I
En un hermoso y solitario valle de la Alcarria hay dos pueblecitos olvidados de todo el mundo, menos del Gobierno, que los tiene muy presentes cuando reparten las contribuciones.
Uno de estos pueblos se llama el Retamar, y el Tomillar el otro.
Los retamareses tienen fama de ásperos y amargos como la zarza y la retama, y los tomillareses la tienen de suaves y dulces como el tomillo y la miel.
Un caballero, montado en la cruz de los calzones, y llevando por único acompañamiento un perro, y por único equipaje una escopeta, llegó una hermosa mañana de primavera á una colina desde donde se descubrían las dos aldeas que ocupan los dos extremos del valle, y después de pararse y meditar un rato, continuó su camino hacia el Retarmar, que era el primer pueblo.
A tiro de piedra del Retamar, bajo unos hermosos álamos que se alzan á la orilla del camino, hay una fuente, donde en tiempo de calor no dejan de detenerse las pocas personas que por allí viajan, para beber un trago de agua fresca y cristalina y descansar un rato en un asiento de piedra toscamente labrado que hay al pie de los álamos.
Cuando el viajero del perro y la escopeta llegó á la fuente, un muchacho acababa de llenar dos cántaros de agua, que colocó en las aguaderas de un borriquillo, que mientras se llenaban los cántaros pacía entre los álamos.
El muchacho saludó cortesmente al viajero, y éste se detuvo y trabó conversación con el muchacho.
—¿Cómo se llama este pueblo?
—Se llama el Retamar, señor.
—No me disgusta su aspecto.
—Señor, aunque me esté mal en decirlo, mejor pueblo que éste no le hay en la Alcarria.
—¿Y aquel otro que se ve al fin del valle?
—Aquel es el Tomillar; pero no vale la mitad que éste.
—Y la gente del Tomillar, ¿qué tal es?
—La gente buena, pero muy boba.
—¿Cómo que boba?
—Si les dice usted á los del Tomillar que este borrico vuela, le creen á usted. Es verdad que cara les cuesta la bobería, porque los del Retamar les quemamos más la sangre...
—¿Y por qué se la quemáis?
—Por las cosas que se cuentan de ellos.
—¿Y qué cosas son esas?
—Una enfinidad de ellas. Mire usted, los del Tomillar una vez hicieron un reloj de sol, y para que no le estropearan el sol ni el agua, le pusieron un tejadillo, y el reloj nunca marcó la hora; y otra vez le hicieron á la iglesia una torre de sillería, y como les faltaban piedras para concluirla, fueron á sacar las de abajo para ponerlas arriba, y se cayó la torre.
—¿Y son ricos los del Tomillar?
—Más pobres que las ratas. Para ricos los del Retamar. Aunque sea mal preguntado, ¿viene usted al Retamar, ó va usted de paso?
—Me gusta mucho este valle, y vengo á pasar unos días en él para divertirme en la caza.
—No faltará en el pueblo quien le acompañe á usted con galgos y todo.
—No lo necesito, porque vienen atrás mis criados.
El muchacho, que se iba familiarizando con el forastero, volvió á su tono respetuoso así que el forastero habló de sus criados.
—Pues señor, yo le aseguro á usted que se divertirá mucho, porque por aquí no falta caza, particularmente en la dehesa. ¿Usted no ha visto la dehesa del Retamar?
—No.
—Pues ya verá usted una cosa buena. ¡Tienen los del Tomillar unas ganas de quitárnosla!...
—Decididamente, prefiero el Retamar al Tomillar.
—Además de la caza, aquí va usted á tener una diversión que á ustedes los señores les gusta mucho, y que no tendría en el Tomillar.
—¿Y qué diversión es esa?
—Las comedias.
—¡Qué! ¿Hay comedias en el Retamar?
—¡Vaya si las hay!. El médico y el maestro y otros señores han hecho en la cuadra del señor alcalde un teatro que ni en Madrid le hay mejor. El domingo echaron una comedia que se rió más la gente... Usted, señor, la habrá visto alguna vez. Mire usted, es uno que llega á Illescas diciendo que es barón y no sé cuantas cosas más, y como el ama de la casa adonde va á parar era tan boba como los tomillareses, lo cree todo y le da el oro y el moro hasta que se descubre que el barón es un tuno.
—Sí, sí; ya he visto esa comedia.
En esta conversación, el forastero y el muchacho llegaron á la entrada del pueblo, donde el camino que conduce al Tomillar, en vez de seguir por la población, tuerce hacia las afueras.
