La Obligación y la Devoción

Antonio de Trueba


Cuento


I
II
III

I

Andaba yo a caza de cuentos populares para esta novena colección que voy á dar luz, y después de mediodía salí de Durango con ánimo de transmontar la cordillera de Oiz y pernoctar en Marquina; pero como desde Bérriz dirigiese la vista hacia el Oeste y viese que hacia los Siete Concejos del vallo de Somorrostro habían empezado á aventar trigo, pues se veía el tamo, como dicen en las Encartaciones cuando ven que cierra en agua la costa, y me pareciese que el tamo iba avanzando hacia el Este, me decidí á dejar para la mañana siguiente la continuación de mi viaje, no pasando aquella tarde de Mallabia.

Viendo un grupo de cuatro ó cinco casas medio escondidas en el castañar de Basagóiti, me dirigí á ellas con ánimo de pedir hospitalidad en la que mejor me pareciese, seguro de que en cualquiera de ellas la había de encontrar muy afectuosa y franca.

Mi querido amigo Marcelino Menéndez Pelayo, en cuyo elogio basta decir que á la edad de veintidós años ha obtenido, en porfiada y luminosa oposición con contrincantes de altísimo valer, la cátedra de Literatura é Historia crítica en la Universidad Central, me ha dado un varapalo, á la vuelta de corteses piropos, diciendo que tengo el defecto de extremar el optimismo en la pintura de las costumbres populares, y todo con objeto de enaltecer el pesimismo de José María de Pereda, insigne y querido amigo suyo y mío, que emplea en el estudio y pintura de las costumbres montañesas procedimiento distinto del que yo empleo en el estudio y pintura de las vascongadas. Concedamos que el campo que yo recorro sea igualmente fértil en flores y en espinas que el que recorre Pereda, aunque no era de esta opinión un paisano de ambos escritores montañeses, que abogando en 1876 porque se quitaran los fueros á Vizcaya, hacía el siguiente paralelo entre Vizcaya y la Montaña:

«Cualquiera que en circunstancias normales haya recorrido la provincia de Vizcaya y detenídose á observar el estado de su agricultura, las industrias que sus habitantes ejercen, los recursos con que cuentan para subvenir á las necesidades de la vida, su carácter franco y sus costumbres, si de repente se traslada á la inmediata de Santander, no podrá por menos de sentir una profunda impresión de tristeza al comparar lo que deja con lo que se ofrece á su vista. Allí una superficie cultivada con esmero, rindiendo, por lo general, dos frutos al año; aquí, por una parte, abandonados campos cubiertos de maleza, y por otra, producciones lánguidas y escasas, que no sostienen al labrador. Allá, montes frondosos y abundantes, cuidados con inteligencia y celo; aquí, riscos de peña viva, donde antes crecía el roble, el haya y la encina, ó sierras calvas, que sólo llevan el rozo, cuya flor amarilla simboliza la muerte. Allá, caseríos amueblados con aseo, donde se encuentra el lecho cómodo y limpio y el menaje bastante á las necesidades de la familia; aquí, chozas y pocilgas, que retratan la miseria y el abandono. Allá, populares diversiones donde la alegría alcanza á todas las edades; aquí, el desconsuelo marcado en los semblantes de los que conocen su situación, y apenas la primera sonrisa del contento en la primera juventud. Allá, comodidad por resultado; aquí, privación y miseria».

Pero demos por supuesto que habiendo conseguido el montañés que este paralelo hacía la victoria á que aspiraba de que se quitaran á Vizcaya los fueros, la Montaña nada tiene que envidiar ya á Vizcaya, porque ésta ofrece ya el horrible cuadro que ofrecía la Montaña. Señor, ¿tan poco liberales son los estatutos por que se rige el arte literario, que, permitiendo á unos artistas recargar de espinas sus cuadros, no permitan á otros recargarlos de flores? Y en caso de pecarse exagerando la pintura, ¿no ha de ser, cuando menos, la exageración de tintas rosadas tan perdonable como la de tintas negras? Pues si tú y yo, querido Marcelino, nos damos una cita esta primavera, por ejemplo, bajo los Castro-Urdiales, don de están las ruinas del Amanum Portus de Plinio, para abrazarnos y decirnos las mil cosas que rabian por volar de mi corazón á tu oído, y á mi oído de tu corazón, y después de decírnoslas nos sopáramos en dirección distinta, yéndonos por aquellos campos de Dios para hacer cada cual un ramillete con lo que mejor le parezca, ¿habrá quien se incomodo porque yo haya hecho un ramillete con flores en lugar de hacerle con espinas, como tú le has hecho?

