Los Borrachos

Antonio de Trueba


Cuento



I

El pintor, antes de pintar el cuadro, prepara el lienzo; y lo mismo debo hacer yo, que también soy pintor, aunque de brocha gorda.

Preparemos el lienzo.

El lienzo en que voy á pintar es uno de los valles más hermosos de Vizcaya.

Entre las razones que tengo para llamarle hermoso, hay dos muy poderosas: la primera que lo es, y la segunda que nací en él.

—Y á nosotros—dirá el lector,—¿qué nos importa que naciera usted en él ó en el infierno, que es tierra caliente?

—¡Pues no les ha de importar á ustedes! Diciendo que nací en él pruebo que sé lo que digo, cosa que no sucede á todos los que hablan ó escriben.

Por medio del valle corre un río no muy cauda loso, pero sí muy claro y muy fresco.

¡Ay, castaños! y ¡ay, nogales, que os miráis en las fugitivas ondas de aquel río! ¡Quién fuera, no ya nogal ni castaño, quién fuera alcornoque, con tal que pudiera mirarse en vuestro espejo!

En la ribera del Sur hay un altito, y allí está rodeada de fresnos y de casas blancas, la iglesia de Santa María, para mí la de más sonoras campanas, la de más hermosas imágenes y la de más santos y dulces recuerdos.

Desde la iglesia al río hay una cuestecita de doscientos pasos.

En aquella cuestecita se encuentra lo siguiente: un cauce que Hoya el agua á un molino y á una ferrería, que medio se ven un poquito más abajo entro los nogales; cuatro ó cinco casas á la derecha, un verde huerto á la izquierda, y por último, el puente, por el cual pasaba á gatas Lorenzo...

—Pero ¡qué Lorenzo ni qué niño muerto, si aún no hornos acabado de preparar el lienzo!

El puente es muy viejo, muy firme, muy alto, muy angosto y muy escueto.

Al otro lado del río hay un cerro muy alto, coronado por una cruz adonde sube el párroco de la aldea durante las rogativas de Mayo para bendecir los campos desde allí.

La falda del cerro está cubierta de seculares encinas, y las llamo seculares, porque á mi abuelo oí contar muchas veces que en sus mocedades, á la sombra de aquellas encinas, retozaban los mozos con las mozas los días de fiesta por la tarde, y acaso, acaso, cuando la luna los importunaba en el resto del valle.

¡Qué dato tan precioso para probar que nuestros abuelos gustaban de retozar con las mozas como los libertinos del día.

La cuesta y las encinas y las lastras calcáreas empiezan desde la misma orilla del río, cubierta de vides silvestres, avellanos, madreselvas, jazmines, zarza-rosas, alisas y salceñas.

El camino no bien pasa el puente, comienza á hacer esos como Lorenzo...

Pero ¡dale con Lorenzo, que se empeña en plantársenos en el lienzo antes de que el lienzo esté preparado!

El camino, repetimos, costea, haciendo eses como un borracho, la falda del cerro, sin detenerse en la fuentecilla que encuentra á su paso, aunque allí no puede decirse que el agua cría ranas.

A la sombra de las encinas, en el primer termino de la cuesta, están diseminadas tres ó cuatro casas.

Río abajo, río ahajo, una vega siempre verde y un nocedal, entre cuyo ramaje medio se ven, como hemos dicho, un molino y una ferrería. El negro tejado de la ferrería dice á los pasajeros: «¡Vaya un cisco que se arma aquí á todas horas!» Y el blanco tejado del molino: «Esta ya es harina de otro costal.»

Río arriba, río arriba, un angosto y retorcido valle, en cuyo fondo rugo el agua contenida por la presa que, quieras ó no quieras, la hace tomar la ruta hacia la ferrería y el molino susodichos.

Entre las casas del encinar hay una que nos conviene dibujar de cuatro pinceladitas.

Tres de sus cuatro fachadas dan á un huertecito muy lindo formado sobre la lastra, á fuerza de subir á mano tierra de la orilla del río.

El huerto tiene un parral por toda la parte interior de la cerca, y arrimados á la casa hasta una docena de frutales.

Sobre la puerta de la casa hay un balconcito de madera, y sobre el balcón extiende sus multiplicados brazos, y á su debido tiempo sus multiplicados racimos, una parra.

Delante de la puerta, que por más señas mira al Oriente, hay una explanadita, que debe ser artificial, pues la roca en que se ha abierto muestra aún la señal de los barrenos, y esta explanadita está sombreada por dos enormes encinas que se alzan cada cual á su lado, la de la izquierda cobijando un horno, y la de la derecha cobijando una casita, á cuya espalda se ve un montón de chatarra , lo que quiere decir que en aquella casita se halla establecida una fragua.

Tenemos, pues, preparado el lienzo.

Ahora... pintemos en él.

II

Una tarde del mes de Junio, poco antes de anochecer, dejó Rosa la pieza en que sallaba borona con su padre y sus hermanos, y se encaminó á una de las casas que hemos dicho hay bajando de la iglesia al puente.

Poco después salió humo del hogar de aquella casa, y poco después salió de aquella casa liosa cantando con la herrada colgada del brazo.

Rosa cantaba al pasar el puente:


Déjame pasar, que voy
á coger la agua serena
para lavarme la cara.
que han dicho que soy morena.


Y Lorenzo, limpiándose el sudor que brillaba en su frente, se asomó á la puerta de la fragua, sonrióse al ver á Rosa, Rosa se sonrió al ver á Lorenzo, y mientras Lorenzo se preparaba á cerrar la fragua, Rosa continuó hacia la fuente cantando.

Rosa aplicó la herrada á la teja por donde corría el escaso caudal de la fuente, y se puso á hacer un cabezal de helecho verde.

Rosa era una muchacha como de veinte años, no muy hermosa, pero sí muy fresca, muy robusta, muy graciosa, muy aseada, y sobre todo con una cara de mujer de bien que nada había que pedir.

—¿Y cuáles son las caras de mujer de bien?

—Las que lo son.

—¡Dos cuartitos por la gracia!

Conocí yo en Castilla á una muchacha, que cuando su madre la mandaba á misa de diez, volvía á casa á las doce, porque se estaba hora y media hablando con el novio.

—Pero, muchacha, ¿dónde has estado tanto tiempo?—le preguntaba su madre.

—¡Toma! ¿Dónde he de estar? En misa.

—¡Pero si la misa concluyó á las diez y media, y son más de las doce!

—¡Velay usted!—contestaba la muchacha.

Y lo mismo contesto yo al lector que me pregunta en qué se conocen las caras de mujer de bien.

Rosa no servía para novela; pero servía para gobernar bien una casa y hacer feliz á un hombre. ¡Jesús que chica tan hermosa!

La herrada estaba ya llena cuando Lorenzo apareció junto á la fuente.

—Allá voy yo á echar una manita, alma de los dos.

—Creí que no venías—dijo Rosa sonriendo de satisfacción.

—Poco favor me hacías, prenda.

—Al contrario, puede que te hiciese mucho, que antes os la obligación que la conversación.

—¡Pues qué! ¿Mi conversación no te gusta?

—Muchísimo, pero me gusta aún más tu laboriosidad.

—Cuando pasastes el puente dí el último martillazo á unas layas que he estado calzando, y ya no me quedaba más que trabajar.

—Entonces, has hecho bien en venir.

—Si no nos viésemos ahora, no nos veríamos hasta mañana.

—¡Qué! ¿No vas luego por casa á echar una pipada con mi padre?

—No que se han empeñado el alguacil y Menchaca y otros en que juguemos un cabrito y una azumbre de clarete en la taberna.

—¡En la taberna!...Haces muy mal, Lorenzo, en poner los pies en semejante sitio.

—Pero, mujer, ¿no ves que si uno se niega creen que es por no gastar una peseta?

—No importa que lo crean.

—¡Eso es! Vosotras las mujeres...

—Nosotras las mujeres, aunque tengamos menos talento que los hombres, tenemos el necesario para enseñarles el buen camino, y sobre todo, lo tenemos cuando los queremos.

—Mujer, no será por el vino que yo he de beber, que con medio cuartillo me sobra.

—Ya lo sé, pero si quieres beber vino, bébolo en casa.

—Si yo tuviera familia lo bebería en casa con ella, pero como no la tongo y me da tristeza pasar la noche solo entre cuatro paredes, voy á distraerme donde encuentro un poco de compañía.

