I
Oye, amor mío, el cuento de La resurrección del alma...
Qué, manojito de azucenas y rosa de Alejandría, numen inspirador de los CUENTOS DE COLOR DE ROSA, ¿no te gusta el título de este cuento, que al oírle haces un desdeñoso mohín?
— No, no me gusta, porque el alma es inmortal, y allí donde no puede haber muerte no puede haber resurrección.
— ¿Y en eso nada más se fundan tus escrúpulos?
— En eso nada más.
— Pues tranquilízate, que el autor de LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA, tan rico de fe como pobre de inteligencia y dinero, no va a manchar la pureza de estas páginas con una impía negación. Ya sé que el alma, el soplo divino que anima nuestra frágil naturaleza, se remonta al cielo, en virtud de su inmortalidad, cuando la materia muere; pero si el alma no muere para el cielo, muere para la tierra, ausentándose de ella, y ésta es la muerte de que se trata aquí. ¿Estás ya tranquila, rosa de Abril y Mayo?
— Lo estoy en cuanto al título de tu cuento; pero ahora me inquieta el temor de que te des a la metafísica...
— Desecha, desecha ese temor también, pues jamás olvidaré que escribo para que me entienda el público español. El público español es un buen hombre que sabe leer y escribir medianamente, y... pare usted de contar.
— ¿Y cómo has averiguado eso?
— Muy fácilmente. En la escala de la sabiduría española he tomado un hombre de cada escalón; los he mezclado y reducido a polvo en mi mortero intelectual; de este polvo he formado barro; con el barro me he puesto a modelar una figura humana, y me ha resultado un hombre, bellísimo sujeto, eso sí, pero que sólo sabe leer y escribir medianamente. Pero, calla, calla, que si te eriges en catedrático Reparos, será mi cuento el de nunca acabar.
A principios del presente siglo, el Concejo de G...., uno de los quince que componen las Encartaciones del Muy Noble y Muy Leal Señorío de Vizcaya, tenía treinta casas menos que en la actualidad.
Cuéntase allí que en tiempo de los gentiles (tiempos que allí tiene en boca del pueblo una significación muy parecida a la que tiene en otras provincias de España el tiempo de los moros, que no osaron traspasar el Pirineo cantábrico) las altas montañas que componen la, jurisdicción de G... apenas estaban separadas por valle alguno; pero un día, por cierto muy triste y nebuloso, asomó por el Sur un río, exclamando: «Dejadme pasar, que voy a buscar la mar salada». Y las montañas le abrieron cortésmente un ancho paso, diciéndole: «Pase usted, señor mío, que en esta tierra no acostumbramos a poner impedimento al viajero, mándelo o no lo mande su carta de seguridad».
El río sigue pasando, y las montañas siguen dejándole libre el paso, en cambio de los ricos dones que en forma de truchas, grano, hortalizas y flores deposita agradecido a sus pies.
A principios del presente siglo había, como hoy, en el fondo del valle que corta el Concejo, una iglesia rodeada de nogales y fresnos, una ferrería y varios molinos río abajo, y como unas treinta o cuarenta casas agrupadas en torno de la iglesia, pero separadas unas de otras por huertas y campillos poblados de cerezos, manzanos y perales.
Las caserías dispersas en las montañas constituían la población más numerosa del Concejo. En una de aquellas montañas se ven ahora unas treinta casas reunidas en torno de una iglesia, pero entonces rara vez se veían cuatro juntas; una blanqueaba vagamente en la espesura de un castañar, otra en un rebollar, otra en la linde, de una sebe, otra en la cumbre de un cerro, otra a la orilla de un torrente, que se despeñaba por una cañada corriendo a ver pasar el río, como niño indómito que corre a ver pasar al viajero, por más que su madre diga desde la ventana: «¡Se va a estrellar! ¡Se va a estrellar! ¡Ese enemigo malo me ha de quitar la vida!» Por supuesto, cada casería tenía en sus inmediaciones una llosa de seis a diez fanegas de sembradura, cuidadosamente cercada de seto, cárcava o pared seca.
La mayor parte de estas caserías estaban habitadas por inquilinos, y las restantes por caseros, o lo que allí es lo mismo; por sus dueños.
A estas últimas pertenecía tina muy hermosa que se alzaba en una llanada rodeada de sebes y bosques incultos, que se extendían a distancia de media legua.
Vamos a describir en pocas líneas aquella casería, y... ¿qué va a qué, por poco que sea mi ingenio, recuerdan haberla visto los que han viajado por las Encartaciones?
La casería de Ipenza era blanca y cuadrilonga, alta por la fachada principal y baja por la opuesta. Se componía de tres pisos: el bajo, en que estaban la cuadra (bodega se llama allí, muy impropiamente), la rocha y la cubera; el principal, que servía de cómoda habitación a los moradores de la casería, y el alto, que era un hermoso pavo con dos ventanales. He dicho que la casería era blanca, y no he sido completamente exacto, pues por una de sus fachadas laterales era verde, gracias a una gran hiedra que cubría toda la pared, y que respetaba el casero, por tres razones: la primera, porque cuando así abrazaba a la casa, señal de que la quería; la segunda, porque era una anciana, y, por consiguiente, había conocido a sus antepasados, y la tercera, porque el ganado de la casería gustaba mucho de una racioncita de hojas de hiedra cuando el mal tiempo no lo permitía pacer la hierba de los campos. En la fachada principal de la casería había un patín, por el cual se entraba al piso principal, y en cuyo pretil crecía entre las junturas de las piedras una verde mata de perejil que decía: «Aquí estoy yo», cuando olía cabrito o liebre en la cocina, y una cenicienta mata de ruda, que cuando los caseros se quejaban de que mamase aún el becerrillo, a pesar de sus tres meses, exclamaba hecha una hiel: «Dejen ustedes por mi cuenta a ese mamón, que yo le amargaré el gusto». A un lado del patín estaba un higar, que en otoño jugaba al higuí con las gallinas y el perro Navarro, que le rondaba a todas horas, haciéndosele los dientes agua. A otro lado del patín se habría la puerta que daba entrada al piso bajo. Un poco más allá estaba el horno con una gran tejavana, bajo la cual se guardaba el carro, la leña el arado y otros aperos de labranza. Delante de la casería había un hermoso campo poblado de nogales, cerezos y otros árboles frutales.
Por último, en medio de este campo estaba una gran poza, cuya utilidad se reconocerá, sabiendo que en ella se daba de beber al ganado, que se la limpiaba dos veces al año para abonar las heredades con la terrada que en ella depositan las aguas llovedizas, y que en una ancha piedra areniza, que estaba medio sumergida en ella, se afilaban las hachas y otras herramientas.
El que me salga ahora con que, a pesar de haber viajado por las Encartaciones, no ha visto la casería de Ipenza, me permitirá decirle que es muy corto de vista, o no ha bajado de Peñas abajo.
II
Mañanita de San Juan,
cuando la gente madruga,
alieron de Ipenza Catalina y Santiago, y bajaron a misa primera al valle, cantando y saltando por los rebollares.
Catalina era una niña de doce años, rubio como la espiga del maíz en sazón, y con unos ojos azules como la flor del lino.
Santiago era un muchacho de quince, de cara, trigueña y ojos negros como la endrina.
Catalina era la dulce virgen del Septentrión, rica de pureza y mansedumbre.
Y Santiago el mancebo del Mediodía, lleno de energía y pasiones ardientes e inquietas.
Catalina no conocía padre ni madre. Una mañana de invierno, Quica, la casera de Ipenza, es decir, la madre de Santiago, oyó hacia el horno vagidos como de una criatura recién nacida, y se apresuró a averiguar quién los daba. Dentro del horno estaba una niña recién colgadita en una cofa y envuelta en unos pobres pañales.
El asombro de Quica fue inmenso ante aquel hallazgo.
— ¡Pobre alma mía! — exclamó la buena aldeana, tomando en sus brazos la criatura y cubriéndola de lágrimas y beso— . ¡En qué entrañas de fiera has sido engendrada!
Y viendo que la niña tenía un papel sujeto con la faja, se apresuró a leerle. El papel decía:
«Esta niña no está bautizada. Su desconsolada madre pide, por amor de Dios, a los vecinos de Ipenza que amparen a esta pobre criatura. Se la coloca aquí para que no la hagan daño los animales, para que no se muera de frío (pues el horno, que se calentó ayer, estará tibio aún), y porque Quica, la de Ipenza, es caritativa y buena.»
Quica, que antes de leer este papel empezaba ya a desatarse en improperios contra las madres que abandonan el fruto de sus entrañas, no se atrevió, así que le hubo leído, a maldecir a la madre de aquella niña.
Corrió a dar cuenta a su marido de aquel inesperado hallazgo; en breves instantes sustituyó con una buena envoltura, que había servido a su hijo, la miserable de la niña, y mandó a buscar a una mujer que vivía en una casería inmediata para que diera de mamar a la hambrienta criatura.
Ramón, que así se llamaba el casero de Ipenza, tenía tan buen corazón como su mujer.
— ¿Y qué haremos con este pobre ángel de Dios? — le preguntó Quica, mirándole a la cara con atención tal, que cualquiera hubiera dicho que le importaba mucho su contestación.
— ¿Qué hornos de hacer? — contestó Ramón— . Dar parte a la justicia para que envíe la niña a la Diputación...
— Válgame Dios! — exclamó la aldeana entristeciéndose— . ¡Adónde irá a parar esta criaturita! ¡Tal vez tropezará con alguna aña que la deje morir en cuatro días!
Y besando a la niña, con los ojos arrasados en lágrimas, añadió:
— ¡Qué hermosa eres, prenda del alma!
— Sí que lo es — asintió Ramón, contemplando también enternecido a la niña.
— Hijo, bien dicen que no está la suerte para quien la busca. Yo, que siempre he pedido al Señor una hija no la he tenido, y a las descastadas que las abandonan se las da su Divina Majestad como serafines del cielo.
— Mujer, ¡y qué hemos de hacer más que conformarnos con la voluntad de Dios!
— Pero Ramón, ¿no ves qué alhaja es esta criatura?
— Sí, sí; hermosa es. ¡Dios la bendiga!
— Y decir que tal vez irá a parar a alguna picaronaza que sólo tendrá cariño a las mesadas de la Diputación...
— ¡Tienes razón, mujer, es un dolor!
Quica se desesperaba viendo que su marido no adivinaba, o no quería adivinar, sus deseos.
Iba ya a formular éstos terminantemente, cuando el alguacil del Concejo, asomando por un altito que daba vista a la casería de Ipenza, gritó:
— ¡Ramón, de parte del señor alcalde, que el domingo, a las doce, hay Concejo!
— Está muy bien — contestó Ramón— . Pero oye, haz el favor de llegarte acá, que tengo que darte un encargo para el señor alcalde.
