La Verdad

Antonio de Trueba


Cuento



Cuento popular de Vizcaya

I

Este era un comerciante de Bilbao, muy rico, muy rico, llamado don Juan de Eguía, de quien tengo noticia por un viejecito de Deusto, que aunque de algunas cosas sabia mucho menos que yo, de otras sabía mucho más, como lo prueba la siguiente lecioncita que me dió un día que le hablé de cuentos populares:

—Cuentan que un soldado llevaba siempre en la mochila un par de guijarros, y en cuanto llegaba al alojamiento, encargaba á la patrona que se los guisara en salsa, con lo cual engañaba el pan de munición, moja que moja en la salsilla. Los cuentos populares son guijarros que andan rodando por los campos y no tienen sustancia, y á veces descalabran al buen sentido: pero si se los guisa bien, se chupa uno los dedo con la salsilla y al buen sentido que anda algo torcido, le pone derecho como un uso.

Pero volvamos á don Juan de Eguía, que ya tendremos ocasión de volver al viejecito de discreto. Don Juan era hombre bueno y discreto, pero tenía una manía singular: partiendo del supuesto vulgar de que su apellido ¡que significa «localidad angulosa») significaba «la verdad», y queriendo vivir de acuerdo con él, llevaba tan adelante el amor á esta virtud, que la convertía en generadora de todas las virtudes humanas, de modo que para él, hombre capaz de faltar á la verdad, era capaz de faltar á todo lo bueno y santo.

Y he llamado manía á su extremado amor á la verdad, porque la exageración, áun en los afectos más santos, conduce al fanatismo, y el fanatismo, á su vez, conduce á todo lo malo.

«Una mentira bien compuesta, mucho, vale y poco cuesta», dice un proverbio vulgar, y hay casos en que la mentira es santa, porque sin causar mal alguno, previene y evita males muy grandes. Vaya un ejemplo de esto que me puso el viejecito de Dausto, al contarme el cuento de don Juan de Eguía, que estoy guisando como Dios me da á entender:

—Cuando Cristo andaba por el mundo principiando á predicar el Evangelio, y San Francisco andaba pidiendo limosna para su convento, se detuvo San Francisco á descansar un poco á la sombra de un castaño, porque llevaba ya las alforjas enteramente llenas, y dicen que hacia Jerusalén hace un calor de todos los demontres.

Estando San Francisco sentado bajo el castaño, pasó por allí Cristo; el santo se levantó respetuosamente á saludarle, y Cristo, después de echarle la bendición, continuó su camino.

Cate usted que poco después llegan unos judíos corriendo á todo correr y con unas caras de asesinos que ponían los pelos de punta, y preguntan á San Francisco si ha pasado Cristo por allí.

El Santo se malició que los judíos buscaban á Cristo para crucificarle, y metiendo la mano derecha en la manga izquierda, les contestó:

—Por aquí no ha pasado.

Con lo que los judíos se volvieron atrás, porque ni siquiera se les ocurrió dudar de lo que les decía un hombre tan santo como aquél.

Ya ve usted si la mentira de San Francisco fué santa y buena, porque si el Santo dice la verdad á los pícaros judíos, éstos alcanzan á Cristo, le crucifican inmediatamente, queda sin predicar el Evangelio, y todos seríamos unos herejes que iríamos de patas al infierno.

Lo que se debe procurar es mentir siempre con buen fin, como hizo San Francisco cuando, diciendo que Cristo no había pasado por su manga, lo dijo de modo que los judíos entendieron que no había pasado por el camino.

II

Los dependientes de don Juan de Eguía eran remunerados y tratados como no lo eran los de ningún otro comerciante de Bilbao, porque don Juan aventajaba á todos en liberal.

Al usar el viejecito de Deusto esta palabra, me advirtió, con una nimiedad perdonable en sus muchos años, que no fuera á confundirla con otra, del mismo sonido, que anda por ahí y casi siempre se la hace significar lo que no significa. Aseguróle que no confundía al liberal que, como dice el Diccionario de la Lengua, «distribuye generosamente sus bienes, sin esperar recompensa alguna», con los liberales que allá cuando yo era mozuelo, en la Plaza del Progreso de Madrid, obligaban á todo el que pasaba por allí á gritar ¡viva Espartero!, y porque me negué á ello, diciéndoles que no era por desafección á Espartero, sino porque no acostumbraba á dar vivas ni mueras en la calle, me arrearon un garrotazo que por milagro no me dejó en el sitio.