—¡Ay, Lorenzo, qué ganas tengo de que cese tu soledad!

—¡Je! ¡Je! Yo también la tengo—dijo Lorenzo mirando amorosamente á Rosa, que se puso colorada y se apresuró á replicar:

—Anda, malicioso, que lo digo por tí, porque deseo que tengas un poco de arreglo, que los hombres, en lo tocante á las cosas de la casa, no sois nada sin nosotras.

—Tienes mil razones, chica. Y ya que viene á pelo, ¿cuándo nos casamos?

Rosa volvió á ponerse colorada y contestó bajando los ojos:

—Eso tú lo has de decir...

—Pues mira, ya que lo he de decir yo, digo que, si tu padre quiere, el domingo se leerá la primera amonestación.

—Mi padre ya te ha dicho que cuando tú quieras.

—Ea, pues mañana voy á enterarle del caso, y el domingo sabe todo el Concejo que vas á ser rementera .

—¡Ay qué vergüenza!—exclamó Rosa sonriendo y poniéndose colorada por tercera voz.

—Mira, tengo ya ahorrados mil reales, y con ellos vamos á celebrar la boda como príncipes.

—La celebraremos como pobres rementeros y nada más.

—Anda, que el dinero es para gastarlo, y nunca mejor ocasión...

—Nunca mejor ocasión para tener juicio.

—Pero dejémonos de eso, y hablemos de lo dichosos que vamos á ser. ¡Qué gloria, chica, vivir siempre juntos, ir juntos á las romerías…

—¡Ay, Lorenzo, qué pena me da el ver que siempre estás pensando en las diversiones!

—¡Pues qué! ¿No soy buen trabajador?

—Porque lo eres te quiero, que si no...

—Pues el que trabaja necesita también divertirse.

—Para los casados como Dios manda no hay mayor diversión que el cuidado de la casa y el amor de la familia.

—¡Je! ¡je! ¡La familia! ¿Con que tú piensas tenerla?

Rosa se puso colorada por cuarta vez al ver que Lorenzo tomaba la palabra familia en el sentido vulgar, en el sentido de hijos, y quiso dar á su novio una lección filológica.

—Ea, ayúdame á alzar la herrada, que voy á hacer la cena á mi familia—dijo poniéndose con una mano en la cabeza el cabezal de helecho, y echando la otra al asa.

Lorenzo la ayudó, y valiéndose de la ocasión, aventuró un conato de abrazo, que Rosa rechazó á pesar de embarazarla la herrada.

—Con que, chica, hasta mañana—dijo Lorenzo junto á su casa, tomando la sendita que conducía á esta desde el camino que conducía al puente.

—Adiós, Que no vayas á la taberna.

—Quiero ir, aunque no sea más que en celebridad de que el domingo nos amonestamos.

—¡No, pretextos no te faltan á tí nunca!

—Adiós, predicadora.

—Adiós cascabel.

Rosa desapareció al otro lado del puente, y Lorenzo desapareció en su casa.

Por lo poco que el lector sabe de Rosa, sabrá que ésta, soltera aún, tenía ya la noble gravedad y el augusto instinto que Dios anticipa á las doncellas que han de ser buenas esposas y buenas madres.

III

Un mes hacía que se habían casado Rosa y Lorenzo, y la presencia de una mujer propia había, transformado la casa y cuanto á la casa pertenecía.

Un año antes de su casamiento había perdida Lorenzo á su madre, que era su única familia, y desde entonces el gobierno de su casa estaba á cargo de una viejecita de la vencidad, que abandonaba todos los días sus quehaceres para atender un rato á los más precisos de Lorenzo.

Así que entró Rosa en la casa todo se animó todo se rejuveneció, todo se alegró en ella. Las telarañas y el polvo desaparecieron del techo y las paredes; el entarimado de la sala volvió á brillar con el luciente barniz con que se lustra el pavimento en las casas medianamente decentes del país vascongado; vajilla, espetera y muebles volvieron á aparecer ordenados como un reloj y limpios como la plata; un hermoso gato ahuyentaba los ratones, que durante muchos meses habían paseado libremente por la casa; un perro velaba noche y día por la casa y sus adherencias; un cerdo, que Rosa cebaba mañana y tarde, esperaba su San Martín, y prometía á sus amos excelentes magras; y por último, una docena de gallinas cacareaban las sabrosas tortillas que proporcionaban á sus amos.

La pobre parra, que había dejado caer tristemense su cabeza sobre el balcón al ver el abandono en que la tenían, ocupó de nuevo el lugar que le correspondía, gracias al apoyo que su nueva ama le proporcionó.

La hierba que en el huerto había invadido las sendas no destinadas á su uso y los cuarteles no destinados á su alojamiento, sufrió el exterminio que reclamaba su audacia; los rosales y las matas de claveles, de tomillo, de eneldo, de espliego y hoja-santa , que se morían de sed, refrescaron y recobraron su lozanía; y finalmente, el huerto, que renegaba de su nombre, porque ni un puñado de perejil podía ofrecer á su amiga la cocina, se iba poniendo en el caso de regalar á ésta, desde la berza al piseo , desde la seruga al tomate y el pimiento, y desde el ajo á la cebolla.

¿Y á quien se debía todo esto? A Lorenzo no, que Lorenzo se pasaba la vida machaca que machaca en su fragua, acompañado de un aprendiz. Se debía sólo á Rosa, que, de pie desde que Dios amanecía hasta después que se acostaba su marido, así trajinaba en la casa como lavaba en el río, cavaba en el huerto como cebaba cerdos y gallinas, iba á la fuente como ataba un haz de leña en la Ladera de un cerro y le bajaba á casa rodando ó arrastrando, calentaba el horno, y amasaba y cocía el pan de la semana como preparaba un almuerzo, ó una comida ó una cena, cuyo grato olor trascendía hasta el otra lado del río.

La transformación también había alcanzado á, Lorenzo, que cuando los días festivos, antes de misa, conversaba con sus vecinos en el pórtico de la iglesia con la pipa en la boca, hacía decir á las Vecinas que pasaban y le veían limpio como una patena y con la camisa blanca como la nieve:

—¿Quién dirá ahora que es rementero?

Era un domingo después de medio día, y la campana de Santa María tocaba al rosario.

Lorenzo estaba en el balcón echando una pipada y haciendo fiestas á Capitán, que este honroso nombre tenía su perro.

Rosa se preparaba á plantarse la mantilla para ir al rosario.

Menchaca, que vivía en otra de las casas del encinar, se encaminó hacia la de Lorenzo con la chaqueta sobre los hombros, la pipa en la boca, y un enorme y nudoso palo de acebo en la mano.

Menchaca era un hombre de cuarenta años, de sois pies de estatura y de ocho arrobas de peso. Su fuerza era tal, que le hubiera envidiado el mismísimo fuerte de Ocháran, Hércules que floreció en las Encartaciones hacia el último tercio del siglo pasado, y cuyos asombrosos alardes de fuerza se relatan en un libro escrito por el autor del presente, con el nombre de Capítulos de un libro.

Menchaca era natural de una aldea del interior de Vizcaya, y hacía veinte años que vivía en las Encartaciones.

Celebridad lo habían dado en éstas su fuerza y su facilidad de beberse una cántara de vino sin que se le pusieran los ojos alegres; pero su principal celebridad procedía de una desgracia no muy común: Menchaca tenía la lengua tan suelta y tan perfecta como el primero, y sin embargo, era casi mudo, por la sencilla razón de que había olvidado la lengua nativa que era el vascuence, y no había aprendido la castellana, que es la que se habla, aunque un poco chapurrada, en las Encartaciones.

Pero basta de pelos y señales, que no merece tantos perfiles un pedazo de animal como Monolítica.

Advertimos que al reproducir sus palabras las hilvanamos y pulimos un poco, porque si no, no pudiendo reproducir con ellas la pantomima que las ayudaba, no las entendería ni el mismo diablo; y entre paréntesis, hago muy mal en dar á entender que el diablo es muy listo para la lengüística, pues se cuenta que estuvo dos años en Bilbao aprendiendo el vascuence, y sólo aprendió dos palabras: vino y mujer.

—Lorenso, ¿vieneste, pues, jugar asumbre vino y casuela sardiñas?—dijo el colosal Menchaca, parándose en la portalada.

—No, que me voy al rosario, y luego por ahí con el perro y la escopeta, á ver si mato una liebre.

—Tonto eres, pues, que mejor casar es en casuela y jarro.

