No Hay Patria Fea

Antonio de Trueba


Cuento



I

Hacía más de veinte años que yo ansiaba continuamente volver al valle nativo, ansia á que contribuía no poco la circustancia de no haber vuelto á ver á mis padres, á mis hermanos, á mis compañeros de la infancia, desde que me alejé de ellos casi niño.

Comprendo que el amor al hogar paterno y al valle nativo ha sido siempre en mí una pasión que en lo intensa y, si se quiere, en lo insensata, me ha diferenciado de la generalidad de los hombres, porque me parece que entre cada millón de ellos apenas es posible encontrar uno que sienta esa pasión con la intensidad con que yo la siento. Esta pasión en mí era hija de mi naturaleza, y no de las circunstancias y vicisitudes de mi vida, porque ni en el hogar paterno había dejado delicias materiales de tal magnitud y encanto que fuera imposible olvidarlas, ni lejos de aquel hogar había encontrado miserias y trabajos tan grandes que fuera imposible acostumbrarse á ellos. Más aún: la hermosura real de mi tierra nativa y la fealdad de aquella por que la había trocado no contrastaban de tal modo que justificasen mi ansia por tornar á la primera.

Ahora que he visto satisfecho, hasta cierto punto, mi deseo de vivir donde nací; ahora que mi cabeza se deja dominar menos por mi corazón, y conozco que cuando se escribe para el público es necesario buscar modo de que cabeza y corazón se auxilien mutuamente; ahora comprendo que el corazón embellece muchas cosas que son feas, y afea muchas cosas que son bellas.

Uno de mis más queridos y respetados amigos, el doctor D. José Gil y Fresno, decía no ha muchos días, dirigiéndose a mí por medio de un periódico bilbaíno, que el arte literario es siempre expresión incompleta de la idea y el sentimiento que trata de expresar. Estoy enteramente conforme con esta opinión, aunque también croo que con tanta más elocuencia se expresa el arte cuanto con más claridad ve el entendimiento y con más intensidad siente el corazón.

No os posible que encuentro yo medio de expresar lo hermoso que parecía el valle nativo (que de suyo lo es) al cabo de veinte años pasados con el alma y el pensamiento fijos en él. Lo único que podré decir, para dar á entender lo que mi alma y mi pensamiento le habían embellecido amándole y contemplándole de lejos, es que me parecía que no había rincón en el mundo más hermoso que aquel rincón.

Cuenta el historiador vizcaíno Iturriza que cuando se ausentaba de Vizcaya se volvió á contemplarla desde lo alto de la peña de Orduña, y se le saltaron las lágrimas. El arriero en cuya compañía iba era hombre de mundo y de buen entendimiento, y como lo observase, le dijo: «¡Qué! ¿te parece hermosa desde cerca? ¡Más hermosa te ha de parecer desde lejos!»

Cierto, cierto que la tierra donde uno ha nacido, lo mismo que las personas á quienes uno quiere, nunca parecen más hermosas que cuando se está lejos de ellas.

II

Iba yo por fin á ver satisfechas mis ansias de volver al valle nativo, á cuyo efecto me acomodé deliciosamente en la rotonda de la diligencia una mañana de Agosto de 1859, porque aun no se había abierto á la explotación trozo alguno del ferrocarril del Norte.

La campiña que media desde Madrid á los puertos de Somosierra, sólo es un poco amena en los meses de Mayo y Junio, únicos en que está verde. Cuando yo la recorría estaba ya árida y seca. ¡Que horrible me parecía comparándola con los campos nativos, que están siempre verdes, esmeradamente Cultivados y salpicados de alegres caserías!

Al fin, la diligencia fué abandonando la llanura y empezó á subir á la serranía. El contraste que aquellos campos mal cultivados, aquellos montes-pobres de vegetación, aquellos pueblecillos miserables y aquellas gentes que participan de la misma miseria y rusticidad ofrecen con los campos, los montes, los pueblos y las gentes de mi tierra, me parecía más horrible aún.

Realmente, la serranía de Castilla la Nueva, y particularmente la de la cordillera carpetana, es miserabilísima y triste, si se exceptúan algunos vallecitos, como el que riega el Lozoya, donde hay tal cual amenidad, porque el clima es menos rígido y el suelo más substancioso.