Tengo el sentimiento, ó mejor dicho, tengo el placer de decirte que si no encontré en Basagoiti Dorilas ni Melibeos, cuya raza me apesta á pesar de oler á tomillo, encontró Mari-Rosas y Pepe-Antones, que, sin discretear ni escribir ternezas en el tronco de los árboles, eran dignísimos de ser cantados por todo el que, como yo, no excluya de la poesía alas gentes de carne y hueso.

Con que, querido Marcelino, enhorabuena que aplaudas á nuestro buen José María, á quien tuve la honra de presentar por primera vez al público asido de la manita, porque ande por los valles montañeses haciendo ramilletes de espinas entreveradas de flores; pero no seas tan poco liberal, que me-silbos porque ande por los valles vascongados haciendo ramilletes de flores entreveradas de espinas.

En estos valles, como en todos, sin excluir el del paraíso, hay sapos y culebras que se arrastran por el suelo; pero, como dije en otra ocasión, el arte pictórica me parece demasiado noble para emplearse en pintar sabandijas.

Cuando llegué á Basagoiti, el tamo de los Siete Concejos se extendía ya por la falda meridional del Oiz, y la gente abandonaba sus heredades y charlaba y reía á la puerta de sus casas, los hombres con la pipa en la boca, y las mujeres con la rueca en la cintura ó la aguja de hacer media en la mano, viendo caer la lluvia, que venía sobre sus campos como bendición de Dios, aunque las ovejas y calmas bajaban del monte huyendo de ella, y se refugiaban bajo los aleros de los tejados mientras les abrían la puerta de la cuadra.

Como tonto, me metí en la casa más grande y blanca del barriecillo, previa una breve petición de hospitalidad, que fué otorgada antes de terminada.

Cerró muy pronto la noche, cada vez más lluviosa, y todos nos fuimos á instalar en la cocina, donde crujía, alegraba, iluminaba y fortalecía una gavilla de leña seca en combustión, que las muchachas, rie que rie, tenían buen cuidado de renovar conforme se consumía.

Poco á poco fueron llegando algunos vecinos, y entre olios dos ó tres guapos chicos, que alegraron los ojillos á las muchachas más que los viejos, con pretexto unos, y con objeto otros, de hacer tiempo mientras en sus respectivas casas, como en la nuestra, preparaban la cena las mujeres.

Yo fuí cortesmente instalado en el secular escario á la diestra del dueño de la casa.

Ya había llegado á aquellas latitudes la noticia de que yo, á falta de otro caudal, le tenía grande de cuentos populares. Aun había llegado más: una colección de los que llevaba publicados, y los buenos aldeanos (sí, querido Marcelino, buenos como el pan blanco y la borona amarilla de la vega de Guernica, aunque tuvieran sus maliciejas y socarronerías, que no me disgustan, porque si no las tuvieran, serían tontos), y los buenos aldeanos, repito, después de guiñarse unos á otros y comprenderse, me salieron con que era necesario que contase algún cuento de los muchos que sabía.

Díjeles que los contaba muy mal, y me objetaron que á ellos les hacía mucha gracia los de mis libros; repliquéles que, aunque así fuera, no era lo mismo contarlos por escrito que contarlos de palabra; no conseguí hacerles comprender esta diferencia, y por último, me avine á complacerles, con la condición precisa de que después que yo les contase un cuento me habían de contar ellos otro.

A esta avenencia me decidieron las muchachas de la casa, que si en discreteos eran muy inferior os á las Dorilas y las Filis y Galateas, no lo eran ¡vive Dios! en lo querenciosas, y de ojos habladores, y de colorcitos de rosa.

Gravo era el compromiso que yo había contraído, porque, si no soy del todo desgraciadillo para los cuentos escritos, soy inaguantable para los cuentos hablados; pero contaba, para salir de él, con lo que en términos de predicación se llama sacar el Cristo. El Cristo que á mí me había ocurrido sacar era uno fabricado con madera del árbol de Guernica, y le saqué y entusiasmé con él á todos los amados oyentes míos, sin excluir á las muchachas, que, como el cuento, esencialmente patriótico, tuviese su pizquita de amor casto y entrañable, echaban unos ojazos, á la par púdicos y amorosos, á los mutillac, sus vecinos, que me escuchaban!...

Terminado mi cuento con éxito muy superior á su mérito y á mis esperanzas, exigí el cumplimiento de la condición con que le había contado, y al fin el patrón se avino á cumplirla, por elección de todos los circunstantes.

