Prólogo
I
Esta es la novena colección de cuentos que doy á luz, puesto que la han precedido las que llevan estos nombres:
Cuentos de color de rosa.
Cuentos populares.
Cuentos campesinos.
Cuentos de varios colores.
Cuentos de vivos y muertos.
Narraciones populares.
Cuentos del hogar.
Cuentos de madres é hijos.
Todos estos libros pudieran llevar el título de cuentos populares, porque casi todos los cuentos de que se componen tienen el carácter popular por su fondo y forma, aunque no en todos proceda el pensamiento capital de la inventiva del pueblo.
En los respectivos prólogos he dicho casi todo lo que pienso acerca de este ramo literario en general, y acerca del procedimiento que empleo en su cultivo; pero, á pesar de esto, no me parece ocioso añadir aquí algo que allí falta ó debe ser aquí repetido.
No tengo gran derecho á quejarme de la acogida que el público ha dispensado á mis cuentos, puesto que algunas de sus colecciones han sido reimpresas repetidas veces, y no pocos cuentos míos corren en todos los idiomas literarios de Europa, á pesar de las grandes dificultades que ofrece su versión, cualquiera que sea la lengua en que se verifique, por la índole especial de la castellana y los modismos y frases populares y familiares que en ellos abundan y que desapareciendo, como es punto menos que indispensable que desaparezcan en la traducción, si ésta no ha de ser absurda, desaparecen casi toda la gracia y la expresión de los cuentos; pero debo decir que en España no se hace de los cuentos populares el aprecio que se hace en otros países, y singularmente en los del Norte de Europa, donde se recogen y se publican y se leen con avidez y delicia hasta las más inverosímiles é insulsas de estas creaciones de la fantasía y el espíritu popular.
No ha influído poco el relativo é injusto desdén que en España encuentran los cuentos populares en el sistema que he adoptado para dar ingreso en nuestra literatura á las creaciones de esta índole. He necesitado tener mucha fe en la bondad de los cuentos populares para que no haya desmayado ni desmaye en la empresa de recogerlos y coleccionarlos y publicarlos, que acometí hace más de veinte años y pienso continuar mientras viva. Es muy posible que esta perseverancia mía no tenga la debida recompensa en mi tiempo, pero estoy seguro de que al fin se ha de reconocer, tarde ó temprano, que algún servicio prestó á la literatura patria, y aun á la historia del espíritu y la lengua populares de España, el que consagró gran parte de su vida á encerrar en una serie de libros tantas manifestaciones y elementos de aquel espíritu y aquella lengua como andaban dispersas y entregadas á la instabilidad de las costumbres, de los sentimientos y hasta del lenguaje popular y familiar, que en los tiempos modernos varían aun más que las generaciones, por efecto de la facilidad de relaciones entre todos los países y el espíritu de innovación que caracteriza á estos tiempos. Los cantares populares y los cuentos de la misma procedencia ocupaban escasísimo y despreciado lugar en la literatura española al mediar el presente siglo, en que Fernán-Caballero y yo, casi simultáneamente, empezamos á recoger y dar á luz unos y otros, cada cual á su manera. Desde entonces acá los cuentos y los cantares populares han adquirido grandísima importancia en nuestra literatura, y nadie podrá negarnos á Fernán-Caballero y á mí lo mucho que hemos contribuído á ello.
En alguna de mis colecciones de cuentos he explicado el sistema que empleo en la redacción de aquellos cuya idea capital es debida á la inventiva del pueblo, y no digo del pueblo español, porque es muy aventurado fijar la nacionalidad en que la mayor parte de los cuentos populares tuvieron origen; pues, como ya he dicho en alguna otra ocasión, muchos de los cuentos que son populares en España lo son también en otros países lejanos del nuestro, variando únicamente en lo accidental, y no en lo esencial. En vano he tratado de explicarme este fenómeno, acerca del cual dice un escritor francés:
«Los cuentos de Florencia y de Milán, como los de Palermo y Pomigliano, tienen singulares relaciones con los de los demás pueblos: conócese que tienen todos un mismo origen, y se sabe que este origen común es el Oriente. El parentesco de las razas indoeuropeas es un hecho que no necesita demostración; pero como este parentesco es lejano, admira que queden de él tantos rastros en la poesía infantil y popular de todos los países.»
II
Recoger los cuentos populares y darlos á luz tales como el pueblo los cuenta, como han hecho en Alemania los hermanos Grimm, y novísimamente en Italia el Sr. Vittorio Imbiani, tendría en España un inconveniente literario y otro moral. El inconveniente literarario sería la falta de interés, como consecuencia de la inverosimilitud y carencia de arte, que en casi todos los cuentos populares son tales, que éstos sólo sirven para embobar inocentes niños y personas faltas de toda cultura y lucidez de entendimiento. El inconveniente moral sería aún más grave, porque la mayoría de los cuentos populares, ó no ensenan nada, ó enseñan lo que la moral y el buen sentido rechazan. Se me preguntará: «Pues si los cuentos populares tienen esos dos inconvenientes, ¿cuál es su mérito, y, por tanto, por qué se los recoge y publica en todos los países cultos, y muy particularmente en todos aquellos donde los estudios literarios y filosóficos están á mayor altura?» Así como me anticipo á hacer esta pregunta, me anticiparé á darle respuesta.
Los cuentos populares, aun tales como corren en boca del pueblo, y aun con estos inconvenientes, son dignísimos de que se los recoja, estudie y publique, porque encierran tesoros de ingenio, de gracia, de filosofía, de sentimiento y de revelación del espíritu y las costumbres de las generaciones que precedieron á la nuestra; tesoros que, no porque estén ocultos y envilecidos entre la escoria y el limo en que han permanecido envueltos durante siglos, son menos dignos de ser explotados y estimados.
Entre los muchos cuentos populares que yo he recogido y aun conservo en mi cartera en forma de apuntes, hay uno que ha sido para mí la solución de un problema histórico que hombres muy doctos no habían podido encontrar, por más que se habían desojado registrando crónicas y protocolos seculares, y yo, falto de sabiduría y erudición, he encontrado al calor de un rústico hogar, escuchando lo que otros llaman simplezas y boberías de viejas y niños. Hay en nuestras provincias del Norte una noble villa á la cual acusan los pueblos comarcanos de que en ella hubo judíos; acusación que la villa considera como la mayor de las calumnias y la mayor de las ofensas. Pues bien: un cuento popular, una conseja de las que las abuelas y las madres emplean para entretener á sus niños, una narración de gentes sencillas y rústicas, que de una en otra generación se había ido oyendo y transmitiendo en la villa, sin que nadie encontrara en ella revelación histórica alguna, lo ha sido para mí de que en efecto en aquella villa hubo judería en los últimos tiempos de la Edad Media. En aquel cuento, que parece ser exclusivo de aquella población, pues no le he encontrado en ninguna otra, he encontrado, velada con densas pero transparentes nieblas de piedad, una tremenda acusación á la religión cristiana y una exaltada apología de la religión judaica, que me han dado plena seguridad de que aquel cuento es invención judía, y, por tanto, allí hubo judíos en la Edad Media.
Casi todos los cuentos que constituyen esta colección merecen el nombre de populares, no tanto por su forma, como porque están basados en un cuento recogido de boca del pueblo. Los cuentos que les han servido de base eran tan cortos, que todos ellos, reproducidos tales como yo los he oído contar á las gentes del pueblo, no ocuparían una docena de páginas de este libro.
Lo que yo hago con los cuentos populares, para que no sean del todo indignos de ingresar en nuestra literatura, es conservar el pensamiento capital y la forma de los que he recogido de boca del pueblo, y dotarlos hasta donde puedo de las condiciones literarias, morales y filosóficas de que carecían, como obra de gentes completamente extrañas al arte y sólo dotadas de cierta intuición artístico-filosófica. Para que se pueda formar alguna idea del trabajo que empleo al parafrasearlos cuentos que recojo de boca del vulgo, voy á reproducir aquí, casi textualmente, el que ha servido de base al titulado La Obligación y la devoción.
«Estas (decía el narrador) eran una beatona que se pasaba la vida en la iglesia comiéndose los santos y todo lo tenía en su casa patas arriba, y una buena mujer que sólo oía misa los domingos y fiestas de guardar y todo lo tenía en su casa como un reloj. Pues, señor, sucedió que se murieron las dos un mismo día, y emprendieron juntas el camino del otro mundo. Al llegar á las puertas del cielo, San Pedro las preguntó lo que habían hecho para ganar la gloria, y después de oirías á las dos, le dijo á la beatona que de seguro entraría en el cielo, y á la otra, que de seguro no se escaparía sin algunos años de purgatorio. Avisó San Pedro al Señor para que saliera á juzgarlas á las dos, y el Señor, después que las oyó, entregó la beatona al diablo para que se la llevara al infierno, y dando su brazo á la otra, se entró con ella en el cielo.»
Tal era, con corta diferencia, el cuento de La Obligación y la devoción en boca del pueblo, y digo con corta diferencia, porque he omitido, además de no pocos solecismos, una porción de chistes de mal género con que se desternillaban de risa las gentes al mismo tiempo que yo le escuchaban.
III
En alguno de los prólogos de mis anteriores colecciones de cuentos hice una observación que me parece muy curiosa y digna de repetirla aquí. Algunos de los cuentos que yo he recogido del vulgo y he publicado después de darles el sabor literario, la forma artística y la dirección filosófica y moral que mi ingenio y mi buena intención me han permitido, han vuelto al dominio del vulgo con la transformación que yo les había hecho sufrir, y he tenido la agradable sorpresa de que se me cuenten á mí mismo con esta transformación é ignorando que yo los conociese. En este caso se hallan señaladamente los que llevan el título de El tío Miserias , La Portería del cielo Las Truchas, La Ballena del Manzanares y Las Orejas del burro . Si el hecho es curioso, también lo es la circunstancia de que, preguntando yo á los narradores en qué libro ó periódico habían aprendido aquellos cuentos, me respondieron que en ninguno, pues los habían oído contar de palabra. Es, pues, de suponer que el libro ó el periódico los devolvió al pueblo puestos por mí como nuevos, y luego comenzó para ellos una segunda vida oral, en que, si bien la forma que yo les di aparecía algo adulterada, se conservaba sin detrimento el fondo artístico y moral que de mí recibieron y era infinitamente mejor que el originario.
La tarea de recoger cuentos de boca del vulgo no es fácil como á primera vista parece. Generalmente el archivo donde se conservan y pasan de una en otra generaciones estas creaciones de la fantasía, de la observación, del sentimiento y aún de la malicia popular, es la memoria de gentes rústicas y sencillas, y es necesario tener mucha confianza y familiaridad con estas gentes para que se avengan á contar los cuentos que saben á las personas que no son de su condición, porque creen que estas personas se los demandan para burlarse de ellas, y no hay medio de hacerles comprender el verdadero fin con que se buscan. Es natural que esto último suceda. Durante la última guerra civil era general en España, particularmente entre el vulgo, la errónea creencia de que así aquella guerra, como la de 1833 á 1839, eran debidas á los fueros de las Provincias Vascongadas, que, en concepto de muchas gentes, hasta permitían á estas provincias disponer constantemente de un ejército armado y dispuesto á entrar en campaña cuando pluguiese á, las mismas. Terminada la guerra, D. Antonio Cánovas del Castillo, ansioso de popularidad, creyó excelente medio de alcanzarla la presentación á las Cortes de un proyecto de ley abolitorio de los fueros vascongados, y en efecto le presentó, y apenas hubo senador ni diputado que se atreviese á arrostrar la impopularidad de negarle su voto. Ibase, pues, á discutir la ley de 21 de Julio de 1876, que no quiero calificar ni aún de imprudente é impolítica, y las tres Provincias Vascongadas me honraron con el encargo de redactar el recurso que colectivamente habían de elevar á las Cortes contra aquella ley; y aunque me esforcé en declinar tal honra, no por vana modestia, sino por íntimo convencimiento de que el encargo era superior á mis fuerzas, y de que las Provincias Vascongadas tenían estadistas, jurisconsultos y escritores, que, con inmensa ventaja sobre mí, podían redactar el documento más transcendental, solemne y grave que en el curso de su historia habían elevado á los supremos poderes del Estado, insistieron en que fuese yo quien redactase la exposición, que en efecto redacté, y se elevó á las Cortes y se imprimió y circuló profusamente.
Pues bien: multitud de personas, al parecer ilustradas, ó cuando menos que se hubieran ofendido si se las hubiese calificado de vulgares, y que por lo visto no conocían de mis humildes escritos más que tal ó cual cuento popular, ó tal ó cual colección de ellos, se dirigieron á mí de palabra ó por escrito, felicitándome con entusiasmo y expresándome la sorpresa y el asombro que habían experimentado al ver que un autor de cuentos era capaz de escribir cosas formales como la exposición dirigida á las Cortes por las Provincias Vascongadas, que naturalmente necesitaba fundarse en el Derecho y la Historia y estar redactada con la elevación de estilo y raciocinio propia de tales documentos.
Diré aún más para probar el erróneo y desventajoso concepto que en España se tiene, hasta por personas que, con más ó menos aptitud, se dedican á los trabajos literarios, del cultivo de la literatura popular, cuya representación más genuina es el cuento, que no ha desdeñado la pluma de los más ilustres historiadores, entre ellos Dikens, autor de la Historia popular de Inglaterra; Cantú, autor de la Historia universal; Lamartine, autor de la Historia de los Girondinos, y Lafuente, autor de la Historia general de España. Hay en las Provincias Vascongadas un caballero, apreciabilísima como tal, que se dedica á los estudios históricos con laboriosidad y buen deseo dignos de aplauso, pero con criterio y condiciones de método y estilo inaceptables. Más de una vez tuve necesidad de discutir públicamente con este caballero, y como la discusión tomase giro un tanto agresivo y personal, no sé si por culpa mía ó de mi contrincante, éste parecía no encontrar medio más eficaz de herirme y rebajarme que el de echarme en cara que era autor de cuentos.
Para que se vea cuán distante estoy de creerme rebajado por ser autor de cuentos populares, voy á decir lo que en este particular siento y creo. Si en cualquiera de los certámenes industriales y artísticos, que tan frecuentes son en nuestro tiempo, se diese cabida á trabajos de la índole de los que han ocupado la mayor parte de mi vida literaria, y yo presentase en ese certamen mis nueve volúmenes de cuentos y el Libro de los cantares, que pertenece también á la literatura popular, creo se cometería conmigo una gran injusticia si no se me adjudicase un gran premio, siquiera fuese el de la constancia y la buena intención.
IV
Concluiré este poco substancioso prólogo concretándome un poco más que lo he hecho á la nueva colección de cuentos que le motiva, ó cuando menos le sirve de pretexto. Será cierta, hablando en sentido general, la afirmación de los franceses de que el nombre nada importa á las cosas; pero no lo es con relación á los libres, y esto sin duda quiso decir Plinio al decir que el escritor no debe olvidar, mientras escribe, el título que puso á la cabeza de la obra. El que, como yo, ha tenido que buscar título diferente á ocho libros que pudieran comprenderse bajo un título sólo, debe naturalmente encontrarse apurado para encontrársele á un libro más, que ni en su fondo ni en su forma se diferencia de los precedentes del mismo género. Por esto me he dejado de cavilaciones y he dado á este libro el título de Nuevos Cuentas populares, que si carece de novedad, en cambio no carece del todo de exactitud, porque entre los varios cuentos de que se compone hay siete, que son Las Dos noblezas, La Obligación y la devoción, El Ten-con ten, El Maestro de hacer cacharas, La Escapatoria , San Pedro me valga y El General Manduca , cuyo pensamiento capital pertenece al pueblo, y los cinco restantes, si no tienen esta circunstancia, tienen la fortuna popular, y en todos ellos hay ideas secundarias pertenecientes al pueblo, y no á mí, que no me limito á recoger cuentos de cierta extensión y estructura, sino también anécdotas y modismos populares, en cuya atención puedo decir que en mis nueve colecciones de cuentos he encerrado lo más interesante, y por tanto digno de conocerse como materia de estudio de la inventiva, el espíritu y el lenguaje del pueblo español, por más que haya excluído ó modificado lo absurdo ó inmoral, que en mi concepto no debe ingresar en la literatura de ningún pueblo.
Quizá, considerados los cuentos populares únicamente como materia de estudio, hubiera convenido que me hubiese limitado al modestísimo papel de recolector y editor; pero considerados como materia de estudio, de enseñanza y de recreo, que es como yo los considero, creo se aprobará el sistema que he preferido, y no pecaré de inmodesto si me considero comprendido entre aquellos narradores de quienes dice Cenac Moncaut, al dar á luz los Cuentos populares de Gascuña:
«Atentos á percibir todos los murmullos y á asimilarse todas las emanaciones intelectuales que se elevan en torno de ellos, constituyen en propiedad personal suya los pensamientos que pertenecen algún tanto á todos, los traducen bajo el título de crónica ó novela, de disertación ó de poema, dan á las opiniones de su tiempo, que eran algo vagas, limpieza y elegancia de estilo, en una palabra, todas las condiciones necesarias para que puedan generalizarse, arraigarse y desenvolverse en los espíritus.»
Ciertamente no soy yo de los que prestan atento oído á todos los murmullos y se asimilan todas las emanaciones intelectuales, porque hay murmullos y emanaciones de carácter científico, para cuya percepción son ineptos mi oído y mi entendimiento; pero en otra esfera más modesta que la de la ciencia y la filosofía escolares, en la de la naturaleza y la vida social y familiar tal cual la vemos y sentimos los hombres vulgares, hay también murmullos y emanaciones intelectuales que yo percibo y me asimilo y voy encerrando en esta serie de libros, que con la calificación de cuentos populares voy dejando tras de mí como rastro de mi humilde existencia.
Si en España esta tarea no encuentra por regla general la estimación y la recompensa que encuentra en otros países, no por eso carece de estímulos que son muy poderosos y dulces para los que como yo piensan y sienten; escribo este prólogo sin haber descansado aún de un viaje de algunos días por los amenos y hermosos valles occidentales de Vizcaya, y con haber encontrado allí en muchos hogares, donde amorosamente se me ha ofrecido asiento, quien recordase, celebrase y sintiese aun más que yo lo que en esos libros voy dejando encerrado, me basta para que no desmaye en la senda que ha tantos años emprendí y voy siguiendo con tal perseverancia, seguro de que no es indigna de los que como yo rinden ferviente, aunque modesto, culto á la belleza del arte, de la moral y del patriotismo.
Antonio de Trueba.
Bilbao, Diciembre de 1879.
Las dos noblezas
Este era un Rey muy bueno y querido de sus vasallos; pero tenía sus rarezas, como á todos nos sucede; entre ellas, la de no permitir en su reino, y menos en su corte, el ejercicio de artes mecánicas, tales como la zapatería, porque decía que tales artes eran opuestas á la nobleza que quería conservar en su reino en toda su pureza y esplendor. Reyes así serán muy buenos, pero á mí no me gustan, acaso porque yo no entiendo de estas cosas. Preguntando al buen anciano que me contó este cuento que pensaba de tales Reyes y que de los que pecaban en el extremo opuesto, se limitó á contestarme: «¡Mal año para ellos!»
El Rey era viudo y tenía una hija por quien deliraba, creyéndola la chica más hermosa de este mundo. La Princesa era, en efecto, un prodigio de hermosura y gracia; sobre todo, su pie era una maravilla por lo chiquirritito y mono; y era de suponer que de allí arriba todo correspondiese al pie, inclusa la pantorrilla, que era preciosa, según decían todos los que habían logrado ver un poquito de ella al levantar la Princesa el vestido con mucha monería para pasar algún charco.
Allí todos los artefactos se traían de tierra extranjera, porque no se permitía fabricar ninguno en el reino, y, por consiguiente, también el calzado era allí extranjero. Como el pie de la Princesa era un pie de ángel, era casi imposible que hombres le hiciesen zapatos como es debido, y mucho más imposible haciéndolos sin medida.
El Rey estaba disgustadísimo con esto último, y por más que preguntaba á sus nobles ministros y cortesanos cómo se podría remediar tan grave inconveniente, no acertaba á remediarle, porque todos sus cortesanos y ministros se encogían de hombros cuando S. M. los consultaba sobre asunto tan importante y transcendental.
Hacía mucho tiempo que ningún calzado de la Princesa había estado siquiera á medio gusto del Rey, y ésto, naturalmente, cogía el cielo con las manos por tal desgracia. Por fin, prueba que prueba botitas, la Princesa dió con unas que casi estaban á gusto de su excelso padre, y entonces dijo el Rey, lleno de alegría:
—¡Ese, eso es el zapatero que yo buscaba hace tiempo, pues si ha hecho esas botitas casi justas sin haber tomado la medida, ¡qué no hubiera hecho si la hubiera tomado!
Inmediatamente mandó el Rey que se averiguase por medio de sus ministros plenipotenciarios en el extranjero quién era el zapatero que había hedió aquellas botitas, y resultó que las había hecho uno que llamaban Calzángeles, por la gracia y el ingenio que Dios le había dado para ejercer su oficio.
Después de sostener un larga y terrible lucha entre su amor de padre y su deber de Rey, que creía consistía en mantener la nobleza de su reino tan pura, que ni siquiera pusiese los pies en sus dominios hombre que ejerciese arte mecánica, se decidió á hacer el tremendo sacrificio de invitar á Calzángeles á ir á su corte para que tomase medida del piececito de la Princesa, y una vez tomada, se apresurase á volver con la medida al extranjero, donde recibiría el título de zapatero de cámara de S. M. y A., con la condición de que si volvía á penetrar en los nobilísimos dominios de S. M., sería fusilado sin más que identificar la persona.
Calzángeles contestó: en primer lugar, que pertenecía á una de las dos noblezas ó aristocracias de su tierra, que eran la de la virtud y el talento, y la de la sangre; y en segundo, que no estaba para viajes, y que sólo haría el que se lo proponía con la condición de que se lo había de permitir establecerse en la corte. El Rey se escandalizó de esta condición; pero como Calzángeles insistiese en ella y S. M. se resignó al fin á aceptarla, viendo que no había otro remedio, y dió su palabra de Rey al zapatero de que nunca, con ningún pretexto, ni por ningún motivo, haría con él ninguna barbaridad una vez establecido en su noble corte.
Apenas el zapatero llegó á ésta, fué á palacio á ponerse á los pies de la Princesa y tomarle medida de unas botitas que S. A. deseaba mandar hacer cuanto antes para que su augusto padre llorase de alegría viéndola bailar, con ellas puestas, el zapateado.
El Zapaterillo (á quien en adelante daremos este nombre, porque es el más conforme con su juventud, su gracia y su linda personita) se arrodilló á los pies de la Princesa con la finura del más cumplido cortesano, y cuando la Princesa, con mucha monada, levantó el vestido hasta la pantorrilla para que el Zapaterillo le tomase la medida, el Zapaterillo se santiguó muy conmovido, y procedió con toda la sal y salero del mundo á tan delicada operación.
Chocáronle mucho á la Princesa la santiguada y la emocion del Zapaterillo, y hubiera dado cualquier cosa por saber la causa; pero como era cortita de genio y estaba también conmovida con la gracia del Zapaterillo, no se atrevió á preguntar á éste por qué se había conmovido y santiguado.
El Zapaterillo se había conmovido y santiguado al ver lo monos que eran el pié y la pantorrilla de S. A. Como deseaba que las botitas fuesen primorosas, pues era mozo de mucho pundonor profesional, empleó mucho tiempo en trabajar las botitas de la Princesa, y mientras trabajaba no hacía más que pensar en S. A., y, sobre todo, en aquel pie y aquella pantorrilla tan retemonos, y subiendo, subiendo de suposición en suposición, suponía en la Princesa perfecciones físicas y morales tan grandes, que cuando concluyó las botitas estaba ya perdidamente enamorado de S. A. No se le ocultaban los inconvenientes de aquel amor, porque como era chico bastante leído, recordaba aquello que dijo Tertuliano de que la mujer es la puerta por donde entra el diablo en el hombre; pero el recuerdo del pie y de la pantorrilla de S. A., y las suposiciones subsiguientes, daban al traste con Tertuliano todos los demás filósofos y moralistas.
Al mismo tiempo, la Princesa pensaba tanto en el Zapaterillo y tenía tanta ansiedad por saber por qué se había santiguado y conmovido cuando ella levantó el vestido para que le tomara medida del pie, y llegó á suponer tales cosas en el Zapaterillo, que si no había llegado á enamorarse de él, le faltaba ya muy poco.
Cuando el Zapaterillo fué á llevar y probar las botitas de la Princesa, con pretexto de ajustarlas y probarlas bien, sobó y re sobó tanto el piececito, y miró y remiró tanto la pantorrilla de S. A. y permaneció tanto tiempo arrodillado, soba que soba y mira que mira, que la Princesa y él tuvieron tiempo de sobra para hablar de una porción de cosas.
La Princesa le preguntó, poniéndose coloradito como un clavel, por qué se había santiguado y conmovido cuando fué á tomarle medida, y él ¡qué había de hacer sino decirle la verdad! La Princesa comenzó con esto á cavilar, y concluyó por enamorarse por completo del Zapaterillo, que, como era tan retunante, ya sabía dónde lo apretaba el zapato á S. A.
El Rey estaba entusiasmado con las botitas de su augusta hija, que le parecían modelo de perfección; pero la Princesa le dijo que le apretaban un poquito y convenía que volviera el Zapaterillo á corregir aquel defectillo, con lo cual quedarían al óleo. El Zapaterillo volvió, y entonces él y la Princesa se dejaron de cumplimientos y se declararon mutuamente que se querían, porque el gitano del Zapaterillo creyó que dándolo S. A. el pie podía tomarse la mano y besársela con tanta ansia, que parecía querérsela comer viva.
Aquel mismo día la Princesa dijo á su augusto padre que quería casarse con el Zapaterillo, porque le hacía mucha gracia y ella se la hacía al Zapaterillo. Su augusto padre se paso como un toro al oir esto, y si no mandó fusilar al Zapaterillo más pronto que la vista, fué porque había dado su palabra de Rey de no hacer con él ninguna barbaridad. Lo único que hizo fué echar su maldición á la Princesa y arrojar á ésta de palacio sin más que lo puesto, y mandar que ni á ella ni al Zapaterillo se les permitiera volver á poner allí los pies.
La Princesa y el Zapaterillo se casaron y, vivían muy bien, porque el Zapaterillo calzaba á todas las señoras de la corte, y así ganaba el oro y el moro. Entre las parroquianas del Zapaterillo había muchas que tenían el pie y la pantorrilla capaces de hacer pecar á un santo, pero el Zapaterillo no hacía caso de eso, lo que prueba que quería mucho á la Princesa y era un marido como Dios manda, por más que diga una copla española, compuesta sin duda por algún pícaro sastre:
Todos los zapateros
como Dios manda
pegan á sus mujeres
y se emborrachan
y el que no lo hace
aunque sea zapatero
parece sastre.
Como el Rey era tan bueno y quería tanto á su hija, y la Princesa
era de tan buen corazón y quería tanto á su padre, padre é hija
volvieron á verse, por supuesto, de ocultis, para evitar habladurías, y
concluyeron por devolver el Rey todas sus ricas joyas á la Princesa y
por verse todos los días con motivo de haber tenido S. A. un chico muy
mono, con el cual estaba chocho el abuelo.
Ya he dicho que el Rey era muy querido de sus vasallos; pero, á pesar de esto, unos cuantos tronados de esos que en todas partes, menos en España, rabian por meter el hocico en el comedero nacional, armaron una revolución de mil demonios; y como la generalidad de las gentes del reino eran muy pacíficas y puede más uno que apunta con un trabuco que mil que apuntan con un bieldo, era lo cierto que la revolución había llegado triunfante á las puertas de la capital, y esta se veía sitiada por los pronunciados y defendida débilmente por sus habitantes, que, aunque todos ellos eran tan nobles como el Soberano, no servían para aquellas cosas.
El Rey llamó á palacio á la principal nobleza y, por supuesto, á los ministros y demás altos funcionarios de la corte, y les pidió consejo sobre lo que debía hacer en tan crítica situación; pero todos se encogieron de hombros, sin que á ninguno se le ocurriera una idea salvadora.
El Rey estaba desesperado con la esterilidad de ingenio de todos aquellos nobles magnates de su corte, que en las fiestas y paradas oficiales parecía que se iban á comer el mundo entero con sus espadones y deslumbrantes uniformes; y en su desesperación, le ocurrió consultar, por supuesto, de ocultis, á su yerno el Zapaterillo, que sabía era tan ingenioso por naturaleza como plebeyo por oficio. El Zapaterillo se enteró muy detenidamente del estado de la política interior y exterior, y particularmente del estado en que se hallaban las relaciones del Rey con los Gigantones, sus vecinos.
—Sólo de Dios y de los Gigantones—contestó el Rey—puedo esperar auxilio.
—Pues duerma V. M. á pierna suelta, que yo le respondo de que le tendrá—le dijo el Zapaterillo,—y se retiró muy templado, dejando al Rey jurando y perjurando que, si salía bien de aquélla, había de haber en su reino dos noblezas en lugar de una.
Conviene decir qué casta de pájaros eran los Gigantones, de quienes el Rey y el Zapaterillo habían hablado. Los Gigantones eran los habitantes de un reino confinante con el de S. M., y se les daba aquel nombre porque eran verdaderos gigantes de cuerpo y ánimo, tanto que cada uno de ellos valía por un batallón de soldados de cualquier otro país.
Los pronunciados habían procurado malquistar al Rey con ellos para que no le prestasen auxilio; pero aun así no las tenían todas consigo, porque si el Rey de los Gigantones intervenía en favor del Rey su vecino, aunque sólo fuese enviándole una compañía para defender la capital, de seguro se llevaba la trampa la revolución.
El plan de los pronunciados era entrar en la capital, que creían fuese débilmente defendida por sus nobles habitantes; apoderarse de la Princesa, que sabían habitaba fuera del Real alcázar; llevársela y amenazar al Rey con sacrificarla si no accedía á todas sus exigencias, que ya he dicho eran las de permitirlos meter el hocico en el comedero nacional, que aquí en España, donde somos más corteses, llamamos presupuesto. Se conoce que aquellos bribones habían leído la historia de España y contaban con que el Rey no tendría el sublimo y bárbaro valor de Guzmán el Bueno para contestarles arrojándolos un cuchillo. En cuanto á apoderarse del mismo Rey, eso ya era harina de otro costal, porque el Real alcázar era muy fuerte y estaba defendido por un cañon, cuyos metrallados barrían la entrada principal de la ciudad, que era por un arenal muy hermoso.
Aquella misma noche, el Zapaterillo cogió las botitas de la Princesa, puso cada una de ellas en la punta de una estaca, á modo de contera, se colgó del cuello un par de borceguíes suyos, hechos de antemano con tal artificio que el tacón estaba delante y la punta detrás, de modo que andando con ellos puestos, las pisadas indicasen que el que había ido había vuelto, ó que el que había vuelto había ido, y provisto de estas ingeniosas invenciones, se dirigió á la puerta del arenal así que la noche estuvo como boca de lobo y el arenal completamente desierto y silencioso.
Una vez llegado al arenal, siguió hasta el fin de éste, señalando en la tina arena, á la mano derecha, de su huella, la de las botitas de la Princesa, que procuraba fuese profunda, apoyando alternativa y fuertemente las dos botitas en la arena con ayuda de las estacas á que servían de contera, y al llegar allí, cambió los borceguíes que llevaba puestos por los que llevaba colgados del cuello, y desandando lo andado, volvió á meterse en la ciudad y se fué a dormir con la Princesa más fresco que una lechuga.
Apenas amaneció, los pronunciados enviaron espías al arenal para averiguar si había entrado ó salido alguien, y muy pronto supieron, con gran consternación y rabia, que la Princesa se había escapado, probablemente á refugiarse en territorio de los Gigantones, y también probablemente con la misión de pedir á éstos que fuesen á defender á su padre.
Los informes de los espías eran unánimes y tan circunstanciados, que hasta de ellos se colegía que la Princesa había escapado llevándola del brazo un hombre que debía ser su marido, pues la huella de su piececito aparecía constantemente á la derecha de la huella del hombre, y ya se sabía que el Zapaterillo llevaba siempre á su derecha á la Princesa cuando paseaba con ella de bracero. En cuanto á la huella de otro hombre, aparecía constantemente á la izquierda del Zapaterillo, y esto indicaba que los había acompañado un criado cargado con equipaje, en el que probablemente irían las ricas joyas de la Princesa, á las que rabiaban por meter mano, no obstante haber escrito en su bandera: «Queremos patria con honra», y haber puesto los consabidos carteles de «Pena de muerte al ladrón.»
Aunque desanimados con esto contratiempo, los pronunciados tuvieron consejo aquel día y se decidieron á atacar el Real alcázar la mañana siguiente, para evitar la contingencia de que al llegar la Princesa á la corte del Rey de los Gigantones, éste se decidiese á enviar algunos de sus formidables soldados en auxilio de su vecino Y antiguo aliado.
El Zapaterillo, que había pasado el día haciendo un par de zapatos enormes, ideados con tal artificio que se adaptaban perfectamente á sus pies, y lo mismo servían para usarlos con el tacón detrás y la planta delante que con el tacón delante y la planta detrás, se dirigió hacia la puerta del arenal así que la noche se puso obscura y no se sentía una mosca fuera de la puerta, y se entretuvo una hora en dar paseos desde la puerta al fin del arenal y desde el fin del arenal á la puerta, sin detenerse más que un poquito al fin de cada paseo de ida y vuelta, para cambiar la postura de los enormes zapatos, de modo que la huella que señalasen fuese constantemente de hombre que había entrado, y no de hombre que había salido.
Al amanecer, los pronunciados, según costumbre, enviaron espías al arenal, y los espías volvieron con que el arenal estaba lleno de pisadas de más de media vara, de hombres que habían entrado en la ciudad. La alarma y la consternación de los pronunciados fueron terribles al saber que lo menos una compañía de Gigantones había penetrado aquella noche en el Real alcázar, y sin duda se disponían á caer sobre el ejército sitiador sorprendiéndole y desbaratándole.
Los pronunciados se prepararon inmediatamente á levantar el sitio y huir despavoridos. El Zapaterillo, que lo observaba todo desde la boardilla de su casa con un anteojo de larga vista, y ya había obtenido del Rey amplias facultades para lo que le diese la gana en las críticas circunstancias que la capital y el Monarca atravesaban, bajó á la calle más listo que una centella, fué á la cárcel, que estaba llena de infelices acusados de haber ejercido artes mecánicas, puso en libertad á los presos, les arengó prometiéndoles que en lo sucesivo á todo hijo de vecino le sería lícito echar media docena de tachuelas á los zapatos ó componer una silla desvencijada; los proveyó de armas y municiones, que tomaron ebrios de patriótico entusiasmo, y puesto á la cabeza de ellos, y seguido de lejos de algunos de los más ilustres representantes de la nobleza, cayó sobre los pronunciados en el momento en que huían, y no dejó títere con cabeza entre ellos, volviendo triunfante á la capital libertada, que le recibió con delirante entusiasmo, echando á vuelo todas sus campanas, engalanando todas sus ventanas y balcones, y arrojando flores, y por supuesto, detestables versos, á los libertadores.
La Princesa, su augusta esposa, se le quería comer vivo, de amor y de alegría, y en cuanto al Rey, su excelso suegro, todo lo que se diga es poco para decir cómo le recibió. ¿Qué más, hombre? hasta el chiquitín le dió un beso después de limpiarle los moquitos su augusta madre!
Pero ¡ay! con razón se dice que no hay rosa sin espinas, ni mosto sin heces. La inmensa mayoría de los habitantes de la capital pertenecía á la nobleza hereditaria, á la nobleza de la sangre, y pasado el primer entusiasmo del triunfo, empezaron todos á entristecerse pensando que no pertenecía á aquella nobleza el héroe libertador, y era muy probable que el Rey la aboliese y la sustituyese con otra, con la nobleza de la virtud y el ingenio, á que el Zapaterillo pertenecía.
En efecto, ésta era la intención del Rey, que encerrándose en la Real cámara á solas con su salvador y yerno, dijo á ésto.
—Oye, Calzángeles, mi querido hijo y glorioso libertador de la patria, hablemos de las cosas del Estado con la seriedad que el caso requiere. Yo había jurado y perjurado que si salía bien de ésta con tu ayuda, en mi reino habría dos noblezas en lugar de una sola; pero me arrepiento de lo jurado y perjurado, y me decido á que haya una sola, que ha de ser la de la virtud y el talento, á que tú perteneces ¿Qué han hecho para salvar al Rey y á la patria todos esos nobles, en cada uno de los cuales creía yo ver un héroe más valiente que el Cid Campeador? Tú lo has visto; ¡ni corazón ni talento ha demostrado ninguno de ellos en la hora del peligro! Nada, nada; hay que dar completa vuelta á la tortilla.
—¿Qué barbaridades está V. M. diciendo?—exclamó el Zapaterillo interrumpiendo al Rey, no por falta de respeto, sino por sobra de buen sentido y espíritu de justicia.—En toda tierra de garbanzos conviene y es justo que haya dos noblezas ó aristocracias: la primera, la de la virtud y el talento, y la segunda, la de la sangre, y no hablo de la del dinero, porque esa lo mismo puede ser vileza que nobleza...
—Pero, hombre, si es nobleza porque hace buen uso del dinero, ¿á cuál de las dos pertenece?
—A la de la virtud y el talento.
—¡Bien, hombre, bien! sigue, que cada vez me convenzo más de que eres más listo que un demonio.
—Pensando piadosamente, hay que suponer que toda nobleza hereditaria, ó de la sangre, empezó con una gran virtud, que, pensando del mismo modo, se ha ido repitiendo y multiplicando, en más ó menos grado, de generación en generación, por aquello de que nobleza obliga; y esta consideración es por sí sola bastante para que se respete á la nobleza hereditaria. Ni en Lacedemonia, ni en Atenas, ni en Roma, se hizo la barbaridad que V. M. quiero hacer, Licurco y Solon...
—¡Hombre! veo que eres más leído de lo que era de suponer en un zapatero.
—Pues qué, ¿el que uno pase el día dale que le das á la lezna y el cáñamo, es inconveniente para que uno tenga media docena de buenos libros y se entretenga con ellos á las horas de descanso, ó los días de fiesta, en lugar de ir á la taberna á emborracharse? Dirá V. M.: ¿pues qué demonio de erudición ni sabiduría se necesita para hacer zapatos, que viene á ser el arte de hacer fundas para la parte más baja del cuerpo humano? Si V. M. lo dice, dirá un desatino, pues todo artesano, sin exceptuar el zapatero, debe tener al dedillo la historia de su arte y cuanto con su arte se relaciona más ó menos directamente.
—Tienes razón, hombre; pero ¿qué es lo que ibas á decir de Licurgo y Solon?
—Lo que iba á decir era que aquellos legisladores, lejos de abolir nobleza alguna, hicieron nobles á todos los ciudadanos, declarándolos á todos iguales, menos á los pícaros; y una cosa por el estilo se hizo con las Provincias Vascongadas, donde mientras en el resto de España andaban siempre á la greña con que mi sangre es azul, y negra la tuya, tan noble se consideró siempre al pobre bracero que hacía carbón en los robledales de Mallabia, ó sacaba vena de hierro en el monte cuya riqueza metálica maravilló á Plinio, como á los solariegos de Muncháraz, que casaban con hijas de reyes. Santo y muy bueno que á la nobleza hereditaria no se la den preeminencias legales sobre las demás clases del Estado; pero si hay quien cree que vale más descender del Archipámpano de Sevilla que de Perico el de los Palotes, deje V. M. que se tronce el espinazo haciendo reverencias á los descendientes del susodicho Archipámpano ó del preste Juan de las Indias.
—Hablas con cabeza, hombre; hablas con cabeza, y ya verás cómo no echo en saco roto tus consejos.
En efecto, al día siguiente el Rey promulgó dos pragmáticas importantísimas. Por la primera se declaraba que todos sus súbditos se dividían en dos categorías sociales, que eran la de los hombres de bien y la de los bribones, con el ítem de que los segundos habían de ser esclavos de los primeros, y no los primeros de los segundos, como, aunque pareciese mentira, pasaba en algunos países preciados de cultos, y por la segunda declaraba S. M. su sucesor en el trono al primogénito de su augusta hija la Princesa y de su glorioso yerno Calzángeles.
El reino fué desde entonces muy próspero y feliz; pero me temo mucho que al fin y al cabo se le lleve la trampa, porque los bribones y holgazanes, estimulados con el mal ejemplo de lo que pasa hasta en los países tenidos por más liberales, están siempre erre que erre con que han de meter el hocico en el comedero nacional; cosa que, al parecer, no se puede impedir, á no hacer la barbaridad de gobernar á estacazo seco.
El maestro de hacer cucharas
I
A Ramón no le podían ver ni pintado en su pueblo, porque era un holgazán como una loma, sin oficio ni beneficio, por lo que le llamaban el maestro de hacer cucharas, que en aquel país significa aproximadamente lo que en otros el maestro de atar escobas. Mientras le duró la herencia paterna lo pasó muy bien, andando de viga derecha; pero cuando acabó de comérsela, no encontró quien le diese para llenar la andorga, y á fuerza de acostarse con una ración de hambre y levantarse con otra de necesidad, se iba quedando como un alambre.
—Pero, hombre—le decían todos,—ya sabes que en esta vida caduca, el que no trabaja no manduca.
—¡Ya lo sé, por mi desgracia!—contestaba Ramón bostezando.
—Pues entonces, ¿por qué no trabajas para manducar? Dios opina que el hombre debe ganar el sustento con el sudor de su frente.
—En ese punto no estoy conforme con Dios.
—¡No digas judiadas, hombre!
—Las opiniones son libres.
—Pero no las opiniones contrarias á las de Dios.
Razonando y disputando así el maestro de hacer cucharas, se moría de hambre por no querer doblar el espinazo, y recordando é interpretando absurdamente el precepto bíblico que dice: «Nadie es profeta en su patria», y el refrán que añade: «El que no se aventura no pasa la mar», determinó irse por el mundo en busca de tierra donde pudiera comer sin trabajar.
Andando, andando, recorrió las siete partidas sin encontrar lo que buscaba, y llegó á un pueblo, donde se sentó, desfallecido de hambre, en uno de los bancos de piedra que adornaban un paseo.
Al fin del paseo se veía un convento, cuyos frailes pasaban y repasaban por delante de Ramón, tan colorados y tan gordos, que daba gusto el verlos.
Al ver á los frailes, lo que le ocurrió á Ramón no fué pensar en lo mucho y bien que servirían á Dios, sino en lo mucho y bien que comerían y beberían. Trasladándose mentalmente al refectorio del convento y sus dependencias, vió allí divinidades gastronómicas, que le pusieron los dientes de á cuarta.
—¡Qué despensa tan bien provista tendrán esos siervos de Dios!—pensaba Ramón recordando todas esas pinturas cromo-litográficas que adornan los escaparates de las estamperías, representando frailes y curas reventando de gordos y nadando en delicias concupiscentes, y, sobre todo, en las de la gula.—¡De seguro que el convento tiene en su bodega los mejores vinos que produce la tierra; en su pesquera; los mejores pescados que produce el agua, y en su despensa, los mejores jamones que producen Avilés y Extremadura.
Ramón continuaba trazando un magnífico poema gastronómico por este estilo, y pensando cómo podría él componérselas para introducirse en el convento y sacar de allí la tripa de mal año, cuando se sentó á su lado un viejecito que venía de hacia el convento.
—Con permiso de usted—le dijo el viejo,—voy á descansar aquí un poco, porque vengo de hacer la visita diaria al Padre Guardián, y como vamos ya á Villavieja, las piernas no nos quieren acabar de llevar á casa si no descansan un poco.
—¡Hola! ¿con que es usted amigo del Guardián de ese convento?
—Mucho. Nos críamos, como quien dice, juntos, y como sus santas ocupaciones son muchas y las profanas mías son pocas, le hago diariamente mi visita, y aquel bendito de Dios no sabe cómo agradecérmelo lo bastante.
—Según eso, ¿el Padre Guardián es muy buena persona?
—Un santo, que está reclamando un nicho en los altares. ¡Hombre! con decirle á usted que hasta con los árboles se encariña, está dicho todo. Había en la huerta del convento un hermoso peral, á cuya sombra gustaba el Padre Guardián de descansar y dedicarse á sus lecturas, y cuyas peras le gustaban mucho. Un huracán que se desató el otoño pasado derribó el peral. Paseando esta tarde por la huerta con el Padre Guardián, he visto el tronco del peral, apoyados sus dos extremos sobre dos sillares, y cubierto con tejas, para que la humedad del suelo y la lluvia no le dañen; y preguntandé tan frío, no le hicieron astillas y se calentó con él las piernas la santa Comunidad, me ha dicho que por todo el oro del mundo no daría aquel madero, pues le guarda para hacer de él un San Cristobal de cuyo santo es el Guardián muy devoto.
—¿Y cómo no ha mandado aún hacer el San Cristobal?
—Porque la Comunidad es demasiado pobre para llamar ex-profeso á un escultor, y espera á que por casualidad venga por aquí alguno que más bien por caridad que por interés, quiera favorecer á la Comunidad con tan santa obra.
—Yo soy escultor, y casi casi me dan tentaciones de detenerme á hacer esa obra de caridad, ya que el Padre Guardián es tan bendito.
—¡Calla! ¿Con que usted es escultor? ¡Hombre, qué feliz casualidad! Decídase usted á dar un alegrón al Padre Guardián yendo á visitarle y diciéndole que se encarga de hacerle el San Cristobal, que tanto desea tener, por devoción al Santo y por la santificación del peral, que tan buenos ratos le dió durante muchos años con su sombra, y, sobre todo, con sus peras.
—Casi casi estoy decidido á ello, aunque me están esperando en veinte partes distintas para trabajar en mi arte, pagándome á peso de oro.
—Por mucho que le paguen á usted, no será tanto como le pagará Dios en el cielo el trabajo que dedique á los santos religiosos de este pueblo.
—Esa paga es la que más me satisface, y para alcanzarla, voy ahora mismo á ver al Padre Guardián.
—Sí, no se detenga usted, porque me parece que oigo tocar á refectorio en el convento, y si se descuida usted un poco, no podrá ver á Su Reverencia hasta despues de la refacción.
Los ojos lo chispeaban á Ramón al oir que tocaban á refectorio, é inmediatamente se encaminó al convento, seguro de que, cuando menos, aquel día iba á sacar la tripa de mal año.
Conforme caminaba, iba soliloqueando del modo siguiente:
—Lo mismo entiendo yo de hacer santos que de hacer cucharas; pero necesito comer, y comer inmediatamente, y como dijo el otro, ésta es la cuestión, y lo demás, inclusa una paliza que me arrimen esos benditos frailes cuando sepan que he llenado la tripa á su costa por medio de un engaño, me importa un comino. ¿Con que ahora están tocando á refectorio? Hombre, no han de ser tan poco cumplidos los frailes que no me digan: «Usted gusta comer con nosotros». ¡Vaya si gustaré, y vaya si será abundante y apetitosa la comida, porque lo que es los frailes que he visto estaban de buen año!
II
El maestro de hacer cucharas llegó á la portería del convento, y en lugar de preguntar si podía ver al Padre Guardián, dijo al portero:
—Hermano, avise al Padre Guardián que un escultor desea hablarle.
El convento se alborotó al saber que un escultor había llegado á la portería, y el Guardián, lleno de gozo, se apresuró á ordenar que le condujeran á su celda.
Para que se comprenda mejor aquel alboroto y aquel gozo, hay que explicar más por menor lo que pasaba con el tronco del peral caído. En aquel tronco, no veía ya la Comunidad un tronco de árbol; que veía un glorioso San Cristobal hecho y derecho, alto y fornido como un Goliat, con un bastón como el muslo de un hombre de grueso en la mano, y con un Niño Jesús como un serafín en el hombro.
Un lego, á quien por lo decidor, discreto y sentencioso llamaban el hermano Séneca, y consultaba la Comunidad en los casos graves, se dejó decir un día que en todo madero y en toda piedra había un santo, y toda la habilidad del escultor se reducía á saber sacarle del madero ó de la piedra. Como el Padre Guardián había decidido que el santo que se sacase del tronco del peral fuese el glorioso San Cristobal, de quien era muy devoto, y de esta devoción participaba toda la Comunidad, toda la Comunidad vió desde entonces mentalmente en el tronco del peral, no un tronco, sino una perfecta imagen del glorioso San Cristobal tal como lo he descrito. Así era que todos los religiosos veneraban ya aquella imagen, inclinándose devotamente al pasar por delante de ella, como se inclinaban al pasar por delante de la de San Francisco que estaba en la iglesia, oculta tras una cortina. La única diferencia que los buenos religiosos encontraban entre la imagen de San Cristóbal y la de San Francisco, consistía en las cortinas que las ocultaban. La que ocultaba á la imagen de San Francisco era de seda, y cualquiera la podía descorrer, y la que ocultaba á la imagen de San Cristobal era de madera, y sólo la podía descorrer un escultor.
Este escultor había llegado después de esperarlo largo tiempo, iba á descorrer la cortina de San Cristobal, y la santa Comunidad iba á contemplar con los ojos de la cara la venerada imagen que hasta entonces sólo había contemplado con los ojos del alma.
Me parece que la cosa era para alborotarse el convento y llenarse de gozo el Padre Guardián.
No dejó de extrañar Ramón que al atravesar por cerca de la cocina del convento no lo diese en la nariz tufillo alguno de pollo asado, jamón frito, perdiz en salsa, salmón cocido, merluza rebozada, etc., etc.; pero se tranquilizó atribuyéndolo á que su nariz habría perdido con el desuso la aptitud para percibir aquel delicioso tufillo.
El Padre Guardián, que salía alborozado á su encuentro, le recibió con bondad suma y le hizo sentar en un sillón frente al suyo.
—¿Con que tiene la honra nuestra pobre y santa casa; le preguntó su Reverencia, de que la visite un escultor?
—La honra, reverendísimo Padre Guardián, es del humilde artista, y sería mucho mayor si el artista pudiera servir en algo á esta santa Comunidad. Un buen anciano muy afecto á ella, y particularmente á vuestra Reverencia, con quien por feliz casualidad he hablado no lejos de aquí, me ha dicho que vuestra Paternidad deseaba mandar hacer una efigie del glorioso San Cristóbal.
—Es verdad, hermano, que tengo ese vehemente deseo; pero como también le habrán dicho, la Comunidad es tan pobre, que sólo puede remunerar al artista con sus bendiciones y la hospitalidad durante el tiempo que emplee en la obra.
—Lo sé, reverendo Padre Guardián, y á mí me bastará por parte de la Comunidad esa remuneración, porque la que más deseo es la que Dios pueda añadirle.
—Debo advertirle, hermano, que las constituciones de nuestra santa casa, arregladas á nuestra pobreza y espíritu de mortificación, son tan estrechas en punto á alimento nuestro y de aquellos extraños á quienes damos hospitalidad, que una de sus proscripciones es la de que no podremos alimentar á ningún extraño á la Comunidad á menos que él y uno de los religiosos se conformen con compartir la poca porción de alimento que corresponde á cada religioso. Yo tendré mucho gusto, hermano, en compartir la mía con el caritativo artista que trabaja en dotar á nuestra iglesia de una imagen del glorioso San Cristobal, á quien tengo mucha devoción, porque á su intercesión debí el no perecer al pasar un río. Diga, pues, hermano, si se conforma con esta dura, pero sagrada prescripción de nuestras constituciones.
—Me conformo gustoso, Padre Guardián.
—Mire, hermano, que es muy dura para el que no está acostumbrado á ella como yo lo estoy.
—Los artistas españoles también están acostumbrados á durezas.
—Pues, hermano, ya que quiere participar de nuestra mortificación, pase conmigo al refectorio, donde ya está reunida la Comunidad propiamente para hacer penitencia.
EL Padre Guardián y el maestro de hacer cucharas se dirigieron en efecto al refectorio, diciendo Ramón para sí:
—¡Penitencias como la que voy á hacer me dé Dios toda la vida! Si fuera cualquier otro de los frailes el que hubiera de compartir su ración conmigo, no me haría mucha gracia; pero siendo el Padre Guardián, ya es otra cosa, porque naturalmente ha de tener, cuando menos, ración doble y algún plato de plus sobre los de la Comunidad.
El Padre Guardián se sentó á la cabecera de la mesa é hizo sentar á su derecha al artista, á quien chocó mucho que sólo hubiera destinado un servicio para los dos, y éste tan pobre, que consistía en un cuchillo, un jarro de agua y una cuchara de madera.
Después de la bendición de la mesa, que dirigió el Padre Guardián, y duró cerca de media hora, pues hubo Padrenuestros, Avemarías, Salves y Credos para infinidad de santos y vírgenes y bienhechores del convento, se sirvió el primer plato, que consistía en una cazuela por barba de alubias guisadas con aceite, sal y ajos.
El Guardián, después de decir á Ramón que las: constituciones del convento asignaban en cantidad y calidad la misma refacción á todos los religiosos, incluso el prelado, le dió la cuchara, advirtiéndole que por turno debían servirse ambos de ella, á lo que puso el artista alguna resistencia, diciendo que no debían sus labios pecadores profanar la cuchara salida de los labios del prelado. Turnando la cuchara de mano de Ramón á la del Guardián, y de mano del Guardián á la de Ramón, dieron entre ambos fin á la cazuela de alubias, que en honor de la verdad, á Ramón parecieron muy buenas y le pusieron el estómago como un reloj, porque á mucha hambre no hay pan duro, y el hambre de Ramón era canina.
Con gran asombro de Ramón, que creía las alubias sólo destinadas á hacer boca y esperaba la sucesión de una porción de platos á cual más apetitoso, terminada aquella refacción, que todos, incluso al Padre Guardián, sazonaron con un trago de agua, el Padre Guardián se puso á dar gracias á Dios por el alimento concedido á la Comunidad.
El maestro de hacer cucharas tuvo tentaciones de dar un gran escándalo diciendo que aquello no merecía que se diera á nadie gracias por ello, pero se aguantó pensando que más valía tener le tripa llena de alubias, pan y agua, que llena de viento, como hacía mucho tiempo la tenía.
—Ya ve, hermano—le dijo el Padre Guardián en conversación de sobremesa,—que aquí va á hacer verdadera penitencia.
—Padre—contestó Ramón,—algo se ha de hacer en el mundo para ganar el cielo; pero explíqueme dos cosas que no acierto á comprender. Yo he oído decir que un tal Horacio dió licencia á los pintores y los poetas para mentir cuanto les diere la gana; pero me parece que mienten demasiado los que pintan todas esas estampas en que no se ven más que fraile; y curas sentados á opíparas mesas, ó regodeándose entre toneles ó botellas de exquisitos vinos.
—Hermano, esas son licencias pictóricas, que paga la propaganda de sectas disidentes para calumniar y desacreditar al clero católico.
—¡Ah, ya! Lo comprendo perfectamente, aunque no lo apruebo; pero sáqueme, Padre, de otra duda. Si todas esas delicias gastronómico-báquicas son pura licencia pictórea, como en efecto lo son, según lo que veo en esta santa casa, ¿en qué consiste que todos estos benditos religiosos, inclusa Vuestra Paternidad, están tan gordos y tan guapos, que da gloria de Dios el verlos?
—Consiste, hermano, en que la tranquilidad de la conciencia es lo que más engorda al hombre.
En este punto, el maestro de hacer cucharas, que en asuntos de conciencia era muy lego, se quedó con su duda; pero se la guardó para sí, pensando que las alubias, el pan y el trago de agua le habían puesto el estómago como un reloj.
III
De orden del Padre Guardián proveyóse al escultor de las herramientas necesarias, se trasladó el tronco del peral á la habitación que se había destinado para su estudio, y el escultor comenzó su trabajo, después de pedir y concedérsele, que nadie, incluso el mismo Padre Guardián, entrase en aquella habitación, á fin de que nadie fuese á perturbar su inspiración artística.
Pasaron días y más días, y Ramón, que parecía el espíritu de la golosina cuando llegó al convento, se iba poniendo tan gordo y guapo. En la tranquilidad de su conciencia no debía consistir esta mejora, porque, ó no la tenía, ó la tenía más negra que el carbón el que por llenarse la tripa engañaba á aquellos benditos frailes haciéndoles creer que sabía hacer santos, cuando con muchísima razón le habían puesto en su pueblo por apodo el maestro de hacer cucharas, porque no sabía hacer nada; pero la verdad era que las alubias estaban muy bien guisadas; alguno que otro día se reemplazaban con lentejas ó patatas, estas últimas con su pizquita de bacalao, y los días de incienso hasta se sustituían con un potaje de garbanzos y espinacas, que era para chuparse los dedos.