—Me vendré temprano á casa, y cazaremos mi mujer y yo en amor y compaña unas magras con tomate y un cuartillo de vino, que Rosa habrá preparado para cuando yo venga.

—A tí bien entender yo, pues. Tú no vienes taberna por no gastar peseta.

—Te equivocas, Menchaca—exclamó Lorenzo con altivez.—A mí no me duele nunca gastar un duro con los amigos.

—Refrán dise obras están amores.

—Pues para que veáis tu y los demás que soy hombre para gastarme aunque sea una onza, á la taberna voy dentro de un momento. Vete para allá, que tras de tí voy yo.

Rosa entraba en la sala en aquel instante, y oyó las últimas palabras de su marido.

—¿A dónde vas, Lorenzo?

Se empeñan Menchaca y otros en que vaya con ellos á echar un mus.

—¿En la taberna?

—Sí.

—¡Lorenzo, por Dios, no vayas á la taberna ni te juntes con esa gente!

—¡Pero, mujer, si ya estoy comprometido!...

—No hay compromiso que valga...

—Ya lo que es hoy no hay remedio, porque lo he prometido.

—¿No conoces que has hecho mal en prometerlo?

—Tienes razón, mujer; pero me han dicho que me negaba á ir por no gastar una peseta, y quiero probarles que se equivocan de medio á medio. Lo prometido es deuda.

—Cuando no es una picardía lo prometido.

—Mira, hija, ésta será la última vez que ponga los pies en la taberna.

—Dios lo quiera, Lorenzo; pero no lo querrá, que el que emprende un mal camino no vuelve atrás fácilmente.

Lorenzo emprendió el de la taberna, y poco después emprendió Rosa el de la iglesia.

La taberna estaba á pocos pasos de la iglesia, y al salir Rosa de ésta, terminado el rosario, se quedó parada mirando hacia allá á ver si se asomaba á la ventana ó á la puerta su marido, para hacerle senas de que fuese con ella á casa. En la taberna se oía mucho ruido, y Lorenzo no se asomaba á la puerta ni á la ventana, pero en cambio Rosa vió salir de la taberna, trayendo medio oculta bajo el delantal su botita llena de vino, á la viejecita que había asistido en casa de Lorenzo, cuando éste era soltero.

Aquella viejecita era conocida en la aldea por el moto de la Botera, que le cuadraba perfectamente. Aficionadillos ella y su marido á la gota, como allá dicen, y teniendo ambos la buena costumbre de empinar el codo en casa, y no en la taberna, veíasela con frecuencia con la bota bajo el delantal yendo ó viniendo de la taberna, y de aquí el mote que había sustituído á su nombre de Micaela.

La Botera, acostumbrada á disponer á su antojo de la casa del rementero, sentía cierto despecho de que otra mujer hubiese ido á quitarle el dominio de aquella casa.

—¡Qué! ¿Esperas á tu hombre?—preguntó á Rosa con cierta maligna fruición.—Ya ha de sor media noche antes que le cojas por ta cuenta.

—¡Ave María! ¡Media noche! Hágale usted más favor, que el no es de los que se pasan la noche en la taberna—replicó Rosa, disgustada por la suposición de que su marido fuera capaz de imitar á Menchaca, al alguacil y otros dos ó tres perdidos que el día de fiesta se estaban hasta las altas horas de la noche jugando y bebiendo en la taberna.

—Tú verás si me equivoco. Ya están tratando de jugar un cabrito y el vino correspondiente, que no bajará de azumbre por barba, y si se enreda la partida no salen de allí hasta que el señor alcalde vaya á sacarlos á empellones.

—Lorenzo no dará lugar á eso.

—Del agua mansa me libre Dios. Ya habla más chapurrado que el mismo Menchaca, y de él ha salido lo de jugar el cabrito.

—Verá usted como no le juega—dijo Rosa muerta de vergüenza dirigiéndose á la tarberna con objeto de sacar de allí á su marido.

Paróse bajo la ventana, porque le repugnaba entrar en aquella casa de desórdenes y borracheras, y oyó la siguiente conversación:

—Lo dicho, dicho; el que sea hombre, que se siente aquí á jugar un cabrito y media cántara de vino—decía Lorenzo tartamudeando, aunque apenas había bebido aún un cuartillo de vino.

—¿De veras dises, pues?

—De veras lo digo. ¿Pensáis vosotros que yo no soy hombre para gastarme un duro y aunque sea una onza?

—Sí que lo eros, pero tienes miedo á tu mujer—replicó el alguacil.

—¿Miedo á una mujer yo?

—Sí que se le tienes—contestaron á una voz Menchaca y otros dos ó tres.

—Yo echo con doscientos mil demonios á todas las mujeres.

—Menos á la tuya. «

—A la mía le salto las muelas si me chista.

—¡Bien! ¡Bien!—exclamaron palmeteando todos los circunstantes.

Rosa no sintió indignación al oir hablar así á su marido: lo que sintió fué profundo dolor.

La vanidad mal entendida ora lo que generalmente apartaba á Lorenzo del camino de los hombres de bien.

—¿Vienes á la taberna, Lorenzo?—le decían sus amigos.

—No.

—¡Anda, miserable!

Y Lorenzo, para probar que no era miserable, iba á la taberna.

Lorenzo estaba haciendo alarde de que no temía á, su mujer, y su mujer, pensando acertadamente que era capaz en aquel instante de poner en ella las manos por vanidad, dió algunos pasos para alejar se de la taberna; pero al llegar frente á la iglesia pensó que si era deber suyo no exponerse á la violencia de su marido, deber más sagrado aún era arrancar á su marido de la taberna, antes que perdiese del todo la razón y se hiciese objeto de las burlas del vecindario y acaso de la severidad de la justicia.

Rosa enjugó disimuladamente las lágrimas que brotaban de sus ojos, y volvió resueltamente hacia la taberna.

—¡Lorenzo!—llamó acercándose á la ventana.

—¿Qué se te ofrece?—contestó Lorenzo asomándose.

—Oye un recado.

Lorenzo salió comenzando á hacer eses, por más que se empeñaba en hacer eles.

—Vente conmigo á casa.

—En cuanto merendemos iré.

—Anda, que en casa merendarás.

—Chica, no puede ser. Con que hasta luego si no quieres entrar á dar un besito al jarro

Así diciendo, Lorenzo volvió la espalda á su mujer.

A todo esto, Menchaca y compañía se habían asomado á la ventana.

Rosa había oído decir que una mentira bien compuesta mucho vale y poco cuesta, y trató de probar el valor de una mentira inocente.

—Lorenzo, ven, que me siento mala y me voy á acostar.

Lorenzo, al oir á su mujer que estaba mala, se detuvo en la misma puerta de la taberna.

—¿Qué tienes?

—No se lo que tengo, pero me siento mal.

Pues anda y toma una escudilla de caldo.

—Ven á acompañarme, que temo se me vaya la cabeza al pasar el puente.

—¡Por vida de las mujeres de bríos!—murmuró Lorenzo volviendo hacia su mujer, ya decidido á irse con ella á casa.

Pero los que estaban asomados á la ventana soltaron una estrepitosa carcajada, exclamando:

—¡Vivan los hombres valientes!

Lorenzo los miró irguiendo altivamente la cabeza, por más que ésta le pesase ya mucho.

—¿A sayas tienes miedo y hases valentías?—le preguntó Menchaca con provocativa sonrisa.

—¿Miedo yo?—exclamó Lorenzo apretando furiosamente los puños.

—¡Lorenzo de mi alma—exclamó Rosa asiendo amorosamente á su marido,—no hagas caso de esos y vente conmigo, que estoy muy mala!

—¡Pues muérete y que te lleven doscientos mil demonios!—replicó brutalmente Lorenzo desprendiéndose de olla por medio de un empellón y volviendo á la taberna en medio de los aplausos de sus amigotes.

Rosa guardó silencio, y sin poder contener un torrente de lágrimas, se dirigió á casa; pero al pasar por la puerta de la iglesia, que estaba ya casi desierta y sólo alumbrada por la lámpara del altar mayor, se detuvo un instante y penetró en el templo.

Un corazón lleno de fe y un templo alumbrado sólo por la lámpara del sagrario triunfan del mayor de los dolores.

Cuando Rosa salió de la iglesia no había ya lágrimas en sus ojos, porque había resignación en su alma y esperanza en su corazón.

Algunas horas después todo era silencio en el valle, y sólo le interrumpían el murmullo del río y el ladrido de los perros.

