Este era un Rey muy bueno y querido de sus vasallos; pero tenía sus rarezas, como á todos nos sucede; entre ellas, la de no permitir en su reino, y menos en su corte, el ejercicio de artes mecánicas, tales como la zapatería, porque decía que tales artes eran opuestas á la nobleza que quería conservar en su reino en toda su pureza y esplendor. Reyes así serán muy buenos, pero á mí no me gustan, acaso porque yo no entiendo de estas cosas. Preguntando al buen anciano que me contó este cuento que pensaba de tales Reyes y que de los que pecaban en el extremo opuesto, se limitó á contestarme: «¡Mal año para ellos!»
El Rey era viudo y tenía una hija por quien deliraba, creyéndola la chica más hermosa de este mundo. La Princesa era, en efecto, un prodigio de hermosura y gracia; sobre todo, su pie era una maravilla por lo chiquirritito y mono; y era de suponer que de allí arriba todo correspondiese al pie, inclusa la pantorrilla, que era preciosa, según decían todos los que habían logrado ver un poquito de ella al levantar la Princesa el vestido con mucha monería para pasar algún charco.
Allí todos los artefactos se traían de tierra extranjera, porque no se permitía fabricar ninguno en el reino, y, por consiguiente, también el calzado era allí extranjero. Como el pie de la Princesa era un pie de ángel, era casi imposible que hombres le hiciesen zapatos como es debido, y mucho más imposible haciéndolos sin medida.
El Rey estaba disgustadísimo con esto último, y por más que preguntaba á sus nobles ministros y cortesanos cómo se podría remediar tan grave inconveniente, no acertaba á remediarle, porque todos sus cortesanos y ministros se encogían de hombros cuando S. M. los consultaba sobre asunto tan importante y transcendental.
Hacía mucho tiempo que ningún calzado de la Princesa había estado siquiera á medio gusto del Rey, y ésto, naturalmente, cogía el cielo con las manos por tal desgracia. Por fin, prueba que prueba botitas, la Princesa dió con unas que casi estaban á gusto de su excelso padre, y entonces dijo el Rey, lleno de alegría:
—¡Ese, eso es el zapatero que yo buscaba hace tiempo, pues si ha hecho esas botitas casi justas sin haber tomado la medida, ¡qué no hubiera hecho si la hubiera tomado!
Inmediatamente mandó el Rey que se averiguase por medio de sus ministros plenipotenciarios en el extranjero quién era el zapatero que había hedió aquellas botitas, y resultó que las había hecho uno que llamaban Calzángeles, por la gracia y el ingenio que Dios le había dado para ejercer su oficio.
Después de sostener un larga y terrible lucha entre su amor de padre y su deber de Rey, que creía consistía en mantener la nobleza de su reino tan pura, que ni siquiera pusiese los pies en sus dominios hombre que ejerciese arte mecánica, se decidió á hacer el tremendo sacrificio de invitar á Calzángeles á ir á su corte para que tomase medida del piececito de la Princesa, y una vez tomada, se apresurase á volver con la medida al extranjero, donde recibiría el título de zapatero de cámara de S. M. y A., con la condición de que si volvía á penetrar en los nobilísimos dominios de S. M., sería fusilado sin más que identificar la persona.
Calzángeles contestó: en primer lugar, que pertenecía á una de las dos noblezas ó aristocracias de su tierra, que eran la de la virtud y el talento, y la de la sangre; y en segundo, que no estaba para viajes, y que sólo haría el que se lo proponía con la condición de que se lo había de permitir establecerse en la corte. El Rey se escandalizó de esta condición; pero como Calzángeles insistiese en ella y S. M. se resignó al fin á aceptarla, viendo que no había otro remedio, y dió su palabra de Rey al zapatero de que nunca, con ningún pretexto, ni por ningún motivo, haría con él ninguna barbaridad una vez establecido en su noble corte.