Naturalmente esto era gran cosa para el que hacía mucho tiempo se acostaba con una ración de hambre y se levantaba con otra de necesidad, aunque el hombre tuviera la conciencia como un tizón. Así era que Ramón, si algo pedía á Dios en sus cortas oraciones, era que le permitiese vivir en aquella santa casa el más largo tiempo posible. Lo único que le mortificaba un poco era que la ración que compartían el Padre Guardián y él le dejaba siempre con gana de algunas cucharadas más, porque el Padre Guardián era mucho más diestro que él en colmar, la cuchara; pero aún de esto se consolaba pensando que os sapientísima máxima higiénica la de que el que no quiera que le empache un manjar, lo conseguirá infaliblemente absteniéndose de hartarse de él.
La Comunidad toda, y particularmente el Padre Guardián, ardían en deseos de que terminase la imagen del glorioso San Cristobal, que debía representar á este gran santo pasando un río, apoyado en un tronco de árbol, que le servía de bastón, y con el Niño Dios en sus hombros, y no cesaban de preguntar á Ramón á qué altura llevaba su trabajo.
—Ya le tengo á la altura de la cabeza—contestó Ramón un día;—pero al siguiente se presentó al Padre Guardián, lleno de consternación.
—¿Qué le pasa, hermano?—le preguntó el Guardián alarmado
—Padre, me pasa, ó mejor dicho, nos pasa una gran desgracia, con que sin duda Dios ha querido castigar mi vanidad artística. Tenía ya casi concluído el San Cristóbal, con perfección tal, que... lo confieso, Padre, la vanidad más pecaminosa se había apoderado de mí, y cuando iba á emprender con la cabeza, que era lo único que me faltaba, me he encontrado con un condenado nudo en el trozo correspondiente á ella; de modo que he perdido todo el trabajo, y tenemos que renunciar á hacer del tronco del peral la imagen del glorioso San Cristóbal.
—¡Qué dolor, hermano, qué dolor!—exclamó el Padre Guardián desconsolado. Un santo tan grande...
—Por lo mismo, padre, que era un santo tan grande...
—No hablo, hermano, de la grandeza corporal del santo, sino de la espiritual.
—Es verdad, que la grandeza espiritual y corporal corrían parejas en el glorioso San Cristobal.
Toda la Comunidad participó del dolor del Padre Guardián cuando supo aquella gran desgracia.
—Una cosa me ocurre, Padre Guardián—dijo el escultor después de un rato de profunda meditación.—Vuestra Paternidad tenía en tal estima el tronco del peral, que quería santificarle convirtiéndole en un santo.
—Es verdad, hermano, que no otra cosa merecía el tronco del árbol que con tan apacible sombra y tan sabrosas peras me había regalado durante muchos años.
—Pues en ese caso, si á Vuestra Paternidad le parece, ya que no podamos hacer de él un San Cristobal, haremos un santo más pequeño; por ejemplo, un San Juan Evangelista, que, como mozo imberbe en la época de su vida en que se le representa, no había llegado aún al complemento de su estatura.
—Me parece muy bien, hermano—contestó el Padre Guardián lleno de alegría.—Y ciertamente que San Juan Evangelista, el discípulo más amado de Jesús, no fué santo menor que San Cristobal en lo espiritual, aunque en lo corporal lo fuese. Nada, nada, hermano, haga un San Juan Evangelista de la madera que le quede útil.
—Así lo haré, Padre Guardián, y ruegue á Dios que no tengamos una nueva desgracia, porque los nudos son la desesperación de los artistas que trabajamos en madera.
—Es verdad, hermano, y en prueba de ello le voy á contar una anécdota curiosa. Uno de nuestros religiosos fué á confesar á un carpintero que se hallaba en peligro de muerte, y como le preguntase si perdonaba á todos los que le habían hecho daño, le contestó el carpintero: «Sí, padre, á todos los perdono, menos á los nudos, que son los que me han hecho desesperar en esta pícara vida».
—Pues yo contaré á Vuestra Paternidad cosas no menos curiosas en ese punto. ¿No ha oído Vuestra Reverencia contar lo que hizo el diablo con el glorioso San José cuando el santo trabajaba de carpintero?
—No, hermano; cuéntemelo, que bien necesito que me distraigan un poco del dolor que me ha causado la triste noticia que ha venido á darme.
—Pues ha de saber, Padre, que el diablo se daba á doscientos mil demonios viendo que el santo carpintero no tenía por donde él pudiera echarlo la uña, y que hasta las malas partidas que le jugaba venían á resultar en beneficio del Santo, y aun del arte, como sucedió con lo de la sierra.
—¿Qué fué eso de la sierra, hermano?
—La sierra era entonces un instrumento imperfecto, pues como sus dientes formaban línea recta en vez de estar, como ahora, ladeados alternativamente á derecha é izquierda, corría poco, y era necesario darle sebo á cada instante para que corriese. El diablo pescó una noche la de San José, y con un alicate lo fué ladeando los dientes, y después de hacer esta operación se marchó muy satisfecho, creyendo que el Santo iba á echar sapos y culebras por la boca cuando se pusiese á aserrar y viese que la sierra no hacía más que magullar la madera. Abrió San José su taller la mañana siguiente, cogió su sierra y se puso á aserrar y se quedó agradablemente sorprendido al ver que la sierra, sin darle sebo ni nada, adelantaba más entonces en un minuto que antes en un cuarto de hora. Examinándola vió en qué consistía aquello, y adivinando que era efecto de alguna trama del diablo, convertida por Dios en adelanto del honrado arte de la carpintería, llamó tramar á la operación hecha por el diablo en la sierra, y así se llama aún aquella operación.
Al Padre Guardián, como era tan bendito, le entró tal risa al oir el cuento del maestro de hacer cucharas, que se tumbó en un sillón celebrando el chasco que se había llevado el diablo.
—Pues oiga Vuestra Reverencia—continuó Ramón,—otro chasco que el enemigo malo se llevó con el glorioso San José.
—Cuente, cuente, hermano—dijo el Guardián conteniendo aún con dificultad la risa.
—Entonces, para alisarla obra labrada con azuela ó hacha, se usaba un pedazo de madera dura, que se pasaba y repasaba sobre ella. Una noche cogió el diablo el alisador de San José y se entretuvo en embutir en él la parte inferior de un formón de modo que estuviese tan disimulado que el Santo no lo conociese, y cuando fuese á alisar madera, el corte del formón, que apenas sobresalía media línea del alisador, le magullase la obra. San José, apenas abrió el taller la mañana siguiente, cogió el alisador y se puso á alisar una tabla, y se quedó agradablemente maravillado al ver que de dos boleos quedaba la tabla como la seda. Al ir á averiguar en qué consistía aquello, echó de ver la pillada del diablo, y burlándose de él, exclamó: ¡Ce pillo! (porque el Santo ceceaba un poco, cosa que daba mucha gracia á su conversación, y desde entonces le quedó el nombre de cepillo al alisador perfeccionado por el diablo, con gran adelanto del honrado arte de la carpintería.
Al Padre Guardián, que era una alhaja para lector ú oyente de los cuentistas que tienen tan poca gracia como yo para contar, lo entró de nuevo tal risa, que el maestro de hacer cucharas creyó que se desternillaba.
A fin de contenerla, el maestro de hacer cucharas se apresuró á continuar.
—Cansado el diablo de hacer al Santo jugarretas, en que siempre le salía el tiro por la culata, se puso á idear una diablura de padre y muy señor mío, y al fin dió con ella. Cogió un poco de venenillo que destila la lengua de los envidiosos y maldicientes, que son una misma cosa, derramó gotas de él en la madera en que iba á trabajar el Santo, de cada gota resulto un nudo más duro y empedernido que el corazón de los egoístas, y cuando el santo carpintero se puso á trabajar, los nudos le hicieron tan mala obra, que perdió la paciencia de tal modo, que si no hubiera sido un carpintero tan santo y bien emparentado, de seguro no hubiera ido al cielo.
Dejando aún al Padre Guardián tumbado en un sillón reventando de risa, el maestro de hacer cucharas se fué á hacer el San Juan Evangelista.
IV
Así el Guardián como la Comunidad molían al escultor pidiéndole noticias del santo Evangelista, porque hacía ya meses que había emprendido aquella nueva escultura, y no les llegaba la camisa al cuerpo, temerosos de que el diablo se la echase a perder derramando en la madera alguna gota del venenillo de marras, que diese por resultado un nuevo nudo.
En cuanto al escultor, aseguraba que la obra iba á su gusto y no tardaría en terminarla, y aunque no echaba barriga, como la había echado el Padre Guardián y los frailes, sin duda porque tenían la conciencia más tranquila que él, pedía á Dios que le permitiese hacer penitencia el resto de su vida en aquella santa casa, porque desde que entró en el convento tenía el estómago tan arregladito cuanto desarreglado le tenía antes de entrar.
Pero cate usted que un día se presenta al Padre Guardián, exclamando lleno de consternación:
—¡Ay, Padre Guardián, qué gran desgracia!
—Hermano, ¿qué es lo que ocurre?—le preguntó el Prelado con los pelos de punta.
—Lo que ocurre es que al ir á esculpir la cabeza del Evangelista para dar por terminada mi obra, me he encontrado con un enorme nudo en ella.
—¡Por vida de los nudos de mis pecados!—exclamó el Guardián perdiendo la paciencia por la primera vez de su vida; pero recordando que aquellos nudos podían ser obra del diablo, para que la perdieran él, el escultor y la Comunidad, hizo un gran esfuerzo para recobrarla, la recobró, y preguntó al escultor con mucha calma:
—Y dígame, hermano, ¿tendremos que perder toda esperanza de convertir en veneranda imagen el peral que tan grata sombra y tan sabrosas peras me dió?
—No, Reverendísimo Padre; aun puedo hacer con lo que queda de su tronco una imagen, por ejemplo, la de la Virgen María, que naturalmente, como mujer, era de menos estatura que San Cristóbal y San Juan Evangelista.
—¡Alabado sea Dios por el consuelo que nos proporcionó con esa idea!—exclamó el Padre Guardián alzando los ojos al cielo.—Haga, hermano, la imagen de la Virgen María, y así saldremos ganando con no haberle permitido, al enemigo malo hacer la de San Cristobal ni de San Juan Evangelista; que, aunque fueran grandes santos, su santidad no admite comparación con la de la Madre de Dios
El maestro de hacer cucharas se adhirió en un todo á este parecer del Padre Guardián, y volvió á encerrarse en su estudio por espacio de meses enteros, en que diariamente encargaba á los religiosos, cuando de sobremesa se hablaba de su obra, que procurasen con sus oraciones ahuyentar al diablo para que no se la echase á perder con algún nuevo nudo.
Los buenos religiosos no omitían medio de cumplir aquel encargo; pero á pesar de esto, los temores del escultor y la Comunidad se realizaron, porque días después de haber anunciado el primero que se acercaba al término de su obra, anunció lleno de consternación, de que participó la Comunidad y muy particularmente el Prelado, que el diablo con un nuevo nudo le había echado á perder por tercera vez la escultura.
—Hermano—dijo al artista el Padre Guardián,—no puedo resignarme á abandonar la esperanza de convertir el tronco del peral, que tan grata sombra, y sobre todo tan sabrosas peras me regaló por espacio de muchos años, en un objeto sagrado, ó cuando menos, si sagrado no pudiese ser, en un objeto profano.
—Sagrado ha de ser, Padre Guardián—contestó el escultor con resolución tal que llenó de esperanza y alegría al Prelado y aun á toda la Comunidad.—Es verdad que la madera que nos queda del peral tendrá la altura de un perro sentado: pero aun así puede salir de ella un precioso Niño Jesús.
—¡Hermano, Dios le bendiga por esa idea!—exclamó el Padre Guardián, y toda la Comunidad lo hizo coro con un amén.—¡Un Niño Jesús! ¡La imagen del Redentor, dos veces santa por su personificación divina y por su representación de la gracia y la inocencia humanas!... Sí, hermano, háganos de mi querido peral una imagen del Niño Jesús.
El maestro de hacer cucharas volvió á encerrarse en su estudio, y la Comunidad á matarse para ahuyentar de el al diablo, temerosa de que volviera á hacer alguna de las suyas. En cuanto al Guardián, era tanta su alegría con la esperanza de que su querido peral se iba á convertir en una preciosa imagen del Niño Jesús, que hasta se le aumentó con ella el apetito, á pesar de que, gracias á Dios, siempre había sido bueno, con gran sentimiento del maestro de hacer cucharas, que no había encontrado medio de colmar la suya como el Padre Guardián, y por tanto salía muy perjudicado en el reparto de la refacción.
Meses hacía que oí escultor se ocupaba en la obra del Niño Jesús, cuando un día se presentó al Guardián muy afligido, participándole que una vez más le había echado á perder el diablo la obra con un nuevo y terrible nado.
El Padre Guardián se echó á llorar al ver que había desaparecido su última esperanza; pero el escultor le consoló sacando de debajo de la blusa un cucharón de madera, y anunciándole que por fin había conseguido utilizar la del peral haciendo con ella aquel utensilio de refectorio, que permitiría al humilde artista no profanar con sus pecadores labios la cuchara salida de los santos del Prelado.
—¡Ah, hermano!—exclamó el Padre Guardián arrebatándolo el cucharon,—esta cuchara ha de ser para mi uso, que siendo hecha de la madera de mi querido peral, el alimento que tomo con ella me será doblemente sabroso. Vamos al refectorio, donde ya nos espera la Comunidad; que tengo ansia de estrenar esta preciosa cuchara.
El maestro de hacer cucharas, al ver que lo había salido el tiro por la culata, como al diablo cuando se las hubo con el glorioso San José, tuvo intenciones de romperse el bautismo saltando por la ventana. Se había propuesto proveerse de una cuchara que, aun sacándola cortesmente del plato sin colmarla, lo proporcionase doblo ración, y se encontraba con que había trabajado para el obispo, ó lo que venía á ser lo mismo, para el Prelado.
La desesperación del maestro de hacer cucharas era fundadísima, porque el Padre Guardián de dos cucharetadas dejó vacío el plato, y á su compañero de manducatoria poco menos que alpiste.
—Esto va mal y retemal—dijo para sí al retirarse del refectorio con la tripa poco menos que llena de aire, como cuando entró en el refectorio por primera voz. ¿Y qué os lo que yo me hago ahora? Si tomo el portante por esos mundos de Dios, vuelvo á las andadas, es decir, á acostarme en ayunas todas las noches. Y si permanezco aquí como huésped, cosa que es muy dudoso se me permita después de haberse visto, ó cuando menos sospechado, que sólo me corresponde el título de maestro de hacer cucharas, el Padre Guardián me hará ladrar de hambre con ese maldecido cucharón fabricado por mí. Lo que á mí me conviene es ingresar en la Comunidad con derecho propio, ó hablando en plata, meterme fraile en esto convento. Sí, señor, decididamente me meto fraile, y así tendré como cada quisque mi cuenco de potaje, que despacharé sin andar en comanditas, porque ni á Cristo Padre daré yo parte en mi refacción, y pronto empezaré yo á echar barriga como los demás religiosos, tanto más, cuanto que entonces tendré la conciencia tan tranquila como el primero de estos siervos de Dios.
Dicho y hecho: Ramón, que casi se llamaba ya á sí mismo fray Ramón, hizo en toda regla su petición de que se le admitiera de hermano lego, y el Guardián, antes de resolver, consultó el caso con el hermano Séneca, que, por supuesto, estaba bien enterado de los antecedentes del peticionario, y ya más de una vez se había mostrado reservado y caviloso cuando se trataba de él.
El dictamen del hermano Séneca fué el siguiente:
—Dios es un Señor infinitamente bueno, sabio, poderoso y justo, y el deseo de llenar la tripa sin trabajar no es suficiente mérito para ser admitido á su servicio. Los que no ven más allá de sus narices intelectuales, y otros que, aunque vean, hacen que no ven, suponen que este es el único mérito que nos abre á los frailes las puertas del convento, y ni Dios ni nosotros podemos asentir con hechos á esta suposición de los que no ven más allá de sus narices intelectuales, ó, aunque vean, hacen que no ven
El Padre Guardián, en vista de este dictamen, despidió del convento al maestro de hacer cucharas con un non possumus, una bendición y un zoquete de pan.
¿Y qué ha sido del maestro de hacer cucharas? Yo se lo diré á ustedes: se metió á hombre político y se las bandeó muy bien, unas veces como republicano, otras como carlista, otras como zorrillista, otras como sagastino, otras como canovista, y otras como moderado. Más aún les diré á ustedes: es hombre de tal influencia en la política española, que á él se deben principalmente todas las grandes desventuras que España ha experimentado en estos últimos años, desde que las inició el derrumbamiento del trono de San Fernando hasta que las coronó el derrumbamiento del árbol de las libertades vascongadas!
Los progenitores de Don Quijote
I
Don Luis Díaz de Rojas, progenitor de aquellos insignes caballeros y prelados de su apellido, que conmemoran nuestras historias civiles y eclesiásticas, era uno de los mejores caballeros castellanos de su tiempo. En cuanto á su tiempo, ni las historias genealógicas ni las tradiciones vulgares le puntualizan; pero como por el hilo se saca la madeja, yo he conseguido puntualizar el tiempo en que floreció el Sr. D. Luis, que fué, sin duda alguna, el del Sr. Rey D. Juan el Segundo; y cúmpleme advertir, antes de dar á conocer más pormenor al caballero, para que no se lo juzgue con disfavor que no merece, que no le cuento entre los setenta y ocho vencidos por Suero de Quiñones en la puente del Órbigo, aunque muy bien pudo venir de su rodilla alguno de aquellos infinitos faltos de seso que en tiempo del Sr. Rey D. Felipe el Tercero venció el Sr. Miguel de Cervantes Saavedra en Argamasilla de Alba; porque achaque de la flaca humanidad es extremar lo bueno y lo malo, y amor hay cuyos ósculos se extreman tanto, que rayan en mordiscos.
Vivía el caballero de Rojas en su señorío de este nombre, que era en Bureba, más acá de Burgos, donde, como buen cristiano y buen hidalgo, hallaba gran placer en hospedar y agasajar en su noble casa á los caballeros extranjeros que por allí pasaban peregrinando á Santiago de Compostela.
La Puebla de Rojas, que hoy es lugar tan mermado de gente que apenas tiene doscientos moradores, era entonces villa tan populosa, que la cercana Bribiesca, y aún lastres veces más lejana Burgos, la envidiaron más de una vez viéndola preferida de Reyes, como solía serlo del señor don Enrique IV, que gustaba de posar en ella y holgaba viendo escaramucear á sus gentes de armas en los amenos llanos de Marimena, que son cabeza de la villa.
Una mañana del señor San Juan el caballero de Rojas fué á oir la misa conventual en la iglesia mayor, que era la del señor San Tirso, donde tenía asiento preeminente en el presbiterio, como patrono fundador y llevador de diezmos de la iglesia, y entonces notó que la muchedumbre se agolpaba con viva curiosidad á leer ó contemplar una cosa á modo de cartel que blanqueaba en uno de los pilares del pórtico.
Movióle también curiosidad de saber qué era aquello, y se acercó á averiguarlo,abriéndole respetuosamente paso la gente que contemplaba ó leía ú oía leer el cartel.
Cartel era, en efecto, lo que excitaba la curiosidad pública, y no cartel como se quiera, sino encabezado con blasón y acompañado de un guante fijado sobre él á guisa de cimera de yelmo.
Habíale escrito y puesto allí, según nueras que corrían por la villa, y aún según el mismo cartel decía, un caballero francés que aquella mañana había pasado por Rojas haciendo la vía de Compostela, Firmábase el caballero Rotron de Saint-Beauban, y se decía primo del Rey de Francia. Sólo se había detenido en la villa corto rato, porque si había de llegar á Compostela para la fiesta del Santo Apóstol, ciertamente no debía holgar en el camino, quedándole sólo un mes para andar el resto de la jornada, porque entonces no había ya más caminos que los que se hacían á fuerza de pies, pues los hechos á fuerza de puños por los romanos, cosa de ocho á diez siglos antes, habían desaparecido.
El caballero francés había empezado por pintar en el cartel sus armas, que eran cinco estrellas azules en campo de oro, y luego desafiaba á combate singular á todo hijodalgo que dijese tener amiga tan linda como la suya, ó Rey tan bueno como el de Francia.
Al caballero de Rojas se le encendió la sangre cuando vió que había quien osase decir que el Rey de Francia era mejor que el de Castilla, y gracias que no, tenía amiga linda ni fea, porque si llega á tenerla, no hubiera podido aplazar el castigo de quien hubiese dicho que había otra más linda que ella; pero se serenó inmediatamente pensando que aquel santo lugar no era el más propio para indignaciones; entró en la iglesia, aceptando con piadosa humildad el agua bendita con que ya le esperaba junto á la pila uno de los clérigos puestos y sustentados por su ilustre casa: se sentó en el elevado sitial del presbiterio, blasonado con las armas de su noble solar, que eran una cruz en campo de gules; oyó misa con mucha devoción; recibió la paz de uno de los prestes, y tornó á su casa sin tornar á poner mientes en el cartel del Sr. Rotron de Saint-Beauban.
Lo único que hizo fué ordenar á sus servidores, apenas llegó á casa, que valiéndose de los medios que creyesen más eficaces, le avisasen la vuelta del caballero francés con suficiente anticipación para que pudiera salirle al encuentro antes que pasase de largo ó tomase posada en el pueblo en casa que no fuese la suya.
II
Allá, hacia la fiesta del señor San Bartolomé, fuéle anunciado al caballero de Rojas por sus servidores que el Sr. Rotron de Saint Beanban tornaba de Compostela, pues había pernoctado en una hospedería de peregrinos nobles que precedía media jornada á la villa.
El Sr. D. Luis, acompañado de sus más lucidos servidores, salió al encuentro del romero francés, saludóle con gran cortesía, y según expresión de los Reyes de armas, que puntualizan mucho en lo tocante á estas cosas, «rogóle muy afincadamente que aceptase la hospitalidad que le ofrecía de buen grado.»
El caballero de Saint-Beauban aceptó el cortés y generoso ofrecimiento del caballero de Rojas, aunque, según dijo, ardía en deseos de tornar á Francia la natural, no tanto por ser mejor tierra que Castilla en nobleza y en cristiandad y en todo, como por ver á su linda amiga y al Rey, su señor primo, que esperaban con impaciencia la tornada.
Tres días pasó el Sr. Rotron en los palacios de Rojas con el agasajo debido á caballeros de sus altas partes y propio de la munificencia de los señores de aquella egregia casa.
Durante aquel tiempo el Sr. Rotron y el caballero de Rojas trataron y platicaron mucho en todo aquello que á nobles caballeros cumple tratar y platicar, y muy especialmente en cosas de fe y amor y caballería; pero el Sr. D. Luis puso singular empeño en no hablar á su honrado huésped del cartel que ésto había fijado en la iglesia mayor, y eso que el Sr. Rotron no pocas veces trajo á cuento á su linda amiga y al Rey, su señor primo, añadiendo que tornaba á Francia no poco apenado por no hallar en estas partes de España hijosdalgo á quien probar con el fierro de su lanza que no tenían rivales en el mundo su linda amiga y su señor primo el Rey de Francia.
Muy noble podía ser el Sr. Rotron, pero el el caballero de Rojas harta paciencia tuvo que ejercitar para sufrir la bajeza de su entendimiento.
Llegó, como dice el vulgo, la de vámonos, y el Sr. D. Luis envió la víspera cortés ruego y encargó á los clérigos de la iglesia mayor para que a la mañana siguiente celebrasen misa de alba que pudiera oir el Sr. Rotron de Saint-Beauban antes de continuar la vía de Francia. Cuando las avecicas del aire comenzaban á cantar en las enramadas y el día comenzaba á alborear allá por los montes del lado de Francia, el caballero de Rojas y el Sr. Rotron, á quien el Sr. D. Luis daba cortesmente la diestra, se encaminaron á la iglesia mayor, donde oyeron misa.
Cuando salían de la iglesia, á tiempo que ya el sol comenzaba á dorar las cimas del Pirineo cantábrico, las gentes, según habían de uso y costumbre desde que el cartel apareció, día del señor San Juan, en el pórtico de la iglesia, formaban coro en torno del pilar leyendo ú oyendo leer el cartel.
Como el Sr. Rotron sonriese complacido de la avidez con que la muchedumbre leía ú oía ó comentaba, preguntóle el caballero de Rojas qué escritura era aquélla, y un villano, que oyó la pregunta y se retiraba satisfecha su curiosidad, ahorró la respuesta al Sr. Rotron diciendo al Sr. D. Luis:
—Con perdón, señor, de toda la caballería de Castilla, paréceme que es mengua hasta de villanos hartos de ajos como yo, el que no haya por acá quien recoja el guante que ha puesto somo ese cartel un caballero extranjero después de bravear con que hará y acontecerá si por acá hay quien ose decir que tiene amiga tan linda como la suya ó Rey tan bueno como el de su tierra. Pues qué, voto á ños, ¿no tenemos por acá Rey y doncellas cuyas partes compitan con las de todos los Reyes y doncellas de la cristiandad?
El caballero de Rojas, por única contestación al villano, entróse por medio de la muchedumbre, que se apresuró á abrirle paso respetuosamente, y tomando el guante, que coronaba el cartel, sin detenerse á leer éste, guardóle en la escarcela, y tornó á su palacio con su noble huésped, sin dar á Rotron explicación alguna de aquel proceder, antes bien, esquivándola cortesmente cuando el caballero francés la provocaba con su tantico de fatuidad.
Poco después Rotron de Saint-Beauban continuaba la vía de Francia cargado de ricos presentes que el caballero de Rojas le había hecho, entre olios uno destinado especialmente á la linda amiga del Sr. Rotron. Este último regalo era una de aquellas maravillosas piedrecicas de Santa Casilda, la hermosa hija del Rey Almenón, que se suelen recoger junto al lago de San Vicente, en Bureba, cuya tierra fué santificada con la conversión, morada terrena y glorioso tránsito al cielo de la bienaventurada virgen Casilda. Aquella santa piedrecica estaba lindamente engastada en oro, y tenía una letra que decía: Salus infirmorun, aludiendo, sin duda, á la virtud de dar salud á las mujeres enfermas, que las piedrecicas de Santa Casilda tienen.
El caballero de Rojas acompañó al Sr. Rotron hasta el límite de su señorío y como al despedirse amorosamente, el caballero francés le diese gracias por la hospitalidad que le había dado y los presentes que le había hecho, el Sr. D. Luis las excusó en estos nobles términos:
—Ruégoos, Sr. Rotron, muy encarecidamente, que no tengáis por merced lo que sólo es deber en torio caballero honrado. Ley indeclinable de caballería y cristiandad es dar posada al peregrino; pero cuando el peregrino, además de tal es noble, y además de noble, es extranjero, el deber de la hospitalidad es tal, que yo no le quebrantára en la patria, ni aun hiriéndome el extranjero en la mejilla.
Harto comprendía el caballero de Rojas que decir esto el Sr. Rotron era, como dicen, echar mar garitas á puercos, pero aun así holgábase en haberse con él como cortés caballero.
Con plática y amorosas razones de este tenor, se separaron como la uña de la carne el caballero de Rojas y el caballero francés, y es fama que éste, conforme platicaba, tornaba con frecuencia la vista á Francia la natural, exhalando hondos suspiros sin duda pensando en su linda amiga y en su señor primo el Rey de Francia.
III
Grandes llantos había en tierra de Rojas algunas semanas después de la ida del caballero francés Rotron de Saint-Beauban, y era que el Sr. D. Luis, amado y bendecido de nobles y villanos en todo su señorío, se aprestaba á tomar la misma vía que había seguido el caballero francés, y todos temían, que no tornase, pues era público y notorio que, como si estuviera en trance de muerte, había hecho piadoso testamento.
Muy amado era el caballero de Ros en su soñorío, pero no era amor al caballero todo lo que consternaba á las gentes que lloraban su cercana ausencia: era también egoísmo. Padres más que señores habían tenido en los de su linaje las gentes del señorío, y si el Sr. D. Luis moría sin casar, y por tanto, sin dejar sucesores de su rodilla, el servicio de la tierra pasaría á linaje extraño, y era de temer que los vasallos tuviesen en lo sucesivo tiranos sin entrañas en vez de padres misericordiosos como desde tiempo inmemorial habían tenido en los predecesores consanguíneos del Sr. D. Luís.
¿Por qué el Sr. D. Luis no había casado, siendo noble, rico, galán y mancebo de corazón blando? ¡Ay, triste historia era ésta, que apenaba el corazón de los vasallos, por lo mismo que éstos sabían lo mucho que debía apenar el corazón del señor, aun cuando el señor procuraba guardar sus penas dentro del propio pecho para que al ajeno no transcendieran!
El vulgo presumía conocer aquella triste historia, pero ¡Dios sabe si presumía mal ó bien; que heridas del alma sólo el que las tiene sabe hasta dónde penetran y cuánto duelen! Aun con esta duda, he de contarla tal como el vulgo creía saberla.
Yendo cierto día el Sr. D. Luis á cazar puercos monteses, encontróse, camino del lago de San Vicente, donde, como ya he contado, hizo vida santa la virgen Casilda, hasta media docena de varones y hembras que acompañaban y servían á una doncella de peregrina hermosura, que iba en devota romería á la que fué morada terrena y luego se tomó en templo de la Santa.
La nieve, que era abundante, embarazaba la vía, de suyo áspera y desabrida, de modo que los viandantes tenían harta pena y poco monos que insuperable dificultad en abrirse paso.
Como al Sr. D. Luis acompañaban muchos criados y vasallos avezados á los rigores invernales de aquella tierra, el caballero de Rojas, después que saludó con su natural cortesía y rendimiento, así á la hermosa doncella como á un caballero anciano que cuidaba de ella con amor de padre (pues lo era suyo), ofrecióles su ayuda y la de sus servidores para desembarazar la vía de la nieve que la cerraba, y el caballero y su hija aceptaron agradecidos el ofrecimiento.
Así el Sr. D. Luis como sus servidores acompañaron á los romeros hasta el fin de su jornada, sirviéndoles con amor y voluntad entrañables, y allí se despidieron de ellos, ofreciéndose mutuamente casas y personas.
Era el padre de la gentil romera un honrado hidalgo, que tenía su solar aquende el Ebro, en una deleitosa comarca que dicen Valdeibiolso.
Tan prendado quedó el caballero de Rojas de la hermosura de la doncella, aunque no tuvo ocasión o hablar con ella, y por tanto de averiguar si las prendas de su alma correspondían á las de su rostro, que desde entonces, impulsos que no acertaba á refrenar, á pesar de su gran poder sobre los propios, le conducían con frecuencia hacia donde la doncella moraba.
Requirió al fin de amores á la doncella de Valdeibielso, y ésta correspondió á ellos con exaltación impropia de doncellas sesudas, en quienes la honestidad del sexo y estado reprime los naturales impulsos del amor. Querríala más el Sr. D. Luis timidica y soñadora de dichas y homenajes posibles que no arrebatada y soñadora de dichas y homenajes fantásticos, y por tanto imposibles; pero aún así fué creciendo el amor en el buen caballero conforme crecían las quimeras y vanos deseos de la doncella
Ya por aquellos tiempos trastornaban el seso de mantas damas y caballeros le tenían de suyo menguado y movedizo, sandias historias de amores y aventuras caballerescas, y con harto dolor de su alma reposada y entendimiento discreto, entendió el caballero de Rojas que de aquella enfermedad adolecía la dama en quien había puesto pensamiento y ojos con la honrada mira de haber en ella compañera y partícipe de penas y alegrías reales, y no de penas y alegrías fantásticas.
Tenía su noble casa el hidalgo de Valdeibielso ribera siniestra del Ebro, y tan cerca del agua caudal, que ésta bañaba su cimiento. Sabedora la doncella de aquella historia pagana en que se cuenta que un mancebo, por nombre Leandro, pasaba á nado el Helesponto para platicar con una doncella, ó lo que fuese, llamada Hero, y al fin el tal Leandro fué merienda de peces en fuerza de repetir tan desatinada aventura, púsosole en el huero magín que su amador había de imitar á Leandro para platicar con ella, no embargante saber que se el solar, había buena puente de cal y canto por donde pasar el Ebro.
Y no fué esta sandia pretensión la sola con que la desvariada doncella mortificó al buen caballero de Rojas, su sesudo amador; que de allí á poco salióle con otra más desatinada aún, cual era la de que llevase al cuello una argolla de fierro en señal de esclavitud amorosa, como la llevaban en aquel tiempo muchos caballeros enamorados, tales como aquel Suero de Quiñones, que para librarse de la esclavitud que le había impuesto su dama, en cuya señal llevaba la susodicha argolla, pidió al señor Rey D. Juan el Segundo le permitiese quebrar trescientas lanzas, como las quebró camino de Santiago de Compostela en el paso de la puente de órbigo, lidiando con setenta y ocho caballeros que se presentaron á disputarlo el paso.
El Sr. D. Luis rechazó estas y otras pretensiones, no monos desatinadas de la dama, y al fin renunció á servirla y amarla, y allá en sus nobles solares de Rojas lloraba de ojos para adentro sus desengaños de amor cuando el caballero francés vino, no sé si á acrecentar ó distraer sus melancolías, retando á singular combate á todo hijodalgo que dijese tener amiga tan linda como la suya ó Rey tan bueno como el de Francia.
IV
Pocas semanas oran pasadas desde que el señor Rotron tornó á Francia la natural de su peregrinación á Santiago de Compostela, cuando el caballero de Rojas tomó la misma vía á compás del llanto de sus vasallos y servidores, que holgaban más de tenerle cerca que de tenerle lejos, lo que probaba que para ellos más era padre que señor.
Llegado que fué á la corte del Rey de Francia, fuese á besar la mano al Rey, que lo recibió con gran benevolencia. Como contase á su Alteza el reto que en Castilla había enderezado á los hijosdalgo el Sr. Rotron de Saint-Beauban, y le pidiese licencia para lidiar con el retador, no en honra de ninguna linda amiga, pues él no la tenía linda ni fea, sino en honra del Rey de Castilla, que no era mejor, más sí tan bueno como el de Francia, el Rey le respondió:
—Pláceme tanto concederos la licencia que pedís, cuanto me desplace y aún indigna el proceder en Castilla del caballero de Saint Beauban. Cierto que el Sr. Rotron mi primo es, y yo le dí el blasón que adorna su escudo, y no satisfecho con hacerle tal merced, prometí casarle con una noble y rica doncella, por nombre Jacoba, cuya tutela y patrocinio me encomendaron al morir los padres de la misma doncella, que oran grandes servidores míos; pero tal enojo he de que en vez de peregrinar humilde y devotamente á Compostela haya ido profiriendo soberbeces y baladronadas, y ofendiendo con comparaciones, siempre odiosas, tanto á su amiga como á su Rey, que huelgo mucho de que haya quien le castigue por de más pecado ha, que es por la vanidad.
El Rey de Francia, no contento con dar al caballero de Rojas licencia para lidiar con el Sr. Rotron, dióle un buen caballero que le sirviese de padrino, y le dijo que suyo sería el blasón de Rotron de Saint-Beauban si á éste vencía, y aún casaría con él á la linda Jacoba, si casar en uno pluguiese al caballero castellano y á la doncella francesa.
Antes de contar cómo se las hubo el Sr. D. Luis combatiendo, con el Sr. Rotron, he de decir lo que las historias genealógicas cuentan del inesperado encuentro que tuvo en los jardines del Rey víspera del combate convenido entre ambos caballeros.
Paseando andaba el de Rojas por los susodichos jardines, que eran deleitosos á maravilla, cuando cabe una fuentecica fresca y sonora, sombreada de ramos floridos, donde cantaban sus amores avecillas del cielo, vió una doncella de tan peregrina hermosura, que quedó pasmado en viéndola, y más aún pareciéndole que sus ojos acrecían el caudal de la fuente derramando lo que poetas y retóricos, que son gente algo abultadora, llaman perlas finas.
Acorrer doncellas menesterosas ley era de caballería con que no estaba reñido el Sr. D. Luis, siquier odiase á los entrometidos que iban por el mundo pretendiendo enderezar aún lo que estaba derecho como huso. Así creyó que caridad y cortesía, ya que no fuera otra razón, le obligaban á preguntar á la doncella si en algo podía remediar la cuita que trocaba en fuente sus ojos.
Pregúntaselo, pues, con blandura y cortesía propias del caso; pero la doncella avergonzadica de que el caballero hubiese reparado en las lágrimas que le arrancaban los tristes pensamientos en que estaba absorta, y acaso también de que adivinase cuáles oran aquellos pensamientos, contentóse con darle gracias por su buen deseo, y guardó silencio toda trémula y ruborosica.
No fué tan discreta una buena vieja, su servidora, que la acompañaba, pues viendo que su señora no osaba confiar su pena al cortés caballero que con tal amor se la demandaba para remediarla, dijo al Sr. D. Luis la verdad de todo, con no poco pasmo del discreto caballero, que pensó con tal motivo cuán descaminados van los que piensan que sólo en fingidas y patrañosas historias, forjadas para solaz de gente moza, frívola y desocupada, y no en vida real y positiva, se ven ciertas coincidencias que maravillan por lo inesperadas.
Aquella doncella era la sin ventura Jacoba, y así como el caballero de Rojas estaba enfermo del alma por falta de seso de la dama en quien por primera vez puso ojos, y corazón, ella lo estaba por falta de seso del caballero que los había puesto en ella contando sólo con la voluntad del Rey, y no en modo alguno con la suya.
La honrada vieja (que honrada debia ser, no embargante lo bachillera, supuesto que buena intención y amor á su señora la movian á hablar, con riesgo de pecar en indiscreta); la honrada vieja, digo, añadió al caballero que la única esperanza que su señora tenía de sanar de aquella enfermedad del alma estaba en una piedrecica á modo de amuleto llamado salus-infirmorum, que llevaba en el seno y le había enviado con el Sr. Rotron un buen caballero de Castilla.
Huélgome en suponer que los lectores ú oyentes de esta verídica, aunque mal contada historia, no han menester que yo les diga cuán maravillados y contentos quedaron así el caballero de Rojas como la linda Jacoba cuando vieron por qué inesperados caminos Dios los había hecho encontrarse en el mundo. Mas lo que no callare es que no tardó en desatársele la lengua á la doncella, á pesar de lo vergonzosica que ésta era, y entonces con lengua y ojos (que los tenía por extremo habladores) dijo al caballero cuanto ésto deseaba oir.
V
Con la gracia de Dios, ya que no con la de mi ingenio, que es sosico y desabrido en demasía, acercóme al término de la leyenda de los progenitores de D. Quijote de la Mancha, en que quise mostrar en sumarísimo compendio costumbres de otros siglos, y en verdad os digo que no me pesa, porque historias de tiempos lejanos no se sienten, é historias no sentidas, sónlo no agradecidas.
El caballero de Rojas y el Sr. Rotron de Saint-Beauban lidiaron valerosamente en presencia del Rey y la corte toda, y el Sr. Rotron fué vencido por el Sr. D. Luis; y si no fué también muerto, debiólo á la generosidad de su adversario, que se contentó con hacerle confesar en el palenque, de modo que toda la corte de Francia pudo oirle, que si bien el Rey de Francia era bueno entre buenos, no lo era menos el Rey de Castilla.
Pocos días después de esto, el Sr. Rotron de Saint-Beauban tomaba la vía de Palestina, que dicen Tierra-Santa, donde esperaba, ganar honrado blasón para su escudo, y acaso hallar linda amiga á quien servir, pues el señor Rey, su primo, había transferido al caballero castellano las cinco estrellas azules en campo de oro de que hiciera merced al Sr. Rotron, y la doncella con que también había pensado hacerle merced.
Y tras algunas semanas de fiestas y regocijos con que en la corte del Rey de Francia se celebraron las bodas y tornabodas del caballero castellano y la doncella francesa, el Sr. D. Luis tornó al su señorío de Bureba, acompañado de la linda Jacoba, y ambos cargados de ricos presentes que el Rey de Francia había hecho á los desposados; y sus vasallos y servidores pensaron enloquecer de alegría viendo al amado señor tomar, y tornar con señora tan hermosa y buena como el Sr. D. Luis merecía.
De la desvariada doncella de Valdeibielso sólo añaden las historias genealógicas y las tradiciones vulgares que casó por fin y postre con un amojamado progenitor de aquel caballero manchego cuyas famosas aventuras, degeneración y caricatura de la caballería buena y loable, como lo era la del señor D. Luis, narró andando el tiempo para regocijo del mundo y enseñanza de las edades, el Sr. Miguel de Cervantes Saavedra.
No hay patria fea
I
Hacía más de veinte años que yo ansiaba continuamente volver al valle nativo, ansia á que contribuía no poco la circustancia de no haber vuelto á ver á mis padres, á mis hermanos, á mis compañeros de la infancia, desde que me alejé de ellos casi niño.
Comprendo que el amor al hogar paterno y al valle nativo ha sido siempre en mí una pasión que en lo intensa y, si se quiere, en lo insensata, me ha diferenciado de la generalidad de los hombres, porque me parece que entre cada millón de ellos apenas es posible encontrar uno que sienta esa pasión con la intensidad con que yo la siento. Esta pasión en mí era hija de mi naturaleza, y no de las circunstancias y vicisitudes de mi vida, porque ni en el hogar paterno había dejado delicias materiales de tal magnitud y encanto que fuera imposible olvidarlas, ni lejos de aquel hogar había encontrado miserias y trabajos tan grandes que fuera imposible acostumbrarse á ellos. Más aún: la hermosura real de mi tierra nativa y la fealdad de aquella por que la había trocado no contrastaban de tal modo que justificasen mi ansia por tornar á la primera.
Ahora que he visto satisfecho, hasta cierto punto, mi deseo de vivir donde nací; ahora que mi cabeza se deja dominar menos por mi corazón, y conozco que cuando se escribe para el público es necesario buscar modo de que cabeza y corazón se auxilien mutuamente; ahora comprendo que el corazón embellece muchas cosas que son feas, y afea muchas cosas que son bellas.
Uno de mis más queridos y respetados amigos, el doctor D. José Gil y Fresno, decía no ha muchos días, dirigiéndose a mí por medio de un periódico bilbaíno, que el arte literario es siempre expresión incompleta de la idea y el sentimiento que trata de expresar. Estoy enteramente conforme con esta opinión, aunque también croo que con tanta más elocuencia se expresa el arte cuanto con más claridad ve el entendimiento y con más intensidad siente el corazón.
No os posible que encuentro yo medio de expresar lo hermoso que parecía el valle nativo (que de suyo lo es) al cabo de veinte años pasados con el alma y el pensamiento fijos en él. Lo único que podré decir, para dar á entender lo que mi alma y mi pensamiento le habían embellecido amándole y contemplándole de lejos, es que me parecía que no había rincón en el mundo más hermoso que aquel rincón.
Cuenta el historiador vizcaíno Iturriza que cuando se ausentaba de Vizcaya se volvió á contemplarla desde lo alto de la peña de Orduña, y se le saltaron las lágrimas. El arriero en cuya compañía iba era hombre de mundo y de buen entendimiento, y como lo observase, le dijo: «¡Qué! ¿te parece hermosa desde cerca? ¡Más hermosa te ha de parecer desde lejos!»
Cierto, cierto que la tierra donde uno ha nacido, lo mismo que las personas á quienes uno quiere, nunca parecen más hermosas que cuando se está lejos de ellas.
II
Iba yo por fin á ver satisfechas mis ansias de volver al valle nativo, á cuyo efecto me acomodé deliciosamente en la rotonda de la diligencia una mañana de Agosto de 1859, porque aun no se había abierto á la explotación trozo alguno del ferrocarril del Norte.
La campiña que media desde Madrid á los puertos de Somosierra, sólo es un poco amena en los meses de Mayo y Junio, únicos en que está verde. Cuando yo la recorría estaba ya árida y seca. ¡Que horrible me parecía comparándola con los campos nativos, que están siempre verdes, esmeradamente Cultivados y salpicados de alegres caserías!
Al fin, la diligencia fué abandonando la llanura y empezó á subir á la serranía. El contraste que aquellos campos mal cultivados, aquellos montes-pobres de vegetación, aquellos pueblecillos miserables y aquellas gentes que participan de la misma miseria y rusticidad ofrecen con los campos, los montes, los pueblos y las gentes de mi tierra, me parecía más horrible aún.
Realmente, la serranía de Castilla la Nueva, y particularmente la de la cordillera carpetana, es miserabilísima y triste, si se exceptúan algunos vallecitos, como el que riega el Lozoya, donde hay tal cual amenidad, porque el clima es menos rígido y el suelo más substancioso.
Conforme pasaba yo aquellos pueblecitos miserables y veía á sus habitantes, reflejando en su traje, en su color, en sus maneras, en su lenguaje, la miseria y la rusticidad de la tierra en que vivían, preguntábame cómo aquellas pobres gentes no abandonaban la tierra nativa y buscaban otra más tolerable, y esto me lo preguntaba yo partiendo del supuesto de que aquellas gentes la aborrecían, porque ni siquiera me pasaba por el pensamiento que pudieran amarla.
Llegamos á Somosierra, pueblecillo de cincuenta vecinos, que recibe su nombre de su situación en el somo del puerto, y la diligencia se detuvo para mudar de tiro.
El mayoral nos dijo á los viajeros, creo que con cierta sorna:
—Pueden ustedes bajar si quieren ver el pueblo que es de los mejores de la sierra.
Bajamos, en efecto, y yo me fuií ver el pueblo y sus cercanías.
La villa de Somosierra (pues es nominalmente tan villa como Madrid y Bilbao) produce, según Madoz, centeno, lino, patatas, judías, cebollas, reumas y pulmonías.
Al reconocerla, al entrar en sus casas, al hablar con sus moradores, entre las cuales ni aun las muchachas de quince á veinte merecen el nombre de bello sexo; al ver sus heredades, al contemplar desde sus cercanías la desolación que rodea, tuve ansia de abrazar á sus habitantes, porque pensé que éstos necesitaban ser unos santos cuando no habían pegado ya fuego al pueblo, le habían sembrado de sal y se habían alejado en busca de otro.
—¡Miserable de mí—exclamé,—que reviento de vanidad creyendo que esta virtud es muy digna de la aureola de los santos! Cierto que es casi idolatría el amor que á la tierra natal tengo; pero ¿qué vale, qué mérito tiene tal amor á mi tierra natal, que es tan hermosa, comparado, no diré con el amor, porque ese no pueden tenerle, pero sí con la tolerancia de estas gentes á su tierra natal, que es tan horrible?
Pensando así y pensando que aquellos campos, aquellos árboles abrasados por el rigor del clima, aquellas casas, aquella ermita de las Angustias (que todo era allí angustioso), y hasta aquella iglesia de las Nieves (que todo era allí frío) no tenían siquiera la dicha que tenían los campos, los árboles, las casas, la ermita y la iglesia de mi aldea, de que pensaran en ellos y suspiráran por volverlos á ver los que estaban ausentes de ellos, entreteníame en cortar y aderezar con un cortaplumas una varita de un roble bajo y achaparrado que se alza solitario delante de la ermita, y con la vara en la mano me volví hacia la diligencia, que un instante después emprendió la bajada septentrional del puerto.
III
Caminé, caminé todo el día por aquellas llanuras de Castilla la Vieja. Aquellas llanuras que se extienden desde Aranda de Duero á Burgos me parecen ahora fértiles y hermosas; pero entonces...¡qué paliza me hubieran dado sus moradores si hubiesen sabido lo que yo iba pensando de su tierra natal! Lo que yo iba pensando, siempre comparando la tierra propia con la ajena, era que aquella tierra, aunque comparada con la de Somosierra era hermosa, comparada con la mía era horrible.
Entré en la serranía de Burgos, que realmente en fealdad y miseria excede á la serranía cayetana, y continué embelleciendo, con el contraste, á mi tierra natal, y sólo cuando me asomó á la cuenca del Ebro y contemplé la admirable ribera de Valdibielso sospeché que hubiese algún rinconcillo en el mundo que no debiese sonrojarse comparado con este donde yo había nacido.
Al pasar el Ebro empezó á anochecerme, y entonces sí que el idealismo patriótico tomó proporciones gigantescas y sublimes en mi imaginación á favor de las sombras de la noche, que reconcentraron toda mi potencia imaginativa y poética en la tierra natal.
Desde el Ebro hasta la frontera de Vizcaya hay poco más de diez leguas. Como la diligencia caminaba siempre cuesta abajo, las recorrió en poco más de seis horas. ¡Con qué ansia y qué emoción me iba yo acercando á aquella frontera! Mis ojos pugnaban constantemente por encontrar en la obscuridad y el silencio de la noche algo de lo que mi corazón había ansiado por espacio de más de veinte años.
Ladraba un perro ó cantaba un gallo, y creía reconocer en aquel ladrido ó aquel canto algo de lo que yo había oído en mi infancia. El viento del Sur silbaba entre los árboles, y me parecía que aquel silbido tenía ya algo de las dulces armonías de la patria. La noche era obscura, aunque no tanto que no se distinguiese algo el paisaje que merodeaba; pero este algo era tan mínimo, era tan vago, era tan confuso, que dudaba yo sí realmente veían algo mis ojos, ó si únicamente mi imaginación era la que veía.
La diligencia debía dejarme dos leguas antes de llegar á mi aldea, ó lo que es lo mismo, en Balmaseda, que dista de la frontera poco más de media. Si no hubiese yo sabido que no me había de conducir á la aldea, cien veces hubiera creído entrever el campanario de ésta, entrever la arboleda donde jugué de niño, entrever la casa paterna y conocer en el ruido del agua de una presa el de la presa del molino y la ferrería de mi aldea, porque todo el que ha viajado de noche sabe cómo á la tenue claridad de la luna escondida entre nubarrones, ó sencillamente á la de las estrellas que tachonan el cielo azul, cree uno ver grandes ciudades donde no hay más que aldehuelas, templos ó fortalezas donde no hay más que rocas, altos campanarios donde no hay más que altos árboles.
No conocía yo apenas el país por donde caminaba, y así mis dudas y mis equivocaciones eran mayores. Cuando todavía me creía lejos de la frontera de Vizcaya, un grito de alegría se escapó de mis labios, y las lágrimas se agolparon á mis ojos: era que á mis sentidos llegaba ya un signo inequívoco de que me hallaba cerca de la tierra nativa: este signo era el olor particular, y para mí siempre grato, de la oya, es decir, de la leña puesta en combustión para carbonizarla.
Poco después noté que la diligencia entraba en una calle alumbrada por faroles de reverbero, y á la luz de estos me cercioré con indecible emoción y regocijo de que me hallaba ya en Balmaseda, el pueblo de las maravillas de mi infancia.
IV
Me rendían el sueño, el cansancio y la emoción; pero aun así, ni por el pensamiento me pasó la idea de dormir y descansar, aun cuando la posada era buena y la cama blanca, blanda y tentadora.
Páseme el resto de la noche asomado á un balcón que daba á la plaza mayor de la villa. Aquella plaza, aquellos hastiales ó soportales, aquel pórtico de la magnífica iglesia de San Severino, y aquel camino que desaparecía á lo lejos á la vuelta de un collado en dirección á mi valle nativo, todo aquello que yo entreveía confusa y misteriosamente desde el balcón, estaba para mí tan lleno de recuerdos, que mi corazón se agitaba violentamente y mis ojos se llenaban de dulces lágrimas, y me parecía que si la emoción que experimentaba entonces no se disipaba con la luz del alba, podría inspirarme el canto más rico de luz y de sentimiento y de armonía que corazón de poeta había exhalado.
La luz del día fué viniendo gradualmente, y con ella se fué moderando del mismo modo la violencia de mi emoción; pero aún era ésta profunda cuando bajé á la plaza, ansioso de verlo todo, tocarlo todo y embriagarme en los recuerdos que para mí encerraba todo.
Entonces me encontré con un licenciado del ejército, cuya cualidad manifestaba el consabido canuto de hojalata pendiente de una ancha y pintoresca cinta de seda, casi siempre dulcísima prenda de amor y de alegría que la madre, la amada ó la hermana le ha enviado después de suspirar muchos años por su vuelta.
Como el amor de la famila y la patria agitaba en aquel instante mi corazón y absorbía mi pensamiento, aquel licenciado, que en cualquiera otra ocasión me hubiera sido poco menos que indiferente, estaba entonces tan lejos de sérmelo, que sentí como ansia de saludarle, de hablar con él, de decirle no sé qué de patria, y de familia, y de amores, y de recuerdos de la infancia, y del hogar; porque yo decía, ó más bien pensaba, sin dar forma concreta á mi pensamiento: «¡Ese hombre es como otro yo, siente lo que yo siento, ama lo que yo amo, espera lo que yo espero! Su pueblo nativo no será tan hermoso como el mío, porque es imposible que ningún pueblo iguale al mío en hermosura, pero quizá sea también hermoso, y aunque sea feo, le amará y regresará gozoso á él; nadie puedo aborrecer á la patria, á no ser que sea tan miserable y desdichada como la de aquellos infelices que la tienen en la cima de los montes Carpetos».
Así sintiendo y así pensando, saludé al licenciado y le pregunté si volvía contento á su pueblo.
—¡No he de volver!—me contestó brillando sus ojos de gozo.—Mire usted, no quisiera decir una herejía, mucho menos cuando Dios me concede lo que en toda mi vida le he pedido más de veras; pero le aseguro á usted que si fuera camino del cielo no iría más contento que voy camino de mi pueblo.
Al oir esto, le estreché la mano, y aun tuve deseos de abrazarle.
—¿Y qué tal es su pueblo de usted?—le pregunté.
—Es de lo mejor que yo he visto, para ser pueblo de sierra.
—¿Será de la de Burgos?
—¡Cál no, señor; mi pueblo es mucho más allá. Es ya tierra de Madrid.
—De Madrid vengo yo ahora.
—¡Pues entonces puede que haya usted pasado por mi pueblo!—exclamó el licenciado con indecible alegría.
—¿Cómo se llama?
—Somosierra.
Si yo no hubiera tenido ya alguna noción de lo que el patriotismo embellece á la patria, y si el aspecto, el acento, la emoción del licenciado no me hubiesen quitado toda duda de la sinceridad de éste, hubiera yo creído, desde que oí aquel nombre, que el licenciado se burlaba al decir que iba á su pueblo tan contento como si fuera al cielo, y que su pueblo era de lo mejor que había visto entre los pueblos de serranía.
—¡Somosierra!—exclamé sorprendido.
—¿Qué, ha pasado usted por allí?
—Sí, señor, y he recorrido el pueblo y sus cercanías.
—¡Ah! ¿No es verdad que es de los más alegres y hermosos de la sierra?
—Es verdad.
—¿Y no ha visto usted qué chicas tan guapas hay allí?
—Verdad es.
—Me alegro infinito que sea usted de mi opinión. Más de veinte veces he andado á pescozones en el regimiento con compañeros que me tentaban la paciencia diciendo que si mi pueblo era así ó asao. Quisiera que le oyeran á usted los que tal cosa decían, para que se convenciesen de que se equivocaban al suponer que yo alababa á mi pueblo porque pasión quita conocimiento. ¿Con que hasta las cercanías del pueblo recorrió usted?
—Sí, señor.
—Y de seguro le gustarían á usted, sobre todo, si fué usted por el lado de la ermita.
—Justamente por allí fuí, y del roble que hay delante de la ermita corté esta vara, que le regalo á usted por proceder de su pueblo.
—¡Gracias, caballero!—exclamó el licenciado, apresurándose á tomar la vara que yo le alargaba, con tal alegría y tal ansia, que de seguro ni el más ambicioso de los brigadieres de Napoleón tomó nunca con ansia y alegría iguales el bastón de mariscal con que el Capitán del siglo solía sorprenderlos y premiarlos después de la batalla.
El licenciado, no contento con contemplar la vara con alegría y amor indecibles, tuvo impulsos de llevarla á sus labios y besarla como si fuera una santa reliquia; pero se contuvo temiendo aparecer ridículo á mis ojos, tanto más cuanto que las lágrimas pugnaban por brotar de los suyos.
—No extrañe usted—añadió,—que me convierta ahora en chiquillo, á pesar de que muchas veces he dado pruebas de muy hombre, según lo acreditan estas cruces que llevo aquí colgadas. ¡Usted no sabe los recuerdos que me trae á la memoria con hablarme de aquella ermita y aquel campo y aquel árbol!
—Me parece adivinar algunos, porque también en mi pueblo hay una ermita y un campo y un árbol que dentro de algunas horas me harán llorar con los recuerdos que traerán á mi memoria cuando los contemple.
—¡Ah, caballero, permítame usted que estreche su mano con la mía, porque veo que usted comprende lo que dentro de mí pasa cuando vuelvo al pueblo donde nací, después de pasar seis años suspirando por él y pensando que en él suspiraban por mí.
—¡Cerca de veinticuatro lio pasado yo suspirando por el mío y pensando que allí suspiraban y aún morían suspirando por mí! Dígame usted algo de los recuerdos que traen á su memoria la ermita y el campo y el árbol de su pueblo, á ver si tienen alguna semejanza con los que dentro de algunas horas traerán á mi memoria una ermita y un campo y un árbol semejantes.
