Minómanos y Besugómanos

Antonio de Trueba


Cuento


I
II
III

I

Uno de los últimos días del mes de Diciembre de 1872, en cuya época estaba en toda su intensidad la minomanía en Vizcaya, salieron de Bilbao, apretados como sardinas en tonel, en un desvencijado tílburi, D. Celestino y otros dos minómanos, y se encaminaron hacia las Encartaciones, donde están los montes de hierro de la Cantabria marítima, que admiraron al naturalista Plinio hace cerca de dos mil anos, y en cuyas agrestes y elevadísimas montañas estaba próxima á rugir una caldera de agua hirviendo que arrastrase en pos de sí 2.000 quintales de vena, que en otros tiempos no arrastraban doscientas yuntas de bueyes.

Conforme caminaban, molían á los aldeanos que encontraban al paso preguntándoles si había ó dejaba de haber veneras ó señales de ellas aquí ó allá ó en el otro lado, y los aldeanos, después de contestarles cualquier cosa para salir del paso, apretaban el suyo sonriendo maliciosamente de ellos.

Algunas veces veían en la falda de la montaña peñascos negruzcos, que les hacían dar un grito de alegría creyendo que eran ferruginosos, y saltando del tílburi D. Celestino, que pretendía ser el más inteligente en mineralogía, trepaba allá, y bajaba en seguida desconsolado con la noticia de que el peñasco era arenisco y su color obscuro provenía de la intemperie.

Pero no desmayaban sus risueñas esperanzas con estos desengaños, porque sus esperanzas estaban en una aldea que les habían asegurado era un nuevo Galdames no descubierto aunn por ningún Ochandátegui.

Después de dar algunos vuelcos en el camino, merced, según el alquilador del tílburi, á su impericia en el manejo del vehículo, y merced, según ellos, á la homicida codicia del alquilador, llegaron por fin á la aldea de promisión, y se dirigieron á la taberna para descansar allí un poco, almorzar ellos y su compañero el jamelgo, y empezar sus exploraciones mineras con ayuda de los informes que esperaban de los aldeanos.

En todas las aldeas, inclusas las de Vizcaya, que no son de las que más abundan en holgazanes, hay algunos pelgares cuya única, ó cuando menos cuya principal ocupación es la de pensar cómo podrán llenar la andorga á costa ajena.

En la aldea donde habían hecho alto nuestros minómanos bilbaínos había tres mozos y un viejo de esta laya. Poco después de llegarlos chimbos, con cuyo nombre se designa en Vizcaya á los bilbaínos por su loca afición á cazar y por supuesto á comer becafigos, que aquí se llaman chimbos, conversaban y fumaban el viejo y los mozos á la puerta de la taberna, recostados en el tílburi, cuyo caballo había sido desenganchado y llevado á la cuadra.

Las agudezas del viejo hacían desternillar de risa á los mozos, que le escuchaban como si fuera el oráculo de la aldea.

Mari-Pepa, una mujer de más de cincuenta años, dicharachera y de mucho arremango, pasaba con su herrada en la cabeza con dirección á la fuente, que estaba á la entrada de un castañar cercano.

—¿Que hacéis ahí, holgazanes, de viga derecha en día de labor?—les dijo.—Más valiera que estuvierais roturando en el monte que no ahí pensando en llenar la tripa.

—¿Llenar la tripa?—le respondió el viejo.—Así nos lo hicieras bueno con un par de besugos y media azumbre por barba.

—¡Mira el vejestorio como yo qué lecciones da á los trastos que le acompañen! ¡Lástima que no reventárais con vuestras comilonas! Talegueros, que siempre estáis oliendo donde cocinan. No, sí yo fuera alcalde...

—¿Qué harías si lo fueras?

—Haceros tomar la azada.

—¿Y los derechos endeviduales que trae la Constitución?

—¡Vaya con lo que salen ahora! Como tuviera la Constitución de Madeo muchos partidarios como vosotros...

—Pues los tiene.

—¡Eh, quitaos de ahí, pestes, y á ver si vais á trabajar, que buen día hace para eso.

—Sí, buen día, y va á caer otro diluvio universal.

—Así cayera y fuera yo Noé, que habíais de ser los únicos animales que no se salvaran en la mi arca.

Así diciendo, Mari-Pepa continuó su camino.

—¿Sabéis—dijo Quico, pues así se llamaba el viejo,—que desde que Mari-Pepa nos ha hecho mentar los besugos y el vino me está dando una guerra de mil demonios el gusanillo del estómago?

—Y á mí pata—contestaron casi á la par los tres mozos?

