Juan de Mairena

Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo

Antonio Machado


Miscelánea, aforismos, ensayo


Habla Juan de Mairena a sus alumnos
I
II
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IV
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VI
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VIII
IX
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XII
XIII
XIV
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XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
XXXIX
XL
XLI
XLII
XLIII
XLIV
XLV
XLVI
XLVII
XLVIII
XLIX
L
Juan de Mairena en Hora de España
LI. Consejos, sentencias y donaires de Juan de Mairena y de su maestro Abel Martín
LII. Sigue hablando Mairena a sus alumnos
LIII. Sigue hablando Mairena a sus alumnos
LIV. Apuntes y recuerdos de Juan de Mairena
LV. Apuntes y recuerdos de Juan de Mairena
LVI. Sigue hablando Mairena a sus alumnos
LVII. Sobre la defensa y la difusión de la cultura
LVIII. Algunas ideas de Juan de Mairena sobre la guerra y la paz
LIX. Miscelánea apócrifa.
LX. Miscelánea apócrifa. Palabras de Juan de Mairena
LXI. Miscelánea apócrifa. Notas sobre Juan de Mairena
LXII. Miscelánea apócrifa. Habla Juan de Mairena a sus alumnos
LXIII. Miscelánea apócrifa.
LXIV. Notas y recuerdos de Juan de Mairena
LXV. Sobre algunas ideas de Juan de Mairena
LXVI. Sigue hablando Mairena a sus alumnos
LXVII. Miscelánea apócrifa. Sigue Mairena…
LXVIII. Mairena póstumo
LXIX. Mairena póstumo
LXX. Mairena póstumo
Juan de Mairena en Madrid. Cuadernos de la Casa de la Cultura y en Servicio Español de Información
LXXI. Notas de actualidad
LXXII. Sobre el cinismo. Antístenes, Rousseau, Lenin
LXXIII. Notas al margen
LXXIV. Notas del tiempo. Voces de calidad
Juan de Mairena en La Vanguardia
LXXV. Notas inactuales, a la manera de Juan de Mairena
LXXVI. Mairena póstumo. Algunas consideraciones sobre la política conservadora de las grandes potencias
LXXVII. Mairena póstumo. Desde el mirador de la guerra
LXXVIII. Desde el mirador de la guerra
LXXIX. Desde el mirador de la guerra
LXXX. Desde el mirador de la guerra
LXXXI. Desde el mirador de la guerra. Saavedra Fajardo y la guerra total
LXXXII. Desde el mirador de la guerra. Para el Congreso de la paz
LXXXIII. Atalaya. Desde el mirador de la contienda
LXXXIV. Desde el mirador de la guerra. Viejas profecías de Juan de Mairena
LXXXV. Desde el mirador de la guerra
LXXXVI. Desde el mirador de la guerra. Miscelánea apócrifa
LXXXVII. Desde el mirador de la guerra

Habla Juan de Mairena a sus alumnos

I

La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.

AGAMENÓN. Conforme.

EL PORQUERO. No me convence.

* * *

(Mairena, en su clase de Retórica y Poética).

—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa».

El alumno escribe lo que se le dicta.

—Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.

El alumno, después de meditar, escribe: «Lo que pasa en la calle».

MAIRENA. No está mal.

* * *

—Cada día, señores, la literatura es más escrita y menos hablada. La consecuencia es que cada día se escriba peor, en una prosa fría, sin gracia, aunque no exenta de corrección, y que la oratoria sea un refrito de la palabra escrita, donde antes se había enterrado la palabra hablada. En todo orador de nuestros días hay siempre un periodista chapucero. Lo importante es hablar bien: con viveza, lógica y gracia. Lo demás se os dará por añadidura.

* * *

(Sobre el diálogo y sus dificultades).

«Ningún comediógrafo hará nada vivo y gracioso en el teatro sin estudiar a fondo la dialéctica de los humores». Esta nota de Juan de Mairena va acompañada de un esquema de diálogo en el cual uno de los interlocutores parece siempre dispuesto a la aquiescencia, exclamando a cada momento ¡Claro!, ¡claro!, mientras el otro replica indefectiblemente: ¡Oh, no tan claro!, ¡no tan claro! En este diálogo, el uno acepta las razones ajenas casi sin oírlas, y el otro se revuelve contra las propias, ante el asentimiento de su interlocutor.

* * *

«Hay hombres hiperbólicamente benévolos y cordiales, dispuestos siempre a exclamar, como el borracho de buen vino: “¡Usted es mi padre!”. Hay otros, en cambio, tan prevenidos contra su prójimo…».

Juan de Mairena acompaña esta nota del siguiente dialoguillo entre un borracho cariñoso y un sordo agresivo:

—Chóquela usted.

—Que lo achoquen a usted.

—Digo que choque usted esos cinco.

—Eso es otra cosa.

* * *

(Sobre la verdad).

Señores: la verdad del hombre —habla Mairena a sus alumnos de Retórica— empieza donde acaba su propia tontería. Pero la tontería del hombre es inagotable. Dicho de otro modo: el orador, nace; el poeta se hace con el auxilio de los dioses.

* * *

Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad. Por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino. Os hago esta advertencia pensando en algunos de vosotros que habrán de consagrarse a la política. No olvidéis, sin embargo, que lo corriente en el hombre es lo que tiene de común con otras alimañas, pero que lo específicamente humano es creer en la muerte. No penséis que vuestro deber de retóricos es engañar al hombre con sus propios deseos; porque el hombre ama la verdad hasta tal punto que acepta, anticipadamente, la más amarga de todas.

* * *

La blasfemia forma parte de la religión popular. Desconfiad de un pueblo donde no se blasfema: lo popular allí es el ateísmo. Prohibir la blasfemia con leyes punitivas, más o menos severas, es envenenar el corazón del pueblo, obligándole a ser insincero en su diálogo con la divinidad. Dios, que lee en los corazones, ¿se dejará engañar? Antes perdona Él —no lo dudéis— la blasfemia proferida, que aquella otra hipócritamente guardada en el fondo del alma, o, más hipócritamente todavía, trocada en oración.

* * *

Mas no todo es folclore en la blasfemia, que decía mi maestro Abel Martín. En una Facultad de Teología bien organizada es imprescindible —para los estudios del doctorado, naturalmente— una cátedra de Blasfemia, desempeñada, si fuera posible, por el mismo Demonio.

* * *

—Continúe usted, señor Rodríguez, desarrollando el tema.

—En una república cristiana —habla Rodríguez, en ejercicio de oratoria— democrática y liberal, conviene otorgar al Demonio carta de naturaleza y de ciudadanía, obligarle a vivir dentro de la ley, prescribirle deberes a cambio de concederle sus derechos, sobre todo el específicamente demoníaco: el derecho a la emisión del pensamiento. Que como tal Demonio nos hable, que ponga cátedra, señores. No os asustéis. El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas.

* * *

L’individualité enveloppe l’infini.— El individuo es todo. ¿Y qué es, entonces, la sociedad? Una mera suma de individuos. (Pruébese lo superfluo de la suma y de la sociedad).

* * *

Por muchas vueltas que le doy —decía Mairena— no hallo manera de sumar individuos.

* * *

Cuando el saber se especializa, crece el volumen total de la cultura. Esta es la ilusión y el consuelo de los especialistas. ¡Lo que sabemos entre todos! ¡Oh, eso es lo que no sabe nadie!

* * *

El alma de cada hombre —cuenta Mairena que decía su maestro— pudiera ser una pura intimidad, una mónada sin puertas ni ventanas, dicho líricamente: una melodía que se canta y escucha a sí misma, sorda e indiferente a otras posibles melodías —¿iguales?, ¿distintas?— que produzcan las otras almas. Se comprende lo inútil de una batuta directora. Habría que acudir a la genial hipótesis leibnitziana de la armonía preestablecida. Y habría que suponer una gran oreja interesada en escuchar una gran sinfonía. ¿Y por qué no una gran algarabía?

* * *

(Sobre el escepticismo).

Contra los escépticos se esgrime un argumento aplastante: «Quien afirma que la verdad no existe, pretende que eso sea la verdad, incurriendo en palmaria contradicción». Sin embargo, este argumento irrefutable no ha convencido, seguramente, a ningún escéptico. Porque la gracia del escéptico consiste en que los argumentos no le convencen. Tampoco pretende él convencer a nadie.

* * *

—Dios existe o no existe. Cabe afirmarlo o negarlo, pero no dudarlo.

—Eso es lo que usted cree.

* * *

Un Dios existente —decía mi maestro— sería algo terrible. ¡Que Dios nos libre de él!

II

Nunca la palabra burgués —decía Juan de Mairena— ha sonado bien en los oídos de nadie. Ni siquiera hoy, cuando la burguesía, con el escudo al brazo —después de siglo y medio de alegre predominio—, se defiende de ataques fieros y constantes, hay quien se atreva a llamarse burgués. Sin embargo, la burguesía, con su liberalismo, su individualismo, su organización capitalista, su ciencia positiva, su florecimiento industrial, mecánico, técnico; con tantas cosas más —sin excluir el socialismo, nativamente burgués—, no es una clase tan despreciable para que monsieur Jourdain siga avergonzándose de ella y no la prefiera, alguna vez, a su fantástica gentilhombría.

* * *

La vida de provincias —decía mi maestro, que nunca tuvo la superstición de la corte— es una copia descolorida de la vida madrileña; es esta misma vida, vista en uno de esos espejos de café provinciano, enturbiados por muchas generaciones de moscas. Con un estropajo y un poco de lejía… estamos en la Puerta del Sol.

* * *

(La pedagogía, según Juan de Mairena, en 1940).

—Señor Gozálvez.

—Presente.

—Respóndame sin titubear. ¿Se puede comer judías con tomate? (El maestro mira atentamente a su reloj).

—¡Claro que sí!

—¿Y tomate con judías?

—También.

