I
Este era un señor cura que estaba de servidor en un curato patrimonial, que, como es sabido, son aquéllos cuya propiedad corresponde a curas naturales de la feligresía, del municipio y aun de la provincia. Lo que voy a contar de él no le honra maldita la cosa, pero así como respeto y enaltezco siempre a los curas como Dios manda, así cuando por casualidad tropiezo con alguno que no honra a su respetable clase, pronuncio un «salvo la corona,» con lo cual mi conciencia queda tranquila pues, hecha esta salvedad, ya no se trata del sacerdote, sino del hombre, y le doy, así por lo suave, una zurribanda que sirva de saludable escarmiento.
El Sr. D. Toribio, que así se llamaba mi señor cura, debía tener algún pero muy gordo, pues cuando se colocó de servidor en Zarzalejo, lugarcillo de veinticuatro vecinos, todos pobres y rústicos labradores, hacía mucho tiempo que estaba desacomodado, porque en ningún pueblo le querían.
Asistía a las conferencias que el clero de aquellos contornos celebraba en Cabezuela, que era un pueblo inmediato, y siempre le encargaba el presidente de las mismas que estudiase yo no sé qué; pero el Sr. D. Toribio, en lugar de pasar los ratos desocupados estudiando, los pasaba andando de aquí para allí montado en el Moro, que era un burro muy mono al que había criado en casa desde chiquitín, enseñándole una porción de burradas que enamoraban y hacían desternillar de risa al Sr. D. Toribio.
La iglesia de Zarzalejo parecía una tacita de plata, y todo estaba en ella a pedir de boca; pero esto no se debía al señor cura, que se debía a Pedro, o por mal nombre Pericañas, el hijo del tío Robustiano, que hacía de sacristán y monaguillo, y era, mejorando lo presente, lo más listo que uno se echa a la cara. En Castilla he oído un refrán de sonsonete que dice: «Si quieres ver a tu hijo pillo, ponle a monaguillo,» y en verdad que este refrán es un Evangelio chiquirritito, como algunos, muy pocos, de los refranes: casi todos los monaguillos son pillos en el buen sentido de la palabra, que es el de listos y despavilados, porque no parece sino que al aprender a despavilar las velas, aprenden a despavilarse a sí mismos.
II
Un día tuvo Pericañas con su padre una conversación muy interesante.
Padre, dijo Pericañas, yo voy siendo ya grande para monaguillo. El otro día, cuando pasó por aquí el señor obispo y yo fui con el Moro del señor cura a llevarle la maleta hasta Cabezuela, trabamos conversación su ilustrísima y yo mientras su ilustrísima caminaba montado en su mula y yo caminaba a pie arreando al Moro. —¿Qué tal está la iglesia de Zarzalejo? me preguntó el señor obispo. —Muy bien, le contesté, y ya siento que vuestra ilustrísima no la haya visto. —No me ha sido posible detenerme en Zarzalejo, pero el año que viene, si Dios quiere, vendré a la visita pastoral y veré despacio la iglesia. —Pues de seguro le gustará a vuestra ilustrísima, porque, aunque me esté mal el decirlo, la tengo que se puede ver la cara en ella: de cada zurriagazo que les doy todos los días a los santos para limpiarles el polvo, tiembla la iglesia. —Pues qué, ¿eres tú el sacristán? —Sacristán y monaguillo, para servir a vuestra ilustrísima.—Hombre, hombre, sacristán está bien, pero para monaguillo ya vas siendo grande.—¿Y eso qué le hace, señor?—¿Pues no le ha de hacer, hombre? Los monaguillos deben ser niños que por su inocencia y rostro infantil recuerden a los ángeles, y no hay cosa más impropia para hacer su oficio que un zamarro con más barbas que un chivo. —Así se esplicó el señor obispo. Conque ya ve Vd., padre, que si su ilustrísima me encontraba ya grande para monaguillo hace pocos días, más me encontrará dentro de un año.
—Tienes razón, hombre, y la tiene el señor obispo, contestó el tío Robustiano.
—¿Y qué le parece a Vd. que haga?
—Decirle al señor cura que demites tu empleo y venirte a destripar terrones conmigo.
—Padre... a mí me gusta mucho la iglesia.
—A todos nos gusta, hijo, porque en ella nos da Dios a los pobres y afligidos la esperanza y el consuelo que nos niegan los hombres.
