y desesperado va el pobre Sátur. Mujer, ¿no te da cargo de conciencia el hacerle penar así? Con razón te llaman ya todos la novia de piedra.

—Anda—contestó Marichu, después de soltar una alegre carcajada,—déjale que vaya solo, pues así podrá detenerse á rezar por su padre en la playa sin que lo interrumpa nadie. En Illumbe me esperará, y tiempo me queda de contentarle antes que lleguemos á casa.

Oyóse poco después á lo lejos el toque de la oración, y el tamboril calló, y muchachas y muchachos siguieron su camino, atronando el valle y el mar y las montañas con sus cantares y sus gritos de alegría.

Cuando llegaron á Illumbe, la noche había cerrado y era obscura como boca de lobo.

Marichu preguntó por Sátur y nadie le dio razón de el. El perro le buscaba también, y se paraba de cuando en cuando á aullar tristemente, aterrorizando á la gente de la aldea, que en el aullido de los perros ve el anuncio de que alguna persona ha expirado ó está próxima á expirar.

Unicamente un vecino de Illumbe que había salido al anochecer del molino ese que ve usted ahí arriba á la izquierda de la carretera, dijo á Marichu que había, visto á Sátur de pie y con la cabeza baja sobre esas peñas á cuyo pie se estrella el oleaje; pero creyendo que estaba rezando por su padre, que se ahogó aquí, no lo había llamado.

Todas estas cosas alarmaron terriblemente á Marichu, que se tranquilizó un poco pensando que Sátur habría dado algún rodeo para subir á Iturrimendi por no pasar por Illumbe, y en seguida emprendió la cuesta, esperando encontrarle en casa.

El perro iba con ella, y de cuando en cuando se paraba á aullar tristemente, volviéndose hacia, la mar.

La obscuridad de la noche y los aullidos del porro, y el sobresalto en que aún estaba su espíritu con lo que le habían dicho en Illumbe, llenaron á Marichu de sombrías cavilaciones y amargos remordimientos desde Illumbe á Iturrimendi.

—¡Madre!—gritó al acercarse á casa, impaciente por salir cuanto antes de sus amargas dudas.

La echeco-andría lo contestó desde la ventana.

—¿Ha venido Sátur?—le preguntó Marichu con ansiedad.

—No. ¡Pues qué! ¿No viene contigo?

—No, sonora.

—¿Dónde le has dejado?

—Se adelantó mientras nosotros bailábamos en la campa de más allá de la playa.

—Estará en Illumbe.

—No, señora, no ha llegado allí; pero me han dicho que le vieron de pie, con la cabeza baja sobre las peñas de la playa.

—¡La Virgen de Iziar nos valga!—gritó Juana, asaltada de una horrible sospecha,—¿Se separó de tí enfadado?

—Sí, señora.

—¡Ah, corazón de piedra!

El perro volvió á aullar lúgubremente.

—Corre á Illumbe—añadió la echeco-andría cada vez más aterrorizada,—busca allí quien te acompañe con una aja y ve llamándole hasta la playa.

—¿Qué sospecha usted madre?—dijo Marichu llorando.

—Sospecho una gran desgracia, pues tu hermano solía decir que no podía con el poso de la vida.

—¡Jesús!—exclamó Marichu con horror.

Y corrió como loca hacia Illumbe, y tan loca y desatentada iba, que en lugar de detenerse á pedir luz y compañía siguió por el valle abajo gritando con desesperación:

—¡Sátur!... ¡Sátur!..!Sátur!...

Pero Sátur no respondía: sólo respondían los aullidos de Eistaria y el eco que repetía gritos y aullidos allá en el mar y en la montaña.

Al fin Marichu llegó á la playa y guardó silencio un instante como esperando que Sátur le contestase; pero sólo oyó el rugido de las olas.

A pesar de que la noche era obscura como el ala del cuervo, en la playa reinaba una tenue claridad producida por la blanca espuma de las olas, y á beneficio de aquella claridad creyó Marichu distinguir un bulto como de una persona que estaba de pie dentro del agua.

—¡Sato!—gritó, creyendo que aquel bulto era Sátur, que no teniendo valor para avanzar al abismo, esperaba que llegase á él una ola y le arrastrase.

Este modo de discurrir era algo torcido; pero Marichu, en su alucinación, no acertaba á discurrir más derechamente.

—¡Sátur!—continuaba la pobre muchacha.—¡Sal de allí, sálvate, que necesito tu salvación para que me perdones y no muramos de pena madre y yo!

Pero Sátur no respondía ni daba un paso hacia fuera, y las olas cada vez rugían más furiosas, y cada vez rompían más cerca del bulto inmóvil.

Entonces Marichu, impaciente y desesperada, se lanzó al agua, resuelta á abrazarse á Sátur y arrastrarle fuera ó morir entre las olas abrazada á él.

Avanzó, avanzó luchando con la marejada y la profundidad del agua en que casi se sepultaba por completo, y al fin llegó al bulto inmóvil y se abrazó á él loca, delirante, frenética, gritando sin cesar:

—¡Sátur! ¡Hermano de mi alma! ¡Maitechúa!

Pero el bulto que Marichu abrazaba era esa roca á manera de ilsu grande que ve usted antes de llegar adonde forman cordón y se rompen las olas.

¡Tan trastornado estaba el juicio de la desdichada Marichu, que Marichu no conocía que abrazaba á una piedra y no á un hombre!

—¡La maldición de su madre se había cumplido!

Algunos vecinos del valle que la habían oído gritar, habían corrido tras ella alumbrados con ajas, y oyéndola gritar aún, y viéndola abrazada á la roca, se arrojaron al agua y la arrancaron de allí con mucho trabajo, pues hasta que perdió completamente el sentido no pudieron separar sus brazos de la roca.

Lleváronla al molino, y á la mañana siguiente recobró el conocimiento. Su primera, palabra fué preguntar por Sátur. Contestáronle que Sátur estaba sano y salvo, y entonces, animándose un poco, refirió lo que le había pasado en la playa; pero no tardó en volver á perder el conocimiento, y algunas horas después expiró sin recobrarle.

Sátur no había parecido; pero á la caída de la tarde oyóse al porro aullar sobre esa roca donde está usted sentado, y acudiendo á averiguar la causa de sus tristes aullidos, se encontró el cadáver del pobre muchacho al pie de la roca.

Desde entonces empezó á llamarse á esta playa, playa de Sátur Arana, en memoria del desventurado y culpable joven que buscó la muerto en ella; y por último, andando el tiempo, vino á llamarse como hoy se llama: playa de Saturrarán.»

Así terminó la bañera la trágica historia de Marichu-ederra y Sátur Arana; y como siempre que me hablan de hijos que mueren, pienso en los padres que les sobreviven, compadeciendo más á los que quedan que á los que se van.

—¿Qué fué—lo pregunté—de la echeco-andría?

—La echeco-andría—me contestó—lloró por sus hijos mientras tuvo ojos para llorar: pero lloró aún más por haber pedido á Dios que su hija encontrase un novio de piedra.


Publicado el 23 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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