De cuando en cuando se abría una de las ventanas de casa del rementero y una mujer se asomaba 4 ella, escuchaba atentamente, y no oyendo pasos ni voz alguna hacia el otro lado del río, se retiraba cerrando la ventana.

Inútil es decir que aquella mujer era Rosa, que esperaba á su marido.

Cuando el reloj de la iglesia de Santa María dió tristemente las doce, Rosa se asomó por la vigésima vez á la ventana y creyó oir pasos hacia el lado opuesto del puente.

Como aquella mañana había llovido mucho, el río iba muy crecido y bramaba con furia al chocar con los estribos del puente.

—¡Dios mío!—exclamó Rosa llena de angustia.—¡Tiéndele tu santa mano y líbrale de todo mal.

Y tomando apresuradamente del hogar un gran tizón encendido, salió de casa y se dirigió hacia el río, temerosa de que su marido cayese al agua al atravesar en medio de la obscuridad el alto y estrecho puente desguarnecido de pretiles.

Al acercarse al puente, Rosa retrocedió dos pasos espantada, porque á la luz del tizón que sacudía su mano, había descubierto una masa obscura que se arrastraba como un reptil descendiendo por la rampa del puente.

Aquella masa se irguió con dificultad así que hubo pasado, y entonces Rosa reconoció en ella á su marido.

El instinto de la propia conservación, que nunca falta á las bestias, tampoco falta nunca á esa otra clase de bestias á quienes Dios ha dado la razón, y renuncian á olla por un jarro de vino.

El estado de Lorenzo hubiera inspirado profunda compasión aún á quien no amase á Lorenzo con el sincero y generoso amor con que le amaba su mujer.

La pobre mujer, á quien Dios había dicho: «Sér débil que necesitas un apoyo para hacer la dolorosa jornada de la vida, ahí tienes un ser fuerte que sostenga tu debilidad;» la pobre mujer á quien Dios había dicho esto, ofreció su débil hombro á aquella pesada cruz, que apoyada en él volvió al santuario del hogar.

Sólo palabras de amor salieron aquella noche de los labios de Rosa, mientras ésta despojaba á su marido de la desgarrada y enlodada ropa y le colocaba en el lecho.

A la mañana siguiente, muy temprano, Rosa fué á la fuente y encontró allí á la Botera.

—¿Con que ayer tarde—lo dijo ésta—á poco más te sacude el polvo tu marido?

—¡Señora, hágalo usted más favor!—contestó severamente Rosa.—Mi marido es incapaz de pegar á nadie y mucho menos á su mujer.

—¡Pues qué! ¿Negarás que te dió un terrible orapellón?

—No lo niego, pero debo confesar que yo tuvo la culpa, pues dejándome llevar de mi pícaro genio, le dirigí un insulto que ningún otro marido hubiera dejado de castigar con un bofetón.

—¿Por supuesto, hoy se pasará el día durmiendo la mona?

—Hable usted con más respeto de mi marido, siquiera por la consideración que merecen los enfermos, pues mi marido lo está.

—Y hecho una cuba.

—Está usted equivocada.

El tono en que Rosa pronunció estas últimas palabras puso término á las preguntas de la Botera.

Cuando volvió Rosa á casa, encontró á la puerta de la fragua á dos ó tres vecinos de los pueblos inmediatos, que iban á que Lorenzo los compusiese las herramientas de la labranza.

—¡Ay! ¡Cuánto siento que hayan hecho ustedes el viaje en balde, porque el pobre Lorenzo está enfermo!—les dijo Rosa.

—Eso es lo peor—contestaron los labradores.—¿Y qué tiene? ¿Es cosa de cuidado?

—No; se mojó ayer mañana, y ha cogido un terrible constipado.

—Vamos, eso con un par de días de cama y un par de cuartillos de vino caliente con azúcar se pasa. Al catarro dale con el jarro. Malilla obra se nos hace con volver, pero lo peor es para el pobre Lorenzo. Que se alivie, y hasta un día de éstos que volveremos.

Los forasteros tomaron el camino de sus pueblos, y Rosa, satisfecha de haber logrado ocultar ó atenuar hasta donde era posible la mala conducta de su marido, se acercó á la cama de éste, diciéndole:

—Hijo, te voy á dar una tacita de caldo del puchero para que se te siente el estómago antes de almorzar.

Lorenzo, muerto de vergüenza ante el recuerdo de su falta y la generosidad de su mujer, quiso implorar el perdón de ésta, pero su vanidad se lo impidió. En cambio juró en lo profundo de su corazón no volver á incurrir en la falta de que se avergonzaba.

VI

Mucho tiempo había pasado desde que Lorenzo pasó por primera vez el puente á gatas. ¿Cuántas veces le había vuelto á pasar de aquel vergonzoso modo? Examinemos el estado de su casa y su familia, y este examen nos lo dirá.

Serían las dos de la tardo, y Lorenzo paseaba delante de su casa con una niña de dos años en sus brazos.

La fragua estaba cerrada y el montón de chatarra se iba cubriendo de hierba, lo cual probaba que hacía muchos días no se echaba chatarra en él.

Lorenzo estaba flaco y ojeroso, y su traje, aunque limpio y cuidadosamente remendado, revelaba pobreza.

La hierba había vuelto á enseñorearse del huerto, y en la casa no se notaba aquél perfecto orden, aquel aspecto de prosperidad que reinaba en ella un mes después del casamiento de Lorenzo y Rosa.

La niña que Lorenzo tenía en brazos era muy hermosa, pero parecía algo triste y enfermiza. Lorenzo procuraba alegrarla, ora cogiéndola florecitas de las que se asomaban por la pared del huerto, ora entonándola tiernos y amorosos cantaros, ora haciéndola bailar en sus brazos, ora, en fin, besándola y acariciándola con la mayor ternura.

Menchaca salió de su casa, dirigiéndose hacia el puente, y al pasar frente á casa de Lorenzo, se paró á hablar con éste.

—Mutila tienes guapo, Lorenso.

—Más guapa que ella no la hay en Vizcaya.

—Mucho la quieres, pues.

—Todas las penas del mundo son para mí nada mientras Dios me la guardo.

—Mutilas quiero yo mucho, pero haser como tú sensaño mal me párese, pues.

—Porque no tienes hijos, que si los tuvieras como yo, tendrías mucho orgullo y mucho gusto en cuidarlos y acariciarlos, y en hacerte niño como ellos para complacerlos.

—Mutila dale á la madre y vente á jugar mus.

—No puede ser, que Rosa está en el mercado.

—Mutila entonces tráete.

—No quiero más muses en la taberna.

—Tonto eres, pues.

—Que lo sea.

Menchaca continuó su camino hacia el puente, y al verle alejarse, Lorenzo se fué ensimismado y entristeciendo.

La Botera salió á su vez de su casa con la consabida bota bajo el delantal, y se dirigió á la portalada de Lorenzo.

—¡Ay, Lorenzo!—exclamó.—¡Con que te vas acostumbrando á andar de viga derecha!

—A la fuerza ahorcan—contestó Lorenzo.

—Pero, hombre, ¿se te ha roto el martillo, que hace más de quince días que no le haces sonar?

—Harto lo siento.

—¡Qué! ¿No tienes trabajo?

—No señora.

—Pues, lujo, tú tienes la culpa.

Lorenzo no replicó, conociendo que tenía razón la Botera.

—¡Ya se ye!—continuó ésta.—Eso de venir media docena de veces desde una legua ó dos cargado de herramientas, para volver siempre con ellas descompuestas, porque el rementero no está para composturas, concluyo por cansar y ahuyentar para siempre al hombre de más paciencia.

—Déjeme usted en paz, que no necesito sermones—replicó Lorenzo, herido al fin en su ridícula vanidad.

—¡Qué! ¿Te has convertido ya? Pues me alegro, hijo, y más se alegrará la pobrecita de tu mujer, que, como hay Dios, ¡hizo negocio casándose contigo!

—Le digo á usted que se meta en sus asuntos y deje los ajenos—contestó Lorenzo cada vez más irritado.

—Anda, cascarrabias, no te incomodes, que por tu bien te lo digo. Déjame dar un beso á ese angelito de Dios.

La vieja se acercó á la niña, y la besó, exclamando:

—¡Serafín hermoso, qué desgraciada tienes que ser!

