I
Si yo fuera rey absoluto, y así como hay máquinas para medir el tiempo, las hubiera para medir el sentimiento, había de dar un real decreto que dijese:
«Pues señor, no se permite hacer Tersos al que no tenga tantos ó cuantos grados de sentimiento.»
Anoche me asomé al balcón á tomar el fresco y á contemplar el azul del cielo, ante cuya serenidad suelo decir á mi alma: «Aprende, aprende á estar serena», y oí el siguiente diágolo entre la criada del cuarto segundo y el criado del cuarto principal de la casa de enfrente:
—¿Qué hora es ya, Perico?
—Las doce.
—Ya pronto vendrán mis señores.
—Y los míos también.
—¿Te toca salir mañana, Bonifacia?
—No, pero voy á pedir licencia á la señora. Como son mis días...
—¡Y que tienes razón, chica! Que los tengas muy felices.
—Con dos cuartas de narices.
—Te voy á sacar unos versos.
—¡Sí, buena cabeza tienes tú para eso!
¡Tras, tras! á la puerta: los señores del cuarto principal, y se llevó Pateta la conversación de Perico y la Bonifacia.
Me alegró de que así sucediera, porque si no, cometo la imprudencia de gritar á la Maritornes de enfrente:
—Oiga usted, los versos no se sacan de la cabeza, que se sacan del corazón.
Quizá el vecino de al lado, que también tomaba el fresco en su balcón, y presumo de perito en la materia, hubiera terciado en la cuestión diciéndome:
—Perdone usted, señor mío, que los versos pueden sacarse lo mismo de la cabeza que del corazón. Lo que sólo se saca del corazón es la poesía.
—El que ha de perdonar es usted—lo hubiera yo replicado.—Si por versos entendiera el vulgo las palabras que escritas forman renglones desiguales, y habladas se pueden cantar, santo y muy bueno; pero como el vulgo entiende por versos poesía, he hecho perfectísimamente en advertir que los versos se sacan del corazón y no de la cabeza.
El vecino de al lado hubiera caído de su burro á fuer de hombre razonable, y usted, lector mío, que es aún más razonable que él, hubiera caído también del suyo, dado caso que desde su balcón me hubiese hecho observación parecida.
Repito, pues, que si yo fuera rey absoluto y se pudiera medir el sentimiento, base fundamental de la poesía, había de mandar poner en limpio y autorizar con mi firma y sello el real decreto cuya minutar queda archivada en el presente cuento.
Me dirá usted, señor lector:
—Pero vamos á ver qué entiende usted por poesía, porque el epígrafe de su cuento le pone á usted en el compromiso de definirla, y Horacio...
—Hombre, si he de decir á usted la verdad, no entiendo mucho de Horacios ni de Curacios; pero creo que la poesía está definida con decir que es la esencia de la belleza moral.
—Pero, santo varón, la belleza material, ¿no forma parte de la poesía?
—Justo, pero es porque los objetos hermosos engendran ideas y sentimientos hermosos también. El rosal es poético, porque produce rosas.
—Estamos conformes; pero ¿á qué viene ahora explicar lo que os poesía, cuando todos los que la cultivan saben mejor que usted definirla?
—Si yo fuera á escribir este cuento para esos, hablaría usted como un libro... como un libro bueno, que no todos los libros hablan bien; pero como le escribo para los qué todos los días oyen campanas y no saben dónde, la observación de usted no pega. Todo el mundo oye hablar cada, instante de poesía, y de cada cien que oyen esta palabra, hay noventa y cinco que ignoran su significado. Pregunte usted á cualquiera de osos noventa y cinco qué es poesía, y contestará riéndose, como cuando se pregunta, Nuestra Señora de Marzo, ¿en qué mes cae?: «¡Toma! ¿qué ha de ser? Versos.»
Ahora bien: ¿por qué no ha de haber quien haga un esfuerzo á ver si llamando al pan pan y al vino vino, consigue explicar á tantos que no lo saben lo que con procedimiento distinto no ha conseguido explicarles ninguno de los que han compuesto poéticas, desde Aristóteles hasta Martínez de la Rosa?
—Quien va á hacer esa prueba soy yo, y de seguro me salgo con la mía, gracias á mi método, que no á mi habilidad.