—Pues ello—continuó el viejo,—hay que ver como se le mata, ó cuando menos se le atolondra. Vamos á ver si á vosotros se os ocurre algo bueno.

—¡Contra! ¿Cómo nos ha de ocurrir á nosotros que somos jóvenes, lo que se le ocurra á usted, que es viejo?

—Tienes razón, hombre. Ya me parece que he dado con el medio de matar el gusanillo.

—¿Cómo?

—Comiendo.

—¡Puño, qué salida!

—Por de contado, ya sé donde hay besugos sacados ayer tarde de la mar y venidos anoche de Castro.

—¡Cóncholes, mira que noticia!¡Eso también lo sabíamos nosotros: en la taberna.

—Justo, que media docena de ellos trajo la tabernera.

—¡Mal atracón de ellos se estarán dando ahora los del tílburi!

—¿Y á qué habrán venido esos chimbos?

—¿A qué han de venir sino á lo consabido? A buscar veneras, ¿No habéis visto que cuando llegaban todo se les volvía catalojear á los peñascales de por ahí arriba.

—Verdad es, pero también lo es que hoy no untamos nosotros el morro con los besugos de la taberna. ¡Conde, que no discurriera usted algo bueno!

—Pueda ser que lo discurra—dijo Quico, que con la mano puesta en la frente, parecía batallar con una idea que se !e presentaba turbia y á toda costa quería tornar clara.—¡Ah, ya!—exclamó al fin lleno de alegría:—positivamente habrá besugada y vino para nosotros cuatro.

—Yo no tengo para el escote, ¡carrizo!

—Ni yo.

—Ni yo—dijeron tristemente los tres mozos.

—Yo tampoco—añadió Quico;—pero no faltará quien pague por los cuatro.

—¿Quién?

—Los chimbos.

—¿Y con qué motivo?

—Con el que luego sabréis. Vámonos para adentro con pretexto de encender la pipa, y cuidado con que chistéis como no sea para responder amén á todo lo que yo diga.

—Así se hará, ¡San Antonio!—exclamó regocijado el de las interjecciones.

Y los cuatro arlotes entraron en la cocina de la taberna, que estaba en el piso bajo.

II

Los minómanos estaban almorzando en la cocina, porque como bacía frío y en el hogar ardía medio carro de leña, habían querido que les pusieran allí la mesa, y no en el piso principal, que estaba como una nevera.

—¡Deogracias!—dijo Quico apareciendo á la puerta de la cocina seguido de los demás besugómanos.—Que aproveche, señores.

—¿Ustedes gustan?

—Muchas gracias, que ya lo hemos hecho. Con permiso de ustedes y de Pepa-Ramona vamos á encender la pipa.

—Ustedes le tienen.

Pepa-Ramona, que era la tabernera, y quizá la única vecina del pueblo que ponía buena cara á aquellos perdidos, porque le tenía cuenta, alargó á Quico un tizón encendido.

Los minómanos, por boca y mano de D. Celestino, ofrecieron un vaso de vino á los besugómanos, que le aceptaron por boca y mano de Quico.

Cada cual iba á su negocio, que para D. Celestino era el descubrimiento de una buena venera, y para Quico el descubrimiento de unos inocentes que les pagasen una buena besugada.

Don Celestino, ó Celes, como le llamaban familiarmente sus imberbes compañeros, era un hombre de mediana edad, seco de cara y de ingenio afable, candoroso, con sus puntos de presunción de listo y sus ribotes de codicia. En cuanto á sus compañeros, eran un par de mozuelos incautos, que en Madrid hubieran sido tomados por un par de horteras, á quienes D. Celestino había infundido la esperanza de eclipsar con su fortuna á los Ochandátegui y los Aguirre.

Don Celestino era uno de los machos que en Bilbao se tiraban de los pelos por habérsele tomado á todo el que creía empresa seria la perseverante y bien calculada de los Sres. Ochandátegui y Aguirre.

—¿Ustedes conocerán mucho estas cercanías?—preguntó D. Celestino á Quico.

—¡No las hemos de conocer! ¡Jesús! ¡palmo á palmo!.

—Y ¿que tal? ¿Hay por aquí muchas veneras?

—Qué, ¿vienen ustedes en busca de ellas?

—Hombre, tanto como eso no; hemos venido á dar un paseo; pero si hubiera por ahí algo que mereciera la pena de denunciarse, siquiera para dar nombradia y dinero al pueblo, mataríamos dos pájaros de una pedrada.

—Pues nosotros sabemos de una venera, que tan buenas las puede haber en Vizcaya, pero mejores no.

—¡Recontra, si os buena!—asintieron los tres mozos.