Apenas el zapatero llegó á ésta, fué á palacio á ponerse á los pies de la Princesa y tomarle medida de unas botitas que S. A. deseaba mandar hacer cuanto antes para que su augusto padre llorase de alegría viéndola bailar, con ellas puestas, el zapateado.
El Zapaterillo (á quien en adelante daremos este nombre, porque es el más conforme con su juventud, su gracia y su linda personita) se arrodilló á los pies de la Princesa con la finura del más cumplido cortesano, y cuando la Princesa, con mucha monada, levantó el vestido hasta la pantorrilla para que el Zapaterillo le tomase la medida, el Zapaterillo se santiguó muy conmovido, y procedió con toda la sal y salero del mundo á tan delicada operación.
Chocáronle mucho á la Princesa la santiguada y la emocion del Zapaterillo, y hubiera dado cualquier cosa por saber la causa; pero como era cortita de genio y estaba también conmovida con la gracia del Zapaterillo, no se atrevió á preguntar á éste por qué se había conmovido y santiguado.
El Zapaterillo se había conmovido y santiguado al ver lo monos que eran el pié y la pantorrilla de S. A. Como deseaba que las botitas fuesen primorosas, pues era mozo de mucho pundonor profesional, empleó mucho tiempo en trabajar las botitas de la Princesa, y mientras trabajaba no hacía más que pensar en S. A., y, sobre todo, en aquel pie y aquella pantorrilla tan retemonos, y subiendo, subiendo de suposición en suposición, suponía en la Princesa perfecciones físicas y morales tan grandes, que cuando concluyó las botitas estaba ya perdidamente enamorado de S. A. No se le ocultaban los inconvenientes de aquel amor, porque como era chico bastante leído, recordaba aquello que dijo Tertuliano de que la mujer es la puerta por donde entra el diablo en el hombre; pero el recuerdo del pie y de la pantorrilla de S. A., y las suposiciones subsiguientes, daban al traste con Tertuliano todos los demás filósofos y moralistas.
Al mismo tiempo, la Princesa pensaba tanto en el Zapaterillo y tenía tanta ansiedad por saber por qué se había santiguado y conmovido cuando ella levantó el vestido para que le tomara medida del pie, y llegó á suponer tales cosas en el Zapaterillo, que si no había llegado á enamorarse de él, le faltaba ya muy poco.
Cuando el Zapaterillo fué á llevar y probar las botitas de la Princesa, con pretexto de ajustarlas y probarlas bien, sobó y re sobó tanto el piececito, y miró y remiró tanto la pantorrilla de S. A. y permaneció tanto tiempo arrodillado, soba que soba y mira que mira, que la Princesa y él tuvieron tiempo de sobra para hablar de una porción de cosas.
La Princesa le preguntó, poniéndose coloradito como un clavel, por qué se había santiguado y conmovido cuando fué á tomarle medida, y él ¡qué había de hacer sino decirle la verdad! La Princesa comenzó con esto á cavilar, y concluyó por enamorarse por completo del Zapaterillo, que, como era tan retunante, ya sabía dónde lo apretaba el zapato á S. A.
El Rey estaba entusiasmado con las botitas de su augusta hija, que le parecían modelo de perfección; pero la Princesa le dijo que le apretaban un poquito y convenía que volviera el Zapaterillo á corregir aquel defectillo, con lo cual quedarían al óleo. El Zapaterillo volvió, y entonces él y la Princesa se dejaron de cumplimientos y se declararon mutuamente que se querían, porque el gitano del Zapaterillo creyó que dándolo S. A. el pie podía tomarse la mano y besársela con tanta ansia, que parecía querérsela comer viva.