II
Recuerdo al llegar aquí que no es ésta la primera vez que intento explicar lo que es poesía á personas para quienes Aristóteles está en griego, Horacio en latín y Martínez de la Rosa en lenguaje demasiado fino; pero desgraciadamente mi auditorio fué entonces tan escaso, que casi prediqué en desierto.
Voy á referir el caso, que los recuerdos han sido siempre la comidilla de mi alma.
En Villaviciosa de Odón tiene mi amigo Pepe una hermosa posesión donde reside con toda su familia, dedicado, más por afición que por necesidad á la agricultura, y allá suele ir en primavera y verano á pasar algunos días.
A Ana, la mujer de mi amigo, que es modelo de esposas y de madres, le ha sucedido una cosa muy parecida á lo de aquel personaje de comedia que había estado toda la vida hablando en prosa sin saber que poseía tan rara habilidad. Ana ha estado toda la vida siendo poetisa sin saberlo, bien al contrario de otras mujeres, que están toda la vida siendo poetisas sin saber que no lo son.
Eran las doce de un hermoso día de Junio cuando llegué á casa de mi amigo Pepe.
El perro León, que también es muy amigote mío, salió á recibirme buen trecho antes de llegar á la casa, diciéndome con sus saltos y zalamerías: «¡Dichosos los ojos que le ven á usted!» Y un guindo que se asomaba á la pared de la huerta para dar dentera con sus guindas á los chicos, me dió un apabullo en el sombrero al ver que pasaba sin hacerle caso.
Al subir la escalera me pareció oir leer, y un momento después noté que el ruido de mis pasos había hecho interrumpir la lectura.
En un hermoso comedor, desde el cual se bajaba á la huerta por una escalerilla de madera sombreada por una pomposa parra, estaban Ana, Mariquita, Luis y Pepito.
Ana cosía; Mariquita, que era una chica de quince años, con una cara que siempre me salga á mí cuando juegue á cara ó cruz, tenía en la mano un libro medio cerrado, y Luis y Pepito, gaterillas de cuatro á seis años, procuraban romper la cabeza al busto de un famoso socialista para ver si tenía algo dentro.
Luis y Pepito corrieron á mi encuentro, y como yo les preguntase si habían sido buenos, me contestaron que si les llevaba dulces.
Después de los saludos de ordenanza, me dijo Ana que su marido estaba hacía dos días á la feria de no sé dónde, y le esperaban aquella noche.
—¿Con que estaban ustedes de lectura?.
—Si, en algo se ha de pasar, el tiempo.
—¿Y qué leía la Marujilla?
—Estaba leyendo un libro de poesía que ha compuesto un poeta de Madrid.
—¿Y qué poeta es ese?
—Uno que viene todos los años el día de la función á poner las banderillas á los toros.
—¡Banderillas un poeta! Mujer, ¿está usted loca?
—Pues sí, señor, que es banderillero de afición.
—Pero no será poeta.
—Sí que lo es.
—¿Y en qué se le conoce?
—¡Toma! En que cae en copla lo que dice ó escribe.
Cogí el libro que Mariquita tenía en la mano, leí cuatro versos, y como para muestra basta un botón, repliqué:
—Ni ese señor banderillero es poeta, ni en este libro hay poesía.
—¿Pues qué hay?
—Versos.
—Llámelo usted hache.
—Pues no se lo llamo.
—¡Otra te pego, Antón! ¿Con que poesía y versos no son una misma cosa?
—No, señora: puede haber en un libro versos y no haber poesía, y puede haber poesía y no haber versos.
—¡Anda, morena! ¿Pues qué son los versos?
—Antes de contestarle á usted quiero hacerle una pregunta. ¿Cuántos vestidos tiene la Mariquita?
—Yo le diré á usted, decentes no tiene más que dos, uno de ellos verde, y el otro azul.
—¿Y con cuál de ellos está más guapa?
—Con el azul. Y ya lo sabe ella, la vanidosota, que se despepita por ponerse el azul y no el verde.
—Pues mire usted, Ana, la poesía no tiene más que dos vestidos decentes: uno de ellos es la prosa y el otro el verso, y como con el verso está más guapa que con la prosa, se despepita por ponerse ese vestido y no el otro.
—Pero si los versos no son poesías, y sí sólo el vestido que mejor le sienta, ¿qué es poesía?
Al hacerme Ana esta pregunta, oímos hacía la escalera una vocecita que decía:
—¡Una limosnita por amor de Dios, que no tengo pade ni made!