—Con mucho gusto le diré á usted algunos, ya que decírselos todos sea imposible, porque sería cuento de nunca acabar. Cuando yo era niño de pecho, viéndome mi madre moribundo, me cogió en sus brazos, y corriendo conmigo á la ermita, se arrodilló á los pies de la Virgen clamando desolada: «¡Santísima Madre, ten compasión de mí y detén la vida que huye de esto querido pedazo de mis entrañas!» Mi pobre madre dice que apenas clamó así, la Virgen lo sonrió amorosamente, y cuando poco después salió conmigo de la ermita, yo sonreía también alegre y sonrosado, porque había recobrado la salud por medio de un milagro. Desde entonces todos los días va mi madre á aquella ermita y habla á la Virgen de mí, y por mí le ruega llorando. Ya ve usted que aunque no tuviera más motivos que éstos (que tengo muchos más) para conmoverme pensando en aquella ermita, si no me conmoviera pensando en ella, no tendría corazón.
—Es verdad, amigo mío.
—¿Para qué le he de molestar á usted con los recuerdos de mis juegos y alegrías de niño, y de mis solaces de mozo en aquel campo donde la juventud del pueblo se reúne y se divierte los días festivos? Para que usted comprenda en toda su extensión y verdad lo que siento al ver esta rama desprendida del árbol á cuya sombra casi he pasado los primeros veinte años de mi vida, necesito decirle á usted algo que á otro le parecería desdecir de un hombre que como yo ha andado seis años por el mundo corriendo peligros y afeando la blandura de corazón de las mujeres y de los mozos imberbes.
El licenciado llevó la mano á su pecho, y enseñándome una medallita de latón que llevaba pendiente del cuello, y luego la cinta de que pendía el canuto de la licencia, añadió:
—¿Ye usted esta medallita? ¿Ye usted esta cinta de seda? Pues las dos proceden de mi pueblo, y son regalo de una misma mujer, que no es mi madre ni mi hermana...
—Comprendo perfectamente quién es.
—Pues bailando con ella una tarde en aquel campo lo dije que la quería, y arrodillados poco después uno al lado del otro en aquella ermita, juramos en voz baja y temblorosa que nos querríamos siempre. Un anochecer nos reunimos bajo aquel árbol para despedirnos, porque antes de amanecer debía yo emprender la jornada que al fin va á terminar. «Toma—me dijo,—esta medalla de la Virgen de las Nieves, que está bendita, y el corazón me dice que te ha de salvar de todo peligro». Y así diciendo, besó esta medallita y me la puso al cuello. Entonces yo, buscando en el cielo algo que no encontraba en la tierra para corresponder á su fineza, saqué la navaja é hice en el tronco del árbol una crucecita, exclamando con los ojos llenos de lágrimas: «Por esta santa cruz te juro que te he de querer hasta la muerte!» ¿Comprende usted y disculpa, después de oir todas estas simplezas que le he dicho, por qué pierdo los estribos al pensar en la ermita, el campo y el árbol que me recuerda esta vara?
—¡Pues no lo he de comprender, si lo siento!
Momentos después el licenciado y yo nos estrechamos la mano y partimos en dirección opuesta, cada uno hacia donde nuestro corazón y nuestros recuerdos nos llamaban.
—«¡No hay patria fea!» iba yo pensando con toda la convicción de mi alma.
Minómanos y besugómanos
I
Uno de los últimos días del mes de Diciembre de 1872, en cuya época estaba en toda su intensidad la minomanía en Vizcaya, salieron de Bilbao, apretados como sardinas en tonel, en un desvencijado tílburi, D. Celestino y otros dos minómanos, y se encaminaron hacia las Encartaciones, donde están los montes de hierro de la Cantabria marítima, que admiraron al naturalista Plinio hace cerca de dos mil anos, y en cuyas agrestes y elevadísimas montañas estaba próxima á rugir una caldera de agua hirviendo que arrastrase en pos de sí 2.000 quintales de vena, que en otros tiempos no arrastraban doscientas yuntas de bueyes.
Conforme caminaban, molían á los aldeanos que encontraban al paso preguntándoles si había ó dejaba de haber veneras ó señales de ellas aquí ó allá ó en el otro lado, y los aldeanos, después de contestarles cualquier cosa para salir del paso, apretaban el suyo sonriendo maliciosamente de ellos.
Algunas veces veían en la falda de la montaña peñascos negruzcos, que les hacían dar un grito de alegría creyendo que eran ferruginosos, y saltando del tílburi D. Celestino, que pretendía ser el más inteligente en mineralogía, trepaba allá, y bajaba en seguida desconsolado con la noticia de que el peñasco era arenisco y su color obscuro provenía de la intemperie.
Pero no desmayaban sus risueñas esperanzas con estos desengaños, porque sus esperanzas estaban en una aldea que les habían asegurado era un nuevo Galdames no descubierto aunn por ningún Ochandátegui.
Después de dar algunos vuelcos en el camino, merced, según el alquilador del tílburi, á su impericia en el manejo del vehículo, y merced, según ellos, á la homicida codicia del alquilador, llegaron por fin á la aldea de promisión, y se dirigieron á la taberna para descansar allí un poco, almorzar ellos y su compañero el jamelgo, y empezar sus exploraciones mineras con ayuda de los informes que esperaban de los aldeanos.
En todas las aldeas, inclusas las de Vizcaya, que no son de las que más abundan en holgazanes, hay algunos pelgares cuya única, ó cuando menos cuya principal ocupación es la de pensar cómo podrán llenar la andorga á costa ajena.
En la aldea donde habían hecho alto nuestros minómanos bilbaínos había tres mozos y un viejo de esta laya. Poco después de llegarlos chimbos, con cuyo nombre se designa en Vizcaya á los bilbaínos por su loca afición á cazar y por supuesto á comer becafigos, que aquí se llaman chimbos, conversaban y fumaban el viejo y los mozos á la puerta de la taberna, recostados en el tílburi, cuyo caballo había sido desenganchado y llevado á la cuadra.
Las agudezas del viejo hacían desternillar de risa á los mozos, que le escuchaban como si fuera el oráculo de la aldea.
Mari-Pepa, una mujer de más de cincuenta años, dicharachera y de mucho arremango, pasaba con su herrada en la cabeza con dirección á la fuente, que estaba á la entrada de un castañar cercano.
—¿Que hacéis ahí, holgazanes, de viga derecha en día de labor?—les dijo.—Más valiera que estuvierais roturando en el monte que no ahí pensando en llenar la tripa.
—¿Llenar la tripa?—le respondió el viejo.—Así nos lo hicieras bueno con un par de besugos y media azumbre por barba.
—¡Mira el vejestorio como yo qué lecciones da á los trastos que le acompañen! ¡Lástima que no reventárais con vuestras comilonas! Talegueros, que siempre estáis oliendo donde cocinan. No, sí yo fuera alcalde...
—¿Qué harías si lo fueras?
—Haceros tomar la azada.
—¿Y los derechos endeviduales que trae la Constitución?
—¡Vaya con lo que salen ahora! Como tuviera la Constitución de Madeo muchos partidarios como vosotros...
—Pues los tiene.
—¡Eh, quitaos de ahí, pestes, y á ver si vais á trabajar, que buen día hace para eso.
—Sí, buen día, y va á caer otro diluvio universal.
—Así cayera y fuera yo Noé, que habíais de ser los únicos animales que no se salvaran en la mi arca.
Así diciendo, Mari-Pepa continuó su camino.
—¿Sabéis—dijo Quico, pues así se llamaba el viejo,—que desde que Mari-Pepa nos ha hecho mentar los besugos y el vino me está dando una guerra de mil demonios el gusanillo del estómago?
—Y á mí pata—contestaron casi á la par los tres mozos?
—Pues ello—continuó el viejo,—hay que ver como se le mata, ó cuando menos se le atolondra. Vamos á ver si á vosotros se os ocurre algo bueno.
—¡Contra! ¿Cómo nos ha de ocurrir á nosotros que somos jóvenes, lo que se le ocurra á usted, que es viejo?
—Tienes razón, hombre. Ya me parece que he dado con el medio de matar el gusanillo.
—¿Cómo?
—Comiendo.
—¡Puño, qué salida!
—Por de contado, ya sé donde hay besugos sacados ayer tarde de la mar y venidos anoche de Castro.
—¡Cóncholes, mira que noticia!¡Eso también lo sabíamos nosotros: en la taberna.
—Justo, que media docena de ellos trajo la tabernera.
—¡Mal atracón de ellos se estarán dando ahora los del tílburi!
—¿Y á qué habrán venido esos chimbos?
—¿A qué han de venir sino á lo consabido? A buscar veneras, ¿No habéis visto que cuando llegaban todo se les volvía catalojear á los peñascales de por ahí arriba.
—Verdad es, pero también lo es que hoy no untamos nosotros el morro con los besugos de la taberna. ¡Conde, que no discurriera usted algo bueno!
—Pueda ser que lo discurra—dijo Quico, que con la mano puesta en la frente, parecía batallar con una idea que se !e presentaba turbia y á toda costa quería tornar clara.—¡Ah, ya!—exclamó al fin lleno de alegría:—positivamente habrá besugada y vino para nosotros cuatro.
—Yo no tengo para el escote, ¡carrizo!
—Ni yo.
—Ni yo—dijeron tristemente los tres mozos.
—Yo tampoco—añadió Quico;—pero no faltará quien pague por los cuatro.
—¿Quién?
—Los chimbos.
—¿Y con qué motivo?
—Con el que luego sabréis. Vámonos para adentro con pretexto de encender la pipa, y cuidado con que chistéis como no sea para responder amén á todo lo que yo diga.
—Así se hará, ¡San Antonio!—exclamó regocijado el de las interjecciones.
Y los cuatro arlotes entraron en la cocina de la taberna, que estaba en el piso bajo.
II
Los minómanos estaban almorzando en la cocina, porque como bacía frío y en el hogar ardía medio carro de leña, habían querido que les pusieran allí la mesa, y no en el piso principal, que estaba como una nevera.
—¡Deogracias!—dijo Quico apareciendo á la puerta de la cocina seguido de los demás besugómanos.—Que aproveche, señores.
—¿Ustedes gustan?
—Muchas gracias, que ya lo hemos hecho. Con permiso de ustedes y de Pepa-Ramona vamos á encender la pipa.
—Ustedes le tienen.
Pepa-Ramona, que era la tabernera, y quizá la única vecina del pueblo que ponía buena cara á aquellos perdidos, porque le tenía cuenta, alargó á Quico un tizón encendido.
Los minómanos, por boca y mano de D. Celestino, ofrecieron un vaso de vino á los besugómanos, que le aceptaron por boca y mano de Quico.
Cada cual iba á su negocio, que para D. Celestino era el descubrimiento de una buena venera, y para Quico el descubrimiento de unos inocentes que les pagasen una buena besugada.
Don Celestino, ó Celes, como le llamaban familiarmente sus imberbes compañeros, era un hombre de mediana edad, seco de cara y de ingenio afable, candoroso, con sus puntos de presunción de listo y sus ribotes de codicia. En cuanto á sus compañeros, eran un par de mozuelos incautos, que en Madrid hubieran sido tomados por un par de horteras, á quienes D. Celestino había infundido la esperanza de eclipsar con su fortuna á los Ochandátegui y los Aguirre.
Don Celestino era uno de los machos que en Bilbao se tiraban de los pelos por habérsele tomado á todo el que creía empresa seria la perseverante y bien calculada de los Sres. Ochandátegui y Aguirre.
—¿Ustedes conocerán mucho estas cercanías?—preguntó D. Celestino á Quico.
—¡No las hemos de conocer! ¡Jesús! ¡palmo á palmo!.
—Y ¿que tal? ¿Hay por aquí muchas veneras?
—Qué, ¿vienen ustedes en busca de ellas?
—Hombre, tanto como eso no; hemos venido á dar un paseo; pero si hubiera por ahí algo que mereciera la pena de denunciarse, siquiera para dar nombradia y dinero al pueblo, mataríamos dos pájaros de una pedrada.
—Pues nosotros sabemos de una venera, que tan buenas las puede haber en Vizcaya, pero mejores no.
—¡Recontra, si os buena!—asintieron los tres mozos.
Los ojos de los minómanos brillaron de alegría, y D. Celestino no sólo alargó un nuevo vaso de vino á los aldeanos, sino que, sacando la petaca, dió á cada uno un hermoso cigarro puro, con que Quico y compañía sustituyeron á la pipa.
—Pues hombre—dijo D. Celestino,—si no está lejos de aquí podemos ir á verla, y quizá á ustedes y nosotros nos tenga cuenta.
—Cerca de aquí está; pero es el demontre que estamos esperando á un caballero de Bilbao á quien le hemos prometido enseñársela, y no quisiéramos faltar á la palabra, porque la última vez que estuvo aquí nos encargó que le buscásemos una buena venera, y estuvo tan fino con nosotros, que nos convidó á comer con él y todo le parecía poco para obsequiamos.
—¡Caray, señor más generoso!—exclamó el mozo de las interjecciones.
—Pues á generosos y agradecidos no nos gana nadie á nosotros—repuso D. Celestino.—Ea, á ese señor le buscan ustedes por ahí otra venera, y mientras hacemos tiempo para que aquí Pepa-Ramona nos ponga una buena besugada, que despacharemos juntos esta tarde, nos vamos á ver la venera que ustedes tienen ya descubierta.
Quico y sus compañeros se miraron con el rabillo del ojo, como diciendo: «¡Ya cayeron estos peces en la remanga!».
—En fin—respondió Quico,—si estos chicos, que deben estar tan agradecidos como yo al caballero de Bilbao, pues participaron también de sus obsequios, se deciden á que por servir á ustedes hagamos una mala partida á tan buen señor...
—¡Reconcho! No tenemos en ello inconveniente; que de buenos á buenos caballeros no hay nada, y los señores nos parecen inmejorables.
—No les pesará á ustedes. Si á ustedes les parece, nos iremos ahora mismo antes que llueya, porque amenaza agua.
—Son ya las doce, y en casa nos están esperando para comer. Lo mejor es que vayamos á avisar que no nos esperen.
—Sí, vayan ustedes en un vuelo, que aquí comeremos todos juntos, pues nosotros no hemos hecho más que tomar una sopa de ajo y un trago.
—Pues ea, vamos, y no extrañen ustedes que tardemos un poco en volver, porque todos vivimos en caserías que están donde Cristo dió las tres voces.
Apenas los besugómanos salieron de la taberna los tres mozos interrogaron al viejo en voz baja, poco satisfechos del recurso á que había apelado para comer besugo aquella tarde.
—¡Repuño! ¿está usted loco, Quico?—le dijeron por boca del de las interjecciones, que era el que siempre llevaba la palabra.—¿Qué venera ni qué rayo les vamos á ensoñar á los chimbos, si no hay rastro de ellas en toda la jurisdicción del pueblo?
—Hay una muy rica á quinientos pasos de aquí.
—¿Dónde? ¡carámbano!
—En la cañada del Castañar, más arriba del Crucero.
—¡Sangre! si lo que hay allí son peñas caliales.
—Pues las peñas caliales se convertirán en peñas de fierro, y las peñas de fierro en besugos, pan y vino á manta. Vengáis conmigo, mentecatos, y sabréis cómo se hace este milagro.
Al pasar por la fuente que manaba á la entrada de un castañar, Quico rebuscó entre los helechos secos, y encontrando la mitad de un cántaro roto, le tomó, y todos continuaron hacia el Crucero, que estaba pasado el arroyo que bajaba por la cañada.
El Crucero era una plazoleta donde cruzaba la carretera un camino transversal, y donde los vecinos de la barriada principal de la aldea dejaban cargados ó descargaban los carros de vena cuando iban de las veneras de Somorrostro, para tomarlos allí al ir á las ferrarías, evitando así las cuestas entre el Crucero y sus casas.
Quico llenó el tiesto de miñón ó polvo de vena, ó hizo que sus compañeros llenaran las boinas de chirta ó vena menuda, y todos se dirigieron castañar arriba.
Los mozos sonreían plácidamente, empezando á comprender la jugarreta del viejo.
Llegados á dos peñas calizas que blanqueaban, sobresaliendo una vara á flor de tierra, entre el brezo y las árgomas, subiendo cañada arriba á la orilla del arroyo, se detuvieron allí.
Quico llenó de agua el cacharro, revolvió el miñón, y haciendo una brocha con un manojo de ramas de brezo, fué tiñendo con aquella especie de pintura de color cárdeno las dos rocas, que adquirieron así el aspecto de purísimo mineral de hierro.
—Ea—exclamó una vez terminada esta operación, y después de esparcir la chirta entre la maleza en torno de las peñas y de arrojar el tiesto en un argomal;—¿hay aquí venera ó no la hay?
—La hay mejor que las de Triano y Guidames—contestaron los mozos, admirados de la sabiduría de su maestro de picardías, y agotando en su alabanza el pudoroso vocabulario interjeccional de los pilletes vasco-cántabros.
Y los cuatro se dirigieron hacia la taberna, poquito á poco, para dar lugar á que una buena solanilla que había asomado por entre los negros nubarrones que cubrían el cielo secase el tizne de las rocas calizas.
III
Los minómanos esperaban á los besugómanos con macha impaciencia, temerosos de que se hubieran arrepentido de su promesa de enseñarles la venera y no volviesen.
Don Celestino encargó á la tabernera que fuese escamando los besugos, y minómanos y besugómanos se encaminaron contentísimos á la cañada del castañar.
Los ojos de D. Celestino y los de sus incautos compañeros brillaban como ascuas buscando la prometida venera. Al fin los tres lanzaron un grito de alegría al descubrirla.
—Aquí tienen ustedes lo prometido—dijo Quico.—Aquí no hay calones: aquí todo es hierro puro, y estoy seguro de que todos los barcos de Inglaterra no agotan en un siglo toda la vena que debajo de estas muestrecillas hay. Con que, ¿es alhaja la venerita ó no lo es?
—¡Magnífica, soberbia, piramidal!—contestaron los tres minómanos, á adjetivo encomiástico por barba.—Lo menos—añadió D. Celestino,—da esta venera el 70 por 100 de hierro, como las mejores de Somorrostro.
—Pues vean ustedes la chirta que asoma por aquí—dijo otro de los minómanos recogiendo algunas de las piedrecillas que los besugómanos habían sembrado entre la maleza.
—¡Fierro puro!—asintió D. Celestino examinándolas.
Algunas gotas de agua comenzaban á caer.
—Señores—dijo Quico,—nos vamos á mojar si nos detenemos aquí un poco.
—Es cierto que viene por el lado de Somorrostro una orilla de mil demonios; pero lo que tenemos que hacer aquí pronto se despacha.
Así diciendo, D. Celestino sacó del bolsillo un metro y una aguja náutica, y después de acordar con sus compañeros las pertenencias que debían denunciar, orientó y midió la mina con aire magistral, echaron todos á correr, porque el chubasco apretaba.
—Pepa-Ramona—exclamó D. Celestino al entrar en la taberna,—es necesario que hoy eche usted la casa por la ventana en nuestro obsequio. Besugos sin duelo, y el mejor pan y vino que usted tonga en casa.
—No tengan ustedes miedo, que casi á besugo por barba van á salir, pues son ustedes siete y seis besugos tengo. En cuanto á pan y vino y postres, corresponderán en cantidad y calidad á los besugos.
Mientras Pepa-Ramona asaba la besugada y ponía la mesa, se discutió solemne y detenidamente el nombre con que se había de denunciar la mina.
Las opiniones fueron muchas. D. Celestino, que deseaba fuese el nombre altamente encomiástico, propuso que se adoptase el de La que le echa la pata á todas; pero este nombre se desechó, no por poético, que aquella gente no entendía de poesía, sino por largo, y se convino al fin, como un homenaje á Quico, al patriarca de la reunión, y como nombre altamente encomiástico de la riqueza de la venera, en que ésta se llamase, como proponía Quico, La Pintiparada, cuyo eufonismo correspondía también á una venera que no podía ser mejor ni pintada.
—Cuando ustedes gusten, señores—dijo Pepa-Ramona;—y minómanos y besugómanos se arrojaron como leones á la besugada.
Una hora después, los seis besugos, un queso de bola, una cántara de vino y una tanda de copas de Jerez coronaban la función.
Llovía á mares, y los minómanos, en virtud del agua, y también en virtud del vino, determinaron pasar allí la noche y emprender su regreso á Bilbao la mañana siguiente.
Hicieron bien, porque si con la cabeza fría habían dirigido tan mal el tílburi, que había dado cuatro vuelcos á la ida, ¿cuántos vuelcos no hubieran dado á la vuelta, dirigiendo el tílburi con la cabeza caliente?
Quico y sus discípulos reventaban de llenos y tenían una chispa que no se podían tener. La noche se acercaba, y á instancias de la tabernera, que temía se les desnucasen tan buenos parroquianos si se retiraban después que cerrase la noche, se despidieron tartamudeando y se alejaron de la taberna haciendo eses.
Una hora después la noche era como boca de lobo, continuaba diluviando, y los minómanos roncaban soñando que un rubicundo inglesote les ofrecía cien mil libras esterlinas por La Pintiparada.
El día siguiente amaneció despejado.
Los minómanos, que sin dificultad habían acertado á desenganchar del tílburi el caballo, se desesperaban porque no acertaban á engancharle. Al fin, mal ó bien, lo consiguieron con ayuda de un chico de la tabernera, que los asombró adivinando cómo se hacía aquella operación sólo con observar las partes usadas de las varas y las correas, y se pusieron en camino inmediatamente.
La carretera atravesaba la cañada del Castañar, donde estaba la famosa venera.
—Señores—dijo D. Celestino deteniendo el tílburi,—un entusiasta saludo de despedida á La Pintiparada antes de alejarnos de ella.
—Sí, sí, viva La Pintiparada!—exclamaron todos poniéndose de pie en el tílburi y levantando en alto los hongos.
—Pero no basta esto—añadió D. Celestino:—propongo que echemos pie á tierra y vayamos á saludarla más de cerca, y así podremos ratificar la orientación y las medidas que ayer el chubasco nos obligó á hacer deprisa y corriendo, no sea que después tengamos dificultades en la designación.
—¡Aprobado, aprobado por unanimidad!
Y saltando del tílburi los tres, ataron las riendas del caballo á un castañuelo de la orilla del camino, y tomaron cañada arriba por la orilla del arroyo, buscando con la vista á La Pintiparada, sin lograr descubrirla.
—¡Calle!—exclamó D. Celestino,—anoche ha nevado.
—¿Cómo que ha nevado?—replicaron sus compañeros.
—Sí, que La Pintiparada blanquea. ¿No lo veis?
—¡Cierto! ¡Cosa más rara!
Los minómanos dieron algunos pasos más hacia las rocas, blancas entonces y la tarde anterior cárdenas, y lanzaron un grito de indignación.
La lluvia había borrado el tizne ferruginoso, y aquellos peñascos habían recobrado su fisonomía calcárea.
A pesar de su natural candor, los minómanos comprendieron la jugarreta de los besugómanos, y prorrumpieron en furiosas amenazas y denuestos contra aquellos pillastres, de cuya picardía ya no les quedaba duda, cuando al romper, ciegos de cólera, por entre las argomas, tropezaron con el tiesto embadurnado de miñón que Quico había arrojado después de la fechuría.
—¡Volvamos á la aldea para buscar á esos pillos y romperles el alma!—exclamaba D. Celestino.
—¡Sí, sí, volvamos y demos una paliza á esos arlotes, más que arlotes!—asentían sus jóvenes é incautos compañeros.
Mari-Pepa estaba á la sazón llenando la herrada en la fuente del Castañar.
—Diga usted, buena mujer—la preguntaron babeando de coraje,—¿dónde viven Quico y los tunantes que estaban con él en la portalada de la taberna cuando usted pasó ayer á la fuente y habló con ellos?
—Todos viven allá en el quinto infierno.
—¡Arlotes, más que arlotes!
—Pero ¿qué les ha pasado á ustedes con ellos, que tan quemados están?
—Pillada como la que nos hicieron ayer no se hace en el mundo con ser mundo.
—Qué, ¿les sacaron á ustedes los cuartos aquellos perdigones?
—Haga usted cuenta que sí, pues nos sacaron una magnífica besugada.
—¡Ja, ja! ¿Y cómo se las compusieron para ello?
—Pintando de color de vena unas peñas calizas para embocárnoslas como venera.
—¡Ja, ja, ja!
—¡Eso es, ríase usted de la gracia!
—¡Pues sí que la tiene el lance! ¡Ja, ja, ja! ¡Comedia más graciosa...!
—¡Calle usted, sinsorga!
—Los sinsorgos son ustedes, que se la dejan pegar el día de los santos Inocentes.
—¡Calla!—exclamó D. Celestino volviéndose á sus compañeros,—y que tiene razón esta mujer, que ayer era día de los Inocentes. ¡Pero, hombre, no haber caído nosotros en ello!
—No es extraño que no cayeran ustedes—dijo Mari-Pepa con sorna;—que para, ustedes los buscadores de veneras todos los días son día de Inocentes.
Los minómanos bajaron tristemente la cabeza, y volviendo á montar en el tílburi, se alejaron de la aldea silenciosos, mientras Mari-Pepa, volviendo de la fuente con la herrada en la cabeza, cantaba:
Hay en Vizcaya no pocos
que corren de cerro en cerro
buscando vena de hierro
porque la tienen de locos
La escapatoria
I
Juan era un mozo que, mejorando lo presento, valía cualquier dinero; pero tenía un pero, como todos lo tenemos, más ó menos grande, en esto pícaro mundo: este pero era la pícara vanidad, que se fundaba en que sabía leer de corrido, escribir una carta de modo que, aunque mal, se entendiese, y oficiar una misa de manera que al oirle no echasen á correr los perros que hubiese en la iglesia.
Vino de las merindades de Castilla á trabajaren las veneras de Triano, bailó toda la tarde en la romería de Santa Agueda con una chica baracaldesa, la chica le gustó, á pesar de que le habían dicho pestes de los baracaldeses, él gustó también á la chica, y convinieron en que ni pintados podían ser mejores para «casarse juntos«. Juan habló de este proyecto á los padres de Ramona (que así se llamaba la chica baracaldesa); á los padres de Ramona les pareció el proyecto á padres de Ramona, y pocas semanas después Ramona y Juan se casaron, y en casa de los padres de Ramona hubo dos matrimonios en lugar de uno.
El día de la boda se comió y se bebió en grande, y como en tales casos la lengua se alarga y la conciencia se ensancha, así Ramona como sus padres-tuvieron aquel día algunas salidas de pie de banco, que á Juan disgustaron un poquillo, porque demostraban que su mujer y sus suegros no habían inventado la pólvora, ó lo que era lo mismo, no eran del todo dignos de haber emparentado tan estrechamente con un mozo que sabía leer de corrido, escribir una carta de modo que, aunque mal, se entendiese, y oficiar una misa de manera que al oirle no echasen á correr los perros que hubiese en la iglesia.
Juan se quejó de esto aquella misma noche á otro maqueto paisano suyo, que era uno de los convidados á la boda, y el maqueto le dijo:
—Yo estuvo sirviendo en casa de un baracaldés que de resultas de haber ido á nuestra tierra á trabajar en el cámino de Castro-Urdiales á Bercedo, cuando se hizo el camino, allá hacia el año de 1829 á 1829, casó en Bocos y es allí uno de los labradores más acomodados. Cuando bajé á trabajar en las veneras fuí á despedirme de él y lo pregunté:—¿Qué tal es su tierra de usted, señor amo?—y me contestó:—Según el que la cultiva.—¿Y la gente?le añadí.—Según el que la cultiva, me repitió. Con que cavila tú un poco, á ver si aciertas qué es lo que quiso decirme de la gente de Baracaldo, porque yo, por más que he cavilado, no lo he acertado.
Juan caviló, en efecto, á ver si acertaba qué era lo que había querido decir el baracaldés de Bocos de la gente de Baracaldo, y tampoco lo acertó, á pesar de ser tan listo.
Los viejos no estaban ya para trabajar en las heredades, y más con el calorazo que hacía cosa de una semana después de la boda, el día en que Juan y Ramona emprendieron la resalla de una pieza de berona que tenían en la laderita meridional de Landáburu. Así fué que los viejos se quedaron aquel día sallando los pimientos de la huerta, que casi estaban á la sombra de los frutales, y Juan y Ramona se fueron solos á la resalla de la borona.
En la manera de dar el sol en el campanario de San Vicente conoció Ramona que se acercaba el mediodía, y entonces dijo á su marido:
—Me voy hacia casa á ver cómo madre tiene la comida, y á traer agua fresca para cuando tú vayas.
Y cogiendo un brazado de los pies de borona que habían entresacado por inútiles, y son manjar que á los bueyes sabe á rosquillas, tomó el camino de casa, llosa adelante, llosa adelante, por los lindes de las heredades, y Juan quedó sudando el quilo hasta que sonaron las doce y tomó el mismo camino.
Cuando Juan llegó á casa con otro brazado de pies de borona para los bueyes, rabiaba de sed, y lo primero que hizo fué pedir agua fresca á su suegra, que le contestó:
—Ahora la traerá Ramona, que hace un rato bajó por ella á la fuente de Amézaga, y no sé cómo no está ya de vuelta.
Juan esperó un rato; Ramona no iba de la fuente, y él rabiaba de sed.
—¡Pero esa chica—exclamó,—no acaba de venir con el agua!
—Espérate un poco, hombre; que no debe tardar ya.
—¡Si esperaran tanto las liebres!...
Juan se asomó á la ventana, y viendo que Ramona no parecía, dió una patada en el suelo y echó un taco tan redondo, que puso los pelos de punta á la suegra, á la que dijo:
—Vaya usted, con mil diablos, á ver si esa muchacha viene ó no con el agua; que yo me estoy asando vivo.
Su suegra tomó castañar abajo con dirección á la fuente de Amézaga, que, escondida á la sombra de los setos y los robles, no se ve hasta llegar á ella, y se encontró á Ramona sentada bajo un roble, junto á la herrada, por cuyos bordes se derramaba el agua fresca y cristalina, pues la fuente de Amézaga no es de las que andan con miserias al cumplir una de las Obras de Misericordia.
Apoyada la fronte en la palma de la mano y el codo en la rodilla, Ramona estaba tan cavilosa y distraída, que no notó la llegada de su madre hasta que ésta la sacó de aquella cavilación diciéndole:
—Pero, muchacha, ¿tienes alma para estar ahí tan tranquila y fresca mientras tu marido rabia de sed?
—Madre, estaba pensando en una cosa que me da muy malos ratos.
—¿Y se puede saber qué cosa es esa? Siempre será alguna bobería.
—¡Buena bobería me dé Dios! Estaba pensando que hoy hace ocho días nos casamos Juan y yo, y cualquiera diría que somos judíos, pues aún no hemos buscado padrino para el primer chico que tengamos.
—¿Para el primor chico ó chica querrás decir?
—Chico dice Juan que ha de ser.
—Será lo que Dios quiera y no lo que quiera Juan.
—Pues si no es chico, Juan mucho lo va á sentir, porque toda la mañana hemos estado en la pieza hablando de eso, y Juan decía: «¡Ya me parece que le estoy viendo, así que aprenda un poco de escuela, ir tan majo con su aijada al hombro y su parejita de bueyes detrás á carretear vena de Triano ganándonos un dineral, mientras nosotros trabajamos á patita quieta en las heredades!» Pero sea chico ó chica, lo cierto es que hace ocho días nos casamos y aun no le hemos buscado padrino.
—Mujer, eso no corre prisa.
—¡Pues no ha de correr, madre! ¿Quiere usted que expongamos al pobre chico á que nazca sin haberle buscado aún padrino y tenga que estar moro hasta sabe Dios cuándo?
—Es verdad, hija, que esas son cosas muy serias. Hazme un poco de sitio á tu lado, y vamos á ver si entre las dos damos con un buen padrino para la pobre criatura.
Ramona hizo lado á su madre en la raíz mayor del roble donde estaba sentada; su madre se sentó, y empezaron á discutir quien sería buen padrino para el chico.
Entre tanto, Juan, si no ponía el grito en el cielo porque ni su mujer ni su suegra iban con el agua, era porque se ahogaba de sed.
Cansado de asomarse á la ventana, de jurar, de patear y de ponerlas de indignas de haber emparentado con un mozo que sabía leer de corrido, escribir una carta de modo que, aunque mal, se entendiese, y oficiar una misa de manera que al oirle no huyesen los perros que hubiese en la iglesia, se asomó á la ventana que daba á la huerta donde continuaba sallando pimientos su suegro, y dijo á éste:
—A ver si con mil demonios baja usted á la fuente y hace venir con un poco de agua fresca á Ramona y su madre, que fueron allá hace una hora, y no vienen ni parecen aunque saben que yo me estoy ahogando de sed.
—Allá voy, contestó el suegro tomando el camino de la fuente; pero hombre, no te desesperes; espera un poco...
—¡Si esperaran tanto las liebres!...
El suegro de Juan dió vista á la fuente y vió que su mujer y su hija estaban sentadas con mucha calima charlando como cotorras.
—¡Alabo—exclamó—vuestra frescura! ¡Conque el pobre Juan renegando de sed y vosotras ahí muy quietas y descansadas, dejando que se le lleve el diablo!...
—Tienes razón, hombre, que como el asunto de que hablábamos era importante, nos habíamos olvidado del pobre Juan.
—¿Y qué demonio de asunto era ese?
—Yo te diré: cuando bajé á ver si ésta subía ó no con el agua fresca que el pobre Juan esperaba como el santo advenimiento, me encontré con que ésta estaba pensando, con mucha razón, en que hace ya hoy ocho días que Juan y ella se casaron, y aun no ¡tienen padrino para el primer chico ó chica.
—Chico ha de ser, que yo no quiero morirme sin ver á un nietecillo ir tan majo á la escuela, para que así que la aprenda vaya á América y vuelva con más onzas...
—¡Ay! yo no quiero que mi chico vaya á las Indias y me lo traguen los salvajotes que andan por allí.
—¿Y cómo no se han tragado á los indianos que han vuelto?
—Por cada uno de los que han vuelto han quedado mil por allá.
—Bien, bien, dejemos eso á un lado y vamos á ver qué asunto era el que os obligaba á tener al pobre Juan pereciendo de sed.
—Pues estábamos cavilando á ver si dábamos con un buen padrino para el primer chico que ésta tenga. Ya ves, hombre, que el asunto era importante.
—¡Porrazo si lo era!
—Porque lo que esta pobre dice: sin padrino no se puede bautizar á nadie, y el chico no ha de quedar moro.
—¡Pues no faltaba más que quedara moro el mi nieto, que ha de ser más majo y más valiente!... ¡Je, je, je! Me parece ya que le estoy viendo bajar á la escuela con los otros motiles, tirando pedradas á los frutales y echando la zancadilla y tumbando á todo el que se atreva á engarrarse con él!... Pero vamos á ver si encontramos para él un buen padrino.
El suegro de Juan sacó la pipa, y desatuzándola con una hebrita, de brezo para luego cargarla y encenderla, se sentó en un canto frente de su mujer y su hija, y los tres continuaron la discusión sobre el padrino que más convenía al primer chico que Ramona y Juan tuviesen; discusión que, con tomar parte en ella el viejo, se hizo más acalorada y difícil de llegar á término satisfactorio, porque el abuelo no encontraba padrino bueno para el nieto.
Ente tanto, llegaban al colmo la desesperación y por supuesto la sed de Juan, viendo éste que ni su mujer, ni su suegra, ni su suegro volvían de la fuente, como si la fuente fuese algún pozo Airón que se los hubiese tragado.
Maldiciendo el día que le ocurrió emparentar con gente tan imbécil y sin entrañas, tomó el camino de la fuente jurando y perjurando que iba á hacer y acontecer con ellos.
Cuando vió á su mujer y sus suegros sentados con mucha calma y charlando hasta por los codos. Les preguntó qué doscientos mil demonios hacían allí tan sosegados, mientras él rabiaba de sed esperando la herrada de agua fresca; y cuando le explicaron el grave asunto que les había impedido volver, fué tal su indignación y tal el miserable concepto que formó de las facultades intelectuales de su mujer y sus suegros, que determinó huir inmediatamente y para siempre de semejan te familiar que por su necedad era incompatible con un mozo como él, que sabía leer de corrido, escribir una carta de modo que, aunque mal, se entendiera, y oficiar una misa de manera que al oirle no huyesen los perros que hubiese en la iglesia.
II
Juan decidió en el acto huir á su tierra, persuadido de que cuanto más se alejase de Baracaldo con dirección á ella, más libre se vería de gentes necias, que era lo que más odiaba en este mundo. Así, pues, traspuso la colina de Cruces, descendió á Burceña y tomó Cadagua arriba por la orilla izquierda del río.
Al llegar á Zubileta se encontró con D. Francisco, el capellán de la ferrería de Castrejana, que le conocía con motivo de habérsele brindado Juan á oficiar la misa un día de gran solemnidad en que acertó á estar por allí en el momento en que don Francisco se disponía á celebrarla rezada por no haber quien la oficiase.
Don Francisco era un sacerdote joven, y tan amante de la casa paterna y la familia, que viviendo sus padres y hermanos en Bilbao, por verlos andaba á pie todos los días dos leguas entre ida y vuelta.
—¿Qué es eso, Juan, que va usted tan ligero y sofocado?—le preguntó D. Francisco con su habitual amabilidad.
—Calle usted, D. Francisco, que lo que á mí me pasa no le pasa á nadie en el mundo con ser mundo—contestó Juan desesperado.
—¿Ha ocurrido alguna desgracia en casa?
—La mayor que le puede ocurrir á un hombre..¿No ha oído usted decir que el mayor mal de los males es tratar con animales?
—Sí, lo he oído; pero, Juan, ¿qué quiere usted decir con eso?
—Quiero decir, Sr. D. Francisco, que mi mujer y mis suegros son los mayores animales de la tierra, y me voy á la mía para no tratar con ellos, y ni aun con ninguno de Baracaldo, donde no hay gentes con quien pueda alternar un hombre como yo, que, aunque me esté mal el decírselo, sé...
—Sí, Juan, ya sé lo que usted sabe, y es lástima que no sepa usted también otra cosa: que es un disparate y una ofensa á Dios y á la sociedad lo que usted quiere hacer. Hace ocho días que usted se casó, y abandona á su mujer y á los ancianos que se la dieron por compañera de todas sus tristezas y alegrías.
—Cuando me eché encima esa carga no sabía lo que pesaba.
—Pues, amigo Juan, ya que usted se la echó encima voluntariamente, está usted obligado á soportarla.
—Le digo á usted, Sr. D. Francisco, que estoy resuelto á echarla con doscientos mil de á caballo y á volverme á mi tierra en busca de gentes discretas, que encontraré en tanto mayor número cuanto más me aleje de Baracaldo.
—Juan, el reirán dice: «¡Dónde irá el buey que no are!», y dice muy bien.
—Pues si lo dice, Sr. D. Francisco, yo no hago caso de él ni de...
—Ni de mí, ¿no es verdad, amigo Juan?
—Pues bien, ni de usted, Sr. D. Francisco; que á mí me gusta decir las cosas claras. Conque quede usted con Dios, ¡y maldito sea Baracaldo, que sería un pueblo delicioso si no hubiera en él baracaldeses ni baracaldesas!
—Adiós, Juan, y Él quiera que antes de llegar usted á su tierra se arrepienta de su criminal ligereza.
Don Francisco continuó Cadagua abajo, alegrándose porque se acercaba á su familia, y Juan continuó Cadagua arriba, alegrándose porque se alejaba de la suya.
Al pasar Juan el puente de Castrejana reparó en el agua, y se acordó de que rabiaba de sed. No viendo por allí fuente alguna donde pudiese calmarla, bajó al río y bebió como un buey, aunque el agua estaba como lejía, de resultas de una tempestad que había estallado la noche anterior hacia el valle de Mena, de donde procede el antiguo Cabdalagua, y caliente como caldo, de resultas del calor azo que hacía aquel día.
Si algún baracaldés le hubiese visto beber en el río después de haber pasado sin beber, y rabiando de sed, por junto á una fuente tan fresca y cristalina como la de Amézaga, hubiera llamado bestia al que se lo llamaba á los baracaldeses; pero Juan, que veía la paja en el ojo ajeno, no veía la viga en el ojo propio.
Juan llegó á Güeñes creyendo que ya estaba lo suficiente lejos de Baracaldo y lo suficiente cerca de Castilla para empezar á encontrar gentes discretas, y vió á un muchacho que, parando bajo un cerezo la mula en que montaba, se puso de pie sobre ella y empezó á manducar cerezas.
—Cuidado, muchacho—le dijo Juan,—que si caes de esa altura te desnucas.
—Tiene usted razón—contestó el muchacho,—que me costarían caras las cerezas si algún mal intencionado dijese ahora: «¡Arre mula!»
Al decir esto la mula anduvo de repente, y el que estaba de pie sobro ella cayó, pegando tal batacazo, que por milagro de Dios no quedó en el sitio.
Juan le ayudó á levantarse, y mientras el muchacho continuó hacia abajo renqueando con la mula del ramal, Juan continuó hacia arriba asombrado de que hacia Grüeñes hubiera gente tan necia como hacia Baracaldo; pero su asombro se calmó un tanto cuando reflexionó que Grüeñes distaba aún poco del pueblo de su mujer y sus suegros.
III
Aquella noche durmió Juan en Zalla, porque no le había sentado bien el agua caliente y turbia que bebió en Castrejana, y tanto por efecto de esto como por efecto del berrinche y de la jornada, no se sentía con fuerza para llegar á Balmaseda, y se levantó temprano al día siguiente para continuar su camino.
Era día de fiesta, y se proponía detenerse en Balmaseda á oir misa; pero apenas pasó el puente de Ibarra, oyó campanas hacia la derecha del río, donde hasta entonces no sabía que hubiese iglesia, y suponiendo que tocarían á misa, se decidió á ir á oiría para quitarse aquel cuidado y pasar por Balmaseda sin detenerse, á fin de salir cuanto antes de Vizcaya y entrar en Castilla, que, como es sabido, empieza poco más de media legua más arriba de Balmaseda.
Repasó el río por el mismo puente de Ibarra, y se dirigió hacia los montes de Zóquita, que son los de aquel lado, á cuyo pié suponía hallarse escondida en algún regazo de los mismos la iglesia cuyas campanas continuaba oyendo; pero por más que andaba, la iglesia no parecía, ni encontraba por allí gente que le diese razón de ella.
Cuando andaba frente de Bolúmburu, cuya población se compone principalmente de una casa solariega, un molino y una ferrería, vió que las mujeres y los hombres de allí salían de casa, las primeras con la mantilla puesta, y se encaminaban río abajo.
—Vamos—dijo Juan,—los de Bolúmburu baja a á pasar el río por Ibarra porque no tienen puente más cerca, y van como yo á misa á la iglesia de este lado. Si no doy pronto con la iglesia, cuyas campanas siguen tocando á misa mayor, los esperaré y ellos me guiarán á la iglesia.
Juan anduvo y más anduvo, subiendo y bajando cuestas y destripando matorrales, cuyos espinos le hacían echar cada juramento que á él mismo le daba miedo, y la iglesia no parecía aunque las campanas continuaban sonando hacia aquel lado.
Al fin se detuvo rendido y estropeado á esperar á los de Bolúmburu, pero tampoco los de Bolúmburu parecían.
Las campanas cesaron de tocar; Juan esperó largo rato y al fin oyó el toque de alzar, lo que probaba que la misa que quería oir había volado.
Entonces, jurando como un condenado en lugar de rezar, volvió atrás, bajó á la orilla del río y continuó en busca del puente de Ibarra para repasarle.
Cuando llegaba al puente empezaron á repicar á salida de misa las campanas de la iglesia que inútilmente había buscado, y preguntó irreverentemente á un chico que por casualidad vió á la orilla del rio apacentando unos bueyes:
—¿Dónde está esa condenada iglesia cuyas campanas repican?
—Mírela usted allí—le contestó el chico, indignado de la calificación, señalando hacia el Norte, ó sea hacia la parte opuesta de donde sonaban las campanas.
—Pero hombre, si aquella es la iglesia de San Miguel, y las campanas suenan hacia este otro lado...
—Hacia ese otro lado no hay iglesia ninguna.
—¿Cómo que no si estoy oyendo las campanas?
—Las campanas que oye usted son las de San Miguel, que parecen que tocan hacia Zóquita, porque el eco repite allí su sonido.
Juan dió en el suelo una furiosa patada que le destrozó un dedo del pie contra un guijarro, echó un juramento de los que Dios no perdona aunque se oigan cien misas por su remisión, y emprendió la subida de la cuesta de Bolúmburu, mientras el muchacho se burlaba de él gritándole:
—¡Andaaa, que ha oído campanas sin saber dónde!
IV
El efecto del agua turbia y caliente que había bebido la tarde anterior en Castrojana, y el de la andanza que había empleado inútilmente buscando iglesia donde oir misa, hacia el pie de los montes de Zóquita, eran mucho más que suficientes para que Juan viese siquiera la punta de la viga que llevaba en el ojo propio; pero lo cierto es que no había visto más que la paja del ojo ajeno cuando llegó á Balmaseda.
En Balmaseda se detuvo un rato á descansar un poco y echar un cigarro en un banco de la plaza vieja.
Mientras descansaba y fumaba, se distraía en ver una operación que un hombre estaba haciendo en la puerta de una casa inmediata. Aquella operación consistía en abrir una gatera en la puerta. Enamoróle la limpieza y la maña con que el hombre trazó con un compás en la madera un círculo perfecto; dió dos barreñitos paralelos en un punto de la circunferencia; uniólos cortando con el formón la madera intermedia; introdujo en el agujero un serruchito estrecho de punta, y sierra que sierra circularmente, abrió la gatera y hasta suavizó y redondeó sus bordes con el formón para que los gatos que saliesen ó entrasen no se lastimaran.
—¡Vea usted qué hombre tan curioso y hábil!—dijo Juan á un sujeto que se había parado á ver también aquella operación.
—A ese—contestó el viejo,—le sucede lo que á los amanuenses indígenas de Filipinas, donde yo he estado muchos años.
—¿Qué les sucede á aquéllos?
—Que escriben admirablemente y no saben discurrir cuántas unidades componen dos pares de huevos.
—No, pues lo que es ese hombre, listo como un demontre debe ser, por más que usted diga.
El viejo continuó su camino sin replicar y sonriendo maliciosamente.
—Ya se conoce—añadió Juan para sí,—en la habilidad de ese hombre, que estamos, como quien dice, en Castilla, y por tanto, lejos de Baracaldo.
Cuando así pensaba, vió que el hombre de la gatera trazaba con el compás otro círculo al lado del agujero que acababa de abrir, y movido de curiosidad por saber para qué hacía aquella operación, se levantó; se acercó á aquel hombre y le preguntó:.
—Diga usted, buen hombre, aunque sea mal preguntado: ¿para qué traza usted ese nuevo círculo?
—¡Para qué ha de ser—contestó el hombre,—sino para abrir otra gatera!
—¡Otra gatera en la misma puerta! ¿Y para qué la ha de abrir usted, si lo único que va á conseguir con abrirla es estropear la puerta y exponerse á que la mejor noche los ladrones abran un boquete rompiendo de un puntapié la madera que las separe, y colándose dentro, lo roben á usted cuanto tenga en casa, y acaso lo asesinen?.
—Es verdad que hay eso inconveniente, pero nosotros somos muy amantes de los gatos y queremos que los pobres animalitos de Dios puedan salir y entrar cuando les dé la gana.
—Esa no es razón para que habiendo abierto usted ya una gatera abra otra.
—¿Pues no lo ha de ser, hombre, si son dos los gatos que tenemos?
—¿Y cuántas personas son ustedes en casa?
—Somos siete.
—Pues entonces la casa necesitará siete puertas.
—¡Calla!...—exclamó el hombre como herido de una súbita é inesperada luz que lo sorprendía.—Habla usted con cabeza. No habia caído en la cuenta de que por donde sale y entra un gato entra y sale otro y aunque sea una docena de ellos. ¡Canario, se conoce que es usted hombre de talento!
—No es cosa mayor—contestó Juan sonriendo de vanidad con aquella lisonja.—Me parece que usted ha de ser de hacia Baracaldo ó sus cercanías.
—No, señor, soy del Borrón, es el primor lugar de Castilla yendo de Vizcaya.
Juan se quedó más frío que un carámbano al saber que hombre tan necio, no sólo no era de Baracaldo ni sus inmediaciones, sino que era castellano, si castellanos se puede llamar á los meneses y á todos los de aquende el Ebro, que son vizcaínos por la geografía, por la historia, por las costumbres, por la sangre y hasta por el corazón.
Cuando Juan pasó el puente de Arla, que separa á Vizcaya de Castilla, conoció que había perdido mucho de la fe con que paitió de Baracaldo en que de allí arriba sólo había de encontrar gentes discretas. La tontería del menés que no había caído en la cuenta de que bastaba una gatera para dos gatos sin necesidad de hacer para cada gato una, empezaba á recordarle que en todas partes cuecen habas.
Pensaba ir á hacer noche en Villasana y caminaba á paso regular; pero cuando se acercaba á Entrambas Aguas empezó á relampaguear y tronar de firme, por lo que precipitó el paso á fin de que la tormenta no le cogiera en despoblado.
Al pasar por Entrambas Aguas llamó su atención una mujer que estaba en la portalada de una casa dale que le das con un bieldo á un montón de cebada.
—Buena mujer—le preguntó,—¿qué es lo que usted hace con ese bieldo?
—Yo le diré á usted—contestó la mujer sin suspender su tarea.—Acabo de aventar y limpiar esta cebada, y como la tempestad se nos viene encima, quisiera trasladar el grano al portal para que no se moje, y por más que me mato en darle con este condenado bieldo, no lo puedo conseguir.
—(¡Jesús—exclamó Juan para sí,—qué mujer tan digna de un pienso de su cosecha! No diré yo que sea de Baracaldo, pero de seguro es, cuando más arriba, del Borrón ó sus inmediaciones.) ¿Pero, mujer—añadió,—no tiene usted por ahí una pala?
—Sí, señor, aquí hay una—contestó la mujer sacando de la cuadra una pala de madera.
Juan tomó la pala, y en cuatro boleos trasladó con ella la cebada al portal, donde inmediatamente tuvieron que refugiarse él y la mujer, porque empezó á llover á cántaros.
—Algún ángel le trajo á usted por aquí—dijo la mujer,—que si no se me echa á perder el montón de cebada.
—Y lo hubiera usted sentido mucho, porque usted debo ser muy aficionada á ella—añadió Juan sonriendo irónicamente, con la fatuidad del que á todos los cree tontos comparados con él.
—Ya se ve que lo soy—contestó candorosamente la mujer.
—¿De dónde es usted, aunque sea mala pregunta?
—De Irús, para servir á Dios y á usted.
Juan se quedó como pegado á la pared al saber que de mujer tan tonta más le tocaba á su tierra que á la que había abandonado huyendo de gentes necias y en busca de gentes discretas.
Siguiendo su camino, le ocurrió por primera vez desde que huyó de Baracaldo, la idea de comparar la necedad de su mujer y sus suegros con la que había observado en el muchacho de la mula, en el hombre de la gatera y en la mujer de la cebada; pero no con la que el chico que apacentaba bueyes junto al puente de Ibarra había observado en el que oía campanas sin saber dónde. De todos modos, no pudo menos de reconocer que su mujer y sus suegros eran discretos comparados con el muchacho, el hombre y la mujer susodichos.
De esta comparación y este reconocimiento pasó á averiguar si había hecho mal ó bien en huir de Baracaldo hasta sin reivindicar el título de maqueta con que había bajado, echándose á la espalda al partir el morralillo con un par de camisas, con que había entrado en las Encartaciones, y concluyó casi casi por convenir en que había hecho mal; pero al fin se decidió á continuar hacia su pueblo, fundado en que si camino de su tierra no encontraba gentes más discretas que en Baracaldo, en su pueblo, las encontraría.
Es de advertir que Juan había estado muchos años ausente de su pueblo, y por tanto, tenía de él y de sus paisanos la idea optimista que tenemos de lo que conocemos en la infancia, en que la razón, rica de candor y pobre de malicia, todo lo ve de color de rosa.
En un encinar cerca de Gayángos oyó gruñir desesperadamente á un cerdo y jurar y perjurar á un hombre.
—¿Qué demonios será eso?—dijo para sí Juan.—Probablemente le pasará á ese hombre con el cerdo cosa parecida á lo del matachín con el carnero.
Lo del matachín á que aludía Juan merece contarse y mucho más por un cuentista español, é infinitamente más por un cuentista vascongado.
Pasaba un hombre por un pueblo, y oyendo jurar y renegar á un matachín, fué á ver lo que le pasaba á aquel sujeto para sulfurarse así, y le preguntó:
—¿Qué diablos le pasa á usted hombre, para desesperarse de ese modo?
—¡Qué me ha de pasar, señor! La cosa más irritante de este mundo ¡Que este infame carnero no se deja matar!
Juan entró en el encinar y vió que un hombre apaleaba furiosamente á un cerdo que tenía atado con una cuerda.
—Buen hombre—le preguntó,—¿por qué apalea usted así á ese pobre animal?
—Le apaleo por bruto, por estúpido, por bestia, pues está rabiando de hambre, y por más que me mato para que suba á una de estas encinas y se atraque de bellotas, se empeña en que no ha de subir.
Juan se santiguó de la necedad de aquel hombre, y quitándole de la mano la vara con que apaleaba al cerdo, se puso á apalear con ella las ramas bajas de una de las encinas, que soltaron gran cantidad de bellotas, que el cerdo se apresuró á devorar.
Al ver esto, el hombre se santiguó á su vez, exclamando:
—¡Jesús, qué hombre tan ingenioso es usted! ¡Pues no me se había ocurrido á mi una cosa tan sencilla para que el cerdo se atracase de bellotas!
Juan, casi seguro de que aquel hombre era de Baracaldo, ó cuando menos del puente de Arla abajo, le preguntó de dónde era: y cuál no sería su asombro y hasta su dolor cuando supo que aquel hombre era de su mismo pueblo.
Estuvo por volver atrás, teniendo por Evangelios chicos aquellos refranes que dicen: «En todas partes cuecen habas y en mi casa á calderadas», y «¡A dónde irá el buey que no are!» Y hasta estuvo por volver, ya que no á Baracaldo, á algún pueblo de su inmediaciones; pero por último, se decidió á llegar al suyo, ya que estaba cerca, aunque sólo fuese para permanacer en el pocas horas, y continuó su camino.
V
Cerca de Bocos vió Juan que dos hombres disputaban acaloradamente en medio de la carretera.
El uno tenía traza de pobre y rústico labrador, y el otro era un viejecillo medio señor, de esos que andan por las honradas y pobres merindades de Castilla cobrando el ciento por ciento de interés anual á los infelices labradores, á quienes han prestado dinero para comprar grano con que hacer la siembra.
Estos judíos deben ser descendientes de aquellos famosos de Bustillo, que en cambio de haber abierto su bolsa á los reyes y señores de Castilla en la Edad Media, consiguieron que los reyes los agraciaran con las libertades de Vizcaya, y más de una vez tuvieron la audacia de pretender que Vizcaya se las reconociera, como si fueran como las vizcaínas nativas y propias, y no de privilegio concedido por nadie, aunque sólo consiguieron, cuantas voces lo pretendieron, que Vizcaya los echase muy enhoramala.
Juan se apresuró á acercarse á aquellos hombres para impedir que vinieran á las manos y hubiera una desgracia.
—¿Qué es eso, hombres—les preguntó,—que tan acaloradamente disputan ustedes?
—Me alegro mucho de que usted remanezca por aquí—le contestó el labrador,—porque así habrá alguno que nos oiga y dé la razón al que la tenga.
—Por eso mismo me alegro yo de que haya llegado usted, porque de seguro me la dará á mí—añadió el otro hombre, que era un viejecillo con más grasa en el sombrero y el gabán que basura tiene en la conciencia un político de oficio.
—Veamos qué es lo que pasa.
—Lo que pasa—dijo el labrador,—es lo que va usted á oir. Iba yo para mi pueblo, de vuelta de la feria de Basurto, adonde he bajado á vender una muleta para ver si con su importe compro grano para sembrar el otoño que viene, porque la cosecha de este año se me ha perdido casi del todo y no se cómo he de pasar el invierno con mujer y ocho hijos que tengo, y me encontré una bolsa con quince onzas de oro dentro. Lo primero que me ocurrió fué condolerme del disgusto que en aquellos momentos tendría el que la había perdido, é iba pensando en mandar poner edictos en Villarcayo anunciando que me había encontrado la bolsa y dando las señas la entregaría al que la hubiese perdido, cuando ví que el señor venía muy sofocado, preguntando á todos si habían encontrado una bolsa con dinero. Me lo pregunta á mí, le contesto que yo la he encontrado, le pido las señas de ella, y me dice que es una bolsa verde; y sin preguntarle las onzas que tenía dentro, porque yo no las había contado, se la doy, y entonces cuenta, las onzas, ve que tiene quince, y me sale con que debía tener diez y siete, y por lo tanto, que yo me he embolsado dos y se las debo dar.