—¡Qué señor!—le preguntó el muchacho.—¿No se queda usted en el Retamar?
—Sí; pero antes voy por aquí á ver los alrededores del pueblo.
—Ea, pues basta luego, señor.
—Adiós, muchacho.
EL forastero se alejaba pocos instantes después del Retamar y se acercaba al Tomillar.
II
El Tomillar era, en efecto, pueblo mucho más pequeño y de aspecto mucho más pobre que el Retamar.
Alzábase en una colinita rodeada de fragantes 1: o mil lares, y se reducía á unas cuarenta casas agrupadas en torno de la iglesia, que carecía de torre; circunstancia que, por lo visto, habían aprovechado los retamareses para levantar á los sencillos tomillareses un falso testimonio de inverosímil simplicidad.
Unos chicos que jugaban á la pelota en el pórtico de la iglesia, desde donde se descubría el camino del Retamar, vieron al forastero que subía la cuesta, y se apresuraron á dar la noticia, que corrió al momento por todo el pueblo, de que un caballero se acercaba al Tomillar.
La llegada de un forastero, y sobre todo la llegada de un caballero, era novedad grandísima en el Tomillar. Así fué que antes de que el de la escopeta y el perro hubiese acabado de subir la cuestecita que terminaba en la Plaza de la iglesia, ya había acudido á la Plaza para verlo una porción de personas.
El forastero, ó mejor dicho, el señor, que era como ya le llamaban los tomillareses, era hombre como de cuarenta años, y á juzgar por su traje, su señorío debía tener pocas rentas.
Saludáronle todos con respeto, y él, después de devolver el saludo con aire de superioridad, preguntó:
—¿Hay en este pueblo alguna fonda donde pueda yo hospedarme con mis criados?
Los tomillareses, á pesar del respeto que los inspiraba el forastero, no pudieron menos de sonreirse al oír aquella pregunta, y encaminaron al forastero á casa de la tía Hermenegilda.
La tía Hermenegilda, ó más bien la tía Meregilda, que era como la llamaban en el pueblo, era una pobre viuda y tenía tienda, que surtía de géneros haciendo de cuando en cuando un viaje á Guadalajara, y empleando cinco ó seis duros, que venían á ser la mitad de su capital en circulación. Además, hospedaba á los forasteros que iban por el Tomillar, y se reducían á algún comisionado de apremios ó algún cazador de Guadalajara ó Sigüenza.
Gumersindo, ó Gomisindo, pues los tomillareses encontraban más cómodo darle este nombre que el primero, era hijo de la tía Meregilda y acababa de redimir su suerte de soldado, gracias á un gran sacrificio de su madre, que había tenido que vender las tierrecillas que le dejó su difunto marido.
Arañando la madre por un lado y arañando el hijo por otro, madre é hijo vivían en paz y gracia de Dios todo lo felices que pueden vivir los que arreglan su gasto á su haber y se resignan con su suerte, aunque su suerte sea mala.
—Diga usted, buena mujer—preguntó el forastero á la tía Meregilda, continuando en su tono de superioridad,—¿no han venido por aquí mis criados?
—No señor, no ha venido nadie.
—¡Canallas! En cuanto vuelva á Madrid voy á poner de patitas en la calle desde el cochero al mayordomo—exclamó el señor muy incomodado.
—Ande usted, señor, que ya vendrán, y si no, mi hijo y yo le serviremos á usted en todo lo que le haga falta—repuso la tía Meregilda con la solicitud y la amabilidad que eran debidos á un señor que tenía cochero y mayordomo.
—Yo necesito una habitación decente donde pueda esperar á esos bribones, que por lo visto han creído más cómodo seguir hacia Guadalajara en mi carruaje de cuatro caballos, que torcer camino y venir á esperarme aquí, como se lo encargué, mientras yo me entretenía cazando en los tomillares.
La tía Meregilda condujo al huésped á la mejor habitación de su casa, os decir, á la sala, que estaba modestamente amueblada, pero embellecida por el aseo y el orden.
—¿No tiene usted habitación más decente que ésta?—preguntó desdeñosamente el forastero.
—No señor—contestó la buena mujer, algo picada de que pareciese poco decente la sala en que ella tenía prestos sus cinco sentidos.