Luisito y Pepito que acababan de convencerse de que la cabeza del famoso socialista no tenía nada dentro echaron á correr hacia la escalera.
—Mamá, es una niña que está comiendo un troncho. ¡Ay qué asco!
—Decidle que entre.
En efecto, una niña como de seis años, casi desnuda y royendo un troncho de berza, entró en el comedor.
—Hija—lo dijo Ana, quitándole el troncho y tirándole á la huerta ¿por qué comes esa porquería?
—Tengo hambe—contestó la niña haciendo un pucherito y llenándosele los ojos de agua.
—¡Pobrecita!—exclamaron Mariquita y Ana.
—¿De dónde eres, hija?—añadió la segunda.
—De Navalcanero.
—¿Y tus padres?
—No tengo pade ni made, que se han mueto del cólera.
—¡Hija de mi alma!—exclamó Ana arrasándosele los ojos en lágrimas y besando á la niña sin reparar en la saciedad de que estaba cubierta.—¡Por qué su Divina Majestad no se habrá llevado á esta criatura al llevarse á sus padres! ¡Qué dolor¡ Señor, qué dolor!
Y así diciendo, Ana corrió á la cocina, y dando cada suspiro que se oía en el comedor, en un abrir y cerrar de ojos preparó una cazuelita de sopas con el mejor caldo del puchero y se la trajo á la niña, con el ítem más de un buen trozo de carne y una rosca.
Mientras la niña comía, buscó Ana un vestidito y otras prendas que á la edad de ocho años había desechado Mariquita, casi nuevas, porque la estaban ya chicas; y así que la huerfanita despachó su ración, le lavó la cara, trocó sus harapos por aquella ropa, y la despidió colmándola de caricias.
Ana tomó de nuevo su costura.
—Volviendo á nuestro pleito—me dijo,—¿qué es poesía?
—Poesía—contesté—es... esas lágrimas que aún tiene usted en los ojos, esos suspiros que aún se le exhalan á usted del pecho, eso que aún siente usted en el corazón.
—¡Ya!—murmuró Ana, empezando á comprender algo de lo que yo empezaba á explicarle prácticamente.
III
—Mamá, ¿cuándo comemos? ¡Gem! ¡gem! ¡Yo quería comer!—cencerreaban Luis y Pepito zarandeando á su madre.
—Tened un poco de paciencia, que ahora vamos. ¡Jesús, qué enemigos, de chicos!
Ana dejó su costura, se fué á la cocina á hacer en mi obsequio una de las habilidades que reservaba para los días de incienso, y yo me fuí á dar una vueltecita por la huerta, donde me estuve charlando con un mozo rubio que trabajaba en otra huerta separada de la de Pepe por una tapia que me llegaba al pecho
Poco después me pareció que Luis y Pepito andaban al morro al pie de la escalerilla del comedor, y echó á correr allá para poner paz entre los ruines. Los ruines, á quienes su madre había mandado que me avisaran para comer, habían empezado á pescozones sobre quién había de ir él primero.
Al subir al comedor me encontré con la mesa más poética que en la aldea había visto. Los cubiertos eran de boj y los platos de Talavera, pero ¡qué nuevecitos, y qué blancos los manteles, y qué canastillo de variada fruta, y qué ramilletes de flores en los ángulos de la mesa, y qué gusto tan delicado en la colocación de todo!
—Ana—dije,—¿y es usted quien me pregunta qué es poesía?
—Sí que se lo pregunto á usted, porque todavía no me ha contestado como Dios manda.
—Poesía es esto.
—¿Poesía la mesa? ¡Calle usted, burlón!
—La mesa, y sobre todo, lo que ha inspirado á usted todos estos primores.
—¡No tiene usted malos primores! ¿Qué tiene que ver la poesía con que á una le gusten las florecitas frescas, las frutas hermosas y los manteles blancos?
—Pues la poesía está en ese gusto, en el gusto delicado.
—¡Ay qué rico le tiene este!—dijo Pepito clavando el diente en un hermoso albaricoque.
—¿Y está también la poesía en los albaricoques?—añadió su hermano abriendo uno.
—Sí que lo está—contesté sonriéndome.
—¡Engañoso, que no tiene más que hueso! —me replicó.
