La Paliza

Antonio de Trueba


Cuento


I
II
III
IV
V

I

¿Recuerdas, querido Eduardo, cuánto nos moian pidiéndonos que les contásemos cuentos tu hija y la mía el invierno pasado cuando se reunían en tu casa a jugar y diablear? Yo no he podido menos de recordarlo al recibir una carta tuya en que, con el imperio que te da nuestro cariño, me mandas que te cuente un cuento. ¡Hola! ¿Conque gustas de cuentos, como tu María y mi Ascensión? No lo estraño, porque, a pesar de tu grave y viril inteligencia, tienes el corazón de un niño.

Allá te va un cuento, y no me atrevo a decir el cuento que me pides, porque supongo que el que me pides es bueno y el que te envío es malo.

Hay en las Encartaciones de Vizcaya un hermoso valle que tú y yo queremos y debemos querer porque hay en él quien todos los días sea acuerda de nosotros. ¿Te acuerdas de aquella iglesia que se alza al estremo septentrional del valle en un bosque de castaños, robles y nogales? ¿Te acuerdas de aquella casería que blanquea en un bosquecillo de frutales en una colina que domina a la iglesia? ¿Te acuerdas, en fin, de aquella angosta y profunda garganta por donde, a la sombra de los robledales y los castañares, desaparece, dirigiéndose al mar cercano, el río que fertiliza las verdes heredades del valle? Pues si te acuerdas de todo esto, tenlo presente mientras lees esta narración, que en el pórtico de aquella iglesia, en aquella colina y en aquella garganta pasó lo que te voy a contar, según las buenas gentes del valle aseguran.

II

En un libro que anda por esos mundos con el nombre, no muy original, pero sí un tanto apropiado, de Cuentos de varios colores, he dado noticias circunstanciadas de un pobre molinero que con el sobrenombre de Seneca adquirió cierta celebridad en las Encartaciones a fines del siglo pasado. Seneca no era ciertamente ningún Séneca, ni sus contemporáneos le tenían por tal, como lo prueba el cuidado que tuvieron de plantarle el acento en la segunda sílaba de su apodo y no en la primera; pero tenía alguna afinidad intelectual con el filósofo cordobés, como lo hace sospechar la afinidad eufónica que hay entre Seneca y Senéca.

Seneca vivía en un molino cuyas ruinas se ven aún en la garganta por donde corre al mar el río que fertiliza el valle donde hay quien todos los días se acuerda de nosotros.

En la colina de la casa blanca a cuyo pie, como sabes, empieza la garganta donde estaba el molino de Seneca, vivía un pobre hombre a quien llamaban Angelote, no tanto porque le habían puesto el nombre de Ángel en la pila bautismal, como porque era estremadamente candoroso y bonachón.

Todos los días festivos, así que oían el primer toque de misa, salían, Angelote de su casería y Seneca de su molino, con la chaqueta al hombro, la pipa en la boca y el palo de acebo en la mano, y tomaban, el primero colina abajo y el segundo río arriba, el camino de la iglesia. Reuníanse en el castañar que estaba al pie de la colina, y allí entablaban diálogos del tenor siguiente:

—Hola, Seneca.

—Hola, Angelote.

—Tú tendrás buen tabaco, ¿eh?

—Fuerte como Brasil.

—Pues dame una pipada, que el mío parece paja.

—Allá van aunque sean dos.

Y Seneca alargaba a Angelote o Angelote a Seneca una bolsa de piel de perro arrollada y rodeada con una correa a cuyo estremo había un punzoncillo de hueso, y preparadas y encendidas las pipas, continuaban castañar arriba tirando tan fuertes chupadas, que el humo de las pipas salía por entre el ramaje como si en el castañar hubiese alguna oya, o, lo que es lo mismo, algún montón de leña carbonizándose.

III

Una mañana, según costumbre, se reunieron Seneca y Angelote en el castañar poco después de sonar el primer toque de misa. La mañana, aunque de invierno, era hermosa, pues el cielo estaba rámpio, como allí dicen, el sol brillaba en todo su esplendor, y la temperatura era suave, cosa muy comun en Vizcaya y particularmente en la costa, donde apenas se conoce el frío ni el calor. Sin embargo, Angelote traía la cara desabrida y triste y la pipa no humeaba en su boca.

Estrañó Seneca esta última circunstancia, y apenas se saludaron le alargó su bolsa del tabaco para que echase una pipada.

—Soliman de lo fino es lo que yo fumaría para reventar, dijo Angelote rechazando la bolsa.

—¿Pues qué es lo que te pasa? le preguntó Seneca.

—Que este año, como el pasado, tendré que hacer la layada solo, a pesar de que tengo una mujer y unos hijos más fuertes que el Fuerte de Ocharan.

—Pues óyeme atento, que te tiene cuenta el oírme, dijo Seneca. Compré yo una burra en la feria de la Arceniaga.....