Lorenzo bajó la cabeza en silencio para ocultar dos lágrimas que asomaron á sus ojos, y cuando la Botera volvió la espalda para continuar su camino, dejó correr aquellas lágrimas y otras, y besó á su vez con indecible ternura á la niña.

Poco después Rosa apareció por la cuesta que descendía de la iglesia al río, trayendo una cesta en la cabeza.

También en Rosa se había verificado una gran transformación. Aquellos herniosos colores que brillaban en su rostro habían desaparecido, y se hubiera dicho que en tres años había envejecido la pobre mujer diez ó doce.

La niña empezó á agitarse alegremente así que vió á su madre, hacia la que extendía los bracitos llamándola con infinita gracia.

También el rostro de Lorenzo se alegró al aparecer Rosa.

—Mamá, ¡pan! ¡pan!...—decía la niña tendiendo la manecita con ansia hacia la cesta de su madre.

—¡Sí, hija mía de mi corazón y de mi alma!—contestó Rosa, besándola y acariciándola con mil extremos y dándole un blanco cantón de pan, que la pobre criatura se puso á devorar con ansia.

Lorenzo metió la mano en la cesta, y tomando otro cantón de pan, se puso á comerlo con más apetito aún que la niña.

—¡Qué! ¿No habéis comido, hijo?—le preguntó. Rosa.

—No.

—¿Por qué?

—Porque no teníamos pan.

—¿No te dije que pidieras uno prestado á una vecina?

—Se lo pedí á la Botera y á la mujer de Menchaca, y me dijeron que á tí te darían el alma y la vida, pero á mí no.

—¡Y mi niña con hambre!—exclamó aterrada Rosa.

—A la niña le daban pan, pero yo eché enhoramala al pan y á ellas.

—Hiciste muy mal, Lorenzo.

—Es que cada uno tiene su orgullo.

—El orgullo ha de ser bien fundado, y aún el que lo es se sacrifica por dar pan á una inocente criatura como ésta.

—Tienes razón, hija—contestó al fin Lorenzo casi llorando de rabia y disgusto de sí mismo;—soy un necio, y lo que es mucho peor aún, soy un malvado..¡No merezco ser padre de un ángel como, éste, ni marido de una santa como tú!

—¡Adiós! ¡Ya sales con tus tonterías de constumbre! Vamos, déjate de simplezas, y anda á comer que, á Dios gracias, traigo yo aquí pan y dinero para que nonos falte mañana, pues he Tendido muy bien la fruta, y además he encontrado en el mercado á uno de tus deudores, que me ha dado lo que te debía. ¿Has cuidado de la olla?

—Sí, y he dado una taza de caldo de ella á la niña.

—Pues vamos arriba, y verás con qué apetito comemos en paz y gracia de Dios.

En efecto, en paz y en gracia de Dios comieron Lorenzo y su mujer y su hija el pobre y poco substancioso puchero que Rosa había tenido buen cuidado de arrimar al fuego antes de emprender aquella mañana el camino de la villa inmediata, cargada con una enorme cesta de fruta, que, aunque pesaba cuatro arrobas, era carga levísima, comparada con la carga que Dios había echado sobre sus hombros cuando se casó con Lorenzo.

Con lo que acabamos de ver y oir y con otros datos particulares que nosotros tenemos, podemos formar un juicio exacto de la triste situación de Rosa y su marido en el momento en que volvemos á verlos.

Lorenzo quería á su mujer y á su hija, y reconocía que su conducta hacía infelices á ambas; pero, por más que todos los días se propusiese firmemente abandonar el vicio que le dominaba y había traído la ruina y el descrédito de su casa, aquel vicio podía más que su voluntad, y le arrastraba todos los días á la taberna.

Aborrecido de todos sus vecinos, ni el hombre encontraba amigos, ni el artesano encontraba parroquianos. Sus únicos amigos eran Menchaca y otros dos ó tres, tan miserables y aborrecidos como él, porque, como él, consumían en la taberna el pan de sus familias.

La pobre Rosa, con una resignación y una fuerza de voluntad, que bien le valían el nombre de santa que su marido le había dado, economizaba y trabajaba sin descanso, pero todos sus esfuerzos y todos sus heroicos sacrificios no lo bastaban á cubrir las necesidades de la casa.

Después de comer, la niña se quedó dormidita en el regazo de su madre, y ésta la acostó, y tomando la herrada se encaminó con ella hacia la fuente, seguida del perro.

Lorenzo se asomó al balcón, y vió á la Botera que volvía con su botita llena, oculta bajo el delantal.

—Así me gusta, Lorenzo—dijo la vieja—así me gusta, que estés en tu casita en vez de ir todas las tarde? á la taberna á ponerte como una cuba, como se están poniendo aquellos borrachones.

Estas palabras, lejos de producir el saludable efecto que sin duda se proponía la Botera, produjeron el contrario. Lorenzo se figuró por un lado á la Botera y su marido empinando deliciosamente la bota, y por otro á Menchaca y compañía empinando el jarro en alegro coloquio, y como siempre, todos sus buenos propósitos huyeron ante aquellas seductoras imágenes.

Lorenzo se dirigió al arca donde su mujer había guardado el dinero que había traído del mercado, tomó parte de aquel dinero y se apresuró, antes que volviese su mujer, á emprender el camino de la taberna.

Lorenzo buscaba y encontraba siempre un pretexto para satisfacer el vicio que le dominaba: cuando tenía disgustos, bebía para olvidarlos; cuando tenía satisfacciones, bebía para celebrarlas. El pretexto que encontró aquella tarde para justificar su ida á la taberna, fué la buena venta que su mujer había hecho en el mercado.

Cuando Rosa volvía con su herrada en la cabeza, le vió en el alto del puente y le llamó; pero Lorenzo, después de detenerse un instante vacilando entre su deber y su beber, siguió adelante mientras su mujer subía las escaleras, abrumada por las caricias de Capitán, que con sus saltos y halagos parecía decirle: «¡Señora, yo no la ayudaré á usted á llevar las cargas; pero á quererla y estar contento á su lado, nadie me echa á mí la pata!»

Una hora después, Lorenzo y sus amigos salían de la taberna, echados á mojicones por el señor alcalde y con una turca de aquellas que gritaban en tiempo de Fernando VII: «¡Vivan las cadenas!», en tiempo de Isabel II: «¡Vivan los hombres libres!», y en todos tiempos: «Has de saber tú que yo tengo siempre un duro para los amigos.»

Otra hora después, Lorenzo y Menchaca pasaban á gatas el puente.

Y pocos instantes después, la mujer de Lorenzo y la mujer de Menchaca lloraban á dúo, la primera tan bajo que no la podían oir sus vecinos, porque Menchaca y Lorenzo, cada cual con una estaca en la mano, sacudían el polvo á sus compañeras de tristezas y alegrías con la fuerza que les permitía el morenillo de la Rioja que les inspiraba aquella heroica acción.

V

Lorenzo el rementero tiene ya un gran aumento de fruto de bendición, que consiste en dos hijos como dos soles. Uno de ellos tiene seis años, y el otro tiene cuatro. Su hermana Mariquita, que va á cumplir diez años, es toda una mujercita de su casa, según la formalidad y la maestría con que en ausencia ú ocupación de su madre viste y arregla á sus hermanitos, barro la casa, cuida y prepara la comida, y coba las gallinas y el cerdo.

Por lo demás, la casa y la familia de Lorenzo no han experimentado gran alteración desde que la visitamos hace ya algunos años.

Capitán está ya viejo, pero firme y gordo, porque tiene vida muy arreglada y gana el sustento con el sudor de su piel, atrapando sus liebrecitas en los cerros inmediatos.

El montón de chatarra tiene, no ya sólo hierba, sino hasta zarzas y demonios colorados.

La Botera y su marido continúan empinando la bota, pero empinándola como Dios manda, os decir, en su casa, lo cual debe ser más saludable que empinarla en la taberna, pues al paso que Lorenzo y Menchaca, cuya edad es casi la mitad de la suya, están hechos unos carcamales, olios dos están más firmes que las dos encinas de la portalada de Lorenzo.

Lorenzo y Menchaca siguen pasando á gatas el puente todas las noches.

La que está muy acabada es la pobre Rosa. ¡Tales palizas morales y materiales lleva la pobre hace cerca de doce años!

En el momento en que volvemos á visitarla está en cama, al parecer gravemente enferma, y su marido y su hija la asisten con mucha solicitud, en tanto que los chiquitines juegan en el encinar con la feliz indiferencia de la ignorancia.