De seguro, dije para mis adentros, el cuento que voy á oir participa de todo lo bueno y todo lo malo de los populares: lo bueno, la ingenuidad, la agudeza y la buena intención de los narradores campesinos; lo malo, la puntadita picaresca, la frase, aunque castiza, incorrecta, lo maravilloso creído á lúe juntillas, y sobre todo, lo anacrónico y fuera, de carácter de la época y de los interlocutores. En este punto nuestro buen pueblo es incorregible: en la forma, aunque no en el fondo, humaniza hasta lomas divino y vulgariza hasta lo más poético.

Ahora verán ustedes si me equivoqué ó no, porque ahora dejo yo de hablar y me reemplaza el honrado campesino de Basagoiti.

II

Esta era una muchacha que se llamaba Petra, muy buena cristiana, muy trabajadora, muy de su casa, muy guapa y muy amante de sus padres, aunque su talento no era cosa mayor, como más tarde-veremos.

Sus padres eran pobres, enfermizos y ya viejos y la muchacha se desvivía por gobernar bien la casa y tenorios contentos, tanto, que la mayor dicha que deseaba era que nada faltase á sus padres hasta que Dios se los llevase.

Como era buena cristiana, naturalmente deseaba poder oír misa todos los días y asistir á todas las funciones de iglesia; pero como, además de correr á su cargo el gobierno de la casa, tenía que trabajar en la costura y en lo demás que salía, para poder ir tirando, tanto sus padres como ella, con lo que ganaba, la pobre apenas podía poner los pies en la iglesia más que los días de precepto, en que con mucho trabajo oía su misita, madrugando mucho, á pesar de que se acostaba muy tarde, y asistía por la tarde al rosario, privándose de dar un paseíto, que le hacía buena falta, porque la pobre en toda la semana no tenía un momonto de descanso.

Siempre que entraba en la iglesia, ya se sabía, lo primero que había de rezar era siquiera un Padrenuestro al glorioso santo de su nombre, pidiéndole que á sus padres y á ella abrióse las puertas del cielo en la hora de la muerte, y lo segundo era pedir á Dios que la ayudase á proporcionar á sus queridos padres una vejez siquiera algo cómoda y holgada.

Doña Jesusa, una vecina suya á quien tenía por una santa, porque pasaba todo el día de Dios en la iglesia, y á quien participó á qué se reducían sus mayores ambiciones, lo aconsejó que jugase á la lotería, á ver si Dios le proporcionaba siquiera un premiecillo, y lejos de echar el consejo en saco roto, pasó un par de noches sin pegar ojo, cose que cose, para ganar por extraordinario tres pesetas con que comprar un décimo de la lotería chica.

Compró, en efecto, el décimo; pidió á Dios de todo corazón que le cayese algo, aunque fuera poco, y tuyo la suerte de que le cayesen diez mil reales, que hicieron felices así á Petra como á sus padres, que con ellos pudieron, la primera descansar un poco, y sobre todo, frecuentar un poco más la iglesia, y los segundos regalarse y medicinarse un poco más y consolarse viendo que la pobre muchacha no necesitaba aperrearse tanto como antes con la picara costura.

Al cabo se llevó Dios á sus padres y si los lloró mucho, se consoló algún tanto pensando que todos nos hemos de morir, y que al fin habían pasado los últimos años de vida sin faltarles nada de lo preciso.

Desde entonces Petra, si bien no hizo variación en la primera parte de sus oraciones, que era pedir al santo de su nombre que le abriese las puertas del cielo en la hora de la muerte, lo hizo en la segunda, pidiendo á Dios que le concediese un marido honrado, trabajador, de buen genio, buen cristiano, y, en fin, un hombre como Dios manda. Para esperar de Dios esta gracia contaba principalmente con lo que había ido aumentando su asistencia á la iglesia desde que le cayó la lotería, y sobre todo desde que murieron sus padres, porque desde entonces, si no le fué posible pasarse todo el día en la iglesia como Doña Jesusa, al menos pudo oir su misita todos los días, aunque no fuesen de precepto, y aun ir á la iglesia las más de las tardes, particularmente cuando había novena ó cosa así.

No en vano la buena Petra pidió á Dios un buen marido, porque le concedió uno que ni hecho de encargo hubiera sido mejor. Antón, que así se llamaba, era carpintero como el glorioso San José, y por consiguiente, pobre; pero, mejorando lo presente, á hombre de bien y cristiano y trabajador y de buen genio no le ganaba ni el más pintado.