Conforme pasaba yo aquellos pueblecitos miserables y veía á sus habitantes, reflejando en su traje, en su color, en sus maneras, en su lenguaje, la miseria y la rusticidad de la tierra en que vivían, preguntábame cómo aquellas pobres gentes no abandonaban la tierra nativa y buscaban otra más tolerable, y esto me lo preguntaba yo partiendo del supuesto de que aquellas gentes la aborrecían, porque ni siquiera me pasaba por el pensamiento que pudieran amarla.

Llegamos á Somosierra, pueblecillo de cincuenta vecinos, que recibe su nombre de su situación en el somo del puerto, y la diligencia se detuvo para mudar de tiro.

El mayoral nos dijo á los viajeros, creo que con cierta sorna:

—Pueden ustedes bajar si quieren ver el pueblo que es de los mejores de la sierra.

Bajamos, en efecto, y yo me fuií ver el pueblo y sus cercanías.

La villa de Somosierra (pues es nominalmente tan villa como Madrid y Bilbao) produce, según Madoz, centeno, lino, patatas, judías, cebollas, reumas y pulmonías.

Al reconocerla, al entrar en sus casas, al hablar con sus moradores, entre las cuales ni aun las muchachas de quince á veinte merecen el nombre de bello sexo; al ver sus heredades, al contemplar desde sus cercanías la desolación que rodea, tuve ansia de abrazar á sus habitantes, porque pensé que éstos necesitaban ser unos santos cuando no habían pegado ya fuego al pueblo, le habían sembrado de sal y se habían alejado en busca de otro.

—¡Miserable de mí—exclamé,—que reviento de vanidad creyendo que esta virtud es muy digna de la aureola de los santos! Cierto que es casi idolatría el amor que á la tierra natal tengo; pero ¿qué vale, qué mérito tiene tal amor á mi tierra natal, que es tan hermosa, comparado, no diré con el amor, porque ese no pueden tenerle, pero sí con la tolerancia de estas gentes á su tierra natal, que es tan horrible?

Pensando así y pensando que aquellos campos, aquellos árboles abrasados por el rigor del clima, aquellas casas, aquella ermita de las Angustias (que todo era allí angustioso), y hasta aquella iglesia de las Nieves (que todo era allí frío) no tenían siquiera la dicha que tenían los campos, los árboles, las casas, la ermita y la iglesia de mi aldea, de que pensaran en ellos y suspiráran por volverlos á ver los que estaban ausentes de ellos, entreteníame en cortar y aderezar con un cortaplumas una varita de un roble bajo y achaparrado que se alza solitario delante de la ermita, y con la vara en la mano me volví hacia la diligencia, que un instante después emprendió la bajada septentrional del puerto.

III

Caminé, caminé todo el día por aquellas llanuras de Castilla la Vieja. Aquellas llanuras que se extienden desde Aranda de Duero á Burgos me parecen ahora fértiles y hermosas; pero entonces...¡qué paliza me hubieran dado sus moradores si hubiesen sabido lo que yo iba pensando de su tierra natal! Lo que yo iba pensando, siempre comparando la tierra propia con la ajena, era que aquella tierra, aunque comparada con la de Somosierra era hermosa, comparada con la mía era horrible.

Entré en la serranía de Burgos, que realmente en fealdad y miseria excede á la serranía cayetana, y continué embelleciendo, con el contraste, á mi tierra natal, y sólo cuando me asomó á la cuenca del Ebro y contemplé la admirable ribera de Valdibielso sospeché que hubiese algún rinconcillo en el mundo que no debiese sonrojarse comparado con este donde yo había nacido.

Al pasar el Ebro empezó á anochecerme, y entonces sí que el idealismo patriótico tomó proporciones gigantescas y sublimes en mi imaginación á favor de las sombras de la noche, que reconcentraron toda mi potencia imaginativa y poética en la tierra natal.