Lorenzo está como avergonzado, más avergonzado que de costumbre, lo cual prueba que ha hecho alguna picardía de doble tamaño que las ordinarias, tal como la de haber pasado á gatas el puente por la mañana y por la noche, en lugar de pasarle por la noche sólo, que os costumbre ordinaria.

Rosa se queja de un fuerte dolor de costado que cada vez la mortifica más, aunque su marido, siguiendo su propio dictamen y el de la Botera, le ha aplicado al costado un ladrillo caliente, y le da escudilla tras escudilla de caldo con pimienta, medicinas ambas que tienen por eficacísimas los sencillos vascongados.

—¡Lorenzo, por Dios, llama al cirujano, que me siento muy mal!—dice Rosa, revelando en su acento la verdad de su aserto.

—¡Ay, madrecita de mi alma!—exclama Mariquita llorando sin consuelo y besando á su madre, que procura tranquilizarla á posar de que apenas puede hablar.

Y Lorenzo, casi tan apurado y afligido como su hija, corre á buscar al cirujano, con el que vuelve un cuarto de hora después.

El cirujano examina á la enferma, y arroja indignado él ladrillo caliente que encuentra aplicado al costado de Rosa y la taza de caldo con pimienta que la niña estaba preparando en su afán de proporcionar alivio á su pobre madre.

—Basta eso para matarla—dice,—pues lo que Rosa tiene es una hepatitis que reclama todo loco contrario.

El cirujano habla en griego para que la enferma y su familia no comprendan que lo que Rosa tiene es una inflamación aguda del hígado.

Después de recetar lo que cree más conveniente y de aconsejar á la enferma que procure tranquilé zar su espíritu, lo cual en su concepto es la mejor medicina para las enfermedades del hígado, se retira acompañado de Lorenzo, á quien hace disimuladamente una seña para que le siga.

—¡Lorenzo!—dice á éste con severidad.—Tu mujer se muere, y tú le quitas la vida. El mal que padece le ha contraído á fuerza de los disgustos que le has dado durante muchos años, y la terrible agravación que ahora experimenta es consecuencia del que ayer le diste, pasando todo el día en la taberna é insultándola y golpeándola al volver á casa, según tú mismo me has confesado con un arrepentimiento que te honra, pero que desgraciadamente no puede salvar á tu mujer.

Lorenzo se echa á llorar.

—Ahora—añade el facultativo, que comprende y practica los deberes de facultativo y hombre,—lo que necesita la pobre Rosa no son tus lágrimas, sino tu serenidad, tu cariño y tu cuidado. Que al menos en sus últimas horas vea en tí un buen marido, un buen padre y un hombre de bien.

—Señor, lo seré aunque nunca lo haya sido, yo se lo aseguro á usted—contesta Lorenzo esforzándose inútilmente por reprimir su llanto.

El arropen ti miento que Lorenzo muestra á su mujer recuerda á ésta el arrepentimiento que le ha mostrado mil y mil veces, y mil y mil veces ha cedido al hábito del vicio. Con esa profunda hipocondría y esa cavilosidad que caracteriza á las enfermedades del género de la que Rosa padece, Rosa pasa de este recuerdo á la consideración del abandono y las violencias y la miseria que espera á sus inocentes hijos desde el momento en que les falte su madre, y este profundo dolor, que sólo las madres pueden comprender, agrava más y más el mal de Rosa, á quien el facultativo manda sacramontar al volverla á ver.

En medio del llanto de su marido, de sus hijos;y de todos sus vecinos, que conocen la hermosura de aquella alma delicada y santa, liosa recibo los consuelos de la religión, y queda un momento tranquila de cuerpo y alma.

La alcoba en que Rosa yace está en la sala, donde únicamente queda Mariquita cuidando de su madre, pero aterrada porque oye á Capitán aullar en el encinar. Cuando todos se han retirado, cuando Rosa nota que sólo queda la niña en la sala, llama á la niña y la llama en voz baja, no tanto porque su voz es débil, como porque desea conversar con ella de modo que nadie lo note.

—Hija mía—dice á la niña sin poder contener las lágrimas,—yo voy á ser más feliz que vosotros.

—¿Por qué, madrecita?—le pregunta la niña con alegría, creyendo que su madre habla de felicidades mundanas.

—Porque voy á ir al cielo.

—pero madre cita, para irte al cielo, ¿tienes que morirte?

—Sí, hija mía.

—¡Ay! ¡No te mueras!—clama la niña, abrazándose á su madre con un desconsuelo imposible de pintar.

—Hija, si lloras y no me escuchas, me moriré, porque ya has oído al cirujano que para ponerme buena ea necesario que no me aflijan ni me disgusten.

La niña se calma, enjuga sus ojos y promete á «a madre escucharla serena.

—Pues oye, hija—continúa Rosa, esforzándose á su vez por ocultar el dolor que desgarra su corazón.—Todos estamos expuestos á morir, y mucho más los que, como yo, están enfermos. Me siento mejor, y estoy segura de que pronto me he de poner buena, que lo que á mí me hacía daño ya se lo has oído al cirujano, era el ladrillo y el caldo con pimienta; pero mira, si Dios quisiese disponer otra cosa, si dispusiese llevarme al cielo, donde tan dichosa sería, te encargo que cuides de tus hermanitos como yo cuido, que les sirvas de madre, porque ya no tendrán otra...

Rosa se interrumpe, porque las lágrimas y el dolor la ahogan, y Mariquita se lanza á ella llorando y abrumándola con sus besos y sus caricias.

—¡Yo te juro por ésta, madrecita mía, que haré todo lo que me encargas!—contesta la niña formando una cruz con el dedo pulgar y el índice, y besando con efusión aquel signo que tan á mano tiene siempre nuestro piadoso pueblo para dar solemnidad á sus promesas.

—¡Fío en tí, hija de mis entrañas!—dice Rosa llorando á la par de dolor y de alegría.

Y luego añade.

—También te encargo que cuides de tu padre y le obedezcas con el cariño, con el esmero y con la paciencia con que me has visto á mí cuidarle y obedecerle.

La niña hace á su madre esta nueva promesa, y Rosa se queda entonces como tranquilamente dormida, y la niña se retira de puntillas á la sala para no despertarla.

¡Rosa duerme en efecto, pero es el sueño eterno, que Dios hace santo y tranquilo para los que han amado y han llorado mucho en la tierra!

VI

Hacía algunos meses que había muerto liosa, y Lorenzo estaba muy triste. El recuerdo de su santa y desventurada mujer lo perseguía á todas horas y en todas partes, dulce y amargo á la vez, como la imagen del amor y del remordimiento.

Un montoncito de chatarra aparecía sobro el antiguo montón cubierto de hierba y maleza. Algunos vecinos, y aun algunos antiguos parroquianos de las aldeas cercanas, al ver á Lorenzo triste y arrepentido de su conducta pasada, le confiaban ya la compostura de sus layas, de sus azadas, y de sus rejas de arado, y el alegre son del martillo parecía disipar en cierto modo la tristeza que reinaba en torno de la casa del rementero, desde que Rosa había trocado aquella casa por el solitario y fúnebre cercado que se veía bajo los fresnos á espalda de la iglesia de Santa María.

Hubiérase dicho que el alma de Rosa, en vez de volar al cielo, había quedado en el débil cuerpo de Mariquita.

Mariquita era la viva imagen de su difunta madre, en el afán con que desempeñaba los quehaceres domésticos y en la solicitud con que atendía al cuidado de sus hermanos y su padre.

Apenas la luz del día empezaba á iluminar el valle, ya se alzaba una blanca columna de humo del hogar del rementero, y Mariquita iba á la fuente con la herrada que abultaba tanto como ella.

El cerdo gruñía y las gallinas piaban pidiendo el almuerzo; pero su petición era muy pronto atendida, porque muy pronto aparecía Mariquita en la portada con un caldero de agua caliente y somas , que vaciaba 011 la cocina , y con un delantal de aechaduras ó borona que sembraba en el suelo, en medio de los gritos de alegría del cerdo y las gallinas, que parecían decir á su amita: «Dios te lo pague y yo me lo trague».

A veces los niños, despertando con el estrépito que cerdo y gallinas armaban al ver que les bajaban el almuerzo, se lanzaban en camisa á la por tabula tras de Mariquita.

—¡Poca vergüenza!—les decía ésta.—¿Es ese el modo de salir de casa"?