— Allá voy — contestó el alguacil, siguiendo hacia la casería.
— ¿Qué encargo le vas a dar? — preguntó Quica a su marido, sumamente inquieta y alarmada.
— ¿Qué encargo ha de ser? — contestó Ramón— . El de que se lleve a la niña y la entregue a la justicia, que la mandará a Bilbao.
— ¡Hija de mi alma! — exclamó Quica hecha un mar de lágrimas, estrechando a la niña contra su pecho y abrumándola de caricias.
Ramón comprendió entonces lo que su mujer quería, pero guardó silencio hasta que llegó el alguacil.
La ansiedad de la aldeana llegaba al colmo.
— Te he llamado — dijo Ramón al alguacil para que hagas presente al señor alcalde que esta mañana hemos encontrado en el horno de casa esta pobre niña.
— ¡Y es una joya! — dijo el alguacil, reparando en la inocente expósita— . Es un dolor que no tenga madre...
— No la tenía esta mañana, pero la tiene ya — repuso Ramón.
— ¿Y quién es su madre?
— La madre de mi hijo.
Quica exhaló un grito de infinita alegría, y enlazó el cuello de su marido con el brazo que le dejaba libre la niña.
— Conque cuenta al señor alcalde lo que hay y dile que nosotros prohijamos esta niña.
— Así lo haré — respondió el alguacil.
Y volvió a tornar el camino del valle.
— ¿Estás ya contenta, madre de los afligidos? — preguntó Ramón a su mujer, sonriendo.
— ¡Sí! ¡Sí! ¡Que Dios te bendiga!... — contestó Quica desahogando su gozo en abundantes lágrimas.
— ¡Anda, anda! — dijo Ramón en tono benévolamente chancero— , que eres la más chiquillera que ha nacido de madre. Tú te debías haber casado con San Vicente de Paúl, que llevaba chiquillos hasta en el baúl.
Aquel mismo día formó parte de los moradores de Ipenza, en calidad de aña de la expósita, la vecina que había venido a dar a ésta de mamar algunas horas antes.
Pero volvamos a Santiago y a la Jarioga que así llamaban a Catalina y jariegos llaman a los hijos naturales en las Encartaciones.
— ¿Y por qué les dan ese nombre?...
— Sólo puedo decirte, casta flor de mis amores, que en las Encartaciones se llama jaros a los matorrales.
— ¿Y qué relación hay entre el hijo natural y lo que allí llaman jaro, para que el nombre del primero parezca derivación del segundo?...
— Permíteme que no te lo diga, porque no eres bastante ilustrada para comprenderlo.
— ¡Qué gracioso!...
— ¡Mal haya el que pospone la decencia a la gracia!... Pero escucha, y no me expongas a que algún lector me diga que estas divagaciones son mucho cuento.
Santiago y Catalina volvieron de misa primera poco después de salir el sol, y dos horas más tarde quedaron exclusivos dueños de Ipenza, pues los demás moradores bajaron a misa mayor, encargando al partir a los motiles que cuidaran, Catalina de la olla y las gallinas, y Santiago de las llosas, continuamente expuestas a las invasiones de las saltarinas cabras, a pesar de sus buenas cárcavas y sus buenos setos.
Catalina desempeñaba sus funciones culinarias como una mujercita de provecho; pero Santiago se contentó con encomendar las suyas al zángano de Navarro, que fue puesto de centinela en un altillo que dominaba las llosas, pero que, apenas se retiró el cabo, se escurrió a dormir como un lirón a la sombra de un parral inmediato.
Santiago, cuya naturaleza era opuesta a la de Navarro; Santiago, que no podía estarse nunca quieto, que, como decía su madre, parecía que tenía azogue, se entretenía en el campo frente a la casería en tirar piedras a los tordos y los picazos que acudían a los cerezos.
De repente sonó el tamboril allá en las montañas del otro lado del valle, donde había una ermita de San Juan, y donde había fiesta aquel día.
Santiago, al oírle, empezó a bailar como un desesperado, escogiendo por pareja, a falta de otra, el robusto tronco de un cerezo...
— ¿Te sonríes? ¿Dudas? ¿Crees que no hay quien lleve tan allá como mi héroe su afición al baile? Pues oye.
Por espacio de cuarenta años ha gozado de gran celebridad en las Encartaciones un hombre, llamado con mucha propiedad el Chato. El Chato estaba siempre dondequiera que estaba un hombre con un tamboril colgado del brazo izquierdo, un palillo en la mano derecha y un silbo apoyado en la boca y pulsado con la mano izquierda; pero cuando el cuidado de su casa, que estaba situada en un alto, no le dejaba asistir a la romería, pasaba la tarde bailando con un rebollo que aún existe cerca del islo de Otáñez, en el límite occidental del Señorío.
Pero Santiago no sufría con tanta resignación como el Chato la inacción de su pareja; así que bailó el primer corro y oyó el preludio del segundo, corrió bajo la ventana de la cocina y empezó a gritar:
— ¡Jariega! ¡Jariega! ¡Baja, que suena el tamboril en San Juan, y vamos a echar un corro que se hunda la tierra!
Catalina se asomó a la ventana.
— ¿No ves — dijo— que señora madre me va a reñir si no cuido la comida, y que el Morroño anda toda la mañana por ver si puede meter mano a los estiques que están a la lumbre?
— ¡Que se lleve la trampa la comida!
— ¡Pues! ¡Y por divertirse!...
— ¿Y te parece poco divertirse? Por divertirme una hora doy yo veinte años de vida.
— No... ¡Si tú fueras rico!...
— Chica, si yo fuera rico, me había de dar una prisa a divertirme, que, por ligera que viniese la muerte a estorbarlo, había de llegar tarde. ¡Baja, Jariega, baja, que ya empieza otro corro!
Catalina, que llevaba la docilidad hasta el exceso, y particularmente con Santiago, tomó las posibles precauciones para que el Morroño no hiciese una de las suyas con los estiques, y bajó, en efecto, al nocedal.
Por complacer al que consideraba su hermano, se puso a bailar con el joven; pero aún no habían terminado el corro, cuando dijo que se cansaba, y Santiago, a pesar de que estaba en sus glorias bailando, se apresuró a dejar el baile para que Catalina descansase.
El tamboril volvió a sonar a corto rato.
El baile es antipático a las almas delicadas y puras. Si David, que era un gran poeta, bailó ante el Arca Santa, bailó movido por el sentimiento que inspiró sus inmortales salmos, y no por el que le hizo codiciar a Batsabé; pero este ultimo sentimiento, el sentimiento carnal, es el que, con ligeras excepciones, hace mover los pies desde que pasaron los tiempos bíblicos. En los tiempos modernos, un alma de poeta en un cuerpo de bailarín sería un fenómeno con que uno se podría hacer rico enseñándole a cuatro cuartos.
El tamboril volvió a sonar, y Catalina, que no quería bailar, porque el baile era antipático a su alma delicada y pura, trató de distraer la atención de Santiago; lo primero que le ocurrió fue alzar la vista al cerezo y exclamar:
— ¡Ay! ¡Qué cerezas tan hermosas!
Santiago, que ya iba a decir: «Ea, vamos con otro corrito», se calló la boquita, adivinando una cosa: que Catalina no quería bailar, y suponiendo otra: que Catalina quería cerezas.
— ¿Quieres — preguntó a la niña— que suba y te las coja, o te apurra la quima?
— No, que está escachado el cerezo — dijo Catalina.
— ¡Bastante me importan a mí los escachos! — dijo Santiago trepando al cerezo, como si realmente sus carnes fueran invulnerables.
Y adelantándose a una rama de las más bajas que, en efecto, estaba cargada de hermosas cerezas ampollares, la inclinó con el peso de su cuerpo, hasta ponerla al alcance de la mano de Catalina.
Esta cogió algunas cerezas, más por no desairar la buena voluntad de Santiago, que porque tuviese gana de ellas.
Santiago bajó del cerezo de un salto, trayendo en la boca dos pares de hermosísimas cerezas unidas por los rabillos.
— Verás — dijo a la niña— qué par de arracadas te voy a regalar.
Y le cogió de cada oreja un par de cerezas, operación en que Catalina consintió, sonriendo de placer y agradecimiento.
— Ahora — añadió— te las regalo de mentirijillas; pero verás como no sucede así cuando yo sea rico.
— Sí, como no me ponga otras hasta que lo seas...
— Ya verás si lo seré cuando vaya a las Indias, que no tardaré mucho, pues tío, el que está allá, prometió enviarme a buscar cuando yo tuviese quince años, y por Santiago los cumplo. Catalina bajó tristemente la cabeza.
— ¿Por qué te entristeces, chica?
— ¡Toma! Porque dices que te vas a ir a las Indias.
— ¡Qué tonta! ¡Pues así fuera mañana!
— ¿Y para qué quieres irte?
— ¡Buena pregunta! Para hacerme rico y darme una vida... ¿No quisieras tú ser rica?
— Sí que quisiera.
— ¿Y qué ibas a hacer entonces?
— ¡Qué sé yo?
— Tú nunca deseas nada.
— ¡Cabalito, amén, Jesús! ¿Conque no deseo nada? Verás si deseo: deseo mucho dinero, para dar un duro a cada pobre que llegue a la puerta; deseo un jardín con muchas rosas y claveles y azucenas, para hacer todas las mañanas dos ramos y ponerlos, el uno en el altar de la Virgen, de la Soledad y el otro en mi cuarto; deseo que hagan otra casa en Ipenza, porque da miedo vivir en una casería sola; deseo estar cerca de la iglesia, porque alegran las campanas y se quita la tristeza rezando ante los altares, y deseo... que no te vayas a las Indias. ¡Mira tú cómo deseo muchas cosas!
Burlábase Santiago de los inocentes deseos de la niña, cuando le gritaron desde una casería cercana que un rebaño de cabras estaba sacando la tripa de mal año en la pieza de borona cuya guarda había confiado a Navarro. Corrió a enguisar el perro a las comunistas, y Catalina se fue también a ver si el Morroño opinaba en la cocina, como las cabras en la llosa, que la propiedad es un robo.
La gente salía ya de misa y tomaba las estradas que conducían a las caserías dispersas, como la de Ipenza, en las alturas.
III
Desde el fondo del valle había visto Ramón las cabras en la llosa, y antes de llegar a casa tomó de un seto una vara de avellano, con objeto de medir con ella las costillas a Santiago por su descuido.
— ¿Dónde está, dónde está ese pícaro, que le he de matar?... — preguntó a Catalina al llegar a casa.
— Señor padre — contestó la niña temblando— , está en la llosa.
Si hubiera estado allí, como se le mandó, no hubieran destrozado las cabras la borona.
— Se vino porque le llamó yo para que me cogiera unas cerezas ampollares.