Echámonos á reir con esta salida de pie de banco, y nos pusimos á comer alegremente, no sin que con frecuencia interrumpiera Ana la conversación con un: «¿Si habrá comido ya mi Pepe?», ó un «¿Dónde habrá comido hoy aquél?», ó un «¡Válgame Dios qué gobierno tendrá estos días aquél pobre, acostumbrado al arreglito de su casa!» ¡Tiernos recuerdos y dulces inquietudes en que, como dije á Ana, había más poesía que en los versos de todos los banderilleros del mundo!
Estábamos echando un parrafillo de sobremesa, cuando los niños, que habían salido al balcón del comedor, empezaron á gritar muy alegres:
—¡Tío Bailén! ¡tío Bailén! Mamá, dile al tío Bailen que suba á contar cuentos de soldados.
Ana se asomó al balcón, y dijo á un anciano que pasaba por la calle:
—Tío Bailén, ¿no quiere usted subir á echar un traguillo?
—Allá voy, hija—contestó el anciano,—que á un trago y un cigarro no se niega nunca el español.
Mientras el anciano subía, me contó Ana que le llamaban el tío Bailén porque su mayor dicha era contar lo que pasó en la batalla del mismo nombre, donde recibió una herida, de cuyas resultas quedó ciego. En efecto, el tío Bailén no veía más que con los ojos del alma, ¡Dios nos los conserve á todos!
Ana le alargó un vaso de excelente vino, y yo un cigarro de excelente tabaco
—Buen vino está éste—dijo el pobre ciego,—pero lo he bebido yo mejor.
—¿Dónde?
—En Bailén, cuando vencimos á Dupont. Estaba yo con una herida en la cabeza, pidiendo por todos los santos del cielo un vaso de agua, cuando pasa el general Castaños, y con su propia mano me escancia un vaso de vino, y me lo da mezclado con dos lágrimas que se le saltaron al verme con la cabeza acribillada. ¡Aquel sí que era vino, voto á bríos Baco!
—Vamos, tío Bailén, cuéntenos usted lo que pasó aquel día.
El veterano se apresuró A complacer á Ana. Aquel día de gloria en que treinta mil veteranos franceses rindieron sus armas á los pies de veinte mil reclutas españoles, hambrientos, desnudos y casi mermes,pero inflamados por el santo amor de la patria y el recuerdo de la traición y la iniquidad que habían acompañado á los invasores desde el Bidasoa al Manzanares; aquel día de gloria era pintado por el anciano, con tan vivos colores y tal entusiasmo, que nuestro corazón latía violentamente, y las lágrimas escaldaban nuestra mejilla lo mismo que la del narrador.
—Ana—dije yo,—¿se siente algo de lo que ahora sentimos leyendo el libro que ha compuesto el banderillero?.
—No, nada de esto se siente.
—Pues consiste en que en aquel libro no hay más que versos, y en lo que cuenta eso anciano no hay más que poesía.
Levantémonos de la mesa, é íbamos á bajar á la huerta, cuando Ana se detuvo exclamando:
—¡Ay, que no le habíamos dicho á usted nada del cuadro!
—¿Qué cuadro?
—Uno que nos ha regalado un pintor de Madrid, amigo de Pepe.
—¿Y es bueno?
—Precioso. Venga usted á la sala y le verá. Representa las inmediaciones de Villaviciosa con las huertas y el castillo. ¡Cosa más propia!...
Encaminámonos todos á la sala, y en efecto, me encontré en ésta con un cuadrito que merecía la calificación de precioso que Ana le había dado. Era un país pintado á la ligera, pero lleno de frescura, de verdad y de encanto.
—Qué le parece á usted?—me preguntó Ana.
—Me parece lindísimo. ¿Y cómo se llama el pintor?
—Se llama el señor de Haes.
Al oir este nombre se duplicó la alegría de mi corazón, porque confieso que los países de Haes tienen para mí tal encanto, que hasta el nombre del pintor me causa ese placer, esa alegría inexplicable que hace sentir todo lo que tiene relación con los objetos ó con los sentimientos agradables.
En aquel reducido lienzo aparecían con todos sus accidentes el hermoso vallecito, por cuyo fondo corre el arroyo que fertiliza las huertas de Villaviciosa, y el cerro en cuya cúspide se halla el castillo donde expiró el rey Don Fernando VI.
—Yo me paso las horas muertas viendo ese cuadro—dijo Ana.
—Y yo también.
—Y yo.