Aquel mismo día la Princesa dijo á su augusto padre que quería casarse con el Zapaterillo, porque le hacía mucha gracia y ella se la hacía al Zapaterillo. Su augusto padre se paso como un toro al oir esto, y si no mandó fusilar al Zapaterillo más pronto que la vista, fué porque había dado su palabra de Rey de no hacer con él ninguna barbaridad. Lo único que hizo fué echar su maldición á la Princesa y arrojar á ésta de palacio sin más que lo puesto, y mandar que ni á ella ni al Zapaterillo se les permitiera volver á poner allí los pies.
La Princesa y el Zapaterillo se casaron y, vivían muy bien, porque el Zapaterillo calzaba á todas las señoras de la corte, y así ganaba el oro y el moro. Entre las parroquianas del Zapaterillo había muchas que tenían el pie y la pantorrilla capaces de hacer pecar á un santo, pero el Zapaterillo no hacía caso de eso, lo que prueba que quería mucho á la Princesa y era un marido como Dios manda, por más que diga una copla española, compuesta sin duda por algún pícaro sastre:
Todos los zapateros
como Dios manda
pegan á sus mujeres
y se emborrachan
y el que no lo hace
aunque sea zapatero
parece sastre.
Como el Rey era tan bueno y quería tanto á su hija, y la Princesa
era de tan buen corazón y quería tanto á su padre, padre é hija
volvieron á verse, por supuesto, de ocultis, para evitar habladurías, y
concluyeron por devolver el Rey todas sus ricas joyas á la Princesa y
por verse todos los días con motivo de haber tenido S. A. un chico muy
mono, con el cual estaba chocho el abuelo.
Ya he dicho que el Rey era muy querido de sus vasallos; pero, á pesar de esto, unos cuantos tronados de esos que en todas partes, menos en España, rabian por meter el hocico en el comedero nacional, armaron una revolución de mil demonios; y como la generalidad de las gentes del reino eran muy pacíficas y puede más uno que apunta con un trabuco que mil que apuntan con un bieldo, era lo cierto que la revolución había llegado triunfante á las puertas de la capital, y esta se veía sitiada por los pronunciados y defendida débilmente por sus habitantes, que, aunque todos ellos eran tan nobles como el Soberano, no servían para aquellas cosas.
El Rey llamó á palacio á la principal nobleza y, por supuesto, á los ministros y demás altos funcionarios de la corte, y les pidió consejo sobre lo que debía hacer en tan crítica situación; pero todos se encogieron de hombros, sin que á ninguno se le ocurriera una idea salvadora.
El Rey estaba desesperado con la esterilidad de ingenio de todos aquellos nobles magnates de su corte, que en las fiestas y paradas oficiales parecía que se iban á comer el mundo entero con sus espadones y deslumbrantes uniformes; y en su desesperación, le ocurrió consultar, por supuesto, de ocultis, á su yerno el Zapaterillo, que sabía era tan ingenioso por naturaleza como plebeyo por oficio. El Zapaterillo se enteró muy detenidamente del estado de la política interior y exterior, y particularmente del estado en que se hallaban las relaciones del Rey con los Gigantones, sus vecinos.
—Sólo de Dios y de los Gigantones—contestó el Rey—puedo esperar auxilio.
—Pues duerma V. M. á pierna suelta, que yo le respondo de que le tendrá—le dijo el Zapaterillo,—y se retiró muy templado, dejando al Rey jurando y perjurando que, si salía bien de aquélla, había de haber en su reino dos noblezas en lugar de una.
Conviene decir qué casta de pájaros eran los Gigantones, de quienes el Rey y el Zapaterillo habían hablado. Los Gigantones eran los habitantes de un reino confinante con el de S. M., y se les daba aquel nombre porque eran verdaderos gigantes de cuerpo y ánimo, tanto que cada uno de ellos valía por un batallón de soldados de cualquier otro país.
Los pronunciados habían procurado malquistar al Rey con ellos para que no le prestasen auxilio; pero aun así no las tenían todas consigo, porque si el Rey de los Gigantones intervenía en favor del Rey su vecino, aunque sólo fuese enviándole una compañía para defender la capital, de seguro se llevaba la trampa la revolución.