—¿Y judíos con tomate?

—Eso… no estaría bien.

—¡Claro! Sería un caso de antropofagia. Pero siempre se podrá comer tomate con judíos. ¿No es cierto?

—Eso…

—Reflexione un momento.

—Eso, no.

El chico no ha comprendido la pregunta.

—Que me traigan una cabeza de burro para este niño.

* * *

Nunca, nada, nadie. Tres palabras terribles; sobre todo la última. (Nadie es la personificación de la nada). El hombre, sin embargo, se encara con ellas, y acaba perdiéndoles el miedo… ¡Don Nadie! ¡Don José María Nadie! ¡El excelentísimo señor don Nadie! Conviene que os habituéis —habla Mairena a sus discípulos— a pensar en él y a imaginarlo. Como ejercicio poético no se me ocurre nada mejor. Hasta mañana.

* * *

La palabra representación, que ha viciado toda la teoría del conocimiento —habla Mairena en clase de Retórica—, envuelve muchos equívocos, que pueden ser funestos al poeta. Las cosas están presentes en la conciencia o ausentes de ella. No es fácil probar, y nadie, en efecto, ha probado que estén representadas en la conciencia. Pero aunque concedamos que haya algo en la conciencia semejante a un espejo donde se reflejan imágenes más o menos parecidas a las cosas mismas, siempre debemos preguntar: ¿y cómo percibe la conciencia las imágenes de su propio espejo? Porque una imagen en un espejo plantea para su percepción igual problema que el objeto mismo. Claro es que al espejo de la conciencia se le atribuye el poder milagroso de ser consciente, y se da por hecho que una imagen en la conciencia es la conciencia de una imagen. De este modo se esquiva el problema eterno, que plantea una evidencia del sentido común: el de la absoluta heterogeneidad entre los actos conscientes y sus objetos.

A vosotros, que vais para poetas, artistas imaginadores, os invito a meditar sobre este tema. Porque también vosotros tendréis que habéroslas con presencias y ausencias, de ningún modo con copias, traducciones ni representaciones.

* * *

(Prácticas de oratoria).

—Señores (habla Rodríguez, aventajado discípulo de Mairena): Nadie menos autorizado que yo para dirigiros la palabra: mi ingenio es nulo; mi ignorancia, casi enciclopédica. Encomiéndome, pues, a vuestra indulgencia. ¿Qué digo indulgencia? ¡A vuestra misericordia!

LA CLASE. ¡Bien!

MAIRENA. No se achique usted tanto, señor Rodríguez. Agrada la modestia, pero no el propio menosprecio.

—Señores (habla Rodríguez, erguido, ensayando un nuevo exordio): Pocas palabras voy a deciros; pero estas pocas palabras van a ser buenas. Aguzad las orejas y prestadme toda la atención de que seáis capaces.

Silencio de estupefacción en la clase.

UNA VOZ. Nos ha llamado burros.

EL ORADOR (mirando a su maestro). ¿Sigo?

MAIRENA. Si es cuestión de riñones, adelante.

* * *

Amar a Dios sobre todas las cosas —decía mi maestro Abel Martín— es algo más difícil de lo que parece. Porque ello parece exigirnos: primero, que creamos en Dios; segundo, que creamos en todas las cosas; tercero, que amemos todas las cosas; cuarto, que amemos a Dios sobre todas ellas. En suma: la santidad perfecta, inasequible a los mismos santos.

* * *

Nuestro amor a Dios —decía Spinoza— es una parte del amor con que Dios se ama a sí mismo. «¡Lo que Dios se habrá reído —decía mi maestro— con esta graciosa y gedeónica reducción al absurdo del concepto de amor!». Los grandes filósofos son los bufones de la divinidad.

* * *

De lo uno a lo otro es el gran tema de la metafísica. Todo el trabajo de la razón humana tiende a la eliminación del segundo término. Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana. Identidad = realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en «La esencial Heterogeneidad del ser», como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno.

* * *

(Fragmento de clase).

MAIRENA. Señor Martínez, salga usted a la pizarra, y escriba:

Las viejas espadas de tiempos gloriosos

Martínez obedece.

MAIRENA. ¿A qué tiempos cree usted que alude el poeta?

MARTÍNEZ. A aquellos tiempos en que esas espadas no eran viejas.

III

(De política).

En España —no lo olvidemos— la acción política de tendencia progresiva suele ser débil, porque carece de originalidad; es puro mimetismo que no pasa de simple excitante de la reacción. Se diría que solo el resorte reaccionario funciona en nuestra máquina social con alguna precisión y energía. Los políticos que pretenden gobernar hacia el porvenir deben tener en cuenta la reacción de fondo que sigue en España a todo avance de superficie. Nuestros políticos llamados de izquierda, un tanto frívolos —digámoslo de pasada—, rara vez calculan, cuando disparan sus fusiles de retórica futurista, el retroceso de las culatas, que suele ser, aunque parezca extraño, más violento que el tiro.

* * *

Consejo de Maquiavelo: No conviene irritar al enemigo.

Consejo que olvidó Maquiavelo: Procura que tu enemigo nunca tenga razón.

Se habla del fracaso de los intelectuales en política. Yo no he creído nunca en él. Se le confunde con el fracaso de ciertos virtuosos de la inteligencia, hombres de algún ingenio literario o de alguna habilidad aneja a la literatura y a la conversación —médicos, retóricos, fonetistas, ventrílocuos—, que no siempre son los más inteligentes.

* * *

Claro es que en el campo de la acción política, el más superficial y aparente, solo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela.

* * *

Y en cuanto al fracaso de Platón en política, habremos de buscarlo donde seguramente no lo encontraremos: en su inmortal República. Porque esta fue la política que hizo Platón.

* * *

La libertad, señores (habla Mairena a sus alumnos), es un problema metafísico. Hay, además, el liberalismo, una invención de los ingleses, gran pueblo de marinos, boxeadores e ironistas.

* * *

Solo un inglés es capaz de sonreír a su adversario y aun de felicitarle por el golpe maestro que pudo poner fin al combate. Con un ojo hinchado y dos costillas rotas, el inglés parece triunfar siempre de otros púgiles más fuertes, pero menos educados para la lucha y cuya victoria pudiera celebrarse en la espuerta de la basura. El inglés, en efecto, ha sabido dignificar la lucha, convirtiéndola en juego, más o menos violento, pero siempre limpio, donde se gana sin jactancia y se pierde sin demasiada melancolía. Aun en la lucha trágica, que no puede ser juego, la del hombre con el mar, el inglés es el último en perder elegancia. Todo esto es verdad. Mas cuando no se trata de pelear, ¿de qué nos sirven los ingleses? Porque no todas las actividades han de ser polémicas.

* * *

Si se tratase de construir una casa, de nada nos aprovecharía que supiéramos tirarnos correctamente los ladrillos a la cabeza. Acaso tampoco, si se tratara de gobernar a un pueblo, nos serviría de mucho una retórica con espolones.

* * *

El siglo XIX es esencialmente peleón. Se ha tomado demasiado en serio el struggle-for-life darwiniano. Es lo que pasa siempre: se señala un hecho; después se le acepta como una fatalidad; al fin se convierte en bandera. Si un día se descubre que el hecho no era completamente cierto, o que era totalmente falso, la bandera, más o menos descolorida, no deja de ondear.

* * *

—El hombre ha venido al mundo a pelear. Es uno de los dogmas esencialmente paganos de nuestro siglo —decía Juan de Mairena a sus discípulos.

—¿Y si vuelve el Cristo, maestro?

—Ah, entonces se armaría la de Dios es Cristo.

* * *

—Dadme cretinos optimistas —decía un político a Juan de Mairena—, porque ya estoy hasta los pelos del pesimismo de nuestros sabios. Sin optimismo no vamos a ninguna parte.

—¿Y qué diría usted de un optimismo con sentido común?

—¡Ah, miel sobre hojuelas! Pero ya sabe usted lo difícil que es eso, amigo Mairena.

* * *

En política, como en arte, los novedosos apedrean a los originales.

* * *

A los tradicionalistas convendría recordarles lo que tantas veces se ha dicho contra ellos:

Primero. Que si la historia es, como el tiempo, irreversible, no hay manera de restaurar lo pasado.

Segundo. Que si hay algo en la historia fuera del tiempo, valores eternos, eso, que no ha pasado, tampoco puede restaurarse.

Tercero. Que si aquellos polvos trajeron estos lodos, no se puede condenar el presente y absolver el pasado.

Cuarto. Que si tomásemos a aquellos polvos volveríamos a estos lodos.

Quinto. Que todo reaccionarismo consecuente termina en la caverna o en una edad de oro, en la cual solo, y a medias, creía Juan Jacobo Rousseau.

* * *

Y a los arbitristas y reformadores de oficio convendría advertirles:

Primero. Que muchas cosas que están mal por fuera están bien por dentro.

Segundo. Que lo contrario es también frecuente.

Tercero. Que no basta mover para renovar.

Cuarto. Que no basta renovar para mejorar.

Quinto. Que no hay nada que sea absolutamente impeorable.

* * *

—Ah, señores… (Habla Mairena, iniciando un ejercicio de oratoria política). Continué usted, señor Rodríguez, desarrollando el tema.

—Ah, señores, no lo dudéis. España, nuestra querida España, merece que sus asuntos se resuelvan favorablemente. ¿Sigo?

—Ya ha dicho usted bastante, señor Rodríguez. Eso es toda una declaración de gobierno, casi un discurso de la corona.

* * *

—La sociedad burguesa de que formamos parte —habla Mairena a sus alumnos— tiende a dignificar el trabajo. Que no sea el trabajo la dura ley a que Dios somete al hombre después del pecado. Más que un castigo, hemos de ver en él una bendición del cielo. Sin embargo, nunca se ha dicho tanto como ahora: «El que no trabaje que no coma». Esta frase, perfectamente bíblica, encierra un odio inexplicable a los holgazanes, que nos proporcionan con su holganza el medio de acrecentar nuestra felicidad y de trabajar más de la cuenta.