—Sí, pero no es eso lo que quiero decir.
—¿Pues si no, qué demonios es?
—Que yo quiero ser cura.
—Muchacho, ¿tú te quieres chungar conmigo? Mira que tengo muy malas pulgas.
—Pero, padre, mi deseo nada tiene de malo.
—Pero tiene mucho de imposible. Muy santo y muy bueno sería para todos el que te ordenases de cura, porque, como dijo el otro, en cada familia debe haber un machito negro que la ayude a llevar las cargas; pero ¿de dónde demonios vas a sacar para seguir la carrera?
—Si Vd. hiciera algún sacrificio para ayudarme, yo me aplicaría, y a la vuelta de unos cuantos años ya nadie en Zarzalejo le llamaría a usted el tío Robustiano.
—¿Pues cómo demonios me habían de llamar?
—El padre del señor cura.
—Vamos, vamos, este demonio de chico es capaz de engatusar... Pero, muchacho, ¿quién te asegura a ti que has de pillar el curato de zarzalejo?
—En eso, padre, no puede haber dificultad ninguna, porque el curato de Zarzalejo es patrimonial y no hay miedo de que me le disputen.
—Pues bien, hombre, no hablemos más del asunto. Venderé aunque sea la camisa que tengo puesta a ver si con doscientos mil demonios te haces cura; pero ¡ay de ti si veo que no te aplicas! porque entonces te deslomo a palos, que ya sabes que tengo malas pulgas. Mañana mismo vamos a ver al dómine de Cabezuela, y te quedas allí estudiando la latinidad, que es lo primero y principal que hay que aprender para cantar misa.
Pericañas dio un salto de alegría al oír esto, y corrió a presentar al señor cura la dimisión de su destino.
III
El señor cura de Zarzalejo andaba muy caviloso y triste desde que Pericañas estudiaba para cura: hasta su favorita diversión, que era la de cabalgar en el Moro y hacer fiestas y enseñar borricadas al animal, le cansaba y aburría.
Y no dejaba de ser fundada la tristeza del pobre señor cura, porque, lo que él decía:
—Ese Pericañas, que es listo como un demontre, se hace cura en un periquete, y valido de la pícara patrimonialidad, me birla el curato y vuelvo a pasar la pena negra antes de encontrar nueva colocación. Hacer oposición a un beneficio es imposible para mí, porque ni jota sé del latín que me prendí con alfileres para ordenarme, y eso de estudiar, francamente, no me gusta. Será una fatalidad, será una picardía, será todo lo que se quiera este horror que tengo a los libros, pero ¿qué le he de hacer yo? Cada uno tiene su opinión y su ingenio. Mire Vd. también al trasto de Pericañas, que se le ha antojado ser cura, como si para serlo no hubiera más que tumbarse a la bartola y pasar la vida hecho un borrico. No, pues si yo pongo pies en pared para que no se salga con la suya, no se saldrá. Y sí que los pondré, caramba, quo ya estoy harto de ser tonto, porque en esta pícara España, el que no es intrigante y tuno se fastidia.
Todos los días; tenía el señor cura este soliloquio, y se devanaba los sesos buscando el medio de hacer a Pericañas una jugarreta que le obligase a abandonar la carrera eclesiástica.
Un día que andaba en estas cavilaciones se le presentó el tío Robustiano y le dijo que tenía que hablar con él a solas cuatro palabras.
—Ya sabe Vd., señor cura, le dijo el tío Robustiano, que a Pericañas le tengo en Cabezuela ya va para medio año aprendiendo la latinidad con el aquél de que se haga cura, porque parece que le tira mucho la iglesia.
Sí, ya lo sé, y me temo mucho que ese chico pierda el tiempo, porque para ordenarse hay que saber mucho.
—En eso último estoy yo también, señor cura. Pues voy al decir que el muchacho tendrá estos días los desámenes y en seguida se vendrá a pasar las vacaciones en casa. Yo quisiera que así que venga le desaminase Vd. disimuladamente y luego me dijera en confianza qué tal viene de adelantado, porque si no ha adelantado le doy una paliza de cien mil demonios y le pongo a destripar terrones conmigo, que me estoy gastando un sentido con él y ¡a qué es moler si el muchacho no es aplicado o de su natural es burro!