Desde el Ebro hasta la frontera de Vizcaya hay poco más de diez leguas. Como la diligencia caminaba siempre cuesta abajo, las recorrió en poco más de seis horas. ¡Con qué ansia y qué emoción me iba yo acercando á aquella frontera! Mis ojos pugnaban constantemente por encontrar en la obscuridad y el silencio de la noche algo de lo que mi corazón había ansiado por espacio de más de veinte años.

Ladraba un perro ó cantaba un gallo, y creía reconocer en aquel ladrido ó aquel canto algo de lo que yo había oído en mi infancia. El viento del Sur silbaba entre los árboles, y me parecía que aquel silbido tenía ya algo de las dulces armonías de la patria. La noche era obscura, aunque no tanto que no se distinguiese algo el paisaje que merodeaba; pero este algo era tan mínimo, era tan vago, era tan confuso, que dudaba yo sí realmente veían algo mis ojos, ó si únicamente mi imaginación era la que veía.

La diligencia debía dejarme dos leguas antes de llegar á mi aldea, ó lo que es lo mismo, en Balmaseda, que dista de la frontera poco más de media. Si no hubiese yo sabido que no me había de conducir á la aldea, cien veces hubiera creído entrever el campanario de ésta, entrever la arboleda donde jugué de niño, entrever la casa paterna y conocer en el ruido del agua de una presa el de la presa del molino y la ferrería de mi aldea, porque todo el que ha viajado de noche sabe cómo á la tenue claridad de la luna escondida entre nubarrones, ó sencillamente á la de las estrellas que tachonan el cielo azul, cree uno ver grandes ciudades donde no hay más que aldehuelas, templos ó fortalezas donde no hay más que rocas, altos campanarios donde no hay más que altos árboles.

No conocía yo apenas el país por donde caminaba, y así mis dudas y mis equivocaciones eran mayores. Cuando todavía me creía lejos de la frontera de Vizcaya, un grito de alegría se escapó de mis labios, y las lágrimas se agolparon á mis ojos: era que á mis sentidos llegaba ya un signo inequívoco de que me hallaba cerca de la tierra nativa: este signo era el olor particular, y para mí siempre grato, de la oya, es decir, de la leña puesta en combustión para carbonizarla.

Poco después noté que la diligencia entraba en una calle alumbrada por faroles de reverbero, y á la luz de estos me cercioré con indecible emoción y regocijo de que me hallaba ya en Balmaseda, el pueblo de las maravillas de mi infancia.

IV

Me rendían el sueño, el cansancio y la emoción; pero aun así, ni por el pensamiento me pasó la idea de dormir y descansar, aun cuando la posada era buena y la cama blanca, blanda y tentadora.

Páseme el resto de la noche asomado á un balcón que daba á la plaza mayor de la villa. Aquella plaza, aquellos hastiales ó soportales, aquel pórtico de la magnífica iglesia de San Severino, y aquel camino que desaparecía á lo lejos á la vuelta de un collado en dirección á mi valle nativo, todo aquello que yo entreveía confusa y misteriosamente desde el balcón, estaba para mí tan lleno de recuerdos, que mi corazón se agitaba violentamente y mis ojos se llenaban de dulces lágrimas, y me parecía que si la emoción que experimentaba entonces no se disipaba con la luz del alba, podría inspirarme el canto más rico de luz y de sentimiento y de armonía que corazón de poeta había exhalado.

La luz del día fué viniendo gradualmente, y con ella se fué moderando del mismo modo la violencia de mi emoción; pero aún era ésta profunda cuando bajé á la plaza, ansioso de verlo todo, tocarlo todo y embriagarme en los recuerdos que para mí encerraba todo.

Entonces me encontré con un licenciado del ejército, cuya cualidad manifestaba el consabido canuto de hojalata pendiente de una ancha y pintoresca cinta de seda, casi siempre dulcísima prenda de amor y de alegría que la madre, la amada ó la hermana le ha enviado después de suspirar muchos años por su vuelta.

