La delicada composición con que termina este libro necesita un prologuito.
En Agen, ciudad del mediodía de Francia, murió hacia 1868 un peluquero llamado Jazmín. Este peluquero era un gran poeta gascón, que había asombrado, conmovido y entusiasmado, no sólo á todo el Mediodía de Francia, sino también á la sociedad literaria parisiense, con sus poemitas populares, que recitaba admirablemente. Pudo ocupar altos puestos en la capital de Francia, pero no quiso dejar de ser peluquero en su ciudad natal, y siéndolo murió, honrado de todos y de todos querido.
¿Ocurría una gran calamidad en las provincias del Mediodía? Jazmín tomaba su báculo, llegaba allá, anunciaba que iba á recitar sus poemas populares, se reunían diez ó veinte mil personas para oirle, y cuando las veía llorar y estallar de ternura y entusiasmo, invocaba su caridad, y las diez ó veinte mil personas vaciaban sus bolsillos, y la gran calamidad era instantáneamente aliviada y remediada.
Uno de los poemas más populares, delicados y tiernos que recitaba Jazmín era el titulado, en el dialecto gascón, en que siempre escribía el peluquero de Agen, Maltro l'innocento. Aunque esta joya literaria pierdo mucho en la traducción, pues es imposible reproducir la frescura, la expresión y la gracia del original, cuando llegaron á mis manos las obras de Jazmín, que por cierto me proporcionó el ilustre D. Nicomedes Pastor Díaz, de grata memoria para todos los que, como yo, le trataron personalmente, concebí la idea de trasladarle á la lengua castellana, que realicé muchos anos después, Marta, la dulce, la enamorada protagonista del poemita de Jazmín, es un personaje histórico. Vivió en la aldea de Laffite hasta 1802, en que se volvió loca, y luego en Agen, donde murió en 1834. Jazmín era uno de los muchachos que la perseguían y espantaban gritándole: «Marta, un soldado!» Cuando en la edad viril supo la historia de aquella desventurada, se conmovió tan hondamente que sintió profundo remordimiento por haber contribuido á atormentar á la pobre loca; y no encontrando ya más que un sepulcro para reparar su falta, lo cubrió de flores poéticas.
Son muchas las poblaciones donde hay alguna infeliz criatura humana, falta de razón, que sirve de solaz al inconsiderado vulgo, y particularmente á los muchachos, que la exasperan con su persecución. Durante muchos años ha sido en Bilbao objeto de esta persecución una pobre señora llamada Doña Petra de Urquijo, y la llamo pobre señora y no simplemente pobre mujer, porque procedía de acomodada familia, había recibido esmerada educación, y en medio de su locura, que era pacífica la mayor parte del tiempo, vestía con decencia y pulcritud extremadas. Decíase que la locura de Doña Petra había tenido origen en una contrariedad amorosa, en la de haberse opuesto su familia á que casara con un militar, Por esta circunstancia se explicaba generalmente la afición que Doña Potra tenía á los militares. Esta afición era tal, que la infeliz señora se hacía cariñosa amiga de todos los oficiales de la guarnición, que la trataban con la benevolencia y los miramientos de que la hacían digna su desgracia y su educación, y hasta á los soldados rasos mostraba una especie de cariño maternal, que les significaba con prudentes consejos y hasta con finezas, que por regla general los soldados recibían y agradecían como si procediesen de su propia madre.
Yo no sé qué analogía encontré cuando leí el poemita de Jazmín entre la loca de Agen y la loca de Bilbao. Lo cierto es que desde entonces no pude ver á la última sin acordarme de la primora, y sentir compasión y respeto por su desgracia.
Quizá esta analogía contribuyó á que me decidiera á verter á la lengua castellana el poemita de Jazmín y á publicarle en un periódico muy leído en Bilbao. Pocos días después de esta publicación encontré en la calle á Doña Petra, perseguida por una turba de muchachos y en ocasión en que soplaba el viento del Sur, que era cuando más se exacerbaba su locura.