—Hombre tiene Vd. mucha razón y piensa como buen padre. Pierda Vd. cuidado, que en cuanto venga el chico yo le examinaré, así como quien no quiere la cosa, y le diré a Vd. con franqueza lo que me haya parecido.
Tras esta conversación, —el tío Robustiano se despidió del señor cura, seguro de que un señor tan sabio le había de desengañar en lo tocante a los adelantos del chico.
IV
Apenas llegó Pericañas a Zarzalejo, fue a visitar al señor cura, y como viese al Moro paciendo en un pradito que estaba antes de llegar a la casa, corrió a él para hacerle una fiesta. Por lo visto no estaba para fiestas el Moro con motivo del despego que le mostraba en amo hacía algún tiempo, pues acercarse a él Pericañas y plantar a éste una coz que a poco más le deja en el sitio, todo fue uno. Pericañas, que no esperaba tal correspondencia de un animal a quien había hecho muchos favores, siguió su camino murmurando:
—Bien merecido tengo este pago, por no considerar que de los burros sólo se deben esperar coces.
El señor cura recibió a Pericañas, al parecer, con mucho afecto.
—Hombre, le dijo, yo creía que me ibas a saludar en latín.
—Mal o bien, señor cura, le contestó modestamente el muchacho, hubiera podido hacerlo, porque me he aplicado cuanto he podido, pero creía que tal alarde hubiera parecido arrogancia.
—No hay arrogancia que valga, hombre. A ver, a ver cómo me esplicas en latín en qué has empleado el tiempo.
El muchacho tomó la palabra en latín, y dejó patitieso al señor cura la soltura con que se esplicó, y digo la soltura, y no la perfección, porque el Sr. D. Toribio sólo conoció que hablaba con soltura.
—¿Y es ese el latín que has aprendido en medio año? le preguntó el señor cura haciendo un gesto de desaprobación.
—Sí, señor.
—Pues, hijo, es lástima que los panaderos hayan pasado malas noches por ti.
El muchacho, que con razón creía haber aprovechado el tiempo y así lo había oído de boca de su preceptor, se quedó cortado con la salida del señor cura y se volvió a casa poco menos que llorando.
El tío Robustiano se fue aquella tarde por casa del señor cura deseoso de saber a qué altura de latín venía Pericañas.
—Tío Robustiano, le dijo el señor cura apenas le vio, tengo que darle a Vd. una mala noticia. El muchacho viene más burro que fue, porque no sabe jota de latín y hasta ha olvidado lo poquillo que con el roce había ido aprendiendo a mi lado.
—Me ha partido Vd. de medio a medio con esa noticia, señor cura, exclamó el pobre hombre llevándose la mano a la frente para enjugar el sudor frío que le comenzaba a chorrear.
—Lo siento mucho; pero debo desengañarle a Vd., porque no tiene gracia que se esté Vd. sacrificando inútilmente por el muchacho.
—¡Por vida de dios Baco balillo, que en cuanto llegue a casa no le dejo hueso sano a ese tunante!.....
—¡Hombre, no haga Vd. barbaridades!
—Es que no sabe Vd., señor cura, las endemoniadas pulgas que tengo!
—Déjese Vd. de pulgas y siga mi consejo.
—¡Por vida de doscientas mil recuas de demonios! Perdone Vd., señor cura, la falta de respeto, que no sé lo que me digo. ¿Qué quiere usted que un hombre haga?.....
—Lo que ha de hacer Vd. es no tocar al pelo de la ropa al muchacho, y en vez de dedicarle a una carrera para la que no sirve, dedicarle a la labranza, en que puede ser un hombre tan útil y honrado como Vd.
—Haré por seguir los consejos de Vd., señor cura, pero.....
—No hay pero que valga, tío Robustiano. Es que creen Vds. que de bóbilis-bóbilis se hace uno cura. Están Vds. muy equivocados, que para ser cura se necesita saber mucho. Aquí me tiene usted a mí que, aunque me esté mal el decirlo, no soy de los más negados; pero, admírese Vd., aún hay curas que saben más que yo.
—¡Parece imposible, señor!
—Pues no hay imposible que valga. Ea, conque quedamos en que al pobre chico no le pegará usted, y en lugar de hacer de él un mal cura, haga un buen labrador.
