I
Nunca he intentado explicar lo que siento ante mi montón de ruinas, porque es tan yago, tan misterioso, tan profundo el sentimiento que me inspiran, no ya sólo las de una ciudad ó un monumento célebre, sino hasta las de una humilde cabaña, que en vano trataría de explicar ese sentimiento.
Ayer pasé por una pobre aldea, y nada llamó mi atención en ella, porque realmente nada había allí que saliese de la esfera común: edificios, historia, costumbres, inclinaciones, naturaleza, todo me pareció vulgar, y en realidad lo era; pero hoy vuelvo á pasar por aquel sitio, y al ver allí sólo un montón de solitarias ruinas, me detengo á contemplarlas con el corazón triste y agitado por un sentimiento indefinible.
Yo no sé si el sentimiento que las ruinas me inspiran es el de la curiosidad ó el dolor; pero sí sé que es triste y lleno de la vaga melancolía que siente el alma cuando al tocar el sol en el Ocaso comtemplamos el último rayo que dora la cúspide de la montaña.
Una pobre mujer de esas que á fuerza de sentir mucho, saben expresar algo, exclama en uno de los Cuentos de color de rosa:
—«¡Ah, señor, qué triste es ver un hogar desierto y arruinado! Cuando pasamos mi hijo y yo junto á esa aceña arruinada que hay á la orilla del río, las lágrimas se nos saltan; que mucho quieren decir aquellas paredes aún ennegrecidas por el fuego del hogar, y aquel poyo que aún se conserva allí frío y solitario, y aquellas letras, hechas con la punta de un cuchillo ó del badil, que aún se ven en la pared, y aquellos clavos que aún permanecen junto á la ventana!»
Quizá estas palabras puedan servir de clavo para descifrar el enigma del sentimiento que las ruinas inspiran: todo lo lejano os hermoso y triste, y por eso son tristes y hermosos los recuerdos.
¿Qué son sino recuerdos las ruinas?
II
Lo que voy á contar no es cuento, pero os verdad, que es mucho mejor.
Un día examinábamos un amigo mío y yo un mapa de Castilla la Nueva, trazado en el siglo anterior.
—¿Qué tal es este pueblo?—pregunté, indicando con el dedo el nombre de Sacedón de Canales, que aparecía en la orilla occidental del río Guadarrama.
—Ese—me contestó mi amigo¡—cuéntale entre los muertos.
Por complacer á quien este encargo me hizo, voy á contar cómo murió el pobre Sacedón, y cómo lloró sobre sus olvidados restos.
A cuatro leguas de Madrid hubo una villa de trescientos vecinos, que llevaba el nombro de Sacedón de Canales.
Estaba situada á trescientos pasos del río Guadarrama, en un vallecito que desemboca en el río, cuya corriente tropieza allí con un cerro, y tiene que dar una penosa vuelta.
Los vecinos de Sacedón tenían por costumbre inmemorial prestar su auxilio al río para que pudiese continuar su camino, y el río les mostraba su agradecimiento, absteniéndose de invadir las hermosas huertas que los de Sacedón ostentaban á su margen, y no consintiendo que subiese á la villa ¡ninguna de las tercianas que llevaba consigo para castigar á los pueblos desidiosos ó mal intencionados que le negasen auxilio ó le pusiesen obstáculos para caminar.
A principios del presente siglo, los vecinos de Sacedón probaron la fruta del árbol de la ciencia, es decir, supieron que el río llevaba un nombre arábigo, y determinaron negar su auxilio al infiel, sin considerar que la caridad no tiene límites.
El Guadarrama hizo titánicos esfuerzos para salvar los muros de arena que se oponían á su paso, y con furiosos bramidos llamó en su auxilio á los moradores de la villa; pero éstos no se dignaron bajar á auxiliarlo. Entonces el río, indignado acampó en las floridas huertas de la vega, talándolas sin misericordia, y soltó el enjambre de tercianas que llevaba consigo, y que subiendo por el vallecito arriba, invadieron la villa y se cebaron horriblemente en los moradores.
Hacia 1817, Sacedón de Canales empezó á figurar como despoblado en la estadística territorial de España, y su archivo municipal yacía incorporada al de Villaviciosa de Odón, sin que hubiese nadie que por curiosidad ó por interés se acercase á ojear aquellos protocolos en que durante muchos siglos se había ido reflejando la vida de un pueblo rico, alegre y dichoso.
En 1848 dirigíame yo á Villaviciosa con objeta de hacer algunas investigaciones en el archivo de aquella villa, y al salir de Madrid supe que el último alcalde de Sacedón de Canales ganaba miserablemente la vida en una chocita, en la que vendía fósforos y otros objetos en el puente de Segovía, donde en efecto me encontré con un anciano, cuyos ojos se arrasaron en lágrimas apenas pronuncié el nombre de Sacedón.
—¡El último que abandonó á Sacedón fuí yo!—me dijo con la profunda pena del desterrado que tiene la certidumbre de que nunca ha de tornar á la patria.
—¿Y no ha vuelto nunca por allá?
—¡Nunca!
—¿Por qué?
—Porque al llegar allí me moriría de pena; y allí no existe ya aquel camposanto adornado de cipreses y rosales donde descansaban mis padres, mi esposa, mis hijos, mis hermanos y mis amigos.
Comprendí el dolor del anciano y continué tris teniente mi camino, que yo era también desterrado y veía á lo lejos un camposanto donde duermen muchos seres queridos, y donde tal vez no me será dado dormir.
III
—¿Dónde está Sacedón de Canales?—pregunté al mayoral de la diligencia al llegar á las alturas que dominan á Villaviciosa.