— ¡Jariega habías tú de ser para ser buena! — dijo Ramón, yendo a dar un pescozón a Catalina; pero Quica se interpuso, deteniendo el brazo de su marido y exclamando:
— ¡Ramón, por el amor de Dios, no pegues a la niña, que harto trabajo tiene la pobrecita de mi alma con no conocer padre ni madre!...
— Pues el bigardo de tu hijo, que los conoce, será quien lleve la farda.
— Hombre, no seas terco, que todos hemos sido jóvenes y descuidados. Además, hoy debemos pasar el día en paz y en gracia de Dios, ya que hemos tenido una buena noticia.
— Bien, lo que tú quieras, mujer — contestó Ramón, ya completamente aplacado— . Siempre ha de ser lo que a vosotras se os antoja. Aquí lo del cuento que contaba el difunto de mi padre, para probar que ni las cosas más difíciles de este mundo se resisten al antojo de las señoras mujeres.
— ¿Y qué cuento era ese? — preguntó Quica muy alegre, viendo ya a su marido tan placentero como de costumbre.
— Cuando Cristo andaba por el mundo sanando enfermos y resucitando muertos, le salió al encuentro una mujer y le dijo, tirándole de la capa y llorando como una Magdalena:
— Señor, haga usted el favor de venir a resucitar a mi marido, que se murió esta mañana.
— No me puedo detener — le contestó el Señor— , porque voy a escape a hacer un milagro de padre y muy señor mío, que es encontrar una buena madre de familia entre las mujeres aficionadas a toros y novillos; pero todo se andará si la burra no se para. Lo que yo puedo hacer es que se te antoje resucitar a tu marido, y tu marido resucitará.
Y, en efecto, a la mujer se le antojó que su marido había de resucitar, y su marido resucitó; que ni los muertos pueden resistirse a los antojos de las mujeres.
— Quica y Catalina rieron grandemente el cuento de Ramón; quo el cariño encuentra gracias hasta en cuentos tan desgraciados como el que contó Ramón y los que yo cuento.
Catalina se fue llena de alegría, al ver que al cabo se había despejado el cielo, a poner la mesa en el patín, deliciosamente sombreado por el higar, y entretanto se preguntaba:
— ¿Qué buena noticia será esa de que ha hablado señora madre?
Santiago y Navarro asomaron por el nocedal, ambos cabizbajos y recelosos, porque a ambos les remordía la conciencia.
— ¡Venga usted a comer, señorito! — dijo Ramón a Santiago.
Navarro creyó que el amo hablaba con él, y refunfuñó para sí:
— ¡Malo, malo, cuando sin serlo le llaman a uno señorito!
Y fue a tumbarse tímidamente bajo la mesa, a la cual acababa de sentarse Santiago con menos remordimientos que el perro.
Ramón y Quica sabían el buen efecto que había de causar en su hijo la buena noticia que habían recibido, y se apresuraron a desembucharla.
Esta noticia se encerraba en una carta de Méjico, que Ramón sacó del bolsillo, y empezaba de este modo.
«Querido hermano Ramón: Si no estoy equivocado, el chico va a cumplir ya quince años, edad la más a propósito para aclimatarse en este país y para emprender la carrera del comercio, que yo con tanta honra y provecho he seguido. Mandadme, pues, a mi sobrino y ahijado Santiago con el primer buque que salga de Bilbao, que de mi cuenta corre el hacer de él un hombre de provecho.»
Esta carta enloqueció de alegría a Santiago y entristeció profundamente a Catalina. Y llegó el 15 de agosto, gran día para el Concejo, pues en su iglesia parroquial se celebraba la fiesta de la Asunción.
Apenas había amanecido y ya las blancas columnas de humo que se elevaban de los hogares formaban sobre todo el valle una diáfana y azulada nubecilla, agitada mansamente por las vivificadoras áureas cantábricas.
En las montañas vascongadas, ennoblecidas por la historia y fecundadas por el sudor de sus habitantes, armonizan tan santamente el templo y el hogar y la naturaleza, que al contemplar allí el viajero el hermoso símbolo compuesto de tres manos enlazadas y la leyenda Irurac— bat, duda si este símbolo es sólo el de las tres provincias hermanas, o a la vez el del templo y el hogar y la naturaleza.
Llega la fiesta parroquial del valle, y de esta consoladora trinidad surgen las alegrías más puras del pueblo vascongado, que las busca en el templo cuando el sol empieza a dorar sus montañas, en el hogar cuando el sol llega al cenit y en la arboleda cuando el sol se acerca al ocaso. Siempre, siempre se confunden allí armónicamente el toque de la campana, el nombre de ¡padre!, ¡hijo!, ¡hermano!, y el canto de la malviz.
Ya allá abajo, en el fondo del valle, se mezclaban el son del tamboril y el repique de las campanas, y el amor de las familias salía alborozado de todas las caserías a recibir al pariente forastero que, atravesando sombríos castañares, o verdes y bien cultivadas liosas, va una vez al año a rejuvenecer su corazón bajo aquel techo, en aquellas arboledas, en aquellos huertos, en aquel templo donde están los recuerdos más dulces y santos de su infancia.
Todos los hogares elevaban al cielo blancas columnas de, humo, como nubes de incienso enviadas al Señor por la abundancia y las benditas alegrías que derramaba en ellos; pero el hogar de Ipenza parecía apagado aún. Sin embargo, sus moradores se habían levantado antes que los pájaros entonasen en el nocedal y las selvas el canto de la alborada.
Santiago se preparaba a tomar el camino de Bilbao, porque había llegado la hora de embarcarse para ese nuevo hemisferio, adonde ¡oh, noble Patria mía!, la flor de tu hidalguía y hermosa juventud va a buscar un sepulcro tan triste, tan triste, Dios mío, que ni las lágrimas de una madre lo santifican, ni las flores del valle nativo le adornan.
Ramón debía acompañar a su hijo hasta Bilbao, porque en el fondeadero de Olabeaga lo esperaba un buque.
Quica, que hasta aquel instante, no había derramado una lágrima, porque sólo había visto a su hijo en el camino de la felicidad, como visteis a los vuestros vosotras, desconsoladas madres, que ya sólo veis un sepulcro en las regiones americanas; Quica lloraba ya sin consuelo.
La pobre Catalina había llorado tanto por espacio de mes y medio, que no quedaban ya lágrimas en sus ojos; no lloraba, pero sentía el abatimiento y la tristeza que deben sentir los que se mueren.
Los ojos de Santiago se humedecían a veces, pero no tardaban en brillar de alegría.
— Vamos, vamos, que parecen ustedes niños llorones — exclamó Ramón, arrancando a su hijo de los brazos de Quica y Catalina— . ¡Cualquiera diría que el caso es para llorar!... ¿No me veis a mí? Pues yo también tengo mi alma en mi armario...
Y, en efecto, Ramón la tenía, pues de sus ojos se deslizaban lágrimas como avellanas.
Santiago y Ramón partieron.
Desconsoladas, Quica y Catalina los siguieron con la vista hasta que traspusieron un cerro cercano. Entonces la niña hizo un esfuerzo casi sobrenatural para serenarse y dijo:
— Señora madre, voy a llevar las ovejas al monte.
— Haz lo que quieras, hija — le contestó Quica maquinalmente.
Catalina tenía por costumbre abrir la puerta todas las mañanas a un rebañito de ovejas y encaminarle hasta un tiro de piedras de la casería, donde dejaba solas las ovejas; pero aquel día siguió con ellas hasta el cerro que acababan de trasponer Ramón y Santiago, y desde aquel cerro pasó a otro, y desde éste al de más allá, siempre clavando la vista en el camino de Bilbao, hasta que, rendida de fatiga y muerta de tristeza, inclinó la hermosa frente, y en lugar de dirigirse a la casería de Ipenza se dirigió a la iglesia del valle y se arrodilló ante el altar de la Virgen de la Soledad.
IV
Muchos años hace que Santiago se ausentó Ipenza.
— Cuéntame, cuéntame su vida durante ese largo tiempo.
— Son, amor mío, muy escasas y muy oscuras las noticias que de ella tengo. Así, pasaré como sobre ascuas por el volcánico suelo americano, para volver cuanto antes al fresco y tranquilo y feliz suelo vascongado.
Santiago fue recibido en Méjico con grandes muestras de cariño. Su tío era uno de los comerciantes más ricos de aquella ciudad. Rayaba ya en los cincuenta años, y no se había casad ni pensaba casarse. Durante el primer año, Santiago fue un modelo de aplicación y juicio, por lo cual su tío le tomó un cariño entrañable, concentró en él todo ese caudal de amor que guardan, sin sabe qué hacer de él, los que han llegado a los cincuenta años sin familia y sin amigos del corazón; pero al año empezó a cedear, con mucho sentimiento de su tío. Los amores vergonzosos, el juego, los espectáculos sangrientos, el lujo los banquetes, todas esas cosas que constituyen la dicha de las almas groseras, tenían para él un encanto que no siempre podía resistir.
La caridad, las letras y las artes, el amor puro, la hermosura de la naturaleza, las expansiones tranquilas o ingenuas de la amistad, el pensamiento o el jazmín que nos envía dentro de una carta nuestra madre o nuestra hermana, el recuerdo constante de nuestro hogar, el ansia continua de tornar al valle nativo, todas esas cosas, que son la gloria de las almas delicadas, carecían de encanto para Santiago.
Un día le llamó su tío a su despacho y le dijo:
— Santiago, veo con dolor que te apartas del buen camino que Yo he seguido para llegar a la estimación de todo el mundo y al millón de pesos de que soy dueño en la actualidad. Tú te desvives por gozar del mundo, y vas por un camino enteramente opuesto al punto a que quieres llegar. Si trabajas sin descanso, un día serás dueño de las riquezas de tu tío, y podrás satisfacer esa ambición de goces materiales que te consume; pero si no trabajas ni te apartas de la vida que has emprendido, jamás se realizará tu sueño, porque no podrás disponer de riquezas propias ni heredar las de tu tío. Medita bien lo que te digo, y escoge lo que más te convenga.
En efecto; Santiago meditó las palabras de su tío, y al cabo se decidió a trabajar para ser rico y luego darse la vida que constituía su eterno sueño.
Su tío, que le quería mucho, solía decir cuando se trataba de Santiago:
— Ese muchacho se porta, gracias a que yo le canté la cartilla así que empezó a ladearse. Estoy resuelto a dejarle mi capital cuando yo cierre el ojo, porque a la verdad se lo merece, pero tiemblo al pensar lo que va a hacer cuando se encuentre rico; va a querer desquitarse en un año del hambre de goces que está sufriendo hace diez, y va a morir de una indigestión o un estallido. Ustedes verán, si viven, si mis temores son o no fundados.