—Y yo—añadieron Mariquita y los niños.!
—Pero ¿en qué consiste—me preguntó Ana—el placer que se siento viendo ese cuadro, cuando está una harta de ver el original? ¿Y en qué consiste que el original no encanta tanto como la copia?
—Consiste en la poesía del arte.
—¡Qué! ¿El arte tiene poesía?
—¡No la ha de tener, si la poesía y la belleza vienen á ser una misma cosa!
—¿Y cuál es la poesía del arte?
—La poesía del arte es lo que hace á usted pasar se las lloras muertas contemplando ese país; lo que hace á usted experimentar mayor encanto viendo la copia que viendo el original; lo que siente usted delante de ese cuadro.
—¡Qué cosa tan hermosa es la poesía!
—Como que es la hermosura misma.
En la sala había un piano.
—La poesía, la pintura y la música son hermanas. Ya nos hemos entretenido un rato con las dos primeras, y no sería malo que nos entretuviéramos un poquito también con la última—dije á Ana, indicándole el piano.
—Vaya, vaya, déjeme usted de música, que eso se queda para las jóvenes.
—Sí es usted vieja, rejuvenézcase usted cantando con acompañamiento de piano una de aquellas barcarolas con que tantas Teces ha enamorado á Pepe.
—¡Si hace un siglo que no me he sentado al piano, con tanto como le dan á una que hacer esos enemigos!
—Vamos, mamá, no se haga usted rogar—dijo la Mariquita viniendo en mi ayuda.
—Malo y rogado es dos veces malo—contestó al fin Ana.
Y sentándose al piano, comenzó á tocar y cantar una barcarola de Arrieta, llena de la dulcísima melancolía que este inspirado artista derrama en todas sus delicadas creaciones.
Aquel canto y aquellas melodías empezaron á sumergirnos en una especie de éxtasis inexplicable, y cuando Ana se levantó del piano, lo mismo sus ojos que los de Mariquita y los míos estaban encendidos y húmedos.
Todos los recuerdos dulces y amorosos que encerraba mi vida se habían despertado en mi corazón al oir aquel tierno y melancólico canto, y creo firmemente que el mismo sentimiento había hecho afluir las lágrimas á los ojos de Ana y á los de Mariquita.
—Señor—dijo Ana,—¿qué tendrá la música que hace sentir esto que una siente?
—Lo que tiene y lo que derrama en el alma es poesía—contesté.
Poco después fuimos todos á dar un paseo por la huerta.
El mozo rubio se puso á cantar:
Te llaman la azulerita
porque te gusta lo azul;
por más que lo azul te guste.
más me gustas á mí tú.
—¡Canta bien ese muchacho!—dije.—¡Y es guapo chico!
—Ya lo sabe mi hija—contestó Ana.
La muchacha se puso coloradito, como una rosa.
—¡Hola, hola, Mariquita! ¿Con que todo eso tenemos?
—¡Vaya!—replicó Mariquita ahuecando la voz y poniéndose encendida como un clavel.—¡Qué cosas tienen ustedes!
—¿Con que noviecito ya?
—¡Sí, novio!
—Dí que sí lo es—exclamó Pepito, agarrándose de mis faldones y haciéndome burladero de las embestidas que le daba su hermana, llamándole picotero y otras picardías por el estilo.
El gatorilla me hizo seña con la mano para que me inclinase; me incliné, y entonces me dijo al oído, mirando de reojo á ver si se acercaba su hermana:
—Mira, el otro día fuí con Mariquita á la fuente, y encontramos al Rubio, que tenía un clavel en la boca. El Rubio lo dijo á la Mariquita: «¡Bendita sea la Madre que te parió!», y le tiró el clavel. La Mariquita se puso muy alegre, y después que se marchó el Rubio, besaba el clavel y tenía los ojos mojados. ¿Sabes tú que es eso?
Iba yo á contestar que todo aquello era poesía, pero recordé que quien me lo preguntaba era Pepito, y no su madre, y contesté al oído del niño:
—Eso es que cuando los niños cuentan lo que oyen ó ven sin preguntárselo nadie, viene un pajarito muy feo, muy feo, y ¡pin! les dá un picotazo muy fuerte, muy fuerte en la lengua.
—¡Anda, engañoso! ¡Ya no te quiero!—dijo Pepito muy enfadado, dejando en libertad el faldón de mi levita para ir á hacer presa en la falda de su madre.