—Francamente, señor cura, no respondo de mí, porque le digo a Vd. que tengo unas pulgas endemoniadas.....
—¡Vuelta con las pulgas! ¡Hombre, no sea usted tan cerril! En este mundo somos lo que Dios nos ha hecho, y no lo que nosotros queremos ser. A unos nos ha dado Dios mucho talento, y a otros.....
—Bien, señor cura, no hablemos más de eso. Haré lo que Vd. quiere, porque no se diga que un pobre borrico como yo pretende saber más que un señor tan sabio como Vd. Muchas gracias por todo y disimular.....
—No hay de qué, tío Robustiano.
El pobre tío Robustiano se fue de casa del señor cura áun más apesadumbrado que poco antes se había ido el pobre Pericañas. Su esperanza de tener en la familia un machito negro que la ayudase a llevarlas cargas, ¡había volado!
V
Para el tío Robustiano, que era hombre de bien a carta cabal y ya había consentido en que todo Zarzalejo le llamaría el padre del señor cura, fue una puñalada la pérdida de aquella esperanza. Tener un hijo cura era para él la mayor de las honras. Yo conocí en una ciudad de Castilla una pobre mujer que sólo tenía un defecto, y era un orgullo tan desmedido, que no la permitía tratarse de igual a igual con las vecinas. Este orgullo se fundaba en que su marido era sepulturero, y por consiguiente, como ella decía reventando de vanidad, la familia era de iglesia. Y yo conozco en una aldea de Vizcaya a una buena y amada compañera de mi infancia que, oyendo mis reconvenciones porque no se resignaba con la voluntad de Dios que le había llevado un hijo próximo a ordenarse de misa, me contestó: —«¡Ay! era muy dulce para mí la esperanza de que manos engendradas en mis entrañas alzasen todos los días la hostia consagrada y bendijesen al pueblo donde he nacido, he vivido y he de morir!»
El tío Robustiano había prometido no pegar al muchacho; pero cuando éste, tratando de defenderse de la acusación de que no sabía jota de latín, sostuvo que sabía cuando menos tanto como el señor cura, y se atrevió a poner en duda la veracidad y buena fe en cuya virtud le condenaba su padre a abandonar la carrera eclesiástica y a dedicarse a destripar terrones, el tío Robustiano perdió los estribos indignado de que un mocoso como su hijo se atreviese a dudar de la sabiduría y veracidad del señor cura, y faltó poco para que moliera a palos al pobre Pericañas.
Pasaron meses y meses, y Pericañas destripaba terrones al lado de su padre con la mayor resignación y obediencia; pero dedicaba sus ratos de ocio y aún no pocas vigilias al estudio del latín, valiéndose para esto de los libros que había traido de Cabezuela.
Un día recibió el señor cura una carta del señor obispo en que este le anunciaba que iba a emprender la visita pastoral y le indicaba el día en que llegaría a Zarzalejo. Su ilustrísima deseaba pernoctar en casa del señor cura, y añadía a este: «No se moleste Vd. en hacer preparativos estraordinarios de ningun género para recibirme. En cuanto a la mesa, solo tengo que decirle a usted que orexis more parve.»
Su ilustrísima tenía una letra endemoniada. La parte en castellano de esta carta ya la fue deletreando el señor cura, pero al llegar al latín se atascó completamente, por más vueltas y revueltas que dio.
—Pero ¿qué demonios querrá decir aquí su ilustrísima? exclamaba el señor cura sudando la gota tan gorda por interpretar el sentido de aquellas palabras, que aun yo hubiera traducido por «soy habitualmente parco.» Y precisamente, continuaba, en este maldito latinajo está el busilis de toda la carta, porque aquí es donde esplica el señor obispo la clase de comida que le he de preparar. Orexis more parve... Mil demonios me lleven si entiendo esto. Orexis more... Aquí parece que habla de las orejas del Moro... Pero ¡cá! eso no puede ser. ¿Y a quién voy yo, en un pueblo como éste, donde nadie sabe latín mas que yo, a preguntarle lo que significa este pícaro latinajo? Pericañas de seguro lo sabe; pero ¿cómo doy yo mi brazo a torcer preguntándoselo? Y sin embargo, no tengo más remedio que acudir a él. Eso sí, lo haré con tal diplomacia, que no me ha de descubrir la oreja.