El día de esta prueba llegó más pronto de lo que el bueno del comerciante se figuraba: El tío de Santiago murió al cumplirse los diez años de la llegada del sobrino a Méjico.
Santiago se encontró, pues, a los veinticinco años, dueño de veinticinco millones de reales y de veinticinco millones de deseos de goces materiales.
Recuerda lo que una mañanita de San Juan decía a Catalina en el nocedal de Ipenza.
— Chica, si yo fuera rico, me había de dar una prisa a divertirme, que por ligera que viniese la muerte a estorbarlo, había de llegar tarde.
— Ya que hablas de Catalina, ¿qué había sido en todo ese tiempo de la pobre chica, y de Ramón y Quica, y Navarro, y el Morroño?
Catalina era una de las chicas más lindas que paseaban las Encartaciones; tanto, que a pesar de ser jariega, de estar siempre más triste que un entierro, y de saber todo el mundo que plantaba unas calabazas al lucero del alba, le salía cada día un novio.
Ramón y Quica estaban ya hechos unos carcamales, sin duda por las pechadas de llorar que se daban cuando venía el correo de América y no traía carta del chico, lo cual sucedía casi siempre.
Por quien no pasaba día era por Navarro; Navarro había arreglado su modo de vivir, y con él le iba a las mil maravillas; dormir bajo los parrales en primavera y en verano, y en la cuadra en otoño y en invierno; comer para vivir, y no vivir para comer; hacer cuatro carocas a sus amos cuando venía a pelo, para no incurrir en la fea nota de impolítico y descastado, y no darse malos ratos por nada, ni por nadie, y mucho menos por una novia que tenía en una casería inmediata; tal era su método de vida, y de allí no le arrancaba una pareja de bueyes. Así era que, teniendo ya trece años, nadie le echaba arriba de siete.
En cuanto al Morroño, continuaba ahogando el grito de su conciencia con el siguiente silogismo:
«La propiedad es un robo; luego mi amo ha robado los chorizos que tiene en la despensa, y, por consiguiente, es un ladrón. El que roba a un ladrón gana cien días de perdón; luego yo gano cien días de perdón robando a mi amo».
Pero volvamos a Méjico.
Santiago, en medio de sus malas cualidades, tenía alguna ley a su Patria, bien que estas cualidades general y característica en la raza vascongada. ¿Sabes tú, flor de las llores, cuál es el mayor deleite de los hijos de las Tres Nobles Hermanas, lo mismo en Madrid que en las Antillas, lo mismo en las Repúblicas hispano— americanas que en los Estados Unidos, donde quiera que los conducen su carácter emprendedor, su fama de hombres leales y honrados, y su afán de enriquecerse para enriquecer a su familia y a su Patria? Reunirse en sus horas de descanso con los que han nacido en sus patrios valles, y cualesquiera que sean los intereses y las afecciones que los liguen con el país en que residen, y por largo que sea el período de su expatriación, delirar y soñar con la tierra natal y con el hogar de sus padres. ¡Ah! ¡Tú no puedes comprender como yo lo que pasa en el corazón de un vascongado, cuando aunque no sea mas que a sesenta leguas de sus montañas, llega a su oído el sonido de un tamboril, o se ofrece a su vista el traje usual de su aldea, u oye la rica y venerable lengua de los escaldunas!
— Quiero volver a mi país — se dijo Santiago— , porque mis padres son ya viejos, y desean verme, porque la pobre jariega es una buena muchacha, aunque sus cartas demuestran que sigue tan llorona como siempre, y porque mi país es bueno para dar una vuelta por él; pero muy tonto sería yo si antes no viera y gozara cuanto hay que ver y gozar en el Nuevo Mundo, que sólo he visto por un agujero.
Esto se dijo Santiago, o más bien el señor don Santiago, porque ya da vergüenza nombrar con tanta llaneza a un hombre que tiene tantos millones: esto se dijo, y al día siguiente se echó a vivir.
¡Buenas, muy buenas las corrió el señor don Santiago en la América Central y en la del Sur!
Carruajes a docenas:, caballos a centenas, criados a gruesas, amigas a millares: cada noche un banquete y lo demás que se calla; cada semana las emociones de un desafío, cada día el berrinche de un par de horas de juego, y de cuando en cuando un costalazo en una apuesta a que reventaba un caballo en cinco minutos; esto fue lo que por espacio de medio año dio al señor don Santiago una celebridad inmensa en la América española.
En Madrid, y no sé si en otras partes también, tienen tos confiteros una táctica muy ingeniosa para evitar que sus dependientes figuren entre los primeros consumidores del dulce fruto de sus tareas. Reciben un muchacho rocín venido de la tierra (ésta es la frase consagrada por el uso. ¡Qué chistes se oyen, Dios mío!), y lo primero que le dicen es:
— A ti te gustan los dulces, ¿no es verdad? Pues tienes licencia para comer los que te dé la gana, con tal que seas hombre de bien.
El muchacho, cuyo bello ideal había sido siempre tener a su disposición una confitería, ve el cielo abierto con esa advertencia, y se da un atracón de yemas como él solo.
La consecuencia de este atracón es que el muchacho aborrece para siempre los dulces, y a veces pierden el estómago.
Algo parecido a lo que sucede a los muchachos de las confiterías empezaba a suceder al señor don Santiago: los atracones de placer le iban haciendo aborrecer los placeres, le iban echando a perder el estómago, y lo que es más doloroso aún, el corazón.
Pasó a los Estados Unidos, y allí pasó otro medio año comiendo dulces, cada vez con menos apetito.
Cuando el lobo se hartó de carne, se metió fraile: cuando el señor don Santiago se encontró hastiado de aquellos placeres que tanto había ansiado, pensó en su país, en sus padres y hasta en la pobre Jariega, y se decidió a embarcarse para la madre patria.
Mañanita de San Juan,
cuando la gente madruga,
el que borracho se acuesta
con agua se desayuna.
Pero he aquí que un día recibe nuestro hombre una carta con la triste noticia de que sus padres han muerto con el dolor de no volver a ver al hijo cuya ausencia lloraban hacía más de diez años.
El señor don Santiago no recibió con indiferencia aquella noticia, pero se asombró de que no le causase el pesar que en otros tiempos le hubiera causado: era que su alma se había gastado en los placeres, estaba muerta para la tierra, ya que no pudiera estarlo para el cielo.
Y don Santiago se dijo entonces:
— Si en esta tierra, rica de juventud y civilización, no encuentro yo placer alguno, ¿cuáles puedo esperar en mi Patria, vieja caduca, que, corno todos los viejos, ha tornado a la ignorancia y a la impotencia de la niñez? Además, mis padres han muerto, y si allí soy capaz de sentir algo, será el desconsuelo de no encontrarlos ya en torno del hogar donde los dejé. ¡No, no quiero volver a mi país! Recorreré todo el mundo, a ver si con mis riquezas encuentro aún placeres pero no volverán a darme su sombra los nogales y los cerezos de Ipenza.
Las orgías, el juego, el lujo, los amores venales, los placeres de todo género, le causaban profundo hastío. Sin embargo, hizo un esfuerzo supremo para volverse a sumergir en ellos, que los había ansiado mucho para que renunciara a ellos fácilmente; pero le sucedía lo que al enfermo inapetente, que, obstinándose en comer exacerba la rebeldía de su estómago.
Y no era ya la muerte del alma, la muerte del corazón, la muerte del sentimiento, el único mal que aquejaba a Santiago; su rostro estaba marchito, su cabello empezaba a encanecer, sus miembros se entorpecían y su pecho respiraba con dificultad.
Consultó a los médicos más famosos del nuevo continente, y todos opinaron que al restablecimiento de su salud convenía mucho los aires de su país nativo; pero Santiago opuso una resistencia tenaz a seguir el consejo de los médicos.
— ¡Soy — se decía— el más desventurado de la tierra! ¡Paso media vida trabajando sin descanso y lleno de privaciones para enriquecerme; me enriquezco al fin, y me encuentro con que mis riquezas son inútiles, con que soy más desdichado que el último de los tres millones de esclavos que gimen en esta tierra de la libertad, pues sólo conservo viva la inteligencia para contemplar el vacío del sentimiento! ¡Oh, Dios mío! ¡Yo diera todas mis riquezas por sentir un latido en mi corazón o una lágrima en mis ojos!
¿No te parece, luz de los míos, que, en efecto, Santiago era muy desventurado?
— ¡Ay! ¡Sí que lo era, sí!
Que Dios, si así place a su Divina Majestad, abrume de dolencias nuestro cuerpo y de tribulaciones nuestra alma.
Que nos condene a llegar a la ancianidad ganando con el sudor de nuestra frente el sustento cotidiano.
Y que nos niegue la dicha de ver en torno de nuestro lecho mortuorio hijos que nos lloren y nos reverencien.
¡Pero que nos conserve el alma siempre lozana y joven!...
Cada vez se lamentaba Santiago más de haber perdido esta juventud del alma que a ti y a mí nos hace dichosos.
A la tisis moral sucedía ya la tisis física. Los médicos le declararon terminantemente que su única esperanza de salvación estaba en la vuelta a la tierra natal, y Santiago aceptó esta esperanza, más bien ya por indiferencia que por amor a la vida.
V
La primavera engalanaba a las Encartaciones con un rico manto verde, sembrado de llores de guido, de manzano, de melocotonero, etc., y las obsequiaba todas las mañanas con un concierto de pájaros, que era lo que habla que oír, pues los músicos trabajaban a las mil maravillas, engolosinados con el abundante almuerzo de cerezas que la primavera les prometía para después de los conciertos.
Uno de aquellos pájaros, que se ha criado al calor de mi pecho y aún tiene su nido como quien va hacia mi costado izquierdo, es quien me cuenta todas estas cosas.
Lo mismo en las llosas del fondo del valle que en las que rodeaban las caserías dispersas en las alturas, reinaban la animación y el contento, no tanto porque habían venido las hojas, y las flores, y los pájaros, y los días claros y las noches serenas, como porque habían venido las esperanzas, doradas mariposas, cuyas crisálidas eran el piececito de maíz, que asomaba ya su rubia cabeza en la heredad layada y sembrada quince días antes; la hebra de trigo, que reventaba de orgullo al sentir la espiga en su seno, y la flor de los frutales, madre feliz que no muere hasta que están granaditos sus hijos. Los niños hacían silbos con la corteza del nogal o del castaño, o buscaban nidos en los avellanales de los regatos, de paso que apacentaban los bueyes en las honderas de las piezas o en las campas;.y los hombres y las mujeres sallaban en las piezas adelantadas, o batían terrones en las atrasadas; chupando su pipa los primeros, cantando o riendo estrepitosamente las segundas, y todos, niños y hombres y mujeres, sintiendo una alegría y una felicidad que nos está vedada a nosotros los que nos ahogamos en esta atmósfera deletérea de las ciudades.