Pero dejemos al viejecito y volvamos á don Juan de Eguía. Cuando en las dependencias de éste vacaba alguna plaza, los pretendientes acudían á ella como moscas á la miel, y movían cielo y tierra por obtenerla.

Un día vacó una de estas plazas y se alborotaron con la esperanza de ocuparla cuantos en el litoral cantábrico la necesitaban y se creían capaces de desempeñarla, y del número de los alborotados fué un joven de Labaluga, feligresía del concejo de Sopuerta, llamado Inocencio de Obécori, que, sintiéndose con vocación al sacerdocio, estudiaba latín en el colegio fundado en Otáñez por su paisano, el capitán Pedro de las Muñecas.

Los de Labaluga gozaban fama de tontos entre todos los demás feligreses del concejo, basta bien entrado este siglo, en que la perdieron con motivo de haber uno de ellos atarazado un dedo á uno de mi aldea nativa, que fué por allí y se le metió en la boca dando asenso á los que decían que los de Labaluga eran tontos.

Me he descrismado por averiguar cuál fué el origen de esta opinión, y lo único que he sacado en limpio es lo que voy á contar.

Allá hacia el siglo XVII, el susodicho capitán Pedro de las Muñecas, natural de Labaluga, quiso fundar y dotar un estudio de latinidad en aquella feligresía; pero sus paisanos se opusieron á ello tenazmente, alegando que los estudiantes de que se llenaría Labaluga les comerían toda la fruta.

Disgustado de esta oposición, el capitán fundo y dotó el estudio de latín, después de levantar un hermoso edificio que aún subsiste, en el cercano lugar de Otáñez, de donde procedía por la línea materna.

Desde entonces Otáñez tuvo una mina de oro y plata en la muchedumbre de estudiantes que constantemente residían allí y allí dejaban el oro y el moro; y envidiando los de Labaluga á los de Otáñez aquella mina, se tiraban de los pelos y se ponían á sí propios de tontos, que daba compasión y risa.

Esto es lo único que, á fuerza de descrismarme he podido averiguar acerca del origen de la opinión de tontos que hasta bien entrado este siglo gozaban los de Labaluga, por supuesto inmerecidamente, como lo demostró el haber atarazado el dedo de uno de mi aldea nativa, que, creyéndolo, les metió el dedo en la boca.

III

Inocencio de Obécori, nacido en el barrio de Labulaga, de que tomaba apellido, era hijo de una pobre viuda, que con gran dificultad sufragaba los gastillos que originaba su asistencia á el aula de Otáñez. Para que mejor se comprenda esta dificultad, citaré un hecho: de Obécori á Otáñez hay cerca de dos leguas, casi completamente de monte quebrado, espeso y solitario. Pues Inocencio las andaba diariamente de ida y vuelta para asistir al colegio de Otáñez sin gastos de hospedaje.

Todo el afán de Inocencio era hacerse cura como Dios le diese á entender, para sacar á su pobre madre de la aperreada vida de panadera con que ganaba la subsistencia de su hijo y la suya, yendo con una mulita cargada de pan los jueves y domingos á Castro Urdiales, y los miércoles y sábados á Balmaseda, y darle una vejez descansada y dichosa con su curato, teniéndola á su lado y gobernándose con ella sola, y ahorrándose así amas de gobierno, y de que dijeran las malas lenguas que si fué, que si vino.

La madre de Inocencio había servido durante muchos años, hasta que casó, en casa de los Salazares de las Rivas, donde aún la querían mucho, y con cuya ayuda contaban ella y su hijo para llegar éste á ordenarse de misa, aunque el bueno de don José Ignacio de Salazar, que á la sazón era señor de aquella respetable casa, no llevaba á bien que Inocencio, su ahijado, siguiese la carrera eclesiástica, fundándose en un escrúpulo que por lo curioso voy á referir:

Decía el señor don José Ignacio que el estado sacerdotal es muy ocasionado á la perdición del alma, porque el sacerdote hace solemne voto de castidad, y siendo condición natural y poco menos que irresistible la inclinación del hombre á la mujer y la de la mujer al hombre, necesita el hombre ó la mujer que ha hecho tal voto heroísmo y convencimiento de su deber muy grandes para resistir los embates de la tentación.