Y sí que debe usted dármelas, porque me las ha quitado usted, y la prueba de ello es que las tiene usted en el bolsillo del chaleco, porque usted me las ha enseñado.
—Las que yo le he enseñado á usted son las que me ha valido la muleta, y se las he enseñado para, hacerlo ver que yo no tenía más onzas.
—No hay muleta que valga; osas onzas son lasque usted me ha quitado.
—Yo no le he quitado á usted nada ¡Pues, señor, está bueno esto! Le devuelvo su bolsa con todo lo que contenía, porque yo siempre he tenido por un disparate eso que creen las gentes de que lo que uno se encuentra es suyo, y en lugar de darse por satisfecho...
—Y agradecido—lo interrumpió Juan.
—Agradecido no, porque al fin no he hecho más que cumplir con lo que Dios manda; pero en lugar de darse por satisfecho, me insulta tratándome de ladrón, y quiere que le dé la miseria, que me ha valido la muleta. ¡Hombre, si lo que quiere el señor es justicia, digo que no hay justicia en la tierra!
—Déjense ustedes de disputar, y que la haga al que la tenga el alcalde de Bocos, que está un paso de aquí..
—Me conformo—dijo el labrador
—Y yo también—añadió el viejecillo.
—Yo les serviré á ustedes de hombre bueno—agregó Juan.
En efecto, fuéronse los tres á Bocos y se presentaron al alcalde, que después de oirlos preguntó al labrador:
—¿Cuántas onzas había en la bolsa que usted se encontró?
—Quince, señor, pues han resultado esas cuando el señor las ha contado.
—¿Y cuántas tenía la bolsa de usted cuando la perdió?—añadió el alcalde dirigiéndose al viejo.
—Diez y siete justas.
El alcalde meditó un momento con la bolsa en la mano, y al fin dijo con tono decisivo, sin que todos los clamores y protestas del viejo bastaran á modificar su decisión:
—La bolsa que este labrador ha encontrado no es la que este anciano ha perdido, puesto que las señas no convienen, pues la perdida contenía diez y siete onzas de oro, y la encontrada quince. Tome el labrador la bolsa, que restituirá cuando parezca su dueño, y el anciano de gracias á Dios porque no le soplo en el cepo por haber infamado á un hombre de bien, acusándolo injustamente de ladrón.
El labrador y Juan se despidieron del alcalde con mucha cortesía, llevándose el labrador la bolsa, mientras el viejo se alejaba echando por la boca espumarajos de coraje.
A Juan le ocurrió la idea de preguntar al labrador y al viejo de dónde eran; pero en cuanto á preguntar al viejo desistió inmediatamente de ello, pensando que los usureros infames que medran á costa de la infelicidad y la honradez no son de ninguna parte más que del infierno, que los confunda por siempre jamás amén; y en cuanto al labrador, le hizo la pregunta, y quedó gratísimamente sorprendido al saber que era de su pueblo.
No menos grata era la impresión que conservaba del espíritu de justicia y sabiduría del alcalde de Bocos, y quiso saber cómo se llamaba y si era natural del mismo pueblo. ¡Dios sabe si pasó por su imaginación la idea de que pudiera ser del pueblo de su naturaleza como el labrador que había encontrado la bolsa!
—Diga usted—preguntó á una mujer que estaba hilando á la puerta de una casa,—¿cómo se llama el señor alcalde?
—Del nombre no me acuerdo, pero el apellido es Telllitu.
—¡Tellitu!—exclamó Juan sorprendido al oir un apellido clásicamente baracaldés.—¿Y de dónde es el señor alcalde?
—Es vizcaíno, de un pueblo que le llaman Baracaldo.
Nueva sorpresa y nuevo desengaño de Juan, que pensó si sería el alcalde el vecino de Bocos á quien había servido el maqueto paisano y amigo suyo.
Juan se decidió por completo á volver á Baracaldo así que diese una vuelta por su pueblo, donde si nacían gentes tan bestias como el hombre del cerdo, también nacían otras tan honradas como el labrador de la bolsa.
Al pensar si el alcalde de Bocos sería el baracaldés que opinaba que la gente y la tierra eran según se las cultivaba, cayó en la cuenta de que él debía haber cultivado á su mujer y sus suegros en lugar, de huir de ellos.
En compañía del labrador de la bolsa siguió hasta su pueblo, y después de haber fortalecido allí el amor á la familia con los recuerdos de la casa paterna, que bien lo necesitaba, pues le había dejado debilitarse horriblemente sin razón ni justicia, emprendió el regreso adonde le esperaba, llena de desolación, la única familia que tenía.
Andando, andando Cadagua abajo, pasó el puente de Castrejana, y al llegar á Zubileta se encontró con el joven capellán de la fábrica, que volvía de su diaria jornada á Bilbao, para visitar á sus padres y sus hermanos. Al verle, sintió á la par alegría y vergüenza: alegría, porque la bondad y los sanos consejos de aquel digno sacerdote habían de fortalecer su corazón para procurar la redención de su falta; y vergüenza, por la falta misma y por haber desoído los consejos del Sr. D. Francisco.
—Juan—exclamó ésto, lleno de alegría al verle tornar tan humilde como altanero había ido,—en buen hora vuelve usted adonde el amor y el deber le llaman; que la pobre Ramona, que, como sus padres, no ha dejado de llorar desde que usted los abandonó, se disponía á partir mañana para Castilla á rogar á usted, aunque fuese de rodillas y arrastrándose á sus pies, que volviese usted á consolar y alegrar con su presencia la casa que ha convertido en valle de lágrimas.
—Señor D. Francisco—contestó Juan saltándosele las suyas,—no tengo perdón de Dios ni de mi mujer, ni de mis suegros, ni de usted con lo que he hecho.
—Juan, Dios no niega nunca el perdón al que se arrepiente de sus faltas, y mucho menos pueden negarle los que por ser falibles tienen el deber de ser menos severos que Dios. Dígame usted, amigo Juan, de qué medios se ha valido Dios para despertar en usted el arrepentimiento de su falta.
—Haciéndome encontrar gentes mucho más necias que aquellas de quienes huía, donde esperaba encontrarlas mucho más discretas. Sí, mucho más cisco de Abásalo, sobrino y heredero de bienes y virtudes del difunto cura de Montellano, á quien dió celebridad el autor de este libro divulgando en virtud y su prodigioso ingenio, necias, Sr. D. Francisco, porque la necedad de mi mujer y mis suegros no admite comparación con la de una porción de gentes que he encontrado en mi camino. Esto me ha ido haciendo pensar que yo mismo, á pesar de mis pretensiones de discreto, no tengo derecho á acusar de necios á mi mujer y mis suegros.
—Todas las necedades del mundo sean, amigo Juan, como la que le movió á usted á abandonar á Ramona y sus ancianos padres. Ciertamente, exceso había en que se preocuparan con inusitada anticipación en quien había de ser el padrino de una criatura que acaso ni aun había sido concebida; pero era exceso de sencillez, de celo religioso y de precisión maternal.
—¡No olvideré, Sr. D. Francisco, la lección que Dios y usted me han dado!
—No olvido usted, tampoco que en la necedad humana tiene su único apoyo la creencia vulgar de que del terruño en que las gentes nacen y viven procede la necedad ó la discreción, la bondad ó la maldad de las gentes. Los de tal pueblo ó tal provincia ó tal nación, se dice, son esto; los de cual pueblo, cual provincia ó cual nación, son lo otro; corno si el mojón de piedra que divide las jurisdicciones municipales ó provinciales ó internacionales tuviera el poder de determinar la tontería ó la discreción, la maldad ó la bondad de las gentes. La humanidad es en todas partes la misma, y mucho más en las regiones donde esencialmente uno mismo os el suelo, uno mismo el clima, unas mismas las instituciones sociales: la humanidad se compone en todas partes de buenos y malos, de tontos y de discretos. Apresúrese usted, amigo Juan, á volver al hogar donde le esperan ansiosos y desconsolados los que, llenos de confianza en su honradez y su amor, le dieron en él asiento, y no olvide usted nunca que no puede haber sociedad ni familia bendecidos de Dios ni de los hombres sin la indulgencia mutua, que es los veces santa en aquellos que mutuamente pueden decirse: «Eres carne de mi carne y hueso de mi hueso».
Juan besó la mano que bondadosamente lo alargaba el joven sacerdote, y continuó Cadagua abajo.
Media hora después, allá en una casería de la banda opuesta de la colina de Cruces, lloraban de alegría una joven y dos ancianos, viendo entrar por su puerta, tan humilde como si no supiera nada, á un mozo que, sabía leer de corrido, escribir una carta de modo que aunque mal, se entendiese, y oficiar una misa de manera que al oirle no huyesen los perros que hubiese en la iglesia.
La obligación y la devoción
I
Andaba yo a caza de cuentos populares para esta novena colección que voy á dar luz, y después de mediodía salí de Durango con ánimo de transmontar la cordillera de Oiz y pernoctar en Marquina; pero como desde Bérriz dirigiese la vista hacia el Oeste y viese que hacia los Siete Concejos del vallo de Somorrostro habían empezado á aventar trigo, pues se veía el tamo, como dicen en las Encartaciones cuando ven que cierra en agua la costa, y me pareciese que el tamo iba avanzando hacia el Este, me decidí á dejar para la mañana siguiente la continuación de mi viaje, no pasando aquella tarde de Mallabia.
Viendo un grupo de cuatro ó cinco casas medio escondidas en el castañar de Basagóiti, me dirigí á ellas con ánimo de pedir hospitalidad en la que mejor me pareciese, seguro de que en cualquiera de ellas la había de encontrar muy afectuosa y franca.
Mi querido amigo Marcelino Menéndez Pelayo, en cuyo elogio basta decir que á la edad de veintidós años ha obtenido, en porfiada y luminosa oposición con contrincantes de altísimo valer, la cátedra de Literatura é Historia crítica en la Universidad Central, me ha dado un varapalo, á la vuelta de corteses piropos, diciendo que tengo el defecto de extremar el optimismo en la pintura de las costumbres populares, y todo con objeto de enaltecer el pesimismo de José María de Pereda, insigne y querido amigo suyo y mío, que emplea en el estudio y pintura de las costumbres montañesas procedimiento distinto del que yo empleo en el estudio y pintura de las vascongadas. Concedamos que el campo que yo recorro sea igualmente fértil en flores y en espinas que el que recorre Pereda, aunque no era de esta opinión un paisano de ambos escritores montañeses, que abogando en 1876 porque se quitaran los fueros á Vizcaya, hacía el siguiente paralelo entre Vizcaya y la Montaña:
«Cualquiera que en circunstancias normales haya recorrido la provincia de Vizcaya y detenídose á observar el estado de su agricultura, las industrias que sus habitantes ejercen, los recursos con que cuentan para subvenir á las necesidades de la vida, su carácter franco y sus costumbres, si de repente se traslada á la inmediata de Santander, no podrá por menos de sentir una profunda impresión de tristeza al comparar lo que deja con lo que se ofrece á su vista. Allí una superficie cultivada con esmero, rindiendo, por lo general, dos frutos al año; aquí, por una parte, abandonados campos cubiertos de maleza, y por otra, producciones lánguidas y escasas, que no sostienen al labrador. Allá, montes frondosos y abundantes, cuidados con inteligencia y celo; aquí, riscos de peña viva, donde antes crecía el roble, el haya y la encina, ó sierras calvas, que sólo llevan el rozo, cuya flor amarilla simboliza la muerte. Allá, caseríos amueblados con aseo, donde se encuentra el lecho cómodo y limpio y el menaje bastante á las necesidades de la familia; aquí, chozas y pocilgas, que retratan la miseria y el abandono. Allá, populares diversiones donde la alegría alcanza á todas las edades; aquí, el desconsuelo marcado en los semblantes de los que conocen su situación, y apenas la primera sonrisa del contento en la primera juventud. Allá, comodidad por resultado; aquí, privación y miseria».
Pero demos por supuesto que habiendo conseguido el montañés que este paralelo hacía la victoria á que aspiraba de que se quitaran á Vizcaya los fueros, la Montaña nada tiene que envidiar ya á Vizcaya, porque ésta ofrece ya el horrible cuadro que ofrecía la Montaña. Señor, ¿tan poco liberales son los estatutos por que se rige el arte literario, que, permitiendo á unos artistas recargar de espinas sus cuadros, no permitan á otros recargarlos de flores? Y en caso de pecarse exagerando la pintura, ¿no ha de ser, cuando menos, la exageración de tintas rosadas tan perdonable como la de tintas negras? Pues si tú y yo, querido Marcelino, nos damos una cita esta primavera, por ejemplo, bajo los Castro-Urdiales, don de están las ruinas del Amanum Portus de Plinio, para abrazarnos y decirnos las mil cosas que rabian por volar de mi corazón á tu oído, y á mi oído de tu corazón, y después de decírnoslas nos sopáramos en dirección distinta, yéndonos por aquellos campos de Dios para hacer cada cual un ramillete con lo que mejor le parezca, ¿habrá quien se incomodo porque yo haya hecho un ramillete con flores en lugar de hacerle con espinas, como tú le has hecho?
Tengo el sentimiento, ó mejor dicho, tengo el placer de decirte que si no encontré en Basagoiti Dorilas ni Melibeos, cuya raza me apesta á pesar de oler á tomillo, encontró Mari-Rosas y Pepe-Antones, que, sin discretear ni escribir ternezas en el tronco de los árboles, eran dignísimos de ser cantados por todo el que, como yo, no excluya de la poesía alas gentes de carne y hueso.
Con que, querido Marcelino, enhorabuena que aplaudas á nuestro buen José María, á quien tuve la honra de presentar por primera vez al público asido de la manita, porque ande por los valles montañeses haciendo ramilletes de espinas entreveradas de flores; pero no seas tan poco liberal, que me-silbos porque ande por los valles vascongados haciendo ramilletes de flores entreveradas de espinas.
En estos valles, como en todos, sin excluir el del paraíso, hay sapos y culebras que se arrastran por el suelo; pero, como dije en otra ocasión, el arte pictórica me parece demasiado noble para emplearse en pintar sabandijas.
Cuando llegué á Basagoiti, el tamo de los Siete Concejos se extendía ya por la falda meridional del Oiz, y la gente abandonaba sus heredades y charlaba y reía á la puerta de sus casas, los hombres con la pipa en la boca, y las mujeres con la rueca en la cintura ó la aguja de hacer media en la mano, viendo caer la lluvia, que venía sobre sus campos como bendición de Dios, aunque las ovejas y calmas bajaban del monte huyendo de ella, y se refugiaban bajo los aleros de los tejados mientras les abrían la puerta de la cuadra.
Como tonto, me metí en la casa más grande y blanca del barriecillo, previa una breve petición de hospitalidad, que fué otorgada antes de terminada.
Cerró muy pronto la noche, cada vez más lluviosa, y todos nos fuimos á instalar en la cocina, donde crujía, alegraba, iluminaba y fortalecía una gavilla de leña seca en combustión, que las muchachas, rie que rie, tenían buen cuidado de renovar conforme se consumía.
Poco á poco fueron llegando algunos vecinos, y entre olios dos ó tres guapos chicos, que alegraron los ojillos á las muchachas más que los viejos, con pretexto unos, y con objeto otros, de hacer tiempo mientras en sus respectivas casas, como en la nuestra, preparaban la cena las mujeres.
Yo fuí cortesmente instalado en el secular escario á la diestra del dueño de la casa.
Ya había llegado á aquellas latitudes la noticia de que yo, á falta de otro caudal, le tenía grande de cuentos populares. Aun había llegado más: una colección de los que llevaba publicados, y los buenos aldeanos (sí, querido Marcelino, buenos como el pan blanco y la borona amarilla de la vega de Guernica, aunque tuvieran sus maliciejas y socarronerías, que no me disgustan, porque si no las tuvieran, serían tontos), y los buenos aldeanos, repito, después de guiñarse unos á otros y comprenderse, me salieron con que era necesario que contase algún cuento de los muchos que sabía.
Díjeles que los contaba muy mal, y me objetaron que á ellos les hacía mucha gracia los de mis libros; repliquéles que, aunque así fuera, no era lo mismo contarlos por escrito que contarlos de palabra; no conseguí hacerles comprender esta diferencia, y por último, me avine á complacerles, con la condición precisa de que después que yo les contase un cuento me habían de contar ellos otro.
A esta avenencia me decidieron las muchachas de la casa, que si en discreteos eran muy inferior os á las Dorilas y las Filis y Galateas, no lo eran ¡vive Dios! en lo querenciosas, y de ojos habladores, y de colorcitos de rosa.
Gravo era el compromiso que yo había contraído, porque, si no soy del todo desgraciadillo para los cuentos escritos, soy inaguantable para los cuentos hablados; pero contaba, para salir de él, con lo que en términos de predicación se llama sacar el Cristo. El Cristo que á mí me había ocurrido sacar era uno fabricado con madera del árbol de Guernica, y le saqué y entusiasmé con él á todos los amados oyentes míos, sin excluir á las muchachas, que, como el cuento, esencialmente patriótico, tuviese su pizquita de amor casto y entrañable, echaban unos ojazos, á la par púdicos y amorosos, á los mutillac, sus vecinos, que me escuchaban!...
Terminado mi cuento con éxito muy superior á su mérito y á mis esperanzas, exigí el cumplimiento de la condición con que le había contado, y al fin el patrón se avino á cumplirla, por elección de todos los circunstantes.
De seguro, dije para mis adentros, el cuento que voy á oir participa de todo lo bueno y todo lo malo de los populares: lo bueno, la ingenuidad, la agudeza y la buena intención de los narradores campesinos; lo malo, la puntadita picaresca, la frase, aunque castiza, incorrecta, lo maravilloso creído á lúe juntillas, y sobre todo, lo anacrónico y fuera, de carácter de la época y de los interlocutores. En este punto nuestro buen pueblo es incorregible: en la forma, aunque no en el fondo, humaniza hasta lomas divino y vulgariza hasta lo más poético.
Ahora verán ustedes si me equivoqué ó no, porque ahora dejo yo de hablar y me reemplaza el honrado campesino de Basagoiti.
II
Esta era una muchacha que se llamaba Petra, muy buena cristiana, muy trabajadora, muy de su casa, muy guapa y muy amante de sus padres, aunque su talento no era cosa mayor, como más tarde-veremos.
Sus padres eran pobres, enfermizos y ya viejos y la muchacha se desvivía por gobernar bien la casa y tenorios contentos, tanto, que la mayor dicha que deseaba era que nada faltase á sus padres hasta que Dios se los llevase.
Como era buena cristiana, naturalmente deseaba poder oír misa todos los días y asistir á todas las funciones de iglesia; pero como, además de correr á su cargo el gobierno de la casa, tenía que trabajar en la costura y en lo demás que salía, para poder ir tirando, tanto sus padres como ella, con lo que ganaba, la pobre apenas podía poner los pies en la iglesia más que los días de precepto, en que con mucho trabajo oía su misita, madrugando mucho, á pesar de que se acostaba muy tarde, y asistía por la tarde al rosario, privándose de dar un paseíto, que le hacía buena falta, porque la pobre en toda la semana no tenía un momonto de descanso.
Siempre que entraba en la iglesia, ya se sabía, lo primero que había de rezar era siquiera un Padrenuestro al glorioso santo de su nombre, pidiéndole que á sus padres y á ella abrióse las puertas del cielo en la hora de la muerte, y lo segundo era pedir á Dios que la ayudase á proporcionar á sus queridos padres una vejez siquiera algo cómoda y holgada.
Doña Jesusa, una vecina suya á quien tenía por una santa, porque pasaba todo el día de Dios en la iglesia, y á quien participó á qué se reducían sus mayores ambiciones, lo aconsejó que jugase á la lotería, á ver si Dios le proporcionaba siquiera un premiecillo, y lejos de echar el consejo en saco roto, pasó un par de noches sin pegar ojo, cose que cose, para ganar por extraordinario tres pesetas con que comprar un décimo de la lotería chica.
Compró, en efecto, el décimo; pidió á Dios de todo corazón que le cayese algo, aunque fuera poco, y tuyo la suerte de que le cayesen diez mil reales, que hicieron felices así á Petra como á sus padres, que con ellos pudieron, la primera descansar un poco, y sobre todo, frecuentar un poco más la iglesia, y los segundos regalarse y medicinarse un poco más y consolarse viendo que la pobre muchacha no necesitaba aperrearse tanto como antes con la picara costura.
Al cabo se llevó Dios á sus padres y si los lloró mucho, se consoló algún tanto pensando que todos nos hemos de morir, y que al fin habían pasado los últimos años de vida sin faltarles nada de lo preciso.
Desde entonces Petra, si bien no hizo variación en la primera parte de sus oraciones, que era pedir al santo de su nombre que le abriese las puertas del cielo en la hora de la muerte, lo hizo en la segunda, pidiendo á Dios que le concediese un marido honrado, trabajador, de buen genio, buen cristiano, y, en fin, un hombre como Dios manda. Para esperar de Dios esta gracia contaba principalmente con lo que había ido aumentando su asistencia á la iglesia desde que le cayó la lotería, y sobre todo desde que murieron sus padres, porque desde entonces, si no le fué posible pasarse todo el día en la iglesia como Doña Jesusa, al menos pudo oir su misita todos los días, aunque no fuesen de precepto, y aun ir á la iglesia las más de las tardes, particularmente cuando había novena ó cosa así.
No en vano la buena Petra pidió á Dios un buen marido, porque le concedió uno que ni hecho de encargo hubiera sido mejor. Antón, que así se llamaba, era carpintero como el glorioso San José, y por consiguiente, pobre; pero, mejorando lo presente, á hombre de bien y cristiano y trabajador y de buen genio no le ganaba ni el más pintado.
—¡Señor—decía Petra al verse tan feliz,—con qué le pagaré yo á V. M. las gracias que me ha concedido sin merecerlas! La primera fué la de que me cayera la lotería, gracia tanto más de agradecer, cuanto que para obtenerla no tenía yo más merecimientos que los de oir una misa ó rezar un rosario de prisa y corriendo el día de fiesta. Es verdad que los merecimientos que me valieron la segunda, gracia eran algo mayores, pues hacía ya algún, tiempo que oía mi misita todos los días y asistía, á la iglesia las más de las tardes; pero para corresponder como es debido á gracia tan grande, ni aun bastaría pasar en la iglesia, como Doña Jesusa, todo el día y aun parte de la noche.
Petra creyó un deber de conciencia el aumentar, lejos de disminuir en lo sucesivo, su asistencia á la iglesia, tanto más, cuanto que, sobre estar obligada á ello para corresponder á la última é inestimable gracia que Dios lo había concedido, tenía que pedirle otra. Petra, hablando en plata, creí, atomando al pió de la letra la doctrina de su consejera áulica Doña Jesusa, que los favores de Dios eran proporcionados al tiempo que se pasaba en la iglesia.
La nueva gracia que solicitaba era nada menos. que la de que le volviese á caer la lotería, y, si era posible, no un premiecillo de tres al cuarto como el de marras, sino el premio gordo, ó cuando menos, uno de diez mil duros.
Ustedes dirán que eso era ya pedir gollerías. Pues, no señor, ya verán ustedes cómo no lo era, y para que lo vean, van á oir las razones en que Petra se fundaba para ir al Señor con una nueva petición.
—Ahora—decía Petra—nos iremos llenando de familia, ¡y entonces será ella! Porque eso de que cada chico que nace trae un panecillo bajo el sobaco es conversación y agua de pilón. Si ahora, que no tenemos más que el angelito que ha empezado á darme pataditas en el vientre, anda el jornal si alcanza no llega, ¡qué será, Dios mío, cuando tengamos media docena ó más de ellos! Luego, esas criaturas destrozan que no hay ropa ni calzado que basto para ollas, y hoy que están malos de esto, mañana que están malos de lo otro, otro día que lo están de lo de más allá, el médico no deja la ida por la venida, y como á él no le duelen las recetas y receta sin conciencia.
Las necesidades de una casa son muchas, y el jornal de un pobre carpintero ya se sabe á lo que llega, por buen gobierno que haya en la casa. Que ya el pan, que ya la carne, que ya la verdura, que ya el carbón, que ya la luz, que ya la gotilla el día de fiesta, el dinero se va sin sentir, y más en tiempos como estos, en que todo se va poniendo por las nubes, y por más que una se mate no encuentra medio de convertir los perros chicos en monedas de cinco duros. Si una no puede ahorrar ahora un cuarto por más que se vuelva mica, ¡qué será cuando tenga una porción de boquitas más que tapar! Y si viene, lo que Dios no quiera, una enfermedad, ó aquél carece una temporada de trabajo, ¡qué va á ser de nosotros, y sobre todo, qué va á ser de los pobres hijos de mis entrañas! Y suponiendo que nada de esto suceda y vayamos tirando todos con el jornal, ¡con qué hemos de dar una miaja de educación á los chicos, porque los pobres hijos de mi alma no han de Hogar á mozos hechos míos borriquitos! ¡Pues no faltaba más, que unas criaturas como el sol de Dios de hermosas no aprendiesen lo que las demás aprenden! Era cosa de volverse una loca con estas cavilaciones, si no fiara en que Dios, á quien tanto tengo que agradecer, no me ha de negar la nueva gracia que ahora tengo que pedirlo. Para conseguirla haré los imposibles, y si para ello tengo que pasar en la iglesia todo el santísimo día, como Doña Jesusa, le pasaré y tres más, aunque me muera allí de humedad y de debilidad de estómago.
Estas eran la razones en que Petra se fundaba para pedir al Señor una nueva gracia. ¡Y vénganme ustedes ahora diciendo que eso era ya pedir gollerías!
Iban pasando años, y Petra tenía ya tres ó cuatro chicos que cabían bajo un celemín; pero aunque no había dejado pasar ni una lotería sin jugar algo, aunque fuera poco, en compañía de Doña Jesusa y otras vecinas, y aunque había tenido la buena idea, inspirada por Doña Jesusa, que estaba en todo, de ofrecer á las ánimas benditas la décima parte de lo que le tocase, no había sacado un cuarto.
Lo que es la falta no era suya, porque la pobre ponía de su parte cuanto le era posible para que el Señor le concediera la nueva gracia que con tanta ansia le pedía hacía años. Para conseguirla del Señor, se había resignado á que su marido la aborreciera, y aun á que más de cuatro veces le cascaso las liendres de firme, á pesar de ser un bendito de Dios.
Como todo el día se pasaba en la iglesia, como Doña Jesusa, pide que pide al Señor la gracia que tanto ambicionaba, en su casa todo andaba patas arriba; los chicos en camisa, sucios, desgreñados, sin saber siquiera persignarse; el marido, roto, sin camisa que mudarse, y sin gobierno en la comida ni en nada; en fin, que en aquella casa todo era una perdición.
En casa de Doña Jesusa sucedía dos cuartos de lo mismo; pero allí del mal el menos, porque Doña Jesusa no tenía hijos, y su marido, que tenía más posibles que el de Petra, viendo que su mujer no paraba en casa, ni en ésta encontraba él calor, ni cariño, ni nada, se las había arreglado al fin con una viuda guapetona, fresca y querenciosa, que vivía en la casa de al lado, y allí se las componía muy ricamente para comer, para vestir, para hablar, para distraerse; en fin, para todo.
Petra no dejaba de conocer el sacrificio que le costaba lo que hacía para obtener del Señor la gracia que le podia inútilmente hacía tanto tiempo, pero se resignaba á aquel sacrificio esperando que tanto olla como su marido y sus chicos se habían de desquitar de todo cuando el Señor le concediese la suspirada gracia.
Además, Petra estaba muy conforme con lo que Doña Jesusa le decía.
—Hija—le decía Doña Jususa,—lo que mucha yalo mucho cuesta. Lo que yo busco os solamente el cielo, que de seguro me habrá concedido ya el Señor, porque desde chiquirritita me paso la vida en la iglesia, y no como hace la genralidad de las gentes, que sólo entran en ella, como quien dice, para cubrir el expediente; pero tú buscas aún más que yo, porque buscas, además del cielo, el premio gordo de la lotería. Conque hija, aguanta todo lo que en tu casa te sucede; que, como dice el refrán, no se cogen truchas á bragas enjutas.
Naturalmente, la pobre Petra, oyendo estos consejos de Doña Jesusa, á quien todos, y ella la primera, tenían por una santa, continuaba pasándose el día y aun parte de la noche en la iglesia.
Sobrevino en el pueblo una epidemia, de que moría gente como chinches, y el médico encargó á todos los vecinos que se guardasen mucho de la humedad, porque esto era lo primero que había que hacer para preservarse de tan pícaro mal.
La iglesia del pueblo era muy húmeda, pero á pesar de eso Doña Jesusa y Petra continuaban pasando en ella todo el día, porque, lo que ellas decían: «Nadie se muere hasta que Dios quiere».
Muchísima razón tenían en esto último; pero catón ustedes que aunque la tuvieran, una noche, después de ir de la iglesia las dos se sintieron malas, y mal fué que á la mañana siguiente las dos eran difuntas.
Esta es la primera parte del cuento de La Obligación y la Devoción, y ahora oirán ustedes la segunda parte, que verdaderamente es maravillosa, y se supo por medio no menos maravilloso, dispuesto, sin duda, por Dios para que en este mundo se disipase alguno de los muchos errores que hay en punto á la manera de servir á Su Divina Majestad.
III
Antes de empezar la segunda parte del cuento de La Obligación y la Devoción van ustedes á oir cómo se supo lo que á la pobre Petra, y aun á su amiga consejera Doña Jesusa, les pasó al ir al otro mundo.
Pocos días después de haber enviudado se acostó Antón rezando y llorando por la difunta, porque, como era tan buenazo, no tenía corazón para guardar rencor á nadie, y menos á una muerta, y menos aún á la madre de sus hijos. Sí, el buen Antón lloraba muy de veras su viudez, á pesar de que le había caído la lotería el día que murió su mujer...¡Qué! ¿Se rien ustedes maliciosamente creyendo que esto lo digo con segunda? No hay segunda que valga: el día que murió Petra salió premiado con diez mil duros el último décimo de la lotería que la difunta había comprado y encontró Antón en su faltriquera.
Pero volvamos al caso prodigioso que á Antón le sucedió en la cama. Quedóse dormido pensando en Petra, y al despertar del primer sueño notó que su mujer estaba á su lado en la cama como cuando vivía, y lo verdaderamente maravilloso es que en aquel instante no se acordaba de que su mujer había muerto.
—Si vieras, Antón—le dijo Petra.—¡qué sueño-tan extraño y aun horroroso acabo de tener! He soñado que me había muerto...
—¡Ave María Purísima! ¡No lo permita Dios, mujer!—exclamó Antón.
Y como en algo se han de entretener los casados cuando se desvelan en la cama, Antón pidió á su mujer que le contara aquel sueño, ya que se habían despabilado, y Petra le contó lo que constituye la segunda y maravillosa parte del cuento de La Obligación y la Devoción, que luego oirán ustedes.
Al despertar Antón por la mañana, no vió, por supuesto, á su mujer á su lado; y no extrañó el no-verla, porque demasiado recordaba entonces que su mujer había muerto. De lo que no le quedaba la menor duda era de que la había tenido á su lado en la cama al despertar del primer sueño, y de que entonces no se acordaba de que había muerto, y de que había oído de sus labios la maravillosa historia de lo que les había sucedido á ella y á Doña Jesusa al ir al otro mundo.
Creyendo Antón que aquello era milagrosa revelación de Dios, dispuesta para disipar uno de los muchos errores que hay en punto á la manera de servirlo, creyó también que debía divulgarla por tu de el pueblo, como lo hizo, y gracias á esto lo van á saber ustedes, después de enterarse de cómo lo supe yo, con lo que evitamos que salgan ustedes con la pata de gallo de costumbre, que consiste en decir que nadie sabe lo que pasa en el otro mundo, porque de allí nadie vuelve.
Oigan ustedes, pues, lo que les pasó á Potra y á Doña Jesusa después que se fueron al otro mundo.
Se encontraron por casualidad al salir de éste, y como os consiguiente, se alegraron mucho de este encuentro, porque así podían hacer el viaje en amor y compañía.
Como os de suponer, lo que les preocupaba más que todo era lo que les iba á pasar al fin de la jornada, y sobro esto trabaron conversación apenas se saludaron.
—¿Qué le parece á usted, Dona Jesusa, qué será de nosotras cuando lleguemos delante de Su Majestad?—preguntó Petra á su amiga y compañera.—Yo, si le he de decir á usted la verdad, no las tengo todas conmigo, porque si os cierto que desde que murieron mis padres, y sobro todo desde que me casé, lio seguido el santo ejemplo de usted pasando casi toda la vida en la iglesia, también lo es que antes por atender á las cosas mundanas, apenas ponía en ella los pies más que el día de fiesta y aun entonces era de prisa y corriendo.
—Chica—le contestó Doña Jesusa,—hablándote con franqueza, te diré que si yo me hallara en tu caso, no me llegaría la camisa al cuerpo. Yo no sé si en el tribunal de Dios valdrán recomendaciones; pero puedes estar segura de que, si valen, poco he de poder yo ó te he de sacar adelante.
—¿Eso es decir que usted está segura de su salvación?
—¡Ave María Purísima! Pues, mujer, podía no estarlo habiendo pasado la vida en la iglesia desde chiquirritita, y no como tú, que la mitad de la tuya ha sido dominguera.
—Verdad es, señora; pero también lo es que yo tengo un padrino muy bueno, que es el glorioso santo de mi nombre. Yo creo que, siendo mi tocayo portero del cielo, y no habiéndome olvidado nunca de rezarle el primer Padrenuestro al entrar en la iglesia, no ha de negarme la entrada.
Doña Jesusa al oir esto se sonrió con aire de compasión, como diciendo: «Esta pobre chica vive de ilusiones, y me parece que, si yo no saco la cara por ella, va al chicharrero».
Hablando, hablando así, continuaron Petra y Doña Jesusa, y alcanzaron á otra mujer que iba un poco delante de ellas y se había sentado á descansar en un guardarruedas á la orilla del camino.
Saludáronse las tres, y trabando conversación, continuaron juntas su jornada, charla que te charla, como es propio de mujeres aun en ocasiones tan serias como aquella, si es que alguna puede serlo tanto.
La recién encontrada se llamaba Doña Justa y era de un pueblo inmediato al de Doña Jesusa y Petra.
Pareciéndole á Doña Jesusa que hacía el viaje como temerosa y triste, le preguntó la causa de -ello.
—¡Quién—exclamó—puede ir ante el tribunal de Dios sin temor é in certidumbre!
—¿Quién?—replicó Doña Jesusa;—todo el que haya hecho méritos para salvarse. Aquí me tiene usted á mí, que voy con la mayor tranquilidad, porque desde chiquirritita he echado enhoramala las cosas mundanas para pensar sólo en la otra vida, por más que de soltera les supiese muy mal á mis padres, y de casada le supiese aun peor á mi marido.
—¡Ay, dichosa usted que ha podido hacerlo!
—Pero... vamos á ver, ¿qué es lo que ha hecho usted para servir á Dios mientras ha vivido? Pudiera suceder que sus temores fuesen infundados, porque más de una vez he oído yo decir á personas, al parecer muy discretas, viéndome dejar la iglesia para comer algo en casa y volver á la iglesia con el bocado en la boca: «¡Si Dios es lo justo que de Él es de suponer, muchos tizonazos tienen que llevar en el infierno estas beatonas!»
Doña Justa contó ce por be su vida, que se parecía mucho á la que Petra había hecho hasta que supo por boca de Doña Jesusa que los favores de Dios eran proporcionados al más ó monos tiempo que se empleaba en las prácticas religiosas. En resumidas cuentas, su historia era la que usted, D. Antonio, explica en aquellos versos del Libro de las montañas, que dicen, si mal no recuerdo:
La historia de la mujer
que me parece mejor
es la que en resumen dice:
«Amó, rezó y trabajó».
O en otros términos: había amado á Dios y á la humanidad; había
rezado por la felicidad propia y la ajena, y había trabajdo por el bien
ajeno y el propio.
—Pues hija—le dijo Doña Jesusa, después de oirla,—siento darlo á usted un mal rato; pero yo soy muy franca, y en ocasiones como ésta está una más obligada que nunca á decir la verdad: tiene usted motivos más que sobrados para acercarse temerosa al tribunal de Dios, porque ha sido usted lo que nosotras llamamos dominguera. Ya ve usted, esta pobre chica no las lleva todas consigo, á pesar de que no ha sido dominguera más que media vida; y ¡qué no deberá temer usted, que lo ha sido toda! ¡Hija eso de ser dominguera es muy cómodo, pero se paga caro en la otra vida!
En esta conversación iban las tres viajeras, cuando divisaron tres grandes edificios: el del centro, resplandeciente como el oro; el de la derecha, pardo con un visito verde, y el de la izquierda, negro como el pecado; de cuyas señas dedujeron: que el primero era el cielo; el segundo el purgatorio, y el tercero el infierno;
Conforme se fueron acercando, se fueron convenciendo de que no se habían equivocado en cuanto á la calificación de aquellos edificios. Delante de las puertas del cielo había una gran plaza, de la cual partía un camino en dirección al purgatorio, y otro en dirección al infierno.
El apóstol San Pedro, con un manojo de llaves en la mano, conversaba con su amigo y compañero el apóstol San Pablo á las puertas del cielo, por cuyas rendijas salía un resplandor que enamoraba. En el arranque del camino del purgatorio se veía un ángel de aspecto á la vez amoroso y triste, y en el arranque del camino del infierno estaba el diablo con unas uñas que el verlas ponía los pelos de punta.
Petra y Doña Justa se echaron á temblar de in-certidumbre y miedo al acercarse á la plaza y ver aquello; pero Doña Jesusa, por el contrario, miró con compasión ó sus compañeras, como diciendo: «¡Ya están aviadas estas pobrecillas!», y se llenó de alegría pensando: «¿Yo qué tengo que ver con que las uñas del diablo sean largas ó cortas?»
Al ir á pasar por delante del diablo, Petra y Doña Justa torcieron á mano derecha, alejándose de él llenas de miedo; pero Doña Jesusa, por la inversa, más bien que alejarse de él, se acercó, como desafiándole.
—¡Alto ahí las tres!—les dijo el diablo;—que las tres tenéis que venir conmigo.
Petra y Doña Justa se detuvieron silenciosas y aterradas, pero Doña Josusa empezó á chillar y á poner de vuelta y media al diablo. Éste alargó sus tremendas uñas hacia las tres, y las atrajo á sí, intimándolas que tomaran el camino del infierno, pues las tres le pertenecían.
Petra y Doña Justa, como estaban más muertas que-vivas, apenas se encontraban con aliento para replicar;, pero Dona Jesusa empezó á gritar como si la desollaran viva.
San Pedro, que, distraído en su conversación con su compañero y amigo San Pablo, no había reparado en la llegada de las viajeras, volvió la vista al oir aquellos gritos, y enterándose de lo que pasaba, echó á correr en su auxilio, desatándose, con razón, en amenazas contra el diablo, que tenía la audacia de juzgar por sí y ante sí á las gentes llamadas ante el tribunal de Dios, único que tenía derecho á fallar sobre el premio ó castigo que cada una merecía.
—¡Cuidado—decía el glorioso portero del cielo,—que es mucha la desfachatez del cornudo ese! Si le dan el pie, se toma la mano. Ya podía imitar el ejemplo del pobre ángel, que no se mueve de su camino del purgatorio, resignado, con tanto amor como dolor, á cumplir lo que el Señor le mande. ¡Y como quien no dice nada, está entre las que ese canalla de uñas largas quiere llevarse á su horrible freidero una tocaya mía, que me tiene rezados más Padrenuestros que pelos tengo en la cabeza! ¡Ya le arreglaré yo las cuentas á ese desvergonzado! Oye, tú, mala traza, á ver si dejas en paz á esas pobres mujeres, que nada tienen que ver contigo.
—¿Cómo que no tienen que ver?—replicó el diablo.—Las tres son mías y muy remías.
—¡Sí, note untes!
—No me untaré; pero untaré de alquitrán á las tres y les pegaré fuego.
—Yo sí que te voy á pegar a tí un llavazo que te rompa el alma. ¡Largo de aquí, poca vergüenza!
El diablo retrocedió á su puesto al ver la actitud amenazadora del santo portero, que blandía el manojo de llaves como dispuesto á darle para castañas, y en aquel instante el Señor, avisado por San Pablo de lo que pasaba fuera, apareció en las puertas del cielo, inundando de resplandor la plaza.
El diablo, cuyo mayor tormento es no poder ver la cara de Dios, se tiró al suelo al anunciar aquel resplandor la presencia de Su Divina Majestad, y sepultó su hedionda cabeza en un hoyo que hizo con los cuernos en la tierra.
El Señor hizo seña al glorioso portero y á las mujeres para que se le acercaran.
Después de reconvenir amorosamente al santo anciano por la viveza de su genio, que siempre le había hecho perdor la paciencia en menos que canta un gallo, invitó á las mujeres á que cada cual le diese cuenta de toda su vida, empezando por la que la había tenido más corta, que era Petra, mucho más joven que sus compañeras..
Cuando terminó Petra su relación, su santo tocayo la recomendó eficazmente á la indulgencia del Señor, teniendo en cuenta los muchos Padrenuestros que lo había rezado, y lo mismo hizo con Doña Jesusa, con un aire de protección que hizo al Señor sonreír misericordiosamente.
Terminada la relación de las tres mujeres, el Señor llamó al ángel y le dijo, señalando á Petra:
—Angel, llévate esta mujer al purgatorio, donde se purifique del error de la mitad de su vida, para venir, después de purificada, á gozar de las inefables y eternas delicias de mi reino.
—Señor—se atrevió á decir Petra en tono de quion pide perdón y misericordia,—es verdad que durante inedia vida sólo he ido á la iglesia cuando mis ocupaciones me lo han permitido.
—Pues eso—la interrumpió el Señor—y la recomendación de Pedro, y el buen, aunque mal entendido, deseo con que después abandonabas tus principales y sagradas obligaciones para ir á la iglesia, es lo que te libra de ir al infierno.
El ángel, á la vez lleno de amor y dolor, tomó el camino del purgatorio conduciendo á Potra.
Llegaba á Doña Jesusa el turno de oir su sentencia, que esperaba sonriendo de triunfal confianza. Esta sentencia fué formulada por el Señor en estos terribles términos, dirigidos al diablo, que continuaba con la cabeza humillada y hundida en el suelo:
—Hediondo ministro de mis supremas justicias, cuando las puertas del cielo se cierren tras mí, llévate á tus espantosos dominios á esta desgraciada, que pasó toda su vida sin comprender que antes es la obligación que la devoción.
Y al decir esto, el Señor señaló á Doña Jesusa, que empezó á chillar como una condenada.
—Pedro—añadió el Señor, dando amorosamente el brazo á Doña Justa,—ábrenos las puertas del cielo; que me llevo conmigo á esta predilecta amada, que debe sentarse eternamente conmigo á la diestra de mi Padre, por haber comprendido durante toda su vida que, si santa es la devoción, deja de serlo, convirtiéndose en negro pecado, cuando para practicarla se abandonan los sagrados y primordiales deberes de la sociedad y la familia.
Y mientras en el cielo resonaban dulces cánticos de regocijo por la llegada de la mujer que había abandonado la tierra con la doble corona de la devoción bien entendida y de la obligación bien desempeñada, resonaban en el infierno aullidos de gozo por la llegada de la que la había abandonado sin comprender lo que debe ser la devoción, ni lo que debe ser la obligación.»
Así terminó su cuento el labrador de Basagóiti, á quien oí con tanto más gusto, cuanto que ya había echado yo á volar por esos mundos una copleja que, inspirada en el optimismo que el buen.Marcelino me ha echado en cara, decía:
«La mujer que por la iglesia
deja el puchero quemar.
tiene la mitad de diablo
y de ángel la otra mitad».
El ten-con-ten
I
Este era un joven Monarca (ignoro si del sexo, masculino ó del femenino, pues la tradición popular sólo le da el ambiguo nombre de Monarca) que se propuso, al empezar su reinado, hacerse amar de todos sus súbditos por medio del ten-con-ten, ó lo que es lo mismo, procurando complacer á todos.
Firmo en este propósito, que por inspiración propia, y no por consejo ajeno, había adoptado como base de su difícil misión de reinar en un pueblo dividido y encismado por la picara política, quiso completar su plan de conducta gubernamental oyendo los consejos del General Robles, que había sido Ministro y Consejero muy amado del Rey, su augusto padre
El General Robles, más conocido por este nombre que por su título de Duque de no sé qué pueblo, donde había alcanzado una gran victoria sobre extranjeros invasores de la patria, era un venerable anciano.
Hijo de honrados y pobres labradores, había ingresado en la milicia como soldado raso, y á fuerza de tiempo, de talento, de valor, de patriotismo y de honradez, había ascendido á General,y de General á Duque, y de Duque á Ministro, y de Ministro á todo lo más á que entonces se podía ascender, que era el calificativo de ilustre, que ahora se planta á cualquier cabecilla de motín triunfante.
Las genialidades del General. Robles eran muy célebres y enamoraban al Rey mismo. Como muestra de ellas, voy á citar una.
Con motivo de la heroica y larga guerra sostenida para arrojar de la patria al extranjero, yen que tan gloriosa parte había tomado el General Robles, el tesoro andaba tan mal, que se debían una porción de pagas á los servidores del Estado, incluso los militares. El día de los Santos Reyes nevaba si Dios tenía qué, en el momento en que acudían al besamanos de Palacio todos los altos funcionarios de la corte. El Rey esperaba alguna genialidad del General Robles, que nunca se presentaba á S. M. sin hacer lo que el Rey llamaba alguna de las suyas. La admiración del Rey y de toda la corte fué grande cuando vieron aparecer al General de completo uniforme de verano.
—¿Qué es eso, Robles?—le preguntó S. M. entre enojado y risueño..
—Señor—contestó el General, como admirado de la pregunta,—no sé lo que quiere decirme Vuestra Majestad.
—¿Cómo te atreves á presentarte de uniforme de verano en un día de Enero tan frío como éste?
—Señor, permítame V. M. decirle que se equivoca al decir que estamos en Enero, pues en lo que estamos es en Julio.
—¿Cómo que en Julio, hombre?
—Señor, no tengo en ello la menor duda.
—¿Por qué?
—Porque mi calendario es la nómina, y ayer cobró la paga de Junio.
El Rey rió mucho con esta salida, y encargó en el acto á su Ministro de Hacienda que se pagasen al día siguiente todos sus atrasos á los servidores del Estado y se cuidase de que en lo sucesivo fuese la nómina calendario infalible.
El joven Monarca, que había oído á su augusto padre contar regocijado infinitos rasgos de ingenio de noble franqueza y de sabiduría práctica del General Robles, llamó á su presencia al ilustre anciano, que sin dejar de inspirarle cariño verdaderamente filial, le inspiraba tal veneración, que era el único de sus súbditos no revestidos de dignidad eclesiástica á quien daba tratamiento de usted. A propósito de esto, el General Robles decía un día al joven Monarca:
—Me debe tratar V. M. lisa y llanamente de tú, pues el tuteo del superior al inferior implica un sentimiento de paternal cariño, que no se paga con dinero.
Soy de la opinión del General Robles. Yo tenía un perro muy inteligente y leal, que cuando le llamaba tuteándole se volvía loco de alegría, y cuando le llamaba diciéndole: «¡Venga usted acá!», el pobrecillo temblaba como un azogado y no se atrevía á acercarse á mí.
—Querido Robles—dijo el joven Monarca al anciano, á quien había hecho sentar familiarmente á su lado,—le he llamado á usted porque necesito de sus consejos, que no tienen para mí precio procediendo de donde proceden.
—V. M. me honra mucho más de lo que merezco.
—No; le honro á usted menos de lo que se merece. Su larga exporiencia de la vida y de los asuntos públicos, su amor á la patria, su adhesión y lealtad á mi padre, sus servicios al Estado, y la noble franqueza de su carácter, le hacen á usted digno de que yo le consulte al comenzar mi reinado sobre la conducta que debo seguir en mi difícil empresa. Si me dijese usted que no es digno de esta consulta, no me diría la verdad, y eso si que sería indigno de usted.
—Tiene V. M. razón: soy digno de que V. M. me consulte y oiga mis consejos.
—Así, así le quiero á usted, amigo Robles, porque así fué usted para con mi padre, y así debe ser para conmigo. He pensado mucho en lo que debo hacer para que me amen todos mis súbditos y se unan en mi reino todas las voluntades, divididas y enconadas por los odios y encontrados intereses políticos, y me parece haber dado con el cimiento del hermoso edificio que pretendo levantar: pero todo edificio consta de partes muy importantes y esenciales además del cimiento, y para idear esas partes y perfeccionarlas necesito la ayuda y el consejo de usted.
—V. sabe muy bien que cuando un arquitecto abandona la dirección de un edificio apenas la obra estaba fuera de tierra, y se llama á otro que la continúe, este otro lo primero que examina es el cimiento, para saber á qué atenerse en lo que va á edificar sobre aquella base. ¿Cuál es el cimiento que V. M. ha ideado para su noble y hermoso edificio?
—Uno tan sencillo como seguro: complacer á todos mis subditos, blancos y negros, altos y bajos, porque entiende que el Monarca con relación á sus súbditos es como el padre con relación á sus hijos, que todos lo parecen y deben parecerle hermosos y dignos de su carillo.
—¿La política del ten-con-ten, no es verdad, señor? Pues tengo el sentimiento de decir á Vuestra Majestad que ese cimiento, por más que sea en apariencia sólido y hermoso, en realidad es falso y feo. Si V. M me lo permite, le voy á contar un cuento que no debe V. M. echar en olvido durante su reinado, so pena de recordarle alguna vez llorando.
—Le oiré, querido Robles, con mucho gusto, porque los cuentos contados por los de corazón sano é inteligencia madura, como lo son el corazón y la inteligencia de usted, no son triviales reideros, como el vulgo, y muchos que no son vulgo, pretenden.
—Tiene razón V. M.: el cuento como debo ser, hasta tiene en los fastos religioso-literarios señalado un origen santo, pues la parábola de Jesús es generadora del cuento popular; la idea extraña penetra en nuestro entendimiento y arraiga en él tanto más fácilmente cuanto con traje menos extraño para nosotros llega vestida. ¿Qué hizo Jesús al decir á su santa y fecunda idea: «Ve y penetra y mora en el entendimienno de las gentes de buena voluntad?» Vistióla de la sencilla túnica que aquellas gentes estaban acostumbradas á ver y amar, y la idea así vestida penetra en el entendimiento del pueblo, no como huésped extraño, sino como huésped familiar y amado, que regocija el hogar á cuya puerta llama. Así es el cuento popular siempre que, no contento con imitar la sencilla túnica de la parábola de Jesús, imita también la santa idea de la misma parábola.
—Ah, querido Robles, ¡cuánto me enamoran la luz de esa inteligencia y el calor de ese corazón! ¿Puedo alumbrar las tinieblas de mi inteligencia el cuento popular que usted va á contarme?
—Ciertamente que, si yo le contase bien, derramaría no escasa luz en la clara inteligencia de Vuestra Majestad.
—Pues apresúrese usted á contármele, mi querido amigo, digo mal, mi querido padre, porque como á padre le amo y respeto á usted.
El General Robles necesitó algunos instantes para reponerse de la emoción que le causaron aquellos testimonios de cariño del joven Monarca, y en seguida contó á éste el cuento que voy á divulgar para enseñanza de candorosos y buenos, y remordimiento y afrenta de egoístas, sacrílegos é ingratos.
II
«En un pueblo de Castilla llamado Animalejos, erigieron los labradores una ermita á San Isidro, á poco tiempo de ser canonizado el santo labrador matritense, y aquel santuario fué adquiriendo gran fama en toda la comarca, por los favores que otorgaba el Santo a los que los pedían con verdadera fe.
Andando el tiempo, la ermita se arruinó, y en tal estado se hallaba hacia mediados del siglo presento. Los vecinos de Animalejos, poco peritos en efemérides histórico-religiosas, decían que la ermita se arruinó en el primer tercio del siglo XVI, con motivo de la guerra de las Comunidades, que tantos desastres causó en Castilla la Vieja, y aun en Castilla la Nuova; pero los vecinos de los pueblos cercanos les daban matraca llamándoles, no se sabe por qué, «los que arcabucearon al Santo»; insulto que sacaba de sus casillas á los animalejeños y daba ocasión á tremendas palizas.
Es verdad que hacía siglos no quedaba de la ermita más que un montoncillo de ruinas; pero se conservaba por tradición, así en Animalejos como en los pueblos inmediatos, la devoción al santo patrono de los labradores.
Dice se que cuando el río suena agua lleva; pero aquella devoción de los animalejeños á San Isidro bastaba para desmentir, si no bastara su propia y sacrílega enormidad, la acusación de haber arcabuceado á San Isidro los animalejeños.
Había en Animalejos un sujeto, llamado por mal nombre el tío Traga-santos, y digo que era llamado así por mal nombre, porque se lo llamaban por la única razón de que buscaba en Dios y en sus elegidos el consuelo de sus tribulaciones y las ajenas.
Las ruinas de la ermita de San Isidro estaban en las afueras de Animalejos, en un cerrillo que dominaba toda la vega. No pasaba una sola vez por allí el piadoso Traga-santos sin arrodillarse sobre ellas y llorar la destrucción del templo.
El día de San Isidro el tío Traga-santos cubría de flores aquellas sagradas ruinas; colocaba sobre ellas una mesita cubierta con un blanco mantel; en esto sencillo é improvisado altar ponía, entre dos velas, una tosca imagen de San Isidro hecha de barro, circunstancia que para él constituía su mayor mérito, pues se la habían llevado de Madrid, y suponía que aquel barro procedía de la tierra regada con el sudor del santo labrador, y pasaba casi todo el día rezando entre aquellas ruinas.
El sueño dorado de toda la vida de Traga-santos había sido ir á Madrid, gustar en su propio manantial el agua brotada milagrosamente al golpe del regatón de Isidro, y orar en el templo erigido al Santo en los campos que éste regó con el sudor de su frente.
Era ya viejo, y temeroso de dejar este mundo sin realizar aquel piadoso sueño, determinó al fin emprender su peregrinación á Madrid, y así lo hizo, llegando á las orillas del Manzanares víspera de la fiesta del glorioso San Isidro. La emoción que sintió al divisar materialmente los campos donde se realizó el poema, á la par sencillo, maravilloso y santo, de la vida de Isidro y su santa compañera María de la Cabeza, es para pensada, y no para referida.
—¡Señor—decía para sí,—qué felices son los madrileños, que tienen la gloria de poder llamar compatriota suyo al bendito Isidro, y poco menos á la bendita María de la Cabeza! ¡Qué dicha la suya, pues pueden desde su propio hogar contemplar todos los días los campos donde vivieron en carne mortal los santos labradores! ¡Y con qué santo regocijo y piadoso recogimiento de espíritu discurrirán por aquellos campos, pondrán su planta donde Isidro y María pusieron la suya, y se inclinarán á cada paso á besar aquella tierra, que Isidro regó con su sudor y los ángeles santificaron con su presencia, bajando á ella para regir el arado del bendito labrador!
Pensando así, el tío Traga-santos esperó él alba del siguiente día, y así que el alba despuntó se encaminó á los collados de San Isidro.
Antes de pasar el Manzanares, oyó hacia aquellos collados y la pradera interpuesta entre el río y ellos, confuso, interminable y atronador murmullo de la muchedumbre, y dijo., lleno de piadosa emoción:
—¡Ah, que bien comprendo el gran pueblo madrileño la incomparable dicha que goza de ser Madrid cuna de San Isidro, y sus campos teatro de los milagros del santo labrador! ¡He ahí á ese piadoso y gran pueblo orando en alta voz para glorificar al Santo y pedirle el remedio y el consuelo- e los males de la patria!
El alma se le cayó á los pies al pobre Traga-santos cuando apenas pasó el Manzanares se encontró con que aquel confuso y atronador murmullo de la muchedumbre congregada en torno del santuario y de la milagrosa fuente se componía, no de piadosos himnos y plegarias, sino de blasfemias, de obscenidades, de cantares profanos y de gritos, cuando menos locos é inspirados por la embriaguez. ¡Y su corazón se estremeció de espanto cuando supo que en aquellos benditos campos había que establecer todos los años, al llegar el día consagrado á glorificar al santo y sencillo labrador, que hasta cuidaba de las avecillas del cielo, un juzgado y un hospital para reprimir el crímen y proteger á sus víctimas!
Bebió el agua milagrosa, mezclándola con las lágrimas que arrancaban á sus ojos la piedad y el dolor, y penetró en el santuario, donde pasó orando y llorando la mayor parto de la mañana.