Pero había unas llosas en que reinaba la soledad y la tristeza, y eran las que rodeaban la casería de Ipenza; aquella vida, aquella alegría, que la laboriosidad y el placentero carácter del difunto Ramón derramaban constantemente en ellas, habían desaparecido. ¡Harto había hecho la pobre Jariega arrojando en ellas a la ventura de Dios la semilla que empezaba a brotar lozanamente!
Medio año hacía que habían volado al seno del Señor los caseros de Ipenza, Quica primero y Ramón un mes después, dejando a Catalina una buena dote y el usufructo de la casa y la hacienda, mientras su natural heredero no le reclamase.
Desde entonces la vida de Catalina se deslizaba en la tristeza y en las lágrimas, que sólo conseguían detener por breves instantes su fe cristiana y el cariño de la buena mujer que la había alimentado a sus pechos, y a quien había llamado, a Ipenza para que lo sirviese en su soledad de madre y de compañera.
Santiago no venía, ni contestaba siquiera a las tiernas y tristes cartas en que la pobre muchacha le pintaba sus perpetuos recuerdos y su soledad y la de la casa paterna.
Era un domingo.
El cielo amaneció azul y hermoso como los dulces ojos de la huérfana de Ipenza, y el sol apareció sobre los altos picos de Oriente más dorado y vivificador que nunca. Las campanas de la iglesia parroquial cantaban, repicando a misa, la dicha y la alegría que reinaba en el valle.
Catalina, vestida de luto, no tan negro y tan triste como el que llevaba en el corazón, bajó a la iglesia a encender las candelas y colocar las ofrendas de blanco pan sobre la sepultura de aquéllos a quienes había dado el dulce nombre de padres.
Rezó y lloró sobre aquella sepultura, y terminada la misa, volvió a tomar la estrada de Ipenza.
Casi repentinamente apareció por la costa aquella tenue neblina que hace exclamar a los buenos habitantes de las Encartaciones:
— Ya limpian trigo en los montes de Somorrostro. No tardará en llegar aquí el tamo.
Aquella húmeda neblina fue avanzando, avanzando, y al llegar Catalina a Ipenza, ya cubría todas las Encartaciones, desde las cumbres de Soba a las de Oquendo, y desde el cónico pico volcánico de Sarantes al de Colisa.
El sol se obscureció completamente, y a una mañana espléndida del Mediodía, sucedió una tarde nebulosa del Septentrión. Sin embargo, el corazón de Catalina estaba alegre y latía como si una dulce esperanza le agitase.
La noche avanzó cada vez más lluviosa y obscura, y las moradoras de Ipenza, después de rezar el rosario, se disponían a acostarse, cuando Navarro, que dormía en el horno, despertó refunfuñando y comenzó a ladrar, atravesando el nocedal en dirección a la estrada que bajaba ni valle.
Catalina supuso que lo que sacaba a Navarro de sus casillas, o mejor dicho, de su horno, sería alguna partida de contrabandistas pasiegos, y se asomó a una ventana que daba sobre la portalada de la casería.
En la estrada se oía ruido de caballerías, ruido que cada vez se acercaba más, y Navarro había dejado de ladrar.
— No serán pasiegos — dijo la joven a la aña— , que los pasiegos no confían a piernas ajenas sus personas ni su maco.
Las caballerías se acercaban a la portalada.
— ¡Abre, Jariega! — dijo una voz fatigosa, que ni Catalina ni la aña conocieron; pero que resonó profundamente en el corazón de la primera como si fuese conocida y amada.
Los desconocidos estaban ya en la portalada.
— ¿Quiénes son ustedes? — preguntó la aña, sacando el candil por la ventana.
— ¡Abra usted, aña o demonio! — dijo la misma voz en el tono peor humorado del mundo.
Al iluminar el candil la portalada, se ofrecieron a los atónitos ojos de la joven y de la anciana:
Un arriero que conducía del ramal cuatro mulas reatadas y cargadas de cofres y maletas, y un viejo (tal parecía al menos) montado en otra mula al lado de la cual daba saltos y brincos Navarro, queriendo acariciar al jinete.
Catalina y la aña, a quienes había asaltado la dulce sospecha de que fuese Santiago el que tan familiar e imperiosamente les había dirigido la palabra, a pesar de que aquella voz le era desconocida, perdieron toda esperanza al ver al que cabalgaba en la mula delantera; aquel hombre en nada se parecía a Santiago, aun teniendo en cuenta lo que a éste debían haber desfigurado los años. Su cabello comenzaba a blanquear, sus ojos estaban hundidos, amarillo y demacrado su rostro, afiladas sus manos y su espalda encorvada. Santiago, que sólo contaba veintiséis años y que ya al partir de Ipenza se las apostaba a tirar la barra y jugar la pelota a los mozos más fornidos y ágiles del valle; Santiago, que ya a los quince años era por su gallardía y su hermosura, el encanto de las muchachas del Concejo; Santiago no podía haberse trocado en once años en aquel hombre viejo y valetudinario.
— ¿Quiénes son ustedes? — preguntó Catalina muerta de miedo y desaliento.
El desconocido exclamó cada vez más irritado.
— ¡Abre, Jariega, con un millar de demonios, antes que vaya la puerta abajo! ¿Era este el recibimiento que me prometías al darme noticia de la muerte de mis padres?
— ¡Él!... ¡Él es!... — gritaron ambas mujeres.
Y se lanzaron a la puerta del patín.
Entretanto, Santiago echaba pie a tierra, ayudado del arriero.
Navarro se acercó a él deshaciéndose en caricias; pero el indiano lo arrimó un fuerte puntapié acompañado de un taco del número uno, y el pobre viejo tomó la ruta hacia el horno dando unos alaridos que indudablemente querían decir, traducidos a la lengua cristiana:
— ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué bruto vuelve mi amo! Pero más bruto soy yo por haber quebrantado mi propósito de no incomodarme por nada ni por nadie. Bien dice el Morroño que San Yo es el único santo a quien uno debe tener devoción. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué sabio es mi compañero el Morroño!
Mientras así se lamentaba Navarro, don Santiago murmuraba con desesperación:
— ¡Muerta!... ¡Muerta para siempre mi alma!... ¡Nada, nada... indiferencia, hastío, cansancio de la vida al desembarcar en Vizcaya... al entrar en el valle donde nací... al llamar a la puerta de mis padres... al oír la voz de la compañera de mi niñez!...
Catalina, seguida de la aña, se precipitó a la portalada, e iba a lanzarse a los brazos de Santiago; pero éste, lejos de abrírselos, se contentó con murmurar fríamente:
— ¡Hola, Jariega! Yo creí que no abrían ustedes en toda la noche.
Esta indiferencia hirió en el corazón a la pobre Catalina, y este nombre recordó a la delicada huérfana que era una miserable expósita que debía a la caridad la vida, el pan que la sustentaba y el techo que la guarecía. El tú que iba a pronunciar; el tú, dulcísimo pronombre del amor y de la amistad, como le llama el cantor de Los Mártires; el tú se detuvo en los inmaculados labios de la solitaria de Ipenza, que lo cambió por el ceremonio usted, y acompañó con otro pronombre más ceremonioso aún el nombre de Santiago, que tan dulce le había parecido siempre sin anteposición alguna.
— ¿Cómo está usted, don Santiago? — preguntó al indiano, con el corazón desgarrado.
— ¡Usted! ¡Nunca has de dejar de ser necia! ¡Don! ¡Jamás se ha de ver libre esta... cándida Patria mía de sus estúpidas preocupaciones, de sus ridículas ínfulas nobiliarias!... ¡Bien hayan los países donde todo el mundo desciende democráticamente de Adán!... — gruñó el indiano con hastío y despego, dando al olvido dos cosas.
Que el usted es bello y oportuno como noble expresión de respeto y como modesta confesión de inferioridad.
Y que, en nuestros tiempos el don no es ínfula nobiliaria, y sí sólo indicación de que aquel que le antepone a su nombre de bautismo, pobre o rico, es persona decente, tiene derecho, por sus méritos, por su inteligencia, por su educación, a que no se la confunda con los que por desgracia no poseen ninguna de estas nobles cualidades personales, tan estimadas en toda sociedad delicada y culta.
Por más que mí hermano y yo seamos hijos de unos mismos padres, y allá nos andemos en punto a dinero, mi hermano sólo tiene derecho a poner en los libros que compra: «Este libro es de José de Tal», al paso que yo le tengo a poner en los libros que escribo: «Este libro es de D. Antonio de Cual», por la sencilla razón de que mi hermano, aunque labrador honrado, bueno y laborioso, ha pasado las noches de su juventud durmiendo; y yo, aunque mal literato, he pasado las de la mía estudiando para ennoblecer mi espíritu, para comprender la hermosura de Dios, del arte y de la Naturaleza; para apreciar en todo su valor los sentimientos elevados, para separar lo delicado de lo grosero, y para distinguir entre el mal y el bien, y entre lo justo y lo injusto.
Era tan profundo el dolor que sentía Catalina al encontrar a Santiago en aquel lastimoso estado, y al verse tratada de aquel modo por el amado compañero de su niñez, a quien su corazón había llamado y esperado por espacio de once mortales años, era tan profundo el dolor que revelaba la dulce faz de Catalina, que Santiago no pudo menos de arrepentirse de su frialdad y dureza, y de alargar la mano y dirigir algunas palabras benévolas a la joven, que se estremeció entonces de alegría.
— ¿Vienes enfermo, Santiago? — le preguntó Catalina con infinita ternura.
— ¡Sí; enfermo del alma y del cuerpo!
— ¿Qué sientes, hermano de mi corazón?
— No siento nada, y ésa es mi mayor desdicha.
Catalina no comprendió el sentido de estas palabras.
— ¿Tienes frío?
— Tengo helado el corazón.
— Ven, ven a orilla del fuego, donde te calentarás mientras te disponemos la cena.
Santiago se dirigió a la cocina, apoyado en el hombro de Catalina.
El Morroño, que era amigo de lo caliente, se había apoderado de la silla en la que pocos momentos antes había estado sentada su ama. Al ver que ésta tornaba, se volvió del otro lado, y dio un bufido, como diciendo: «El que fue a Sevilla perdió la silla».
En efecto; su ama lo dejó en perfecta posesión de su conquista, que también respetó Santiago.
Aún conservaba éste la esperanza de convencerse de que su alma estaba enervada y no muerta; aún esperaba que su corazón diese un latido, siquiera fuese débil, al acercarse a aquel hogar que tanta dicha debía recordarle; pero no tardaron en desvanecerse estas esperanzas.
Santiago penetró en la cocina; se acercó al hogar, se sentó en el escaño donde se sentaba su padre, en el banco donde se sentaban él y Catalina y hasta en el celemín donde se sentaba su madre; pero rinda, su corazón continuaba paralizado, frío, indiferente a todo.