La madre de Inocencio creía conocer lo bastante á su hijo para no temer que el alma de éste corriere el peligro que el señor amo, como llamaba aún al señor don José Ignacio, temía, y no dudaba, que al fin el señor amo ayudaría ú su ahijado á seguir los estudios hasta ordenarse de misa.

—Pero, señor amo—decía al señor don José Ignacio—si hubiese el peligro que usted teme, casi todos nos condenaríamos.

—¿Por qué, mujer?

—Porque apenas habría cura que nos bautizase, pues casi ninguno se atrevería á estudiar para cura, por temor de condenarse.

El señor don José Ignacio se quedaba suspenso, no acertando á replicar satisfactoriamente á esta observación, y por último salía del paso exclamando:

—Mira, déjame en paz y no me metas en honduras en que ni tú ni yo debemos meternos. Lo que tú y yo debemos hacer es cuidar del alma de tu hijo y ahijado mío, y dejar el cuidado del alma de los demás á sus madres y padrinos.

Un poquito de egoísmo había en este modo de pensar del señor don José Ignacio; pero vamos adelante con nuestro cuento, que tampoco nosotros debemos meternos en honduras de donde no podamos salir.

A la sazón eran famosas en las Encartaciones, y áun fuera de ellas, dos formas de letra, que eran: la de Inocencio de Obécori y la de otro joven llamado Marcos Joaquin de Retuerto, que luego alcanzó grande y merecida celebridad como jurisconsulto, diputado general del Señorío y eminente patricio vizcaíno, y muerto, casi nonagenario, poco antes de mediar el presente siglo.

Cuando Inocencio tuvo noticia de que había vacado una plaza de escribiente, ó amanuense, como se decía entonces, en casa de don Juan de Eguía, se decidió á solicitarla, y lo hizo después de oir el parecer de su madre y su padrino, que fué quien más decididamente apoyó su decisión, mirando por la salvación del alma de su ahijado.

Fundaba Inocencio su decisión en que su madre era ya demasiado vieja para esperar á que él se hiciese cura, en que podía su padrino insistir en no llevar á bien que siguiese la carrera eclesiástica y negarle el apoyo que le era indispensable para seguirla, y en que si se colocaba en casa de don Juan de Eguía, inmediatamente podría socorrerá su madre y sacarla del aperreo de andar de mercado en mercado vendiendo pan.

Muchísimas fueron las peticiones autógrafas que de la plaza de amanuense recibió don Juan de Eguía; pero ver éste la letra de Inocencio de Obécori y decidirse por quien tan hermosamente escribía, todo fué uno; tanto más, cuanto que al pié de la petición iban algunos renglones en que el señor don José Ignacio de Salazar recomendaba al peticionario.

Inocencio de Obécori, era, pocos días después, amanuense, ó como diríamos ahora, secretario particular del opulento, bondadoso y liberal don Juan de Eguía, que le señaló un gran sueldo y le advirtió que la admisión no era aún definitiva, porque necesitaba conocer prácticamente su conducta, que había de tener por base la verdad en todo y por todo.

El señor don Juan, que era muy jovial y se parecía algo á mí, no, por supuesto, en el dinero, sino en la afición á los cuentos populares, contó á Inocencio uno, para probarle que la falta de verdad, ni áun en boca de santos tan grandes como el glorioso San Pedro, es conveniente.

IV

En otra cosa, además del dinero, no se parecía á mí don Juan de Eguía: en el modo de contar cuentos, que contaba muy donosamente.

El viejecito de Deusto decía que el cuento que don Juan contó á Inocencio pecaba de falsa filosofía; pero que, en cambio, como le contaba don Juan, era muy donoso.

Vamos á ver si acierto á contarle, siquiera como me le contó el viejecito de Deusto:

«Cuando Cristo y San Pedro andaban por el mundo, San Pedro, como si fuera á hacer alguna necesidad, se metió en unas viñas, cuyas lindes estaban sombreadas de higueras, y cogiendo un par de racimos, que destilaban almíbar, los exprimió en una vasija que llevaba en la alforja para coger agua en las fuentes que encontraban en el camino y beber Cristo y él.