Uno de los discípulos de Mairena hizo la siguiente observación al maestro:

—El trabajador no odia al holgazán porque la holganza aumente el trabajo de los laboriosos, sino porque les merma su ganancia, y porque no es justo que el ocioso participe, como el trabajador, de los frutos del trabajo.

—Muy bien, señor Martínez. Veo que no discurre usted mal. Convengamos, sin embargo, en que el trabajador no se contenta con el placer de trabajar: reclama, además, el fruto íntegro de su trabajo. Pero aquellos bienes de la tierra que da Dios de balde, ¿por qué no han de repartirse entre trabajadores y holgazanes, mejorando un poco al pobrecito holgazán, para indemnizarle de la tristeza de su holganza?

—Porque Dios, señor doctor, no da nada de balde, puesto que nuestra propia vida nos la concede a condición que la hemos de ganar con el trabajo.

—Muy bien. Estamos de nuevo en la concepción bíblica del trabajo: dura ley a que Dios somete al hombre, a todos los hombres, por el mero pecado de haber nacido. Es aquí adonde yo quería venir a parar. Porque iba a proponeros, como ejercicio de clase, un «Himno al trabajo», que no debe contribuir a entristecer al trabajador como una canción de forzado, pero que tampoco puede cantar, insinceramente, alegrías que no siente el trabajador.

Conviene, sobre todo, que nuestro himno no suene a canto de negrero, que jalea al esclavo para que trabaje más de la cuenta.

IV

Al hombre público, muy especialmente al político, hay que exigirle que posea las virtudes públicas, todas las cuales se resumen en una: fidelidad a la propia máscara. Decía mi maestro Abel Martín —habla Mairena a sus discípulos de Sofística— que un hombre público que queda mal en público es mucho peor que una mujer pública que no queda bien en privado. Bromas aparte —añadía—, reparad en que no hay lío político que no sea un trueque, una confusión de máscaras, un mal ensayo de comedia, en que nadie sabe su papel.

Procurad, sin embargo, los que vais para políticos, que vuestra máscara sea, en lo posible, obra vuestra; hacéosla vosotros mismos, para evitar que os la pongan —que os la impongan— vuestros enemigos o vuestros correligionarios; y no la hagáis tan rígida, tan imporosa e impermeable que os sofoque el rostro, porque, más tarde o más temprano, hay que dar la cara.

* * *

¡Figuraos
si habré metido mal caos
en su cabeza, Don Juan!

* * *

¿Dónde me han dicho a mí —se decía Juan de Mairena— esta frase tan graciosa? Acaso en los pasillos del Congreso… ¡Quién sabe! ¡Hay tantos sitios dónde se abusa de la inocencia!

* * *

La filosofía, vista desde la razón ingenua, es, como decía Hegel, el mundo al revés. La poesía, en cambio —añadía mi maestro Abel Martín— es el reverso de la filosofía, el mundo visto, al fin, del derecho. Este al fin, comenta Juan de Mairena, revela el pensamiento un tanto gedeónico de mi maestro: «Para ver del derecho hay que haber visto antes del revés». O viceversa.

* * *

(Ejercicios de Sofística).

La serie par es la mitad de la serie total de los números. La serie impar es la otra mitad.

Pero la serie par y la serie impar son —ambas— infinitas.

La serie total de los números es también infinita. ¿Será entonces doblemente infinita que la serie par y que la serie impar?

No parece aceptable, en buena lógica, que lo infinito pueda duplicarse, como, tampoco, que pueda partirse en mitades.

Luego la serie par y la serie impar son ambas, y cada una, iguales a la serie total de los números.

No es tan claro, pues, como vosotros pensáis, que el todo sea mayor que la parte.

Meditad con ahínco, hasta hallar en qué consiste lo sofístico de este razonamiento.

Y cuando os hiervan los sesos, avisad.

* * *

La prosa, decía Juan de Mairena a sus alumnos de Literatura, no debe escribirse demasiado en serio. Cuando en ella se olvida el humor —bueno o malo—, se da en el ridículo de una oratoria extemporánea, o en esa que llaman prosa lírica, ¡tan empalagosa!…

—Pero —observó un alumno— los Tratados de Física, de Biología…

—La prosa didáctica es otra cosa. En efecto: hay que escribirla en serio. Sin embargo, una chispita de ironía nunca está de más. ¿Qué hubiera perdido el doctor Laguna con pitorrearse un poco de su Dioscóredes Anazarbeo…? Pensaríamos de él como pensamos hoy: que fue un sabio, para su tiempo, y hasta intentaríamos leerle alguna vez.

* * *

(Sobre la crítica).

Si alguna vez cultiváis la crítica literaria o artística, sed benévolos. Benevolencia no quiere decir tolerancia de lo ruin o conformidad con lo inepto, sino voluntad del bien, en vuestro caso, deseo ardiente de ver realizado el milagro de la belleza. Solo con esta disposición de ánimo la crítica puede ser fecunda. La crítica malévola que ejercen avinagrados y melancólicos es frecuente en España, y nunca descubre nada bueno. La verdad es que no lo busca ni lo desea.

Esto no quiere decir que la crítica malévola no coincida más de una vez con el fracaso de una intención artística. ¡Cuántas veces hemos visto una comedia mala sañudamente lapidada por una crítica mucho peor que la comedia!… ¿Ha comprendido usted, señor Martínez?

MARTÍNEZ. Creo que sí.

MAIRENA. ¿Podría usted resumir lo dicho en pocas palabras?

MARTÍNEZ. Que no conviene confundir la crítica con las malas tripas.

MAIRENA. Exactamente.

* * *

Más de una vez, sin embargo, la malevolencia, el odio, la envidia han aguzado la visión del crítico para hacerle advertir, no lo que hay en las obras de arte, pero sí algo de lo que falta en ellas. Las enfermedades del hígado y del estómago han colaborado también con el ingenio literario. Pero no han producido nada importante.

* * *

(Viejos y jóvenes).

Cuenta Juan de Mairena que uno de sus discípulos le dio a leer un artículo cuyo tema era la inconveniencia e inanidad de los banquetes. El artículo estaba dividido en cuatro partes: A) Contra aquellos que aceptan banquetes en su honor; B) Contra los que declinan el honor de los banquetes; C) Contra los que asisten a los banquetes celebrados en honor de alguien; D) Contra los que no asisten a los tales banquetes. Censuraba agriamente a los primeros por fatuos y engreídos; a los segundos acusaba de hipócritas y falsos modestos; a los terceros, de parásitos del honor ajeno; a los últimos, de roezancajos y envidiosos del mérito.

Mairena celebró el ingenio satírico de su discípulo.

—¿De veras le parece a usted bien, maestro?

—De veras. ¿Y cómo va usted a titular ese trabajo?

—«Contra los banquetes».

—Yo le titularía, mejor: «Contra el género humano, con motivo de los banquetes».

* * *

—A usted le parecerá Balzac un buen novelista —decía a Juan de Mairena un joven ateneísta de Chipiona.

—A mí, sí.

—A mí, en cambio, me parece un autor tan insignificante que ni siquiera lo he leído.

* * *

(Una gran plancha de Juan de Mairena y de su maestro Abel Martín).

«Carlos Marx, señores —ya lo decía mi maestro—, fue un judío alemán que interpretó a Hegel de una manera judaica, con su dialéctica materialista y su visión usuraria del futuro. ¡Justicia para el innumerable rebaño de los hombres; el mundo para apacentarlo! Con Marx, señores, la Europa, apenas cristianizada, retrocede al Viejo Testamento. Pero existe Rusia, la santa Rusia, cuyas raíces espirituales son esencialmente evangélicas. Porque lo específicamente ruso es la interpretación exacta del sentido fraterno del cristianismo. En la tregua del eros genesiaco, que solo aspira a perdurar en el tiempo, de padres a hijos, proclama el Cristo la hermandad de los hombres, emancipada de los vínculos de la sangre y de los bienes de la tierra; el triunfo de las virtudes fraternas sobre las patriarcales. Toda la literatura rusa está impregnada de este espíritu cristiano. Yo no puedo imaginar, señores, una Rusia marxista, porque el ruso empieza donde el marxista acaba. ¡Proletarios del mundo, defendeos, porque solo importa el gran rebaño de hombres! Así grita, todavía, el bíblico semental humano. Rusia no ha de escucharle». (Fragmento de un discurso de Juan de Mairena, conocido por sus discípulos con el nombre de «Sermón de Rute», porque fue pronunciado en el Ateneo de esta localidad).

V

(Las clases de Mairena).

Juan de Mairena hacía advertencias demasiado elementales a sus alumnos. No olvidemos que estos eran muy jóvenes, casi niños, apenas bachilleres; que Mairena colocaba en el primer banco de su clase a los más torpes, y que casi siempre se dirigía a ellos.

* * *

(Apuntes tomados al oído por discípulos de Mairena).

Se dice que vivimos en un país de autodidactos. Autodidacto se llama al que aprende algo sin maestro. Sin maestro, por revelación interior o por reflexión autoinspectiva, pudimos aprender muchas cosas, de las cuales cada día vamos sabiendo menos. En cambio, hemos aprendido mal muchas otras que los maestros nos hubieran enseñado bien. Desconfiad de los autodidactos, sobre todo cuando se jactan de serlo.

* * *

Para que la palabra «entelequia» signifique algo en castellano ha sido preciso que la empleen los que no saben griego ni han leído a Aristóteles. De este modo, la ignorancia, o, si queréis, la pedantería de los ignorantes, puede ser fecunda. Y lo sería mucho más sin la pedantería de los sabios, que frecuentemente le sale al paso.

* * *

(Sobre el barroco literario).