Como el amor de la famila y la patria agitaba en aquel instante mi corazón y absorbía mi pensamiento, aquel licenciado, que en cualquiera otra ocasión me hubiera sido poco menos que indiferente, estaba entonces tan lejos de sérmelo, que sentí como ansia de saludarle, de hablar con él, de decirle no sé qué de patria, y de familia, y de amores, y de recuerdos de la infancia, y del hogar; porque yo decía, ó más bien pensaba, sin dar forma concreta á mi pensamiento: «¡Ese hombre es como otro yo, siente lo que yo siento, ama lo que yo amo, espera lo que yo espero! Su pueblo nativo no será tan hermoso como el mío, porque es imposible que ningún pueblo iguale al mío en hermosura, pero quizá sea también hermoso, y aunque sea feo, le amará y regresará gozoso á él; nadie puedo aborrecer á la patria, á no ser que sea tan miserable y desdichada como la de aquellos infelices que la tienen en la cima de los montes Carpetos».

Así sintiendo y así pensando, saludé al licenciado y le pregunté si volvía contento á su pueblo.

—¡No he de volver!—me contestó brillando sus ojos de gozo.—Mire usted, no quisiera decir una herejía, mucho menos cuando Dios me concede lo que en toda mi vida le he pedido más de veras; pero le aseguro á usted que si fuera camino del cielo no iría más contento que voy camino de mi pueblo.

Al oir esto, le estreché la mano, y aun tuve deseos de abrazarle.

—¿Y qué tal es su pueblo de usted?—le pregunté.

—Es de lo mejor que yo he visto, para ser pueblo de sierra.

—¿Será de la de Burgos?

—¡Cál no, señor; mi pueblo es mucho más allá. Es ya tierra de Madrid.

—De Madrid vengo yo ahora.

—¡Pues entonces puede que haya usted pasado por mi pueblo!—exclamó el licenciado con indecible alegría.

—¿Cómo se llama?

—Somosierra.

Si yo no hubiera tenido ya alguna noción de lo que el patriotismo embellece á la patria, y si el aspecto, el acento, la emoción del licenciado no me hubiesen quitado toda duda de la sinceridad de éste, hubiera yo creído, desde que oí aquel nombre, que el licenciado se burlaba al decir que iba á su pueblo tan contento como si fuera al cielo, y que su pueblo era de lo mejor que había visto entre los pueblos de serranía.

—¡Somosierra!—exclamé sorprendido.

—¿Qué, ha pasado usted por allí?

—Sí, señor, y he recorrido el pueblo y sus cercanías.

—¡Ah! ¿No es verdad que es de los más alegres y hermosos de la sierra?

—Es verdad.

—¿Y no ha visto usted qué chicas tan guapas hay allí?

—Verdad es.

—Me alegro infinito que sea usted de mi opinión. Más de veinte veces he andado á pescozones en el regimiento con compañeros que me tentaban la paciencia diciendo que si mi pueblo era así ó asao. Quisiera que le oyeran á usted los que tal cosa decían, para que se convenciesen de que se equivocaban al suponer que yo alababa á mi pueblo porque pasión quita conocimiento. ¿Con que hasta las cercanías del pueblo recorrió usted?

—Sí, señor.

—Y de seguro le gustarían á usted, sobre todo, si fué usted por el lado de la ermita.

—Justamente por allí fuí, y del roble que hay delante de la ermita corté esta vara, que le regalo á usted por proceder de su pueblo.

—¡Gracias, caballero!—exclamó el licenciado, apresurándose á tomar la vara que yo le alargaba, con tal alegría y tal ansia, que de seguro ni el más ambicioso de los brigadieres de Napoleón tomó nunca con ansia y alegría iguales el bastón de mariscal con que el Capitán del siglo solía sorprenderlos y premiarlos después de la batalla.

El licenciado, no contento con contemplar la vara con alegría y amor indecibles, tuvo impulsos de llevarla á sus labios y besarla como si fuera una santa reliquia; pero se contuvo temiendo aparecer ridículo á mis ojos, tanto más cuanto que las lágrimas pugnaban por brotar de los suyos.

—No extrañe usted—añadió,—que me convierta ahora en chiquillo, á pesar de que muchas veces he dado pruebas de muy hombre, según lo acreditan estas cruces que llevo aquí colgadas. ¡Usted no sabe los recuerdos que me trae á la memoria con hablarme de aquella ermita y aquel campo y aquel árbol!