—Pues tendré que resignarme á esperar aquí á esos bribones. No extrañe usted mi mal humor, porque es muy duro tener que servirse uno á sí propio y ocupar una habitación como ésta, cuando se tiene una docena de criados y se habita un palacio que hasta la Reina encuentra cómodo y hermoso cuantas veces le visita.
—¡Ay, señor!—exclamó la tía Meregilda asombrada.—¿Con que la mesma Reina va á su casa de usted? Bien dicen que su Real Majestad es una señora tan buena y tan llana...
—Buena mujer, ¿qué está usted ahí diciendo?—replicó el forastero con una altivez y una indignación que aterraron á la tía Meregilda.—¿Usted cree que mi casa es una pocilga como ésta, y que yo soy algún villano que huele á ajos como ustedes? Mi palacio de la calle del Burro es digno de hospedar á príncipes, y el conde de Picos-Altos, glorioso título con que me honro, pertenece á la nobleza más ilustro de España.
—Perdone usted, señor—murmuró aterrada y confusa la tía Meregilda;—no he querido ofenderle á usted...
—Lo sé, señora, lo sé; y en prueba de que me inspira usted confianza y simpatía, debo recordarla que teniendo una Excelencia como una casa, no le he exigido á usted el tratamiento.
—Gracias, señor...
—No tiene usted por que dármelas. Yo sí que se las doy á usted por lo indulgente que es con mi mal humor.
La tía Meregilda no se acordaba ya de que el señor conde había llamado pocilga á su salita, y á los tomillareses villanos que olían á ajos. Conforme había ido descubriendo el altísimo personaje que tenía en su casa, había ido hinchándose de orgullo, y hasta creía ya que con nada del mundo podía pagarse el que no se hubiese incomodado porque le tratase simplemente de usted como trataba al alcalde y al cura del pueblo.
III
Ocho días depués de la llegada del señor conde al Tomillar, los tomillareses estaban que reventaban de gozo y de orgullo.
El forastero; que era hombre riquísimo y de ilimitada influencia, no sólo cerca del Gobierno, sino corca de la misma Reina, estaba decidido á proteger al Tomillar, de modo que aquella pobre y olvidada aldea fuese dentro de poco tiempo una de las poblaciones más prósperas y envidiadas de la Alcarria.
El señor conde de Picos-Altos, agradecido á la franca y leal hospitalidad que había encontrado en aquella aldea, y enamorado de las ventajosas condiciones que el Tomillar reunía, sobre todo para la caza y la industria, estaba decidido á proporcionarle nada menos que las siguientes gangas:
La de que pasase por allí el ferrocarril de Soria, ó cuando menos, se pusiese á los tomillareses un buen ramal, á que se habían hecho acreedores;
La de que se declarase al Tomillar cabeza de partido judicial, si es que no se conseguía que birlase á Guadalajara la capitalidad de provincia;
La de que se perdonasen al Tomillar las contribuciones atrasadas;
La del establecimiento en el Tomillar, por cuenta del mismo opulento conde, de una gran fábrica de paños y otros tejidos, que echase la pata á las que tanta celebridad dieron en otro tiempo á Guadalajara y el Nuevo Baztán;
—La de la explotación en grande de los riquísimos criaderos de oro y plata que abundaban en el término del Tomillar, según las observaciones que acababa de hacer el mismo conde, inteligentísimo en minería, como lo probaban los descubrimientos de aquellos preciosos metales que había hecho, por pura afición, en Sierra-Almagrera y Hiendelaencina;
La del establecimiento en el Tomillar de un colegio de Padres Escolapios;
La de la construcción por el mismo conde de un magnífico palacio de verano en las inmediaciones del pueblo, á cuyo efecto, y para rodear el palacio de extensos jardines, viñedos y bosques de caza compraría á los vecinas, al precio que éstos quisiesen, los terrenos casi infructíferos que allí poseían;
Y por último, y ésta sí que era ganga que deseaban cazar los tomillareses, la de hacer que se adjudicase al Tomillar la dehesa que hacía siglos disputaban los vecinos de este pueblo á los del Retamar, cascándose las liendres unos y otros dos veces al año, es decir, cuando los del Tomillar iban á la fiesta del Retamar, y cuando los del Retamar iban á la fiesta del Tomillar.
Estas eran las gangas que en general prometía el señor conde de Picos-Altos á los vecinos del Tomillar. Entre las infinitas que prometía en particular, sólo citaré dos: el señor conde, queriendo recompensar el celo con que la tía Meregilda y Gomisindo le servían y obsequiaban, había decidido nombrar á la tía Meregilda ama de gobierno de su nuevo palacio del Tomillar, y á Gomisindo administrador de sus nuevas posesiones.