El plan de los pronunciados era entrar en la capital, que creían fuese débilmente defendida por sus nobles habitantes; apoderarse de la Princesa, que sabían habitaba fuera del Real alcázar; llevársela y amenazar al Rey con sacrificarla si no accedía á todas sus exigencias, que ya he dicho eran las de permitirlos meter el hocico en el comedero nacional, que aquí en España, donde somos más corteses, llamamos presupuesto. Se conoce que aquellos bribones habían leído la historia de España y contaban con que el Rey no tendría el sublimo y bárbaro valor de Guzmán el Bueno para contestarles arrojándolos un cuchillo. En cuanto á apoderarse del mismo Rey, eso ya era harina de otro costal, porque el Real alcázar era muy fuerte y estaba defendido por un cañon, cuyos metrallados barrían la entrada principal de la ciudad, que era por un arenal muy hermoso.
Aquella misma noche, el Zapaterillo cogió las botitas de la Princesa, puso cada una de ellas en la punta de una estaca, á modo de contera, se colgó del cuello un par de borceguíes suyos, hechos de antemano con tal artificio que el tacón estaba delante y la punta detrás, de modo que andando con ellos puestos, las pisadas indicasen que el que había ido había vuelto, ó que el que había vuelto había ido, y provisto de estas ingeniosas invenciones, se dirigió á la puerta del arenal así que la noche estuvo como boca de lobo y el arenal completamente desierto y silencioso.
Una vez llegado al arenal, siguió hasta el fin de éste, señalando en la tina arena, á la mano derecha, de su huella, la de las botitas de la Princesa, que procuraba fuese profunda, apoyando alternativa y fuertemente las dos botitas en la arena con ayuda de las estacas á que servían de contera, y al llegar allí, cambió los borceguíes que llevaba puestos por los que llevaba colgados del cuello, y desandando lo andado, volvió á meterse en la ciudad y se fué a dormir con la Princesa más fresco que una lechuga.
Apenas amaneció, los pronunciados enviaron espías al arenal para averiguar si había entrado ó salido alguien, y muy pronto supieron, con gran consternación y rabia, que la Princesa se había escapado, probablemente á refugiarse en territorio de los Gigantones, y también probablemente con la misión de pedir á éstos que fuesen á defender á su padre.
Los informes de los espías eran unánimes y tan circunstanciados, que hasta de ellos se colegía que la Princesa había escapado llevándola del brazo un hombre que debía ser su marido, pues la huella de su piececito aparecía constantemente á la derecha de la huella del hombre, y ya se sabía que el Zapaterillo llevaba siempre á su derecha á la Princesa cuando paseaba con ella de bracero. En cuanto á la huella de otro hombre, aparecía constantemente á la izquierda del Zapaterillo, y esto indicaba que los había acompañado un criado cargado con equipaje, en el que probablemente irían las ricas joyas de la Princesa, á las que rabiaban por meter mano, no obstante haber escrito en su bandera: «Queremos patria con honra», y haber puesto los consabidos carteles de «Pena de muerte al ladrón.»
Aunque desanimados con esto contratiempo, los pronunciados tuvieron consejo aquel día y se decidieron á atacar el Real alcázar la mañana siguiente, para evitar la contingencia de que al llegar la Princesa á la corte del Rey de los Gigantones, éste se decidiese á enviar algunos de sus formidables soldados en auxilio de su vecino Y antiguo aliado.
El Zapaterillo, que había pasado el día haciendo un par de zapatos enormes, ideados con tal artificio que se adaptaban perfectamente á sus pies, y lo mismo servían para usarlos con el tacón detrás y la planta delante que con el tacón delante y la planta detrás, se dirigió hacia la puerta del arenal así que la noche se puso obscura y no se sentía una mosca fuera de la puerta, y se entretuvo una hora en dar paseos desde la puerta al fin del arenal y desde el fin del arenal á la puerta, sin detenerse más que un poquito al fin de cada paseo de ida y vuelta, para cambiar la postura de los enormes zapatos, de modo que la huella que señalasen fuese constantemente de hombre que había entrado, y no de hombre que había salido.