Nunca había hablado conmigo la pobre loca; pero entonces, al verme, dejó de prestar atención á sus perseguidores, y dirigiéndose á mí, me dijo en tono iracundo:
—Usted tiene la culpa de que estos judíos me persigan y se desvergüencen conmigo.
—¿Por qué, Doña Petra?—le pregunté.
—Porque me ha sacado usted á relucir en el periódico equivocando mi nombre y mi pueblo. Sepa usted que yo me llamo Petra, y no Marta, y soy de Bilbao, y no de Agen.
Así diciendo, se alejó de mí amenazándome con una sillita de tijera que solía llevar pendiente del brazo, y volvió á emprenderla con los muchachos que se divertían con ella.
Pasó algún tiempo, y volví á encontrarla en ocasión en que su locura era completamente pacífica, y atravesando la calle se dirigió á mí, y alargándome afectuosamente la mano, me dijo casi llorando:
—¡Gracias, D. Antonio! ¡Ya sé que contó usted la historia de la loca de Agen para que los muchachos dejaran en paz á la loca de Bilbao!
Vino la guerra civil, y yo me ausente con mi familia á Madrid. Al regresar á Bilbao, terminada la guerra, pregunté por Doña Petra, extrañando no verla en las iglesias ni en el corrillo donde forman tertulia los oficiales á la puerta del cuartel, y supe con gran sentimiento que durante el bombardeo de la villa le había dado muerte un casco de granada.
Yo no tengo flores poéticas para cubrir el sepulcro de la loca de Bilbao como cubrió Jazmín el de la loca do. Agen, recordando que de niño la había perseguido gritándole: «¡Marta, un soldado!» Pero acaso las tenga algún poeta recordando que de niño persiguió á aquella infeliz gritándole: «¡Doña Petra la loca, amiga de soldados!»
He aquí ahora el delicado y tierno poemita popular del poeta gascón, tal como me ha sido posible trasladarle á nuestra lengua:
I
El sorteo.—Corazones diferentes.—La baraja.—El quinto.—El juramento.
Junto á la margen del Lot, cuyas aguas transparentes y frescas
corren, corren sin cesar silenciosas, hay una casita escondida bajo el
frondoso ramaje de los olmos, y en aquella casita, una hermosa mañana de
Abril, al mismo tiempo que en Tonneins una muchacha esperaba animosa el
resultado del sorteo, otra muchacha meditaba, y luego rezaba, y luego
no sabía qué hacer, ni cómo estar, porque tan pronto se sentaba como se
levantaba y se volvía á sentar. Al ver su inquietud hubiérase creído que
el suelo le quemaba los pies.
Y aquella muchacha reunía cuantos atractivos se necesitan para agradar, porque rara vez se ven en el mundo reunidos tantos; cintura delgadita, cuerpo derecho, tez blanca, cabello negro y ojos azules, azules como el cielo, y luego maneras tan delicadas, que sin dejar de ser menesatrala, era entre las menestralas señorita.
Todo esto lo sabía ella muy bien, porque junto á su lecho pendía un espejito reluciente y claro; pero aquel día no se había mirado al espejo, por que otra cosa absorbía todos sus pensamientos. Su alma estaba inquieta, porque la pobre muchacha aplicaba cada instante el oído, y al menor ruido se ponía descolorida.
Alguien llega; es Anita, su vecina. A primera vista se conoce que Anita está triste también; pero muy pronto se adivina que la tristeza pasa por su corazón sin echar raíces en él.
—¿Estás contenta, Anita?—le preguntó la primera.—¿Están ya libres? Dime, ¿está libro ya?
—Aun no lo sé, Marta; pero ten ánimo, mujer. Ya son las doce y no tardaremos en saberlo; pero ¡tiemblas como la hoja en el árbol, y tu cara me da miedo! Qué, ¿te morirías si Santiago saliese soldado?
—¡Me parece que sí!