Y colgando del brazo el caldero, cogía de la mano á los niños continuando la reprimenda, los volvía arriba, les lavaba la cara quisieran ó no quisieran, los vestía, les plantaba á cada cual un zoquetito en la mano, y les daba permiso para salir á diablear en el encinar, en la fragua ó en el huerto hasta la hora de almorzar.

Cuando una hora después Mariquita se asomaba al balcón y avisaba á su padre y sus hermanos que los esperaba el almuerzo, Lorenzo se hubiera comido á besos á su hija con más gana que comía el apetitoso, aunque pobre almuerzo que la niña había preparado.

Mariquita lavaba, Mariquita amasaba, Mariquita cosía, Mariquita estaba en todo, y lo hacía todo como su difunta madre, cuyo noble espíritu parecía haberla infundido Dios.

No había una vecina á quien no se le saltasen las lágrimas al verla el domingo, al sonar el toque de misa mayor, encaminarse á la iglesia con sus hermanitos delante, vestidita de luto, con la amarilla candela en una mano y la blanca ofrenda en la otra, y arrodillarse sobre la sepultura de su madre, y permanecer allí durante la misa llena de piedad y compostura, con las lágrimas en los ojos, la oración en los labios, el recuerdo de su madre en la mente y Dios en el corazón.

Lorenzo no había vuelto á poner los pies en la taberna á pesar de que Menchaca, su enemigo tentador, que continuaba pasando el puente á gatas, le invitaba todos los días á volver á la senda del vicio, donde había encontrado su perdición y la de su familia.

Ya que volvemos á hablar de Menchaca, consignaremos aquí un recuerdo nuestro que se nos había escapado y que es á pedir de boca para definir el carácter de aquel borrachón.

El autor de este cuento, al volver á su aldea hace tres años, después de más de veinte de ausencia, encontró á Menchaca hecho un perdido.

—¿Cómo va, Menchaca?—le preguntó.

—Mal pues.

—¿Cómo es eso?

—Viscaños no echar, pues tragos como madriliegos

—¿Y su hermano de usted, vive?

—Bebe.

—¿Y qué tal, está bien?

—¡Oh! Aquél felis es. Pellejo tiene en casa.

El bello ideal de los borrachos en las provincias del Norte es tener constantemente en casa un pellejo de vino riojano.

Pasión no quita conocimiento: preciso nos es confesar que en aquel país, tan honrado que los miqueletes y la Guardia civil casi están de más, son una verdadera plaga los mosquitos.

Una tarde concluyó Lorenzo de componer las herramientas de uno de sus parroquianos forasteros, después de muchas lloras de continua y penosa tarea.

—Ea, Lorenzo—le dijo el parroquiano,—vamos á echar un cuartillo, que te has portado hoy conmigo.

—Gracias—le contestó Lorenzo, avergonzado del recuerdo que aquel ofrecimiento despertaba en él;—no bebo vino hace mucho tiempo, ni pienso volver á beberlo.

—Anda, hombre, y no seas majadero. ¿Crees tú que por beber un cuartillo de vino cuando llega la ocasión pierde un hombre su crédito, ni su casa, ni su salud?

—Por mi desgracia y la de mi familia, sé demasiado lo que se pierde con ese vicio.

—¡Qué vicio ni qué niño muerto!. Una cosa es beber para abrigar el estómago y cobrar ánimo para el trabajo, y otra beber para emborracharse. En esta tierra abundan los hombres de bien, y sin embargo escasean los aguados. Yo me tengo y todo el mundo me tiene por hombre de bien á carta cabal, y á pesar de eso, si se trata de ir á beber un cuartillo en amor y compañía con mis amigos, nunca les hago á mis amigos un desaire. ¡Pues no faltaba más que tú me lo hicieras á mí!

—No es desaire, es propósito que he hecho...

—No hay propósito que valga. Vamos, hombre.

—Te digo que no voy...

—¡Qué! ¿Temes que te haga pagar el escote?

—Para que veas que no temo tal cosa, vamos allá—contestó al fin Lorenzo, no pudiendo, como nunca había podido, resistir su vanidad á la acusación de ruín.

Lorenzo y su amigo se dirigieron á la taberna; pero Lorenzo iba con el firme propósito de no hacer más que probar el vino.

Mariquita los vió pasar el puente y se estremeció de horror sospechando adonde iban; pero se tranquilizó, considerando que el forastero, lejos de ser un borrachón como Menchaca, era uno de tantos hombres de bien que, sin dejar de serlo, beben porque el vino, no abusando de él, es una bebida saludable y consoladora, sobre todo para el pobre trabajador.

Lorenzo cumplió su propósito; cuando entre él y su compañero hubieron desocupado una jarra de media azumbre, abandonó la taberna y tomó el camino de su casa, sintiendo el bienestar y la alegría que nunca había sentido al abandonarla con una azumbre ó más de vino en el cuerpo.

Lorenzo, que desde que enviudó no había podido echar de sí la tristeza que le consumía, ni ninguna noche había cenado con apetito ni dormido tranquilo, estuvo aquella noche alegre, cenó con gana en compañía de sus hijos y durmió tranquilamente.

Pasaron días y días, y no pasaba la tristeza de Lorenzo, que hallaba en todas partes y con todo motivo el recuerdo de su mujer, y no podía acallar «1 remordimiento que atormentaba su conciencia.

Una tarde, como casi todas, se acercó Menchaca á encender la pipa en la fragua de paso que iba á la taberna. Aquella tarde estaba el rementero más triste que nunca, porque la niña andaba algo enferma, y el pobre Lorenzo, que siempre la había querido mucho, había dado en pensar qué sería de él y de sus hijos si los faltase la que sustituía á Rosa en el gobierno de la casa.

—Lorenso—le dijo Menchaca,—tristesa echa demonios.

—¡No puedo, Menchaca!—contestó Lorenzo tristemente.

—¿En Rosa por qué te piensas, pues?

—¡Porque no puedo olvidarla!.

—Mentir hases tú.

—No miento.

—Cuartillo bebe y verás cómo olvidas.

—No te canses en aconsejarme que vuelva á la taberna.

—Con forastero fuiste otro día, pues.

—Me convidó y no me atreví á hacerle un desaire.

—¡Arrayu bat!.. ¿á mí hases, pues?

—Contigo tengo confianza.

—Pues en confianza dime si cuando fuiste con forastero no quitaste tristesa.

—Sí que se me quitó.

—Conmigo vente entonses.

—No voy.

—Cuartillo bebe nada más y vuelves senar con mutiles.

Lorenzo recordó la alegría y el apetito con que cenó con sus hijos, y la tranquilidad con que durmió después de volver la última vez de la taberna; pero recordó al mismo tiempo, que cien veces había ido á la taberna con Menchaca proponiéndose beber parcamente, y las cien veces había bebido, excitado por el ejemplo, hasta perder la razón.

—Menchaca—dijo—háblame de otra cosa, y no me vuelvas á arrastrar al vicio con tus consejos.

—Tabernera resibido hoy vino que bebe Erreña y yo voy estrenar pellejo. Tonto eres, pues, en no probar por ahorrarte peseta.

—Menchaca!—exclamó Lorenzo irritado—Mira lo que dices, que si no voy contigo no es por ruindad.

—Amores están obras.

—¡Pues vamos!

La resolución con que Lorenzo pronunció estas dos últimas palabras, no dejó ya duda á Menchaca de que aquella tarde tendría un pagano que le acompañase en el templo de Baco.

En efecto, Menchaca y Lorenzo tomaron juntos el camino de la taberna. Cuando llegaron á ésta, salía la tía Botera con la consabida botita bajo el delantal.

—¡Ay, Lorenzo!—exclamó la anciana con verdadero pesar.—¡Bien te dije muchas veces que tu hija había de ser muy desgraciada! ¡La pobrecita de mi alma heredó la bondad de su madre; pero también heredó la desgracia!

Lorenzo se estremeció al oir estas palabras, y dió un paso para volverse atrás; pero Menchaca le cogió del brazo y le arrastró dentro diciendo:

—¡No haser tú caso sorguiñas!

Al pasar la Botera por frente de casa del rementero, vió á Mariquita que bajaba de lo alto del encinar con un haz de leña seca.

La niña estaba muy descolorida y triste.

—Hija—le dijo la Botera—vas á reventar con esas cargas.

—Si yo no estuviera mala, esta carga poco me importaría—repuso la niña.

—¿Pues qué es lo que tienes?