Al amanecer, los pronunciados, según costumbre, enviaron espías al arenal, y los espías volvieron con que el arenal estaba lleno de pisadas de más de media vara, de hombres que habían entrado en la ciudad. La alarma y la consternación de los pronunciados fueron terribles al saber que lo menos una compañía de Gigantones había penetrado aquella noche en el Real alcázar, y sin duda se disponían á caer sobre el ejército sitiador sorprendiéndole y desbaratándole.
Los pronunciados se prepararon inmediatamente á levantar el sitio y huir despavoridos. El Zapaterillo, que lo observaba todo desde la boardilla de su casa con un anteojo de larga vista, y ya había obtenido del Rey amplias facultades para lo que le diese la gana en las críticas circunstancias que la capital y el Monarca atravesaban, bajó á la calle más listo que una centella, fué á la cárcel, que estaba llena de infelices acusados de haber ejercido artes mecánicas, puso en libertad á los presos, les arengó prometiéndoles que en lo sucesivo á todo hijo de vecino le sería lícito echar media docena de tachuelas á los zapatos ó componer una silla desvencijada; los proveyó de armas y municiones, que tomaron ebrios de patriótico entusiasmo, y puesto á la cabeza de ellos, y seguido de lejos de algunos de los más ilustres representantes de la nobleza, cayó sobre los pronunciados en el momento en que huían, y no dejó títere con cabeza entre ellos, volviendo triunfante á la capital libertada, que le recibió con delirante entusiasmo, echando á vuelo todas sus campanas, engalanando todas sus ventanas y balcones, y arrojando flores, y por supuesto, detestables versos, á los libertadores.
La Princesa, su augusta esposa, se le quería comer vivo, de amor y de alegría, y en cuanto al Rey, su excelso suegro, todo lo que se diga es poco para decir cómo le recibió. ¿Qué más, hombre? hasta el chiquitín le dió un beso después de limpiarle los moquitos su augusta madre!
Pero ¡ay! con razón se dice que no hay rosa sin espinas, ni mosto sin heces. La inmensa mayoría de los habitantes de la capital pertenecía á la nobleza hereditaria, á la nobleza de la sangre, y pasado el primer entusiasmo del triunfo, empezaron todos á entristecerse pensando que no pertenecía á aquella nobleza el héroe libertador, y era muy probable que el Rey la aboliese y la sustituyese con otra, con la nobleza de la virtud y el ingenio, á que el Zapaterillo pertenecía.
En efecto, ésta era la intención del Rey, que encerrándose en la Real cámara á solas con su salvador y yerno, dijo á ésto.
—Oye, Calzángeles, mi querido hijo y glorioso libertador de la patria, hablemos de las cosas del Estado con la seriedad que el caso requiere. Yo había jurado y perjurado que si salía bien de ésta con tu ayuda, en mi reino habría dos noblezas en lugar de una sola; pero me arrepiento de lo jurado y perjurado, y me decido á que haya una sola, que ha de ser la de la virtud y el talento, á que tú perteneces ¿Qué han hecho para salvar al Rey y á la patria todos esos nobles, en cada uno de los cuales creía yo ver un héroe más valiente que el Cid Campeador? Tú lo has visto; ¡ni corazón ni talento ha demostrado ninguno de ellos en la hora del peligro! Nada, nada; hay que dar completa vuelta á la tortilla.