Entonces el mis profundo abatimiento se apoderó de Santiago, sin que toda la solicitud y toda la ternura de Catalina y la aña bastaran a sacarlo de él por un instante.
Catalina, que recordaba muy bien cuáles eran los manjares que en otro tiempo gustaban más a Santiago, improvisó una apetitosa cena, que esperaba fuese del agrado do su hermano.
— Vamos — dijo ésta— , verás qué alegremente vamos a cenar juntos, tú, y la aña y yo. Mira: para que nos recuerde esta cena las de otro tiempo, cenaremos en la misma mesita donde cenábamos entonces, y la colocaremos aquí, a la orilla del fuego, donde la colocaba la señora madre, que esté en gloria, para que no nos separáramos del amor de la lumbre. Ea, ya está puesta la mesa... Ahora voy en un salto a la cubera a buscar un jarro de chacolí, que le tenemos muy bueno, rica negrera, todo de uva graciana, de las andanas de la huerta... Estoy segura de que todas estas cosas, por ser de casa, te saben a gloria.
Y diciendo y haciendo, Catalina puso con mil primores la mesa, ayudada del aña; y, en efecto, bajó de un salto a la cubera y subió de otro, con un jarro de vino.
Catalina sentía, al hacer todo esto, la santa alegría que siente la tierna madre cuando por espacio de toda una mañana se ocupa en preparar un manjar delicado que cree ha de colmar de gozo al hijo de su alma; y cuando Santiago, que se había sentado a la mesa esperando aún que su estómago no rechazase aquellos manjares y aquel vino de la casa de sus padres, cuando Santiago retiró de sus labios con repugnancia la vianda y el vaso que Catalina le había servido. Catalina sintió un desconsuelo parecido al que siente aquella misma madre cuando su hijo dice que no gusta o no tiene gana del manjar que su madre con tanta solicitud lo ha preparado.
Catalina comprendió al fin, más por el instinto del cariño que por las palabras de Santiago, el mal que aquejaba a éste. Un alma grosera y vulgar sólo hubiera adivinado que Santiago había perdido el estómago; pero el alma delicada de Catalina adivinó que Santiago había perdido el estómago y el corazón.
— Catalina, ¿dónde murieron nuestros padres? — preguntó Santiago.
Catalina se animó con un rayo de esperanza.
— En el cuarto de la sala — contestó llorando Catalina.
— Pues dispónme allí la cama, que allí es donde quiero morir.
— ¡Hermano de mi vida! — exclamó la joven sin poder completar la frase, porque la ahogaban los sollozos.
— Déjate de lamentaciones inútiles — dijo el indiano, volviendo a perder la paciencia— , déjate de jeremiadas, y dispónme la cama en el cuarto donde murieron mis padres.
Catalina le obedeció hecha un mar de lágrimas.
Santiago penetró poco después en el cuarto donde habían muerto sus padres, con los ojos secos y el corazón inerte.
— ¡La última esperanza desvanecida! — exclamó.
Y se dejó caer como muerto en el lecho.
VI
Al amanecer del día siguiente, una nieblecilla blanca y espesa envolvía las cimas del pico Cinto y el Alem; pero el sol apareció a poco rato por las alturas de Urrállaga, derramando torrentes de viva y dorada luz, y la niebla abandonó deslumbrada aquellos últimos refugios. Jamás día más espléndido brilló en las Encartaciones, a no ser aquel en que sus indomables hijos despedazaron las soberbias legiones romanas, cuya pérdida había de llorar Augusto «suelta la barba y el cabello, dándose de cabezadas contra las puertas», como dice el bueno de Suetonio.
Sin embargo, Santiago ni aun quiso consentir en asomarse a la ventana a contemplar un diamante en cada hoja y cada flor, en que había depositado una lágrima la aurora. Fueron pasando todos los días de la semana, hermosos todos ellos, menos para la pobre Catalina, y llegó, por fin, el domingo. Las campanas de la iglesia parroquial del valle tocaban a misa primera.
— ¡Santiago! — dijo amorosamente Catalina al indiano— . Si mi voz no ha conseguido arrancarte de este encierro donde agonizas, que lo consiga la voz de Dios. ¿Oyes, hermano, esas campanas? La voz del Señor es ésa, que nos llama a rezar y llorar sobre la sepultura de nuestros padres.
— Catalina, oraciones sin lágrimas no pueden llegar a Dios, y las lágrimas están vedadas a mis ojos. ¡Deja que se extinga aquí el débil soplo de vida que me queda!...
— ¡No, por Dios, hermano mío! ¿Sabes cuáles fueron las últimas palabras que pronunció la madre que tanto te quiso, la madre que murió cuando murió su esperanza de volverte a ver? «¡Catalina, hija mía — me dijo— ; si vuelves a ver al hijo de mis entrañas, dile que el postrer deseo de su madre es que viva y muera amando a Dios, como sus padres han vivido y han muerto!»
Al oír estas palabras, Santiago se levantó del sillón en que estaba postrado.
— ¡Hermana! — exclamó— . ¡Cúmplase la voluntad de mi madre y la de Dios!
Catalina juntó las manos y alzó al cielo, en acción de gracias, sus purísimos ojos inundados en llanto. Pocos instantes después, tomó Santiago la de estrada que bajaba al valle, y llegó al campo de la iglesia cuando sonaba el segundo toque de misa.
Gran número de habitantes del Concejo estaban reunidos en el campo y en el pórtico de la iglesia, y todos se acercaron a saludar afectuosamente al indiano, doliéndose del triste estado en que volvían a ver a aquel muchacho, a quien tan hermoso y feliz vieron hacia once años.
Ni la gratitud, ni la alegría, ni la curiosidad, hicieron tampoco en aquel instante al corazón de Santiago abandonar la glacial indiferencia, que había llegado a ser su estado normal. Aquellos rostros, que anunciaban almas siempre tranquilas y jóvenes, nada decían al joven viejo de Ipenza. Santiago penetró en la iglesia en el momento en que sonaba el último toque, y el párroco, que había derramado sobre su frente el agua santa del bautismo, salía a celebrar el santo sacrificio.
Al atravesar el sagrado umbral, y al dirigir alternativamente ente la vista al sacerdote y a la losa que cubría el sepulcro de sus padres, sus ojos brillaron de alegría; Santiago acababa de convencerse de que su corazón no estaba aún completamente muerto para el sentimiento.
Dobló la rodilla sobre la sepultura de su madre, y empezó a rezar, sintiendo un bienestar inexplicable.
— ¡Madre! — murmuraron sus labios— . Tú, que en la tierra fuiste para conmigo amorosa y compasiva, ve desde el cielo mi desventura, y pide al Señor que me cubra con el manto de su misericordia, por más indigno que sea de ello. Pídele, santa madre mía, que me dé ojos para llorar y corazón para sentir!...
Al pronunciar estas palabras, Santiago no pudo contener un grito de inmensa alegría; su corazón latía y una lágrima asomaba a sus ojos. ¡Su alma empezaba a resucitar! ¡A la voz del Señor, el inerte corazón de Lázaro comenzaba a animarse!
Santiago inclinó su frente sobre la fría losa del sepulcro, y dos raudales de lágrimas brotaron de sus ojos. Terminada la misa, salió del templo con el corazón inundado de alegría; entonces la gratitud y la curiosidad le hicieron detenerse para saludar a las gentes que encontraba a su paso y para observar las alteraciones que el transcurso del tiempo había obrado en aquellos hombres, a quienes al tiempo de expatriarse dejó niños, y en aquellos ancianos, a quienes dejó jóvenes.
Para tornar a Ipenza, tenía que subir una prolongada cuesta, que había bajado con harto trabajo; pero no se acobardó. «Me sentaré — se dijo— cuando me canse». Pero, con gran sorpresa, se encontró a corto rato en el nocedal de Ipenza, sin haber sentido fatiga alguna, a pesar de su mucha debilidad. Es que las lágrimas de ternura dan vigor al alma agostada, como la da a las plantas la lluvia.
Catalina, que espiaba su vuelta desde la ventana, con el corazón lleno de penosa incertidumbre, salió a su encuentro. Las mejillas de Santiago, antes pálidas como la cera, estaban entonces sonrosadas, como si la sangre hubiese vuelto de repente a darles calor y vida.
— ¡Catalina! — exclamó Santiago, balbuceando de gozo— . ¡He llorado y he sentido! ¡Mi alma no está muerta aún!... ¡La he sentido sobre la sepultura de nuestros padres!
Catalina exhaló un grito de inmensa alegría y se precipitó en los brazos que le ofrecía su hermano. Aquel día se sentó Santiago a la mesa sin la invencible repugnancia que sentía hacía mucho tiempo, y encontró de gusto no del todo desagradable las viandas y el vino y las frutas del país que hasta entonces no había conseguido Catalina hacerle probar.
También amaneció hermosísimo el día siguiente; pero la tristeza y el silencio de la noche parecían haber vuelto a Santiago la indiferencia y el abatimiento que Catalina esperaba curar.
En vano se esforzaba la joven por hacerle abandonar la habitación en que había vuelto a encerrarse.
Viendo que sus reflexiones y sus súplicas eran inútiles, Catalina se retiró llorando del cuarto de Santiago; pero al ver éste aquellas lágrimas, se sintió dominado por la compasión y se decidió a enjugarlas, accediendo a los deseos de la que tanto se interesaba en su dicha.
— Catalina — dijo a su hermana— , no llores, que harto se ha llorado por mí en este mundo. ¿Qué es lo que deseas?
— Que abandones la oscuridad que te mata y salgas a gozar del sol de Dios, que te ha de dar la vida — contestó Catalina llorando aún, pero llorando de alegría.
Santiago salió al nocedal.
Los perales y los cerezos, interpolados entre los nogales, estaban cubiertos de flor y exhalaban un suavísimo perfume.
Santiago estuvo largo rato embelesado en la contemplación de aquellos árboles, y refrescando su alma con el recuerdo de la dicha que bajo su dulce sombra había encontrado en otros tiempos.
Pasado el nocedal, en una fresca cañadita, sombreada por gigantescos castaños, estaba la fuente que surtía de agua a los moradores de Ipenza.
Santiago se detuvo al lado de aquella fuente; abismado en sus recuerdos, aplicó sus labios con deleite a la teja que servía de Caño al caudaloso, manantial, cogió una embueza de agua y refrescó con ella su rostro, y hasta tuvo tentaciones de ponerse, como en otro tiempo, a hacer represas y molinos de junco en el arroyuelo que saltaba por la cañadita abajo.
Siguió adelante y se paró en un toreo, desde el cual se dominaba una casería cercana y las llosas que la rodeaban.