—¡Señor—decía Petra al verse tan feliz,—con qué le pagaré yo á V. M. las gracias que me ha concedido sin merecerlas! La primera fué la de que me cayera la lotería, gracia tanto más de agradecer, cuanto que para obtenerla no tenía yo más merecimientos que los de oir una misa ó rezar un rosario de prisa y corriendo el día de fiesta. Es verdad que los merecimientos que me valieron la segunda, gracia eran algo mayores, pues hacía ya algún, tiempo que oía mi misita todos los días y asistía, á la iglesia las más de las tardes; pero para corresponder como es debido á gracia tan grande, ni aun bastaría pasar en la iglesia, como Doña Jesusa, todo el día y aun parte de la noche.

Petra creyó un deber de conciencia el aumentar, lejos de disminuir en lo sucesivo, su asistencia á la iglesia, tanto más, cuanto que, sobre estar obligada á ello para corresponder á la última é inestimable gracia que Dios lo había concedido, tenía que pedirle otra. Petra, hablando en plata, creí, atomando al pió de la letra la doctrina de su consejera áulica Doña Jesusa, que los favores de Dios eran proporcionados al tiempo que se pasaba en la iglesia.

La nueva gracia que solicitaba era nada menos. que la de que le volviese á caer la lotería, y, si era posible, no un premiecillo de tres al cuarto como el de marras, sino el premio gordo, ó cuando menos, uno de diez mil duros.

Ustedes dirán que eso era ya pedir gollerías. Pues, no señor, ya verán ustedes cómo no lo era, y para que lo vean, van á oir las razones en que Petra se fundaba para ir al Señor con una nueva petición.

—Ahora—decía Petra—nos iremos llenando de familia, ¡y entonces será ella! Porque eso de que cada chico que nace trae un panecillo bajo el sobaco es conversación y agua de pilón. Si ahora, que no tenemos más que el angelito que ha empezado á darme pataditas en el vientre, anda el jornal si alcanza no llega, ¡qué será, Dios mío, cuando tengamos media docena ó más de ellos! Luego, esas criaturas destrozan que no hay ropa ni calzado que basto para ollas, y hoy que están malos de esto, mañana que están malos de lo otro, otro día que lo están de lo de más allá, el médico no deja la ida por la venida, y como á él no le duelen las recetas y receta sin conciencia.

Las necesidades de una casa son muchas, y el jornal de un pobre carpintero ya se sabe á lo que llega, por buen gobierno que haya en la casa. Que ya el pan, que ya la carne, que ya la verdura, que ya el carbón, que ya la luz, que ya la gotilla el día de fiesta, el dinero se va sin sentir, y más en tiempos como estos, en que todo se va poniendo por las nubes, y por más que una se mate no encuentra medio de convertir los perros chicos en monedas de cinco duros. Si una no puede ahorrar ahora un cuarto por más que se vuelva mica, ¡qué será cuando tenga una porción de boquitas más que tapar! Y si viene, lo que Dios no quiera, una enfermedad, ó aquél carece una temporada de trabajo, ¡qué va á ser de nosotros, y sobre todo, qué va á ser de los pobres hijos de mis entrañas! Y suponiendo que nada de esto suceda y vayamos tirando todos con el jornal, ¡con qué hemos de dar una miaja de educación á los chicos, porque los pobres hijos de mi alma no han de Hogar á mozos hechos míos borriquitos! ¡Pues no faltaba más, que unas criaturas como el sol de Dios de hermosas no aprendiesen lo que las demás aprenden! Era cosa de volverse una loca con estas cavilaciones, si no fiara en que Dios, á quien tanto tengo que agradecer, no me ha de negar la nueva gracia que ahora tengo que pedirlo. Para conseguirla haré los imposibles, y si para ello tengo que pasar en la iglesia todo el santísimo día, como Doña Jesusa, le pasaré y tres más, aunque me muera allí de humedad y de debilidad de estómago.

Estas eran la razones en que Petra se fundaba para pedir al Señor una nueva gracia. ¡Y vénganme ustedes ahora diciendo que eso era ya pedir gollerías!

Iban pasando años, y Petra tenía ya tres ó cuatro chicos que cabían bajo un celemín; pero aunque no había dejado pasar ni una lotería sin jugar algo, aunque fuera poco, en compañía de Doña Jesusa y otras vecinas, y aunque había tenido la buena idea, inspirada por Doña Jesusa, que estaba en todo, de ofrecer á las ánimas benditas la décima parte de lo que le tocase, no había sacado un cuarto.

Lo que es la falta no era suya, porque la pobre ponía de su parte cuanto le era posible para que el Señor le concediera la nueva gracia que con tanta ansia le pedía hacía años. Para conseguirla del Señor, se había resignado á que su marido la aborreciera, y aun á que más de cuatro veces le cascaso las liendres de firme, á pesar de ser un bendito de Dios.