El cielo estaba más negro
que un portugués embozado,

dice Lope de Vega, en su Viuda Valenciana, de una noche sin luna y anubarrada.

Tantos papeles azules
que adornan letras doradas,

dice Calderón de la Barca, aludiendo al cielo estrellado. Reparad en lo pronto que se amojama un estilo, y en la insuperable gracia de Lope.

* * *

(Eruditos).

El amor a la verdad es el más noble de todos los amores. Sin embargo, no es oro en él todo lo que reluce. Porque no faltan sabios, investigadores, eruditos que persiguen la verdad de las cosas y de las personas, en la esperanza de poder deslustrarlas, acuciados de un cierto afán demoledor de reputaciones y excelencias.

Recuerdo que un erudito amigo mío llegó a tomar en serio el más atrevido de nuestros ejercicios de clase, aquel en que pretendíamos demostrar cómo los Diálogos de Platón eran los manuscritos que robó Platón, no precisamente a Sócrates, que acaso ni sabía escribir, sino a Jantipa, su mujer, a quien la historia y la crítica deben una completa reivindicación. Recordemos nuestras razones. «El verdadero nombre de Platón —decíamos— era el de Aristocles; pero los griegos de su tiempo, que conocían de cerca la insignificancia del filósofo, y que, en otro caso, le hubieran llamado Cefalón, el Macrocéfalo, el Cabezota, le apodaron Platón, mote más adecuado a un atleta del estadio o a un cargador del muelle que a una lumbrera del pensamiento». No menos lógicamente explicábamos lo de Jantipa. «La costumbre de Sócrates de echarse a la calle y de conversar en la plaza con el primero que topaba, revela muy a las claras al pobre hombre que huye de su casa, harto de sufrir la superioridad intelectual de su señora». Claro es que a mi amigo no le convencían del todo nuestros argumentos. «Eso —decía— habría que verlo más despacio». Pero le agradaba nuestro propósito de matar dos pájaros, es decir, dos águilas, de un tiro. Y hasta llegó a insinuar la hipótesis de que la misma condena de Sócrates fuese también cosa de Jantipa, que intrigó con los jueces para deshacerse de un hombre que no le servía para nada.

* * *

(Ejercicios poéticos sobre temas barrocos).

Lo clásico —habla Mairena a sus alumnos— es el empleo del sustantivo, acompañado de un adjetivo definidor. Así, Homero llama hueca a la nave; con lo cual se acerca más a una definición que a una descripción de la nave. En la nave de Homero, en verdad, se navega todavía y se navegará mientras rija el principio de Arquímedes. Lo barroco no añade nada a lo clásico, pero perturba su equilibrio, exaltando la importancia del adjetivo definidor hasta hacerle asumir la propia función del sustantivo. Si el oro se define por la amarillez, y la plata por su blancor, no hay el menor inconveniente en que al oro le llamemos plata, con tal que esta plata sea rubia, y plata al oro, siempre que este oro sea cano. ¿Comprende usted, señor Martínez?

—Creo que sí.

—Salga usted a la pizarra y escriba:

Oro cano te doy, no plata rubia.

¿Qué quiere decir eso?

—Que no me da usted oro, sino plata.

—Conformes. ¿Y qué opina usted de ese verso?

—Que es un endecasílabo bastante correcto.

—¿Y nada más?

—… La gracia de llamar plata al oro y oro a la plata.

—Escriba usted ahora:

¡Oh, anhelada plata rubia,
tú humillas al oro cano!

¿Qué le parecen esos versos?

—Que eso de «oh, anhelada plata» me suena mal, y lo de «tú humillas», peor.

—De acuerdo. Pero repare usted en la riqueza conceptual de esos versos y en la gimnasia intelectual a que su comprensión nos obliga. «La plata —dice el poeta—, tan deseada, cuando es rubia, humilla al oro mismo, cuando este es cano, porque la plata, cuando es oro, vale mucho más que el oro cuando es plata», puesto que hemos convenido en que el oro vale más que la plata. Y todo esto ¡en dos versos octosilábicos! Ahora, en cuatro versos —ni uno más—, continúe usted complicando, a la manera barroca, el tema que nos ocupa.

Martínez, después de meditar, escribe:

Plata rubia, en leve lluvia,
es temporal de oro cano:
cuanto más la plata es rubia
menos lluvia hace verano.

—Verano está aquí por cosecha, caudal, abundancia…

—Comprendido, señor Martínez. Vaya usted bendito de Dios.

VI

(Proverbios y consejos de Mairena).

Los hombres que están siempre de vuelta en todas las cosas son los que no han ido nunca a ninguna parte. Porque ya es mucho ir; volver, ¡nadie ha vuelto!

* * *

El paleto perfecto es el que nunca se asombra de nada; ni aun de su propia estupidez.

* * *

Sed modestos: yo os aconsejo la modestia, o, por mejor decir: yo os aconsejo un orgullo modesto, que es lo español y lo cristiano. Recordad el proverbio de Castilla: «Nadie es más que nadie». Esto quiere decir cuánto es difícil aventajarse a todos, porque, por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre.

Así hablaba Mairena a sus discípulos. Y añadía: ¿Comprendéis ahora por qué los grandes hombres solemos ser modestos?

* * *

Huid de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales. Nunca perdáis contacto con el suelo; porque solo así tendréis una idea aproximada de vuestra estatura.

* * *

Los honores, sin embargo, rendidos a vuestro prójimo, cuando son merecidos, deben alegraros; y si no lo fueren, que no os entristezcan por vosotros, sino por aquellos a quienes se tributan.

* * *

Nunca debéis incurrir en esa monstruosa ironía del homenaje al soldado desconocido, a ese pobre héroe anónimo por definición, muerto en el campo de batalla, y que si por milagro levantara la cabeza para decirnos: «Yo me llamaba Pérez», tendríamos que enterrarle otra vez, gritándole: «Torna a la huesa, ¡oh Pérez infeliz!, porque nada de esto va contigo».

* * *

Vosotros debéis amar y respetar a vuestros maestros, a cuantos de buena fe se interesan por vuestra formación espiritual. Pero para juzgar si su labor fue más o menos acertada, debéis esperar mucho tiempo, acaso toda la vida, y dejar que el juicio lo formulen vuestros descendientes. Yo os confieso que he sido ingrato alguna vez —y harto me pesa— con mis maestros, por no tener presente que en nuestro mundo interior hay algo de ruleta en movimiento, indiferente a las posturas del paño, y que mientras gira la rueda, y rueda la bola que nuestros maestros lanzaron en ella un poco al azar, nada sabemos de pérdida o ganancia, de éxito o de fracaso.

* * *

Pláceme poneros un poco en guardia contra mí mismo. De buena fe os digo cuanto me parece que puede ser más fecundo en vuestras almas, juzgando por aquello que, a mi parecer, fue más fecundo en la mía. Pero esta es una norma expuesta a múltiples yerros. Si la empleo es por no haber encontrado otra mejor. Yo os pido un poco de amistad y ese mínimo de respeto que hace posible la convivencia entre personas durante algunas horas. Pero no me toméis demasiado en serio. Pensad que no siempre estoy yo seguro de lo que os digo, y que, aunque pretenda educaros, no creo que mi educación esté mucho más avanzada que la vuestra. No es fácil que pueda yo enseñaros a hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y de arrepentimientos. Llevo conmigo un diablo —no el demonio de Sócrates—, sino un diablejo que me tacha a veces lo que escribo, para escribir encima lo contrario de lo tachado; que a veces habla por mí y otras yo por él, cuando no hablamos los dos a la par, para decir en coro cosas distintas. ¡Un verdadero lío! Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí solo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos.

* * *

Para los tiempos que vienen hay que estar seguros de algo. Porque han de ser tiempos de lucha, y habréis de tomar partido. ¡Ah! ¿Sabéis vosotros lo que esto significa? Por de pronto, renunciar a las razones que pudieran tener vuestros adversarios, lo que os obliga a estar doblemente seguros de las vuestras. Y eso es mucho más difícil de lo que parece. La razón humana no es hija, como algunos creen, de las disputas entre los hombres, sino del diálogo amoroso en que se busca la comunión por el intelecto en verdades, absolutas o relativas, pero que, en el peor caso, son independientes del humor individual. Tomar partido es no solo renunciar a las razones de vuestros adversarios, sino también a las vuestras; abolir el diálogo, renunciar, en suma, a la razón humana. Si lo miráis despacio, comprenderéis el arduo problema de vuestro porvenir: habéis de retroceder a la barbarie, cargados de razón. Es el trágico y gedeónico destino de nuestra especie. ¿Qué piensa usted, señor Rodríguez?

—Que, en efecto —habla Rodríguez, continuando el discurso del maestro—, hay que tomar partido, seguir un estandarte, alistarse bajo una bandera, para pelear. La vida es lucha, antes que diálogo amoroso. Y hay que vivir.

—¡Qué duda cabe! Digo, a no ser que pensemos, con aquel gran chuzón que fue Voltaire: «Nous n’en voyons pas la nécessité».

* * *

El escultor que saca a escena Zorrilla en su Tenorio —en ese Don Juan tan calumniado, sobre todo por los que no conocen otro— es un hombre magnífico. ¡Con qué gusto hubiera modelado él la estatua de Don Juan, del «matador», como le llama con ingenuidad insuperable, y puéstola entre las víctimas del héroe, en el pedestal más alto de todos! No halló a mano un retrato de donde sacarla… Además, los testamentarios de Don Diego Tenorio… Pero, seguramente, era esa la estatua que él hubiera esculpido de balde.

A la ética por la estética, decía Juan de Mairena, adelantándose a un ilustre paisano suyo.

* * *

Hay hombres que nunca se hartan de saber. Ningún día —dicen— se acuestan sin haber aprendido algo nuevo. Hay otros, en cambio, que nunca se hartan de ignorar. No se duermen tranquilos sin averiguar que ignoraban profundamente algo que creían saber. ¡A, igual A!, decía mi maestro, cuando el sueño eterno comenzaba a enturbiarle los ojos. Y añadía, con voz que no sonaba ya en este mundo: ¡Áteme usted esa mosca por el rabo!