Oyendo a sus inmediaciones unas alegres vocecitas, se paró a escuchar atentamente: eran cuatro niños los que hablaban, desjarretándose la ropa en los jaros próximos al torco.
— Yo he aprendido un nido esta mañana.
— ¿De qué es?
— De malviz, y está plumido.
— ¡Ay! ¿Me le quieres enseñar?
— ¡Sí, cabalito!
— Pues no te enseño yo a ti un setal que aprendí ayer.
— Cuando vaya mi padre con vena me va a traer de Balmaseda unas alpargatas y una trompa.
— Y a mí mi padre un gorro colorado, en cuanto cueza la oya.
— Chicos, vamos a hacer silbos, que ya sudan.
— Vamos.
— ¡Si yo pudiera sacar éste!
Suda, suda,
cáscara ruda
lira coces
una mula;
sal, sal,
para la Pascua
yo silbar...
Y al compás de este sonsonete, los niños daban con una navajita gallega, o negra, como allí dicen, en la corteza de un palito de castaño recién cortado, para desprenderla de la madera, excitando el sudor de la corteza a fuerza de percusiones.
Santiago oía estas puerilidades con gusto, ya que no con el embeleso con que las oyes tú, alma de mi alma, que tu corazón fresco y creyente y puro, es necesario tener para embelesarse con estas puerilidades.
Santiago dio un silbido, y los niños, atraídos por la curiosidad, subieron al torco. Cuando se encontraron con un caballero, se pararon un poco cortados.
— Chico — dijo uno de ellos en voz baja a sus compañeros— , es el indiano de Ipenza, que, según dice mi padre, no tiene alma, porque se le ha muerto.
— ¿Y eso qué es?
— Qué, ¿morirse el alma? Yo no sé; ello debe ser así, cosa de muertos.
— ¡Ay, qué miedo!
— Venid acá, galopines — dijo Santiago en tono benévolo a los niños, que, en efecto, se acercaron a él— . ¿Hijos de quién sois?
— Yo de Juan.
— Yo de Pedro.
— Yo de Diego.
— A mi padre le llaman por mal nombre Benditoseas.
— Habéis hecho hoy el cuco, ¿no es verdad?
— No, señor.
— ¿Y por qué no vais a la escuela?
— Yo, porque hoy no tenía mi madre cuartos que darme para un catón.
— Y yo lo mismo.
— Yo, porque dice mi madre que no quiere que vaya hasta que pueda ponerme un poco decente.
— Y yo, porque lo mismo dice mi madre.
— Bueno. Pues decid a vuestras madres que vayan esta tarde con vosotros a Ipenza.
— Está muy bien.
Santiago, con el corazón cada vez más ensanchado y la respiración más fácil, continuó su paseo en dirección a la casería que se descubría desde el torco, y saltando con trabajo un seto, se metió por las llosas que la precedían.
Los inquilinos de la casería estaban sallando una pieza de borona. Al ver al indiano, los hombres se descubrieron la cabeza, y todos le saludaron afectuosamente.
Santiago notó que estaban todos muy tristes, y les preguntó la causa.
— ¡Qué ha de ser, señor don Santiago! — contestó Ignacio, el cabeza de familia, que era un anciano cuyo rostro respiraba bondad y honradez— . Que anoche se nos ha desnucado la pareja de bueyes, y hemos quedado perdidos, porque con ella nos bandeábamos regularmente, unas veces llevando nuestros carritos de vena a las ferreterías y otras trabajando en la labranza, y ahora tendremos que hacerlo todo a fuerza de brazos, como los gentiles.
— Pero, ¿se la pagará a ustedes la concordia?
— ¡Qué, señor, si este año no se ha formado concordia!
— Pero, por fin, si viene buena cosecha, menos mal será.
— Por buena que venga, señor don Santiago, tendremos que comprar el zurrón la mitad del año, porque el amo se lleva el tercio de ella.
— ¿Y no hay ahora alguna buena pareja de venta?
— Parejas no faltan, señor don Santiago; lo que falta es dinero. El señor alcalde da por cuatro onzas una, que mejor no se pasea en Vizcaya.
— Pues yo se la compro al señor alcalde, y se la regalo a ustedes.
— ¿Qué es lo que usted dice, señor don Santiago?
— Que vaya usted al momento a buscar su parejita.
Y Santiago estrechó la mano del anciano, dejando en ella cuatro onzas de oro como cuatro soles.
Contar las lágrimas de alegría que aquella honrada familia derramó y las bendiciones que prodigó al indiano, es más difícil que contar las estrellas que hay en el cielo.
Era ya mediodía. Santiago volvió a tomar el camino de Ipenza, porque... ¡tenía ya gana de comer! Y, sobre todo, porque deseaba hacer partícipe a alguien de la dicha que rebosaba su corazón.
Cuando llegó al nocedal, vio a Navarro descansando a la sombra de las glorias y fatigas que acababa de alcanzar en una pieza asaltada por las cabras. Santiago le llamó, frotando la yema del dedo índice con la del pulgar. Pero Navarro había envejecido mucho desde la noche de marras, y a perro viejo no hay tus, tus.
Sin embargo, Navarro no era hombre, digo perro rencoroso, y viendo que su amo insistía en llamarle, dijo para sí.
¡Qué demonios! Allá voy, y salga el sol por Antequera. Convengo con mi compañero el Morroño en que el que más pone pierde más; pero yo no tengo genio para estar de hocico con nadie.
Y lanzándose al encuentro de su amo, uno y otro hicieron tales extremos de alegría, que quedó justificada aquella copla que dice:
Cuando riñen dos amantes
y vuelven a hacer la paz,
ángeles y serafines
¡cuánta envidia les tendrán!
Santiago comió y bebió con apetito que rayaba en desordenado, pero Catalina no pudo comer de alegría.
A la caidita de la tarde llegaron a Ipenza, acompañados de sus madres, los niños con quienes había hablado aquella mañana Santiago.
— ¡Hola, caporales! — dijo éste a los niños— . Es necesario que desde mañana vayáis a la escuela todos los días; y cuidado con hacer el cuco, que yo tengo un pajarito que me lo cuenta todo.
Un mirlo daba la despedida al sol desde la copa del higar, y los chicos, que no lo habían echado en saco roto, conferenciaron en voz baja:
— Chicos, ¿si será ese el pájaro que dice?
— De juro, ése debe ser.
— ¡Mira tú el acusón!...
— Chicos, ¡si pudiéramos arrearle una pedrada!
— ¡Cabalito! Para que luego se lo diga al indiano...
El indiano continuó:
— Todos los domingos, después de misa mayor, me tendréis sentado en este patín con una cesta de fruta a un lado y un talego de cuartos al otro, para dar cuatro cuartos por cada parce que vosotros o vuestros compañeros me presentéis, y en seguida echar la fruta a la péscola. Para visitar a los ricos como yo, es preciso vestirse de toda gala, y vosotros os vestiréis, porque vuestras madres se encargan de haceros el uniforme. Para que el bolsillo no desdiga del uniforme, es necesario que esté forrado de cobre, y yo voy a daros con qué forrar el vuestro.
Diciendo así, Santiago puso una onza de oro en la mano de cada una de las mujeres y un puñado de cuartos en la de cada uno de los niños.
Las mujeres lloraban de alegría y los niños saltaban y brincaban de lo mismo.
Apenas había terminado esta audiencia, Santiago oyó a un hombre cantar en la estrada que desembocaba en el nocedal. Era Ignacio, que subía ya con su pareja, e iba a ponerla a las órdenes del que le había dado para comprarla.
— Ignacio apareció en el nocedal.
— ¡Hola, Ignacio! Parece que está la gente de buen humor! — le dijo el indiano al verle aparecer en el nocedal.
— ¡Calle usted, señor don Santiago, que no sé lo que me pasa! Si hubiera por ahí un tamboril o una pandereta, había de bailar un corro, a pesar de mis años. Aquí tiene usted la parejita, que para que la vea usted me he venido por aquí. Bueyes más valientes no los hay en las Encartaciones. Mientras echábamos la robra he apostado a que planto con ellos en Mena seis cargas de vena, y estoy seguro de ganar la apuesta.
— Cierto que la pareja es buena.
— Pues disponga usted de ella, señor don Santiago, y de mi mujer, y de mis hijos, y de todos, que por usted nos echaremos de cabeza desde el campanario abajo, porque usted es nuestro padre.
— Gracias, Ignacio; pero no hay motivo para tanto. Conque, ea, no se descuide usted, que va anocheciendo y esos caminos son malos.
— Es verdad. Conque quede usted con Dios, señor don Santiago, y muchas memorias a Catalina, que vale más oro que pesa. Mejor pareja que harían usted y ella... Perdone usted, señor don Santiago, si he dicho una barbaridad, que hoy no sé hablar más que de parejas; como estoy tan contento con la mía...
El buen anciano, a quien pareja y robra sacaban de sus casillas; siguió su camino continuando su canto.
Aquella noche sucedió a Santiago lo que no lo sucedía hacía once años; pasó toda la noche en un sueño, y soñó que todos los habitantes del valle juraban y perjuraban que, si él lo mandaba, se arrojarían de cabeza desde el campanario abajo.
VII
El alma de Santiago iba resucitando cien veces más hermosa que cuando murió. En aquel milagro cabía no pequeña parte a Catalina.
Hacía dos meses que el indiano recorría diariamente el valle sembrado beneficios y recogiendo bendiciones. Cada bendición aumentaba un grado la hermosura de su alma y otro grado la hermosura de su cuerpo. Así, pues, el alma y el cuerpo del indiano rebosaban salud y hermosura, y por carambola sucedía dos cuartos de lo mismo al alma y al cuerpo de Catalina.
Una tarde de verano estaban Catalina y Santiago sentados tomando el fresco, bajo aquel mismo cerezo donde hace más de once años los vimos bailar un corro. Santiago, que aquella mañana había dado su ordinario paseo por las caserías circunvecinas, contaba a Catalina la felicidad doméstica que habla contemplado en casa de veinte o treinta pobres inquilinos.
— ¡Catalina! — dijo de repente fijando sus vivos ojos en los dulcísimos de la joven— . ¿Sabes que me voy a casar?
Catalina se puso de repente pálida como un cadáver, y tuvo que apoyarse en el tronco del cerezo para no caer, al paso que una insólita alegría brilló en el rostro de Santiago cuando éste observó el efecto que habían producido sus palabras.
— ¿Con quién, hermano? — preguntó Catalina con voz temblorosa.
— Con los pobres — contestó Santiago.
La vida pareció volver al demudado rostro de Catalina, que estrechó la mano de Santiago con inmensa efusión.
— Sí, me voy a casar con los pobres — continuó Santiago— , proporcionándoles pan y trabajo, ya que soy rico. Verás cuánto amor y cuánta felicidad van a reinar en nuestro matrimonio. ¿No decías tú cuando eras niña que deseabas, entre otras cosas, vivir cerca de la iglesia, tener un jardín y no vivir en una casería solitaria? Pues se van a cumplir tus deseos.