—Déjame de burras, que bastante burro soy yo, según las cargas que soporto, le interrumpió Angelote, mal humorado, creyendo que en lugar de darle algún consejo que le consolase e iluminase, variaba de conversación; pero Seneca continuó como si no se le hubiese interrumpido:

—El animal era hermoso, y enamorado yo de él, le compré el aparejo más rumboso que encontré en la feria, le puse a doble pienso para que engordara y juré no darle un palo para que no se le estropeara el pelaje. La burra estaba que era cosa de bendecir a Dios al verla; pero no tardé en conocer que ni mis veceras ni yo habíamos ganado con la compra de tan hermoso animal, porque todo lo que tenía la burra de gorda y lucida, tenía de floja; tanto que en echándole encima un zurrón de fanega, se le blandeaban las piernas, y en dos o tres días no había que contar para nada con ella.—¡Malo va esto! dije yo un día en que me vi obligado a reemplazar a la burra cargando con los zurrones que esperaban con impaciencia las veceras; malo va esto si no le pongo remedio, y ello necesito ponérsele, que si no se dirá con razón que soy más burro que la burra. Cavilé un poco aquella noche, y el resultado de mis cavilaciones fue que debía acortar la ración a la burra y ayudarla a subir las cuestas con una buena vara de avellano.

—¡Sí, bastante adelantarías con eso!

—¿Que no adelanté? La burra, que cuando estaba como una pelota no podía con una fanega de cevera, hoy, que está como una pescada, puede con dos. Conque aplica el cuento, Angelote.

—No hay aplicación que valga. ¡Qué tienen que ver los burros con las personas!

—No hay persona que no tenga algo de burro.

—¿En el cuerpo o en el entendimiento?

—En el entendimiento o en el cuerpo.

—Maldito si te entiendo.

—Prueba de que no es en el cuerpo donde tú lo tienes.

En esta conversación llegaron Seneca y Angelote al pórtico de la iglesia, donde ya estaban reunidos muchos de sus convecinos. Poco despues sonó el último toque y entraron todos a misa.

Mientras ésta se celebraba, una pasiega, tendera ambulante, llegó al pórtico y estendió sobre un poyo sus mercancías, que consistían en pañuelos, percales, cintas y juguetes de niños.

Al salir las gentes de misa, muchas mujeres y algunos hombres, entre ellos Angelote, rodearon a la pasiega, unos solo para ver y otros para comprar.

—Vamos, ¿no me compra un pañuelo de estos para la mujer, que como es tan guapetona estará con él que se le caerá a Vd. la baba? preguntó a Angelote la pasiega estendiendo delante de él un pañuelo de muchos ringorrangos y colorines.

No necesitaba Angelote que su mujer se pusiera aquel pañuelo para que se le cayese la baba, que ya se le caía solo con haber dicho la pasiega delante de tanta gente que su mujer era guapetona.

Que si me le das en tanto, que si te le doy en cuanto, Angelote compró al fin para su mujer el pañuelo que la pasiega le ofrecía; y no contento con esto, compró también sendas pelotas para sus hijos.

—¿Qué te parece este pañuelo que he comprado para mi mujer? preguntó a Seneca.

—Me parece, le contestó éste, el aparejo que yo compré en la feria para mi burra.

IV

El pobre Angelote era verdaderamente pobre, porque mientras él echaba el cuajo trabajando solo en las heredades que rodeaban la casa blanca, sus hijos, que ya eran bastante talluditos para manejar un par de layas entre su padre y su madre, bajaban a jugar a la pelota y los bolos en torno de la iglesia, y su mujer, tan fresca como una lechuga, andaba de mercado en mercado y de romería en romería.

Seneca, que era el mismo demonio para observar y satirizar, observó cuatro domingos seguidos al ir a misa que a Angelote se le reían los calzones por la parte más seria, y observando el quinto domingo que a pesar de ser negros habían sido cosidos con hilo blanco, teniendo además puntada de mortaja de suegra, se puso a cantar con una sonrisa que frió la sangre a Angelote:


Tengo que tengo
la camisa cosida
con hilo negro.
 

Angelote, que si en sus accesos de melancolía renegaba de su mujer, la quería lo bastante para sacar la cara por ella en los demás casos, preguntó, a Seneca algo incomodado:

—¿Y a qué santo viene ahora ese cantar?

—¿Y a qué viene el hilo blanco en la tela negra? le preguntó a su vez Seneca.

—Yo te diré.....

—No, quien puede decírmelo es tu mujer.

—Pues estás equivocado, que he sido yo y no mi mujer quien ha cosido esto.

Seneca no tuvo valor para seguir chungándose con un hombre tan desgraciado que teniendo mujer necesitaba coserse por sí mismo los calzones, y en el fondo de su corazón formó en aquel instante el propósito de hacer cuanto estuviera a su alcance para corregir el desgobierno de que era víctima su amigo y convecino.

Pocos días después subía Seneca la cuesta de la casa blanca arreando varazos a su burra cargada de zurrones, entre ellos el de casa de Angelote.