* * *

RECUERDO INFANTIL

(DE JUAN DE MAIRENA)

Mientras no suena un paso leve
y oiga una llave rechinar,
el niño malo no se atreve
a rebullir ni a respirar.
El niño Juan, el solitario,
oye la fuga del ratón,
y la carcoma en el armario,
y la polilla en el cartón.
El niño Juan, el hombrecito,
escucha el tiempo en su prisión:
una quejumbre de mosquito
en un zumbido de peón.
El niño está en el cuarto oscuro,
donde su madre lo encerró;
es el poeta, el poeta puro
que canta: ¡el tiempo, el tiempo y yo!

VII

(Sobre poesía. Fragmentos de lecciones).

Hay una poesía que se nutre de superlativos. El poeta pretende elevar su corazón hasta ponerlo fuera del tiempo, en el «topos uranios» de las ideas. Esta poesía, acompañada a veces de una emoción característica, que es la emoción de los superlativos, puede ser realmente poética, mientras el poeta no logra su propósito. Lo que quiere decir que el propósito, al menos, es antipoético. Si leyerais a Kant —en leer y comprender a Kant se gasta mucho menos fósforo que en descifrar tonterías sutiles y en desenredar marañas de conceptos ñoños— os encontraríais con aquella su famosa parábola de la paloma que, al sentir en las alas la resistencia que le opone el aire, sueña que podría volar mejor en el vacío. Así ilustra Kant su argumento más decisivo contra la metafísica dogmática, que pretende elevarse a lo absoluto por el vuelo imposible del intelecto discursivo en un vacío de intuiciones. Las imágenes de los grandes filósofos, aunque ejercen una función didáctica, tienen un valor poético indudable, y algún día nos ocuparemos de ellas. Conste ahora, no más, que existe —creo yo— una paloma lírica que suele eliminar el tiempo para mejor elevarse a lo eterno y que, como la kantiana, ignora la ley de su propio vuelo.

* * *

Porque, ¿cantaría el poeta sin la angustia del tiempo, sin esa fatalidad de que las cosas no sean para nosotros, como para Dios, todas a la par, sino dispuestas en serie y encartuchadas como balas de rifle, para ser disparadas una tras otra? Que hayamos de esperar a que se fría un huevo, a que se abra una puerta o a que madure un pepino, es algo, señores, que merece nuestra reflexión. En cuanto nuestra vida coincide con nuestra conciencia, es el tiempo la realidad última, rebelde al conjuro de la lógica, irreductible, inevitable, fatal. Vivir es devorar tiempo: esperar; y por muy trascendente que quiera ser nuestra espera, siempre será espera de seguir esperando. Porque, aun la vida beata, en la gloria de los justos, ¿estará, si es vida, fuera del tiempo y más allá de la espera? Adrede evito la palabra «esperanza», que es uno de esos grandes superlativos con que aludimos a un esperar los bienes supremos, tras de los cuales ya no habría nada que esperar. Es palabra que encierra un concepto teológico, impropio de una clase de Retórica y Poética. Tampoco quiero hablaros del Infierno, por no impresionar desagradablemente vuestra fantasía. Solo he de advertiros que allí se renuncia a la esperanza, en el sentido teológico, pero no al tiempo y a la espera de una infinita serie de desdichas. Es el Infierno la espeluznante mansión del tiempo, en cuyo círculo más hondo está Satanás dando cuerda a un reloj gigantesco por su propia mano.

* * *

Ya en otra ocasión definiríamos la poesía como diálogo del hombre con el tiempo, y llamábamos «poeta puro» a quien lograba vaciar el suyo para entendérselas a solas con él, o casi a solas; algo así como quien conversa con el zumbar de sus propios oídos, que es la más elemental materialización sonora del fluir temporal. Decíamos, en suma, cuánto es la poesía palabra en el tiempo, y cómo el deber de un maestro de Poética consiste en enseñar a sus alumnos a reforzar la temporalidad de su verso. A todo esto respondían nuestras prácticas de clase —nada más práctico que una clase de poética—, ejercicios elementalísimos, uno de los cuales recuerdo: el de El huevo pasado por agua, poema en octavillas, que no llegó a satisfacernos, pero que no estaba del todo mal. Encontramos, en efecto, algunas imágenes adecuadas para transcribir líricamente los elementos materiales de aquella operación culinaria: el infiernillo de alcohol con su llama azulada, la vasija de metal, el agua hirviente, el relojito de arena, y aún logramos otras imágenes felices para expresar nuestra atención y nuestra impaciencia. Nos faltó, sin embargo, la intuición central de nuestro poema, de la cual debiéramos haber partido; falló nuestra simpatía por el huevo, que habíamos olvidado, porque no lo veíamos, y no supimos vivir por dentro, hacer nuestro el proceso de su cocción.

* * *

Nuestro fracaso en el poemilla a que aludo se debió, en parte —todo hay que decirlo—, a la estrofa que elegimos para su desarrollo. La octavilla es composición de artificio complicado y trivial, con sus dos versos bobos —el primero y el quinto—, sus agudos obligados —en el cuarto y el octavo—, y su consonancia cantarina y machacona. Es una estrofa de bazar de rimas hechas, que solo en manos de un gran poeta puede trocarse en algo realmente lírico. Nosotros, meros aprendices de poeta, debemos elegir, para nuestro ejercicios de clase, formas sencillas y populares, que nos pongan de resalto cuanto hay de esencial en el arte métrica.

* * *

Tal vez, en castigo a nuestro afán de rimas superfluas, nos faltó el verso que regalan las musas al poeta, y que es el verso temporal por excelencia. Acaso ellas nos lo hubieran dictado en un simple romance en «fa», con uso y abuso del pretérito imperfecto, y que, tal vez hubiera sido:

y el huevo ya se cocía,

o algo semejante. Por fortuna, nosotros, después de tantear, corregir y borrar, para escribir de nuevo, supimos, a última hora, romper, y arrojar todo el fruto de nuestro trabajo al cesto de la basura.

* * *

—Señor Martínez, salga usted a la pizarra y escriba, para que todos copien, lo que voy a dictarle:

«Yo conocí un poeta de maravilloso natural, y borraba tanto, que solo él entendía sus escritos, y era imposible copiarlos; y ríete, Laurencio, de poeta que no borra».

Y ahora, agarraos, hijos, adonde bien podáis, para escuchar lo que voy a deciros. El autor de esas líneas, y probablemente el poeta a que en ellas se alude, fue aquel monstruo de la naturaleza, prodigio de improvisadores, que se llamó Lope Félix de Vega Carpio.

VIII

(Fragmentos de lecciones).

No hay mejor definición de la poesía que esta: «poesía es algo de lo que hacen los poetas». Qué sea este algo no debéis preguntarlo al poeta. Porque no será nunca el poeta quien os conteste.

¿Se lo preguntaréis a los profesores de Literatura? Nosotros sí os contestaremos, porque para eso estamos. Es nuestra obligación. «Poesía, señores, será el residuo obtenido después de una delicada operación crítica, que consiste en eliminar de cuanto se vende por poesía todo lo que no lo es». La operación es difícil de realizar. Porque para eliminar de cuanto se vende por poesía la ganga o escoria antipoética que lo acompaña, habría que saber lo que no es poesía, y para ello saber, anticipadamente, lo que es poesía. Si lo supiéramos, señores, la experiencia sería un tanto superflua, pero no exenta de amenidad. Mas la verdad es que no lo sabemos, y que la experiencia parece irrealizable.

¿Se lo preguntaremos a los filósofos? Ellos nos contestarán que nuestra pregunta es demasiado ingenua y que, en último término, no se creen en la obligación de contestarla. Ellos no se han preguntado nunca qué sea la poesía, sino qué es algo que sea algo, y si es posible saber algo de algo, o si habremos de contentarnos con no saber nada de nada que merezca saberse.

Hemos de hablar modestamente de la poesía, sin pretender definirla, ni mucho menos obtenerla por vía experimental químicamente pura.

* * *

Os digo todo esto un poco en descargo de mi conciencia y arrepentido de haberos hablado de poesía alguna vez, aparentando, por exigencias de la oratoria, convicciones sólidas y profundas que no siempre tengo. Es el peligro inevitable de la elocuencia que pretende elevarse sobre el diálogo. Al orador, es decir, al hombre que habla, convirtiéndonos en simple auditorio, le exigimos, más o menos conscientemente, no solo que sea él quien piensa lo que dice, sino que crea él en la verdad de lo que piensa, aunque luego nosotros lo pongamos en duda; que nos transmita una fe, una convicción, que la exhiba, al menos, y nos contagie de ella en lo posible. De otro modo, la oratoria sería inútil, porque las razones no se transmiten, se engendran, por cooperación, en el diálogo. El orador necesita impresionar a su auditorio, y para ello refuerza con el tono, el gesto, y a veces la cosmética misma, todo cuanto dice, y a pesar suyo dogmatiza, enfatiza y pedantea en mayor o menor grado. Vicios son estos anejos a la oratoria, de los cuales yo mismo, cuando os hablo en clase, no estoy exento.

* * *

(Mairena lee y comenta versos de su maestro).

Mairena no era un recitador de poesías. Se limitaba a leer sin gesticular y en un tono neutro, levemente musical. Ponía los acentos de la emoción donde suponía él que los había puesto el poeta. Como no era tampoco un virtuoso de la lectura, cuando leía versos —o prosa— no pretendía nunca que se dijese: ¡qué bien lee este hombre!, sino: ¡qué bien está lo que este hombre lee!, sin importarle mucho que se añadiese: ¡lástima que no lea mejor! Le disgustaba decir sus propios versos, que no eran para él sino cenizas de un fuego o virutas de una carpintería, algo que ya no le interesaba. Oírlos declamados, cantados, bramados por los recitadores y, sobre todo, por las recitadoras de oficio, le hubiera horripilado. Gustaba, en cambio, de oírlos recitar a los niños de las escuelas populares.