—¿Ve usted allá, al otro lado del valle, una cañada cubierta de árboles que baja hasta el río?—me preguntó el mayoral señalando hacia el Poniente
—Sí.
—Pues aquella es la barranca del Muerto.
—Pero ¿dónde está Sacedón?
—Estaba en aquella barranca.
—¿Y no queda ya nada del pueblo?
—Haga usted cuenta que nada.
—Me parece que á la derecha de los árboles se distingue un edificio.
—Es la torre de la iglesia; lo único que queda del pueblo.
—¿Y por qué llaman al sitio donde estuvo el, pueblo la barranca del Muerto?
—A la cuenta será porque ha muerto el pueblo
Sonreíme de la lógica del mayoral, aunque á la verdad menos sólida la usan muchos etimólogos que blasonan de padres nuestros, y aquel día no volví á acordarme de Sacedón de Canales.
Al siguiente me fuí al archivo municipal, y al ver en el rincón más obscuro, cubiertos de polvo y telarañas, completamente olvidados, los legajos pertenecientes al de Sacedón, yo no sé qué misterioso sentimiento se apoderó de mí; me parecía que el espíritu de la villa desolada había sobrevivido á la materia, y desde aquellos papeles que le servían á la par de cárcel y de refugio, pedía misericordia.
Ocho días pasé examinando los protocolos de Sacedón, familiarizándome con el nombre de sus moradores, con sus plazas, con sus calles, con sus campos, con sus discordias; con sus calamidades, con sus amores, con sus fiestas, con su vida, en fin, de tal modo, que al cabo de aquel tiempo me parecía haber vivido en Sacedón, y conocerle como el anciano que no podía pronunciar su nombre sin llorar.
Una tarde tomé el camino del Guadarrama. Aquel camino empezó á despertar en mí el sentimiento indefinible que despiertan las ruinas, porque la hierba y la zarza brotaban en él, y lo que tenía evidentes trazas de haber sido carretera muy frecuentada, era ya una senda estrecha y solitaria.
¡Aquel camino conducía en otro tiempo á la villa de Sacedón de Canales, y ya sólo conducía á la barranca del Muerto!
Un recuerdo de mi niñez acudió entonces á mi memoria.
Había en mi aldea dos caserías separadas por un verde prado, y en ellas vivían dos jóvenes amantes. A fuerza de visitarse éstos mutuamente, fueron señalando en el prado una senda que se distinguía perfectamente desde lejos. El joven murió, y quince días después la senda había desaparecido, porque la hierba había vuelto á brotar en ella.
Tal fué el recuerdo que acudió á mi memoria al recorrer el camino por donde en otro tiempo se visitaban mutuamente Sacedón de Canales y Villa-viciosa de Odón.
IV
La tarde estaba triste, triste como la idea y el sentimiento que las ruinas inspiran.
Llegué á la orilla del Guadarrama, y en la margen opuesta, allí donde en otro tiempo se extendían fructíferas huertas y arboledas, sólo encontré inútiles juncales y ponzoñosas lagunas.
El río rugía colérico, como si su venganza no estuviese aún satisfecha con la desolación á que había condenado á la vega que en otro tiempo fecundaba.
Y sin querer detenerme en aquella triste soledad, tomé vallecito arriba. Apenas habría dado trescientos pasos, alcé la vista y mire en mi derredor, buscando la villa en que yo había vivido con el pensamiento por espacio de ocho días, y el corazón se me oprimió de tristeza al ver la soledad que reinaba allí donde la vida y la alegría reinaron en otro tiempo.
¡Ay! ¡Era un inmenso hogar, desierto, frío, desamparado, el que mis ojos contemplaban!
A mi derecha una heredad donde el trigo brotaba difícilmente entre escombros, y en medio de la heredad un campanario sin cruz y sin campanas, inútil para la tierra y el cielo, como un corazón sin amor y sin fe!
A la izquierda intrincados zarzales, entre los que se descubrían algunos álamos agobiados por la vejez y el desamparo, y tal vez, Dios mío, por los recuerdos de las alegres fiestas y los dulces amores que protegieron con su sombra!
A mi derecha los gritos de las urracas, y á mi izquierda el sordo murmullo de un arroyo, me parecían la quejumbrosa voz de aquellos muertos, cuya última morada había ido á surcar y profanar el arado del labrador.
—Haces bien—esclamé,—haces bien pobre anciano del puente de Segovia, en no tornar á estas soledades, que estas soledades gritan: «¡Oh! ¡Vosotros, los que por aquí pasáis, contemplad y ved si hay un dolor como el nuestro!»
Sobre las santas ruinas del templo doblé la rodilla, y recé y lloré.
¿Para qué he de decir lo que entonces sentí, si los que no tienen corazón no lo han de comprender, y los que le tienen lo comprenden sin decírselo?
Luego me interné en los zarzales de la izquierda, donde el arroyo murmuraba tristemente, ¡en la barranca del Muerto, que en muchos de los procesos conservados en el archivo municipal de Villa-viciosa había yo leído pasajes como éste: «E otro sí dijo que la querella acaesció en la alameda allende el arroyo, de es la fuentecica de la villa, e de se ayuntan los mozos e las mozas las tardes de disanto para se solazar...», y deseaba refrigerar mis labios en la fuentecica de la villa, y sentarme al pie de los álamos donde se solazaban las tardes de disanto los mozos y las mozas.
¡Sólo encontré una charca cenagosa, y esparcidos en sus cercanías algunos troncos de álamos podridos!
Y entonces, fatigado de emoción, incliné la vista al suelo y levanté el corazón á Dios, pensando cuán triste sería la tierra si tras lo perecedero de ella no estuviese lo eterno del cielo, y descendí tristemente por la barranca del Muerto.