—¡Qué tonta eres! ¡Morirte! No seas niña. Yo quiero á José, y si sale soldado, lo sentiré mucho y hasta lloraré un poquito; pero morirme...Ningún hombre se muere por ninguna mujer; y como el refrán dice: «Más pierde el que se va que el que se queda...» Anímate; y para que te animes, vamos á echar las cartas. Esta mañana todas las buenas salieron para mí; verás cómo salen para tí ahora. Yo estoy tranquila y espero que lo has de estar tú también. Anda verás cómo una carta buena te consuela.
Y la joven locuaz hace sentar á su amiga, suspende de repente su charla y su risa y despliega un papel brillante como el tafetán, y una baraja aparece en sus blancas manos.
El corazón que más cree es el que más padece; Marta no tiembla ya, porque espera. Sin embargo, las dos amigas se entregan con temor á aquel terrible juego, porque una y otra dicen á la par:
Cartitas bonitas.
Os pido por Dios
Que buenas noticias
Me déis de mi amor.
Y las cartas, barajadas y vueltas á barajar, se ponen en tres
montones y se vuelven á barajar por tres voces. Tres veces hay que alzar
y ya está hecho. ¡Buena señal! ¡La primera carta es un rey! Las cartas
van cayendo sobre la mesa, y cuatro ojos hermosos siguen como espantados
el movimiento, de los dedos que sacan las cartas.
En los labios de Marta aparece al fin una dulce sonrisa, porque el caballo de oros aparece, y la sota de copas le sigue. ¡Si no sale ningún basto, Santiago se salvará! El juego parece prometerlo, porque nueve bastos están fuera y uno sólo queda en la baraja. Y ya no temen más que el basto. Anita, que es la que da, sonríe, y Marta, que es la que toma, se detiene... porque, como cabeza de muerto arrojada a un festín, el caballo de bastos aparece gritando: «¡Desgracia!»
Y de repente, en el camino, el bullicioso son de un tamboril lanza una risa sarcástica, que va á mezclarse en el espacio con el sonido del silbo y los alegres cantares. Se adivina fácilmente lo que aquella música y aquellos cantares significan. Los mozos que han salido libres, los mozos a quienes el espantoso demonio de la guerra deja por compasión en los campos nativos, vienen cantando y bailando en dos lilas. Cada cual trae en el sombrero el número salvador, y muy pronto, en torno de ellos, todas las madres llorarán de alegría..¡ó de dolor!
¡Qué momento para las dos jóvenes, á quienes las cartas han sumergido en hondo espanto! El ruido se acerca; Marta os la primera que, queriendo salir de su horrible incertidumbre, se lanza á la ventanita de la habitación; pero de repente retrocede exhalando un grito, y cerca de Anita, que tiembla espantada, va á caer fría y exánime.
Las cartas no habían mentido; entre los mozos que tornaban felices al pueblo nativo venía José y Santiago faltaba, porque Santiago había sacado el número tres.
Dos semanas después la locuaz Anita, vestida de novia, salía de la iglesia, adornada de flores; y en la casita triste, un pobre quinto llamado Santiago, con lágrimas en los ojos y morral á la espalda, decía á su novia, deshecha en llanto:
—Tengo que partir, Marta, porque la desgracia nos separa; pero no todos los que van á la guerra quedan en ella. Yo no tengo padre ni madre; yo no tengo quien me quiera sino tú. Si Dios conserva mi vida, mi vida te pertenece. Espera, Marta, que yo vendré á entregártela al pie del altar como un ramillete de amor!
II
Tristeza.—Las golondrinas.—Marta resucitada.—La linda vendedora.—Santiago será redimido.
Ha vuelto el mes de Mayo, que tanto regocija cuando vuelve. Rey
de los meses, lleva corona y se rodea de placer. Ha vuelto el mes de
Mayo, que tanto regocija cuando vuelve. En los altos llanos todos lo
cantan, porque viene poquito á poco, y como el relámpago se va. Y en
todas partes no se oyen más que cantaros, y en todas partes no se ven
más que bailes y hermosas procesiones. La primavera pasa, pero los
placeres quedan, y sólo una vocecita dulce y triste se queja así:
«—Las golondrinas han vuelto, y allá arriba en su nido veo una parejita. ¡No las han separado como á nosotros! ¡Ya bajan, ya están aquí, casi se posan en mi hombro! ¡Qué lindas y lustrosas son! Todavía tienen en el cuellecito la cinta que Santiago les puso el día de mi santo el año pasado, cuando venían á picotear en su mano las mosquitas doradas que ambos cogíamos para ellas!