Cuando salió á recorrer aquellos campos, hollados por la planta del santo labrador, VI ó que el cielo se había nublado, y oyó decir á las gentes que se le iban á mojar las polainas al Santo.
Esta frase causó honda pena á Traga-santos, porque le pareció irrespetuosa, y más proferida en el aniversario del tránsito del bienaventurado labrador al cielo, y mucho más en boca de los compatriotas de Isidro, y muchísimo más pronunciada en el suelo santificado con la planta y los milagros, de tan gran santo.
De repente empezó á llover con violencia, pero cesó la lluvia á corto rato; y ¡cuál no sería el asombro del sencillo creyente vecino de Anima-lejos cuando vió que una porción de mujeres, cuyos puestos de dulces, juguetes de niños, campanillas y santos de barro y todo género de baratijas había averiado la lluvia, se encaminaban irritadas hacia la ermita, recogiendo piedras del suelo y se ponían á apedrear á una imagen de San Isidro colocada sobre el pórtico de la ermita, llenando de improperios al Santo porque, según decían, le habían llenado de cuartos el cepillo y habían quemado en su altar no se cuántas velas para que hiciera que no llovioso, y el Santo era tan desagradecido, que había hecho precisamente todo lo contrario!
—¡Pero no ven ustedes qué judiada la de esa gente!—exclamó Traga-santos escandalizado, dirigiéndose á un grupo de lugareños de ambos sexos que estaban á su lado presenciando aquella sacrílega pedrea.
—Pues aguarde usted un poco—le contestó uno de los lugareños con asentimiento de los demás;—que en cuanto acaben de tirar piedras esas, vamos á empezar nosotros.
—¿Por qué?—los preguntó Traga-santos sorprendido é indignado, tanto más, cuanto que entonces reparó que cada lugareño tenía una piedra en la mano.
—¿No ve usted qué claro se vuelve á poner el cielo? ¡Lo que es de esta hecha voló la lluvia! ¡Y nosotros, pedazos de burros, que hemos andado diez leguas y hemos gastado un dineral en misas y luces y limosna al Santo para que lloviera, pues tenemos el campo quemado!..¡Al fin gato de Madrid había de ser él! La culpa tiene ¡voto á bríos! el que se fia...
Traga-santos, horrorizado, no quiso oir el resto de la frase, y se apresuró á volver á la ermita para pedir al Santo, con los ojos arrasados en lágrimas, que detuviese con su intercesión la mano de Dios, sin duda levantada ya para castigar terriblemente al pueblo español por aquellos sacrilegios.
Al volver á pasar el Manzanares para tornar á Madrid, oyó que le decían:
—¡Yaya usted con Dios paisano!
Volvió la cabeza y vió que quien se lo decía era una viejecita que iba repasando el rosario, y le dijo que era de un pueblecito cercano á Animalejos, por lo cual había conocido en el traje que era paisano suyo.
Trabaron conversación, y como la paisana lo preguntase qué tal le parecía Madrid, el tío Tragasantos le contestó:
—Estoy indignado con las judiadas que he visto en esta tierra. A los de Animalejos nos dicen que si hicimos ó dejamos de hacer con San Isidro, pero nunca se ha visto allí cosa que se parezca á la que yo he visto aquí.
—¿Pués qué es lo que usted ha visto, paisano?
—¡Calle usted, señora, que sólo con recordarlo se le ponen á uno los pelos de punta! He visto apedrear al Santo y ponerle de picardías que no había por donde cogerle, se protesto de si consiente que llueva ó deje de llover.
—¡Ay, paisano! de poco se admira usted. El año 1856 vi yo mucho más.
—¿Pues que más pudo usted ver, señora?
—Vi á unos milicianos nacionales, de los que estaban de piquete en la romería, fusilar al Santo bendito porque había caído un chaparrón que los había puesto como una sopa. Y por cierto que lo pagaron bien caro, porque pocas semanas después los fusiló ODonnell á ellos.
—Señora, vaya usted mucho con Dios y no calumnie á nadie con capa de santidad
—Buen hombre, yo no calumnio á nadie.
—¿Usted cree que yo me mamo el dedo? Eso es que, como le he recordado á usted el cuento con que nos dan cordel á los de Animalejos, quiere usted con indirectas divertirse conmigo.
La viejecita trató de replicar al tío Traga-santos; pero este se alojó sin escucharla, indignado de que una mujer de sus años y su apariencia de santidad anduviese con bromas, que eran simplemente infames calumnias.
Y al día siguiente tomó el camino de su tierra, firmemente decidido á desagraviar al santo labrador reedificando la ermita de Animalejos y fomentando en ella el culto, que esperaba fuese allí más sincero y desinteresado que el que recibía San Isidro en Madrid, en el pueblo que al parecer en tan poco tenía el ser patria de tan gran santo.
III
Traga-santos vendió hasta los clavos de su casa para realizar su propósito de reedificar la ermita de San Isidro: y como aquello no bastase, anduvo de pueblo en pueblo pidiendo limosna para tan santa obra, por cierto con mucho fruto, particularmente en Cabezudo y Barbaruelo.
Al fin tuvo el consuelo de ver restablecido en Animalejos el santuario del bendito labrador, más grande y más hermoso que el antiguo, á juzgar por los cimientos y las ruinas que del antiguo quedaban.
Hubiera sido gran dicha para Traga-santos poder colocar en él la antigua imagen; pero esta imagen había desaparecido, y fueron vanos todos los esfuerzos que hizo para dar con ella.
Traga-santos ideó un medio muy eficaz de reemplazarla ventajosamente. Escribió á Madrid á persona de toda su confianza, encargándole que le enviase un par de sacos de la mejor arcilla que hallase en los cerros de San Isidro, y así que recibió esta bendita tierra, se fué con ella á Valladolid é hizo que lo modelase un buen escultor una buena imagen de San Isidro, que bien cocida y pintada, llevó al señor Arzobispo y éste bendijo, concediendo muchas indulgencias á los que rezasen delante de ella.
Volvió Traga-santos á Animalejos con tan preciosa imagen, y una vez colocada en la ermita con gran solemnidad, se dedicó aquel piadoso y sencillo anciano á fomentar el culto y la devoción de San Isidro.
Su santo celo no fué inútil, porque antes de un año la ermita de Animalejos era uno de los santuarios más concurridos y venerados de toda Castilla la Vieja, á lo que contribuyeron los muchos beneficios que por intercesión de San Isidro y la del mismo Traga-santos habían obtenido de Dios en tan corto tiempo los devotos.
He dicho que la intercesión de Traga-santos había mediado también en la obtención de estos beneficios, y esto necesita explicarse.
Las gentes que conocían la santidad de Tragasantos y sabían lo mucho que San Isidro le debía, eran de parecer que la mediación de Traga-santos era poderosísima y eficaz para obtener la del Santo para con Dios.
Así, pues, los que llegaban á la ermita para solicitar algún beneficio, lo primero que hacían era dirigirse á Traga-santos diciéndolo:
—Tío Traga-santos, yo necesito esto, ó lo otro, ó lo de más allá. Interceda usted con el Santo para que á su vez interceda con Dios; que estoy seguro de que ni el Santo le niega á usted nada ni al Santo le niega nada Dios.
Traga-santos, por más que protestase no ser lo santo que se suponía, sino por el contrario, el mayor de los pecadores, accedía á aquel ruego, y rara era la vez que su intercesión no diese maravillosos frutos.
Lo que cada vez tenía más disgustado á Tragasantos, era el profundo egoísmo y hasta la falta, de sentido común con que muchos acudían á la ermita.
Viendo que, por ejemplo, á un mismo tiempo pedía uno que lloviese á mares y otro que la sequía achicharrase los campos, decía el hombre con muchísima razón:
—Esta gente se va pareciendo á la de la tierra de Madrid; lo que prueba que con tal que Pedro y Juan sean hombres, tan bueno es Juan como Pedro. ¡Quisiera yo ver al más pintado, no digo en mi lugar, sino en el de Dios mismo, á ver cómo se las componía para dar gusto á todos! Por ejemplo, absolutistas y liberales que se aprestan á venir á las manos. Pues ya tiene usted un absolutista que le marea pidiendo la victoria para los absolutistas, y un liberal que le vuelvo tarumba pidiéndola para los liberales. ¿Pues qué, Dios puede hacer que los dos bandos salgan triunfantes? No, señor; eso sólo lo pueden hacer los dos Generales en jefe al extender los dos partes oficiales de la batalla.
Traga-santos confió estos, disgustos é inconvenientes al señor Cura Párroco de Animalejos, para salir de los apuros en que los devotos le ponían á él, á San Isidro y á Dios mismo.
—Tío Traga-santos—le dijo el Párroco,—esas, son cosas muy delicadas para hombres de tan poco entendimiento como nosotros. Lo único que haré será contarle á usted un cuento, y allá verá usted si lo sirve de algo para resolver el problema que tanta guerra le da.
—Venga el cuento, señor Cura; que yo procuraré sacarle toda la miga que tenga.
—Pues óigale usted. En un pueblo que llaman Adoracuernos, que es como debían llamar á Madrid, había corrida de toros, y uno de los toros era de muerte, que debía darle un mozo del mismo pueblo muy aficionado al toreo. En el momento en que estaban lidiando el toro de muerte, un vecino, de muchos años y de mucho entendimiento, vió á la madre del torero arrodillada á los pies de un Santo Cristo muy milagroso que se veneraba en una calle del pueblo.
—¿Qué hace usted ahí?—preguntó á la arrodillada.
—Señor—contestó la buena mujer llorando,—¡qué quiere usted que haga sino rezar! ¡En este instante quizá luchan á muerte mi hijo y el toro, y naturalmente, rezo para que venza mi pobre hijo!
—Mujer, no llore usted, que al fin su hijo tiene sobre el toro una gran ventaja.
—¿Y qué ventaja es esa, señor?
—La de que la madre del toro no sabe rezar.
Traga-santos era hombro que se confundía y embrollaba cuando para entender las cosas necesitaba cavilar un poco. Así fué que se hizo un ovillo cuando se puso á cavilar para entender lo que el señor Cura Párroco le había querido decir con aquel cuento.
Como siguiesen en aumento sus disgustos, hijos, de su afán por complacer á todos los devotos, y lo contrapuesto de las peticiones de éstos, volvió á consultar al señor Cura á ver si le daba algún consejo más práctico y accesible á su comprensión que el encerrado en el cuento de lo ocurrido en Adora-cuernos, y el señor Cura le dijo:
—Tío Traga-santos, voy á contarle á usted otro cuento, que de seguro lo saca á usted de sus apuros si sabe aprovecharle. Un buen anciano que tenía un hijo labrador y otro tratante en granos, era muy devoto de Santa Ana, por cuya intercesión había logrado de Dios muchos beneficios para sus dos hijos.
Un día que el cielo amenazaba lluvia, se le presentaron sucesivamente sus dos hijos, y le dijo el labrador:
—Padre, yo vengo á pedirle á usted un favor, y es que interceda con la gloriosa Santa Ana para que alcance de su Divino Nieto que llueva de firme, porque si no lluevo, se me pierde la cosecha y me arruino.
—Está muy bien, hijo—lo contestó el anciano.
El tratante en granos llegó poco después y le dijo: .
—Padre, ya ve usted que el cielo amenaza lluvia, y si llueve, la cosecha va á ser este año bárbara y yo me arruino con la baja del trigo, porque tengo empleado en él todo mi capital. Con que, padre, hágame usted el favor de pedir á la gloriosa Santa Ana que interceda con Dios para que no llueva.
EL anciano reunió á sus dos hijos y exclamó, dirigiéndose á ellos:
—Hijos míos, uno de vosotros me pide que interceda con la gloriosa Santa para que llueva de firme, y el otro, que interceda con la misma gran Santa para que no llueva. ¿Cómo me he de componer para complaceros á ambos, si me pedís cosas enteramente opuestas?
El labrador y el tratante en granos insistieron cada cual en su petición, y por último, se fueron diciendo cada cual:
—Padre, arrégleselas usted como pueda, pero es indispensable que pida usted á Santa Ana lo que le he dicho.
—¿Cómo creerá usted, tío Traga-santos, que salió del paso el anciano?
—Eso es, señor Cura lo que yo le iba á preguntar á usted.
—Pues salió yendo á la iglesia, arrodillándose delante del altar de Santa Ana y diciendo á la Santa con mucha devoción:
—Vengo á decirle á usted, santa abuelita.
que mis hijos me ponen en un potro.
pues el uno que llueva solicita.
y...que no llueva solicita el otro.
Santa abuelita, yo bien considero
que usted dirá: «Salidas de pavana
de esa naturaleza oir no quiero».
¡Pues haga usted lo que le dé la gana!
El tío Traga-santos ya comprendió la filosofía de este otro
cuentecillo, pero continuó en su vano empeño de complacer á todos los
que le pedían que sirviese de medianero entre ellos y el Santo, porque
no tenía cara para negar nada á nadie, y era aficionadísimo al
ten-con-ten.
Cerca de Animalejos había dos pueblos que estaban siempre en guerra mío con otro, porque daba la pícara casualidad de que casi siempre oran sus intereses opuestos.
Estos dos pueblos eran Barbaruelo y Cabezudo-Los únicos molinos que había en aquella comarca estaban en jurisdicción de estos dos pueblos, que tenían en los molinos del concejo un gran recurso para levantar las cargas públicas. El río que pasaba por Barbaruelo era muy caudaloso, y el que pasaba por Cabezudo era todo lo contrario. Así sucedía que cuando la sequía era grande, Barbaruelo monopolizaba la molienda de toda la comarca, porque Cabezudo ni aun á represadas podía moler un grano.
Después de un poco de sequía el cielo se turbó con aparato de lluvia, y contemplándole, decían los de Barbaruelo, muy inquietos:
—¿Si nos irán á fastidiar las lluvias? Si vienen, nos doblan de medio á medio, porque los de Cabezudo muelen ya á represas, y continuando la sequía, antes de una semana apandamos nosotros toda la molienda de veinte leguas en contorno.
Y al mismo tiempo decían los de Cabezudo, contemplando el cielo muy alegres:
—¿Qué va á que las lluvias nos ponen las botas-y jorobamos á los de Barbaruelo? Buena falta nos hacen, porque ya hemos empezado con las picaras represas, y los de Barbaruelo nos birlan ya la mitad de la molienda.
Barbaruelo y Cabezudo acordaron enviar cada cual tina comisión á Anímale!os para ver si por la intercesión del tío Traga-santos, á quien habían dado tanta limosna para reedificar la ermita, lograban de San Isidro que á su voz intercediese con Dios para que no cayera gota de agua y para que cayera á cántaros, y ambas comisiones se dirigieron casi simultáneamente á Aninialejos.
Mientras esto pasaba en Barbaruelo y Cabezudo, los de Animalejos, que no sabían si alegrarse ó entristecerse contemplando el aparato de lluvia que presentaba el cielo, determinaron rogar al tío Traga-santos que solicitase, por la intercesión de San Isidro, que lloviera y no lloviera, ó lo que os lo mismo, que cayese sólo una rociada de agua, que era lo único que necesitaba el campo de Animalejos.
El tío Traga-santos fué oyendo á unos y á otros, y como no tenía cara para, negar nada á nadie, y de unos y otros había recibido limosna para reedificar la ermita de San Isidro, fué diciendo á todos amén, imitando al devoto del cuento del señor Cura, pidiendo al Santo que hiciera lo que le diese la gana, creyó babor encontrado, en lo posible, aquel medio, que consistía en pedir á San Isidro que no lloviese tanto como querían los de Barbaruelo ni tan poco como querían los de Cabezudo y los de Animalejos.
Apenas el tío Traga-santos había hecho su oración al glorioso San Isidro, empezó á llover y no cesó la lluvia hasta bien entrada la noche, en que cesó y se puso el cielo estrellado, con mucha alegría del tío Traga-santos, que di ó las gracias al bendito labrador porque le había complacido á medida de su deseo.
IV
Amaneció el día siguiente tan sereno y hermoso, que toda señal de nueva y próxima lluvia había desaparecido.
—¡Voto á bríos, que se ha portado el tío Tragasantos!—exclamaban los de Cabezudo.—¡Con la picara lluvia de ayer ya han empezado á moler á más y mejor los de Barbaruelo, y con cuatro gotas que vuelvan á caer siguen moliendo todo el verano cuanto grano se les presente, y nosotros, que esperábamos ganar un dineral con toda la molienda de veinte leguas en contorno, nos vamos á fastidiar este verano! ¡Por vida de Cristo padre con el tío Traga-santos! ¡Que vuelva, que vuelva por aquí á pedir limosna para su ermita! ¡Qué lástima de fuego en ella y en el ingrato tío Tragasantos, que tal chasco nos ha dado! Porque, si ha llovido ayer á mares, será porque al tío Tragasantos le untaron la mano los de Barbaruelo cuando estuvieron á verle para que pidiese á San Isidro esa condenada lluvia.
—¡Vaya un chasco que nos ha dado el tío Traga-santos!—decían los de Barbaruelo.—¡Con un canto en los hocicos nos podremos hoy dar porque ayer no hubiese existido en el mundo semejante hombre, pues si ayer no cayeron más que cuatro gotas, de seguro se debe á manejos de ese tunante, pues el cielo estaba tan cargado, que prometía un diluvio! ¡De seguro, cuando fueron á verlo los de Cabezudo le alargaron buenas amarillas para que pidiese que no lloviera, y el muy tunante pidió al Santo que lloviese sólo un poco para cubrir el expediente. Antes de quince días, ni á represadas podemos moler, y este verano los de Cabezudo ganan el oro y el moro con la molienda, y á nosotros nos tiene que asar á contribuciones el Ayuntamiento para levantar las cargas del pueblo! ¡Vaya, que el tío Traga-santos está agradecido á las limosnas que lo dimos para levantar la ermita! ¡Mala centella de Dios tumbe á su ermita y á el, que tan serrana partida nos ha jugado!
Y al mismo tiempo decían los de Animalejos:
—¡Como hay Dios, debemos estar agradecidos al tío Traga-santos por lo bien que se ha portado con nosotros! Más cuenta nos hubiera tenido que el tal. Traga-santos no existiera, porque ayer, si al cielo se le hubiera dejado hacer lo que quisiera, sólo hubiera caído un chaparroncillo, que era lo que la vega necesitaba, y con meterse el tío Traga-santos á pedir que llueva ó deje de llover, llovió á jarros y todo el trigo se ha tumbado, y con tanta humedad la roña se le va á comer antes que cuaje el grano. Milagro será que antes de caer tanta agua en nuestros campos no cayeran algunas onzas de oro en manos del tío Traga-santos, porque los de Barbaruelo vinieron á verlo, y de seguro no le dejaron con las manos peladas. ¡Cuidado que el tal Traga-santos agradece lo que Animalejos ha hecho para ayudarle á levantar la ermita! ¡Y luego habrá quien se extrañe de que el mejor día se amotine Animalejos y pegue fuego á la ermita y al ermitaño!
Estas murmuraciones llegaron á oídos del tío Traga-santos, ú quien causaron el mayor sentimiento, porque en lo humano no aspiraba el piadoso viejecito á mayor gloria que la de complacer á todos por medio del ten-con-ten y de ser de todos bienquisto.
Sabedor de que la marejada que se había levantado contra él en Cabezudo y en Barbaruelo, y hasta en el mismo Animalejos, lejos de cesar, cada vez era mayor, determinó dar un manifiesto á los tres pueblos, sincerándose de las acusaciones de que era objeto, y, en efecto, redactó uno concebido en los siguientes términos:.
«¡Cabezudenses, barbaruelenses y animalojuenses! Con mucho dolor de mi corazón ha llegado á mi noticia que estáis quejosos de mí porque días pasados no llovió á gusto de todos. ¡Yo os aseguro que hice cuanto estaba de mi parte para complacer á Cabezudo, que quería no cayese gota de agua; á Animalejos, que quería cayese sólo un chaparrón, y á Barbaruelo, que quería lloviese si Dios tenía qué! Dios lo puede hacer todo, pero á veces lo hace tan indirectamente, que parece no hacer nada ó hacer todo lo contrario de lo que se lo pide. Supongamos que Cabezudo le pide que no llueva una gota, y todo con la intención de que Barbaruelo no muela un grano, y en seguida empieza á llover tanto, que el agua se lleva los molinos de Barbaruelo. En este caso, ¿no habrá hecho Dios lo que Cabezudo lo pedía, aunque parezca que ha hecho todo lo contrario? Y si Cabezudo empozó á decir picardías de Dios al ver que llovía á mares, ¿no ha hecho Cabezudo una barbaridad? ¡Cabezudenses, barbaruelenses y animalejuenses, dad por bien hecho todo lo que hace Dios, pues es lo que os tiene cuenta, aunque os parezca lo contrario. De esta doctrina partí yo días pasados al pedir al glorioso San Isidro que intercediese con Dios en favor de Cabezudo, que quería no cayese gota; de Animalejos, que quería cayese sólo un chaparrón, y de Barbaruelo, que quería lloviese si Dios tenía que. El Santo escuchó mi ruego, y Dios escuchó el del Santo, porque se fundaban en el buen medio en que está la virtud, y así todos fuisteis complacidos hasta cierto punto: Cabezudo, consiguiendo que no lloviera tanto como Barbaruelo deseaba; Barbaruelo, consiguiendo que no lloviera tan poco como deseaba Cabezudo, y Animalejos, consiguiendo que no lloviera tanto ni tan poco como deseaban Cabezudo y Barbaruelo. Yo estoy satisfecho del favor que todos hemos alcanzado de Dios por la intercesión, del glorioso San Isidro y vosotros debéis también estarlo, amados cabezudenses, barbaruelenses y animalijuenses».
Fijarse este manifiesto en los sitios públicos de Animalejos, Cabezudo y Barbaruelo, y amotinarse los tres pueblos contra el tío Traga-santos, todo fué uno, porque todos decían bramando de coraje:
—¡Ciertos son los toros! ¡El tío Traga-santos es un bribón de siete suelas, que no hace más que pastelear y meterlo todo á barato con capa de santidad y palabras de caramelo! ¡Hay que hacer con él una que sea sonada para que no vuelva á venderse al oro de...
Este oro era para los de Barbaruelo, el de Cabezudo; para los de Cabezudo el de Barbaruelo, y para los de Animalejos, el de cualquiera de los dos pueblos vecinos.
El resultado de los manifiestos al público es contraproducente, ó cuando menos nulo, en estos dos principales casos: primero, cuando el manifestante, no tiene razón ó el público no quiere que la tenga;, y segundo, cuando el manifestante tiene malas explicaderas, ó el público tiene entendederas no mejores.
De esto último había un poco en el tío Traga-santos y en los de Cabezudo, Barbaruelo y Animalejos, y así se explica el que el manifiesto del primero causase efecto contraproducente en los segundos.
Ruiz de Alarcón llamó bestia al vulgo hace más de dos siglos, y desde entonces acá sólo ha variado el vulgo en dos cosas: en el nombre y en el traje, pues ahora se llama pueblo, y porque le han dicho que es soberano, se ha plantado muy serio corona y manto de Rey. Por lo demás, aunque los tontos, y los bribones aseguran lo contrario, el vulgo continúa siendo lo que Ruiz de Alarcón le llamó.
El tío Traga-santos, viendo que su manifiesto, lejos de hacer entrar en razón á aquellos á quienes se dirigía, los había irritado hasta el punto de que se temía de ellos alguna barbaridad, acudió al Párroco en demanda de consejo.
—Tío Traga-santos—le dijo el Párroco,—no debe usted extrañar que su manifiesto del ten-con-ten no haya producido el efecto que usted se propuso, porque ni yo mismo he podido entender lo que usted quería decir en él.
—Mire usted, señor Cura, lo que yo quería decir era que es imposible que llueva á gusto de todos, y que lo más que yo pude hacer fué pedir á San Isidro que intercediese con Dios para que lloviese como más conviniese á todos.
—Pues oiga usted tío Traga-santos, lo que pasó en Madrid entre D. Juan Nicasio Gallego, que era un gran maestro en materia de poesía, y D. Mariano Luis de Larra, que todavía era aprendiz. Larra compuso unos versos que le parecían muy buenos, como á todos los principiantes los parecen los suyos, y se los dió á Gallego, á quien lo parecieron muy malos, como á todos los maestros les parecen los que lo son.
—Marianito—dijo el maestro,—no entiendo lo que usted ha querido decir aquí.
—Señor D. Juan—contestó el aprendiz,—lo que yo he querido decir ahí es esto, y esto, y esto.
—Poro ¡canario!—exclamó D. Juan;—Marianito, ¿por qué no lo ha dicho usted, hombre?
—Entiendo muy bien, señor Cura, lo que usted quiere darme á entender con ese cuento, ó lo que sea; pero como ya á lo hecho pecho, quisiera sabor si le parece á usted bien que fué sólo mi justificación y defensa á la misericordia de Dios, procurando alcanzarla por la intercesión del glorioso San Isidro.
—Me parece muy bien eso, y celebraré muchísimo que así se salvo usted del enojo que ha cansado la torpeza de su manifiesto; pero miro usted, tío Traga-santos, yo debo hablarlo á usted con franqueza; si yo fuera santo, echaba muy enhoramala á los que sin necesidad se meten á escribir y no aciertan á decir lo que piensan. Cuando se escribe para el público no basta querer decir las cosas, sino que es necesario decirlas, y decirlas bien, y el que no sirva para oso, que reserve toda su literatura, de soltero para escribir á la novia, y de casado, para apuntar la ropa que lleva la lavandera.
El tío Traga-santos se subió á su ermita y se puso á orar al Santo, incurriendo en la tontería de no pedirlo misericordia por lo malo del manifiesto, porque suponía que habiendo sido el Santo un sencillo y rústico labrador, no entendía de esas cosas. Ni siquiera se atrevía ya á pedirle que intercediese con Dios para que le concediese esto ó lo otro ó lo de más allá, sino que se limitaba á pedirle que intercediese para que Dios le concediera lo que fuese más justo, como que el tío Traga-santos decía, y decía muy bien:
—No lo echemos á perder otra vea pidiendo cosas injustas. Claro está que á mí me convendría que instantáneamente trocasen osos barbarotes en amor y agradecimiento la tirria y la ingratitud que me tienen, pero quizá cometa un pecado muy gordo empeñándome en dar gusto á todos en vez de darle sólo al que lo mereciese; y pedir que Dios me exima de la expiación de ese pecado, es pedir gollerías. No, no, señor; la que debo pedir á Dios es que haga conmigo lo que sea más justo.
Hallándose el tío Traga-santos en esta santa ocupación, asomaron por los caminos de Cabezudo y Barbaruelo numerosas turbas de masas populares que se dirigían hacia Anim alojos al furibundo grito de: «¡Muera el tío Traga-santos!», grito que no tardó en encontrar eco en Animalejos mismo, cuya plebe empezó á agitarse furiosa, formando cuerpo con la forastera, toda aquella muchedumbre se encaminó, rugiendo de furor, al cerrillo de San Isidro.
El tío Traga-santos cerró por dentro la puerta de la ermita, reforzándola con los bancos y oyendo á la irritada muchedumbre gritar: «¡Cerquemos la ermita de paja y leña y peguémosle fuego, para que muera achicharrado en ella ese hipócrita y pastelero tío Traga-santos!»; el pobre tío Traga-santos cogió la preciosa imagen de San Isidro, y saltando por la ventana de la trasera con felicidad tan milagrosa, que nadie le vió, ni se hicieron él ni el Santo el menor daño, logró salir á la vega á la luz del fuego que devoraba el hermoso edificio levantado por él sobre un montón de gloriosas ruinas, á costa de tanto amor y trabajo, y tomó el camino de la inmigración al compás de las maldiciones é improperios del vulgo, cuyo amor había creído alcanzar con el ten-con-ten, ó lo que es lo mismo, procurando complacer á todos, sin ocurrírsele que sólo se debe complacer al que lo merece.
V
El Monarca calló, pensativo y triste, al terminar su cuento el General Robles.
—¿Comprende V. M. la filosofía de este cuento, cuyo mayor defecto es el haberle contado yo?—le preguntó el anciano. (
—Sí, la comprendo, querido Robles—contestó el Monarca saltándosole las lágrimas;—pero no basta á hacerme desistir de un propósito que considero demasiado fecundo en bien, noble y hermoso, para abandonarle sin luchar antes por su realización.
El General Robles se llevó el pañuelo á los ojos.
—Querido Robles—lo dijo el Monarca estrechándole con emoción la mano,—¿por qué llora usted?
—Porque pienso que esas lágrimas que brotan de los ojos de V. M. son precursoras de las muchas que V. M. ha de derramar en esto mundo.
—No lo querrá Dios, amigo mío, porque aunque mi inteligencia sea mala, mis intenciones son buenas.
—Pues en esas buenas intenciones se funda mi triste presentimiento. ¡Bienaventurados los que lloran!, ha dicho el Señor para hacer fecundas las lágrimas, que, si fueran estériles, convertirían el mundo en desolado yermo, y temo que esta bienaventuranza sea la única de V. M.
—Si no me lleno de espanto al oírle á usted, es porque creo que usted se equivoca. Funda usted sus temores en mi bondad; y corno mi bondad está muy lejos de ser lo que usted supone, esos temores falsean por su base. Pero dígame usted, querido Robles: ¿usted cree que la bondad es un defecto en los Beyes?
—Para reinar en la tierra, sí; para reinar en el cielo todo lo contrario
—San Fernando fué un buen Rey de España, y San Luis un buen Rey de Francia.
—En la Edad Media era la cruz cetro, y en la Edad Moderna es el cetro cruz. El idealismo angélico que vive entre la tierra y el cielo hace buenos poetas y santos, pero hace malos Reyes y Jueces.
—Pero dígame usted un poco más concretamente por qué le parece á usted falsa la baso que he elegido para fundar en mi reinado un hermoso edificio, compuesto del amor de mis súbditos, que tanto deseo yo, y de la unión de voluntades, que tanto necesitan ellos.
—Se lo diré á V. M. con la franqueza que acostumbro y la bondad de Y. Al me permite. Un Monarca no debe dar gusto á todos sus súbditos, sino sólo á los que lo merecen. A los que no lo merecen, lo único que debo darles es palos.
El joven Monarca sonrió tristemente al oir esta ruda y franca salida del anciano, y exclamó:
—Ay, amigo Robles, yo creo que el rigor tradicional, tal vez indispensable en la milicia, á que está usted acostumbrado, extravía un poco el recto criterio de usted. El amor, que ejerce su dominio en las almas, es más eficaz para corregir que el palo, que sólo le ejerce en los cuerpos.
—Dios quiera que sea yo, y no V. M., quien se-equivoque en este punto tan esencial en la misión de un Monarca.
—¡Dios lo querrá, amigo mío!
El General Robles bajaba poco después las escaleras del palacio, volviendo á llevarse el pañuelo á los ojos y murmurando:
—¿Por qué no me he de consolar un poco pensando que yo no lo he de ver?
Lo que no vió el General Robles, porque hacía ya muchos años que descansaba de su gloriosa vida en el panteón de los hombres ilustres, fué aquel triste día en que el bondadoso Monarca del Ten-con-ten, cuya desventura había provisto y llorado anticipadamente, emprendía el camino de la expatriación, llevando por único consuelo, si no, como el tío Traga-santos, la santa imagen que adoraba su alma, los inocentes hijos que adoraba su corazón.
¡San Pedro me valga!
I
Perico reventaba de gozo cuando tomó la licencia militar, y con ella colocada en un reluciente canuto de hojalata, que pendía de una ancha cinta de seda color de fuego, tomó el camino de su tierra.
Pero el gozo se le cayó en el pozo cuándo en el camino se puso á pensar, primero, que por mucho que estirase el dinero que llevaba, no le alcanzaría para el viaje, y segundo, que después de andar siete años de viga derecha tendría que doblar el espinazo sobre la tierra de pan llevar así que llegase á su pueblo. Sin embargo, después de lanzar un «¡San Pedro me valga, qué trabajillos voy á pasar en la vida de paisano después de pasar tantos en la de soldado!», se tranquilizó y recobró su alegría pensando en Juanilla, que era una chica de su pueblo que le miraba con buenos ojos cuando fué á coger el chopo, y esperaba su vuelta hacía; siete años, resistiendo la violencia del bruto de su padre, que quería casarla con otro porque el otro era más rico que Perico.
Así en el pueblo como en el regimiento era Perico conocido con el apodo de San Pedro me valga, porque esta frase era la muletilla obligada de su conversación, como una blasfemia ó una necedad es la de las tres cuartas partes de los españoles del sexo feo, sin excluir, por supuesto, á los que blasonan de señoritos ó señorones bien educados. Y no se crea por esto que Perico fuese un hombre como Dios manda en punto á creencias y prácticas religiosas, porque desgraciadamente en este punto no tenía el diablo por dónde desecharle.
Cuando allá por el año 1868 cayó quinto, Perico rezaba, oía misa todos los días de precepto, se confesaba una vez al ano, y por supuesto creía en Dios y los santos á pie juntillas, sin pasarle siquiera por el pensamiento la bestialidad de que habiéndonos dado Dios en esta vida luz suficiente para escoger entre el bien y el mal, ha de tratar en la otra del mismo modo á los que escogieron el mal que á los que escogieron el bien; pero así que, poco después, corrió la voz en periódicos y libros y discursos de que no había Dios, y hasta se dijo en el Congreso de los Diputados, y hasta el Gobierno convino en que en efecto no le había, Perico, por mal nombre San Pedro me valga, como se añadía al nombrarle en una sumaria que se formó con motivo de una cachetina que él y otro soldado armaron sobre si había Dios ó dejaba de haberle; Perico, repito, dió completo crédito á aquella voz, y no volvió á rezar, ni á oir misa ni á confesarse, si bien no abandonó su antigua muletilla de ¡San Pedro me valga!
Tal como acabo de pintarlo era Perico cuando tomó la licencia y emprendió la vuelta á su pueblo pensando en muchas cosas, y sobre todo en su leal Juanita, que esperaba su vuelta hacía siete años.
II
El santo portero del cielo encomendó un día el cuidado de la portería á uno de sus amigos de más confianza, que cree que fuese San Pablo, y entró á hablar al Señor de un asunto que al parecer le interesaba mucho.
El Señor le recibió con mucha benevolencia y le preguntó qué se le ofrecía.
—Señor—contestó San Pedro,—vengo á hablarlo á V. M. en favor de un pobre diablo á quien, en conciencia, debo proteger, y estoy muy agradecido, porque, si bien es un majadero que hadado crédito á la voz, casi oficial, que ha corrido en España de que no hay Dios ni Santa María, siempre se está acordando de mí y hasta invocando mi protección con la frase ¡San Pedro me valga!, tan repetida, que con ella por apodo se le conoce en todas partes.
—Ya sabes, amado Pedro, cuánto te he estimado siempre, pues apenas dejaste la barca para seguirme, sané á tu suegra de una grave enfermedad que la tenía en peligro de muerte.
—Mucho, Señor, agradecí á V. M. aquello, por, más que malas lenguas hayan dicho que si negué después á V. M., fué porque estaba resentido de aquel favor.
—Yo nunca he creído tales hablillas del vulgo.
—El vulgo, Señor, es necio, como dijo Lope de Vega, y bestia, como dijo Ruiz de Alarcón.
—Amado Pedro, algo de exageración hay en las calificaciones del vulgo, ó pueblo, como ahora se le llama, olvidando que, como dijo D. Alfonso el Sabio, pueblo es el conjunto de todos los ciudadanos grandes y chicos. Al vulgo hay que juzgarle por el fondo, y no por la forma de lo que piensa y dice. Así es que cuando en sus narraciones habla de entidades y cosas santas, materializándolas y discutiéndolas en forma vulgar y apropiada á entidades y cosas viles, no hay en ello profanación ni impiedad, porque el fondo es elevado, respetuoso y bueno, y la forma la única de que el pueblo puede valerse. Pero volviendo á tu protegido, dime, amado Pedro, ¿qué es lo que deseas para él?
—Deseo, señor, que me conceda V. M. facultades para proporcionarle algún medio por el cual pueda hacer méritos para que se le perdonen los pecados y se salve.
—Concedidas tienes esas facultades, amado Pedro, y dejo á tu discreción el medio que te parezca más adecuado para salvar á eso pobre pecador.
San Pedro dió las gracias al Señor por lo que le acababa de concederle, y descendiendo á la tierra, le salió al licenciado al camino.
—Buenos días, amigo Perico—dijo al licenciado con mucha benevolencia.
—¡San Pedro me valga!—exclamó Perico, encantado de la amabilidad y el aspecto venerable de aquel anciano.—Muy buenos los tenga usted, abuelito; ¿está usted bueno?
—Bueno, á Dios gracias.
—¿Y la parienta y...?
—Por lo visto, ¿no me conoces, amigo Perico?
—Es verdad, abuelito, que no tengo esa honra.
—Pues yo soy San Pedro.
—¡San Pedro me valga!—exclamó Perico apresurándose á quitarse la gorrilla de cuartel y arrodillándose á los pies del Santo Apóstol, que con mucho amor le hizo levantarse y ponerse la gorra, porque el camino estaba hecho un barrizal y corría un gris de lo fino.
—Antes de todo, hijo mío, te diré que veo con satisfacción que no eres tan malo como parecía, pues si no creyeras en Dios, tampoco creerías en los santos.
—No haga usted caso, señor, de aquellas tonterías que á uno se le metieron en la cabeza.
—Pero, hombre, ¿es posible que tú creyeras que no había Dios? -
—Ya ve usted: como en las Cortes mismas y hasta por los del Gobierno se dijo que no le había, ¿que había de hacer un pobre soldado como yo al oir á hombres tan sabios, sino creerlos ó matarlos? La verdad es que yo no estaba muy seguro de que no le hubiera, y prueba de ello es que no dejé ni un solo día de andar á cada paso con ¡San Pedro me raiga! ¡Por vida del santo de mi nombre!
—Pues has de saber, hijo, que á eso vas á deber el no condenarte, aunque, como dijo el otro, lo decías maquinalmente. De todos modos, muchos méritos tienes que hacer para que Dios te perdone todos tus pecados y te salves.
—¿Y cómo, señor, me he de componer para hacerlos?
—Eso, amigo Perico, es cuenta tuya. Yo todo lo que puedo hacer por tí es proporcionarte un instrumento que á la vez pueda ser de salvación ó condenación, según el uso que tú hagas de él, pues el uso dependo sólo de tu voluntad.
—¿Pongo por ejemplo, darme un saco de onzas de oro, que, empleadas bien, pueden salvarme, lo mismo que, empleadas mal, pueden condenarme?
—De saco se trata, hijo, pero no es saco de onzas de oro ni Cristo que lo fundó, sino éste, que, como ves, está vacío y tiene una virtud maravillosa.
Al decir esto, San Pedro sacó de debajo de la túnica y di ó al licenciado un saquito vacío, que cabía en un puño, y sin embargo, tenía elasticidad tal, que cabía en él aunque fuera una persona mayor.
—¡San Pedro me valga, qué morral tan mono!—exclamó Perico al ver el saco, que tenía sus corroas y todo para suspenderle á la espalda, é inmediatamente se le colocó sobre el morral en que llevaba su corto equipaje.
—Conque, dígame usted, señor—añadió,—cuál es la maravillosa virtud que este morralito tiene.
—Es la virtud de la atracción. Cada vez que digas: «Cosa tal ó cual, ¡al morral!», la cosa vendrá al morral inmediatamente.
—¡San Pedro me valga, qué maravilla!—exclamó Perico asombrado.—¡Pues con un morral como este bien puede uno hacer méritos para salvarse!...
—¡Y también para condenarse!—le interrumpió el Santo melancólicamente.—¡Tu salvación ó tu condenación depende de tu voluntad! ¡No lo olvides, hijo mío, y Dios quiera que con la llave que dejo en tus manos se te abra la puerta del cielo, y no la del infierno!
Al decir esto, San Pedro desapareció-súbitamente sin que Perico supiera por dónde, y Perico continuó su camino, maravillado de la aparición y del obsequio con que el santo de su nombre le había favorecido.
III
Ni la curiosidad natural en el hombre, ni Juanilla, bastaron en muchas horas de penoso camino para distraer el pensamiento de Perico de aquella aparición y aquel obsequio, que le ocupaban por completo.
Pasando el licenciado por la calle Real de un pueblo le vino de repente á las narices, una deliciosa tufarada de chuletas, jamón frito, pollo aseado, pan tierno, vino de Valdepeñas y otras porquerías por el estilo; y tratando de averiguar de dónde provenía aquel olor, se encontró junto al escaparate de una pastelería, lleno de toda clase de manjares.
Instintivamente echó mano al bolsillo para comprar siquiera una chuleta y un panecillo, pero se encontró con que su caudal iba ya tan mermado, que no permitía andar en fiestas con él, y se decidió á separarse de la pastelería sin comprar nada.
Separábase, en efecto, con el dolor con que se separa la uña de la carne, y de repente le ocurrió la idea de ensayar la maravillosa virtud del morralito en algo de lo que contenía el escaparate de la pastelería, por ejemplo, en un pollo tan doradito y mantecoso, que estaba diciendo comedme, en un roscón de pan can deal y una botella de vino, que debían hacer muy buenas migas con el pollo.
Decidido á hacer este ensayo, acercóse más al escaparate, y apenas dijo: «Pollo, botella y pan candeal. ¡al morral!», las tres cosas aparecieron en el morral como por encanto.
Perico se apresuró á salir del pueblo con tan grata compañía, y tumbándose sobre la verde y olorosa hierba en un ribazo de la orilla del camino, merendó en grande, y luego continuó su jornada tan consolado, sin ocurrírsele siquiera que el primor uso que había hecho del instrumento de salvación ó condenación, que San Pedro había puesto en su mano, había sido una picardía.
¡Esto de creer muy santo y muy bueno el llenarse la tripa á costa ajena es muy común en este pícaro mundo!
Haciendo picardías como ésta, y aun mucho mayores, continuó San Pedro me valga su viaje, hasta que al fin descubrió el campanario de su pueblo, lo que lo causó indecible alegría.
Andando, andando apresuradamente para llegar á la colina desde donde se descubría el pueblo entero, llegó á aquel sitio y exclamó:
—¡San Pedro me valga, que hermoso me parece mi pueblo al volver á verle después de siete años de ausencia!
Unos chicos que andaban por allí jugando al toro le oyeron esta exclamación y le vieron el canuto de la licencia, y echaron á correr al pueblo anunciando que venía San Pedro me valga, de quien habían oído hablar mucho, y no dudaban fuese aquel licenciado.
Momentos después no se oída en el pueblo más que «¡San Pedro me valga viene! ¡San Pedro me valga está ahí!»
Oir esto Juanilla y salir como una bala, al encuentro de Perico todo fué uno. La pobre había penado siete años esperando aquel instante.
Cada abrazo pelado que ella y Perico se daban valía un doblón; pero hete que llega el padre de JuaniJla, que ya he dicho era muy bruto y siempre se había opuesto á que su hija se casara con San Pedro me valga, porque su candidato á la mano de Juanilla era otro muy rico, pero muy bruto, que la chica no quería, y al ver á Juanilla abrazando públicamente al licenciado, la puso de poca vergüenza que no había por dónde cogerla, y le pegó un puntapié que por milagro de Dios no la derrengó.
San Pedro me valga tuvo tentaciones de hacer una barbaridad con el padre de Juanilla, pero se aguantó sin hacerla, porque por la peana se adora al santo. Lo que sí hizo fué dedicarse á andar por el pueblo pintando la mona con su morral, que en lugar de hacer instrumento del bien, continuaba haciendo instrumento del mal, ó cuando menos, de pueril entretenimiento. Vaya un par de muestrecitas de ello.
Se iba todas las mañanas por la plaza del mercado y con decir: «Cosa tal ó cual, ¡al morral!», hacía la compra sin gastar un cuarto, llevándose á casa el morral lleno de lo mejorcito que se presentaba en la plaza, con lo cual se daba una vida de príncipe.
Entraban dos amigos en una taberna á beberse, en amor y compañía, tina botella de cerveza; les sacaba la tabernera y les ponía sobro la mesa la botella y un par de vasos; San Pedro me valga, que lo observaba con su morral á la espalda, trasladaba invisiblemente á su morral la botella en el momento en que los dos amigos estaban distraídos, preparándose con un rato de conversación á desocuparla; los dos amigos reparan en que había desaparecido la botella, y entre: «Si tú la has escamoteado», «El que la ha, escamoteado eres tú». «Gastas bromas muy pesadas», «Tú eres el que las gastas», se armaba entre ellos la gorda, y salían de la taberna á estacazos, con gran regocijo de San Pedro me valga, que luego celebraba la gracia brindando á la salud de ellos con el contenido de la botella.
Perico determinó pedir solemnemente la mano de Juanilla al padre de la muchacha, y al efecto se presentó en casa del viejo é hizo su petición en debida forma, llevando, por supuesto, á la espalda el consabido morral, que era su compañero inseparable, como que por eso en el pueblo le llamaban ya el del morral, en lugar de San Pedro me valga.
El viejo le despachó con cajas destempladas, diciéndole, para mayor insulto, que lo que él buscaba era no tanto la mano de la chica como los mil ducados en onzas de oro con que pensaba dotarla, y al efecto tenía en la cómoda en un saquito.
San Pedro me valga salió de casa del padre de Juanilla jurando que el viejo se las había de pagar todas juntas, y como al salir viese á Juanilla asomada á la ventana, echa un mar de lágrimas al ver que con su novio se alojaba su esperanza de casarse con él, pues naturalmente á la chica le sucedía lo que á todas, que se alampaba por casarse, le ocurrió de repente la idea de vengarse del viejo llevándose la chica y el saquito de onzas de oro destinado á dotarla. Apenas dijo: «Juanilla y su dote cabal, ¡al morral!», volaron al morral Juanilla y el saquito de onzas de oro.
San Pedro me valga echó á correr con carga tan preciosa, y el viejo, desesperado con aquella fechoría, tanto más cuanto que Juanilla parecía aprobarla, pues no gritaba pidiendo socorro, cogió la escopeta, la cargó con bala y siguió al fugitivo, que tomó el camino por donde había vuelto del servicio militar.
Como el viejo tenía las piernas más pesadas que San Pedro me valga, llegó á la colina que precedía al pueblo cuando ya el fugitivo la había traspuesto; pero como le avistase desde lo alto de la colina, le apuntó con la escopeta, disparó, y San Pedro me valga cayó al suelo.
El viejo corrió á sacar á su hija del prodigioso morral del raptor, y se encontró con que Juanilla y San Pedro me valga estaban muertos, traspasados de parte á parte por una misma bala, con la particularidad de que el morral había desaparecido, como si el alma de su dueño se le hubiese llevado consigo al volar al infierno ó á donde hubiese ido.
Lo único que había logrado el viejo con la barbaridad que acababa de hacer era recobrar el saquito de onzas de oro, que recogió y se llevó, ofendiendo el muy bestia á la curia con estas calumniosas palabras:
—Vamos, que ya tengo con qué untar la mano á jueces y escribanos para que echen tierra al homicidio y el parricidio que acabo de cometer.
Si yo hubiese estado allí le hubiese dicho:
—Grandísimo desvergonzado, ¿cuándo se ha visto en el mundo que jueces ni escribanos echen tierra á ningún asunto criminal ni litigioso, por más que se quiera untarles la mano? Es verdad que los jueces de primera instancia tienen tan poco sueldo que necesitan ser unos santos para no tener la mano un table; pero aunque la tuvieran, hay de tejas arriba otro juez que, de seguro, te condena á las calderas de Pedro Botero cuando comparezcas á su presencia.
Perico y Juanilla llegaron juntos Y asidos amorosamente de la mano á las puertas del cielo, Perico con el consabido morral á la espalda, y Juanilla pidiendo á Dios que la uniese para siempre con Perico en la otra vida, ya que no había podido ser en ésta.
Aunque las puertas del cielo sólo estaban entreabiertas, se escapaban por ellas resplandores tan divinos, tan embriagadores aromas y tan deliciosas músicas, que Perico no pudo menos de exclamar:
—¡San Pedro me valga, qué divinamente se debo estar ahí dentro!
San Pedro, que estaba vuelto de espaldas á la portalada, y por tanto, de cara al cielo, para gozar de aquellas delicias desde la puerta, cuyas entreabiertas hojas eran de oro y diamantes, se volvió vivamente al oir aquella exclamación, conociendo sin duda por ella al que llegaba á la portería, y dijo á Perico con mucha seriedad:
—Aquí no hay San Pedro ni San Pablo que valga para el que tan mal como tú se ha portado en la tierra.
—Pero, señor—le replicó Perico, consternada con aquel recibimiento,—¿en qué me he portado yo mal?
—Pues, hombre, podías haberte portado peor! Puse en tu mano un instrumento de salvación ó de condonación, dejando á tu voluntad el empleo quede él habías de hacer, y sólo le has empleado en picardías, en vez de emplearle en obras buenas.
—¡Por vida del morral de mis pecados!...No sé yo qué obras buenas se podían hacer con este morral.
—Muchas, y lo suficiente meritorias para que al llegar aquí te abriese yo de par en par las puertas del cielo.
—Pero, señor, dígame usted cuáles podían haber sido, que yo no caigo en ellas por más que cavilo.
—Te indicaré sólo algunas de ellas, que, como suele decirse, para muestra hasta un botón. Apenas continuaste tu camino con el morralito maravilloso á cuestas, visto que un pobre barquero municipal había caído en un río y pedía auxilio, porque se ahogaba por momentos.
—Es verdad; pero si no le auxilié fué porque yo no sabía nadar, ni la disposición de la orilla del río permitía alargarle una mano ni una rama de árbol para que se asiera y se salvara.
—Podías haber dicho: «Barquero municipal, ¡al morral!», y el barquero hubiera ido á tu morral y se hubiera salvado.
—Es verdad, señor, pero no me ocurrió eso.
—Si hubiera sido alguna picardía, ya te hubiera ocurrido, que para las picardías no te ha faltado ingenio. Más adelante viste que un menestral caía de un andamio, y en lugar de decir: «Menestral, ¡al morral!», con lo que aquel pobre hubiera caído en sitio blando y no hubiera dejado desamparados á su mujer y siete hijos, que cabían bajo un celemín, te callaste como un muerto, y le dejaste caer en un montón de piedras, donde se rompió el bautismo.
—Tampoco me ocurrió hacer eso.
—Por lo visto, á tí nunca te han ocurrido más que picardías. Pasando por las cercanías de otro pueblo viste correr á un hombre, y oiste gritar á una mujer diciendo que aquél era un bribón que se llevaba una bolsa de torzal que contenía los ahorros de toda su vida, y en lugar de decir: «Bolsa de torzal, ¡al morral!», también te callaste como un zorro, y dejaste que el ladrón escapara con la bolsa, y la pobre robada quedara en la miseria.
—Pues, señor, le aseguro á usted que tampoco entonces me ocurrió...
—¡Es mucha casualidad, hombre, que nunca te hayan ocurrido más que bribonadas! No, cuando se trataba de ingeniosidades para llenar la tripa y divertirse, no carecías de ingenio.
—Pero, señor, si usted quería favorecerme proporcionándome un instrumento de salvación, ¿por qué no me proporcionó uno que no lo fuera á la vez de salvación y de condenación como este pícaro morral?
—Este morral os la conciencia humana que Dios da á todo hombre, dándole con ella la elección del bien ó del mal, ó lo que es lo mismo, la elección del cielo ó la del infierno. Tú elegiste el infierno, y ya puedes tomar el portante en busca de él.
—¡EL infierno!—exclamó Perico aterrado.—¡San Pedro me valga, qué vida voy á pasar allí eternamente separado de ésta y en compañía de su padre!...Malhaya el morral que usted me regaló y vaya con doscientos mil de á caballo, ya que sólo me ha servido de perdición.
Perico, al decir esto, se arrancó de la espalda el morral y le tiró por encima de la cabeza del santo portero, á la parte de adentro de la puerta, cuyas ¡hojas, como ya he dicho, seguían entreabiertas, sin «duda para que lo que entreviesen por ella los que llegaban á la portería aumentase en unos el dolor de no permitírseles la entrada, y en otros el gozo-de permitírseles.
San Pedro reparó en Juanilla al aludir á ella Perico, y distraído en traquilizarla un poco, porque lloraba sin consuelo al oir que Perico iba al infierno, no reparó adonde había ido á parar el morral; y mucho monos se acordó de quitarle la maravillosa virtud de atracción que le había dado al regalársele á Perico.
Lo que decía San Pedro á Juanilla para consolarla un poco era que sólo estaba condenada á pasar una temporada en el purgatorio por haber abrazado á Perico, y algunas otras ensillas por el estilo, en que suelen incurrir las chicas que quieren demasiado á los novios.
Cuando Perico se hizo cargo de que su leal Juanilla no iba á entrar inmediatamente en el cielo, como él había creído hasta entonces, su dolor no tuvo límites, y ya sólo pensó en ver si encontraba, algún rasgo de ingenio que le facilitase aquella entrada.
De repente exclamó Perico: «Mi Juanilla leal, ¡al morral!», y de repente se encontró Juanilla dentro del morral y por tanto, dentro del cielo.
Suscitóse disputa entre Perico y San Pedro sobre si aquello era ó no válido, y decidieron someter la cuestión á la decisión del Señor, entrando San Pedro á exponerle lo que pasaba.
La decisión del Señor fué ésta:
«En la tierra dije que mucho sería perdonado á los que habían amado mucho. El rasgo de amor con que tu antiguo protegido ha facilitado la entrada en el cielo á su amada es digno de que le sean perdonadas muchas de las culpas que me habían obligado á condenarle al infierno. Que pene en el purgatorio siete años esperando reunirse con su amada, como su amada esperó siete años en su pueblo natal aguardando reunirse con él, y pasado ese tiempo, ambos se reunirán en el cielo por toda mía eternidad.»
En tanto que San Pedro me valga tomaba el camino del purgatorio y Juanilla se sentaba al lado del señor, entonando ambos cánticos de gratitud y de esperanza, el glorioso portero del cielo lloraba de santa alegría, contemplando una vez más la misericordia y la sabiduría del Señor.
El General Manduca
I
Esto sucedió á fines del siglo pasado, en un Estado de Europa cuyo nombre calla la historia, porque esta señora cantó las glorías de la dinastía reinante, y así que cayó aquella dinastía, se dedicó á cantar las glorias de su sucesora, resultando de esto tal embrollo, que nada podemos sacar en limpio los que no queremos mancharnos.
Por aquellos tiempos estaban de moda los filósofos, y si no, que se lo pregunten á Voltaire, á Rousseau, á Diderot, á Catalina II de Rusia y á Federico II de Prusia, que florecieron en aquellos tiempos y pasaban por la flor y nata de la filosofía. Así á nadie extrañará que en el Estado Anónimo (llamarémosle así para que nos entendamos) hubiese un General que pasaba por filósofo.
También calla la historia el nombre de este General, porque la muy tunanta, de tanto como sabía, parecía que no sabía nada; pero yo lo llamaré el General Manduca, nombre compuesto de las locuciones mandar y estar como un duque, de que sale mandar á lo duque, y por último, Manduca, cuyos componentes son atributos esenciales de un General que llega, como llegó este, á Presidente del Consejo de Ministros.
II
El General Manduca tenía ideas muy singulares acerca de la organización y disciplina del ejército de su digno mando.
El General Manduca no quería ver ni pintados soldados voluntarios: todos habían de ser forzosos, y así era que en aquel reino el reemplazo del ejército se verificaba en su totalidad por medio de quintas, con la particularidad de que no se admitía sustituto alguno, y de que como el General en jefe supiese que algún quinto se alegraba de que le hubiese tocado coger el chopo, hacía que diariamente le rompiese el cabo una vara en las costillas á fin de que ansiase volver á su pueblo á destripar terrones.
El General Manduca tenía empeño en que los soldados prestasen el servicio lo más lejos posible de su pueblo natal, y no se diga que lo hacía para que le olvidasen, porque, todo al contrario, procuraba que se acordasen continuamente de su pueblo y su familia, encareciéndoles este recuerdo como una de las mayores virtudes del hombre.
El General Manduca procuraba que supiese á rejalgar el rancho de la tropa, y que el uniforme de la misma fuese tal que los pobres soldados se helaron en invierno y se asasen en verano, por supuesto, echando la culpa de ello, así como quien no quiere la cosa, al pícaro Gobierno.
Y por último, el General Manduca, á pesar de que ponía siempre muy buena cara á los soldados las pocas veces que se encaraba con ellos, hacía que los oficiales, sargentos y cabos les pusieran siempre cara de Nerón y los tratasen á la baqueta.