* * *

Escribiré en tu abanico:
te quiero para olvidarte,
para quererte te olvido.

Estos versos de mi maestro Abel Martín —habla Mairena a sus alumnos— los encontré en el álbum de una señorita —o que lo fue, en su tiempo— de Chipiona. Y estos otros escritos en otro álbum, y que parecen la coda de los anteriores:

Te abanicarás
con un madrigal que diga:
en amor el olvido pone la sal.

Y estos otros, publicados hace muchos años en El Faro de Rota:

Te mandaré mi canción:
«Se canta lo que se pierde»,
con un papagayo verde
que la diga en tu balcón.

Son versos juveniles de mi maestro, anteriores no a la invención, acaso, pero sí al uso y abuso del fonógrafo, de ese magnífico loro mecánico que empieza hoy a fatigarnos el tímpano. En ellos se alude a una canción que he buscado en vano, y que tal vez no llegó a escribirse, al menos con ese título.

Pensaba mi maestro, en sus años románticos, o —como se decía entonces con frase epigramática popular— «de alma perdida en un melonar», que el amor empieza con el recuerdo, y que mal se podía recordar lo que antes no se había olvidado. Tal pensamiento expresa mi maestro muy claramente en estos versos:

Sé que habrás de llorarme cuando muera
para olvidarme y, luego,
poderme recordar, limpios los ojos
que miran en el tiempo.
Más allá de tus lágrimas y de
tu olvido, en tu recuerdo,
me siento ir por una senda clara,
por un «Adiós, Guiomar» enjuto y serio.

Mi maestro exaltaba el valor poético del olvido, fiel a su metafísica. En ella —conviene recordarlo— era el olvido uno de los «siete reversos, aspectos de la nada o formas del gran Cero». Merced al olvido puede el poeta —pensaba mi maestro— arrancar las raíces de su espíritu, enterradas en el suelo de lo anecdótico y trivial, para amarrarlas, más hondas, en el subsuelo o roca viva del sentimiento, el cual no es ya evocador, sino —en apariencia, al menos— alumbrador de formas nuevas. Porque solo la creación apasionada triunfa del olvido.

¡Solo tu figura
como una centella blanca
escrita en mi noche oscura!

Y en la tersa arena,
cerca de la mar,
tu carne rosa y morena,
súbitamente, Guiomar.

En el gris del muro,
cárcel y aposento,
y en un paisaje futuro
con solo tu voz y el viento;

en el nácar frío
de tu zarcillo en mi boca,
Guiomar, y en el calofrío
de una amanecida loca;
asomada al malecón
que bate la mar de un sueño,
y bajo el arco del ceño
de mi vigilia, a traición,
¡siempre tú!, Guiomar, Guiomar,
mírame en ti castigado:
reo de haberte creado,
ya no te puedo olvidar.

Aquí la creación aparece todavía en la forma obsesionante del recuerdo. A última hora el poeta pretende licenciar a la memoria, y piensa que todo ha sido imaginado por el sentir.

Todo amor es fantasía:
él inventa el año, el día,
la hora y su melodía,
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada
contra el amor que la amada
no haya existido jamás…

IX

(«Don Nadie en la corte» [boceto de una comedia en tres actos de Juan de Mairena]).

ACTO PRIMERO
ESCENA ÚNICA

UN SEÑOR IMPORTANTE. CLAUDIO (su criado)

S. I.— Dime, Claudio, ¿quién estuvo aquí esta mañana?

C.— Uno que preguntaba por usted.

S. I.— Pero ¿quién era?

C.— Uno.

S. I.— ¿No dijo cómo se llamaba?

C.— ¡Qué memoria tengo! Me dio esta tarjeta.

S. I.— (Leyendo). «José María Nadie. Del comercio». (A Claudio). Si vuelve, que pase.

TELÓN

ACTO SEGUNDO

ESCENA ÚNICA

SEÑOR IMPORTANTE. CLAUDIO

S. I.— ¿No ha vuelto don José María Nadie?

C.— No, que yo sepa.

S. I.— ¿Nadie más ha preguntado por mí?

C.— Nadie.

S. I.— ¿Nadie?

C.— Nadie.

TELÓN

ACTO TERCERO

ESCENA ÚNICA

SEÑOR IMPORTANTE. CLAUDIO. UN ESPEJO DE TOCADOR, QUE HACE CUANTO INDICA EL DIÁLOGO

S. I.— Dime, Claudio, ¿qué le pasa a este espejo?

C.— ¿Qué le pasa?

S.— Cuando voy a mirarme en él da una vuelta de campana —¿ves?—, y me presenta su revés de madera.

C.— Es verdad. Pues ¡es gracioso!

S. I.— Luego —míralo— vuelve a su posición normal, sin que nadie le toque. Prueba tú a mirarte.

C.— ¡Quieto! Conmigo no se mueve, señor. Pruebe usted ahora.

S. I.— ¡Quieto! ¡Otra vez! (Furioso). ¡Juro a Dios!

C.— ¡Tiene gracia!

S. I.— ¡Maldita! (Con voz ronca). Claudio, ¿quién estuvo aquí esta mañana?

C.— Esta mañana estuvo aquí don José María Nadie. Se marchó, cansado de esperarle a usted, y dijo que no volvía más.

TELÓN

* * *

(Sobre el tiempo poético).

La poesía es —decía Mairena— el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo. Eso es lo que el poeta pretende eternizar, sacándolo fuera del tiempo, labor difícil y que requiere mucho tiempo, casi todo el tiempo de que el poeta dispone. El poeta es un pescador, no de peces, sino de pescados vivos; entendámonos: de peces que puedan vivir después de pescados.

X

Dice Echegaray, por boca del Conde de Argelez, en su leyenda trágica En el seno de la muerte:

para vengarme yo, y atormentaros,
tengo ante mí la eternidad del tiempo,

como si dijéramos: dispongo de la gran pescada para vengarme de los peces. Sin embargo, Echegaray, poeta ingeniero, no exento de ingenio poético, no parece oponer el concepto de eternidad al de tiempo, sino que concibe la eternidad como tiempo eterno, un tiempo vivo, es decir, medido por una conciencia, pero que no se acaba nunca. Es el concepto de la eternidad que tiene el sentido común, concepto, en el fondo, mucho más trágico que el metafísico. En suma, lo que viene a decir Echegaray es esto: «Dispongo de la mar para castigar a los peces».

* * *

(Fragmento de lecciones).

A muchos asombra, señores, que en una clase de Retórica, como es la nuestra, hablemos de tantas cosas ajenas al arte de bien decir; porque muchos —los más— piensan que este arte puede ejercitarse en el vacío del pensamiento. Si esto fuera así, tendríamos que definir la Retórica como el arte de hablar bien sin decir nada, o de hablar bien de algo, pensando en otra cosa… Esto no puede ser. Para decir bien hay que pensar bien, y para pensar bien conviene elegir temas muy esenciales, que logren por sí mismos captar nuestra atención, estimular nuestros esfuerzos, conmovernos, apasionarnos y hasta sorprendernos. Conviene, además, no distinguir demasiado entre la Retórica y la Sofística, entre la Sofística y la Filosofía, entre la Filosofía y el pensar reflexivo, a propósito de lo humano y de lo divino.

* * *

—Hoy traemos, señores, la lección 28, que es la primera que dedicamos a la oratoria sagrada. Hoy vamos a hablar de Dios. ¿Os agrada el tema?

Muestras de asentimiento en la clase.

—Que se pongan en pie todos los que crean en Él.

Toda la clase se levanta, aunque no toda con el mismo ímpetu.

—¡Bravo! Muy bien. Hasta mañana, señores.

—¿…?

—Que pueden ustedes retirarse.

—¿Y qué traemos mañana?

—La lección 29: «De la posible inexistencia de Dios».

XI

(Sobre Don Juan).

Don Juan es el hombre de las mujeres, el hombre que aman y se disputan las mujeres y a quien los hombres mirarían siempre con cierto desdén envidioso o con cierta envidia desdeñosa. Conviene suponer en Don Juan aquella belleza corporal que la mujer estima propia del varón. Esto quiere decir que el sexo reflejo de Don Juan, el de su imagen en el espejo femenino, es siempre el varonil. Don Juan podrá ser guapo o feo, fuerte o flojo, tuerto o derecho; él sabe, en todo caso, que es bello para la mujer. Sin la conciencia de esto no hay donjuanismo posible.

¿Hay algo perverso en Don Juan? En este hombre de las mujeres quisieran ver sus detractores algo femenino. La envidia erótica encontraría cierto alivio si lograse demostrar, muy especialmente a las mujeres, que Don Juan, el afortunado, era precisamente un invertido… La paradoja, siempre tentadora, es en este caso inaceptable. El más leve conato de desviación sexual destruye lo esencial donjuanesco: su orientación constante hacia la mujer. Entre sus detractores femeninos no falta quien le acuse de narcisismo. La mujer, siempre menospreciada por Don Juan, piensa que Don Juan se prefiere a sí mismo, se enamora, como Narciso, de su propia imagen. Pero esto es un espejismo del celo femenino, que proyecta en Don Juan el culto a Don Juan, propio de la mujer. No. Don Juan, a quien viste de prisa su criado, no pierde su tiempo en el espejo. Naufragar en él, como el hijo de Liriopea, ¡qué desatino!

Don Juan aparece en los albores del Renacimiento, en una sociedad todavía jerarquizada por la Iglesia, y con un carácter satánico y blasfematorio. No hay en él un átomo de paganía, tampoco de espíritu mosaico, de Viejo Testamento. Don Juan es héroe de clima cristiano. Su hazaña típica es violar a la monja, sin ánimo de empreñarla. En la tregua del eros genesíaco, Don Juan no renuncia a la carne, pero sí, como el monje, a engendrar en ella. Cuando Don Juan se arrepiente, se mete a fraile —en cierto modo ya lo era—, muy rara vez a padre de familia.