»El mosto le supo á gloria, y dijo para sí:

»—¡Qué lástima que el Maestro no eche un trago de esta gracia de Dios! No bebe vino, sino en alguna comida de los días de incienso, y eso muy parcamente, y sólo por aquello de «no bebas agua sola y sí con un poco de vino», que dijo San Pablo á Timoteo; ni gusta de que sus discípulos lo bebamos de otro modo; pero estoy seguro de que le había de gustar este delicioso mostillo.

»Y así diciendo, apuró lo que quedaba en la vasija, y añadió, saboreando lo que se le había rezagado en los labios.

—»Si sabe que he bebido vino, de seguro me echa una buena peluca, pero ¡qué demontre! voy á llevarle un traguete, que de seguro agradecerá y le parecerá exquisito con tal que yo no le diga que es zumo de uva y sí que es de cualquiera otra fruta, con lo que conseguiré dos cosas, á saber: que no se niegue á beberlo, y no me eche una peluca por aficionado al vino.

»Así pensando y así diciendo, San Pedro exprimió en la vasija otro par de racimos de los mejores que encontró y alcanzando al Maestro, le dijo:

»—Señor Maestro, por supuesto, ¿irá usted rabiando de sed con este calorazo?

«—Sí que voy, Pedro, y deseo que encontremos pronto una fuente donde nos refrigeremos un poco.

»—También yo iba ahogándome de sed y achicharrado de calor y me he quedado más fresco que una lechuga con un buen trago de este delicioso licorcillo que he arreglado bajo las higueras esas. Haga usted lo mismo, señor Maestro, y verá cómo se le pone el cuerpo como un reloj.

» El Maestro tomó la vasija que San Pedro le alargaba y la desocupó de un trago.

»—Ciertamente—dijo—que este licor es deliciosísimo. ¿De qué fruto procede, amado Pedro?

»—Procede, señor Maestro, del fruto dé la higuera, que como usted ve, abunda en las lindes de esas viñas.

»—Pues ¡bendita sea la higuera—exclamó Cristo alzando los ojos al cielo—y de aquí en adelante produzca dos frutos al año.

»Y en efecto, desde entonces la higuera produjo dos frutos, el primero con el nombre de brevas, y el segundo con el nombre de higos.

»Bueno es el fruto de la higuera, pero no admite comparación con el de la vid. Si San Pedro le dice la verdad á Cristo, ¡que beneficios no tendría el mundo con dos cosechas de vino al año!

»Ya ve usted que la falta de verdad, hasta en boca de santos tan grandes como San Pedro, es inconveniente.»

Este es el cuento popular que don Juan de Eguía contó á su nuevo amanuense para encarecerle la conveniencia de la verdad.

Don Juan era viudo, y tenía á sus hijos estudiando el comercio en Inglaterra. En todo era su vida ejemplar; pero, sobre todo, lo era en cuanto al sexto mandamiento y sus alrededores. Opinaba, y áun sentía, como el señor don José Ignacio de Salazar, que es condición natural en el hombre inclinarse á la mujer, y en la mujer inclinarse al hombre, pero aunque todavía era joveu, parecía que todas las mujeres, por gua-gas y salerosas que fuesen, estaban de más para él.

V

Don Juan de Eguía dispuso que Inocencio se sentase constantemente á su mesa.

—¿Le gusta á usted el vino?—preguntó á su amanuense la primera vez que se sentaron juntos á la mesa.

—Sí, señor—le contestó el amanuense con algo de cortedad.

—Muy bien. Yo no le bebo, pero que le sirvan á usted del mejor, ó al menos del que más le guste.

—¿Fuma usted?—le preguntó á Inocencio de sobremesa.

—Sí, señor—contestó el joven con alguna cortedad también.

—Perfectamente. Yo no fumo, pero en el escritorio tiene usted cigarros habanos, puros y de papel, y puede siempre surtirse allí de los que necesite.

Inocencio estaba loco de contento con estas y otras pruebas de solicitud y bondad de su principal.

—¿Le gusta á usted vestir bien?—le preguntó éste aquel mismo día.

—Sí, señor.

—Eso está muy puesto en razón, siendo usted joven. Pues se va usted al sastre de casa, y se toma medida de la ropa que usted quiera.

Inocencio no se cansaba de dar gracias á Dios por la ganga que había encontrado en aquella casa.