Como todo el día se pasaba en la iglesia, como Doña Jesusa, pide que pide al Señor la gracia que tanto ambicionaba, en su casa todo andaba patas arriba; los chicos en camisa, sucios, desgreñados, sin saber siquiera persignarse; el marido, roto, sin camisa que mudarse, y sin gobierno en la comida ni en nada; en fin, que en aquella casa todo era una perdición.

En casa de Doña Jesusa sucedía dos cuartos de lo mismo; pero allí del mal el menos, porque Doña Jesusa no tenía hijos, y su marido, que tenía más posibles que el de Petra, viendo que su mujer no paraba en casa, ni en ésta encontraba él calor, ni cariño, ni nada, se las había arreglado al fin con una viuda guapetona, fresca y querenciosa, que vivía en la casa de al lado, y allí se las componía muy ricamente para comer, para vestir, para hablar, para distraerse; en fin, para todo.

Petra no dejaba de conocer el sacrificio que le costaba lo que hacía para obtener del Señor la gracia que le podia inútilmente hacía tanto tiempo, pero se resignaba á aquel sacrificio esperando que tanto olla como su marido y sus chicos se habían de desquitar de todo cuando el Señor le concediese la suspirada gracia.

Además, Petra estaba muy conforme con lo que Doña Jesusa le decía.

—Hija—le decía Doña Jususa,—lo que mucha yalo mucho cuesta. Lo que yo busco os solamente el cielo, que de seguro me habrá concedido ya el Señor, porque desde chiquirritita me paso la vida en la iglesia, y no como hace la genralidad de las gentes, que sólo entran en ella, como quien dice, para cubrir el expediente; pero tú buscas aún más que yo, porque buscas, además del cielo, el premio gordo de la lotería. Conque hija, aguanta todo lo que en tu casa te sucede; que, como dice el refrán, no se cogen truchas á bragas enjutas.

Naturalmente, la pobre Petra, oyendo estos consejos de Doña Jesusa, á quien todos, y ella la primera, tenían por una santa, continuaba pasándose el día y aun parte de la noche en la iglesia.

Sobrevino en el pueblo una epidemia, de que moría gente como chinches, y el médico encargó á todos los vecinos que se guardasen mucho de la humedad, porque esto era lo primero que había que hacer para preservarse de tan pícaro mal.

La iglesia del pueblo era muy húmeda, pero á pesar de eso Doña Jesusa y Petra continuaban pasando en ella todo el día, porque, lo que ellas decían: «Nadie se muere hasta que Dios quiere».

Muchísima razón tenían en esto último; pero catón ustedes que aunque la tuvieran, una noche, después de ir de la iglesia las dos se sintieron malas, y mal fué que á la mañana siguiente las dos eran difuntas.

Esta es la primera parte del cuento de La Obligación y la Devoción, y ahora oirán ustedes la segunda parte, que verdaderamente es maravillosa, y se supo por medio no menos maravilloso, dispuesto, sin duda, por Dios para que en este mundo se disipase alguno de los muchos errores que hay en punto á la manera de servir á Su Divina Majestad.

III

Antes de empezar la segunda parte del cuento de La Obligación y la Devoción van ustedes á oir cómo se supo lo que á la pobre Petra, y aun á su amiga consejera Doña Jesusa, les pasó al ir al otro mundo.

Pocos días después de haber enviudado se acostó Antón rezando y llorando por la difunta, porque, como era tan buenazo, no tenía corazón para guardar rencor á nadie, y menos á una muerta, y menos aún á la madre de sus hijos. Sí, el buen Antón lloraba muy de veras su viudez, á pesar de que le había caído la lotería el día que murió su mujer...¡Qué! ¿Se rien ustedes maliciosamente creyendo que esto lo digo con segunda? No hay segunda que valga: el día que murió Petra salió premiado con diez mil duros el último décimo de la lotería que la difunta había comprado y encontró Antón en su faltriquera.

Pero volvamos al caso prodigioso que á Antón le sucedió en la cama. Quedóse dormido pensando en Petra, y al despertar del primer sueño notó que su mujer estaba á su lado en la cama como cuando vivía, y lo verdaderamente maravilloso es que en aquel instante no se acordaba de que su mujer había muerto.

—Si vieras, Antón—le dijo Petra.—¡qué sueño-tan extraño y aun horroroso acabo de tener! He soñado que me había muerto...

—¡Ave María Purísima! ¡No lo permita Dios, mujer!—exclamó Antón.