»¡Cómo querían á Santiago! Aquí donde yo estoy sentada le buscaban con sus brillantes ojitos! ¡Pobres pajaritos, por más que revoléis en torno de mi asiento no encontraréis á Santiago! ¡Yo soy la única amiga de Santiago, yo soy la única persona en este mando que llora por él porque la amistad se cansa de los que lloran! No me abandonéis vosotras. El sol dora mi cuartito y yo haré cuanto pueda para que no os causéis de mí. No os vayáis, pajaritos queridos de Santiago, ¡porque tongo tanta necesidad de hablar de él con alguien!...
»No son dasagradecidos, no, porque parecen comprender el bien que su compañía me hace. ¡Cuánto se acarician las dos pobres avecillas! Sí, sí, acariciaos cuanto queráis porque vuestra felicidad me alegra. Quiero á estos pobres pajaritos, porque en serme fieles se parecen á Santiago...¡Ah, sí, Santiago también me lo es; pero nadie mata á las golondrinas, y á los hombres los matan los hombres!
»¿Por qué no me escribirá?... ¡Dios mío, quién sabe dónde estará ahora! Me parece que van á decirme: «¡Ha muerto!» ¡Y siempre, siempre estoy temblando por él! ¡Ay, este miedo me oprime el corazón! Virgen Santísima, libradme de esto miedo, porque la calentura me abrasa y me voy muriendo. ¡Santa madre de Dios, yo quiero vivir si Santiago vive! ¿Adonde habéis ido, golondrinas hermosas? ¡Ah, me quejo en voz alta y os espanto! No me desamparéis; volved á tomar el sol en mi cuartito. que yo me quejaré en voz bajita, bajita, para que no os canséis de mí. ¡Volved, volved pajaritos queridos de Santiago, que tengo necesidad de hablar de él!»
Así se quejaba todos los días la pobre huérfana, y á su tío, que era ya ancianito, se le partía el corazón oyéndola quejarse. Marta le había visto llorar, y quiso hacer un esfuerzo para calmar la pena del anciano disimulando la suya.
Hay corazones llenos de fuerza, y los hay que carecen de ella. El de Marta era de estos últimos, y sucumbió en la lucha. Marta se moría, y las gentes, siempre superficiales á burlarse del mal ajeno, se reían de su tristeza y se negaban á creer en ella.
Sin embargo, cuando llegó el día de Todos los Santos; cuando durante la misa se vió que ardían por la moribunda dos velas en el altar de la Virgen, y cuando el señor cura dijo: «¡La muerte se cierne sobre el lecho de una joven desventurada! ¡Buenas almas, rogad por Marta, que está en la agonía!...», todos bajaron la cabeza avergonzados, y de todos los corazones salió el Padrenuestro bañado en lágrimas.
Pero Marta no murió. Despuntaba el alba, y el sepulturero abría una fosa. Un anciano se sentó á la cabecera de la moribunda y dijo á su pobre sobrina una palabra; esta palabra, que Marta recibió en el corazón, bastó para salvarla.
¡Salvada está la huérfana! El fuego de la vida torna á sus ojos, y su sangre refrigerada vuelve á circular bajo la blanca tez.
—Todo está dispuesto, hija mía—le dice su tío sonriendo,—y la joven responde:
—¡Trabajemos, trabajemos!
En fin, ¡quién lo creería! Marta resucitada vive para otro amor, para el amor del dinero! Quiere dinero, sólo la sed de dinero la atormenta, y con su sangre le adquiría. Toda mano valiente le adquiere con el trabajo, y valiente será la suya.