—No lo sé; pero me siento mala hace algunos días.

—¡Toma! Y te morirás como la pobre de tu madre, que esté en gloría, si sigues trabajando como una negra, mientras el pícaro de tu padre va á emborracharse.

—¡No diga usted eso de mi padre!—replicó la niña, poniéndose colorada de indignación.

—El que dice la verdad á Dios alaba.

—Mi padre no se emborracha ya.

—Ya lo verás esta noche cuando vuelva de la taberna, adonde ha ido con Menchaca.

—¡Con Menchaca á la taberna!—murmuró Mariquita aterrada.—Pero ¿es cierto eso?

—¡Ojalá que no lo fuera, hija!

La niña sintió sus ojos arrasados en lágrimas, se echó encima el haz de leña que había posado sobre un terrero, y continuó con él hacia casa.

Aquella noche sucedió lo que en otros tiempos sucedía. El valle estaba silencioso y obscuro, y sólo ge oía el murmullo del río que chocaba en los estribos del puente, y el ladrido de los perros que velaban á la puerta de las caserías diseminadas en el valle. De cuando en cuando una ventana se abría en casa del rementero, y á la luz que brillaba en lo interior de la casa, se descubría una niña que se asomaba á la ventana, escuchaba atentamente y volvía á cerrar.

Cuando el reloj de Santa María dió las doce, dos hombres atravesaron á gatas el puente y se separaron poco después.

No sabemos lo que pasó en casa de Menchaca, hacia donde se dirigió uno de aquellos hombres; pero sí lo que pasó en casa del rementero, hacia donde se dirigió el otro.

Mariquita estaba sentada sobro la cama de sus hermanitos, porque éstos la habían llamado, diciendo que les daba miedo el viento que silbaba en las encinas, cuando oyó á su padre dar golpes á la puerta y echar votos y juramentos.

La pobre niña tomó presurosamente el candil, y bajó á abrir la puerta á su padre.

—¿Estabas dormida, grandísima tal?..¡Toma para que te despabiles!—la dijo su padre, tirándole un fuerte pescozón.

La niña no despegó los labios: lo que hizo fué invocar el amparo de su madre desde el fondo de su corazón.

¡Inocente hija del que escribe esta dolorosa historia, si siendo tú débil y buena, alza tu padre la mano para maltratarte, que la justicia del Señor abata aquella mano sacrílega!

VII

La noche estaba muy obscura, y el reloj de Santa María acababa de dar las doce.

Menchaca y Lorenzo estaban en la taberna, y el tabernero pugnaba por echarlos fuera, apoyándose en dos razones: en que ya habían bebido bastante, y en que el alcalde le había prohibido consentir gente en la taberna desde las diez arriba. ¿Por qué el tabernero no había hecho valer estas dos razones cuando Menchaca y Lorenzo concluyeron el primer cuartillo, y cuando el reloj de Santa María dio las diez?

Al fin el tabernero consiguió lanzarlos fuera á empellones, y ambos, en amor y compañía, aquí caigo allí me levanto, tomaron la cuestecilla que media desde la iglesia al río.

Aquella noche no se abría ventana alguna en casa de Lorenzo.

Los dos borrachos, al conocer, por lo pendiente del terreno, que entraban en la rampa del puente, se echaron al suelo y continuaron su camino á gatas.

Según su costumbre, se separaron al empezar la cuesta del encinar para dirigirse cada cual á su casa, y Lorenzo, al llegar á la portalada de la suya, creyó haber oído un grito doloroso hacia la de Menchaca.

—Menchaca, ¿te has caído?—gritó con toda la fuerza que le permitía lo tomado de su voz.

Pero nadie le respondió.

Entonces llamó á la puerta de su casa, acompañando los golpes con juramentos y amenazas á su hija, y á poco rato bajó á abrirle, no Mariquita, sino el niño mayor, que lloraba á lágrima viva.

—¿Qué tienes, hijo de una cabra?—le preguntó. Lorenzo, pugnando por darle una patada.

—¡Que se va á morir Mariquita!—contestó el niño.

Al oir esto, Lorenzo hizo un movimiento de dolorosa sorpresa, y pareció recobrar repentinamente parte de su serenidad y su razón.

Subió presurosamente la escalera, y al entraren el cuarto donde dormía la niña, encontró á ésta acostada y al niño menor llorando á la cabecera de la cama.

—¿Qué tienes, hija?—le preguntó Lorenzo con tanto amor como ansiedad, acabando de recobrar en toda su plenitud la razón.

—¡Me muero, padre!—contestó la niña con voz débil y angustiosa.

—¡Hija de mi alma!—gritó Lorenzo, besando el rostro ya casi frío y cadavérico de la niña.

Y corriendo en seguida al balcón, empezó á gritar:

—¡Menchaca! ¡Vecinos! ¡Socorro, que se muere mi hija!

Pero nadie respondía.

El valle continuaba en silencio, que sólo se oían los ladridos de los porros y el murmullo del río.

Entonces Lorenzo encendió desatentadamente un farol, temiendo que aun así no pudiera llegar sin tropezar á casa de Menchaca ó á la de la Botera, que eran los vecinos más cercanos, y salió á pedir auxilio á sus vecinos, porque el cirujano vivía lejos y Mariquita no podía quedar largo rato sin más auxilio que el de sus hermanitos.

Lorenzo tomó una senda que por medio de unas rocas conducía á casa de Menchaca, y de repente lanzó un grito de espanto al ver á un hombre tendido en el suelo.

Un segundo grito se exhaló de su pecho al acercar el farol á aquel hombre, porque aquel hombre era Menchaca, que yacía muerto en un lago de sangre, con la cabeza horriblemente destrozada.

Menchaca había dado contra una de las rocas que guarnecían la senda, y se había destrozado la cabeza.

¿Qué hacer entonces el desventurado padre entro atender á su hija, que se moría, ó atender á su amigo, que había muerto?

Volvió pies atrás y se dirigió á casa de la Botera, donde logró al fin que le oyesen y acudiesen en su auxilio.

El marido de la Botera tomó el farol y fué á avisar al cirujano, y la Botera y Lorenzo subieron á auxiliar á la niña.

La niña apenas podía ya hablar. Con la manecita hizo señas á su padre para que se acercara, y le dijo casi al oído con voz apagada pero solemne:

—¡Padre, yo me muero! Mis hermanitos ya no tendrán madre ni hermana que los cuide y los consuele. ¿Tendrán siquiera padre?

—¡Sí, hija!—contestó Lorenzo, hecho un mar de lágrimas.—Tendrán padre. ¡Yo te lo juro por la salvación de tu madre y la mía!

—¡Y madre también tendrán!—añadió la Botera llorando como Lorenzo y estrechando contra su seno á los dos niños.

—¡De Dios y de mi madre y de mí serán ustedes y ellos benditos!—murmuró Mariquita, radiante de gozo.

Y su espíritu voló un instante después al cielo, donde la esperaba su santa madre.

Capitán, que hasta entonces había estado sentado en un rincón de la pieza con la cabeza inclinada, se salió al encinar y se puso á aullar tristemente.

En aquel instante una luz apareció en lo alto del puente.

—Me parece—dijo el marido de la Botera al cirujano con quien volvía,—que llegamos ya tarde.

—¿Por qué?

—¿No oye usted cómo llora el perro del rementero?

—¡Hombre, no crean ustedes tales simplezas!

—Cuando murió la pobre Rosa así lloraba Capitán.

El cirujano creyó que la niña le proporcionaría argumento para convencer al marido de la Botera de que es absurda la creencia vulgar de que los perros aúllan cuando ha muerto ó va á morir al guión; pero la niña sólo le proporcionó argumento para escribir una certificación de muerto más.

Un año después de la muerte de Mariquita y Menchaca, el montón de chatarra había crecido mucho y no había una hierba en él.

Lorenzo estaba triste, pero no había vuelto á pasar el puente á gatas. Cuando el alguacil ú otro lo hablaba de la taberna, recordaba lo que vió á la luz del farol la noche que murió su hija, y las palabras que su hija pronunció casi á su oído aquella misma noche.

En cuanto á los niños, estaban gordos, alegres y limpios, y asistían á la escuela: en una palabra, tenían padre y aún madre, y eran felices.

¿Lo era su padre también? ¡Sí, todo lo feliz que puede ser el que lleva en su conciencia el remordimiento de haber puesto la palma de los mártires en la mano de una santa y en la mano de un ángel!


Publicado el 23 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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