Angelote estaba trabajando como un negro en una heredad rodeada de manzanos, mientras su mujer se peinaba con mil primores sentadita al sol a la puerta de la casa y los muchachos jugaban a los bolos bajo los nogales del campo inmediato.

—Deja ahí el zurrón, que aquél le subirá cuando venga a comer, dijo la del peinado sin moverse de su asiento.

Seneca dejó, en efecto, el zurrón a la puerta y se entró a la heredad donde trabajaba Angelote para echar una pipada y un párrafo en compañía de su amigo.

En la hondera de la heredad había cuatro o seis manzanos cuya estraordinaria lozanía llamó la atención de Seneca.

—¿Sabes, dijo este a Angelote, que esos manzanos son soberbios?

—Pues a pesar de eso, milagro será que no me caliente con ellos las piernas el invierno que viene.

¡Qué disparate, hombre!

—No hay disparate que valga.

—¿Cómo que no, si esos manzanos son verdaderas alhajas?

—Alhajas de similor. Ahí donde los ves tan lozanos y corpulentos, no llevan una manzana, al paso que esos otros de la cabecera, a pesar de ser tan ruines, no hay año que no se les rompan las quimas con el peso de la fruta.

Seneca varió de conversación, y mientras echaba la pipada en compañía de su amigo, observó con profunda pena que los calzones de éste soltaban la carcajada por todas partes.

—Oye, Angelote, preguntó al labrador, ¿tienes un par de pértigas buenas?

—¡Vaya si las tengo!

—Pues ve por ellas.

¿Para qué?

—Tráelas, hombre, que luego lo sabrás.

Angelote se fue y volvió un instante después cargado con dos grandes pértigas de char o apalear castañas y nueces. Su mujer y sus hijos venían tras él atraídos por la curiosidad, mientras el cerdo, aprovechando la soledad en que había quedado el zurrón, abría brecha en él con el hocico y se daba un buen atracón de harina.

—Vamos, aquí tienes las pértigas.

—Cojamos cada uno una y demos una buena paliza a estos manzanos.

—¿Para qué?

Para que no sean holgazanes.

¡Já, já! ¡Qué cosas tiene este Seneca! exclamaron en coro Angelote, su mujer y sus hijos.

Seneca cogió una pértiga y empezó a apalear los manzanos, y Angelote le imitó por seguir la broma y porque comprendió que el socarrón del molinero se proponía echar en cara indirectamente a su mujer y sus hijos cuán merecedores eran, por su holgazanería, de una buena paliza.

Palo va, palo viene, las ramas de los manzanos caían tronchadas, y en breve rato aquellos árboles, tan lozanos y bravíos un momento antes, quedaron medio desmochados, cosa que no lastimaba mucho a Angelote, pues estaba resuelto a cortarlos por el pie en vista de que no producían más que hojarasca.

—Desengáñate, que las palizas solo aprovechan a los burros.

—(¡No te vendría a ti mal una buena!) murmuró Seneca por lo bajo, y se alejó de la casa blanca.

V

Sabido es que la escesiva lozanía de las plantas aminora la cantidad y la buena calidad del fruto. En esta creencia se funda la costumbre que hay en la costa cantábrica de cargar de piedras los naranjos y los limoneros cuando son escesivamente lozanos. Como yo viese a un labrador de Bermeo usar de este procedimiento con los naranjos de su huerta y le dijese que dudaba de su eficacia, me contestó:—Si Dios le da a usted hijos y no muda de opinión, me temo que sus hijos no le van a dar a Vd. fruto alguno o se le van a dar muy insípido o muy amargo. Me ha dado Dios hijos y he mudado de opinión; pero como no hay pértigas en mi casa, dejo a la voluntad de Dios la calidad del fruto que den mis hijos.

Cuando Seneca y Angelote apalearon los manzanos de la casa blanca, se acercaba la primavera.

Algunas semanas después tuvo Angelote que hacer un viaje de ocho días y le emprendió encargando a su mujer y sus hijos que layasen para cuando él volviese un pedacillo de tierra inmediato a la casa y único terreno que él dejaba sin layar.

Cuando volvió de su viaje era de noche y en casa todo lo encontró como quien dice patas arriba. ¡Ni lumbre siquiera había en el hogar para hacer la cena!

Acostóse el pobre Angelote desesperado, y así que amaneció se asomó a la ventana a ver qué tal habían hecho su mujer y sus hijos la layada que él les encargó. Su desesperación no tuvo límites cuando vio que el pedazo de tierra estaba aún sin layar; pero al dirigir la vista a la hondera de la pieza dio un grito de alegría y esperanza: ¡los manzanos apaleados, que nunca habían echado una flor, estaban cubiertos de ellas!

Aquella misma mañana cogió Angelote una vara de avellano y arreó a su mujer y sus hijos una buena paliza en vista de que se negaban como siempre a trabajar.

Y desde aquel día Angelote no volvió a trabajar solo en las heredades ni volvió a ir a misa con los calzones negros cosidos con hilo blanco.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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