Los ojos de los minómanos brillaron de alegría, y D. Celestino no sólo alargó un nuevo vaso de vino á los aldeanos, sino que, sacando la petaca, dió á cada uno un hermoso cigarro puro, con que Quico y compañía sustituyeron á la pipa.

—Pues hombre—dijo D. Celestino,—si no está lejos de aquí podemos ir á verla, y quizá á ustedes y nosotros nos tenga cuenta.

—Cerca de aquí está; pero es el demontre que estamos esperando á un caballero de Bilbao á quien le hemos prometido enseñársela, y no quisiéramos faltar á la palabra, porque la última vez que estuvo aquí nos encargó que le buscásemos una buena venera, y estuvo tan fino con nosotros, que nos convidó á comer con él y todo le parecía poco para obsequiamos.

—¡Caray, señor más generoso!—exclamó el mozo de las interjecciones.

—Pues á generosos y agradecidos no nos gana nadie á nosotros—repuso D. Celestino.—Ea, á ese señor le buscan ustedes por ahí otra venera, y mientras hacemos tiempo para que aquí Pepa-Ramona nos ponga una buena besugada, que despacharemos juntos esta tarde, nos vamos á ver la venera que ustedes tienen ya descubierta.

Quico y sus compañeros se miraron con el rabillo del ojo, como diciendo: «¡Ya cayeron estos peces en la remanga!».

—En fin—respondió Quico,—si estos chicos, que deben estar tan agradecidos como yo al caballero de Bilbao, pues participaron también de sus obsequios, se deciden á que por servir á ustedes hagamos una mala partida á tan buen señor...

—¡Reconcho! No tenemos en ello inconveniente; que de buenos á buenos caballeros no hay nada, y los señores nos parecen inmejorables.

—No les pesará á ustedes. Si á ustedes les parece, nos iremos ahora mismo antes que llueya, porque amenaza agua.

—Son ya las doce, y en casa nos están esperando para comer. Lo mejor es que vayamos á avisar que no nos esperen.

—Sí, vayan ustedes en un vuelo, que aquí comeremos todos juntos, pues nosotros no hemos hecho más que tomar una sopa de ajo y un trago.

—Pues ea, vamos, y no extrañen ustedes que tardemos un poco en volver, porque todos vivimos en caserías que están donde Cristo dió las tres voces.

Apenas los besugómanos salieron de la taberna los tres mozos interrogaron al viejo en voz baja, poco satisfechos del recurso á que había apelado para comer besugo aquella tarde.

—¡Repuño! ¿está usted loco, Quico?—le dijeron por boca del de las interjecciones, que era el que siempre llevaba la palabra.—¿Qué venera ni qué rayo les vamos á ensoñar á los chimbos, si no hay rastro de ellas en toda la jurisdicción del pueblo?

—Hay una muy rica á quinientos pasos de aquí.

—¿Dónde? ¡carámbano!

—En la cañada del Castañar, más arriba del Crucero.

—¡Sangre! si lo que hay allí son peñas caliales.

—Pues las peñas caliales se convertirán en peñas de fierro, y las peñas de fierro en besugos, pan y vino á manta. Vengáis conmigo, mentecatos, y sabréis cómo se hace este milagro.

Al pasar por la fuente que manaba á la entrada de un castañar, Quico rebuscó entre los helechos secos, y encontrando la mitad de un cántaro roto, le tomó, y todos continuaron hacia el Crucero, que estaba pasado el arroyo que bajaba por la cañada.

El Crucero era una plazoleta donde cruzaba la carretera un camino transversal, y donde los vecinos de la barriada principal de la aldea dejaban cargados ó descargaban los carros de vena cuando iban de las veneras de Somorrostro, para tomarlos allí al ir á las ferrarías, evitando así las cuestas entre el Crucero y sus casas.

Quico llenó el tiesto de miñón ó polvo de vena, ó hizo que sus compañeros llenaran las boinas de chirta ó vena menuda, y todos se dirigieron castañar arriba.

Los mozos sonreían plácidamente, empezando á comprender la jugarreta del viejo.

Llegados á dos peñas calizas que blanqueaban, sobresaliendo una vara á flor de tierra, entre el brezo y las árgomas, subiendo cañada arriba á la orilla del arroyo, se detuvieron allí.

Quico llenó de agua el cacharro, revolvió el miñón, y haciendo una brocha con un manojo de ramas de brezo, fué tiñendo con aquella especie de pintura de color cárdeno las dos rocas, que adquirieron así el aspecto de purísimo mineral de hierro.