¿Y hasta qué punto —se preguntaba mi maestro— es superfluo para la especie este Don Juan, varón de lujo, que no se cura de acrecentar la prole de Adán? ¿Responde este Don Juan, como el onanista y el homosexual, a una corriente maltusiana? A esta opinión se inclinan muchos, sobre todo los padres de familia, abrumados por la fecundidad de su casto lecho. ¿Es, por el contrario, Don Juan un avivador erótico, que habla a la fantasía de la mujer para combatir su frecuente y natural frigidez? ¡Quién sabe! Preguntas son estas que no atañen a la esencia de Don Juan, sino a su utilidad. No deben interesarnos.

* * *

Sed originales; yo os lo aconsejo; casi me atrevería a ordenároslo. Para ello —claro es— tenéis que renunciar al aplauso de los snobs y de los fanáticos de la novedad; porque esos creerán siempre haber leído algo de lo que vosotros pensáis, y aun pensarán, además, que vosotros lo habíais leído también, aunque en ediciones profanadas ya por el vulgo, y que, en último término, no lo habéis comprendido tan bien como ellos. A vosotros no os importe pensar lo que habéis leído ochenta veces y oído quinientas, porque no es lo mismo pensar que haber leído.

* * *

Huid del preciosismo literario, que es el mayor enemigo de la originalidad. Pensad que escribís en una lengua madura, repleta de folclore, de saber popular, y que ese fue el barro santo de donde sacó Cervantes la creación literaria más original de todos los tiempos. No olvidéis, sin embargo, que el «preciosismo», que persigue una originalidad frívola y de pura costra, pudiera tener razón contra vosotros, cuando no cumplís el deber primordial de poner en la materia que labráis el doble cuño de vuestra inteligencia y de vuestro corazón. Y tendrá más razón todavía si os zambullís en la barbarie casticista, que pretende hacer algo por la mera renuncia a la cultura universal.

* * *

Juan de Mairena lamentaba la falta de un buen manual de literatura española. Según él, no lo había en su tiempo. Alguien le dijo: «¿También usted necesita un librito?». «Yo —contestó Mairena— deploro que no se haya escrito ese manual, porque nadie haya sido capaz de escribirlo. La verdad es que nos faltan ideas generales sobre nuestra literatura. Si las tuviéramos, tendríamos también buenos manuales de literatura y podríamos, además, prescindir de ellos. No sé si habrá usted comprendido… Probablemente, no».

* * *

(Verso y prosa).

El siglo XVIII piensa, con D’Alembert, que «es solo bueno en verso lo que sería excelente en prosa». D’Alembert era, como Diderot, un paradojista muy de su tiempo. Un siglo antes, el maestro de Filosofía de M. Jourdain había dicho: «Tout ce qui n’est point vers est prose»; es decir, lo contrario de una paradoja; una verdad de Pero Grullo. Y un siglo después, Mallarme, de acuerdo con el maestro de M. Jourdain, piensa absolutamente lo contrario que D’Alembert: que solo es bueno en poesía lo que de ningún modo puede ser algo en prosa.

NOTA. Juan de Mairena no alcanzó el reciente debate sobre «la poesía pura», en el cual no fue D’Alembert, sino M. De la Palisse, quien dijo la última palabra: «Poesía pura es lo que resta después de quitar a la poesía todas sus impurezas».

* * *

(Mairena fantasea).

Imaginad un mundo en el cual las piedras pudieran elegir su manera de caer y los hombres no pudieran enmendar, de ningún modo, su camino, obligados a circular sobre rieles. Sería la zona infernal que el Dante habría destinado a los deterministas.

Políticamente, sin embargo, no habría problema. En ese mundo todos los hombres serían liberales; y las piedras… seguirían siendo conservadoras.

XII

(Sobre Demócrito y sus átomos).

Según Demócrito, el antiguo filósofo griego, «lo dulce y lo amargo, lo caliente y lo frío, lo amarillo y lo verde, etc., no son más que opiniones; solo los átomos y el vacío son verdaderos». Para Demócrito, opinión era un conocimiento obscuro, sin la menor garantía de realidad. Claro está que todo esto, señores, es una opinión de Demócrito, que nadie nos obliga a aceptar. Sin embargo, la ciencia ha ido formando, a través de los siglos, una concepción del Universo puramente mecánica, que lleva implícita la opinión de Demócrito, la cual mutatis mutandi, ha llegado hasta nosotros, pobres diablos que estudiamos la Física, con algunos lustros de rezago, en las postrimerías del siglo XIX. No es fácil, pues, que podamos reírnos de Demócrito, sin aparentar, vanamente, una ignorancia mayor que la nuestra, que ya es, de suyo, bastante considerable. Y yo os pregunto: si aceptamos la opinión de Demócrito, con todas sus consecuencias, ¿qué somos nosotros, meros aprendices de poeta, enamorados de lo dulce y lo amargo, lo caliente y lo frío, lo verde y lo azul, y de todo lo demás —sin excluir lo bueno y lo malo— que en nada se parece a los átomos, ni al vacío en que estos se mueven? Seríamos el vacío del vacío mismo, un vacío en que ni siquiera se mueven los átomos. Meditad en lo trágico de nuestra situación. Porque, aunque lográramos recabar para nosotros una sombra de ser, una realidad más o menos opinable, siempre resultaría que los átomos pueden ser sin nosotros, y nosotros no podemos ser sin los átomos. Y esto es para nosotros más trágicamente desairado que la pura zambullida en la nada.

Preciso es que tomemos posición, como dicen los filósofos: posición defensiva, digo yo, de gatos panza arriba ante esta vieja concepción del gran filósofo de Tracia. El escepticismo, que, lejos de ser, como muchos creen, un afán de negarlo todo, es, por el contrario, el único medio de defender algunas cosas, vendrá en nuestro auxilio. Vamos a empezar dudando de la existencia de los átomos. Vamos, después, a aceptarla; pero con ciertas restricciones. Aunque sea cierto que nosotros no podemos ser sin los átomos, puesto que al fin estamos de ellos compuestos, no es menos cierto que ellos tampoco pueden ser sin nosotros, puesto que, al cabo, ellos aparecen en nuestra conciencia; nuestra conciencia los engloba, juntos con los colores del iris y las pintadas plumas de los pavos reales. ¿Qué sentido metafísico puede tener —decía mi maestro— el decretar la mayor o menor realidad de cuanto, más o menos descolorido, aparece en nuestra conciencia, toda vez que, fuera de ella, realidad e irrealidad son igualmente indemostrables? Cuando los filósofos vean esto claro y nos lo expliquen no menos claramente, tendremos esa metafísica para poetas con que soñaba mi maestro y de que tanto habemos menester.

Y ahora, vamos a lo nuestro, señores. Cantemos al gran Demócrito de Abdera, no solo por lo bien que suena su nombre, sino, además, y sobre todo, porque a través de veinticuatro siglos, aproximadamente… (Mairena no estaba nunca seguro de sus cifras), vemos, o imaginamos, su ceño sombrío de pensador en el acto magnífico de desimaginar el huevo universal, sorbiéndole clara y yema, hasta dejarlo vacío, para llenarlo luego de partículas imperceptibles en movimiento más o menos aborrascado, y entregarlo así a la ciencia matemática del porvenir. Fue grande el acto poético negativo, desrealizador, creador —en el sentido que daba mi maestro a esta palabra— del célebre Demócrito. Nosotros hemos de cantarle, sin olvidar en nuestro poema aquel humor jovial —¡quién lo diría!— que le atribuye la leyenda, y la nobleza de su vida y la suave serenidad de su muerte.

* * *

(Sobre los modos de decir y pensar).

Se miente más que se engaña;
y se gasta más saliva
de la necesaria…

Si nuestros políticos comprendieran bien la intención de esta sentencia de mi maestro, ahorrarían las dos terceras partes, por lo menos, de su llamada actividad política.

Cuando dos gitanos hablan
ya es la mentira inocente:
se mienten y no se engañan.

La sentencia es la misma; pero dicha de un modo más perverso, que parece implicar una cierta afición a la gitanería.

El deber de la mentira
es embaucar papanatas;
y no es buena la piadosa,
sino la que engaña.

Aquí la lógica se ha comido a la ética. Es la manera urgente y cínica de expresar la misma sentencia. Algunas mujeres, los cazadores con reclamo, y, sobre todo, los toreros cuando se abren de capa ante el toro, la piensan así. Acaso también los filósofos pragmatistas.

Reparad en que hay muchas maneras de pensar lo mismo, que no son lo mismo. Cuidad vuestro folclore y ahondad en él cuanto podáis.

* * *

Mairena tenía una idea del folclore que no era la de los folcloristas de nuestros días. Para él no era el folclore un estudio de las reminiscencias de viejas culturas, de elementos muertos que arrastra inconscientemente el alma del pueblo en su lengua, en sus prácticas, en sus costumbres, etcétera. Mairena vivía en una gran población andaluza, compuesta de una burguesía algo beocia, de una aristocracia demasiado rural y de un pueblo inteligente, fino, sensible, de artesanos que saben su oficio y para quienes el hacer bien las cosas es, como para el artista, mucho más importante que el hacerlas. Cuando alguien se lamentaba del poco arraigo y escaso ambiente que tenía allí la Universidad, Mairena, que había estudiado en ella y le guardaba respeto y cariño, solía decir: «Mucho me temo que la causa de eso sea más profunda de lo que cree. Es muy posible que, entre nosotros, el saber universitario no pueda competir con el folclore, con el saber popular. El pueblo sabe más, y sobre todo, mejor que nosotros. El hombre que sabe hacer algo de un modo perfecto —un zapato, un sombrero, una guitarra, un ladrillo— no es nunca un trabajador inconsciente, que ajusta su labor a viejas fórmulas y recetas, sino un artista que pone toda su alma en cada momento de su trabajo. A este hombre no es fácil engañarle con cosas mal sabidas o hechas a desgana». Pensaba Mairena que el folclore era cultura viva y creadora de un pueblo de quien había mucho que aprender, para poder luego enseñar bien a las clases adineradas.