— ¿Y cómo, Santiago?
— Permíteme la reserva en estos asuntos: sólo puedo decirte que en lo sucesivo Ipenza figurará en los Diccionarios geográficos y estadísticos lo menos con treinta y un vecinos, y una iglesia parroquial y un hermoso jardín.
Quince días después de esta conversación entre Catalina y Santiago, ocurría en Ipenza, o mejor dicho, en el Concejo de G...., una gran novedad: el indiano de Ipenza había comprado todos los montes que se extendían hasta media legua de distancia de la casería de Ipenza, y más de trescientos jornaleros se ocupaban en cortar árboles y maleza, en arrancar peñas y nivelar barrancos, en dejar, en fin, todo aquel terreno llano y liso como la palma de la mano.
Otros quince días después, todos los canteros de Guriezo y Marquina se ocupaban en cercar de pared aquella llosa que ya había sido dividida en treinta suertes iguales, y cada cual con entrada por una ancha barrera que los canteros dejaban en la cerca. Unos por curiosidad, otros por interés particular, los habitantes del valle preguntaban al indiano si trataba de cultivar por su cuenta aquellas tierras, o si, por el contrario pensaba, arrendarlas; pero el indiano evadía la contestación, diciendo que aún no había decidido sobre el particular.
Apenas había terminado aquella obra, dio principio otra no menos costosa y a propósito para excitar la atención pública; el indiano llamó a un arquitecto y le dijo:
— Quiero transformar en un lindo jardín la huerta contigua a mi casa.
— No hay inconveniente — contestó el arquitecto.
— Quiero, además, construir una iglesia en el nocedal de Ipenza.
— Santo y bueno — dijo el arquitecto.
Y añadió para su capote:
— ¿Estará loco este hombre?
— Quiero, finalmente, construir al lado de la iglesia y mi casa treinta casas, compuestas de espaciosa cuadra, cómoda vivienda en el piso, principal y payo ventilado y ancho.
— Pero, señor don Santiago — repuso el arquitecto, no sintiendo que el indiano se gastase tanto dinero, sino sintiendo que todo fuese una broma y no tratase de gastarle— , señor don Santiago, ¿usted sabe?...
— Sé que tengo veinte millones de reales, y me sobra la mitad para hacer lo que he dicho a usted. Conque hágame usted los planos y cuanto antes mejor, que quiero acabar con todas esas obras para emprender otras más agradables para mí y para otros.
— Será usted servido, señor don Santiago; como usted desea y se merece.
Algunos meses después, el jardín, la iglesia y las treinta casas estaban hechas. Entonces, una mañana tempranito, bajó el indiano al valle y conferenció a solas con el escribano, dejándole unas apuntaciones.
Pero pasaban semanas y meses, y aquel nuevo lugar, dotado hasta de una linda iglesia, permanecía casi desierto; como que sólo estaba habitada la casa de su misterioso fundador.
La curiosidad pública era inmensa: los comentarios sobre el propósito del indiano variaban desde los más razonables a los más absurdos, los que menos alcanzaban a explicarse todo aquello eran Navarro y el Morroño.
Llegó el 15 de agosto, justamente cumpleaños de la partida de Santiago para Méjico, y justamente el día que se celebraba la fiesta parroquial del valle.
El indiano, que asistía a todas las romerías, bajó también a la de Nuestra Señora de la Asunción, como casi todos los habitantes de las caserías.
El extenso nocedal que rodeaba la iglesia estaba animadísimo: fondas, tabernas, poncherías por todas partes, y por todas partes gentes bailando o merendando «sobre manteles de flores».
También el indiano bailó, y también bailó Catalina, que en las fraternales romerías vascongadas bailan pobres y ricos, altos y bajos, chicos y, grandes, gordos y flacos, el labrador con la marquesa y el marqués con la labradora, y todos dicen al bailar como la urraca de la fábula:
«¡A mucha honra! ¡A mucha honra!»
— Ya que hemos bailado — dijo Santiago a Catalina— , justo es que merendemos.
Y en seguida mandó preparar la merienda; pero no una merienda de tres al cuarto, sino una merienda plagiada de la del rico Camacho.
— ¡Pero, Señor! — exclamó Catalina— . ¿Adónde vas a parar con todo eso?...
— Voy a parar... o mejor dicho, va a parar todo esto al estómago de los pobres que no tienen para merendar esta tarde.
El indiano recorrió en seguida la romería, convidando a comer con él y su familia a veintitantos o treinta pobres inquilinos de las caserías dispersas hacia los altos de Ipenza.
La merienda fue animadísima.
— Ea — dijo el indiano, cuando se hubo terminado— , ya es hora de, que nosotros tomemos el camino de casa, que Ipenza está lejos, va a anochecer, y ni ésta ni yo, somos muy valientes.
— Señor don Santiago — dijo Ignacio que figuraba entre los convidados— , todos vamos a acompañar a ustedes.
— ¡Sí! ¡Sí! — exclamaron todos.
— No se molesten ustedes.
— ¡Cómo que molestarnos! ¡Pues no faltaba más que fueran ustedes solos, cuando usted, señor don Santiago, es el padre del Concejo!
El numeroso grupo de romeros tomó las cuestas de Ipenza.
Al llegar, los inquilinos se paraban embobados contemplando las hermosas casas nuevas y la iglesia.
— Ya que han venido ustedes hasta aquí — les dijo el indiano— , voy a enseñarles los nidos en que me he gastado la mitad de los cuartos que traje de América. Empezaremos por la iglesia.
El indiano, acompañado de Catalina y la aña y Navarro, que también se había agregado a la partida, fue enseñando la iglesia y las casas una por una a los atónitos aldeanos, que las encontraron admirables.
Terminada esta operación, dijo Santiago:
— Ahora suban ustedes un instante a casa a echar un trago del chacolí que guarda Catalina para estas ocasiones.
— Corriente, señor don Santiago — dijo Ignacio— ; le echaremos a la salud de usted, y a la de Catalina, y a la de la aña y la de todos los nacidos, que usted es nuestro padre.
Todos tomaron asiento en la sala de la antigua casería. Catalina bajó a la cubera y subió dos enormes jarros de chacolí, que colocó, con sus correspondientes vasos y algo que echar a perder, sobre una gran mesa que había en medio de la sala, yendo a sentarse en seguida, como tonta, al lado de Santiago.
El chacolí comenzó a correr escanciado por la aña, decana de aquella reunión y autora de una improvisada fritada de magras, y todo el mundo se puso más alegre que un tamboril; pero nada más que alegre, pues el chacolí alegra y no emborracha..., cuando se bebe con moderación. ¡Bendito sea él!
El Morroño se apareció también por allí pidiendo magrrro, magrrro.
— Morroñito — dijo la aña— , toma, que tú también eres de Dios.
Y le echó una buena magra.
— ¡Canute! — murmuró entre dientes Navarro muerto de envidia— . Estos comunistas parece, que tienen potra... Pero aguarda que por la boca muere el pez.
Y se lanzó a arrebatar su presa al Morroño.
— Me la han dado a mí — bufó el Morroño— ; es propiedad mía.
— La propiedad es un robo — replicó Navarro.
Y se zampó la magra.
El indiano tiró de un cajón y sacó de él una porción de pliegos de papel y un manojo de llaves.
— Ignacio — dijo en seguida, colocando sobre uno de aquellos papeles una de aquellas llaves— , ahí tiene usted la llave de su casa y el título de propiedad de su casa y de su hacienda.
Y sucesivamente fue diciendo análogas palabras y entregando análogos objetos a los veintinueve inquilinos restantes.
Puedes figurarte, purísimo numen de los CUENTOS DE COLOR DE ROSA, la sorpresa y la alegría que vendrían a coronar la fiesta.
— Pero ¿es posible que haya sucedido todo lo que me has contado?
— ¿Que si es posible? Mira: yo creo, cuando leo y cuando escribo, que todo lo posible es cierto; pero la certeza de mis cuentos no está sólo en la posibilidad. Yo no invento; yo copio del natural mis flores, mis árboles, mis fuentes, mi sol, mi cielo, mis casas, mis hombres, mis mujeres, mis niños, mis pájaros, mis perros y mis gatos. Así mi único mérito consiste en tener buena memoria y... tal vez, buen corazón. Cuando bajemos a las Encartaciones, no querrás subir a Ipenza a comprobar la certeza de este cuento, que para subir allá hay una cuesta muy penosa; pero sigue la hermosa carretera que conduce de Balmaseda a Castro— Urdiales, y cuando llegues al islo de Otáñez, párate en un delicioso campillo sembrado de olorosas manzanillas, que encontrarás en aquella eminencia, y dirige la vista al Noroeste. Allí, en la falda de una montaña, verás una linda aldea compuesta de una iglesia y una porción de casas blancas como la iglesia. Aquella aldea se llama Talledo. Pregunta cómo se fundó Talledo, y sabrás que se fundó, no hace medio siglo aún, poco más o menos, como se fundó Ipenza. Dicen que la alegría mata. No, no mata la alegría; que si matara hubieran muerto los aldeanos a quienes Santiago reunió en su casa el día de la Asunción; porque jamás la alegría rayó más alto que entonces.
Catalina lloraba, como todos, de gozo.
— También tengo para ti una llave — le dijo Santiago en voz muy baja.
— ¿Cuál? — le preguntó Catalina en el mismo tono.
Y Santiago murmuró a su oído con infinita ternura:
— La de mi corazón.
Catalina, la jariega, la pobre niña, criada y educada de caridad, podía haber abrigado hermosas esperanzas de amor, pero de sus esperanzas a la realidad que tocaba había una distancia inmensa. Cierto que Santiago le debía su salvación, quizá la salvación temporal y la eterna; pero quien tiene el alma de Catalina no sabe lo que le deben.
Catalina no halló una palabra para expresar lo que en aquel instante sentía, que lenguas de la tierra no pueden expresar sentimiento del cielo. Estrechó la mano de Santiago, y pensó en Dios, y se deshizo en lágrimas, y... nada más. Entonces dijo Santiago, alzando un poco la voz:
— Amigos nuestros, el 8 del mes que viene, fiesta también de la Virgen Santísima, os esperamos aquí a todos, que aquel día bendecirá un señor cura la iglesia de Ipenza, y guardará en el hisopo algunas gotitas de agua bendita para bendecir en seguida la unión de Catalina y Santiago.
— ¡Benditos sean! ¡Benditos sean! — exclamaron los treinta nuevos caseros.
Y lo fueron, que Dios bendice a los que gastan su dinero en obras santas... y ¡quién sabe si también a los que cuentan cuentos honrados!