¿Quién es esa vendedora que se ha establecido bajo el arco, y en su tiendecilla hace tanto ruido, tanto ruido, y compra y vende sin cesar? Es Marta; todos la alaban porque os buena, porque os cariñosa. Sus parroquianos forman sin cesar la bola de nieve. Hoy tiene veinte, y mañana cuarenta, y siempre el dinero afluye á su tiendecilla.
Un año ha pasado así.
Marta trabaja y es dichosa, porque Santiago vive; ¡lo han visto sano y bueno! Más de una vez su brazo desfallece y sus ojos se anublan, oyendo hablar de una batalla; pero su valor se repone, porque nada se dice de un regimiento cuyo nombre conoce ella muy bien.
Un día le dice su tío, á solas con ella en su cuartito:
—Marta, para alcanzar la dicha á que aspiras se necesitan mil francos y los tendrás pronto. Poquito á poco hila la vieja el copo. No venderemos la casa. Mira el cajón. Con el dinero de la viña y lo que tú has ganado ya tienes más de la mitad. Espera medio año más. ¡Qué quieres, hija! La dicha se alcanza con trabajo, pero tú ya has subido las tres cuartas partes de la altura. Hija mía, acaba tu jornada. Yo estoy contento, porque espero verte dichosa antes que Dios me llame.
El pobre anciano se engañaba en esto último: quince días después cerró la muerte sus ojos, y Marta lloraba en el camposanto sobre una sepultura.
Una tarde no faltó quien la oyera decir allí:
—¡Las fuerzas me faltan! ¡Tío de mi alma, que tanto me quisiste, perdóname, que ya no puedo esperar más! El señor cura me permito que no espere.
Y así que amaneció el día siguiente, á los ojos de la aldea sorprendida, muebles, tiendecilla, casita, todo, todo cambió de dueño. Marta lo vendió todo, sin reservar más que dos cosas: una crucecita dorada que Santiago le regaló, y el vestido de color de rosa con ramitos azules que á Santiago le gustaba mucho. Marta quería dinero y ya le tenía, ya tenía los mil francos que necesitaba! Pero ¿qué va á hacer tan sola y joven? ¿Qué va á hacer? ¡Pobre niña!. ¡El pensarlo desgarra el corazón!.
Ya sale de casa. ¡Miradla, miradla! Alegre y vestida de luto, parece, al dejar su casita, el ángel del dolor, que extiende el vuelo hacia la felicidad que acaba de sonreirle un poco.
Parece un relámpago; su piececito ligero, ligero, ligero, apenas toca el suelo. Ha entrado ya en una casa silenciosa y tranquila. Un hombre de cabellera blanca, un sacerdote, la recibe con paternal cariño.
—Señor cura—le dice Marta queriendo arrodillarse á sus pies,—os traigo todo lo que poseo. Ahora ya podéis escribirle. Comprad su libertad ya que sois tan complaciente y tan bueno para conmigo. No digáis quién le redime. ¡Ay! ¡demasiado lo adivinará él! No me nombréis para nada ni temáis por mí. Tengo fuerza en mis brazos y trabajaré para vivir. ¡Tened compasión de mí, señor cura!..¡Devolvédmele, que no puedo ya vivir pin él!
III
El cura de aldea,—Dicha de la doncella pobre,—Santiago libre.—Vuelta de Santiago.—¡Quién lo creyera!
Pláceme el cura de aldea. Para hacer amor á Dios y aborrecer al
demonio no necesita, como el cura de la ciudad y la villa, levantar su
espíritu sobre la santa montaña y agotar sus fuerzas probando, con el
libro abierto, la existencia del cielo y del infierno. En torno suyo
todo cree y todo reza. En las aldeas se peca como en todas partes, pero
al sacerdote de los campos le basta levantar la cruz para que el mal
huya y el pecado apenas nacido desarraigue.