Así era que en el ejército del reino Anónimo no había un soldado que no dijese:
—Caramba, daría yo la mitad de la vida que me queda por echar con doscientos mil de á caballo el chopo é irme a mi tierra á destripar terrones y comer un puchero de patatas en paz y gracia de Dios, con mis padres y mis hermanos, ó la chica que allí está esperando mi vuelta para que me case con ella
III
El General Manduca parecía que había nacido de pie: lo menos veinte veces, desde que mandaba el ejército, se había pronunciado contra el Ministerio, ofreciendo á la tropa algunos años de rebaja, y siempre había tenido la suerte de que la tropa secundase con el mayor entusiasmo su patriótica empresa y de que el nuevo Ministerio aprobase su oferta y premiase al General libertador con un nuevo entorchado, un título de nobleza, una gran cruz pensionada con treinta ó cuarenta mil reales al año, ú otra fineza por el estilo.
El General Manduca, que, como dijo Frontaura hablando de las ambiciones que sienten a los cuarenta años los que han sido Gobernadores civiles á los veinticinco años ó menos, lo menos con que se podía ya contentar era con ser Reina madre, determinó hacer la gorda, porque, según decía, no se podía tolerar lo que pasaba en el reino Anónimo.
Y dicho y hecho: una mañana dió el grito, no ya como otras veces de «¡Abajo el Ministerio y la camarilla!», sino el de «¡Abajo la dinastía que nos deshonra!», ofreciendo á la tropa no sé cuántos años de rebaja.
El General Manduca también tuvo esta vez la dicha de que todo el ejército secundase con el mayor entusiasmo y decisión su heroico grito de libertad.
Y la dinastía cayó y huyó á reino extranjero más que á paso, y el General libertador ocupó el trono vacante con el nombre de Manduca I, aclamado como tal por el ejército y el pueblo soberano, que esperaban la regeneración de la patria de su advenimento al trono de Kan Acá y San Allá.
IV
El mando del ejército del reino Anónimo se confió por S. M. Manduca á al General Gazuza, nombre muy excesivo, pues compuesto de la inicial de gana y del verbo azuzar, significala gana de comer me azuza.
Este ilustre General, que naturalmente anhelaba un par de entorchados más, un título de nobleza, una cartera de Ministro y, si era posible, encasquetarse la corona de Manduca I, vió el cielo abierto cuando vió en la Gaceta el siguiente Real decreto:
«Manduca I, por la gracia de Dios y la voluntad nacional, Rey del reino Anónimo, etc.
»Considerando que el ejército de una nación es institución demasiado noble para que ni siquiera sea medio decente que se componga de hombres forzados, como se componía en tiempo de la corrompida y tiránica dinastía que nos ha precedido en el trono de San Acá San Allá;
»Considerando que las quintas son lo más cargante que uno se puede echar á la cara, por cuanto roban los mejores brazos á la agricultura y el más legítimo apoyo á la ancianidad y la familia, y que desde el momento en que ser soldado sea una ganga habrá soldados voluntarios á porrillo;
»Considerando que tener al soldado alejado de su país nativo y su familia es una crueldad que sólo se concibe en gobiernos sin corazón como el pasado, y que este? alojamiento sólo puede servir para debilitar el amor á la tierra natal y al hogar, fuente de las virtudes más augustas del hombre;
»Considerando que al soldado se le debe dar un rancho como Dios manda, y traerle abrigadito en invierno para que no se constipe y fresquito en verano para que no le dé una sofocación que se le lleve Patota;
»Y considerando, en fin, que al soldado, no porgue sea soldado, lo han de poner su jefes cara de Semana Santa, sino, por el contrario, cara de Pascua florida, hemos venido en decretar:
»Artículo 1.° Quedan para siempre abolidas las quintas, y el reemplazo del ejército se verificará únicamente con soldados voluntarios, que los habrá como pinos de oro si se sabe buscarlos.
»Artículo 2.° Se procurará, en cuanto sea posible, que los soldados sirvan durante el tiempo de su empeño en su país nativo; y si esto no pudiese ser, se les darán licencias temporales para que de higos á brevas puedan dar una vueltecita por su pueblo para ver á sus padres y su novia, farolear un poco luciendo el uniforme, hablar en andaluz aunque sean gallegos, y contar cada mentira como Un templo.
»Artículo 3.° El rancho de la tropa será en lo sucesivo tan bueno que esté diciendo comedme, y el uniforme, de paño fino de puntapiés á cabeza.
»Artículo 4.° y último. Los cabos, y quien dice los cabos dice de ahí arriba, se guardarán muy bien de poner mala cara á los soldados, y mucho más de cascarles las liendres.
»Tonedlo entendido y disponed lo conveniente para su cumplimiento, porque si no, nos veremos las caras, etc.»
V
Guando el ilustre General Gazuza leyó este Real decreto, dijo para su casaca:
—¡Doscientos mil demonios me lleven si comprendo la filosofía de S. M. Manduca I! ¡Vamos, este pobre hombre se ha empeñado en hacerme el caldo gordo! Pero, señor, ¿cómo no le ha ocurrido á este majadero que si el ejército hacía lo que á él se le antojaba, sirviendo de mala gana, trayéndole mal comido y peor vestido y tratándole á baqueta, mucho mejor hará lo que á mí se me antoje sirviendo á su gusto, comiendo y vistiendo como un señor y tratándole con mucho mimo? Ahora sí que estoy seguro de calzarme muy pronto los tres entorchados y de atrapar un título y una cartera, y quizá de pescar la corona que S. M. Manduca I se ha encasquetado.
El ilustre General Gazuza se apresuró á cumplir en todas sus partes el Real decreto de S. M. Manduca I; y cuando el ejército estuvo organizado y tratado con arreglo al nuevo sistema, se decidió á armar á su vez la gorda.
Al efecto formó el ejército con pretexto de revistarle, y después de dirigirle una calurosa alocución encareciendo la necesidad de derrocar á la dinastía reinante, dió el grito de «¡Abajo Manduca I y toda su descendencia!», distribuyendo al mismo tiempo á las tropas una proclama en que seles prometía, si secundaban el grito libertador:
1. ° La licencia absoluta á unos soldados y una rebaja gradual á los demás;
2. ° Tener á cada cual de guarnición en su pueblo;.
3.° Mantenerlos á qué quieres boca y vestirlos como señoritos;
4.° No dirigirles nunca sus Jefes la palabra sin hacerles antes una caroca y llamarles monos míos, ú otra cosa por el estilo.
Leer las tropas la primera de estas ofertas y prorrumpir en gritos de «¡Muera el traidor que quiere contrariar nuestra vocación militar y mandarnos cuanto antes á destripar terrones!», todo fué uno.
El General Gazuza fué inmediatamente arrastrado y hecho tajadas por la soldadesca furiosa, y desde entonces acá en el reino Anónimo ni una sola vez se ha sublevado el ejército nacional, porque los que viven de pronunciamentos y saben que sin ellos la carrera militar es muy posada, no han conseguido restablecer las quintas y demás barbaridades que elevaron al trono de San Acá y San Allá á la augusta dinastía de S. M. Manduca I.
Marta la inocente
La delicada composición con que termina este libro necesita un prologuito.
En Agen, ciudad del mediodía de Francia, murió hacia 1868 un peluquero llamado Jazmín. Este peluquero era un gran poeta gascón, que había asombrado, conmovido y entusiasmado, no sólo á todo el Mediodía de Francia, sino también á la sociedad literaria parisiense, con sus poemitas populares, que recitaba admirablemente. Pudo ocupar altos puestos en la capital de Francia, pero no quiso dejar de ser peluquero en su ciudad natal, y siéndolo murió, honrado de todos y de todos querido.
¿Ocurría una gran calamidad en las provincias del Mediodía? Jazmín tomaba su báculo, llegaba allá, anunciaba que iba á recitar sus poemas populares, se reunían diez ó veinte mil personas para oirle, y cuando las veía llorar y estallar de ternura y entusiasmo, invocaba su caridad, y las diez ó veinte mil personas vaciaban sus bolsillos, y la gran calamidad era instantáneamente aliviada y remediada.
Uno de los poemas más populares, delicados y tiernos que recitaba Jazmín era el titulado, en el dialecto gascón, en que siempre escribía el peluquero de Agen, Maltro l'innocento. Aunque esta joya literaria pierdo mucho en la traducción, pues es imposible reproducir la frescura, la expresión y la gracia del original, cuando llegaron á mis manos las obras de Jazmín, que por cierto me proporcionó el ilustre D. Nicomedes Pastor Díaz, de grata memoria para todos los que, como yo, le trataron personalmente, concebí la idea de trasladarle á la lengua castellana, que realicé muchos anos después, Marta, la dulce, la enamorada protagonista del poemita de Jazmín, es un personaje histórico. Vivió en la aldea de Laffite hasta 1802, en que se volvió loca, y luego en Agen, donde murió en 1834. Jazmín era uno de los muchachos que la perseguían y espantaban gritándole: «Marta, un soldado!» Cuando en la edad viril supo la historia de aquella desventurada, se conmovió tan hondamente que sintió profundo remordimiento por haber contribuido á atormentar á la pobre loca; y no encontrando ya más que un sepulcro para reparar su falta, lo cubrió de flores poéticas.
Son muchas las poblaciones donde hay alguna infeliz criatura humana, falta de razón, que sirve de solaz al inconsiderado vulgo, y particularmente á los muchachos, que la exasperan con su persecución. Durante muchos años ha sido en Bilbao objeto de esta persecución una pobre señora llamada Doña Petra de Urquijo, y la llamo pobre señora y no simplemente pobre mujer, porque procedía de acomodada familia, había recibido esmerada educación, y en medio de su locura, que era pacífica la mayor parte del tiempo, vestía con decencia y pulcritud extremadas. Decíase que la locura de Doña Petra había tenido origen en una contrariedad amorosa, en la de haberse opuesto su familia á que casara con un militar, Por esta circunstancia se explicaba generalmente la afición que Doña Potra tenía á los militares. Esta afición era tal, que la infeliz señora se hacía cariñosa amiga de todos los oficiales de la guarnición, que la trataban con la benevolencia y los miramientos de que la hacían digna su desgracia y su educación, y hasta á los soldados rasos mostraba una especie de cariño maternal, que les significaba con prudentes consejos y hasta con finezas, que por regla general los soldados recibían y agradecían como si procediesen de su propia madre.
Yo no sé qué analogía encontré cuando leí el poemita de Jazmín entre la loca de Agen y la loca de Bilbao. Lo cierto es que desde entonces no pude ver á la última sin acordarme de la primora, y sentir compasión y respeto por su desgracia.
Quizá esta analogía contribuyó á que me decidiera á verter á la lengua castellana el poemita de Jazmín y á publicarle en un periódico muy leído en Bilbao. Pocos días después de esta publicación encontré en la calle á Doña Petra, perseguida por una turba de muchachos y en ocasión en que soplaba el viento del Sur, que era cuando más se exacerbaba su locura.
Nunca había hablado conmigo la pobre loca; pero entonces, al verme, dejó de prestar atención á sus perseguidores, y dirigiéndose á mí, me dijo en tono iracundo:
—Usted tiene la culpa de que estos judíos me persigan y se desvergüencen conmigo.
—¿Por qué, Doña Petra?—le pregunté.
—Porque me ha sacado usted á relucir en el periódico equivocando mi nombre y mi pueblo. Sepa usted que yo me llamo Petra, y no Marta, y soy de Bilbao, y no de Agen.
Así diciendo, se alejó de mí amenazándome con una sillita de tijera que solía llevar pendiente del brazo, y volvió á emprenderla con los muchachos que se divertían con ella.
Pasó algún tiempo, y volví á encontrarla en ocasión en que su locura era completamente pacífica, y atravesando la calle se dirigió á mí, y alargándome afectuosamente la mano, me dijo casi llorando:
—¡Gracias, D. Antonio! ¡Ya sé que contó usted la historia de la loca de Agen para que los muchachos dejaran en paz á la loca de Bilbao!
Vino la guerra civil, y yo me ausente con mi familia á Madrid. Al regresar á Bilbao, terminada la guerra, pregunté por Doña Petra, extrañando no verla en las iglesias ni en el corrillo donde forman tertulia los oficiales á la puerta del cuartel, y supe con gran sentimiento que durante el bombardeo de la villa le había dado muerte un casco de granada.
Yo no tengo flores poéticas para cubrir el sepulcro de la loca de Bilbao como cubrió Jazmín el de la loca do. Agen, recordando que de niño la había perseguido gritándole: «¡Marta, un soldado!» Pero acaso las tenga algún poeta recordando que de niño persiguió á aquella infeliz gritándole: «¡Doña Petra la loca, amiga de soldados!»
He aquí ahora el delicado y tierno poemita popular del poeta gascón, tal como me ha sido posible trasladarle á nuestra lengua:
I
El sorteo.—Corazones diferentes.—La baraja.—El quinto.—El juramento.
Junto á la margen del Lot, cuyas aguas transparentes y frescas
corren, corren sin cesar silenciosas, hay una casita escondida bajo el
frondoso ramaje de los olmos, y en aquella casita, una hermosa mañana de
Abril, al mismo tiempo que en Tonneins una muchacha esperaba animosa el
resultado del sorteo, otra muchacha meditaba, y luego rezaba, y luego
no sabía qué hacer, ni cómo estar, porque tan pronto se sentaba como se
levantaba y se volvía á sentar. Al ver su inquietud hubiérase creído que
el suelo le quemaba los pies.
Y aquella muchacha reunía cuantos atractivos se necesitan para agradar, porque rara vez se ven en el mundo reunidos tantos; cintura delgadita, cuerpo derecho, tez blanca, cabello negro y ojos azules, azules como el cielo, y luego maneras tan delicadas, que sin dejar de ser menesatrala, era entre las menestralas señorita.
Todo esto lo sabía ella muy bien, porque junto á su lecho pendía un espejito reluciente y claro; pero aquel día no se había mirado al espejo, por que otra cosa absorbía todos sus pensamientos. Su alma estaba inquieta, porque la pobre muchacha aplicaba cada instante el oído, y al menor ruido se ponía descolorida.
Alguien llega; es Anita, su vecina. A primera vista se conoce que Anita está triste también; pero muy pronto se adivina que la tristeza pasa por su corazón sin echar raíces en él.
—¿Estás contenta, Anita?—le preguntó la primera.—¿Están ya libres? Dime, ¿está libro ya?
—Aun no lo sé, Marta; pero ten ánimo, mujer. Ya son las doce y no tardaremos en saberlo; pero ¡tiemblas como la hoja en el árbol, y tu cara me da miedo! Qué, ¿te morirías si Santiago saliese soldado?
—¡Me parece que sí!
—¡Qué tonta eres! ¡Morirte! No seas niña. Yo quiero á José, y si sale soldado, lo sentiré mucho y hasta lloraré un poquito; pero morirme...Ningún hombre se muere por ninguna mujer; y como el refrán dice: «Más pierde el que se va que el que se queda...» Anímate; y para que te animes, vamos á echar las cartas. Esta mañana todas las buenas salieron para mí; verás cómo salen para tí ahora. Yo estoy tranquila y espero que lo has de estar tú también. Anda verás cómo una carta buena te consuela.
Y la joven locuaz hace sentar á su amiga, suspende de repente su charla y su risa y despliega un papel brillante como el tafetán, y una baraja aparece en sus blancas manos.
El corazón que más cree es el que más padece; Marta no tiembla ya, porque espera. Sin embargo, las dos amigas se entregan con temor á aquel terrible juego, porque una y otra dicen á la par:
Cartitas bonitas.
Os pido por Dios
Que buenas noticias
Me déis de mi amor.
Y las cartas, barajadas y vueltas á barajar, se ponen en tres
montones y se vuelven á barajar por tres voces. Tres veces hay que alzar
y ya está hecho. ¡Buena señal! ¡La primera carta es un rey! Las cartas
van cayendo sobre la mesa, y cuatro ojos hermosos siguen como espantados
el movimiento, de los dedos que sacan las cartas.
En los labios de Marta aparece al fin una dulce sonrisa, porque el caballo de oros aparece, y la sota de copas le sigue. ¡Si no sale ningún basto, Santiago se salvará! El juego parece prometerlo, porque nueve bastos están fuera y uno sólo queda en la baraja. Y ya no temen más que el basto. Anita, que es la que da, sonríe, y Marta, que es la que toma, se detiene... porque, como cabeza de muerto arrojada a un festín, el caballo de bastos aparece gritando: «¡Desgracia!»
Y de repente, en el camino, el bullicioso son de un tamboril lanza una risa sarcástica, que va á mezclarse en el espacio con el sonido del silbo y los alegres cantares. Se adivina fácilmente lo que aquella música y aquellos cantares significan. Los mozos que han salido libres, los mozos a quienes el espantoso demonio de la guerra deja por compasión en los campos nativos, vienen cantando y bailando en dos lilas. Cada cual trae en el sombrero el número salvador, y muy pronto, en torno de ellos, todas las madres llorarán de alegría..¡ó de dolor!
¡Qué momento para las dos jóvenes, á quienes las cartas han sumergido en hondo espanto! El ruido se acerca; Marta os la primera que, queriendo salir de su horrible incertidumbre, se lanza á la ventanita de la habitación; pero de repente retrocede exhalando un grito, y cerca de Anita, que tiembla espantada, va á caer fría y exánime.
Las cartas no habían mentido; entre los mozos que tornaban felices al pueblo nativo venía José y Santiago faltaba, porque Santiago había sacado el número tres.
Dos semanas después la locuaz Anita, vestida de novia, salía de la iglesia, adornada de flores; y en la casita triste, un pobre quinto llamado Santiago, con lágrimas en los ojos y morral á la espalda, decía á su novia, deshecha en llanto:
—Tengo que partir, Marta, porque la desgracia nos separa; pero no todos los que van á la guerra quedan en ella. Yo no tengo padre ni madre; yo no tengo quien me quiera sino tú. Si Dios conserva mi vida, mi vida te pertenece. Espera, Marta, que yo vendré á entregártela al pie del altar como un ramillete de amor!
II
Tristeza.—Las golondrinas.—Marta resucitada.—La linda vendedora.—Santiago será redimido.
Ha vuelto el mes de Mayo, que tanto regocija cuando vuelve. Rey
de los meses, lleva corona y se rodea de placer. Ha vuelto el mes de
Mayo, que tanto regocija cuando vuelve. En los altos llanos todos lo
cantan, porque viene poquito á poco, y como el relámpago se va. Y en
todas partes no se oyen más que cantaros, y en todas partes no se ven
más que bailes y hermosas procesiones. La primavera pasa, pero los
placeres quedan, y sólo una vocecita dulce y triste se queja así:
«—Las golondrinas han vuelto, y allá arriba en su nido veo una parejita. ¡No las han separado como á nosotros! ¡Ya bajan, ya están aquí, casi se posan en mi hombro! ¡Qué lindas y lustrosas son! Todavía tienen en el cuellecito la cinta que Santiago les puso el día de mi santo el año pasado, cuando venían á picotear en su mano las mosquitas doradas que ambos cogíamos para ellas!
»¡Cómo querían á Santiago! Aquí donde yo estoy sentada le buscaban con sus brillantes ojitos! ¡Pobres pajaritos, por más que revoléis en torno de mi asiento no encontraréis á Santiago! ¡Yo soy la única amiga de Santiago, yo soy la única persona en este mando que llora por él porque la amistad se cansa de los que lloran! No me abandonéis vosotras. El sol dora mi cuartito y yo haré cuanto pueda para que no os causéis de mí. No os vayáis, pajaritos queridos de Santiago, ¡porque tongo tanta necesidad de hablar de él con alguien!...
»No son dasagradecidos, no, porque parecen comprender el bien que su compañía me hace. ¡Cuánto se acarician las dos pobres avecillas! Sí, sí, acariciaos cuanto queráis porque vuestra felicidad me alegra. Quiero á estos pobres pajaritos, porque en serme fieles se parecen á Santiago...¡Ah, sí, Santiago también me lo es; pero nadie mata á las golondrinas, y á los hombres los matan los hombres!
»¿Por qué no me escribirá?... ¡Dios mío, quién sabe dónde estará ahora! Me parece que van á decirme: «¡Ha muerto!» ¡Y siempre, siempre estoy temblando por él! ¡Ay, este miedo me oprime el corazón! Virgen Santísima, libradme de esto miedo, porque la calentura me abrasa y me voy muriendo. ¡Santa madre de Dios, yo quiero vivir si Santiago vive! ¿Adonde habéis ido, golondrinas hermosas? ¡Ah, me quejo en voz alta y os espanto! No me desamparéis; volved á tomar el sol en mi cuartito. que yo me quejaré en voz bajita, bajita, para que no os canséis de mí. ¡Volved, volved pajaritos queridos de Santiago, que tengo necesidad de hablar de él!»
Así se quejaba todos los días la pobre huérfana, y á su tío, que era ya ancianito, se le partía el corazón oyéndola quejarse. Marta le había visto llorar, y quiso hacer un esfuerzo para calmar la pena del anciano disimulando la suya.
Hay corazones llenos de fuerza, y los hay que carecen de ella. El de Marta era de estos últimos, y sucumbió en la lucha. Marta se moría, y las gentes, siempre superficiales á burlarse del mal ajeno, se reían de su tristeza y se negaban á creer en ella.
Sin embargo, cuando llegó el día de Todos los Santos; cuando durante la misa se vió que ardían por la moribunda dos velas en el altar de la Virgen, y cuando el señor cura dijo: «¡La muerte se cierne sobre el lecho de una joven desventurada! ¡Buenas almas, rogad por Marta, que está en la agonía!...», todos bajaron la cabeza avergonzados, y de todos los corazones salió el Padrenuestro bañado en lágrimas.
Pero Marta no murió. Despuntaba el alba, y el sepulturero abría una fosa. Un anciano se sentó á la cabecera de la moribunda y dijo á su pobre sobrina una palabra; esta palabra, que Marta recibió en el corazón, bastó para salvarla.
¡Salvada está la huérfana! El fuego de la vida torna á sus ojos, y su sangre refrigerada vuelve á circular bajo la blanca tez.
—Todo está dispuesto, hija mía—le dice su tío sonriendo,—y la joven responde:
—¡Trabajemos, trabajemos!
En fin, ¡quién lo creería! Marta resucitada vive para otro amor, para el amor del dinero! Quiere dinero, sólo la sed de dinero la atormenta, y con su sangre le adquiría. Toda mano valiente le adquiere con el trabajo, y valiente será la suya.
¿Quién es esa vendedora que se ha establecido bajo el arco, y en su tiendecilla hace tanto ruido, tanto ruido, y compra y vende sin cesar? Es Marta; todos la alaban porque os buena, porque os cariñosa. Sus parroquianos forman sin cesar la bola de nieve. Hoy tiene veinte, y mañana cuarenta, y siempre el dinero afluye á su tiendecilla.
Un año ha pasado así.
Marta trabaja y es dichosa, porque Santiago vive; ¡lo han visto sano y bueno! Más de una vez su brazo desfallece y sus ojos se anublan, oyendo hablar de una batalla; pero su valor se repone, porque nada se dice de un regimiento cuyo nombre conoce ella muy bien.
Un día le dice su tío, á solas con ella en su cuartito:
—Marta, para alcanzar la dicha á que aspiras se necesitan mil francos y los tendrás pronto. Poquito á poco hila la vieja el copo. No venderemos la casa. Mira el cajón. Con el dinero de la viña y lo que tú has ganado ya tienes más de la mitad. Espera medio año más. ¡Qué quieres, hija! La dicha se alcanza con trabajo, pero tú ya has subido las tres cuartas partes de la altura. Hija mía, acaba tu jornada. Yo estoy contento, porque espero verte dichosa antes que Dios me llame.
El pobre anciano se engañaba en esto último: quince días después cerró la muerte sus ojos, y Marta lloraba en el camposanto sobre una sepultura.
Una tarde no faltó quien la oyera decir allí:
—¡Las fuerzas me faltan! ¡Tío de mi alma, que tanto me quisiste, perdóname, que ya no puedo esperar más! El señor cura me permito que no espere.
Y así que amaneció el día siguiente, á los ojos de la aldea sorprendida, muebles, tiendecilla, casita, todo, todo cambió de dueño. Marta lo vendió todo, sin reservar más que dos cosas: una crucecita dorada que Santiago le regaló, y el vestido de color de rosa con ramitos azules que á Santiago le gustaba mucho. Marta quería dinero y ya le tenía, ya tenía los mil francos que necesitaba! Pero ¿qué va á hacer tan sola y joven? ¿Qué va á hacer? ¡Pobre niña!. ¡El pensarlo desgarra el corazón!.
Ya sale de casa. ¡Miradla, miradla! Alegre y vestida de luto, parece, al dejar su casita, el ángel del dolor, que extiende el vuelo hacia la felicidad que acaba de sonreirle un poco.
Parece un relámpago; su piececito ligero, ligero, ligero, apenas toca el suelo. Ha entrado ya en una casa silenciosa y tranquila. Un hombre de cabellera blanca, un sacerdote, la recibe con paternal cariño.
—Señor cura—le dice Marta queriendo arrodillarse á sus pies,—os traigo todo lo que poseo. Ahora ya podéis escribirle. Comprad su libertad ya que sois tan complaciente y tan bueno para conmigo. No digáis quién le redime. ¡Ay! ¡demasiado lo adivinará él! No me nombréis para nada ni temáis por mí. Tengo fuerza en mis brazos y trabajaré para vivir. ¡Tened compasión de mí, señor cura!..¡Devolvédmele, que no puedo ya vivir pin él!
III
El cura de aldea,—Dicha de la doncella pobre,—Santiago libre.—Vuelta de Santiago.—¡Quién lo creyera!
Pláceme el cura de aldea. Para hacer amor á Dios y aborrecer al
demonio no necesita, como el cura de la ciudad y la villa, levantar su
espíritu sobre la santa montaña y agotar sus fuerzas probando, con el
libro abierto, la existencia del cielo y del infierno. En torno suyo
todo cree y todo reza. En las aldeas se peca como en todas partes, pero
al sacerdote de los campos le basta levantar la cruz para que el mal
huya y el pecado apenas nacido desarraigue.
Sí, yo amo y encuentro hermoso el cura de aldea. Desde su púlpito de tosca madera todo lo descubren sus ojos. Su campana aleja el pedrisco y el rayo. Tiene los ojos siempre fijos en su roban o, y si una oveja se descarría, él lo ve y va en su busca y la devuelve al aprisco. Tiene perdón para las culpas y bálsamo para las penas. Su nombre breve y bendito llena los valles, y él es el médico de las enfermedades del alma.
He aquí por qué Marta había encontrado en el cura de la aldea bálsamo que calmase sus dolores.
Pero si dos de el fondo de su parroquia el hombre del cielo había podido desterrar el pecado y el pensamiento maligno, su santa influencia no podía alcanzar lo mismo al soldado sin nombre confundido en un ejército y que no escribía hacía tres años, mucho menos cuando al ruido de los tambores y las cometas y los cañones, seiscientos mil franceses iban alegres á dominar fieramente todas las capitales y á quebrantar y ahuyentar todo lo que se oponía á su marcha, descansando en la tierra extranjera únicamente para correr más lejos aún.
Es cierto que el verano anterior el tío escribió á Santiago varias veces; pero el ejército había hecho triple campaña, y Santiago! según decían, había cambiado de regimiento. Unos lo habían visto en Rusia, otros en Alemania, y no se sabía de él cosa positiva.
Tanto más se explica esto, cuanto que Santiago no conocía pariente alguno. Digámoslo todo: el lindo soldado procedía de esa casa donde multitud de niños viven de la caridad, que allí les sirvo de única madre. Buscó la suya largo tiempo y no la encontró nunca. Ardía en deseos de ser amado; lo fué, y á no ser por la guerra donde había sido amado, hubiera transcurrido toda su vida.
Ahora, que lo sabemos todo, dejemos al buen cura en medio de los cuidados que su bondad le cuesta, escribiendo un plieguecillo de papel para que le lleve el correo.
Pasemos á la humilde casita de Marta, La doncella pobre permanece en ella, trabaja que trabaja. ¿Cómo ha cambiado todo allí! Ayer Marta tenía su ajuarcito y hasta dinero en la cómoda; hoy no tiene más que un banquillo, un dedal, un alfiletero y una rueca. Hila y cose, pero no nos lamentamos de que fatigue tanto sus dedos. Cuando era rica, lloraba; ¡ahora, que es pobre, ríe! ¡Santiago se verá libre, y su vida y libertad deberá á ella! ¡Santiago la ama más que nunca, y no hay pobreza que valga cuando se ama y se es amado!
¡Qué dichosa es la doncella pobre! ¡La miel dora, su porvenir, y su alma saborea ya la primera gota! ¡Miel y flores en torno de ella, miel y flores en todas partes! Trabaja, trabaja, trabaja, y toda la semana, entre dos gotas de m á el y nubes de perfume, su dedal rechina, y su pensamiento pinta tantos días sin nubes como su huso da vueltas y su aguja da puntadas.
Pero todo esto iba ya haciendo ruido en los campos, y entre las gentes, para ella siempre buenas, no había quien no la amase. Por la noche había serenatas para Marta, y por el día regalitos delicados, que las muchachas lo ofrecían con ojos y corazones amigos.
Anita se llevaba la palma en obsequiarla y amarla. Marta es dichosa y cree en los cantares que le prometen la felicidad. Desde su cuartito los escucha, y en seguida duerme toda la noche arrullada por ellos.
Un domingo por la mañana, después de misa, el señor cura, amado de todos, y de ella mucho más, va á verla con la trente iluminada de gozo y con un papel doblado en la mano, que tiembla de alegría y ancianidad.
—Hija mía—le dice,—el cielo te bendice y me ha ayudado. Es cosa hecha, está ya libre y nada ha adivinado. Me escribe, y un poco vanidoso, cree que su madre se ha dado al fin á conocer, es rica y le ha redimido. ¡Ah! deja que venga. Cuando sepa todo lo que te debe, todo lo que has hecho por él, estoy seguro de que te amará sobre todas las cosas humanas. Hija mía, el día de la recompensa va á brillar. Prepara á ese día tu corazón. Santiago llegará, y quiero que estés á mi lado cuando llegue para que yo le haga comprender ante la aldea toda cuán feliz se debe considerar siendo amado de un ángel como tú.
Dícese que los bienaventurados oyen en el cielo armonías que inundan de placer, y Marta, al oir estas palabras, que descendían á su corazón, creyó que también en la tierra se oyen las armonías del cielo!
Al fin llegó el domingo. Todo irradiaba como el oro, iluminado por un hermoso sol de Junio; en todas partes la multitud cantaba; para todos era la fiesta de aquel día!
Suenan las doce; inmediatamente el anciano sacerdote, que acababa de separarse de la santa mesa, aparece acompañado de la doncella de frente inmaculada, Los párpados de la joven descienden sobre el puro azul de los ojos. El rubor embarga su voz, y sólo habla en ella el amor que le grita: ¡felicidad!
La multitud se reúne en torno del sacerdote y la doncella. Todo es hermoso y grande; diríase que los campesinos esperan á un gran señor, y saliendo todos de la aldea, se apostan en el camino real.
Nada en el primer trecho del camino, nada en los lejanos, nada más que la sombra de los ribazos, interrumpida de cuando en cuando por el sol.
De repente aparece un punto negro, que crece y se mueve..Dos hombres..dos soldados..El más alto debe ser él. ¡Con qué garbo camina! Ha crecido en el ejército. Ambos siguen avanzando..¿Quién será el otro? Tiene aire de mujer...Sí, debe ser alguna forastera. ¡Y es graciosa y bella! Viste de cantinero. ¡Dios mío, una mujer con Santiago! ¿Adónde va? Marta no aparta los ojos de ellos, triste como una muerta. Lo mismo el señor cura que todos los vecinos tiemblan, se estremecen, no se atreven á hablar. Ya se acercan...se acercan...ya están á veinte pasos, sonriendo, jadeantes. Pero ¿qué es lo que desconcierta de repente á Santiago? ¡Es que ha visto á Marta, y tembloroso, avergonzado, se detiene!
El sarcedote no vacila, y con su voz sonora y robusta, que infunde horror al pecado:
—Santiago—pregunta,—¿quién es esa mujer?
Y Santiago, bajando la cabeza como un criminal, responde:
—La mía, señor cura, la mía...vengo casado.
Un grito de mujer se oye, y el sacerdote se vuelve, porque este grito le ha espantado.
—¡Hija mía, valor! ¡Hay que padecer en la tierra!
Pero Marta ni siquiera respira, y todos fijan la vista en ella pensando que va á morir. Se equivocan, que Marta no muere; al contrario, parece hallarse contenta. Mira graciosamente á Santiago, y luego, de repente, rie, rie como una loca.
¡Ay! no puede reir de otro modo, porque está loca la pobre joven! ¡Al oir las palabras del infiel ha perdido la razón para no recobrarla jamás!
Santiago, cuando lo supo todo, desapareció de la aldea, y se dice que, fuera de sí, volvió al ejercito, y allí el desgraciado, como alma condenada, cansado de la vida, se arrojó á la boca de un cañón que vomitaba hierro y fuego.
La verdad es que Marta se alejó de la aldea una noche, y desde entonces vimos en nuestra ciudad á la pobre loca por espacio de treinta años tendiendo á nuestra caridad la mano.
En Agen se decía al verla pasar:
—Cuando Marta sale, hambre tiene.
Nada se sabía de ella, y sin embargo, todos la amaban.
Unicamente los muchachos, que de nadie se compadecen y ríen de todo lo triste, le gritaban:
—¡Marta, un soldado!
Y Marta, que tenía miedo á los soldados, huía al oir esto.
Ahora ya sabéis por qué temblaba al oirlo.
Yo, que le grité así muchas veces, hoy, que conozco su conmovedora historia, quisiera cubrir de besos sus harapos y pedirle perdón de rodillas;. ya que sólo encuentro una sepultura ¡la cubro de flores!
La cabra negra
I
Es cosa convenida que todo cuento, fábula ó apólogo ha de tener su moraleja, palabra que, tal como suena, vale tanto como pequeña moral, aunque el Diccionario de la Academia de la lengua castellana no se ha tomado la molestia de decírnoslo. El cuánto que voy á contar tiene aún más que moraleja: tiene moral muy grande, pues con él se prueba que las faltas pequeñas van creciendo, creciendo como las bolas de nieve, hasta convertirse en delitos enormes que aplastan con su peso al individuo, á la familia ó al pueblo que incurre en ellas.
¿Quién no recuerda haber oído á su madre la historia de un gran criminal que empezó su triste carrera robando una aguja de coser y la terminó muriendo ajusticiado en un patíbulo? Historia muy parecida á la de este desdichado es la del pueblo de San Bernabé, sobre cuyas solitarias ruinas, cubiertas de zarzas y yezgos, y coronadas con una cruz como la sepultura ele los muertos, me lo contaron una tarde á la sombra septentrional, de la cordillera pirenáico-cantábrica.
II
En una de aquellas colinas pertenecientes al noble valle de Mena, que se alzan entre Arceniega y el Cadagua, dominados por la gran peña á cuyo lado opuesto, que es el meridional, corre, ya caudalosísimo, el Ebro, existía desde el siglo VIII un santuario dedicado al apóstol San Bernabé. Este santuario era uno de los muchos que desde el Ebroal Océano, separados por un espacio de diez leguas, origió la piedad de aquella muchedumbre de monjes y seglares que se refugiaron en aquellas comarcas cuando los mahometanos invadieron las llanuras de Castilla y se detuvieron en la orilla meridional del gran río, sin atreverse á pasar á la opuesta en cuyas fortalezas naturales los esperaban amenazadores y altivos los valerosos cántabros reforzados con los fugitivos de Castilla.
Mientras la guerra fué el estado normal de la península ibérica, las comarcas de aquende el. Ebro (escribo orilla del Océano cantábrico) se vieron casi despobladas, porque sus moradores, ya movidos por su carácter belicoso que no pudo domar por completo la soberbia Roma, como lo prueba aún la existencia de la lengua aborigen ibérica, ó ya obedeciendo á sus particulares instituciones, en vez de manejar la esteva y la azada, manejaban la ballesta y la lanza.
Cuando con la completa expulsión de los mahometanos de la península hispánica, que habían soñoreado casi por completo por espacio de más de siete siglos, y más tarde, con la institución de los ejércitos regulares y permanentes y la mejora de las relaciones internacionales, la guerra dejó grandes períodos de descanso y respiro á España, estas comarcas vieron aumentar notablemente su población, antes tan mermada, que aun á fines del siglo XVI se hizo constar, en un documento oficial y solemne, que en Vizcaya, cuyo número de almas apenas pasaba de sesenta mil, existían diez mil viudas cuyos maridos habían muerto en defensa de la patria. La patria, por cuya gloria habían dado la vida aquellos diez mil vizcaínos, era Castilla, era España, cuyas glorias y tribulaciones siempre tuvo. Vizcaya por tribulaciones y glorias propias, así mientras no la ligaron á ella más vínculos que los de la hermandad y la fe, como desde 1379 en que se incorporó á la corona de Castilla por haber ascendido al trono castellano sus señores condicionalmente hereditarios.
Cuando, en tiempos relativamente muy próximos á los nuestros, la población de aquende el Ebro crecía, crecía de modo que no quedaba vallecito al pie de las montanas ni relleno en las faldas y aun en las cumbres de éstas que no se fuese utilizando para la población y el cultivo, llegó al santuario de San Bernabé, entonces solitario y aislado en la cumbre de una colina, un peregrino cuya cuerpo estaba lleno de cicatrices adquiridas lidiando valerosamente por la gloria de su patria. España, en los campos de Flandes. Era un soldado cántabro, que había prometido al apóstol visitar su santuario si tornaba á ver las amadas montañas de la patria.
Decidido á trocar la azarosa vida del soldado por la pacífica del labrador, que había sido la de su primera juventud y se aviene más con la edad provecta, pidió con ardiente fe al santo apóstol que iluminase su inteligencia al escoger el rincón del mundo donde con más honra de Dios y de la sociedad civil había de pasar el resto de su vida; y como al salir del templo echase de ver que á la sombra de éste se extendían primero en suave declive y luego en apacible llano, terrenos incultos, soleados y cubiertos de una espesísima capa de mantillo vegetal, que prometían pingües cosechas de cereales, legumbres, frutas y vino, entendió que aquel era el sitio que el apóstol le designaba para la creación de su hogar.
Apoyado en las leyes que aseguraban la propiedad de los terrenos no amojonados é incultos á sus roturadores, quebrantó algunas aranzadas de terreno, y tales resultados obtuvo de este trabajo, que en seguida labró una casería en la cabecera de las nuevas roturas, y pocos años después San Bernabé era un pueblecito de veinte vecinos, cuya prosperidad envidiaban todos los de la comarca.
III
En verdad, en verdad os digo que los vecinos de San Bernabé eran dignos de envidia. Aldea tan sana y alegre y rica y feliz como aquella no existía desde el Ebro al Océano cantábrico, donde ya existías tú, ¡oh mi dulce aldea nativa, que si nunca has sido rica, siempre has sido sana y alegre y relativamente feliz, menos cuando la guerra, que Dios y los hombres maldigan, ha extendido sobre tí sus negras alas!
San Bernabé tenía cirujano propio, porque no se dijera que cuando Dios colmaba de prosperidades al pueblo, éste trataba de escatimar algunos miles de reales; pero lo cierto es que el cirujano se aburría por no saber en qué pasar el tiempo, pues allí sólo se conocía una enfermedad, si bien tan grave que no tenía cura: esta enfermedad era la vejez; que en San Bernabé no solía notarse hasta los setenta años. Unicamente abundaban en el pueblo los partos, porque las sambernabesas eran fecundas como un demontre; pero aun así se aburría el pobre facultativo porque como las mujeres eran muy sanas y robustas, al día siguiente de parir ya las tenía usted como si tal cosa. En golpes de mano airada no había que pensar, y esto tenía una explicación muy sencilla: dice el refrán que donde no hay harina todo es mollina; y como en San Bernabé no había casa donde la honra no sobrase, todos vivieron como hermanos, y jamás en la aldea había un quítame allá esas pajas.
Los campos que por término medio suelen dar de peñas arriba el diez por uno de cereales, daban en San Bernabé el veinte ó veinticuatro. Luego, como en torno de la colina en que se alzaba la aldea coronada por su iglesita bizantina, se extienden dilatados encinares con cuya bellota se cebaban centenares de cerdos y dehesas no menos dilatadas donde millares de ganados reventaban de gordos todo el ano, el vecino más pobre tenía cuanto jamón, leche y carne necesitaba para el gasto de su casa, y cada año sacaba un dineral del sobrante. El vino que se cosechaba en San Bernabé era flojito, pero el pícaro se dejaba beber que era una delicia y alegraba sin emborrachar, que es lo que deben hacer los vinos como Dios manda. En cuanto á la abundancia y calidad de los frutos de San Bernabé, bastará decir en su elogio que desde que coloreaba la primera cereza hasta que lloraba el último higo, todos los pájaros de ambas orillas del Ebro trasladaban su residencia á San Bernabé, donde á todas horas armaban una música que arruinaba y desacreditaba á los tamborileros. Solamente la miel que exportaban los sambernabeses importaba miles de reales al año, porque era tan abundante como rica, merced á la abundancia de flores y plantas aromáticas que embalsamaban en todo tiempo aquel paraíso.
Pues si la abundancia reinaba en todas las casas-de la aldea, ¡no le digo á usted nada de lo que reinaba en la depositaría del municipio! Los gastos de éste eran relativamente enormes, porque culto y clero, cirujano, escuelas de ambos sexos, alguacil, postor, guarda de campo, sereno, todas las dependencias del municipio estaban espléndidamente dotadas; y en obras públicas, tales como la compostura y conservación de caminos y paseos, y limpieza del riachuelo para que sus aguas no se estancasen y produjesen tercianas, se gastaba un sentido. Aun así, la depositaría rebosaba siempre dinero, y eso sin necesidad de repartos vecinales, sisas ni arbitrios de ninguna clase: en un solo día del año, con un módico lucro en la venta de vino y otros artículos que se reservaba para eso día el ayuntamiento, sacaba éste recursos sobrados para atender á todas sus obligaciones. Este día era el del santo titular, que se celebraba el 11 de Junio, en la estación de las flores y las cerezas.
Ya desde tiempo inmemorial era muy concurrida la romería de San Bernabé, pero el ayuntamiento del pueblo había encontrado medio de llevar á ella la cuarta parte de los habitantes de las provincias de ambas orillas del Ebro, y este medio consistía en la preparación de magníficas función os de iglesia, toros, comedias, fuegos artificiales, partidos de pelota, bailes, rifas á favor de los forasteros, músicas y fuentes públicas de vino, cuyo programa se fijaba con la debida anticipación en el pórtico de todas las iglesias de los pueblos comarcanos.
El dinero que los forasteros dejaban en San Bernabé el día de la romería, bastaba para enriquecer á los vecinos en particular y al ayuntamiento en general.
Para que todo fuese dicha en San Bernabé, aquella aldea hasta tenía la de que los pedruscos que desolaban todos los veranos los campos de los lugares cercanos, no tocasen los suyos. Y esto se debía á la sabia previsión de los sambernabeses. Los curas de Biérgol, pueblecito de aquella comarca, tenían desde tiempo inmemorial fama de singular virtud para conjurar los nublados y la oruga, como consta en el archivo municipal de Balmaseda, cuyo ilustre y progresista hijo, el difunto D. Martín de los Heros, muy dado á esta clase de investigaciones, averiguó que la noble villa debió infinitas veces á aquella virtud la salvación de sus amados viñedos. Los sambernabeses, que no tenían pelo de tontos, se empeñaron que su señor Cura, costoso lo que costase, había de ser natural de Biérgol, y se salieron con la suya.
Esta adquisición les dió soberbios resultados. Asomaba la tempestad, rugiendo como un león y negra como el pecado, por las cimas de Ordunte, ó Angulo, ó Grorboa, ó Colisa, ó Ayala ó Bagasarri, y el señor don José, que así se llamaba el Cura, se encaraba con ella desde el campo de la iglesia, mientras el sacristán tocaba á tente-nube, como diciéndole: ¡Anda, chiquita, atrévote á venir acá, que ya nos veremos las caras! La tempestad bramaba de rabia ante aquel desafío, y avanzaba, lanzando rayos y centellas y piedras y demonios colorados sobre los campos de los lugares cercanos á San Bernabé; pero antes de llegar á la jurisdicción de esta aldea, se paraba palpitando de ira, lanzaba el trueno gordo para desahogarse un poco, daba media vuelta á la izquierda ó á la derecha de San Bernabé, y continuaba su camino, mientras los sambernaboses seguían al señor Cura á la iglesia para entonar un Te-Deum por la victoria obtenida sobre el monstruo que amenazaba sus fértiles y benditos campos.
Sólo un pesar lastimaba á los felices sambernabeses, y ara la envidia que les tenían los habitantes de los pueblos comarcanos, singularmente los de Biérgol, que según sus sospechas andaban siempre sonsacando al señor cura su paisano para que se volviese á su pueblo, que no tenía la dicha de poseer Cura natural del mismo.
IV
Describamos de cuatro plumadas la población de San Bernabé, para que así se comprenda mejor lo que en ella va á pasar.
La iglesia parroquial, que aunque pequeña, era muy linda y, como he dicho, coronaba la colina dominando las montañas de las Encartaciones de Vizcaya (el valle de Mena pertenece á la provincia de Burgos, aunque Dios le formó pedacito de Vizcaya) y gran parte de los valles de Mena. Tudela y Ayala.
Un gran campo poblado de seculares encinas, cerezos y nogales, á cuyo pie había asientos de piedra, rodeaba la iglesia prolongándose en semicírculos por el declive oriental de la colina, como para buscar la calle de la aldea que estaba hacia aquel lado y empezaba donde el campo concluía. A un extremo de esta prolongación estaba la casa consistorial, cuyo piso bajo ocupaban las escuelas y la habitación del maestro y la maestra, que eran marido y mujer, y el superior las del alguacil y otros dependientes del concejo. Al extremo opuesto estaba otra casa de dos pisos, que ocupaban el señor Cura, el sacristán y el cirujano por último, las veinte casas restantes formaban una ancha calle, de diez en cada hilera, con medianería de hermosas huertas, en el declive oriental de la colina, empezando, como he dicho, donde concluía el campo, y terminando donde empezaban las heredades que circuían toda la colina, y descendiendo al llano se dilataban por él formando corta pero fertilísima vega.
Era una tardo del mes de Julio, y los vecinos de San Bernabé andaban muy ocupados con la siega del trigo y con la resalla ó roseerda del maíz. El sol se escondía ya tras las cordilleras de Ordunte, rojo como la zamarra que voltean bajo el enorme mazo los ola-guizones del cadagua. El señor Cura, que compartía la caídita de las tardes de verano entre un hermoso loro que tenía siempre en el balcón y un desportillado breviario que tenía siempre en el bolsillo, hizo una caricia al loro, y saliendo al campo se sentó al pie de una encina á leer su breviario.
Dos rengloncitos para dar á conocer al señor Cura, aunque bastante se dará él á conocer durante este verídico cuento, en que lo único que tengo que inventar es el modo de decir las cosas un poquito mejor que las dice la gente de quien las averiguo. El señor Cura de San Bernabé era lo que en el lenguaje familiar llamamos un bendito: tenía en el corazón el máximum de la fe y la bondad que se necesitan para ascender al cielo, y en la cabeza el mínimum de la inteligencia que se necesita para ascender al sacerdocio.
Una mujer pasó viniendo de hacia las heredades, y entre ella y el señor Cura se entabló el diálago siguiente:
—¡Buenas tardes, señor don José!
—Buenas te las dé Dios, Juana. ¿Vas ya de retirada, eh?
—Sí, señor, voy á preparar la cena, porque aquellos pobres ya tendrán gana.
—La siega es un trabajo muy pícaro.
—Callo usted, señor, si al cabo del día tronza el espinazo y los brazos, y más aquí que pesa tanto la espiga.
—Este año parece que está bueno el trigo.
—Como todos los años. No parece sino que Dios derrama todas sus bendiciones sobre San Bernabé.
—¡Es lástima que no conceda igual beneficio á los pobres pueblos inmediatos!
—Ande usted, señor, que bien merecido lo tienen por envidiosos.
—Mujer, no digas eso.
—¿Y por qué no lo he decir? ¡Ay! señor don José; ¡ya se conoce que usted no os del pueblo!
—¿También tú sales con esas chocheces? Para el sacerdote todos los pueblos son uno, porque todos los hombres, vivan donde vivan, son hijos de Dios, y por consiguiente, hermanos.
—Sí; pero á cada uno le tira su pueblo más que los otros, como le sucede á usted.
La mujer continuó su camino, y poco después, de la chimenea de su casa se alzaba una azul humareda. Sucesivamente fueron pasando otras mujeres, teniendo parecida conversación con el señor Cura, y sucesivamente fué alzándose el humo de otras casas.
V
El sacristán atravesó el campo, dirigiéndose arla iglesia, y tocó á la oración. Ya entonces conversaban con el Cura algunos vecinos que iban llegando de las heredades y se iban sentando bajo las encinas para descansar, charlar un poco y echar una pipada, mientras en su casa se preparaba la cena.
El señor Cura, al oir el toque de la campana, se levantó, se descubrió la cabeza, y todos le imitaron. Rezadas las Avemarías, que dirigió el señor Cura, todos volvieron á sentarse, á fumar y á charlar.
Poco á poco fueron llegando otros vecinos, hasta reunirse allí casi todos los de la aldea. Hacia el camino del monte sonaron cencerrillas de ganado, y un momento después aparecieron en el campo todas las cabras y ovejas del pueblo, que en verano dormían al fresco en dos grandes rediles colocados, el de las ovejas delante de casa del señor Cura, y el de las cabras delante de la casa consistorial ó del concejo
Las cabras eran todas blancas, como generalmente lo son las de aquella comarca, menos una, que era negra como la mora. Esta cabra llamó la atención de los sambernabeses.
—¡Calla!—dijo uno de ellos;—¡esa cabra es forastera!
—De juro—asintieron otros.
—Hombre, ¡qué gorda y hermosa es!
—¿De dónde es esa cabra negra, pastor?
—Ella, contestó el pastor, forastera es; pero no sé de dónde, porque en el monte se han reunido hoy con las nuestras las de Biérgol y otros lugares.
Al día siguiente, á la misma hora, la misma cabra apareció en el mismo sitio, entre las de San Bernabé, y suscitó parecida conversación.
Al otro día sucedió lo propio.
—Por lo visto—dijo uno de los vecinos,—la cabra negra se ha empeñado en ser sambernabesa.
—¡Y que alhaja es! Hombre, ¡si revienta de gorda!
—¡Saben ustedes que para una merienda entre todos los vecinos del pueblo era á pedir de boca!.
—¡Excelente idea!
Los sambernaboses tenían en aquel instante flojo el estómago, y ya se sabe que esta flojedad inspira las ideas más atrevidas. ¡Cuántas gloriosas resoluciones políticas han sido inspiradas por la flojedad de estómago!
—¡No digan ustedes disparates!—replicó el señor Cura, disgustado de que aun en broma tratasen gentes cristianas y honradas de apropiarse lo ajeno.
—Usted ha de perdonar, señor Cura—le contestó uno de los vecinos;—pero no me parece ningún disparate el que nos comamos en amor y compañía una cabra que no tiene dueño.
—¿Y quién les dice á ustedes que no le tiene?
—Claro está que no le tiene, cuando nadie la reclama..
—En ese caso también se diría que no tiene dueño el bolsillo de dinero que uno se encuentra en un camino, y sin embargo no puede uno disponer de ese dinero, aunque su dueño no lo reclame.
—¿Que no? ¡Ave María purísima! nunca oí otro tanto. ¡Diga usted que yo me encontrara mañana una docenita de onzas, y vería usted si disponía ó no de ellas! Lo que se pierde es del que se lo encuentra.
—Lo que se pierde es del que lo ha perdido. La Sagrada Escritura dice: «Si encontrares buey ú oveja de tu prójimo, devolvérsele debes.»
—Pero venga usted acá señor Cura, y dígame una cosa. Si mañana, ú otro día, se va una cabra de las nuestras..por ejemplo, con las de Biérgol, y los de Biérgol ven que pasan días y días sin reclamarla su dueño, ¿cree usted que no se la comerán?
—Harán muy mal, si se la comen.
—Pero se la comerán.
—¡Claro está!—exclamaron todos los vecinos.
—Pues yo digo que está turbio—replicó cada vez más incomodado el señor Cura, levantándose de su asiento.
—Nada, nada; mañana, si Dios quiere, que es domingo, á la caídita de la tarde, hacemos aquí mismo una merendona con la cabra negra.
—No harán ustedes semejante picardía.
—Pero, ¿por qué no, señor Cura?
—Porque sería faltar á los Mandamientos de la ley de Dios.
—¡Cá!—repuso con malicia uno de los vecinos;—no es por los Mandamientos por lo que se opone usted á que nos comamos la cabra: es porque sospecha usted que la cabra es de Biérgol.
—¡Justo, por eso es!—asintieron todos los demás.
—Ya me tienen ustedes harto con tan ruines sospechas. ¡Pero no sean ustedes tercos, hombres de Dios! Si quieren tener mañana una merienda ténganla como Dios manda; háganlo á escote...
—¡A escote! Eso no tiene gracia. La gracia está en que merendemos sin costamos un cuarto.
—A costa del vecino, ¿no es verdad?
—Del vecino, ¿eh? Ahí, ahí os donde le duele á usted, señor Cura.
El señor Cura no pudo aguantar más: viendo que no hallaba medio de convencer á aquellos majaderos, tomó el camino de su casa, después de lanzarles esta especie de triste profecía:
—Harán ustedes la picardía que se los ha puesto en la cabeza, pero no la harán impunemente; San Bernabé ha sido hasta aquí un pueblo feliz y próspero, porque hasta aquí ha sido justo y honrado; pero tengan ustedes entendido que los individuos, las familias y los pueblos, empiezan á ser desgraciados allí donde empiezan á ser injustos.
Los sambernabeses se pusieran un poco pensativos al oir estas palabras; pero como uno de ellos exclamase al fin:
—¡Qué demonios! dejémonos de escrúpulos de monja, y merendemos mañana la cabra negra.
—Sí, sí—asintieron casi todos;—mañana domingo nos la merendamos con un pellejo de vino que pagaremos á escote.
Y en efecto, al día siguiente la cabra se merendó entre todos los vecinos en el encinar de la iglesia, con gran algazara y salvas de cohetes y escopetazos y burlescos brindis á los lugares inmediatos y particularmente á Biérgol.
Entre tanto, el señor Cura pedía á Dios en la iglesia que no tomase en cuenta la obstinación con que aquellas gentes, hasta allí tan justas y honradas, quebrantaban uno de sus mandamientos.
Historia de una cruz
I
Una tarde de Agosto, justamente un mes después que los sambernabeses se merendaron la cabra negra, estaba agonizando un anciano de San Bernabé, y el señor Cura le prodigaba sus consuelos.
Allá sobre las cumbres de Ordunte se ponía obscuro el cielo, brillaba el relámpago, y rugía sordamente el trueno.
Era la una de la tardo, y los labradores dormían la siesta en sus casas, esperando á que en la torre de la iglesia sonaran las dos para volver á sus heredades.
La tempestad se iba acercando, como que se cernía ya sobre los campos de Nava, Jijano y el Benón; pero nadie se curaba de ella en San Bernabé, acostumbrado como estaba el vecindario á que el señor Cura diese buena cuenta de ella con sus conjuros
Sin embargo, un grito de terror y asombro resonó en todas las casas al estallar un rayo que derribó la encina mayor del campo, precisamente aquella á cuya sombra había sido merendada la cabra negra, y al sentir el ruido de una nube de piedra como nueces, que rompía las tejas y los cristales de las casas y destrozaba el ramaje de los árboles.
En el momento en que la terrible tempestad se alejaba de San Bernabé, el señor Cura salió de casa del moribundo, entró en la iglesia y tocó á muerto ¡El anciano á quien auxiliaba, acababa de expirar!
Los vecinos salían de sus casas, y dirigiendo la vista á la vega desde las cercanías de la iglesia, prorrumpían en lágrimas y gritos de desolación; era porque el terrible pedrisco había asolado completamente los campos de San Bernabé. Todo, maizales, viñedos, patatas, colmenares, todo, todo había sido destruído.
Muy pronto los lloros y lamentaciones se trocaron en gritos de indignación y amargas reconvenciones, dirigidas al señor Cura porque no había conjurado la tempestad.
En vano el señor Cura hizo presente al vecindario que no merecía tales reconvenciones, porque un deber sacratísimo lo había detenido al lado del moribundo, que le pedía no le abandonase en momento tan crítico: no faltó quien malévolamente observase que si el señor Cura no había conjurado la tempestad, había sido por temor de que retrocediese y diese la vuelta por Biérgol, cuyos campos se habían librado de ella á costa de los de San Bernabé, y gracias á aquella picardía del Cura.
Esta insensata idea encontró acogida en el vecindario, é indignó de tal modo al señor Cura, que éste creyó rebajarse rechazándola.
Pocos días después de la tempestad, otra tempestad cayó sobro San Bernabé, á pesar de que el señor Cura hizo grandes esfuerzos para conjurarla.