A pesar de que había aparentado no dar crédito á lo del picotazo, no debía tenerlas todas consigo, pues desde aquel instante calló como un muerto, y notó que, así como quien no quiere, se tapaba la cara con la falda de su madre cada voz que nos hacía la rosca algún pájaro.
Recorrimos de un extremo á otra la huerta, que tenía honores de jardín, y estaba tan deliciosa como la tarde, y disfrutamos, entre otras cosas, de una magnífica serenata que nos dieron los pájaros.
Estos artistas sabían muy bien que aquellas no eran sus mejores horas de inspiración; pero dijeron:
—¡Qué demonche! Hay que hacer de tripas corazón para obsequiar á los forasteros.
Y cantaron que se las pelaron.
En una colinita que se alzaba á un extremo de la huerta nos detuvimos silenciosos. El sol declinaba tras de las lejanas lomas de Occidente, y sus últimos y, amarillentos rayos bañaban de vaga y misteriosa luz la campiña. Allá á lo lejos se oían los cantares del labrador que recogía sus aperos para volver á la aldea, y nos pareció que la apacible brisa de la tarde traía hasta nosotros el toque de unas campanas mezclado con los vagos rumores del monte y de la campiña y el murmullo del Guadarrama, cuya corriente parecía callar cuando la brisa no venía á acariciar nuestra frente. Murmullos, perfumes, cantos de pájaros, el sol tocando en el Ocaso... todo esto sumía nuestro corazón en dulcísima melancolía.
Miré en mi derredor. Mariquita y los niños habían desaparecido, y sólo estaba á mi lado Ana, entregada á aquella especie de éxtasis que embargaba mis sentidos. Ignoro si mis ojos estaban húmedos; pero me pareció descubrir una lágrima en los de Ana.
—¡Qué pensativa se ha quedado usted!—dije á ésta.
—¡Pues mira quien habla!—me contestó, haciendo un esfuerzo para sonreir.
—¿En qué piensa usted?
—¡En qué lio de pensar! En mi marido, en mis hijos, en mis padres, que estén en gloria, en mis hermanos, en... en fin, en todas las personas que una quiere ó ha querido.
—¿Y por qué piensa usted en ellas ahora con más ternura y más amor que otras veces?
—Justamente eso le iba yo á preguntar á usted. Señor, ¿qué será esta dulce tristeza, este cariño, esta gana de llorar que una siente cuando se para á ver cómo el sol se pone, y á escuchar todos esos ruidos confusos que el viento trae al anochecer?
—Ana, ¿quiere usted saber qué es eso?
—¡Pues no he de querer!
—Eso es poesía.
—¡Bendita sea la poesía, si es lo que ya me voy figurando!.
IV
—¡Calla! ¡Pues sus hijos de usted se han despedido á la francesa!
—Lo que es los niños se habrán ido á casa y estarán ya durmiendo como cachorritos. No es extraño con lo que esas criaturas bregan todo el santísimo día, que parece que tienen azogue en el cuerpo.
—Pero ¿y la Marujilla?
—¿La Marujilla? Esa no hay que preguntar adonde ha ido; á hablar con el Rubio, que se despepita por él.
Dimos algunos pasos más, y encontramos á Luis y á Pepito sobre un montón de oloroso heno dormidos «como cachorritos», tranquilos, sonrosados, hermosos como el sentimiento que reflejaron los ojos de su madre cuando ésta me dijo, lanzándose á desahogar en aquellos pedazos de sus entrañas el sentimiento que poco antes la había yo ayudado á definir.
—¡Mire usted, mire usted qué alhajas de hijos me ha dado Dios! ¡Hííííí! ¡Benditos seais, que valéis vosotros más pesetas que el mundo!...
Y Ana, chillando como una loca y comiéndose á besos á sus hijos, despertó á los gaterillas, que nos siguieron restregándose los ojos con los puños y haciendo pucheritos con la boca.
En efecto, la Mariquita estaba hablando con el Rubio, y así que notó que nos acercábamos, se dispuso á cortar el coloquio con un «¡Que fastidio!» que no se escapó á mi oído.