—Ea—exclamó una vez terminada esta operación, y después de esparcir la chirta entre la maleza en torno de las peñas y de arrojar el tiesto en un argomal;—¿hay aquí venera ó no la hay?

—La hay mejor que las de Triano y Guidames—contestaron los mozos, admirados de la sabiduría de su maestro de picardías, y agotando en su alabanza el pudoroso vocabulario interjeccional de los pilletes vasco-cántabros.

Y los cuatro se dirigieron hacia la taberna, poquito á poco, para dar lugar á que una buena solanilla que había asomado por entre los negros nubarrones que cubrían el cielo secase el tizne de las rocas calizas.

III

Los minómanos esperaban á los besugómanos con macha impaciencia, temerosos de que se hubieran arrepentido de su promesa de enseñarles la venera y no volviesen.

Don Celestino encargó á la tabernera que fuese escamando los besugos, y minómanos y besugómanos se encaminaron contentísimos á la cañada del castañar.

Los ojos de D. Celestino y los de sus incautos compañeros brillaban como ascuas buscando la prometida venera. Al fin los tres lanzaron un grito de alegría al descubrirla.

—Aquí tienen ustedes lo prometido—dijo Quico.—Aquí no hay calones: aquí todo es hierro puro, y estoy seguro de que todos los barcos de Inglaterra no agotan en un siglo toda la vena que debajo de estas muestrecillas hay. Con que, ¿es alhaja la venerita ó no lo es?

—¡Magnífica, soberbia, piramidal!—contestaron los tres minómanos, á adjetivo encomiástico por barba.—Lo menos—añadió D. Celestino,—da esta venera el 70 por 100 de hierro, como las mejores de Somorrostro.

—Pues vean ustedes la chirta que asoma por aquí—dijo otro de los minómanos recogiendo algunas de las piedrecillas que los besugómanos habían sembrado entre la maleza.

—¡Fierro puro!—asintió D. Celestino examinándolas.

Algunas gotas de agua comenzaban á caer.

—Señores—dijo Quico,—nos vamos á mojar si nos detenemos aquí un poco.

—Es cierto que viene por el lado de Somorrostro una orilla de mil demonios; pero lo que tenemos que hacer aquí pronto se despacha.

Así diciendo, D. Celestino sacó del bolsillo un metro y una aguja náutica, y después de acordar con sus compañeros las pertenencias que debían denunciar, orientó y midió la mina con aire magistral, echaron todos á correr, porque el chubasco apretaba.

—Pepa-Ramona—exclamó D. Celestino al entrar en la taberna,—es necesario que hoy eche usted la casa por la ventana en nuestro obsequio. Besugos sin duelo, y el mejor pan y vino que usted tonga en casa.

—No tengan ustedes miedo, que casi á besugo por barba van á salir, pues son ustedes siete y seis besugos tengo. En cuanto á pan y vino y postres, corresponderán en cantidad y calidad á los besugos.

Mientras Pepa-Ramona asaba la besugada y ponía la mesa, se discutió solemne y detenidamente el nombre con que se había de denunciar la mina.

Las opiniones fueron muchas. D. Celestino, que deseaba fuese el nombre altamente encomiástico, propuso que se adoptase el de La que le echa la pata á todas; pero este nombre se desechó, no por poético, que aquella gente no entendía de poesía, sino por largo, y se convino al fin, como un homenaje á Quico, al patriarca de la reunión, y como nombre altamente encomiástico de la riqueza de la venera, en que ésta se llamase, como proponía Quico, La Pintiparada, cuyo eufonismo correspondía también á una venera que no podía ser mejor ni pintada.

—Cuando ustedes gusten, señores—dijo Pepa-Ramona;—y minómanos y besugómanos se arrojaron como leones á la besugada.

Una hora después, los seis besugos, un queso de bola, una cántara de vino y una tanda de copas de Jerez coronaban la función.

Llovía á mares, y los minómanos, en virtud del agua, y también en virtud del vino, determinaron pasar allí la noche y emprender su regreso á Bilbao la mañana siguiente.

Hicieron bien, porque si con la cabeza fría habían dirigido tan mal el tílburi, que había dado cuatro vuelcos á la ida, ¿cuántos vuelcos no hubieran dado á la vuelta, dirigiendo el tílburi con la cabeza caliente?

Quico y sus discípulos reventaban de llenos y tenían una chispa que no se podían tener. La noche se acercaba, y á instancias de la tabernera, que temía se les desnucasen tan buenos parroquianos si se retiraban después que cerrase la noche, se despidieron tartamudeando y se alejaron de la taberna haciendo eses.