La cabra merendada por los sambernabeses pertenecía al lugar de Biérgol, cuya comunidad poseía un rebaño de cabras conocido con el nombre de rebaño del Concejo. Sabedores los biergoleses de que los de San Bernabé se habían merendado la cabra con acompañamiento de brindis provocativos, entablaron demanda contra ellos, á pesar de que el señor Cura de San Bernabé, su paisano, hizo cuanto pudo para disuadirlos de semejante paso, y aun se comprometía á abonar de su bolsillo el valor de la cabra.
Los sambernabeses creyeron absurdamente que aquello era cuestión de amor propio y no de dinero, y juraron que los biergoleses no habían de ver un cuarto por la cabra, porque todo, todo era envidia que Biérgol tenía desde antiguo á San Bernabé.
El pleito siguió corriendo instancias y más instancias y haciéndose interminable, con gran contento de la curia, que sacaba las entrañas...del bolsillo á los sambernabeses. No era este el única filón de la mina de San Bernabé que explotaba la curia: apenas había allí casa que no tuviera algún individuo preso en la cárcel del Valle de Mena, por quimeras tenidas con los de los pueblos, comarcanos.
La causa de estas quimeras era también la maldecida cabra negra, con tanta alegría y chacota merendada por los sambernabeses.
No iba uno de éstos por cualquier parte del Valle de Mena, de Alava, de Vizcaya, de la Montaña y aun de la parte opuesta del Ebro, sin que tuviera que escoger entre armarse de la paciencia de Job, ó armarse de una estaca y empezar á estacazos con todo bicho viviente, porque eran capaces de cargar á Cristo padre las bromas que á cuenta de la condonada cabra negra se daban en todas partes á los pobres sambernabeses.
—¿De dónde sois?—los preguntaban.
—De San Bernabé.
—¡Beee!—berreaban entonces los interrogado-y ya estaba armada la paliza.
Por cerca de la colina de San Bernabé atravesaba una calzada que iba á la villa de Arceniaga y continuaba por el valle de Ayala hacia Orduña. No pasaba por ella hombre ni mujer que al dar frente á San Bernabé no se desgañitase á fuerza de balar de la manera más provocativa, sin que sirviese de escarmiento las palizas que con frecuencia administraban los sambernabeses a los baladores.
Estas broncas iban siendo ya una pesadilla insoportable para los vecinos de San Bernabé, tanto que no se podía pronunciar delante de ellos el nombre de un pueblo ó el del Santo que al pueblo daba nombre, sin que se los figurase que intencional y maliciosamente se había prolongado la terminación de aquel nombre.
El mismo señor Cura había tenido muchas veces el disgusto de oir en la iglesia murmullos de indignación al pronunciar el nombre del Santo Apóstol titular, y aquellos murmullos procedían de que los suspicaces sambernabeses habían creído notar que el señor Cura duplicaba la é final del nombre del Santo.
Más aún, aunque parezca increíble y exagerado, hasta las ovejas y las cabras eran insoportables á los obcecados sambernabeses, que no podían tolerar sus inocentes balidos; con frecuencia sucedía una cosa que daba más y más pábulo á la burla y chacota de los habitantes de aquella comarca.
Hay que convenir que los septentrionales que habitamos esta faja de verdes y quebradas montañas que corren de Oriente á Occidente entre el Ebro y el Océano, no somos menos alegres y amigos de «tomar el pelo», como por acá se dice, que los meridionales de las orillas del Guadalquivir. Oían los sambernabeses un coro de balidos en los sombríos encinares que rodean la colina en que se alzaba la aldea, corrían á los encinares armados de escopetas y estacas, bramando de indignación, y se encontraban con que los balidos que tanto habían exaltado su bilis eran los de las cabras y ovejas de la aldea.
Una nueva calamidad vino muy pronto á aumentar y á agravar las que ya afligían á San Bernabé, antes tan feliz y tranquilo: como el arca común se había quedado sin un cuarto con el interminable, pleito con los de Biérgol, y no había que pensar en repartos al vecindario, porque este estaba ahogadísimo con la pérdida total de las cosechas del año anterior causada por el pedrisco, y con los procodimientos judiciales que se seguían particularmente contra los vecinos, se había descuidado la limpia del riachuelo que corría por la vega, y estancadas las aguas, tanto en el cauce del río como en las zanjas de las heredades adonde se corrían en tiempo de avenida, las aguas se habían corrompido, y la aldea de San Bernabé, antes tan sana, estaba infestada de calenturas malignas que diezmaban el vecindario y tenía convertida en espectros á aquellas gentes, en otro tiempo tan robustas que causaban el asombro y la envidia de los forasteros.
Pero no paraban en esto las desgracias que afligían á San Bernabé; la discordia reinaba entre sus moradores, tan personalmente unidos hasta el día en que se comieron la fatal cabra negra. Estas discordias tenían una explicación muy sencilla, aunque fuese poco racional la causa de ella; esta causa era en primer lugar la falta de harina, que lo convertía todo en mollina; y en segundo, el empeño que todos tenían en atribuir al vecino la idea de la merienda, que con razón se creía ser el origen prudencial de todas las calamidades y desgracias, que pesaban sobro la aldea.
—¡Maldita sea la tal merienda y maldito á quien lo ocurrió la idea de que merendáramos la de Biérgol! —exclamaba cualquier vecino, lamentando las desgracias que la merienda había traído. Y...que si fuístes tú, que si no fuí yo, que si Fulano dijo esto, que sí Mengano dijo lo de más allá, todos querían cubrirse con la túnica de la inocencia y -endosar al vecino la hoja de higuera, y de aquí nacieron enemistades y chinchorrerías y puñetazos que tenían infernado al pueblo.
Luego, como todos los sambernabeses habían concebido tan irracional prevención contra el señor Cura, por más que éste hiciera heroicos esfuerzos de paciencia y persuasión para vencerla, hasta los consuelos de la religión faltaban en gran parte á aquellos desgraciados, que tenían la debilidad de creer que el señor Cura mezclaba con las santas funciones de su ministerio las rencillas y miserias de que ellos tenían lleno el corazón.
Un consuelo, una esperanza quedaba, sin embargo, á los sambernabeses. Por fin, decían, la fiesta de San Bernabé se acerca, y entónces saldremos de ahogos con los miles de duros que ese día dejan en el pueblo los forasteros. A ver si con esos recursos nos desahogamos un poco los vecinos, y el Ayuntamiento puedo limpiar ese condenado de río, que nos está asesinando, y enderezar ese maldito pleito con los de Biérgol.
II
El gran día, el día de San Bernabé se acercaba. Con quince de anticipación se reunieron todos los vecinos de la aldea, según costumbre, para acordar las funciones con que se había de obsequiar á los forasteros. En esta junta ó concejo había aquel año una novedad, y era la de no asistir á ella el señor Cura, como había asistido todos los años.
Uno de los vecinos tomó la palabra y dijo:
—Señores, no me gusta hablar mal de nadie, y menos del que no esté presente, y menos aún del que gasta corona; pero no puedo menos de proponer al concejo un voto de censura al señor Párroco por su falta de asistencia á una reunión tan importante como ésta; falta que este año es más censurable que nunca, porque hasta indica poca caridad, hallándose el pueblo en la desgraciada situación en que se halla.
—Abundo en estas mismas ideas—respondió el mayordomo del Santo.—Es verdad que al señor Cura no se le ha avisado este año por causas que todo el vecindario sabe...
—¡Que diga el mayordomo qué causas son esas, porque aquí hay que hablar muy claro, pese á quien pese!—exclamó otro vecino dando grandes muestras de imitación.
—Pues bien—respondió el mayordomo,—las diré, aunque nadie me ha de dar dos cuartos por la noticia. Aquí hay que tratar, aunque accidentalmente, de los forasteros, y quizá, y sin quizá, hablando mal de ellos, y hubiera sido poco delicado y generoso el citar para esta reunión al señor Cura, que tanta afición les tiene...
—A propósito del señor Cura—añadió el vecino que había dicho era menester hablar muy claro,—tengo que poner en conocimiento del concejo una cosa que me tiene indignado: el señor Cura, no contento con insultarnos hasta en la iglesia misma, añadiendo letras al nombre del Santo Apóstol, ha enseñado á su loro á burlarse de nosotros, pues el avechucho, se permite balar desde el balcón.
Gritos de rabia y miradas amenazadoras, dirigidas hacia casa del señor Cura, con acompañamiento de puños cerrados, acogieron esta declaración.
—Señores—dijo con timidez el sacristán,—no llevemos tan lejos la desconfianza. El señor Cura no tiene la culpa de que su loro bale. Como en verano duermen las ovejas al fresco en el redil que se pone delante de la casa del señor Cura y no paran de balar, hasta que por la mañana, después de ordeñarlas se las junta con las crías, el loro ha aprendido por sí sólo á imitar sus balidos.
Esta aclaración encontró algunos incrédulos; pero medio creída por la mayor parte del vecindario, se dejó en paz al señor Cura y se pasó á tratar de las funciones que aquel año se habían de disponer para el día de San Bernabé, y después de mucho hablar, mucho discurrir y mucho divagar, se convino en que las funciones se redujeran á la de la iglesia; con sermón, que por bien ó por mal, echaría el señor Cara, y al disparo por la tarde, desde el balcón del señor mayordomo, de cinco ó seis docenas de cohetes; y por la noche, de una rueda de fuego, porque en la depositaría municipal no había dinero, ni el pueblo tenía de dónde sacarlo.
—Pero, señores—observó uno de los vecinos, si no hay más diversiones que esas, ¿qué van á decir los forasteros, acostumbrados como están á que los divertamos tanto el día del Apóstol? Acordemos siquiera un par de buenos novillos.
—Sí, sí; yo estoy por un par de novillos de los más bravos -asintió el vecino que quería se dejase todo, pesara á quien pesara;—pero ha de ser con una condición, y es: la de que no se suelten hasta después de haber metido en el coso á todos los biergoleses que hayan venido á la fiesta.
El concejo no estaba para risas, pero aún así rió al oir tal proposición, y no faltó pedazo de animal que la tomó por lo serio.
Convínose en añadir al programa el par de novillos, y el concejo se disolvió en seguida.
III
Llegó la víspera de San Bernabé, con tiempo inmejorable, aunque algo ventoso. El campo de la iglesia se llenó de puestos y figones; cada casa se convirtió en una fonda, y toda la noche se pasó matando y degollando reses.
La taberna del concejo estaba provista de más de cien pellejos de vino de Rioja, y en todas las casas se puso ramo de laurel fresco.
En cuanto á la función de iglesia, el señor Cura había prometido hacer todo lo que estuviese de su parte para que fuese lo más lucida posible, y había arreglado y estudiado un panegírico del Santo, que creía había de producir muy buen efecto, particularmente la invocación ó apostrofe final dirigido á San Bernabé pidiéndole que viera el estado en que se hallaba el pueblo que se honraba con su santo nombre é intercediera con el Señor para que mejorara tan triste situación.
Pobres eran las diversiones dispuestas para el día siguiente, pero aún así los chicos y aún los grandes se regocijaban pensando en los novillos, y sobre todo en los cohetes y la rueda de fuego que desde la calle veían en el balcón del mayordomo, donde éste los había colocado pomposamente para que el público pudiera, contemplarlos.
Amaneció por fin el tan deseado día, y los sambernabeses dirigieron la vista hacia Ayala, hacia las Encartaciones, hacia el valle de Tudela, hacia Sartecilla, hacia todas partes, esperando ver asomar aquella infinita muchedumbre de romeros que, en tal día y tal hora, se dirigía otros años hacia San Bernabé pero con gran sorpresa y dolor, sólo descubrieron algunas personas, y entre ellas media docena de escopeteros que el Alcalde mayor del Valle de Mena enviaba para mantener el orden, que temía se turbase con motivo de las bromas y cuestiones que mediaban entre los sambernabeses y los vecinos de los lugares inmediatos.
Esta falta de forasteros tenía una explicación muy sencilla: sabíase en todas partes que las calenturas y la discordia reinaban en San Bernabé, y se sabía también que los sambernabeses habían acordado reducir poco menos que Añada las funciones.
La hora de la iglesia se acercaba y apenas llegaban á doscientos los forasteros, con la particularidad de no hallarse entre ellos ninguno de Biérgol. Tan inesperada falta de concurrencia á la romería tenía desesperados á los sambernabeses, y la ausencia absoluta de los de Biérgol les hacía sospechar que en este último andaba la mano oculta del señor Cura, contra quien se recrudecieron con tal motivo el enojo y la desconfianza.
Un incidente, ocurrido poco antes de empezar la misa, vino á envenenar más y más los ánimos: algunos forasteros que venían de lejos almorzaron fuerte apenas llegaron, y excesivamente alegres, con el morenillo de Rioja, cometieron la imprudencia de lanzar dos ó tres balidos, con lo que entre ellos y los del pueblo se armó una pelucona de mil demonios, que con dificultad pudieron contener los escopeteros.
Por fin empezó la función de iglesia, llenándose ésta, que era pequeña, de gente. El altar estaba, como suele decirse, hecho un áscua de oro, con la infinidad de luces que en él ardían.
La procesión alrededor de la iglesia, fué solemne y tranquila, si bien el viento del Sur que soplaba desde la noche anterior bastante impetuoso, apagó todas las hachas y faltó poco para que derribase imagen y estandarte.
Empezó la misa, y después del Evangelio, el señor Cura subió al púlpito y comenzó el panegírica del Santo Apóstol.
Apenas había dado principio á su oración, se manifestaron, con escándalo de todas las personas sensatas y piadosas, las brutales prevenciones que los sambernabeses abrigaban contra su candoroso Párroco, pues no nombraba éste una sola vez á San Bernabé sin que estallasen murmullos de descontento, creyendo el obcecado vecindario que el sacerdote prolongaba intencionalmente la última palabra del nombre del Santo.
Dolorosamente afectado el señor Cura con la obcecación é injusticia de sus feligreses, abrevió cuanto pudo el sermón y se volvió hacia el Apóstol para dirigirle el piadoso apostrofe que había preparado cuidadosamente y esperaba había de producir saludabilísimo efecto.
Santo y glorioso Apóstol, esclavo, ve, ve...
Salvajes gritos de ira interrumpieron al predicador, que no pudo completar la frase de «ve, ve el tristísimo estado en que se halla el pueblo que patrocinas».
—¡Matarle, matarle! ¡Que muera!—gritaban hombres y mujeres, promoviendo un tumulto espantoso.
Dos hombres furiosos y desatentados se lanzaron al púlpito y arrojaron desde él al señor Cura, que se desnucó al dar contra una columna del templo. Y como la confusión y el desorden crecieron cada vez más, algunas personas se subieron sobre los altares, esperando librarse así de morir ahogados ó aplastados.
Los que se habían subido sobre el altar mayor, derrumbaron algunas velas de las infinitas que allí ardían, y prendiéndose una cortina, el fuego se extendió rápidamente por el retablo, que estaba como yesca por su mucha antigüedad, y trepando al techo, que era de madera laboreada, se extendió rápidamente por todo el templo, avivado por el viento del Sur, que entró de repente por la puerta que abrió de par en par la muchedumbre para lanzarse fuera de la iglesia.
La gente, atemorizada, huía, y los escopeteros pugnaban por apoderarse de los principales promovedores de aquel terrible tumulto, y particularmente de los asesinos del Párroco.
Algunos de los perseguidos se refugiaron en casa del mayordomo, que era una de las primeras de la calle, y cerrando tras sí la puerta, empezaron á hostilizar desde el balcón y las ventanas á los escopeteros que querían forzar la entrada. Muebles y cacharros caían sobre los escopeteros desde el balcón. Entonces los escopeteros hicieron fuego á los que desde el balcón los hostilizaban, y los cohetes y la rueda de fuego que estaban allí se inflamaron, y pronto la casa se vió envuelta por las llamas, que, impulsadas por el viento, fueron apoderándose de las demás de la única calle que constituía toda la aldea.
Algunos vecinos hicieron desesperados esfuerzos para salvar de las llamas, así el templo como las casas, pero todo fué inútil; ¡pocas horas después, de la hermosa aldea de San Bernabé sólo quedaban montones de ceniza y escombros!
Tal es la triste historia de la solitaria cruz rodeada de zarzas y yergos que me contaron una tarde caminando á la sombra septentrional de la cordillera pirenáica cantábrica.
Cronologia conyugal
Jornada cómica
(Este cuento popular si bien algo picarillo es, tiene también su enseñanza, que no conviene echar en saco roto, y por eso lo recogí y versifiqué cuando aún me dominaban resabios de la mocedad.)
Personas
Cazador 1.°—Cazador 2.°—Péru.—Un chico de ocho-años.—Una caserío de Baracaldo, en Vizcaya. En la portalada un emparrado con tina mesa y bancos. Sobre la puerta de la casa un ramo fresco. A la derecha de la portalada un cerezo. Anda por allí jugando un chico, que viste pantalón de algodón azul, llamado «mal año para ello».
Escena primera
Dos cazadores bilbaínos, con escopetas y burjacas, que por la izquierda de la casa aparecen, fatigados de calor.
CAZADOR 1.°
¡Esto es asarse vivo!
CAZ. 2.°
¡Yo sudo caldo!
CAZ. 1.°
¿Dónde estarán las fuentes
de Baracaldo.
que no hay ni rastro de ellas
en el camino?
CAZ. 2.°
Aquí escasea el agua
y abunda el vino.
CAZ. 1.°
Yo bebería ahora
todo un estanque.
CAZ. 2.°
Yo también.
CAZ. 1.°
Calla, ¡en casa
de Péru hay abranque!
CAZ. 2.°
Pues vamos á sentarnos
bajo la parra. (Se sientan).
CAZ. 1.°
Vamos.
CAZ. 2.°
(Llamando.) ¿Péru?
Escena II
Cazadores y Péru.
PÉRU (saliendo de la casa.)
¿Qué quieren?
CAZADOR 1.º
Saca una jarra.
PÉRU
¡Je! ¡Tengo una pipilla
que tiene un zumo!
CAZ. 1.°
¿Sí? Pues esa es la pipa
de que yo fumo.
¡Anda! (Entrase Péru.)
Escena III
Los cazadores.
CAZ. 1.°
Refrescaremos
manita á mano
á la apacible sombra
de este «antuzano».
y así..como quien dice
de sobremesa.
te contaré una historia
baracaldesa.
Que en Baracaldo abundan
historias lindas.
sonrosadas y dulces.
como las guindas.
sin que por eso dejen
de abundar cuentos.
que tienen el picante
de los pimientos.
y así como aquí hay hombres
«espirituales»
como lo de las viñas
y los parrales.
hay también algunos
¡voto á bríos Baco!
que es lástima no pazcan
hacia Buzaco.
Escena IV
Los cazadores.—Péru.—El chico.
CAZADOR 2.° (viendo aparecer á Péru con una jarra grande y dos vasos.)
Venga, Péru.
PÉRU
Aquí tienen
media por barba
del que hoy he taponado.
CAZ. 1.°
¡No es mala parva!
PÉRU
Ya verán cómo alegra
la pajarilla.
(Beben los cazadores el vino que Pera ha escanciado.)
CAZ. 1.°
¡Bueno es! ¿Y dónde tienes á tu costilla.
que hoy por aquí no vemos su lindo rostro?
PÉRU
Está á ver al indiano
de Somorrostro.
CAZ. 1.°
¿Qué, son amigos?
PÉRU (con orgullo).
Mucho;
casi de toda
la vida, es decir, de antes
de nuestra boda.
CAZ. 1°
¿Y ese chico?
PÉRU
El primero
que parió aquella.
(El chico sube al cerezo.)
CAZ. 1.°
¿Será listo?
PÉRU
Más listo
que una centella.
¡Mírenle! El mejor día
se descalabra.
Baja de ese cerezo
hijo de cabra,
que te mato si rompes
el calzón majo
de «mal año para ello».
CHICO
¡Padre! ya bajo.
¡Ay!
(El chico, al bajar del cerezo, rompe por una nalga el pantalón y se le sale la camisa.)
PÉRU
¡Lo ves hijo de una!...
¡Si he dé matarte!
Miren qué rasgón se ha hecho
¡salva la parte!
Ya van dos pantalones
este verano.
¡Rompe, rompe, que tienes
el padre indiano!
(Entrase el chico.)
Escena V
Los cazadores solos.
CAZ. 2°
Ea, venga la historia
baracaldesa.
CAZ. 1.°
Es la historia de Péru.
CAZ. 2.°
Pues no me pesa.
porque según la calma
de ese tozudo...
CAZ. 1.°
Suprime el consonante
que es muy agudo.
—Péru, el de Baracaldo.
cuando vió el rostro
de cierta morenilla
de Somorrostro.
enamoróse de ella
como un borrico,
porque era la muchacha
bocado rico.
y después que bailaron
juntos un corro,
no sé si en San Lorenzo
ó en el Socorro,
y saborearon juntos
lo del sarmiento.
hubo palabra mutua
de casamiento.
Y á pesar de que un viejo,
sabio y astuto.
le dijo á Péru: Péru.
no seas bruto;
antes que á espaldas eches
gente de faldas.
ve si esa gente es digna
de tus espaldas,
que después que te cases
no hay «yo me aburro».
sino tener la santa
«calma del burro»;
previas ocho ó diez onzas.
que como dote
dió á la somorrostrana
cierto indianote.
se casaron en Múrquez
una mañana,
Péru y la morenilla
somorrostrana.
Meses después que el cura
le echó la soga.
que unos llaman «me aprieta»
y otros «me ahoga».
Péru salió de casa
con ceño adusto
y echando cada taco
que daba susto;
y como tropezara
con aquel viejo
que cuando lo de marras
le dió un consejo.
y el viejo, al escucharle
tal letanía.
le preguntase qué era
lo que tenía.
—«Lo que yo tengo, dijo
Péru al abuelo.
chorreándole bilis
que era un consuelo.
es que la morenilla
somorrostrana.
se me ha hecho dos pedazos
esta mañana.
y estoy hecho una fiera
con el consorcio,
y á pedir voy ahora
mismo el divorcio;
porque yo no esperaba
tales reveses,
hasta que se cumplieran
los nueve meses.»
Santiguándose el viejo,
sabio y astuto.
dijo: «No creí, Péru,
que eras tan bruto,
ni creí que tu chola
fuera tan flaca,
que sacase las cuentas
como las saca.
Ya que hay buenas gallinas
en Baracaldo.
dale á tu mujer buenas
tazas de caldo.
que en ese alumbramiento
no veo traza
de que haya habido fraude ni calabaza.
—¿Que no? Tiene que haberle,
no hay más remedio,
pues me casé hace cuatro
meses y medio.
—En todos los dominios
baracaldeses.
cuatro meses y medio
son nueve meses.
—No me venga con broma
ni tontería,
que yo los he contado
día por día.
y cuatro y medio justos
son los que salen.
—Pues tus cuentas, son cuentas
que nada valen.
—¿Cómo que no?
—Hombre, escucha
y no seas bolo.
Tú metes en la cuenta
los días sólo,
y no metes las noches.
—Justo
—En materia
conyugal, son las noches
cosa muy seria.
—¡Vaya si lo son!
¿por qué demonio
has de decir que llevas
de matrimonio
cuatro meses y medio,
si llevas nueve,
añadiendo las noches
como se debe,
puesto que estás conforme
con que en materia
conyugal son las noches
cosa muy seria?
—¡Calla, pues está claro
como el sol bello!
¡Y yo, buey, que no había
caído en ello!»
Volvióse Péru á casa
tras esta escena,
pidió dos mil perdones
á su morena,
y desde entonces vive,
según discurro,
pensando, con la santa
calma del burro.
que en todos los dominios
baracaldeses,
cuatro meses y medio.
son nueve meses,
y engorda, engorda, engorda
como un tocino.
CAZ. 2.°
¡Bravo!
CAZ. 1.°
Acabó la historia.
y acabó el vino.
(Llama golpeando la mesa.)
Escena VI y última
PÉRU (saliendo y viendo que el chico ha vuelto á subir al cerezo.)
¡De juro el «motril» este
se descalabra!
¡Baja de eso cerezo,
hijo de cabra!
CAZ. 1.° (dando á Péru una moneda de plata.)
—Cobra.
PÉRU (al chico que ha bajado del cerezo, indicándole la jarra y los vasos)
CAZ. 1.° (Pasándole la mano por la cara al chico.)
¡Calla...en el rostro
se parece al indiano
de Somorrostro!
PÉRU
¡Pues no ha de parecerse!
La cosa es llana,
siendo como es su madre
somorrostrana,
y siendo cuando aquélla.
me entró en sus trotes,
el indiano y aquélla
tan amigotes.
CAZ. 1.°
Discurres Péru, amigo,
con mucho seso,
y así no es maravilla
que estés tan grueso.
Con lógica diversa
cada cual borda:
hay una que convence
y otra que engorda.
Adiós..
PÉRU (al volverse el chico llevándose los vasos y la jarra, ve que se le ha roto el pantalón por otro lado.)
Que se diviertan...
¡Jesús me valga!
¡Ya ha roto los calzones
por la otra nalga!
¡A ese romper, no dejas
un pantalón sano!
¡Rompe, rompe, que tienes
el padre indiano!
(Entrase tras él chico riñendo á éste, mientras los cazadores desaparecen por la derecha, sonriendo maliciosamente, y cae el telón.)
El modo de descasarse
I
Si yo escribiera esto cuento sólo para gentes de esta región de altas y agrestes montañas y hondos y amenos valles, que se dilata entre el Océano y el Ebro, no necesitaría dar pelos y señales del sacristán de Gruezúrraga, porque ¿quién no conoce, del Ebro acá, siquiera los principales rasgos de su fisonomía moral, que dibuja para regocijo de todos los presentes, uno de los más decidores y cuenteros en las veladas de invierno en torno del hogar, donde chillan las manzanas atormentadas por el fuego y hace gor-gor la caldera de castañas suspendida del llar, y en la pela ó deshoja del maíz, donde está reunida y medio sepultada entre calzas ú hojas la gente más reidora del barriecillo, y en la layada, donde forman en fila, alternando con los hombres, las muchachas más vigorosas y reidoras, y en la-salla ó escarda del trigo y del maíz, donde los cuentos alternan con los cantares?
Pero contando esto cuento para gentes de allende el gran río por excelencia histórico, y aun para gentes de allende el mar Atlántico, necesario es que dé pelos y señales del sacristán, y aun del Cura, y aun de la feligresía de Gunzúrraga.
Démoslas, antes de todo, de la feligresía; que para pintar un cuadro, lo primero es preparar el lienzo donde se ya á pintar.
Guezúrraga es una feligresía de cincuenta vecinos, escondida en el valle más solitario de la región cantábrica. Los que moran en ella tienen laderas casi, verticales por muros de su vivienda, una vega de mil pasos de longitud y quinientos de latitud por pavimento, y el cielo, que se ve allá arriba, allá arriba, por techo.
La veguita está dividida por un bullicioso riachuelo, á cuya orilla no se descubren más edificios que un molino de techo enharinado, junto al cual se alza un puente de piedra de alto arco y revestimiento de hiedra, único que facilita la comunicación entre las dos veguitas y las dos barriadas en que la feligresía se divide.
Estas barriadas están escalonadas en las estribaciones de las montañas de derecha é izquierda, donde la pendiente es mucho menor que la que comienza de allí arriba.
La barriada de la derecha se llama Elejacoa, ó de la iglesia, y la de la izquierda Bidecoa, ó del camino, nombres que han recibido, la primera, de la iglesita que se alza en medio de ella, y la segunda, de un antiguo camino ó calzada que pasaba por la ladera de la montaña, y modernamente se ha convertido en carretera provincial.
Las casas no son suntuosas, ni mucho menos pero sí limpias y alegres, y no hay ninguna que no tenga á la trasera su huertecillo provisto de variados frutales, y aún de unas cuantas colmenas medio escondidas entre matas de romero, y al frente un campillo, donde cada vecino tiene siquiera un par de nogales y un par de cerezos.
En cuanto á los habitantes de la aldea, debo decir que, á pesar de la-soledad en que viven, lejos de participar del carácter taciturno y triste, tan común en las gentes de las peladas llanuras del interior de España, participan, hasta con exceso, del alma plácida y tentada á la risa que caracteriza á la raza cuskara.
La iglesia parroquial de San Miguel Arcángel participa de la humildad de la aldea, menos en la riqueza de sus campanitas, que es fama son muy sonoras, porque en su fundición se empleó tanta plata como bronce, por razones que debieron saber al diablo á cuerno quemado.
El origen de la iglesia, en que tiene el suyo la aldea, es sobremanera curioso, si la tradición que le cuenta no miente; y hago esta salvedad porque hay en el nombre de Gruezúrraga un misterio etimológico que me obliga á ello, y relacionado acaso con este misterio, hay en aquella comarca otro, que consiste en la costumbre de dar mate á los guezurragueses acusándoles de que siempre pronuncian entre dientes el octavo Mandamiento de la ley de Dios.
Asegúrase en la región cantábrica que llamando al diablo á las doce en punto de Nochebuena, desde un sitio donde no se oígan campanas, el diablo aparece allí inmediatamente y otorga todo lo que se le pide, con tal que se le otorgue todo lo que pide él, que es, por supuesto, el alma.
Allá por el siglo XVII, que es cuando más guerra han dado el diablo y sus auxiliares las brujas y los hechiceros, como lo prueba la historia de nuestras provincias y municipios, que se gastaban un dineral en combatir esta plaga, no habitaba alma viviente en el profundo valle de Guezúrraga que ya llevaba entonces, y desde tiempo inmemorial, este nombre, muy apropiado á sus circunstancias, y era el sitio donde los desesperados y réprobos iban á pactar con el diablo en Nochebuena, porque en toda esta región aquél era el único sitio conocido donde no se oyeran campanas.
Todavía se ve, para terror del vecindario, á orilla del único camino que da ingreso á la aldea subiendo riachuelo arriba, una obscura caverna horizontal, por donde salía el diablo para presentarse al desdichado que le llamaba.
Dolido un piadoso y buen caballero de los buenos negocios que desde tiempo inmemorial hacía el diablo en Gruezúrraga, determinó privar al enemigo malo de aquel mercado de falsedad y mentira, y para ello se valió del sencillo y santo medio de edificar en aquella soledad una iglesita, cuya advocación fuese la de San Miguel Arcángel, que puso las peras á cuarto al diablo tomándole por peana suya, y provista de sonoras campanas, cuya sagrada armonía llenase aquella soledad y sonase en el tímpano del diablo aun más desagrada blemonte que agudo clarín en tímpano de perro.
Al amparo de la iglesita de Gruezúrraga, que el fundador dotó de capellán, á fin de que todos los días dijese misa en ella y dióse un rato de mil demonios al diablo alborotando el valle y las montañas con sus campanitas verdaderamente argentinas, por efecto de la mucha plata que se mezcló con el bronce al fundirlas, se fueron levantando las cincuenta casas y el molino de que Gruezúrraga consta, y es un milagro de Dios que hubiese quien fuera á poblar allí teniendo el lugar nombre tan malsonante, porque Gruezúrraga significa valle ó sitio de la mentira ó la falsedad, y no ha habido medio de quitarle esto nombro, á pesar de haber dejado de merecerle desde que aquel sitio dejó de ser mercado de falsedad ó mentira para el diablo.
De esto no hay que extrañarse, porque Arrigorriaga, que significa lugar de piedras bermejas, y se llamó así por la mucha sangre que tiñó las suyas cuando los vizcaínos destrozaron al ejército leonés y mataron á su caudillo, el príncipe Ordoño, cuyo sepulcro está en el pórtico de Santa María Magdalena, continúa llamándose así, á pesar de que diez siglos han bastado para desteñir sus ensangrentadas piedras.
Hablemos ahora del sacristán y el Cura de Guezúrraga, no sin autos advertir que nombro al sacristán primero que al Cura porque, aunque en la iglesia y en mi respeto tenga menor categoría, en este cuento la tiene mayor. De todos modos, sacristán y Cura merecen capítulo aparte.
II
José Miguel, como se llamaba el sacristán de Gruezúrraga, era todavía hombre de treinta y tantos años, y había estado en América, de donde había vuelto, según decía, convencido de que lo lotería de América cuesta muchísimo más y tiene muchísimas menos probabilidades de caer que la de España.
No se sabía si era soltero, casado ó viudo, porque cuando se lo preguntaba cuál era su estado, su única contestación era esta;
—¡Soy descasado!
Naturalmente esta contestación ponía la risa en los labios de cuantos la oían; pero la risa se detenía al ver que al contestar así se le saltaban las lágrimas á José Miguel..
Este era el encanto y el asombro de la aldea por su agudeza de ingenio, que todos, hasta el señor Cura, calificaban de sabiduría.
Para gozar fama de sabio entre gentes tan ignorantes y sencillas como las de Gutezúrraga basta tenor un poquito más que sentido común. Yo, que no soy el que inventó la pólvora, gozo fama hasta de brujo entre tres elegantes señoritas amigas mías, que no tienen pelo de tontas, aunque le tengan de candorosas. Un día paseaba con ollas por un jardín, y nos detuvimos á contemplar un canastillo de hermosos pensamientos dobles.
—¿A que sé—dije á mis compañeras—en lo que estáis pensando las tres?
—¿A que no?—me contestaron las tres á la vez.
—Pues estáis pensando en vestidos de terciopelo.
—¡Jesús!—exclamaron las tres santiguándose de admiración.—¡Usted por fuerza es brujo!
Porque resultaba que las tres, sin comunicarse su pensamiento, estaban pensando: «¡Quién tuviera un vestido de terciopelo de esa finura y ese color!»
Voy á contar algunos de los rasgos de ingenio que á José Miguel habían valido el concepto de sabio.
Decía José Miguel que todo tenía remedio en este mundo menos la muerte, y justificando esta afirmación, encontraba salida para toda dificultad ó apuro en que era consultado.
Desde que el maíz empezaba á granar, los vecinos, que necesitaban dormir y descansar de las fatigas del día, tenían que pasar la noche en vela guardando sus heredades, porque si no, bajaban los jabalíes y se las asolaban.
Convocóse concejo general para convenir y acordar sobre este importante asunto, y el resaltado fué acordarse unánimemente que se consultase á José Miguel, á ver si tenía remedio el mal que lamentaba la feligresía, puesto que decía tenerle todo en el mundo menos la muerte.
Consultado José Miguel por una comisión del vecindario, su contestación fué que él se ingeniaría de modo que ni los vecinos necesitasen velar por los maizales, ni los maizales fuesen víctimas de la voracidad de los jabalíes.
Las mujeres casadas pensaron volverse locas de alegría cuando tuvieron noticia de la contestación de José Miguel, porque, lo que ellas decían, no se habían casado para carecer de marido todas las noches durante uno ó dos meses del año.
eEn efecto, José Miguel colocó en medio de la vega, aprovechando el chorro de agua que derramaba por una teja una fuente que allí había, un aparatito hidráulico, que consistía en una ruedecilla cuyo eje tenía unos topes, que al pasar ponían en movimiento un macito que daba en hueco y hacía, particularmente en el silencio de la noche, un contínuo ruido que se oía hasta desde la cima de las montañas, con lo que los jabalíes no se atrevieron á bajar á la vega.
Siendo yo muchacho ideé análogo aparato con análogo objeto, para evitar á mi padre que pasara la noche guardando el maíz de los estragos de los jabalíes, y el resultado no correspondió á mis esperanzas y deseos, porque si bien los jabalíes no se atrevieron á bajar al maíz la primera noche, la segunda, acostumbrados ya á la uniformidad de aquel ruido, bajaron y nos destrozaron la cosecha; pero José Miguel, como era más listo que yo, previó este inconveniente, y le provino mudando cada noche el sonido del macito con el cambio de la plancha en que éste daba, que una noche era de madera, otra de hierro, otra delgada y otra gruesa, por cuyo sencillo medio logró que los jabalíes dijesen: «¡Hola! el sonsonete de esta noche no es como el de la anterior», y no se atreviesen á bajar ninguna.
El camino de la cueva del Diablo, como se llamaba al único que había para ir valle abajo y venir valle arriba, y era casi la única puerta de la aldea, tenía dos graves inconvenientes no lejos de ésta, y eran un sitio donde las caballerías pasaban tan ligeras, que solían derribar la carga que llevaban encima, y otro donde pasaban tan despacio, que daban un rato del diablo al que montaba en ellas ó las llevaba, de la rienda.
Es de advertir que en Gruezúrraga, donde las distancias de toda otra población son grandísimas y los caminos son tan fatales, que ni aun permiten el uso de carretas, que en el litoral cantábrico son capaces de subir adonde Cristo dió las tres voces, todo vecino tiene caballerías, de que se vale así para el viaje como para el transporte.
El camino de la cueva del Diablo atravesaba una hondonada de peña viva, por donde se abría paso un arroyo en tiempo de lluvias, y las caballerías, según tienen de costumbre en tales casos, apenas llegaban al declive, pasaban á escapo aquella concavidad, derribando muchas veces la carga ó el jinete. En cambio, no lejos de la hondonada había otro paso que todo vecino quería pasar á escape, y las caballerías se empeñaban en pasar poco á poco, ó mejor dicho, después de detenerse en él. Este paso era el de la cueva del Diablo.
De la cueva salía un arroyuelo que convertía allí el camino en perpetuo lodazal donde toda caballería por más que se la espolease ó varease, se detenía á orinar, como acostumbraban á hacer donde han orinado otras, ó simplemente hay agua, y de esto resultaba, como he dicho, que todo vecino que pasaba por allí á caballo ó con la caballería de la rienda, pasaba un rato del diablo, obligado á detenerse precisamente á la boca de la cueva, en cuyo negro fondo se veían unas luces que podrían ser efecto de las cristalizaciones ó el agua, pero que á todos parecían los ojos del diablo.
Consultado José Miguel para ver si este mal tenía remedio, contestó afirmativamente; y en efecto, se le puso del modo que vamos á ver.
Resulta, según había averiguado José Miguel, que toda caballería tiene la costumbre de pasar corriendo por donde alguna vez le han hecho mal, y de aquí dedujo, como era más listo que un demonio, que, por el contrario, toda caballería debía tener la costumbre de detenerse, ó cuando menos, pasar poco á poco, por donde alguna vez le han hecho bien.
Un día encargó á todos los vecinos del pueblo que fuesen con sus caballerías al susodicho camino, llevando una buena vara y un buen pienso de maíz por caballería, y una vez reunidos allí todos, hizo que á cada caballería lo diesen un pienso en la hondonada y un vapuleo en el lodazal de la cueva, con lo que, de allí en adelanto, toda caballería pasó poquito á poco la hondonada, y como alma que lleva el diablo el lodazal.
Por último, había guerra civil, y toda partida de tropa que pasaba por la carretera de la falda de la montaña se detenía allá arriba para contemplar la aldea, que descubría allá abajo tan blanca y tan hermosa, que desde luego indicaba riqueza y bienestar.
Rara era la partida de tropa que, al ver la aldea, no incurriese en la tentación de bajar á merodear en ella, con lo cual Gruezúrraga sufría las mayores depredaciones por parte de la tropa.
Consultado José Miguel, por si hallaba remedio para aquel gravísimo mal, su contestación fué la de costumbre: que para todo lo de este mundo le había, menos para la muerte.
Y en efecto, le encontró para que la tropa que pasaba por la carretera no volviese á echar de ver que allá abajo había una aldeita donde matar gallinas, descolgar chorizos y longanizas, taponar barricas, descargar de fruta los árboles, aliviar de peso las faltriqueras, y hasta..(¡Jesús, iba á decir un disparate!; retozar con solteras y casadas guapas.
¿Adivinan ustedes cómo se las compuso José Miguel para hacer este milagro? Me parece que no, por muy listos que sean ustedes, que de seguro lo serán más que yo. Pues lo hizo pintando de verde, con el zumo de los yezgos, todos los edificios de la aldea, sin exceptuar la iglesita y el molino; de modo que, vista la aldea desde la carretera, no se veía en ella más que una masa verde, que se confundía con la verdura de los árboles y el suelo.
Estos y otros infinitos rasgos de ingenio habían hecho á José Miguel el encanto y el asombro de Guezúrraga donde no había nadie, incluso el señor Cura, que no le tuviese por sabio consumado.
El señor Cura lo era y no lo era: lo era á los ojos de Dios, porque era lo que por acá llamamos un bendito; es decir, tenía el candor y la pureza de un niño, era caritativo y piadoso á carta cabal, y en cuanto al desempeño de su ministerio, que fueran por Guezúrraga todos los obispos del mundo, que no habían de cogerle en una falta tanto así (y perdonen ustedes el modo de señalar).
Ya podían ir sus feligreses á decirle que echase una partida de mas, ó asistiese á una merendona, ó entonase á la guitarra unas coplillas picarescas, ó llevase una chica á las ancas de su caballo, ó se echase una ama joven como él, ó se metiese en política, ó se mezclase en las banderías de la aldea, ó fuese á una corrida de toros ó novillos. De seguro que, lleno de santa indignación, les hubiera echado muy enhoramala, diciéndoles que á un ministro del Señor no se ofende suponiéndole capaz de tales cosas.
Las únicas picardías en que el señor Cura tomaba parte oran las inocentes que alguna que otra vez ideaba el sacristán con un fin santo y laudable, y necesitaban el concurso del señor Cura, tales como una que voy á contar como muestra de ellas.
Había en la aldea unos cuantos vecinos que siempre vivían lo que se llama al din, es decir, que no ahorraban nunca un cuarto, porque todo el dinero que les sobraba de las atenciones de su casa le gastaban en la taberna..
Sus pobres mujeres, como es natural, ponían el grito en el cielo viendo esto, porque decían, con mucha razón, que si sus maridos conservasen el dinero que gastaban en la taberna, á la vuelta de algunos años se encontraría la familia con ahorros, que lo vendrían muy bien.
Un día fueron las pobres mujeres á preguntar á José Miguel si habría remedio para aquel mal, tanto más de lamentar cuanto que sus maridos, no agraviando á los presentes, eran, fuera de aquello, muy buenos cristianos y muy temerosos de Dios. José Miguel les contestó, como de costumbre, que en este mundo para todo había remedio menos para la muerte, y les prometió remediar su mal, con lo que se fueron más contentas que si les hubiese caído el premio gordo de la lotería.
Un sábado por la noche los pícaros maridazos estaban reunidos en la taberna, como ellos decían, celebrando vísperas, cuando hete que se presenta José Miguel en la taberna, donde, por supuesto, nunca ponía los pies.
—Vengo—les dijo—á poner en vuestra noticia que estáis condenados si no mudáis de conducta.
—Y nuestra conducta, ¿qué tiene de malo?—le preguntaron.
—Lo peor que puede tenor, que es desobedecer el santo Evangelio de la misa.
—Si eso fuese cierto, estamos conformes en que estaríamos condenados; pero ¿en qué le desobedecemos?
—En que gastáis en la taberna el dinero que os sobra, en vez de conservarle, como el Evangelio- e la misa os manda terminantemente.
—Si es cierto que nos lo manda, lo obedeceremos; porque eso de desobedecer nada menos que al Evangelio de la misa es cosa muy seria, y veneno se nos volvería á nosotros en el cuerpo el vino que bebiésemos estando seguros de que el Evangelio de la misa lo prohibía.
—Según eso, ¿dudáis aún de que os manda conservar el dinero, en voz de gastarlo?
—Mire usted, José Miguel, trabajo nos cuesta no dar crédito á un lumbre como usted, que os bueno y sabio si los hay, y además es de iglesia; pero la verdad se ha de decir: en eso..usted ha de perdonar, no le damos crédito.
—Pues bien; mañana os día de misa cantada. Escuchad con atención todo lo que el señor Cura cante, y os convenceréis de que el Evangelio de la misa os manda conservar el dinero.
—Pero todo lo que el señor Cura canta está en latín, y no lo entenderemos.
—Lo que manda conservar el dinero está en un latín tan claro, que lo entiende cualquiera.
—Pues quedamos en oir con mucha atención todo lo que el señor Cura cante, y si es verdad que el Evangelio de la misa nos manda conservar el dinero, se acabó para nosotros la taberna, que el alma vale más que todo el vino del mundo.
Al día siguiente, mientras el señor Cura cantaba el Evangelio de la misa (como las gentes de Guezúrraga llaman á todo lo que durante la misa se canta ó lee, aunque Roa Prefacio, Epístola, Oremus, etc., y digo llaman, y no llamaban, porque para ellas aun todo lo de la misa es Evangelio), los derrochadores escuchaban con la mayor atención.
Cuando el señor Cura cantó aquello de conservare diqneris, que ellos tradujeron, sin la menor vacilación, por conservad el dinero, empezaron á darse golpes de pocho, en señal de arrepentimiento por haber desobedecido el Evangelio de la misa, y desde entonces, en lugar de gastar en la taberna el dinero sobrante, se lo entregaron á sus mujercitas para que éstas se encargasen de conservarlo como Dios mandaba.
La complicidad del señor Cura con José Miguel en esta picardía inocente, y aún santa, consistió en contestar afirmativamente á los traductores, cuando éstos, terminada la misa, entraron en la sacristía á preguntarle si estaba fielmente hecha la traducción que habían hecho del conservare digneris.
III
Mari-Jesús y Pepe-Antón se miraban hacía tiempo con buenos ojos, aunque de ahí no pasaba lo que había entre ellos; pero el día de San Miguel, en la romería de la aldea, dió tanta rabia á Mari-Jesús de que Pepe-Antón bailara con otra después de bailar con ella, y á Pepe-Antón de que Mari-Jesús bailara con otro después de bailar con él, que cada cual por su parte hizo firme propósito de herrar ó quitar el banco aquella misma tarde; Mari-Jesús, valiéndose de toda la poca libertad que las doncellas tienen para estas cosas, y Pepe-Antón, de toda la mucha que los mancebos tienen para lo mismo.
Monaditas alternando con desdenes por parte de Mari-Jesús, é indirectas del Padre Ñuño, que á la mano cerrada llamaba puño, por parte de Pepe-Antón, dieron por resultado que aquella misma tarde al anochecer fueran novios declarados y amartelados Pepe-Antón y Mari-Jesús.
Buenos muchachos eran ambos, pero José Miguel cuando supo que se iban á casar juntos, como se dice en Guezúrraga, tuvo un gran sentimiento, porque sabía de qué pie cojeaba y estaba seguro de que Pepe-Antón, al fin y al cabo, se encomendaría á San Vicente de Vara-caldo, y Mari-Jesús á San Miguel de Uñate; pero aunque tenía remedio para aquel mal, no quiso hacer uso de él, porque sabía que hay remedios peores que la enfermedad.
Pocos días después, Mari-Jesús y Pepe-Antón fueron á la sacristía á pedir al señor Cura que lesleyera las amonestaciones. El sacristán los tomó por su cuenta mientras esperaban la llegada del señor Cura, que había ido á una casa de Bidocoa á ver si lograba poner en paz á un matrimonio que andaba como el perro y el gato; y les dijo:
—Nosotros los descasados (y al pronunciar esta palabra se lo saltaron las lágrimas á José Miguel) tenemos la debida experiencia para hablar de las cosas de que voy á hablaros, y por tanto, debéis escucharme con atención y seguir mi consejo. Lo primero que deben hacer los que tratan de casarse es ver si congenian, porque sin congeniar marido y mujer, no puede haber buen matrimonio. Tú, Mari-Jesús, tienes más de malva que de cardo; pero tú, Pepe-Antón, tienes más de cardo que de malva...
—Mire usted, José Miguel—interrumpió el no se canse al sacristán,—no se canse usted en predicarnos, porgue todos los predicadores del mundo no nos pueden convencer á ésta y á mí de que no parecemos los dos como hechos el uno para el otro.
—Dice la verdad Pepe-Antón—añadió la novia.
—Eso es porque el amor os ciega y no os deja á ninguno de los dos ver los defectos del otro.
—En esa parto—dijo Pepe-Antón,—tiene usted mil razones, que yo estoy ciego de amor por ésta.
—Y yo también lo estoy por éste—añadió Mari-Jesús, poniéndose coloradita como un clavel.
Que estuviera ciego de amor Pepe-Anón por Mari-Jesús no era maravilla, porque Mari-Jesús era una chica un poco cachigordita, de color entre nieve y rosa, y unos ojazos negros sobremanera habladores. Les digo á ustedes que yo, á pesar de ser casado y ya machucho, no puedo pensar en olla con serenidad.
En esto llegó el señor Cura, y José Miguel dejó de predicar, considerando que predicar á ciegos de amor os aún más inútil que predicar á sordos de oreja.
Mari-Jesús y Pepe-Antón se casaron poco después, y como es de suponer, durante los primeros días no se oyó en su nido más que el ru-ru de las palomitas y los palomos.
La pistola de San Pablo, como Mari-Jesús y Pepe-Antón llamaban á la santa y admirable epístola del gran Apóstol, no sacrílegamente, porque el sacrilegio está en la intención, y en ellos no había intención sacrílega, sino sólo rústica sencillez, fué la primera ocasión de disidencia entre ellos.
Para los matrimonios sensatos, la epístola de San Pablo es instrumento poderoso de unión y amor é indulgencia mutua; pero, para los que carecen de seso, como Mari-Jesús y Pepe-Antón, hasta la santa epístola se convierte en traidora pistola moral, con que se amenazan mutuamente.
Que si la pistola de San Pablo mandaba ó no á la mujer esto; que si la pistola de San Pablo mandaba ó no al marido lo otro, os lo cierto que Mari-Jesús y Pepe-Antón, apenas cumplido el mes de casados, tuvieron una pelotera en que faltó poco para que se encomendaran á San Vicente de Vara-caldo y á San Miguel de Uñate.
EL caso era que se querían mutuamente, y los dos eran razonables y reconocían sus faltas cuando no daban en terquear; pero el caso era también que terqueaban todos los días y hasta todas las noches, que es lo más extraño, sobre todo en los recién casados, y una vez enzarzados en la disputa, no había medio de traerlos á mandamiento.
Entre tempestad y tempestad, en que, por supuesto, ya jugaban de firme las uñas y la vara, se iba formando del modo siguiente el arco iris:
—¡Válgame Dios, Pepe-Antón!—exclamaba Mari-Jesús, que era la que siempre daba primero su brazo á torcer, ó lo que es lo mismo, quien echaba la primera hilada de luz para formar el arco:—¡Qué poco juicio tenemos los dos!
—Quien tiene poco juicio eres tú.
—Convengo en ello, hombre, pero tú también...
—Yo demasiada prudencia tengo.
—No te digo que no, hombre, pero tienes un genio...
—Peor le tienes tú.
—Es verdad, hombre, que le tengo malo; pero mira, si tú hicieras un esfuercillo para aguantármele, yo haría otro para no incomodarte, y así iríamos poco á poco corrigiéndonos y llegaríamos á vivir en paz y gracia de Dios.
—Yo eso es lo que deseo.
—Y yo mucho más que tú.
—¡Sí, buenas alhajas sois las mujeres!
—¡Pues mira que vosotros los hombres!
Estas dos últimas exclamaciones ya tenían los colorcitos del arco iris, y el arco quedaba por fin formado, con ayuda del redondo, blanco y sonrosado brazo de Mari-Jesús, que rodeaba el cuello de Pepe-Antón.
Entre algunos días de calma y los demás de tempestad pasaran Pepe-Antón y Mari-Jesús el primer año de casados. Mari-Jesús toda se volvía pedir á Dios que le comenzase á patalear un cachorrito en las entrañas; pero nada, no sentía en ellas pataleo alguno.
Durante la más horrible de sus tempestades, que fué seguramente la que sobrevino el día en que celebraban el primer aniversario de su casamiento, y tuvo origen en una disputa sobre cuál de los dos había perdido ó había ganado casándose con el otro, surgió, lo mismo en la mente de Pepe-Antón que en la de Mari-Jesús, esta estrafalaria idea:
¡Si pudiéramos descasarnos como José Miguel que dice ser descasado!
Así que la tempestad se calmó, ambos pensaron en comunicarse mutuamente aquella idea; pero Mari-Jesús no se atrevía á ello, porque eso de descasarse, para las mujeres os cosa más seria que para los hombres. En cambio, Pepe-Antón echó á volar su pensamiento sin embarazo alguno.
—¿Sabes, Mari-Jesús, que me ocurre una cosa?
—¿Y qué cosa es esa, Pepe-Antón?
—Que nosotros vamos á estar toda la vida como el perro y el gato, si no hacemos otra cosa.
—¿Y qué otra cosa es esa?
—Descasarnos.
Si las mujeres se estremecen de gozo al oir la palabra casarnos, es natural que al oir la palabra descasarnos se estremezcan de espanto. Mari-Jesús se estremeció de espanto al oir el descasarnos de Pepe-Antón; pero como ya se había familiarizado un poco con la idea que aquella palabra encerraba, y estaba convencida de que sólo descasándose podía ser feliz, no tardó en reponerse de su espanto natural é instintivo.
Después de jurarse y perjurarse mutuamente que se querían y que si se resignaban á descasarse no era por desamor, sino por convencimiento de que de otro modo no podían ser felices, convinieron en ir á ver al señor Cura para suplicarle que los descasara.
En efecto, fueron á ver al señor Cura, y Pepe-Antón se encargó de explicarle el objeto de la visita.
—Señor Cura—le dijo;—ha de saber usted que desde que nos casamos ésta y yo por cada día de paz hemos tenido veinte de guerra.
—Será porque habréis olvidado lo que dice la epístola de San Pablo.
—Lejos de olvidarlo, señor Cura, lo hemos rebordado á cada paso y sólo ha servido para, enzarzamos más y más. Que sí la pistola de San Pablo os manda á las mujeres esto; que si la pistola de San Pablo os manda á los hombres lo otro, es lo cierto que la pistola de San Pablo ha sido para nosotros la carabina de Ambrosio.
—Si os hubierais querido mutuamente, como la epístola aconseja, no os hubiera sucedido eso.
—Mire usted, señor Cura, lo que es en eso de querernos no hemos faltado nunca más que cuando andábamos á trastazos, porque cuando no andábamos así, ni en todos los palomares del mundo se arrullan las palomitas y los palomos como nosotros nos arrullamos.
—Pues entonces, ¿de qué proviene la guerra en que vivís la mayor parte del tiempo?
—Proviene, señor Cura, de que no congeniamos. Yo tengo malas pulgas, ésta las tiene aun peores, empezamos con dimes y diretes, y al fin concluímos siempre por encomendarnos á San Vicente de Vara-caldo y a San Miguel de Uñate. Para acabar con esta pícara vida, hemos convenido en venir á suplicar á usted que nos descase inmediatamente.
—¡¡Descasaros!! Hombre, ¿estáis locos ó venís á burlaros de mí?
—Ni lo uno ni lo otro, señor Cura. Muy cuesta arriba se nos hace el descasarnos, porque ya le he dicho á usted que, cuando no andamos á trastazos, parecemos palomita y palomo; pero obligados á escoger entre dos grandes males, hemos escogido el menor, que es el de descasarnos.
—Pero, hombre, si eso es imposible; si el lazo del matrimonio sólo le rompe la muerte. ¿De dónde habéis sacado vosotros la desatinada idea de que es posible descasarse? ¿En qué cabeza cabe semejante idea?
—¿En qué cabeza, dice usted, señor Cura? En una que bastantes pruebas ha dado en Guezúrraga de que es sabia á carta cabal. La de José Miguel, que dice á todos los que quieren oirlo que para todos los males, menos la muerte, hay remedio y que él es descasado.
—Si José Miguel dice que es descasado, lo dirá en broma.
—¡Qué lo ha de decir en broma, señor Cura, si se le saltan las lágrimas siempre que lo dice!
El señor Cura se quedó por algunos momentos callado y pensativo. ¿Qué era lo que pensaba el señor Cura? Lo que pensaba era esto:
—Es verdad que José Miguel es muy formal y muy sabio, y como yo sólo soy un pobre Cura de misa y olla, sucede con frecuencia que hasta en cosas de mi estado sabe más que yo. Como la teología tiene tantos rinconcillos misteriosos para los que no la hemos estudiado muy á fondo, acaso José Miguel, que sabe más que Lepe, habrá descubierto alguno..Sea broma ó no lo sea la idea de descasarse que ha sugerido á estos pobres muchachos, enviémoselos allá, que acaso él, que es tan perspicaz y discreto, encuentre el medio, que á mí no me ocurre, ya que no de quitar de sus hombros, la cruz del matrimonio, de hacer que la lleven con resignación.
—Pues, hijos míos—dijo al fin el señor Cura;—si José Miguel, que en efecto es muy sabio, encuentra medio de descasaros, que os descase y buen provecho os haga.
Pepe-Antón y Mari-Jesús se encaminaron á casa de José Miguel, seguros de que el sacristán sabría desatar lo que el Cura había atado.
IV
José Miguel recibió á Mari-Jesús y Pepe-Antón con la amabilidad que era natural en él. Después de los saludos acostumbrados, Pepe-Antón fué al grano, preguntando al sacristán:
—Diga usted, José Miguel, ¿es verdad que todos los males tienen remedio?