Así diciendo, el señor cura se echó la carta de su ilustrísima en el bolsillo, y haciendo que daba un paseo, se fue por la heredad donde trabajaban Pericañas y su padre.
—¿Qué tenemos por esos mundos de Dios, señor cura? dijo el tío Robustiano.
—Hombre, por esos mundos de Dios no sé lo que pasa, pero en Zarzalejo tenemos una gran novedad.
—¡Calla! ¿Y se puede saber cuál es?
—¡Una friolera! Que el día 24 tendremos aquí al señor obispo.
—¡Hola, hola! ¡Esa noticia es gorda! ¿Pero se sabe ya de cierto?
—Tan de cierto, que acabo de recibir carta de su ilustrísima anunciándomelo y diciéndome que se hospedará en mi casa. Aquí tienen Vds. la carta de su ilustrísima. Que la lea alto el estudiante, pues yo me he dejado las gafas en casa.
Y el seiñor cura alargó la carta a Pericañas, que la leyó de corrido. Al llegar a las palabras latinas, el señor cura le dijo con un retintín capaz de cargar a Cristo padre:
—Eso está en griego para ti, muchacho.
El muchacho, que no tenía pelo de tonto, adivinó al vuelo lo que buscaba el señor cura, y replicó:
—Gracias, señor cura, por el favor que Vd. me hace.
—Es justicia, hijo, y si no tradúcelo, tradúcelo para que lo entienda tu padre.
—Tiene razón el señor cura. Di qué quiere decir eso, borrico.
—Aquí dice que su ilustrísima se contenta con que el señor cura le prepare para comer el par de orejas del Moro.
El tío Robustiano levantó el mango de la azada para arrear un lapo a Pericañas dando por seguro que éste traducía un disparate, pero el señor cura le detuvo y dijo al muchacho:
—¿Estás seguro de que dice eso?
—Tan seguro como Vd. lo está de que yo no sé jota de latín. La cosa no puede estar más clara: orexis, las orejas, more, del Moro, parve, el par.
—Pues, amigo tío Robustiano, dijo el señor cura, el muchacho ha acertado esta vez por más que lo hagan inverosímil su ignorancia del latín y lo estraño del encargo de su ilustrísima.
—¿Pero es posible, señor cura, que su ilustrísima tenga tal antojo?
—Amigo, carta canta.
—¿Y cómo sabe su ilustrísima que el burro se llama Moro?
—¡Toma, mire Vd. con lo que sale ahora mi padre! dijo Pericañas. ¡Pues pocas veces me oyó a mí darle ese nombre cuando fui con su ilustrísima a Cabezuela!
—¡Ya se vé, dijo el tío Robustiano, como estos señorones no saben ya qué comer, por variar se les antoja cualquier porquería!
VI
Pericañas no tenía mal corazón, pero no había podido dominar la tentación de vengarse de las dos coces que había recibido, una del Moro y otra del señor cura.
Por fin llegó el señor obispo a Zarzalejo entre el repique de las campanas y la alegría del vecindario, que en compañía del señor cura había salido a recibirle a las afueras del pueblo. Pericañas también salió con su padre a recibir a su ilustrísima.
Lo usual en tales casos es que el clero reciba al prelado a las puertas de la iglesia; pero como aquél era pueblo de gente toda ella rústica, el señor cura había creído que debía salir a recibirle en las afueras del pueblo y luego adelantarse a la iglesia para revestirse y hacerle allí el recibimiento eclesiástico.
Al ver el tío Robustiano que el señor cura y aún el maestro de escuela dirigían la palabra al señor obispo, por supuesto en castellano, felicitándole por su llegada, no pudo dominar un arranque de sentimiento y disgusto, y dijo por lo bajo a su hijo tirándole un torniscón:
—¡Ah, si tú, burro de todos los demonios, hubieras salido otro, cómo te hubieras podido lucir hoy delante de todo el pueblo, felicitando en latín al señor obispo!
Estas palabras fueron un rayo de luz para Pericañas, como casi siempre lo son las de los padres para los hijos claros de inteligencia y sanos de corazón. Al oírlas, adelantóse hacia el señor obispo y le dirigió la palabra en latín sin la menor vacilación.