—¿Le gusta á usted dar un paseito por la tarde, cuando hace buen tiempo?—le preguntó al día siguiente su principal.

—Sí, señor—contestó Inocencio.

—Pues desde esta tarde puede usted dársele siempre que quiera.

Cuando aquella tardo iba Inocencio á salir de paseo, le llamó don Juan, y le dijo:

—¿Supongo que le gastara á usted, cuando va de paseo, llevar algún dinero en el bolsillo, por si le ocurre algo ó quiere tomar alguna cosa?

—Sí, señor.

—Pues tome usted del cajón de mi mesa, donde hay oro y plata, lo que guste, tanto hoy como en lo sucesivo.

Pocos días después había romería en Deusto.

—¿Le gustan á usted las romerías?—preguntó don Juan á su amanuense.

—Sí, señor—contestó éste.

—Es natural que á los jóvenes les gusten esas; fiestas. Pues váyase usted esta tarde á la romería, si quiere.

Un sábado, por la noche, estando cenandor preguntó á Inocencio su principal:

—¿Le gusta á usted pasear á caballo?

—Sí, señor.

—Pues ya sabe usted que tengo en la caballeriza dos caballos que no hacen más que comer y holgar, porque yo no he vuelto á montar desde que perdí á mi pobre mujer. Que le preparen á usted por la mañanita uno de ellos y dése un buen paseo, aunque sea hasta Sopuerta.

Es inútil decir que Inocencio no escaseaba á su principal la expresión de su agradecimiento por tantas bondades. De todos los obsequios que don Juan le había prodigado, ninguno le había sido tan grato como el del caballo, que se apresuró á aceptar para hacer una visita á su madre, y áun á su padrino, á fin de contarles lo dichoso que era en casa de don Juan de Eguía.

La pobre madre lloró de alegría, y poco menos hizo el señor don José Ignacio al oirle encarecer aquella dicha.

Dos días después de esto, estando de conversación de sobremesa, sorprendió y dejó perplejo don Juan á Inocencio con esta inesperada pregunta.

—Diga usted, Inocencio, ¿le gustan á usted las muchachas?

Inocencio se puso encendido como la grana, y pareciéndole desacato contestar afirmativamente á un hombre como aquel, guardaba silencio, cuando don Juan le repitió:

—Conque, vamos, Inocencio, ¿le gustan á usted las muchachas?

—No, señor—le contestó al fin Inocencio.

—¿Ni aunque sean guapas?

—No, señor.

Don Juan se puso muy serio después de oir estas dos respuestas negativas, y dijo á su amanuense:

—Tengo el sentimiento de decir á usted que no sirve para mi casa.

—¿Por qué, señor?—le preguntó Inocencio, confundido y avergonzado.

—Porque acaba usted de faltar á la verdad, y el que falta á ella no puede ser hombre de bien; como es indispensable que sea para depender de una casa cuyo dueño lleva la verdad hasta en su apellido.

Todas las explicaciones y todos los ruegos de Inocencio fueron inútiles para con don Juan, que aquel mismo día puso en sus manos liberalmente la cuenta y le enseñó amablemente la puerta.

VI

El pobre Inocencio se fué á Obécori y contó á au madre, con toda sinceridad, lo que le había pasado con don Juan de Eguía, y después de llorarlo, ambos se fueron á las Rivas á contar al señor don José Ignacio tan inesperada noticia.

¡Cuál no sería su sorpresa cuando vieron que el señor don José Ignacio, apenas se enteró de ello, abrió los brazos á su ahijado, exclamando:

—Hijo mío, tú serás un sacerdote incapaz de quebrantar el voto de castidad que hayas hecho, porque el que ha resistido las seducciones de la casa de don Juan de Eguía, resistirá todas las seducciones de las mujeres y de su propia naturaleza. Mañana vendrá tu madre á mi casa á esperar en ella, descansada y tranquila, el fin de tus estudios, y también mañana irás tú á un seminario á seguir la carrera eclesiástica á mis expensas.

Así sucedió. Inocencio cantó misa; sobrevivió á su buena madre más de cincuenta años, y, tuviera ama de gobierno, ó dejara de tenerla, le sucedió lo que á todos los señores curas que yo conozco: que nunca dió ocasión á que las malas lenguas dijeran de él que si fué, que si vino.


Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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