Sí, yo amo y encuentro hermoso el cura de aldea. Desde su púlpito de tosca madera todo lo descubren sus ojos. Su campana aleja el pedrisco y el rayo. Tiene los ojos siempre fijos en su roban o, y si una oveja se descarría, él lo ve y va en su busca y la devuelve al aprisco. Tiene perdón para las culpas y bálsamo para las penas. Su nombre breve y bendito llena los valles, y él es el médico de las enfermedades del alma.
He aquí por qué Marta había encontrado en el cura de la aldea bálsamo que calmase sus dolores.
Pero si dos de el fondo de su parroquia el hombre del cielo había podido desterrar el pecado y el pensamiento maligno, su santa influencia no podía alcanzar lo mismo al soldado sin nombre confundido en un ejército y que no escribía hacía tres años, mucho menos cuando al ruido de los tambores y las cometas y los cañones, seiscientos mil franceses iban alegres á dominar fieramente todas las capitales y á quebrantar y ahuyentar todo lo que se oponía á su marcha, descansando en la tierra extranjera únicamente para correr más lejos aún.
Es cierto que el verano anterior el tío escribió á Santiago varias veces; pero el ejército había hecho triple campaña, y Santiago! según decían, había cambiado de regimiento. Unos lo habían visto en Rusia, otros en Alemania, y no se sabía de él cosa positiva.
Tanto más se explica esto, cuanto que Santiago no conocía pariente alguno. Digámoslo todo: el lindo soldado procedía de esa casa donde multitud de niños viven de la caridad, que allí les sirvo de única madre. Buscó la suya largo tiempo y no la encontró nunca. Ardía en deseos de ser amado; lo fué, y á no ser por la guerra donde había sido amado, hubiera transcurrido toda su vida.
Ahora, que lo sabemos todo, dejemos al buen cura en medio de los cuidados que su bondad le cuesta, escribiendo un plieguecillo de papel para que le lleve el correo.
Pasemos á la humilde casita de Marta, La doncella pobre permanece en ella, trabaja que trabaja. ¿Cómo ha cambiado todo allí! Ayer Marta tenía su ajuarcito y hasta dinero en la cómoda; hoy no tiene más que un banquillo, un dedal, un alfiletero y una rueca. Hila y cose, pero no nos lamentamos de que fatigue tanto sus dedos. Cuando era rica, lloraba; ¡ahora, que es pobre, ríe! ¡Santiago se verá libre, y su vida y libertad deberá á ella! ¡Santiago la ama más que nunca, y no hay pobreza que valga cuando se ama y se es amado!
¡Qué dichosa es la doncella pobre! ¡La miel dora, su porvenir, y su alma saborea ya la primera gota! ¡Miel y flores en torno de ella, miel y flores en todas partes! Trabaja, trabaja, trabaja, y toda la semana, entre dos gotas de m á el y nubes de perfume, su dedal rechina, y su pensamiento pinta tantos días sin nubes como su huso da vueltas y su aguja da puntadas.
Pero todo esto iba ya haciendo ruido en los campos, y entre las gentes, para ella siempre buenas, no había quien no la amase. Por la noche había serenatas para Marta, y por el día regalitos delicados, que las muchachas lo ofrecían con ojos y corazones amigos.
Anita se llevaba la palma en obsequiarla y amarla. Marta es dichosa y cree en los cantares que le prometen la felicidad. Desde su cuartito los escucha, y en seguida duerme toda la noche arrullada por ellos.
Un domingo por la mañana, después de misa, el señor cura, amado de todos, y de ella mucho más, va á verla con la trente iluminada de gozo y con un papel doblado en la mano, que tiembla de alegría y ancianidad.
—Hija mía—le dice,—el cielo te bendice y me ha ayudado. Es cosa hecha, está ya libre y nada ha adivinado. Me escribe, y un poco vanidoso, cree que su madre se ha dado al fin á conocer, es rica y le ha redimido. ¡Ah! deja que venga. Cuando sepa todo lo que te debe, todo lo que has hecho por él, estoy seguro de que te amará sobre todas las cosas humanas. Hija mía, el día de la recompensa va á brillar. Prepara á ese día tu corazón. Santiago llegará, y quiero que estés á mi lado cuando llegue para que yo le haga comprender ante la aldea toda cuán feliz se debe considerar siendo amado de un ángel como tú.