Inútil es advertir que el señor conde, agradecidísimo á los obsequios de que era objeto por parte de los tomillareses, había puesto á disposición de estos su palacio de la calle del Burro en Madrid, don de siempre que pasasen á la villa y corto serían tratados á cuerpo de rey siquiera rabiase el dueño del parador de Barcelona, que en lo sucesivo ya no tendría la honra de hospedar en su cuadra á los tomillareses.
Véase, pues, si la cosa era para reventar de orgullo y pegar un estallido de gozo.
Viendo el señor conde que los bribones y grandísimos canallas de sus criados no parecían por el Tomillar, determinó abandonar aquel hospitalario pueblo, con tanta más razón, cuanto que á su salida de Madrid le había dicho Su Majestad la Reina que estaba muy disgustada del ministerio, y pensaba encargarle la formación de otro.
La gaita era que el señor conde ni siquiera podía escribir á su casa para que le enviasen carruaje y cuanto necesitaba para hacer el viaje con la comodidad y el decoro que correspondían á su alta clase, porque la señora condesa estaba embarazada, y si llegaba á oler que su amado esposo experimentaba tales necesidades y disgustos, vaya, buen genio tenía ella para que antes de las veinticuatro horas no arrojase muerta la criatura.
Cuando los tomillareses recibieron la triste nueva de que el señor conde estaba resuelto ¿ausentarse, nombraron una diputación, que pasando á ver al ilustre y generoso huésped, rogase á éste reverentemente que honrase por algún tiempo más al pueblo con su presencia.
La diputación cumplió fielmente su cometido; pero el señor conde de Picos-Altos insistió en su resolución, y cuando el pueblo supo que decididamente su protector se ausentaba, se echó á llorar como un becerro.
Llegó por fin el instante fiero, es decir, el de la partida del conde, y éste, como los canallas de los criados le habían abandonado, y por lo tanto se encontraba sin dinero para pagar á la tía Meregilda y gratificar espléndidamente á Gomisindo, quiso dejar en prenda una sortija, que, según confesión del mismo señor, valía un dineral, como que era regalo de la misma Reina; pero la tía Meregilda y Gomisindo se echaron á llorar al ver la ofensa que el señor conde les hacía creyéndoles capaces de desconfiar de él; y como el conde les pidiese perdón por haber ofendido su delicadeza, le manifestaron que únicamente les probaría su arrepentimiento aceptando para el camino una onza de oro que tenían ahorrada.
El señor conde no tuvo más remedio que aceptar la onza.
El pueblo, no menos previsor y delicado en general, que la tía Meregilda en particular, pensó que el señor conde se encontraba falto de recursos con motivo de la bribonada de los canallas de los criados, y determinó ofrecerle del modo más ingenioso y delicado una cantidad decorosa, que consistió en veinte onzas como veinte soles, que el señor conde no tuvo más remedio que aceptar vivamente conmovido.
El pueblo entero quería acompañar al señor conde hasta el Retamar; pero el señor conde, tan modesto como generoso, se opuso obstinadamente á ello, consintiendo únicamente que le acompañasen hasta el término de la jurisdicción del Tomillar»
—Ya que acompañemos al señor conde tan corto trecho—dijeron los tomillareses,—acompañémosle como es debido.
Y buscando la mejor carreta que había en el pueblo, la engalanaron é hicieron subir en ella al señor conde.
Cuando éste se hubo colocado en ella, dijo conmovido:
—Cuando ustedes gusten, señores, pueden enganchar los bueyes.
—¡Qué más bueyes que nosotros!—exclamaron todos los vecinos á una voz.
Y la carreta partió, tirada por el pueblo tomillarés, y los vivas y los sollozos comenzaron y no cesaron hasta que los vecinos del Tomillar perdieron de vista al señor conde.
IV
Ocho días habían pasado desde el memorable en que el señor conde de Picos-Altos abandonó el Tomillar, dejando sumido en hondo desconsuelo á aquel vecindario, y no se sabía aún si su excelencia había llegado con felicidad á Madrid, pues el señor conde no había escrito, á pesar de haberlo prometido, y esto tenía en terrible ansiedad á los tomillareses, porque cuando no había escrito, era señal de que estaba enfermo, ó en el camino le había sucedido alguna desgracia.