Iba ya anocheciendo, y mis ojos no pudieron distinguir lo que Mariquita hizo al despedirse de su novio; pero como á los ojos de las madres nada se escapa, Ana me dijo al oído, para que no lo oyesen los niños:
—Mire usted qué condenada de chica; ha arrancado un pensamiento de los que hay al pie de la tapia, le ha dado un beso y se le ha echado al Rubio. ¡Ha visto usted qué grandísima pícara!
—Perdónele usted esa inocente fineza, en gracia del sentimiento que debe llenar el corazón de la pobre chica.
—¡Ya! Pero eso es muy mal hecho; eso...
—Eso es poesía.
La Mariquita se reunió con nosotros, y todos nos dirigimos hacia la casa.
A la puerta de una de las inmediatas disputaban dos hombres con tal calor, que nos temimos concluyesen por venir á las manos.
En lugar de subir al comedor por la escalerilla de madera, salimos á la calle por la puerta de la huerta con objeto de unir nuestros esfuerzos á los de otras personas que procuraban inútilmente aquietar á los contendientes.
Apenas habíamos puesto el pie en la calle, ¡tan, tan! las campanas de la iglesia parroquial tocaron lenta y solemnemente á la oración.
Todos los hombres, inclusos los que disputaban, nos descubrimos la cabeza; todos nos santiguamos y todos guardamos silencio para pensar en Dios y en los seres queridos, así vivos como muertos.
Me pareció que muchos de los circunstantes llevaban la mano á los ojos.
Los que poco antes disputaban sañudos, sólo se dirigieron algunas palabras de reconciliación, y se separaron sin rencor en el alma, puesto que oí el nombre de Dios en ¡sus labios.
Ana se acercó á mí, llevando por segunda vez el pañuelo á los ojos, y me dijo en voz baja:
—Una pregunta; y si me contesta usted lo que espero, acabo de comprender lo que es una cosa que toda la vida he sentido y hasta hoy no he sabido qué nombre darle. Esto que todos hemos presenciado y que todos hemos sentido, ¿qué es?
—Es poesía.
—¡Ah! lo repito: ¡bendita sea la poesía, que viene á ser todo lo noble, todo lo hermoso, todo lo tierno, todo lo santo que una siente en este mundo!
—Sí, Ana, sí!—exclamé, estrechando la mano de aquella mujer.
Y volviendo el pensamiento á ese inmenso fárrago de palabras, que escritas forman reglones desiguales, y habladas pueden cantar, que toda la vida he estado viendo en libros y periódicos, y oyendo en banquetes y teatros, oí á mi corazón que decía:
—¡Atrás, impostores, que porque tenéis más ó menos páginas del Diccionario en la memoria, y vuestro oído distingue una frase de ocho sílabas de una frase de nueve, os dáis el nombre de poetas! ¡Atrás, los que llamáis virgen sin mancilla á la ramera desvergonzada, haciendo así que el mundo confunda á la virgen con la ramera y á la ramera con la virgen! ¡Atrás, los que os llamáis poetas y no sentís calor en el corazón ni lágrimas en los ojos cuando un niño tirita de frío ó desfallece de hambre, ó cuando el sol desciendo al Ocaso, ó cuando las campanas recuerdan á Dios y á los muertos, ó cuando glorifica á la patria el heroísmo de sus hijos, ó cuando la virtud resplandece en la vida pública ó en la vida del hogar! ¡Atrás, y dejad el nombre de poetas á los que sienten así, ya sepan expresarlo con cadenciosos versos ó pulida prosa, ó ya sólo con rudas y balbucientes frases! ¿Quién os ha dicho ¡mezquinos! que puede darse el augusto nombre de poeta al que sabe combinar más ó menos hábilmente cierto número de palabras? ¿Quién os ha dicho que tienen un mismo nombre, Dios que crea seres que piensan y sienten y ejecutan, y el hombre que crea autómatas que ejecutan y no piensan ni sienten?
Esto decía mi corazón, y esto escribo para vergüenza de los banderilleros que componen versos, y para gloria de los que, llevando en su seno la poesía, caminan noblemente con ella, aunque sientan frío en el cuerpo y en el alma, y se niegan á hacerla bailar sobre el lodo de la calle, por más que les griten desde los balcones: «¡Hazla bailar, hazla bailar, y te echaremos cuartos!»
V
Renuncio á explicar lo que es poesía por más que los bríos con que comencé mi tarea hicieran esperar otra cosa á los que no conocían cuán débiles son mis fuerzas.
Está visto que la teoría no es mi fuerte.