Dícese que los bienaventurados oyen en el cielo armonías que inundan de placer, y Marta, al oir estas palabras, que descendían á su corazón, creyó que también en la tierra se oyen las armonías del cielo!
Al fin llegó el domingo. Todo irradiaba como el oro, iluminado por un hermoso sol de Junio; en todas partes la multitud cantaba; para todos era la fiesta de aquel día!
Suenan las doce; inmediatamente el anciano sacerdote, que acababa de separarse de la santa mesa, aparece acompañado de la doncella de frente inmaculada, Los párpados de la joven descienden sobre el puro azul de los ojos. El rubor embarga su voz, y sólo habla en ella el amor que le grita: ¡felicidad!
La multitud se reúne en torno del sacerdote y la doncella. Todo es hermoso y grande; diríase que los campesinos esperan á un gran señor, y saliendo todos de la aldea, se apostan en el camino real.
Nada en el primer trecho del camino, nada en los lejanos, nada más que la sombra de los ribazos, interrumpida de cuando en cuando por el sol.
De repente aparece un punto negro, que crece y se mueve..Dos hombres..dos soldados..El más alto debe ser él. ¡Con qué garbo camina! Ha crecido en el ejército. Ambos siguen avanzando..¿Quién será el otro? Tiene aire de mujer...Sí, debe ser alguna forastera. ¡Y es graciosa y bella! Viste de cantinero. ¡Dios mío, una mujer con Santiago! ¿Adónde va? Marta no aparta los ojos de ellos, triste como una muerta. Lo mismo el señor cura que todos los vecinos tiemblan, se estremecen, no se atreven á hablar. Ya se acercan...se acercan...ya están á veinte pasos, sonriendo, jadeantes. Pero ¿qué es lo que desconcierta de repente á Santiago? ¡Es que ha visto á Marta, y tembloroso, avergonzado, se detiene!
El sarcedote no vacila, y con su voz sonora y robusta, que infunde horror al pecado:
—Santiago—pregunta,—¿quién es esa mujer?
Y Santiago, bajando la cabeza como un criminal, responde:
—La mía, señor cura, la mía...vengo casado.
Un grito de mujer se oye, y el sacerdote se vuelve, porque este grito le ha espantado.
—¡Hija mía, valor! ¡Hay que padecer en la tierra!
Pero Marta ni siquiera respira, y todos fijan la vista en ella pensando que va á morir. Se equivocan, que Marta no muere; al contrario, parece hallarse contenta. Mira graciosamente á Santiago, y luego, de repente, rie, rie como una loca.
¡Ay! no puede reir de otro modo, porque está loca la pobre joven! ¡Al oir las palabras del infiel ha perdido la razón para no recobrarla jamás!
Santiago, cuando lo supo todo, desapareció de la aldea, y se dice que, fuera de sí, volvió al ejercito, y allí el desgraciado, como alma condenada, cansado de la vida, se arrojó á la boca de un cañón que vomitaba hierro y fuego.
La verdad es que Marta se alejó de la aldea una noche, y desde entonces vimos en nuestra ciudad á la pobre loca por espacio de treinta años tendiendo á nuestra caridad la mano.
En Agen se decía al verla pasar:
—Cuando Marta sale, hambre tiene.
Nada se sabía de ella, y sin embargo, todos la amaban.
Unicamente los muchachos, que de nadie se compadecen y ríen de todo lo triste, le gritaban:
—¡Marta, un soldado!
Y Marta, que tenía miedo á los soldados, huía al oir esto.
Ahora ya sabéis por qué temblaba al oirlo.
Yo, que le grité así muchas veces, hoy, que conozco su conmovedora historia, quisiera cubrir de besos sus harapos y pedirle perdón de rodillas;. ya que sólo encuentro una sepultura ¡la cubro de flores!