El señor alcalde creyó que era llegado el caso de convocar á concejo, para acordar el medio, en primor lugar, de saber del señor conde, y en segundo, de darle á conocer cuánto se interesaba el pueblo tomillarés en su preciosa salud.
El algualcil tocó, con perdón de ustedes, el cuerno con que desde tiempo inmemorial, era uso y costumbre convocar á concejo, y todos los vecinos asistieron á las casas consistoriales llevados por el cuerno.
—Después de largas y acaloradas discusiones, en que más de un orador sacrificó á su inmoderado afán de lucir galas oratorias el sagrado interés de la patria, vivamente interesada en resolver con premura aquella ardua cuestión; después de largas y acaloradas discusiones, repetimos, se acordó que el señor alcalde, el alguacil y el maestro de la escuela pasasen, en representación del pueblo tomillarés, á Madrid á visitar al señor conde, con objeto de felicitarle si había llegado bueno, y de decirle que se aliviara si había llegado malo.
—¡Ginojo!—dijo la tía Meregilda cuando supo la determinación.—Yo también voy á ver á aquel bendito señor.
—¡Canute!—añadió Gomisindo.—Yo voy con ustedes, madre, que no sea que el menistro vaya con zaragatonas al señor conde para que le haga á él administrador.
La tía Meregilda improvisó un par de docenitas de unos bollos que gustaban mucho al señor conde, arregló con mil primores su cenicienta cabellera en un par de rizos y medio par de castañas, se puso la saya dominguera, se echó á la cabeza un pañuelo de algodón, colocó en una ces tita de asa los bollos, y anda, chiquita, que ya estás aviada, ella y su hijo que también se había ataviado con la elegancia que correspondía á un administrador en ciernes, fueron á reunirse con los delegados del pueblo tomillarés.
El señor alcalde se había engalanado con su capa de cinco duros, y el maestro, si bien como hombre de letras carecía de capa, se había puesto corbatín apretado como su situación monetaria, calzón corto, como su sueldo, medias de lana negras como su porvenir, y las manos en los bolsillos vacíos.
En cuanto al ministro, no describiremos su traje, porque un ministro os un cualquiera.
Al dejar atrás las últimas casas del Retamar, se les reunió el muchacho que vimos hablar con el señor conde en aquellos mismos sitios. Esta vez iba con su borriquillo á la fuente de donde la otra vez venía.
—¿Qué hay por el Retamar, muchacho?—le preguntó el señor alcalde.
—Nada, que la gente se divierte en grande con las comedias.
—¡Qué! ¿Tenéis comedias en el Retamar?
—Y de las buenas. Anoche volvieron á echar una que se entitula el Barón, y gustó más entuavía que la otra vez. ¿No la han visto ustedes nunca?
—No.
—Pues yo les diré á ustedes cómo es.
Y el muchacho refirió á los tomillareses el argumento de la comedia de Moratín.
El maestro se quedó pensativo,
Gomisindo quería decir algo, y sólo se atrevió á murmurar:
—¡Qué lance juera...
—¡Muchacho!...—le interrumpió el maestro, echándole una mirada de basilisco.
Y el muchacho se cosió la boca.
El retamares se quedó en la fuente, y los representantes del pueblo tomillarés siguieron hacia la coronada villa.
Al anochecer entraron por la puerta de Alcalá, montados en sendos burros como ellos acostumbraban á viajar.
Para presentarse al señor conde de Picos-Altos con toda la decencia debida, los cinco se lavaron la cara en el pilón de la fuente de Cibeles, donde bebieron en unión de sus burros.
Después de dejar las cabalgaduras en el parador de Barcelona, continuaron hacia la Puerta del Sol.
Al dar vista á ésta, el señor alcalde empezó de repente á gritar:
—¡Fuego! ¡fuego! ¡Que se quema esa casilla!
Y lanzándose hacia un kiosko luminoso, que era la casilla que en su concepto se quemaba, arrojó la capa al incendio para sofocarle.
El encargado del kiosco, creyendo que el lugareño tenía gana de broma, tomó la cosa por donde quemaba y dió de patadas al señor alcalde, y la multitud silbó á la misma respetable autoridad.
Cuando el alcalde salió de su error y de entre los pies del kioskero, el maestro, que era instruido como individuo del ramo de instrucción publicar prorrumpió en esta sentencia, digna de escribirse en los cristales de los kioskos luminosos para la debida claridad:
Toda autoridad que confunde la luz con el fuego, se expone á morir á puntapiés.