—¿Qué barbaridades está V. M. diciendo?—exclamó el Zapaterillo interrumpiendo al Rey, no por falta de respeto, sino por sobra de buen sentido y espíritu de justicia.—En toda tierra de garbanzos conviene y es justo que haya dos noblezas ó aristocracias: la primera, la de la virtud y el talento, y la segunda, la de la sangre, y no hablo de la del dinero, porque esa lo mismo puede ser vileza que nobleza...
—Pero, hombre, si es nobleza porque hace buen uso del dinero, ¿á cuál de las dos pertenece?
—A la de la virtud y el talento.
—¡Bien, hombre, bien! sigue, que cada vez me convenzo más de que eres más listo que un demonio.
—Pensando piadosamente, hay que suponer que toda nobleza hereditaria, ó de la sangre, empezó con una gran virtud, que, pensando del mismo modo, se ha ido repitiendo y multiplicando, en más ó menos grado, de generación en generación, por aquello de que nobleza obliga; y esta consideración es por sí sola bastante para que se respete á la nobleza hereditaria. Ni en Lacedemonia, ni en Atenas, ni en Roma, se hizo la barbaridad que V. M. quiero hacer, Licurco y Solon...
—¡Hombre! veo que eres más leído de lo que era de suponer en un zapatero.
—Pues qué, ¿el que uno pase el día dale que le das á la lezna y el cáñamo, es inconveniente para que uno tenga media docena de buenos libros y se entretenga con ellos á las horas de descanso, ó los días de fiesta, en lugar de ir á la taberna á emborracharse? Dirá V. M.: ¿pues qué demonio de erudición ni sabiduría se necesita para hacer zapatos, que viene á ser el arte de hacer fundas para la parte más baja del cuerpo humano? Si V. M. lo dice, dirá un desatino, pues todo artesano, sin exceptuar el zapatero, debe tener al dedillo la historia de su arte y cuanto con su arte se relaciona más ó menos directamente.
—Tienes razón, hombre; pero ¿qué es lo que ibas á decir de Licurgo y Solon?
—Lo que iba á decir era que aquellos legisladores, lejos de abolir nobleza alguna, hicieron nobles á todos los ciudadanos, declarándolos á todos iguales, menos á los pícaros; y una cosa por el estilo se hizo con las Provincias Vascongadas, donde mientras en el resto de España andaban siempre á la greña con que mi sangre es azul, y negra la tuya, tan noble se consideró siempre al pobre bracero que hacía carbón en los robledales de Mallabia, ó sacaba vena de hierro en el monte cuya riqueza metálica maravilló á Plinio, como á los solariegos de Muncháraz, que casaban con hijas de reyes. Santo y muy bueno que á la nobleza hereditaria no se la den preeminencias legales sobre las demás clases del Estado; pero si hay quien cree que vale más descender del Archipámpano de Sevilla que de Perico el de los Palotes, deje V. M. que se tronce el espinazo haciendo reverencias á los descendientes del susodicho Archipámpano ó del preste Juan de las Indias.
—Hablas con cabeza, hombre; hablas con cabeza, y ya verás cómo no echo en saco roto tus consejos.
En efecto, al día siguiente el Rey promulgó dos pragmáticas importantísimas. Por la primera se declaraba que todos sus súbditos se dividían en dos categorías sociales, que eran la de los hombres de bien y la de los bribones, con el ítem de que los segundos habían de ser esclavos de los primeros, y no los primeros de los segundos, como, aunque pareciese mentira, pasaba en algunos países preciados de cultos, y por la segunda declaraba S. M. su sucesor en el trono al primogénito de su augusta hija la Princesa y de su glorioso yerno Calzángeles.
El reino fué desde entonces muy próspero y feliz; pero me temo mucho que al fin y al cabo se le lleve la trampa, porque los bribones y holgazanes, estimulados con el mal ejemplo de lo que pasa hasta en los países tenidos por más liberales, están siempre erre que erre con que han de meter el hocico en el comedero nacional; cosa que, al parecer, no se puede impedir, á no hacer la barbaridad de gobernar á estacazo seco.