Si algo he aprendido en este mundo, á la práctica lo debo.
¡Niño! Si sé cuáles son tus acciones, cuál es tu lenguaje y cuáles tus sentimientos, es porque me he convertido en niño para hacer lo que tú hacías, para hablar como tú hablabas, y para sentir como tú sentías.
¡Madre! Si comprendo tu amor, y tus alegrías y tus tristezas, es porque he identificado mi corazón con el tuyo, para saber todo lo que pasaba en tu corazón.
¡Hijos del dolor y del trabajo! Si comprendo vuestras fatigas y vuestros dolores, es porque el dolor ha arrugado mi frente y el trabajo ha encallecido mis manos.
¡Campos de Castilla, cuyo recuerdo voy depositando en estos cuentos! Si alguna vez he pintado con fidelidad cómo sienten los que os pueblan, cómo os engalana la primavera, cómo os alumbra el sol cuando sale ó cuando se pone, y cómo la brisa de la tarde esparce por vuestras llanuras el murmullo de los ríos que os bañan, los cantos de los labradores que os recorren, y el tañido de las campanas que os bendicen y santifican, es porque he vagado por vosotros á todas horas, estudiando en el libro de la experiencia.
Acababa yo de llegar á Madrid, niño aún, y encontraba mi único consuelo en pensar en el pobre, pero tranquilo hogar de mis padres, y en aquellos sombríos valles y aquellas escarpadas rocas donde había pasado mi niñez.
Por entonces hice conocimiento con otro niño, que teniendo mucha afición á la pintura, asistía hacía años á la Academia de San Fernando y dibujaba ya más que medianamente
—¿Que quieres que te pinte?—me preguntaba mi amigo con un lápiz en la mano y un papel delante.
—Píntame una casita rodeada de árboles y rocas—le contestaba yo, que tenía siempre el pensamiento fijo en la casa de mis padres, rodeada de rocas y árboles.
Pero mi amigo, que nunca había salido de Madrid, no tenía idea muy exacta de lo que son las rocas, y por más que yo se lo explicase, las rocas que pintaba no me satisfacían.
Yo desconocía completamente el dibujo. Sin embargo, un día, tratando de explicar por todos los medios al académico cómo eran las rocas, tomé el lápiz y dibujó, ó mejor dicho, copió la casa de mis padres con el paisaje que la rodeaba.
Sorprendiónos en aquel entretenimiento un caballero muy inteligente en pintura, y sin darnos tiempo para esconder los dibujos, se apoderó de ellos y se puso á examinarlos.
Como al ir á devolvernos cada cual nuestro dibujo, notase que yo estaba muy colorado, dió al madrileño el mío y á mí me dió el del madrileño, diciéndome:
—Toma, hijo, y sigue avergonzándote de tu obra, mientras no pintes rocas como tu compañero de glorias y fatigas artísticas.
Desde entonces, cuando pinto rocas me acuerdo de las teorías de los maestros, pero me acuerdo más aún de las rocas que rodean la casa de mis padres.
En las rocas que pinto no hay arte, pero hay verdad.
No niego que la verdad cabe en el arte, pero cabe mejor en la naturaleza.
¡Pintor! Cuando quieras pintar un árbol, trasládate con el pensamiento á las arboledas que alguna vez recorriste, y tomando por modelo el árbol que con más claridad veas, copia fielmente las escabrosidades y el color de su corteza, y las sinuosidades de su tronco y sus ramas.
Pero he dicho que la teoría no es mi fuerte, y estas divagaciones, que tienen ínfulas de teoría lo prueban.
Escribo estas últimas líneas en Villaviciosa, y siento á los gaterillas acercarse á mí asidos de la falda de su madre. ¡Dios quiera que no se les antoje averiguar lo que tiene dentro este cuento!
—¡Hola! ¡hola!—me dice Ana.—¿Se trabaja?
—Sí, aquí estoy devanándome los sesos á ver si puedo explicar lo que es poesía.
—¡Vaya si podrá usted! Que me lo pregunten á mí.
—Es que hay mucha diferencia entre la práctica y la teoría.
—Santo varón, déjese usted de teorías y enseñe con la práctica.
—¡Ya! Pero como tengo que explicarme por escrito...
—¡Eh! ¡Que no son ustedes para nada! ¿Tiene usted más que escribir de qué modo me enseñó á mí?
—Ya está escrito.