Una hora después la noche era como boca de lobo, continuaba diluviando, y los minómanos roncaban soñando que un rubicundo inglesote les ofrecía cien mil libras esterlinas por La Pintiparada.

El día siguiente amaneció despejado.

Los minómanos, que sin dificultad habían acertado á desenganchar del tílburi el caballo, se desesperaban porque no acertaban á engancharle. Al fin, mal ó bien, lo consiguieron con ayuda de un chico de la tabernera, que los asombró adivinando cómo se hacía aquella operación sólo con observar las partes usadas de las varas y las correas, y se pusieron en camino inmediatamente.

La carretera atravesaba la cañada del Castañar, donde estaba la famosa venera.

—Señores—dijo D. Celestino deteniendo el tílburi,—un entusiasta saludo de despedida á La Pintiparada antes de alejarnos de ella.

—Sí, sí, viva La Pintiparada!—exclamaron todos poniéndose de pie en el tílburi y levantando en alto los hongos.

—Pero no basta esto—añadió D. Celestino:—propongo que echemos pie á tierra y vayamos á saludarla más de cerca, y así podremos ratificar la orientación y las medidas que ayer el chubasco nos obligó á hacer deprisa y corriendo, no sea que después tengamos dificultades en la designación.

—¡Aprobado, aprobado por unanimidad!

Y saltando del tílburi los tres, ataron las riendas del caballo á un castañuelo de la orilla del camino, y tomaron cañada arriba por la orilla del arroyo, buscando con la vista á La Pintiparada, sin lograr descubrirla.

—¡Calle!—exclamó D. Celestino,—anoche ha nevado.

—¿Cómo que ha nevado?—replicaron sus compañeros.

—Sí, que La Pintiparada blanquea. ¿No lo veis?

—¡Cierto! ¡Cosa más rara!

Los minómanos dieron algunos pasos más hacia las rocas, blancas entonces y la tarde anterior cárdenas, y lanzaron un grito de indignación.

La lluvia había borrado el tizne ferruginoso, y aquellos peñascos habían recobrado su fisonomía calcárea.

A pesar de su natural candor, los minómanos comprendieron la jugarreta de los besugómanos, y prorrumpieron en furiosas amenazas y denuestos contra aquellos pillastres, de cuya picardía ya no les quedaba duda, cuando al romper, ciegos de cólera, por entre las argomas, tropezaron con el tiesto embadurnado de miñón que Quico había arrojado después de la fechuría.

—¡Volvamos á la aldea para buscar á esos pillos y romperles el alma!—exclamaba D. Celestino.

—¡Sí, sí, volvamos y demos una paliza á esos arlotes, más que arlotes!—asentían sus jóvenes é incautos compañeros.

Mari-Pepa estaba á la sazón llenando la herrada en la fuente del Castañar.

—Diga usted, buena mujer—la preguntaron babeando de coraje,—¿dónde viven Quico y los tunantes que estaban con él en la portalada de la taberna cuando usted pasó ayer á la fuente y habló con ellos?

—Todos viven allá en el quinto infierno.

—¡Arlotes, más que arlotes!

—Pero ¿qué les ha pasado á ustedes con ellos, que tan quemados están?

—Pillada como la que nos hicieron ayer no se hace en el mundo con ser mundo.

—Qué, ¿les sacaron á ustedes los cuartos aquellos perdigones?

—Haga usted cuenta que sí, pues nos sacaron una magnífica besugada.

—¡Ja, ja! ¿Y cómo se las compusieron para ello?

—Pintando de color de vena unas peñas calizas para embocárnoslas como venera.

—¡Ja, ja, ja!

—¡Eso es, ríase usted de la gracia!

—¡Pues sí que la tiene el lance! ¡Ja, ja, ja! ¡Comedia más graciosa...!

—¡Calle usted, sinsorga!

—Los sinsorgos son ustedes, que se la dejan pegar el día de los santos Inocentes.

—¡Calla!—exclamó D. Celestino volviéndose á sus compañeros,—y que tiene razón esta mujer, que ayer era día de los Inocentes. ¡Pero, hombre, no haber caído nosotros en ello!

—No es extraño que no cayeran ustedes—dijo Mari-Pepa con sorna;—que para, ustedes los buscadores de veneras todos los días son día de Inocentes.

Los minómanos bajaron tristemente la cabeza, y volviendo á montar en el tílburi, se alejaron de la aldea silenciosos, mientras Mari-Pepa, volviendo de la fuente con la herrada en la cabeza, cantaba:


Hay en Vizcaya no pocos
que corren de cerro en cerro
buscando vena de hierro
porque la tienen de locos


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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