Y como en algo se han de entretener los casados cuando se desvelan en la cama, Antón pidió á su mujer que le contara aquel sueño, ya que se habían despabilado, y Petra le contó lo que constituye la segunda y maravillosa parte del cuento de La Obligación y la Devoción, que luego oirán ustedes.

Al despertar Antón por la mañana, no vió, por supuesto, á su mujer á su lado; y no extrañó el no-verla, porque demasiado recordaba entonces que su mujer había muerto. De lo que no le quedaba la menor duda era de que la había tenido á su lado en la cama al despertar del primer sueño, y de que entonces no se acordaba de que había muerto, y de que había oído de sus labios la maravillosa historia de lo que les había sucedido á ella y á Doña Jesusa al ir al otro mundo.

Creyendo Antón que aquello era milagrosa revelación de Dios, dispuesta para disipar uno de los muchos errores que hay en punto á la manera de servirlo, creyó también que debía divulgarla por tu de el pueblo, como lo hizo, y gracias á esto lo van á saber ustedes, después de enterarse de cómo lo supe yo, con lo que evitamos que salgan ustedes con la pata de gallo de costumbre, que consiste en decir que nadie sabe lo que pasa en el otro mundo, porque de allí nadie vuelve.

Oigan ustedes, pues, lo que les pasó á Potra y á Doña Jesusa después que se fueron al otro mundo.

Se encontraron por casualidad al salir de éste, y como os consiguiente, se alegraron mucho de este encuentro, porque así podían hacer el viaje en amor y compañía.

Como os de suponer, lo que les preocupaba más que todo era lo que les iba á pasar al fin de la jornada, y sobro esto trabaron conversación apenas se saludaron.

—¿Qué le parece á usted, Dona Jesusa, qué será de nosotras cuando lleguemos delante de Su Majestad?—preguntó Petra á su amiga y compañera.—Yo, si le he de decir á usted la verdad, no las tengo todas conmigo, porque si os cierto que desde que murieron mis padres, y sobro todo desde que me casé, lio seguido el santo ejemplo de usted pasando casi toda la vida en la iglesia, también lo es que antes por atender á las cosas mundanas, apenas ponía en ella los pies más que el día de fiesta y aun entonces era de prisa y corriendo.

—Chica—le contestó Doña Jesusa,—hablándote con franqueza, te diré que si yo me hallara en tu caso, no me llegaría la camisa al cuerpo. Yo no sé si en el tribunal de Dios valdrán recomendaciones; pero puedes estar segura de que, si valen, poco he de poder yo ó te he de sacar adelante.

—¿Eso es decir que usted está segura de su salvación?

—¡Ave María Purísima! Pues, mujer, podía no estarlo habiendo pasado la vida en la iglesia desde chiquirritita, y no como tú, que la mitad de la tuya ha sido dominguera.

—Verdad es, señora; pero también lo es que yo tengo un padrino muy bueno, que es el glorioso santo de mi nombre. Yo creo que, siendo mi tocayo portero del cielo, y no habiéndome olvidado nunca de rezarle el primer Padrenuestro al entrar en la iglesia, no ha de negarme la entrada.

Doña Jesusa al oir esto se sonrió con aire de compasión, como diciendo: «Esta pobre chica vive de ilusiones, y me parece que, si yo no saco la cara por ella, va al chicharrero».

Hablando, hablando así, continuaron Petra y Doña Jesusa, y alcanzaron á otra mujer que iba un poco delante de ellas y se había sentado á descansar en un guardarruedas á la orilla del camino.

Saludáronse las tres, y trabando conversación, continuaron juntas su jornada, charla que te charla, como es propio de mujeres aun en ocasiones tan serias como aquella, si es que alguna puede serlo tanto.

La recién encontrada se llamaba Doña Justa y era de un pueblo inmediato al de Doña Jesusa y Petra.

Pareciéndole á Doña Jesusa que hacía el viaje como temerosa y triste, le preguntó la causa de -ello.

—¡Quién—exclamó—puede ir ante el tribunal de Dios sin temor é in certidumbre!

—¿Quién?—replicó Doña Jesusa;—todo el que haya hecho méritos para salvarse. Aquí me tiene usted á mí, que voy con la mayor tranquilidad, porque desde chiquirritita he echado enhoramala las cosas mundanas para pensar sólo en la otra vida, por más que de soltera les supiese muy mal á mis padres, y de casada le supiese aun peor á mi marido.

—¡Ay, dichosa usted que ha podido hacerlo!