Al llegar á la calle Mayor, el maestro preguntó á un muchacho:
—Di, chico, ¿dónde vive el señor conde de Picos-Altos?
El muchacho contestó en voz natural:
—Vive en la calle del...
Y añadió, dando un tremendo grito casi al oído del maestro:
—¡Burro!...
—Es cierto, es cierto—contestaron todos los lugareños, incluso el maestro, recordando que, en efecto, en la calle del Burro había dicho el conde que tenía su palacio.
Torciendo á la izquierda, entraron en la Plaza Mayor. Pero lo que allí les pasó merece capítulo aparte.
V
El tuti-li-mundi, el mundo nuevo, la catalineta, como ustedes quieran llamarle, alborozaba al numeroso y respetable concurso de soldados, niñeras y niños lugareños y bobos de Coria, que ocupaban media Plaza.
¡racataplán! ¡racataplán! redoblaba un tambor, y el hombre que lo tocaba gritaba:
—¿Quién quiere ver por dos cuartos la Vida del hombre malo? ¡Racataplán! ¡Racataplán! ¡Que vamos á empezar!.. ¡Animo, señores, que aquí se aprende mucho!
—Madre—dijo Gomisindo—yo voy á ver eso, que los amenistradores necesitamos saber mucho para que no mos la peguen.
—El saber—añadió sentenciosamente el maestro—no ocupa lugar. Todos, todos vamos á ver eso, y tú el primero de todos, alcalde.
Los cinco tomillareses aplicaron la gaita á otras tantas ventanillas, mientras el del tuti-li-mundi explicaba en los siguientes términos la Vida del hombre malo:
—Juega á la rayuela, en vez de ir á la escuela.
—Pega á su madre, y le llevan á la cárcel.
—Sienta plaza 011 la tropa, y se deserta y roba.
—Los civiles le pillan, y va á presidio á Melilla.
—Cumple la condena, y se deja bigote y pera.
—Se visto de caballero, y va á las casas de juego.
—Tiene una chiripa, y se mete á bolsista.
—Lo entiende en la Bolsa, y si gana, cobra.
—En la Bolsa lo entiende, y no paga si pierde.
—Queridas, juegos y caballos, le dejan sin un cuarto.
—Se mete á minero, y con engaños gana buen dinero—Todo lo que ha ganado, se lo lleva el diablo.
—Falsifica un papel, y se descubre el pastel.
—Le busca un alguacil, y escapa de Madrid.
—¡No tiene dinero, y roba y mata á un arriero.
—Llega á no sé dónde, y la echa de conde.
—Lo creen los paletos, y les saca los dineros.
—Dan los civiles con su persona, y lo meten en chirona.
—Y al fin el hombre malo las paga todas en el palo.
Todos los tomillareses quedaron pensativos y silenciosos después de oir esta historia.
—Di, alcalde—preguntó al fin el maestro,—¿qué te parece de eso que ha contado el hombre del tambor?
—Hombre, qué quies que te diga, que serán muy brutos los lugareños que se dejaron embobar por aquel tunante.
—Y hice que también era conde—añadió Gomisindo.
—¡Muchacho!...—le interrumpió el maestro echándole otra mirada de basilisco, aunque no tan fiera como la que le echó junto al Retamar.
Todos guardaron silencio.
—¡Ginojo—dijo la tía Meregilda.—Yo he de saber si eso es verdad ó jaula. Diga usted, buen hombre—añadió dirigiéndose al del tambor,—¿es efectiva la vida del hombre malo?
—Pregúnteselo usted á aquel que llevan allí los civiles, que debe saberlo—contestó el charlatán.
Los tomillareses lanzaron un grito de sorpresa, de indignación, de dolor, de sabe Dios qué, al reconocer al preso.
—¡Señor conde!—gritaron en coro.
—¡Qué conde ni qué calabaza!—les contestó uno de los civiles.—¡Conde!..Condenado al palo sí que será ese bribón dentro de pocos días.
—¿De dónde le traen ustedes?
—De un pueblo de la Alcarria, donde hacía cerca de ocho días estafaba á aquellos brutos, diciéndoles que era conde é iba á convertir en una Jauja el pueblo, cosa que creían á pie juntillas aquellos animales, que debían comer paja y cebada.
—¡Sí, señor; sí, señor, que debíamos comer paja y cebada!—exclamaron á una voz todos los tomillareses.
Y se dirigieron tristemente á dormir con sus dignos compañeros.