—Me parece adivinar algunos, porque también en mi pueblo hay una ermita y un campo y un árbol que dentro de algunas horas me harán llorar con los recuerdos que traerán á mi memoria cuando los contemple.

—¡Ah, caballero, permítame usted que estreche su mano con la mía, porque veo que usted comprende lo que dentro de mí pasa cuando vuelvo al pueblo donde nací, después de pasar seis años suspirando por él y pensando que en él suspiraban por mí.

—¡Cerca de veinticuatro lio pasado yo suspirando por el mío y pensando que allí suspiraban y aún morían suspirando por mí! Dígame usted algo de los recuerdos que traen á su memoria la ermita y el campo y el árbol de su pueblo, á ver si tienen alguna semejanza con los que dentro de algunas horas traerán á mi memoria una ermita y un campo y un árbol semejantes.

—Con mucho gusto le diré á usted algunos, ya que decírselos todos sea imposible, porque sería cuento de nunca acabar. Cuando yo era niño de pecho, viéndome mi madre moribundo, me cogió en sus brazos, y corriendo conmigo á la ermita, se arrodilló á los pies de la Virgen clamando desolada: «¡Santísima Madre, ten compasión de mí y detén la vida que huye de esto querido pedazo de mis entrañas!» Mi pobre madre dice que apenas clamó así, la Virgen lo sonrió amorosamente, y cuando poco después salió conmigo de la ermita, yo sonreía también alegre y sonrosado, porque había recobrado la salud por medio de un milagro. Desde entonces todos los días va mi madre á aquella ermita y habla á la Virgen de mí, y por mí le ruega llorando. Ya ve usted que aunque no tuviera más motivos que éstos (que tengo muchos más) para conmoverme pensando en aquella ermita, si no me conmoviera pensando en ella, no tendría corazón.

—Es verdad, amigo mío.

—¿Para qué le he de molestar á usted con los recuerdos de mis juegos y alegrías de niño, y de mis solaces de mozo en aquel campo donde la juventud del pueblo se reúne y se divierte los días festivos? Para que usted comprenda en toda su extensión y verdad lo que siento al ver esta rama desprendida del árbol á cuya sombra casi he pasado los primeros veinte años de mi vida, necesito decirle á usted algo que á otro le parecería desdecir de un hombre que como yo ha andado seis años por el mundo corriendo peligros y afeando la blandura de corazón de las mujeres y de los mozos imberbes.

El licenciado llevó la mano á su pecho, y enseñándome una medallita de latón que llevaba pendiente del cuello, y luego la cinta de que pendía el canuto de la licencia, añadió:

—¿Ye usted esta medallita? ¿Ye usted esta cinta de seda? Pues las dos proceden de mi pueblo, y son regalo de una misma mujer, que no es mi madre ni mi hermana...

—Comprendo perfectamente quién es.

—Pues bailando con ella una tarde en aquel campo lo dije que la quería, y arrodillados poco después uno al lado del otro en aquella ermita, juramos en voz baja y temblorosa que nos querríamos siempre. Un anochecer nos reunimos bajo aquel árbol para despedirnos, porque antes de amanecer debía yo emprender la jornada que al fin va á terminar. «Toma—me dijo,—esta medalla de la Virgen de las Nieves, que está bendita, y el corazón me dice que te ha de salvar de todo peligro». Y así diciendo, besó esta medallita y me la puso al cuello. Entonces yo, buscando en el cielo algo que no encontraba en la tierra para corresponder á su fineza, saqué la navaja é hice en el tronco del árbol una crucecita, exclamando con los ojos llenos de lágrimas: «Por esta santa cruz te juro que te he de querer hasta la muerte!» ¿Comprende usted y disculpa, después de oir todas estas simplezas que le he dicho, por qué pierdo los estribos al pensar en la ermita, el campo y el árbol que me recuerda esta vara?

—¡Pues no lo he de comprender, si lo siento!

Momentos después el licenciado y yo nos estrechamos la mano y partimos en dirección opuesta, cada uno hacia donde nuestro corazón y nuestros recuerdos nos llamaban.

—«¡No hay patria fea!» iba yo pensando con toda la convicción de mi alma.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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