—Pero... vamos á ver, ¿qué es lo que ha hecho usted para servir á Dios mientras ha vivido? Pudiera suceder que sus temores fuesen infundados, porque más de una vez he oído yo decir á personas, al parecer muy discretas, viéndome dejar la iglesia para comer algo en casa y volver á la iglesia con el bocado en la boca: «¡Si Dios es lo justo que de Él es de suponer, muchos tizonazos tienen que llevar en el infierno estas beatonas!»

Doña Justa contó ce por be su vida, que se parecía mucho á la que Petra había hecho hasta que supo por boca de Doña Jesusa que los favores de Dios eran proporcionados al más ó monos tiempo que se empleaba en las prácticas religiosas. En resumidas cuentas, su historia era la que usted, D. Antonio, explica en aquellos versos del Libro de las montañas, que dicen, si mal no recuerdo:


La historia de la mujer
que me parece mejor
es la que en resumen dice:
«Amó, rezó y trabajó».


O en otros términos: había amado á Dios y á la humanidad; había rezado por la felicidad propia y la ajena, y había trabajdo por el bien ajeno y el propio.

—Pues hija—le dijo Doña Jesusa, después de oirla,—siento darlo á usted un mal rato; pero yo soy muy franca, y en ocasiones como ésta está una más obligada que nunca á decir la verdad: tiene usted motivos más que sobrados para acercarse temerosa al tribunal de Dios, porque ha sido usted lo que nosotras llamamos dominguera. Ya ve usted, esta pobre chica no las lleva todas consigo, á pesar de que no ha sido dominguera más que media vida; y ¡qué no deberá temer usted, que lo ha sido toda! ¡Hija eso de ser dominguera es muy cómodo, pero se paga caro en la otra vida!

En esta conversación iban las tres viajeras, cuando divisaron tres grandes edificios: el del centro, resplandeciente como el oro; el de la derecha, pardo con un visito verde, y el de la izquierda, negro como el pecado; de cuyas señas dedujeron: que el primero era el cielo; el segundo el purgatorio, y el tercero el infierno;

Conforme se fueron acercando, se fueron convenciendo de que no se habían equivocado en cuanto á la calificación de aquellos edificios. Delante de las puertas del cielo había una gran plaza, de la cual partía un camino en dirección al purgatorio, y otro en dirección al infierno.

El apóstol San Pedro, con un manojo de llaves en la mano, conversaba con su amigo y compañero el apóstol San Pablo á las puertas del cielo, por cuyas rendijas salía un resplandor que enamoraba. En el arranque del camino del purgatorio se veía un ángel de aspecto á la vez amoroso y triste, y en el arranque del camino del infierno estaba el diablo con unas uñas que el verlas ponía los pelos de punta.

Petra y Doña Justa se echaron á temblar de in-certidumbre y miedo al acercarse á la plaza y ver aquello; pero Doña Jesusa, por el contrario, miró con compasión ó sus compañeras, como diciendo: «¡Ya están aviadas estas pobrecillas!», y se llenó de alegría pensando: «¿Yo qué tengo que ver con que las uñas del diablo sean largas ó cortas?»

Al ir á pasar por delante del diablo, Petra y Doña Justa torcieron á mano derecha, alejándose de él llenas de miedo; pero Doña Jesusa, por la inversa, más bien que alejarse de él, se acercó, como desafiándole.

—¡Alto ahí las tres!—les dijo el diablo;—que las tres tenéis que venir conmigo.

Petra y Doña Justa se detuvieron silenciosas y aterradas, pero Doña Josusa empezó á chillar y á poner de vuelta y media al diablo. Éste alargó sus tremendas uñas hacia las tres, y las atrajo á sí, intimándolas que tomaran el camino del infierno, pues las tres le pertenecían.

Petra y Doña Justa, como estaban más muertas que-vivas, apenas se encontraban con aliento para replicar;, pero Dona Jesusa empezó á gritar como si la desollaran viva.

San Pedro, que, distraído en su conversación con su compañero y amigo San Pablo, no había reparado en la llegada de las viajeras, volvió la vista al oir aquellos gritos, y enterándose de lo que pasaba, echó á correr en su auxilio, desatándose, con razón, en amenazas contra el diablo, que tenía la audacia de juzgar por sí y ante sí á las gentes llamadas ante el tribunal de Dios, único que tenía derecho á fallar sobre el premio ó castigo que cada una merecía.