Su ilustrísima se quedó pasmado al oír al muchacho espresarse con no común corrección en la lengua del Lacio, de que el prelado era gran partidario y peritísimo cultivador, y no pudo menos de contestar primero con un aplauso, que secundó todo el pueblo entusiasmado, y luego con algunas, frases en castellano, elogiando a la faz de todo Zarzalejo la perfección con que aquel muchacho hablaba el latín.
El pobre tío Robustiano creyó reventar de orgullo y alegría al ver y oír aquello, y sin saber lo que se hacia empezó a abrazar a su hijo y a tirar al aire el sombrero, dando vivas a su ilustrísima.
El que, por más que lo disimulaba, se había quedado como los santos de Francia, era el señor cura.
Su ilustrísima dispuso que Pericañas le acompañara, no solo a la iglesia, sino también a su mesa en casa del señor cura.
Esta nueva y singular honra dispensada a su hijo tenía trastornado de gozo al tío Robustiano, a quien todo el pueblo volvía chocho felicitándole por ella.
De vuelta de la iglesia, el señor obispo, su secretario, el señor cura y Pericañas, se sentaron a la mesa, este último con gran emoción y humildad aunque no con torpeza ni encogimiento.
El señor cura había dispuesto una escelente comida, como lo probaban el apetito y complacencia con que comían su ilustrísima y el señor secretario.
Fueron saliendo los principios, y al fin apareció el singularísimo encargado, en concepto del señor cura, por el señor obispo. Su ilustrísima y el señor secretario se sirvieron de él y empezaron a comer. Sea que el gusto del manjar le pareciese estraño o sea que le chocase que tanto el señor cura como Pericañas se escusaban cortesmente de probar de aquel plato, el señor obispo preguntó:
—Señor cura, ¿qué vianda es esta?
—Pues nada, señor, contestó el cura, ese es el plato que en su carta me encargaba especialmente vuestra ilustrísima.
—Usted está equivocado, señor cura; yo no especifiqué a Vd. plato alguno.
—Aquí he de tener la carta de vuestra ilustrísima, replicó el señor cura sacando del bolsillo la del señor obispo. Vea vuestra ilustrísima cómo me decía en ella que le preparase el par de orejas del Moro.
—¿El Moro? ¿Y quién es ese caballero, hombre?
—Señor, el Moro es el burro de casa.
—Señor cura, ¿se ha vuelto Vd. loco?
—¡No, ilustrísimo señor! Carta canta; aquí dice testualmente: «Orexis more parve.»
La casa se le cayó encima al señor obispo al oír esto, y tanto él como el señor secretario empezaron a dar arcadas para vomitar, porque de repente se les había vuelto veneno lo poco que habían comido de las orejas del burro.
Pericañas estaba aún más confundido y pesaroso que el señor cura de la jugarreta que al señor cura y al borrico había hecho por un mezquino sentimiento de venganza que le causaba ya profundo remordimiento y vergüenza.
—¡Señor obispo! exclamó arrojándose humildemente a los pies del venerable prelado; ¡perdone vuestra ilustrísima al señor cura, que es inocente de esta picardía de que sólo yo soy culpable!
El señor obispo pidió esplicaciones de aquello que parecía una indigna broma, y así que oyó algunas que le dio el muchacho, lo comprendió todo, pues era tan perspicaz como prudente y benigno.
Poco después se disponía a salir para Cabezuela con objeto de pernoctar allí y no en Zarzalejo como había pensado, y llamando a parte al señor cura y al muchacho, les dijo:
—Señor cura, ya sabe Vd. que la lengua latina es el idioma oficial de la Iglesia católica. Usted, que es uno de los ministros de la Iglesia, ha olvidado esa lengua y es indispensable que vuelva al seminario conciliar de la diócesi a aprenderla. Tú, Pedro, que aspiras a ordenarte y a obtener la patrimonialidad de Zarzalejo y por una intriga miserable te viste apartado de tan santo camino, te vas a venir conmigo, después de obtener el beneplácito y la bendición de tu padre, que yo me encargo de costearte la carrera eclesiástica a que al parecer Dios te llama.
Pocos años después, Pericañas era cura patrimonial de Zarzalejo, y D. Toribio, que estaba de servidor en otro pueblecillo cercano, estudiaba como un demonio para hacer oposición a un beneficio de Cabezuela.
¡Ah! si yo fuera obispo.....algo más había de hacer que echar bendiciones.