—Todos menos uno, que es la muerte.
—¿Y por consecuencia, le tendrá también el de llevarse mal los casados?
—También ese mal tiene remedio.
A José Miguel le faltó poco para sollozar al decir esto.
—¿No es verdad también que cuando le preguntan á usted qué es, contesta siempre que es descasado?
—Es verdad que lo contesto
Al decir esto se le saltaron las lágrimas á José Miguel.
—Según eso—continuó Pepe-Antón,—¿es posible descasarse?
—Claro está que lo es.
—Pues el Señor Cura nos ha dicho que no y nos ha enviado á usted...
—¿Para qué os ha enviado á mí?
—Para que usted nos descase.
—¿Qué, queréis descasaros?
—Sí, señor..
—¿Y por qué?
—Porque estamos siempre como el perro y el gato.
—Pues qué, ¿no os queréis? Cuando os casasteis estábais ciegos de amor.
—Y por eso no vimos que si yo tenía malas pulgas, esta las tenía aun peores.
—¿De modo que el amor se ha convertido en vosotros en aborrecimiento?
—Tanto como eso, no, señor.
—¿Cómo que no, si os quereis descasar?
—Yo le diré á usted lo que nos pasa. De cada veinte días pasamos diez y nueve encomendándonos á San Vicente de Vara-caldo, y á San Miguel de Uñate, y uno arrullándonos como las palomitas y los palomos.
José Miguel calló y meditó por espacio de algunos instantes.
—¿Con que, en resumidas cuentas, os queréis descasar?
—Sí, señor, estamos decididos á ello, si es posible; porque vivir como nosotros vivimos no es vivir.
—Pues bien, volved mañana á mediodía, y yo os descasaré de modo que salgáis de aquí desatados del lazo con que el señor Cura os ató.
Mari-Jesús y Pepe-Antón, y particularmente la primera, se despidieron de José Miguel, al parecer, no tan alegres como era de esperar de la buena noticia que José Miguel les había dado.
Al llegar á casa se dijeron:
—Ya que nos queda tan poco tiempo de ser, como dice San Pablo, una sola carne y un solo hueso, pasemos este tiempo como Dios manda.
Y en efecto, aquella tarde y aquella noche y la mañana siguiente hubo en aquella casa una de arrullos, que se dejó atrás á la de las palomitas y los palomos de todos los palomares.
—Cuando al mediodía siguiente llegaron á casa del sacristán, éste lo tenía ya preparado todo para descasarlos. Dos preparativos consistían en un libro, la calderilla del agua bendita, el hisopo y un roquete, todo traído por José Miguel de la iglesia.
—Va á comenzar el solemne acto del descasamiento—los dijo José Miguel poniéndose el roquete.—Mari-Jesús miró á Pepe-Antón con unos ojazos de amor mezclado de lágrimas, que parecían querérsele comer, y Pepe-Antón miró á Mari-Jesús casi del mismo modo; pero la cosa estaba ya tan en punto de caramelo, que no era cosa de volverse atrás.
Hizo los José Miguel arrodillar pareados y á distancia de dos pasos uno de otro, y dió principio á la ceremonia con la lectura de no sé qué oración en latín, y terminada la oración, tomó de la calderilla el hisopo, que remataba en una bola de metal con agujeros, y se puso á aspergear á Pepe-Antón. En uno de estos asperges bajó demasiado la mano, y con la bola del hisopo dió un coscorrón tan grande á Popo-Antón, que esto vió las estrellas y se llevó la mano á la cabeza para palparse el chichón que el hisopo le había levantado.
No obstante, Pepe-Antón se aguantó, suponiendo que había sido algún descuido involuntario del sacristán, y pensando que algo se necesitaba sufrir para descasarse.
A su vez le tocó á Mari-Jesús la oración, ó lo que fuera, y tras la oración el asperges; pero es el caso que también se le escapó la mano al sacristán, y le dió un coscorrón que la hizo, como á Pepe-Antón el suyo, ver las estrellas y llevarse la mano á la parte dolorida.
Mari-Jesús creyó, como Pepe-Antón, que se le había escapado la mano al sacristán, y se aguantó sin chistar ni mistar palabra.
La oración en latín, el asperges y el coscorrón se repitieron, con la única diferencia de que el coscorrón segundo fué más fuerte que el primero, así al volverse á habérselas el sacristán con Pepe-Antón, como al volverse á habérselas con Mari-Jesús.
—Diga usted, José Miguel—preguntó Pepe-Antón al sacristán, al ver que éste por tercera voz» iba á repetir con él la faena,—¿dura mucho esta ceremonia?
—Sí—añadió Mari-Jesús con el mismo interés,—¿dura mucho?
—No—contestó José Miguel,—no dura más que hasta que mueren uno de los que se descasan.
—¡Ah, pues entonces suspéndala usted!—exclamaron levantándose Pepe-Antón y Mari-Jesús.
—Pues qué, ¿no queréis ya descasaros?
—Con ceremonias como ésta, no, señor.
—Pues, amigos, sea cual fuere la ceremonia, el único medio de descasarse es morir uno de los casados. Así me descasé yo, aunque la ceremonia fué diferente, pues consistió en un mal parto que tuvo mi pobre mujer, de resultas de los disgustos que durante el embarazo le causaron su mal genio y el mío, que era aun peor.
Y al decir esto, José-Miguel se echó á llorar sin consuelo.
V
El cuento popular que enseña el modo de descasarse tiene un epílogo, y eso es lo único que nos falta para llegar al «como me lo contaron te lo cuento».
Algunas semanas después de la interrumpida ceremonia del descasamiento, ó sea de las veinte y cuatro horas de arrullos, como los de las palomitas y los palomos, Mari-Jesús, coloradita como la grana, puso en noticia de Pepe-Antón que comenzaba á patalear en sus entrañas el cachorrillo que en vano habían pedido á Dios muchas veces.
Pepe-Antón y Mari-Jesús se estremecieron de espanto al recordar cuál fué la causa de que se descasara José Miguel, y desde entonces, cuando á cualquiera de ellos le retoñaba el mal genio, hacía de tripas corazón para dominarlo por completo porque Pepe-Antón decía para sí:
—No sea que á esa pobre ó al cachorrito que patalea en sus entrañas le cueste la vida mi geniazo, como á la mujer de José Miguel se la costó el de su marido.
Y Mari-Jesús decía para sus adentros:
—No sea que mi pícaro genio despierte el de Pepe-Antón, y quien lo pague sea el cachorrito que me da pataditas en las entrañas.
Pepe-Antón y Mari-Jesús vivían en paz y gracia de Dios, pensando y procediendo de esté modo, hasta que, justamente nueve meses después de la interrumpida ceremonia del descasamiento, ó sea de las veinticuatro horas de arrullos como los de las palomitas y los palomos, Mari-Jesús dió á luz con toda felicidad el cachorrito que pataleaba en sus entrañas.
Y entonces acabó de ponerse como una balsa de aceite el domicilio de nuestros cónyuges, porque Mari-Jesús y Pepe-Antón, que hubieran querido que el cachorrito mamase en vez de leche el licor de la inmortalidad y la ambrosía de los dioses, creían con razón que aquella seráfica paz era necesaria para que la leche de Mari-Jesús no se convirtióse en rejalgar que envenenase al querido y hermoso cachorrito.
Cuando este dejó de mamar, la paz continuó tan octaviana como antes, porque el cachorrito se asustaba y lloraba en cuanto veía cosas un poco serias
Y tras el primer cachorrito vinieron otros, trayendo cada uno un pan debajo del sobaco, y continuó con su venida la misma paz, fundada en las mismas razones, y en el nido de Mari-Jesús y Pepe-Antón, á pesar de que estos son ya viejos, aun continúa el ru-ru de las palomitas y los palomos.
Dios Nuestro Señor mantenga el mismo dulce y santo ru-ru en el nido de todos los que han leído esto cuento deseosos de saber cuál era el modo de descasarse!
El hombre pájaro
I
Niños, decía un maestro de escuela á sus discípulos, no hagáis porquerías, porque los cerdos las aprenden, y hartas saben ellos sin enseñarles más.
Recuerdo esto para que se me perdone el que calle el nombre del pueblo donde pasó lo que voy á contar, porque hartas cosas saben los pueblos para darse mate unos á otros, sin que les enseñemos más los que nos dedicamos á recoger cuentos populares para pulirlos y aderezarlos de modo que regocijen y enseñen un poco y no sean indignos de ingresar en la literatura patria, como lo son cuando los recogemos baboseados de boca del vulgo.
Erase un pueblecillo, no se si de la Rioja ó de Navarra ó de Aragón, cuyo nombre pertenece á los innumerables geográíicos de España que, hijos de la primitiva lengua ibérica, aun subsistente como por milagro de Dios en un rinconcillo sombreado por los montes Pirineos, no los conoce ya como talos ni la madre que los parió, que hasta pasa por el dolor de que cuando por instinto maternal ó por rasgos fisonómicos que observa en ellos sospecha que son sus hijos y quiero cerciorarse de si lo son ó no, la echan enhoramala hasta los más presumidos de sabios, diciéndole que no sea mentecata, pues aquellos nombres son griegos, ó árabes, ó celtas, ó liebre os, ó latinos, ó cualquiera otra cosa que la pobre señora no sospecha, cegada por preocupaciones de la tierra donde se refugió huyendo de invasiones extranjeras.
El pueblecillo de mi cuento está situado en un valle tan estrecho, que carece casi en absoluto de tierra siquiera un poco llana para el cultivo de cereales que no gusten de la costanera como gusta la vid, según el proverbio latino Bacus amat colles: y así los vecinos tienen que subsistir casi exclusivamente del cultivo de esta última planta, que se extiende por ambas vertientes del vallejuelo.
La única parte llana de ésto es la que ocupan el pueblecillo y un campo llamado de la Peña porque le domina una muy alta, cayo campo no se cultiva porque es indispensable para solaz del vecindario, que de carecer de él, apenas tendría donde pasear y desahogarse un poco, y sobre todo donde celebrar la llamada por excelencia fiesta del pueblo, sin la cual éste se vería perdido, pues con motivo de ella vende;cada año la mayor parte de su cosecha de vino.
II
Cuando sucedió lo que voy á contar, no tenían los riojanos, ni los navarros, ni los aragoneses la ganga que ahora tienen con haberse dado á la química vinícola los franceses: entonces estos señores se contentaban con dar nombre de Burdeos y Champaña á vinos que tenían derecho natural á tal nombre, y no á vinos que lo tenían á rabiar porque los pusiesen motes.
Así era que los vecinos del lugarcillo de mi cuento pasaban la pena negra el año en que no vendían toda su cosecha de vino por cualquiera circunstancia, tal como la de haber hecho nial tiempo el día de la fiesta del pueblo y no haber concurrido á ella los millares de forasteros que cuando el tiempo era bueno concurrían y consumían buena parte de la cosecha.
Un año había sucedido esta desgracia, y todos los vecinos estaban que se les podía ahogar con un cabello, porque, lo que ellos decían:
—Señor, ¡qué va á ser de nosotros esto invierno, teniendo la cosecha de vino casi sin vender una cántara con el chasco que nos dió el condenado temporal de la fiesta del pueblo! Nos vamos á morir de hambre si la justicia no inventa alguna otra fiesta que traiga al pueblo los miles de forasteros que entonces nos faltaron. Es menester que el pueblo pida al señor alcalde que esta otra fiesta se haga, y que invente para ella algo que sea muy sonado por lo nuevo. Y muy sonado tiene que ser lo que el señor alcalde invente; que si no salimos de los consabidos novillos, de los consabidos fuegos artificiales y de la consabida música, no va á venir la gente que necesitamos para vender lo mucho que por el condenado temporal de la fiesta del pueblo nos queda por vender de la bárbara cosecha del año pasado.
Había en el pueblo un vecino llamado por mal nombro el tío Manifestaciones, por lo mucho que se entusiasmaba cuando tenía noticia de que en España ó en el extranjero se había hecho alguna: y este tío Manifestaciones anduvo de casa en casa aconsejando que el pueblo hiciera una de doscientos mil demonios pidiendo al señor alcalde que inventase é hiciese una fiesta, que fuese sonada en toda España. Esta petición, según el parecer del tío Manifestaciones, debía ser solemne, unánime, imponente y amenazadora, y debía hacerse en forma de manifestación, porque sí se hacía de otro modo, pongo por caso por escrito, firmando todos los vecinos, de su puño y letra los que supieran, y los que no, á ruego ó con una cruz, los señores de justicia harían cigarros con el papel y no se calentarían los sesos inventando una cosa que fuese sonada por lo nueva, que era lo que necesitaba el pueblo.
Todos los vecinos fueron asintiendo con entusiasmo al parecer del tío Manifestaciones, y autorizando á éste para que se encargase de organizaría, puesto que en eso le echaba la pata al más pintado del pueblo, y todos le fueron encargando que la manifestación fuese como él decía, de doscientos mil demonios, ó sea solemne, unánime, imponente y amenazadora.
III
El tío Manifestaciones se puso en seguida á cavilar á fin de cumplir del modo más eficaz y brillante el encargo con que se le había honrado, y al cabo de unos cuantos días de cavilaciones dejó redondeado el proyecto en los siguientes literales términos:
1.° En un gran lienzo se escribirá en letras como morcillas lo que desea, ó más bien exige el pueblo en virtud de su soberanía.
2.° El pueblo soberano se reunirá en el campo de la Peña; allí se desarrollará el lienzo, y puesto éste en un gran palo á modo de estandarte, el susodicho pueblo soberano, llevando á su cabeza el letrero, se dirigirá en manifestación solemne, unánime, imponente, y amenazadora, á casa del señor alcalde, ó donde éste se halle.
3.° La petición escrita en el lienzo en letras como morcillas será del tenor siguiente:
«El pueblo soberano pide al señor alcalde, y en caso necesario exige bajo pena de la cabeza del mismo dino funcionario, que para antes de las próximas vendimias invente una fiesta que sea sonada en el mundo con ser mundo, á fin de que traiga la barbaridad de forasteros que nos quitó el condonado temporal de la fiesta del pueblo, y se venda todo el vino que queda de la cosecha de antaño, que aunque fué bárbara, no lo fué tanto como amenaza serlo la de ogaño.—LA MANIFESTACIÓN.»
Aceptado el proyecto del tío Manifestaciones, llegó el día de la organizada por él, y el pueblo partió, como estaba acordado, desde el campo de la Peña á la casa de Ayuntamiento, donde se supo que estaba el señor alcalde y demás señores de justicia ayudando patrióticamente al consumo del vino del pueblo con unos marranillos asados.
Tal sobresalto causaron á los señores de justicia los patrióticos gritos que daba la manifestación al llegar á la casa consistorial, que con las barbas aun relucientes de grasa de los marranillos asados, se apresuraron á salir al balcón á ver qué demonios era aquello.
El tío Bramática, con cuyo sobrenombre era conocido el señor alcalde, porque su eterna muletilla era que el hombre sin bramática ni aun llegaba á mujer, leyó, al cabo de un cuarto de hora de deletreo, la petición del pueblo soberano é hizo señas de que iba á hablar.
El pueblo calló como un muerto de hambre, y el señor alcalde gritó como un repleto de pan, vino y marranillo asado:
—Pueblo soberano, veo que tienes bramática, y como yo y mis di nos compañeros la tenemos también, aunque en cuanto á lectura casi, nos estorba lo negro, ¡porrazo, doscientos mil de á caballo nos han de llevar sí la bárbara cosecha de vino de antaño no queda vendida antes que venga la de ogaño, que en efecto amenaza ser más bárbara aún! Retírate, pueblo soberano, que tus dinos señores de justicia tienen bramática bastante para responder con su cabeza de que pronto ha de venir acá la barbaridad de forasteros que nos quitó el condenado temporal de la fiesta del pueblo. He dicho, y si he dicho mal...porrazo, es porque no tengo bastante bramática para decir mejor.
El pueblo soberano prorrumpió en patrióticas aclamaciones, tales como la de ¡mueran los consumos y los consumiores!, y se retiró á sus hogares mientras los señores de justicia se retiraban á acabarlos marranillos asados, contribuyendo patrióticamente con su ayuda al consumo de vino del pueblo.
IV
Se iba acercando la nueva cosecha, que amenazaba ser aún más bárbara que la del año anterior, y el pueblo soberano refunfuñaba porque el señor alcalde y los demás señores de justicia no habían inventado aún la fiesta que bajo penado su cabeza habían prometido, y hasta el tío Manifestaciones opinaba que se debía hacer otra aún más solemne, unánime y amenazadora que la anterior, para obligarles á obedecer al pueblo soberano.
Ya no les quedaba polo sobro las orejas á los señores de justicia, y muy particularmente al señor alcalde, á fuerza de rascarse allí cavilando para inventar una fiesta que fuese sonada, pero aún no habían dado con os ta fiesta.
—Tío Bramática—decían los demás concejales al señor alcalde,—esto va rematadamente mal, porque á todos los señores de justicia, y particularmente á tí, nos cuesta la cabeza si no cumplimos el mandato del pueblo soberano. Que nosotros no tengamos bramática bastante para cumplirlo, puede pasar; pero que no la tengas tú que siempre la estás predicando, no puede pasar sin que el pueblo soberano nos pase un cordel por el cuello y nos cuelgue de un árbol en el campo de la Pena.
—¡Porrazo! es verdad—contestaba el señor alcalde estremeciéndose de terror;—pero por mucha bramática que uno tenga, ¿cómo inventa una fiesta que sea lo sonada que el pueblo soberano quiere cuando en Vitoria, en Logroño, en Pamplona, en Zaragoza, en Bilbao y hasta en Madrid con ser Madrid, en lo tocante á fiestas no saben salir de los consabidos toros, de los consabidos fuegos artificiales y de la consabida música?
—Eso también es verdad—asintieron los demás concejales, y el señor alcalde continuó:
—¡Porrazo! los señores de justicia nos cortamos le cabeza con prometer al pueblo soberano lo que le prometimos, pues estábamos al fin de la calle con haberle respondido: «¡Pueblo soberano! los señores de justicia, por mucha bramática que tengamos, no podemos tener tanta como los que en Madrid gobiernan á España, y si aquellos no cumplen lo que prometen, y eso que gobernar bien á una nación es más fácil que inventar una función nueva, pues según dijo no sé qué sabio, nada nuevo hay bajo el sol, ¿cómo lo hemos de cumplir nosotros? Conque, ¡pueblo soberano! no muelas pidiéndonos lo que no hemos de poder cumplir.»
—¿Y por qué, tío Bramática, no le respondiste al pueblo soberano eso?
—Porque... ¡porrazo! eso no se puede responder cuando le apuntan á uno lo otro marranillos asados y compañía.
—¡Malhayan los tales marranillos asados!—exclamaron en coro todos los señores de justicia, bajando tristemente la cabeza y sumiéndose en hondas y penosas cavilaciones, á ver si daban con la condenada fiesta que pedía y tenía ofrecida el pueblo soberano.
V
De estas cavilaciones sacó á los señores de justicia la llegada de un soldado licenciado que se presentó al señor alcalde solicitando papeleta de alojamiento, en virtud de la licencia absoluta que exhibió.
Con motivo de dudar el señor alcalde y los demás señores de justicia que los soldados licenciados tuviesen derecho á tal boleta, el licenciado tomó la palabra y habló con tanta elocuencia, que el señor alcalde, convencido y admirado de su mucha bramática parda, le interrumpió exclamando;
—¡Porrazo! estoy ya convencido de que todos los señores de justicia estábamos errados. Derecho tiene usted á alojamiento, y donde se va á alojar esta noche y las dornas que quiera es en la mejor casa del pueblo, que es la mía, aunque me esté feo el decirlo.
El licenciado aceptó con mil amores el ofrecimiento y se fué con el alcalde á casa de éste, sospechando que allí no tendría que hacer uso de la invención de aquel soldado que llevaba en la mochila un guijarro, mandando á los patrones que se lo guisaran con aceite, agua y sal que concede la ley á los alojados, y lo demás que quisiesen añadir, por ejemplo, un par de huevos ó unos tropezones de jamón, una voz guisado así el guijarro, lo añadía sopas que cenaba y le sentaban tan ricamente.
La sospecha del licenciado no había sido vana, pues licenciado y alcalde cenaron juntos, poniéndose de cuanto Dios crió, y particularmente de chuletas, pan y vino, hasta alcanzarlo con el dedo.
Conversando los dos de sobremesa, el alcalde contó al licenciado lo que á él y á los demás señores de justicia les pasaba con el pueblo soberano, y añadió:
—¡Porrazo! hombre, á ver si usted que de seguro tiene dormido más bramática que despiertos todos nosotros los señores de justicia, inventa una función nueva en que salgamos del peligro en que nos vemos de perder la cabeza, y el pueblo soberano salga del endemoniado conflicto de tenor sin vender una cosecha de vino bárbara en vísperas de otra cosecha que amenaza ser más bárbara aún.
—Mire usted, señor alcalde—contestó el licenciado modestamente.—yo, aunque me esté mal el decirlo, por debajo de la pata invento, si me pongo á ello, una fiesta como la que á ustedes les hace falta.
—Ya se ve que usted es pájaro de cuenta, ¡porrazo!
—Tan pájaro debo ser, señor alcalde, que en mi batallón rae llamaban el Hombre-pájaro.
—¿Y por qué? ¿Por su mucha bramática?
—No tanto por eso como por una habilidad que me ha dado Dios.
—¡Porrazo! ¿qué habilidad es esa?
Nada menos que la de volar como un pájaro hasta perderme de vista.
—¡María Santísima, qué habilidad tan rara! ¡Porrazo, eso es increíble!
—Increíble parece á primera vista, pero no si se reflexiona un poco. Si aprendemos á nadar en el agua, ¿por qué no hemos de aprender también á nadar en el aire? Si para nadar de un modo tenemos agua que nos sostenga, para nadar del otro tenemos viento que nos sostenga también.
—Eso, ¡porrazo! el Evangelio de la misa es.
—Pues bien, señor alcalde, el asunto es acertar con el modo de sostenerse con el aire como al fin se acierta con el modo de sostenerse con el agua.
—¡Porrazo, qué razón tiene usted!
—Pues yo he acertado con ese modo, y figúrese usted si traería acá barbaridad de forasteros una fiesta que se anunciase en veinte leguas á la redonda diciendo que el Hombre-pájaro volaría delante del público hasta perderse inmediatamente de vista, desde esa peña que dá sobre el paseo.
—¡Porrazo!—exclamó el señor alcalde dando con el puño en la mesa uno tremendo y abrazando radiante de alegría al licenciado;—con la venida de usted los señores de justicia hemos salvado la cabeza amenazada por el pueblo soberano!
VI
Reunidos el día siguiente los señores de justicia y el licenciado bajo la presidencia del señor alcalde en la casa consistorial y en torno de una mesa donde entre otras cosas alegraba la vista un cordero dorado á fuego lento, el licenciado expuso las condiciones con que se comprometía á volar el día y hora que previamente se anunciase en todos los pueblos de veinte leguas á la redonda.
—A mí—añadió,—no se me arruga el ombligo por hacer las cosas gratis, y más cuando las hago en obsequio de quienes se han portado tan campechanamente como el señor alcalde y los demás señores de justicia se están portando conmigo.
—¡Porrazo! nos portamos nada más que como usted se merece—respondió el señor alcalde con la cortesía que le era peculiar.
—En efecto—asintieron los demás señores de justicia.
Y el licenciado continuó:
—Pero en la presente ocasión necesito dejarme de rumbosidades. Yo era de oficio cavador cuando me tocó ir á coger el chopo, y al volver á mi pueblo, después de andar algunos años de viga derecha, tengo que buscar algún modo de vivir con que no necesite doblar el espinazo, porque se me ha de hacer muy cuesta arriba el volver á doblarle. Con la hoja de servicios que llevo, más limpia que una patena, ya podré sacar un estanquillo; pero tras esta saca viene otra más pesada, que es la de tabaco para surtirle, y necesito siquiera un par de docenas de onzas de oro, que son las que ustedes me han de dar para volar desde la Peña, y además una buena jaquita para hacer el resto del viaje á mi pueblo después de haber volado, y sobre todo para subir al voladero sin cansancio, que no me dejaría volar como es debido.
—¡Porrazo, veinticuatro onzas de oro y una jaca, mucho es para un pueblo tan pobre como hoy está el nuestro—dijo el señor alcalde frunciendo la boca y meneando la cabeza.
—En Efeuto que lo es—asintieron los demás señores de justicia. -
—Pero, señores—replicó el licenciado,—¿qué importa que hoy esté pobre el pueblo, si el día que yo vuele ha de volar la bárbara cosecha de vino que está por vender, quedando en su lugar el oro y el moro, y la seguridad de otra cosecha más bárbara aun?
—¡Eso, porrazo, también es cierto!—exclamó el señor alcalde, secundado con un «en efeuto» de los demás señores de justicia.
Cerrado el trato entre el licenciado y los señores de justicia con la condición exigida por el primero de que al entregarle la jaca se le habían de entregar las veinticuatro onzas de oro, porque su modestia no le permitía volver al pueblo después de haber hecho alarde de la gracia que Dios le había dado, pues se creería que volvía á recibir ovaciones, la emprendieron licenciado y señores de justicia alegre y fraternalmente con el cordero dorado á fuego lento y sus accesorios.
VII
La víspera y el día de la gran fiesta en que el Hombre-pájaro debía volar, millares de gentes de veinte leguas en contorno afluían por todas partes al pueblo en que se iba á ofrecer un maravilloso y nunca visto espectáculo.
El vuelo del Hombre-pájaro estaba anunciado para una hora antes de anochecer; pero para esta hora ya no quedaba en el pueblo una cántara del vino de la bárbara cosecha del año anterior; y basta saber esto para saber cuán turbia estaría la vista, y sobre todo cuán turbio estaría el entendimiento de los millares de forasteros que llenaban de bote en bote el pueblo y el campo de la Peña, casi tan borrachos de curiosidad como de vino.
El campo de la Peña estaba á punto de pegar un estallido con el concurso que encerraba, y los señores de justicia se vieron negros para facilitar el paso al Hombre-pájaro, que se dirigía á la Peña montado en la consabida jaca, de la que se debía apear detrás y al pie de la Peña, dejándola arrendada á un árbol hasta que después de volar volviese, volando ó andando, á montar en ella y tomar el camino de su pueblo, que precisamente pasaba por allí.
El Hombre-pájaro había pedido al señor alcalde que al mismo tiempo que él se dirigiese á la Peña, el pastor del pueblo se dirigiese á la ladera opuesta del valle, provisto (con perdón de ustedes) del cuerno, y en cuanto le viese en la Peña dispuesto á volar, tocase el cuerno como señal de atención.
En efecto, el pastor ya estaba en la ladera opuesta frente de la Peña cuando en la cima de ésta apareció el Hombre-pájaro.
Esta aparición levantó un inmenso grito de alegría y ansiedad en la muchedumbre, grito que se renovó al ver que el Hombre-pájaro hacía con los brazos ademán de volar, como ensayándose y preparándose para aquel nunca visto ejercicio.
En aquel supremo instante sonó una tocata de cuerno en la ladera opuesta, y al oiría la muchedumbre, incluso el señor alcalde y los demás señolees de justicia, que desconocieron el estilo musical del pastor con motivo de los primores de ejecución que éste hizo al tener por primera voz la honra de tocar su instrumento delante de millares de personas, volvió la espalda á la Peña para mirar á la ladera opuesta y ver qué inesperada novedad artística ocurría allí.
Guando terminó la magistral tocata de la ladera opuesta, la muchedumbre, como los señores de justicia, volvió la cara á la Peña y se encontró con que de ésta había desaparecido el Hombre-pájaro.
Maravillados todos, inclusos el señor alcalde y los demás señores de justicia, de aquella desaparición, supusieron que el Hombre-pájaro no tardaría en volver á aparecer allí para emprender su vuelo, porque habría bajado para tomar de las alforjas que llevaba en la jaca, bien provistas de municiones de boca, algo que se le habría olvidado, con que reforzar el estómago en las alturas.
Todos esperaron un buen rato, y el Hombre-pájaro no reaparecía en la Peña.
—¡Porrazo!—dijo para sí el señor alcalde, viendo que la muchedumbre empezaba á alborotarse;—¡qué va á que el pueblo soberano hace una barbaridad conmigo y los demás señores de justicia, si el Hombre-pájaro tarda un poco más en volar!
El señor alcalde descendió del árbol más gordo del paseo, donde se habían instalado él y los demás señores de justicia, pensando, con mucha cordura, que la autoridad debe estar por encima del vulgo, y se dirigió á la Peña á ver qué había sido del Hombre-pájaro.
La muchedunbre se tranquilizó, calló y esperó con viva ansiedad.
El señor alcalde apareció sobre la Peña, y anunciando por señas que iba á hablar, pidió al pueblo soberano que callase.
El pueblo soberano, que á veces obedece á la autoridad, obedeció entonces, callando como un muerto.
—Pueblo soberano—gritó el señor alcalde,—no esperes por más tiempo el vuelo del Hombre pájaro. El Hombre-pájaro voló mientras tú y nosotros los señores de justicia hacíamos la barbaridad de mirar hacia otro lado, por la única razón de que hacia otro lado sonaba un cuerno. Por semejante barbaridad debíamos darnos de cachetes tú, pueblo soberano, y nosotros los señores de justicia.
Así diciendo, el señor alcalde empezó á dárselos en la cabeza con ambas manos, y después de imitarle el pueblo soberano, se fué alejando, alejando á sus hogares de veinte leguas á la redonda, reconociendo que tenía razón el señor alcalde al decir que pueblo soberano y señores de justicia habían hecho una barbaridad al volver la espalda á un hombre que iba á volar como un pájaro, para ver y oir á un hombre que tocaba un cuerno como un pastor.
Al día siguiente el tío Manifestaciones organizó una de doscientos mil demonios para dar las gracias al señor alcalde y los demás señores de justicia porque habían librado al pueblo soberano de la amenaza de morir de hambre con una bárbara cosecha de vino sin vender en vísperas de otra cosecha de vino más bárbara aún.
La mejor lotería
I
Juan y Juana se querían mucho y estaban en casarse, como Dios manda así que mejorase Un poco su situación, que era bastante triste, pues Juan tenía un empleillo de mala muerte, con que apenas ganaba ocho reales diarios, y Juana apenas ganaba la mitad, cose que cose todo el santísimo día.
Juan estaba colocado en una casa de comercio como mandadero, pero merecía aunque fuera una plaza de tenedor de libros, pues su letra era buena y entendía de cuentas como el primero, y la hubiera obtenido á no ser por su pícara cortedad de genio; pues estando vacante la de la respetable casa de los Sres. Risueño y Compañía, fué una porción de veces con intención de solicitarla, y al llegar á la puerta se volvió atrás por cortedad; y cuando, al fin, se atrevió á entrar, la plaza estaba ya dada, y los Sres. Risueño y Compañía le dijeron que, si llega á solicitarla un día antes, es para él aquella brevita.
Las muchachas rara vez están conformes con su y novios en que el casamiento se deje para más adelante, aunque sea con motivos tan fundados como la necesidad de sostener y no dar disgustos á una madre anciana, como que yo he oído sin querer algunas de osas conversaciones que las muchachas suelen tener entre sí, y más de una vez he oído decir: «¡Hija, qué rabia me dan los novios que dicen que no se casan mientras su madre viva!» Sin embargo de esto, Juana estaba muy conforme con Juan cuando éste decía:
—Para casarnos tenemos que poner un poco de casa, que, como dice el refrán, el casado casa quiere, y el ponerla, siquiera nos ha de costar un puñado de duros, ¿De dónde sacamos nosotros ese dineral? Es verdad que yo tengo amigos que me prestarían eso y aun mucho más que les pidiese, pero lo que se pide prestado hay que devolverlo, y ¿de dónde sacamos nosotros para cumplir con ese deber, si lo que entre los dos ganamos apenas andará si alcanza no llega para el gasto de la casa? Luego, nadie está libre de una enfermedad en que se gaste un sentido en médico y botica; y después se me ha metido en la cabeza que tú vas á ser una conejita...
Juan se interrumpía viendo que juana se ponía coloradita como una rosa, y alzando la mano, le decía sonriendo:
—¡Si te doy uno...!
Conviniendo en que necesitaba esperar á ver si su situación mejoraba algo, esperaron y esperaron, y cansados de esperar, se decidieron á casarse, porque, lo que decía Juan y confirmaba Juana:
—¡Qué diantre! el que no se aventura no pasa la mar. Malo ha de ser que entre tantos amigos como tengo no consigan proporcionarme una colocación algo mejor que la de ahora. Ahora, como ven que, no teniendo obligaciones, puedo pasar con lo que gano, no ponen pies en pared para proporcionarme otra cosa mejor; pero los pondrán cuando vean que de veras lo necesito, y luego, como dijo el otro, cada chico que nace trae un pan debajo del sobaco. Nada, nada, tomamos casa, la arreglamos con cuatro palitos, nos casamos y salga el sol por Antequera, que acaso su salida sea la de una buena colocación para mí ó la del premio gordo de la lotería para tí, que haces la tontería de ir ahorrando un real cada semana para jugar, al cabo de diez ó doce, un décimo de los baratos.
En efecto, Juan y Juana arreglaron su nido como Dios les dió á entender, se metieron en él con licencia del señor cura, y vivieron allí arrullándose como las palomitas y los palomos, aunque el nido era estrecho y pobre á más no poder.
Lo malo fué que, poco después que se casaron, Juana empezó hoy que me duele esto, mañana que me duele lo otro, otro día que me duele lo de más allá; y que si era embarazo ó dejaba de serlo, el médico menudeaba las visitas y las recetas, y el matrimonio se encontraba como tres en un zapato por la pícara falta de lo que suena, que precisamente cuando más se necesitaba andaba más escaso, porque la pobre Juana no podía dar puntada, y el médico y la botica se llevaban más de la mitad de lo que ganaba Juan.
Ya he citado un caso de lo corto de genio que era Juan, y voy á citar otro para acabar de demostrarlo y para que se vea que Juana no le iba en zaga en esto. No parecía sino que los dos, así como eran parecidos en oí nombre, lo eran en todo aquello en que pueden serlo el hombre y la mujer.
Así que Juana entró en meses mayores se sintió muy bien, y por tanto, no necesitó visitas de médico ni potingues de la botica.
Las vecinas le decían que, para que el parto fuera bueno, debía dar todos los días un paseito, y así empezó á hacerlo, acompañándola Juan siempre que sus ocupaciones se lo permitían. Una tarde, al dar juntos el paseito, vieron á lo lejos al médico, que volvía del suyo, y para no encontrarse con él, tomaron por otro lado, diciendo Juan y conviniendo. Juana en ello: «¡Jesús, qué dirá de nosotros al vemos con tanta cara de salud y sin haberle llama-don tanto tiempo!»
II
Juan y Juana tuvieron un chico como un pino de oro, mejorando lo presente, es decir, mejorando los chicos de las madres que lean este cuento; y como el chico no había traído pan alguno bajo el sobaco, y para atender á las necesidades de la casa no contaban más que con los ocho reales pelados que ganaba Juan, porque no había que pensar en que Juana pudiera ganar un cuarto á la costura ni á nada, pues le llevaba todo el tiempo el cuidado de la casa, estaban los pobres ¿la cuarta pregunta, que yo no sé cuál es, aunque lo sospecho por haber andado mucho á ella.
—¡Esto no es vivir!—decía Juan desesperado.
—Hombre, ten paciencia—le replicaba ¡Juana,—que Dios nos ayudará para ir saliendo adelante.
—La culpa me tengo yo por este pícaro genio, que, á no ser por él, no tendríamos mala brevita en casa de los Sres. Risueño y Compañía, con la plaza de tenedor de libros..¡Por vida de lo que malgasto, que es vida de nada!
—No te desesperes, hombre.
—¡Mujer! ¿no me he de desesperar, si todas nuestras esperanzas de mejorar de suerte se las ha llevado el enemigo malo?
—Es verdad que tus amigos, en quienes tanto confiábamos, no hacen-caso de nosotros, aunque ven lo arrastrados que andamos.
—¡Mis amigos!..Como me ven pobre, me miran con desdén. No sucedería así si me vieran rico, que entonces no me escasearían los festejos y las adulaciones. Si algún día ves que me traen á casa en volandas, ya puedes tirar por la ventana los muebles y los cacharros, que de seguro es señal infalible de que me ha dado la tentación de jugar á la lotería y he jugado, Y me ha salido el premio gordo.
—A propósito de la lotería: ¿sabes, Juan, que siento muchísimo no poder jugar de vez en cuando un decimito de los baratos, como hacía cuando soltera?
—Mujer, déjate de loterías, que yo no tengo fe en ellas desde que leí un cálculo que había hecho no se quién sobre las probalidades que hay de ganar á ella.
—¿Y qué cálculo era oso?
—Le vas á oír. Según la ley de las probabilidades, para obtener la centésima parte de un premio gordo de la lotería no se necesita más que lo siguiente: que haya una lotería cada semana, jugar una peseta á cada lotería y vivir doscientos años. Con estas condiciones, que, como vos, con una friolera, los cincuenta y ocho mil cuatrocientos reales que se hayan gastado en el total de jugadas darán veinte mil reales, suponiendo que, por término medio, sea de dos millones cada premio gordo de la lotería, ¿te parece que el calculito es para animarle á uno á jugar?
—Pues ese cálculo, aunque por regla general sea verdad, por regla particular tiene que ser mentira, y no sé cómo tú, que sabes tanto de cuentas, no has caído en ello.
—Porque sé de cuentas he caído en que es verdad.
—Pues yo te lo probaré que no lo es.
—Dificilillo lo veo. Vamos á ver cómo.
—Del modo más fácil: si ese cálculo fuera cierto, á nadie lo saldría el premio gordo, y todos sabemos que en cada sorteo le sale á uno de los jugadores.
—Eso también es verdad.
—Pues nosotros debíamos jugar de cuando en cuando un decimito de los baratos, á ver si nos sale un premio, siquiera de los medianos, y salimos de pobres.
—Tienes razón, mujer. Aunque nos lo quitemos de la boca, vamos á jugar en la lotería próxima un décimo de diez ó doce reales.
—¡Si nos saliera!...
—Si nos saliera, verías cómo mis señores amigos, que tan poco caso hacen de nosotros ahora, que nos ven pobres, entonces, viéndome rico, me traían en volandas á casa, como si fuera un héroe.
—¡Ay, Dios mío! Si eso sucediera, no sería yo coja ni manca para hacer lo que has dicho; que apenas asomaras por la calle traído en triunfo por tus amigos, iban por la ventana todos estos cachivaches, que da tristeza el verlos, para reemplazarlos con los mejores que hubiera en los almacenos.
Tras esta conversación entre Juan y Juana, Juan compró un décimo de la lotería próxima, que le costó doce realazos, á costa de la supresión, durante toda aquella semana, de la media librita de carne que Juana acostumbraba á echar al puchero, y que tuvo que reemplazar con una cucharada de manteca.
Poca substancia tenía el puchero diario, pero, aun así, á Juan y Juana les sabía á gloria, porque estaba condimentado con el ajilismójilis de la esperanza. Mientras le despachaban, su conversación favorita era hablar de la lotería.
—El jueves es la decía Juan con delectación, y sin necesidad para ser comprendido de Juana, de añadir de qué salida se trataba.
—¿Y cómo sabremos ese mismo día si nos ha salido?
—Muy fácilmente, mujer. A las cinco de la tardo ya reciben en la redacción del Noticiero Bilbaíno el parte telegráfico de los números que han salido premiados con premios gordos; á las cuatro me planto allí por si el parte se adelanta algo, y... poco después alborotas el barrio, tirando trebejos por la ventana.
Pasaron así unos cuantos días, y por último, amaneció el ansiado jueves.
—¡Hoy es la salida!
—¡Sí, hoy es!
Y al exclamar así, Juan y Juana se miraban, radiantes de amor y de esperanza.
A las cuatro de la tarde ya subía Juan las escaleras de la redacción del periódico, para suplicar, sobreponiéndose á su cortedad de genio, que así que recibiesen el telegrama de la lotería se le comunicasen, pues, al efecto, esperaba en el portal y volvería á subir cuando viese llegar al ordenanza de Telégrafos, y poco después ya estaba Juana asomada á la ventana esperando con ansia la vuelta de su marido.
El telegrama llegó al fin; Juan volvió á subir á la redacción, le enseñaron el telegrama, del que resultaba que no le había salido premio alguno, y tan desatontado y ciego de desesperación tornó escaleras abajo, que apenas puso el pie en ellas, le puso en falso, y ¡cataplúm! cayó cuan largo era y bajó rodando hasta el portal..
A sus lastimeros gritos acudieron los vecinos, y entre ellos dos amigos suyos que vivían enfrente» y después de cerciorarse éstos de que no podía ir á su casa por su pie, pues se había hecho mucho daño en el izquierdo, enlazando las manos formaron una especie de silla, y colocándole en ella, se encaminaron con él á casa del pobre Juan.
Verle Juana asomar, conducido en volandas por sus amigos, y dar un grito de alegría, y empezar á tirar por la ventana sillas, mesas, pucheros, cazuelas, cuanto tenía en casa, todo fué uno. La alegría la cegaba de tal modo, que ni siquiera la permitía reparar en que Juan iba tan descolorido y descompuesto, que más parecía un muerto que un triunfador.
Juan comprendió la causa de lo que á los vecinos hacía exclamar: «¡La pobre Juana se ha vuelto loca furiosa!»; y haciendo un supremo esfuerzo para vencer la rebeldía de sus pulmones, gritó á su mujer:
—Juana, por Dios, no tires nada de nuestra pobreza, que lo que me ha salido no es la lotería...
—¿Pues qué es?
—¡¡El tobillo del pie izquierdo!!...
Al oir esto, Juana lanzó un grito de sorpresa y desesperación.
Los Sres. Risueño y Compañía, que figuraban entre la mucha gente que presenciaba esta triste escena, no pudieron contener una carcajada al oir esta salida; pero comprendiendo inmediatamente su imprudencia, pues la cosa más era para llorar que para reir, acompañaron al pobre Juan á su habitación y llenaron de consuelo y agradecimiento á él y á Juana, diciéndoles que desde aquel momento quedaba nombrado Juan su tenedor de libros con diez mil reales al año pagados á tocateja, porque habían despedido aquel mismo día á su antecesor en atención á que tenía el feo vicio de jugar á la lotería todo su sueldo, con lo que andaban él como un Adán, y su mujer como una Eva.
¡Figúrense ustedes si con cerca de veintiocho reales diarios, en lugar de los ocho pelados, reemplazarían ventajosamente Juan y Juana el ajilismójilis de la esperanza!
Este cuento popular enseña lo menos dos cosas: primera, que los que no tengan con qué casarse deben permanecer solteros; y segunda, que la mejor lotería es no jugar á ninguna.
El apetito
I
Cuando Cristo y San Pedro andaban por el mundo sucedió que una mañana se encontraron con ellos en el camino dos jóvenes muy guapos y enamorados que volvían de la iglesia, donde acababan de casarse, y se dirigían á una casita blanca que tenían ya preparada allá arriba para vivir en ella queriéndose y ayudándose uno á otro como Dios manda.
—No será malo—dijo la mujer al marido viendo que se acercaba á olios Cristo y San Pedro,—que aprovechemos la ocasión para preguntar á Cristo qué es lo que principalmente debemos hacer para ser buenos casados, porque aunque ya nos ha dicho algo de eso el señor Cura, naturalmente Cristo y aun San Pedro han de saber más que él de esas cosas.
—Tienes mucha razón—contestó el marido,—y tanto más nos conviene preguntarles eso, cuanto el señor Cura nos ha dicho, que como tenemos poco talento...
—De tí ha dicho eso, que no de mí.
—Lo mismo da, mujer, que lo que se dice del marido, como si se dijera de la mujer es.
—Eso según y conforme.
—¿No has oído al señor Cura que la mujer y el marido son una sola carne y un solo hueso?
—No, ha dicho el señor Cura eso: ha dicho que el marido debe tener por carne de su carne y hueso de su hueso á la mujer.
—Pues llámale hache.
—No le llamo hache ni jota, que lo que con eso ha querido decir el señor Cura es que si, pongo por caso, tú me das una bofetada que me rompa las muelas, te ha de doler la bofetada como dada en carne de tu carne y hueso de tu hueso.
—Zape, ya me guardaré yo muy bien de dártela que no soy tan tonto como eso.
—¡Podía llegar hasta eso tu tontería!
—Pues como íbamos diciendo, nos conviene tanto más preguntar á Cristo que es lo que principalmente debemos hacer para ser buenos casados cuanto el señor Cura nos ha aconsejado que cuando no sepamos alguna cosa, la preguntemos á quien sepa más que nosotros..
—Por eso me debes tú preguntar á mí lo qué no sepas, que las mujeres siempre sabemos más que los hombres.
—¿Y en qué consistirá eso?.
—Pues debe consistir en que los hombres nos hacéis estudiar con el diablo. Pero callemos, que ya están ahí Cristo y San Pedro. En efecto, Cristo y San Pedro llegaban y al ver qué marido y mujer los saludaban con mucha reverencia, se detuvieron á corresponder al saludo.
II
—Qué—dijo San Pedro á marido y mujer, mientras el divino Maestro alzaba la vista al cielo y se distraía en la contemplación del Padre Eterno,—¿se viene de misa á pesar de ser día de trabajo? Muy bien, hijos míos, con tal que la obligación, que es el trabajo del cuerpo, se concilie con la devoción, que es el trabajo del alma.
—Eso último trabajo—contestó el marido mirando con malicia á la mujer que se puso un poco coloradita,—poco nos ha costado hoy á ésta y á mí, particularmente á ésta, porque venimos de casarnos.
—¿De casaros? Hola, esas ya son palabras mayores.
—Tiene usted razón, porque el señor Cura nos ha dicho que según su compañero de usted, San Pablo, más vale casarse que arder.
—Por eso he dicho que esas ya son palabras mayores, y por eso yo he sido casado. ¿Y qué vida piensan ustedes hacer ahora?
—Pues nada, vamos á vivir en aquella casita que? ve usted blanquear allá arriba entre los frutales del huerto.
—Por cierto que la casita es muy mona y el huerto muy hermoso.
—Pues están á la disposición de ustedes.
—Muchas gracias, hijos. Que vivan ustedes allí como Dios manda.
—Pues para vivir así quisiéramos hacer al señor Maestro una pregunta.
—¿Y qué pregunta es esa? Háganmela ustedes á mí, que aunque el señor Maestro está distraído en las cosas del cielo, yo tengo licencia suya para hacer sus veces en las cosas de la tierra.
—Pues, aunque sea mal preguntado, queríamos saber qué es lo que principalmente debemos hacer para ser buenos casados.
—Hombre, es cosa muy sencilla lo que deben ustedes hacer para eso: la mujer hacer la comida y el marido hacer apetito para comer.
—¿Nada más que eso?
—Nada más, hombre.
—Jesús, pues eso cosa bien fácil es... particular mente para el marido.
—No tanto, mujer, no tanto como usted supone.
En esto el divino Maestro acabó de distraerse en la contemplación del Padre Eterno; marido y mujer, después de besar la mano á Cristo y á San Pedro, siguieron hacia la casita blanca discutiendo el nombre que habían de poner al primer chico que tuvieran y sonriendo de gozo que no les cabía en el cuerpo, y Cristo y San Pedro siguieron Galilea adelante enseñando á las gentes el Evangelio y no picardías como ahora les enseñan más de cuatro de los que andan por el mundo hacia atrás suponiendo que andan hacia adelante.
III
Marido y mujer se instalaron en la casita blanca decididos á hacer lo que tanto el señor Cura como San Pedro les habían dicho que debían hacer para ser buenos casados y muy particularmente lo que les había dicho San Pedro, que, como es natural, pensaban sabría de esas cosas aun más que el señor Cura por haber sido casado y además ser santo.
Sobre lo que les había dicho San Pedro trabaron discusión acalorada al día siguiente cerca de mediodía, porque el marido, teniendo el poco talento que había dicho el señor Cura, naturalmente era testarudo y amigo de salirse con la suya, sobre todo cuando le tenía cuenta el salirse.
—Vaya—dijo la mujer saliendo muy coloradita y limpia de la cocina,—á Dios gracias yo ya he empezado á cumplir lo que San Pedro me encargó que hiciera para ser buena casada.
—Y yo también—añadió el marido desperezándose y bostezando,—ya-he empezado á cumplir lo que me encargó que hiciera para ser buen casado.
—Yo me he levantado así que he oído á los pajaritos cantar en los frutales del huerto, y dale que le das en el avío de la casa, en subir leña de la tejavana del horno, en traer agua de la fuente y na, ya dejo la comidita que no hay más que sacarla á la mesa, pues está diciendo comedme, Y tú ¿qué es lo que has hecho para cumplir el encargo de San Pedro?
—Naturalmente he hecho todo lo que el tiempo ha dado de sí para hacer apetito.
—¿Y qué es lo que entiendes tú que debes hacer para eso?
—Mujer, ¡qué quieres que entienda! En primer lugar, prohibirte que me dos disgustos que me quiten las ganas de comer; en segundo, levantarme de la cama con el sol alto para que la madrugada no me descomponga el cuerpo y por tanto me quite el apetito; en tercero, no comer hasta que esté bien digerida la comida anterior; en cuarto, dar mis paseos al aire libro; en quinto, tomar entre comida y comida mi vasito de buen vino blanco con unas rajitas de salchichón ó media docenita de ostras; en sexto, dormir mi poquito de siesta del carnero...
—No estás mal carnero tú, Dios me perdone, que los hombres sois capaces de hacer perder la paciencia á un santo con lo bien que arregláis las cosas para comer y beber y holgazanear.
—Mucho cuidadito con la lengua, que aunque visto de lana no soy borrego.
—¿Y qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que si me quitas el apetito con disgustos como esto, el mejor día te pego...
—Pega, que en carne de tu carne y hueso de tu hueso pegarás.
—Eso to vale, que sino...¡No tienen mala ganga las señoras mujeres con ser mujeres!...
—Mayor la tienen los señores hombres con ser hombres.
—En fin dejémonos de disputas, porque sino se me va á quitar el apetito que he hecho esta mañana á fuerza de matarme para hacerle, porque ya te he dicho que una de las cosas que necesito es que no me des disgustos que me quiten la gana de comer.
—Tienes razón, que debemos dejarnos de disputas y entretenernos en cosas agradables. Ea, vamos á comer, que ya es hora.
—Mujer, ¿cómo ha de ser ya hora si yo no tengo pizca de apetito?
—Marido, ¿cómo no ha de ser hora ya si yo tengo un apetito atroz?
—Pero, señor, ¿cómo puede ser esto? Yo me he matado toda la mañana por hacer apetito y no le tengo; tú no has cuidado de hacerle y le tienes. Repito que no sé cómo puede ser esto.
—Será que tú estás equivocado en el modo de hacer apetito.
—¿Cómo he de estarlo, mujer, si todo el mundo dice que este es el mejor modo...?
—Pues sino será que esté equivocado todo el mundo. Yo pudiera creer que tengo talento, ya que de mí no ha dicho como de tí el señor Cura que no le tengo, pero me contentaré con creer que en lugar de talento tengo alguna otra cosa que lo suple.
—¿Y qué cosa es esa?.
—Yo no sé cómo se llama, pero es una cosa que á las mujeres nos da el corazón.
—Lo que á vosotras os da el corazón es picardías.
—Llámale como quieras, pero lo cierto es que nos da osa cosa y es casi siempre buena.
—¡Por vida de lo que malgasto! ¡haber estado toda la mañana matándome inútilmente por cumplir el encargo que me hizo persona tan santa como San Pedro!
—No te desesperes, hombre, que acaso conseguirás mañana ú otro día lo que hoy no has conseguido. Yo creo consiste todo en acertar con un buen modo de hacer apetito y convendría preguntárselo á San Pedro cuando vuelva por aquí.
—Es verdad, mujer, y ya veo que tengo poco talento comparado contigo.
—Eh, déjate de adulaciones y vamos á comer, que yo estoy rabiando de hambre.
—¡Por vida del otro Dios, que á mí me suceda todo lo contrario después de haberme matado toda la mañana por hacer apetito!
La mujer llevó al marido á la mesa como á remolque pero aunque la comida estaba que ponía los dedos en peligro y verdaderamente puso los de la mujer, el marido apenas pudo tragar bocado.
IV
Cerca de un mes había pasado desde que los recién casados se encontraron en el camino con Cristo y San Pedro, y el marido, por más que todos los días se había matado por hacer apetito, no lo había conseguido ninguno, al paso que la mujer todos los días le había tenido atroz sin hacer nada por conseguirlo.
Y no se crea que el marido se había contentado para hacer apetito con prohibir á su mujer que le diera disgustos que le quitasen la gana de comer, con levantarse con el sol alto para que la madrugada no le descompusiese el cuerpo y por tanto le quitase el apetito, con comer cuando estuviese bien digerida la comida anterior, con dar sus buenos paseos al aire libre, con tomar entre comida y comida un vasito de buen vino blanco con unas rajitas de salchichón ó media docenita de ostras y con dormir un poquito de siesta del carnero, no señor, que á todos estos medios vulgares de hacer apetito había añadido otros.
Hasta un día que se celebraba romería cu el campo de una ermita cercana de la casita blanca, como oyera decir á algunos al salir de misa viendo que sonaba el tamboril en el campo, «pues, señor, vamos á echar un corro para hacer apetito para comer», había bailado con la chica más guapa de la aldea y hasta había obedecido á unos brutos que le gritaban: «¡oblígala, oblígala!», pero sólo había conseguido que su mujer que al salir de las últimas de la ermita le había visto bailando, así que le cogió por su cuenta en casa lo pusiera de vuelta y media llamándolo poca vergüenza y diciéndole que un hombre recién casado sólo debo bailar con su mujer y no con ninguna otra, aunque la otra sea la diosa Venus; de modo y manera que el apetito que había hecho en el baile se le quitó con el disgusto que le dió su mujer.
Y lo peor era que con no tenor tiempo más que para procurar hacer apetito, todo lo demás lo tenía como quien dice patas arriba.
—Pero, hombre—le decía su mujer,—es menester que tomemos alguna determinación con el cuidado de los ganados, con la cobranza de lo que nos deben, y sobre todo con las labores del huerto. Hace ya semanas que se debían haber sacado las patatas que se están pudriendo en la tierra, recocido las alubias que se están desgranando, cogido las peras y las manzanas que se están cayendo de maduras, puesto un buen cuartel de berza que no tiene ya espera y, en fin, haber hecho otras labores no menos necesarias...
—Mujer, tienes razón—contestaba el marido;—pero ya yes que no me queda tiempo para nada con la faena del apetito...
—¡Jesús, que picara faena! ¡Y como sacas tanto fruto de ella, que siempre que nos ponemos á comer estás desganado!
—Pues, mujer, yo bastante me mato por no estarlo.
En estas y las otras, llegó el domingo y marido y mujer bajaron juntos á misa, la oyeron y cuando volvían de la iglesia, cate usted que vuelven á encontrarse en el camino con Cristo y San Pedro.
Los saludaron con mucha reverencia, y como el divino Maestro se hubiese distraído como la otra vez en la contemplación del Padre Eterno, marido y mujer trabaron conversación con San Pedro y le contaron lo que al marido le pasaba con no conseguir hacer apetito por más que se mataba para ello.
—Mire usted, señor—dijo la mujer al santo apóstol después de contarle ce por be todo lo que su marido hacía para tener apetito,—este debe equivocarse en el modo de hacerlo, porque ya el señor Cura dijo cuando nos casamos que este tenía poco talento.
—El señor Cura—respondió San Pedro,—dijo la verdad, pu os por las señas su marido de usted no debe ser de los que inventaron la pólvora, pero no tenga usted cuidado, mujer, que todo se andará si la burra no se para.
Y dirigiéndose el santo apóstol al marido, continuó:
—Oiga usted, hombre, oiga usted cómo desde mañana se las ha de componer para hacer apetito. Se levanta usted cuando oiga cantar á los pajaritos, toma la azada ó lo que haya que tomar, y dale que le das en el huerto ó donde haga falta, no deja usted la tarea hasta que el apetito esté hecho, que lo estará todos los días á su debido tiempo, ¡y así haciendo usted esto y su mujer lo que hace, tendrán ustedes hecho lo principal para ser buenos casados.
Marido y mujer dieron las gracias á San Pedro, besaron la mano al divino Maestro y al santo apóstol y continuaron muy contentos hacia la casita blanca.
Desde el siguiente día fueron muy buenos casados, aunque todos los días y todas las noches tuvieran su disputilla, porque eso de que en este mundo todo ha de ser justo y cabal, es conversación y agua de pilón; la disputilla que tenían todos los días y todas las noches era por empeñarse el marido antes de llegar la hora de comer ó de cenar en que la hora había llegado ya, porque él tenía un apetito atroz.
¡Dios nos conservo el nuestro con medios como Dios manda para satisfacerle!