—¡Cuidado—decía el glorioso portero del cielo,—que es mucha la desfachatez del cornudo ese! Si le dan el pie, se toma la mano. Ya podía imitar el ejemplo del pobre ángel, que no se mueve de su camino del purgatorio, resignado, con tanto amor como dolor, á cumplir lo que el Señor le mande. ¡Y como quien no dice nada, está entre las que ese canalla de uñas largas quiere llevarse á su horrible freidero una tocaya mía, que me tiene rezados más Padrenuestros que pelos tengo en la cabeza! ¡Ya le arreglaré yo las cuentas á ese desvergonzado! Oye, tú, mala traza, á ver si dejas en paz á esas pobres mujeres, que nada tienen que ver contigo.

—¿Cómo que no tienen que ver?—replicó el diablo.—Las tres son mías y muy remías.

—¡Sí, note untes!

—No me untaré; pero untaré de alquitrán á las tres y les pegaré fuego.

—Yo sí que te voy á pegar a tí un llavazo que te rompa el alma. ¡Largo de aquí, poca vergüenza!

El diablo retrocedió á su puesto al ver la actitud amenazadora del santo portero, que blandía el manojo de llaves como dispuesto á darle para castañas, y en aquel instante el Señor, avisado por San Pablo de lo que pasaba fuera, apareció en las puertas del cielo, inundando de resplandor la plaza.

El diablo, cuyo mayor tormento es no poder ver la cara de Dios, se tiró al suelo al anunciar aquel resplandor la presencia de Su Divina Majestad, y sepultó su hedionda cabeza en un hoyo que hizo con los cuernos en la tierra.

El Señor hizo seña al glorioso portero y á las mujeres para que se le acercaran.

Después de reconvenir amorosamente al santo anciano por la viveza de su genio, que siempre le había hecho perdor la paciencia en menos que canta un gallo, invitó á las mujeres á que cada cual le diese cuenta de toda su vida, empezando por la que la había tenido más corta, que era Petra, mucho más joven que sus compañeras..

Cuando terminó Petra su relación, su santo tocayo la recomendó eficazmente á la indulgencia del Señor, teniendo en cuenta los muchos Padrenuestros que lo había rezado, y lo mismo hizo con Doña Jesusa, con un aire de protección que hizo al Señor sonreír misericordiosamente.

Terminada la relación de las tres mujeres, el Señor llamó al ángel y le dijo, señalando á Petra:

—Angel, llévate esta mujer al purgatorio, donde se purifique del error de la mitad de su vida, para venir, después de purificada, á gozar de las inefables y eternas delicias de mi reino.

—Señor—se atrevió á decir Petra en tono de quion pide perdón y misericordia,—es verdad que durante inedia vida sólo he ido á la iglesia cuando mis ocupaciones me lo han permitido.

—Pues eso—la interrumpió el Señor—y la recomendación de Pedro, y el buen, aunque mal entendido, deseo con que después abandonabas tus principales y sagradas obligaciones para ir á la iglesia, es lo que te libra de ir al infierno.

El ángel, á la vez lleno de amor y dolor, tomó el camino del purgatorio conduciendo á Potra.

Llegaba á Doña Jesusa el turno de oir su sentencia, que esperaba sonriendo de triunfal confianza. Esta sentencia fué formulada por el Señor en estos terribles términos, dirigidos al diablo, que continuaba con la cabeza humillada y hundida en el suelo:

—Hediondo ministro de mis supremas justicias, cuando las puertas del cielo se cierren tras mí, llévate á tus espantosos dominios á esta desgraciada, que pasó toda su vida sin comprender que antes es la obligación que la devoción.

Y al decir esto, el Señor señaló á Doña Jesusa, que empezó á chillar como una condenada.

—Pedro—añadió el Señor, dando amorosamente el brazo á Doña Justa,—ábrenos las puertas del cielo; que me llevo conmigo á esta predilecta amada, que debe sentarse eternamente conmigo á la diestra de mi Padre, por haber comprendido durante toda su vida que, si santa es la devoción, deja de serlo, convirtiéndose en negro pecado, cuando para practicarla se abandonan los sagrados y primordiales deberes de la sociedad y la familia.

Y mientras en el cielo resonaban dulces cánticos de regocijo por la llegada de la mujer que había abandonado la tierra con la doble corona de la devoción bien entendida y de la obligación bien desempeñada, resonaban en el infierno aullidos de gozo por la llegada de la que la había abandonado sin comprender lo que debe ser la devoción, ni lo que debe ser la obligación.»

Así terminó su cuento el labrador de Basagóiti, á quien oí con tanto más gusto, cuanto que ya había echado yo á volar por esos mundos una copleja que, inspirada en el optimismo que el buen.Marcelino me ha echado en cara, decía:


«La mujer que por la iglesia
deja el puchero quemar.
tiene la mitad de diablo
y de ángel la otra mitad».


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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