* * *

(Fragmentos de lecciones).

Decía mi maestro Abel Martín que es la modestia la virtud que más espléndidamente han solido premiar los dioses. Recordad a Sócrates, que no quiso ser más que un amable conversador callejero, y al divino Platón, su discípulo, que puso en boca de tal maestro lo mejor de su pensamiento. Recordad a Virgilio, que nunca pensó igualar a Homero, y al Dante, que no soñó en superar a Virgilio. Recordad, sobre todo, a nuestro Cervantes, que hizo en su Quijote una parodia de los libros de caballerías, empresa literaria muy modesta para su tiempo y que en el nuestro solo la habrían intentado los libretistas de zarzuelas bufas. Los periodos más fecundos de la historia son aquellos en que los modestos no se chupan el dedo.

* * *

Carlos Marx —decía mi maestro— fue la criada que le salió respondona a Nicolás Maquiavelo. Propio es de siervos el tardar algunos siglos en insolentarse con sus señores. Pronto —añadía— asistiremos a la gran contienda entre esos dos fantasmas, o gran disputa de «más eres tú», en que, excluida la moral, las razones se convierten en piedras con que achocarse mutuamente. Pero nuestros nietos asistirán a una reconciliación entre ambos, que será Maquiavelo el primero que inicie, a su manera epistolar florentina: «Honorando compare…».

* * *

El Greco es la explosión de Miguel Ángel. Cuanto hay de dinámico en el barroco empieza en el Buonarotti y acaba en Domenico Theotocópuli. Si hay algo más que sea dinámico en el barroco, es ya un dinamismo de teatro. Calderón lo representa mejor que nadie.

* * *

En toda catástrofe moral solo quedan en pie las virtudes cínicas. ¿Virtudes perrunas? De perro humano, en todo caso, solo fiel a sí mismo.

* * *

Sobre la muerte, señores, hemos de hablar poco. Sois demasiado jóvenes… Sin embargo, no estará de más que comencéis a reparar en ella como fenómeno frecuente y, al parecer, natural, y que recitéis de memoria el inmortal hexámetro de Homero:

Oieper phyllon toide kai andrón.

Dicho en romance: «Como la generación de las hojas, así también la de los hombres».

Homero habla aquí de la muerte como un gran épico que la ve desde fuera del gran bosque humano. Pensad en que cada uno de vosotros la verá un día desde dentro, y coincidiendo con una de esas hojas. Y, por ahora, nada más.

Algunos discípulos de Mairena aprendieron de memoria el verso homérico; otros recordaban también la traducción; no faltó quien hiciese el análisis gramatical y propusiese una versión más exacta o más elegante que la del maestro, ni quien, tomando el hexámetro por las hojas cantase al árbol verde, luego desnudo, al fin vuelto a verdecer. Ninguno parecía recordar el comentario de Mairena al verso homérico; mucho menos, el consejo final.

Mairena no quiso insistir. La muerte —pensaba él— no es tema para jóvenes, que viven hacia el mañana, imaginándose vivos indefinidamente más allá del momento en que viven y saltándose a la torera el gran barranco en que pensamos los viejos.

—Hablemos, pues, señores, de la inmortalidad.

* * *

«Cogito, ergo sum», decía Descartes. Vosotros decid: «Existo, luego soy», por muy gedeónica que os parezca la sentencia. Y si dudáis de vuestro propio existir, apagad e idos.

* * *

«Nueva sensibilidad» es una expresión que he visto escrita muchas veces y que acaso yo mismo he empleado alguna vez. Confieso que no sé, realmente, lo que puede significar. «Una nueva sensibilidad» sería un hecho biológico muy difícil de observar y que acaso no sea apreciable durante la vida de una especie zoológica. «Nueva sentimentalidad» suena peor y, sin embargo, no me parece un desatino. Los sentimientos cambian en el curso de la historia, y aun durante la vida individual del hombre. En cuanto resonancias cordiales de los valores en boga, los sentimientos varían cuando estos valores se desdoran, enmohecen o son substituidos por otros. Algunos sentimientos perduran a través de los tiempos; mas no por eso han de ser eternos. ¿Cuántos siglos durará todavía el sentimiento de la patria? ¿Y el sentimiento de la paternidad? Aun dentro de un mismo ambiente sentimental, ¡qué variedad de grados y de matices! Hay quien llora al paso de una bandera; quien se descubre con respeto; quien la mira pasar indiferente; quien siente hacia ella antipatía, aversión. Nada tan voluble como el sentimiento. Esto debieran aprender los poetas que piensan que les basta sentir para ser eternos.

* * *

Si algún día profesáis la literatura y dais en publicistas, preveníos contra la manía persecutoria, que pudiera aquejaros. No penséis que cuanto se escribe sobre Homero o Cervantes es para daros a roer cebolla, como vulgarmente se dice, o para abrumaros y confundiros poniendo de resalto vuestra insignificancia literaria. Que no os atormenten enemigos imaginarios que os obliguen a escribir demasiadas tonterías.

* * *

Hay escritores cuyas palabras parecen lanzarse en busca de las ideas; otros, cuyas ideas parecen esperar las palabras que las expresen. El encuentro de unas y otras, ideas y palabras, es muchas veces obra del azar. Hay escritores extraños —y no son los peores— en quienes la reflexión improvisa y la inspiración corrige.

* * *

No os empeñéis en corregirlo todo. Tened un poco el valor de vuestros defectos. Porque hay defectos que son olvidos, negligencias, pequeños errores fáciles de enmendar y deben enmendarse; otros son limitaciones, imposibilidades de ir más allá y que la vanidad os llevará a ocultarlos. Y eso es peor que jactarse de ellos.

XIII

Los pragmatistas —decía Juan de Mairena— piensan que, a última hora, podemos aceptar como verdadero cuanto se recomienda por su utilidad; aquello que sería conveniente creer, porque, creído, nos ayudaría a vivir. Claro es que los pragmatistas no son tan brutos como podríais deducir, sin más, de esta definición. Ellos son, en el fondo, filósofos escépticos que no creen en una verdad absoluta. Creen, con Protágoras, que el hombre es la medida de todas las cosas, y con los nominalistas, en la irrealidad de los universales. Esto asentado, ya no parece tan ramplón que se nos recomiende elegir, entre las verdades relativas al individuo humano, aquellas que menos pueden dañarle o que menos conspiran contra su existencia. Los pragmatistas, sin embargo, no han reparado en que lo que ellos hacen es invitarnos a elegir una fe, una creencia, y que el racionalismo que ellos combaten es ya un producto de la elección que aconsejan, el más acreditado hasta la fecha. No fue la razón, sino la fe en la razón lo que mató en Grecia la fe en los dioses. En verdad, el hombre ha hecho de esta creencia en la razón el distintivo de su especie.

* * *

Frente a los pragmatistas escépticos no faltará una secta de idealistas, por razones pragmáticas, que piensen resucitar a Platón, cuando, en realidad, disfrazan a Protágoras. Lo propio de nuestra época es vivir en plena contradicción, sin darse de ello cuenta, o, lo que es peor, ocultándolo hipócritamente. Nada más ruin que un escepticismo inconsciente o una sofística inconfesada que, sobre una negación metafísica que es una fe agnóstica, pretende edificar una filosofía positiva. ¡Bah! Cuando el hombre deja de creer en lo absoluto, ya no cree en nada. Porque toda creencia es creencia en lo absoluto. Todo lo demás se llama pensar.

* * *

El español suele ser un buen hombre, generalmente inclinado a la piedad. Las prácticas crueles —a pesar de nuestra afición a los toros— no tendrán nunca buena opinión en España. En cambio, nos falta respeto, simpatía, y, sobre todo, complacencia en el éxito ajeno. Si veis que un torero ejecuta en el ruedo una faena impecable y que la plaza entera bate palmas estrepitosamente, aguardad un poco. Cuando el silencio se haya restablecido, veréis, indefectiblemente, un hombre que se levanta, se lleva dos dedos a la boca, y silba con toda la fuerza de sus pulmones. No creáis que ese hombre silba al torero —probablemente él lo aplaudió también—: silba al aplauso.

* * *

Yo siempre os aconsejaré que procuréis ser mejores de lo que sois; de ningún modo que dejéis de ser españoles. Porque nadie más amante que yo ni más convencido de las virtudes de nuestra raza. Entre ellas debemos contar la de ser muy severos para juzgarnos a nosotros mismos, y bastante indulgentes para juzgar a nuestros vecinos. Hay que ser español, en efecto, para decir las cosas que se dicen contra España. Pero nada advertiréis en esto que no sea natural y explicable. Porque nadie sabe de vicios que no tiene, ni de dolores que no le aquejan. La posición es honrada, sincera y profundamente humana. Yo os invito a perseverar en ella hasta la muerte.

Los que os hablan de España como de una razón social que es preciso a toda costa acreditar y defender en el mercado mundial, esos para quienes el reclamo, el jaleo y la ocultación de vicios son deberes patrióticos, podrán merecer, yo lo concedo, el título de buenos patriotas; de ningún modo el de buenos españoles.

Digo que podrán ser hasta buenos patriotas, porque ellos piensan que España es, como casi todas las naciones de Europa, una entidad esencialmente batallona, destinada a jugárselo todo en una gran contienda, y que conviene no enseñar el flaco y reforzar los resortes polémicos, sin olvidar el orgullo nacional, creado más o menos artificialmente. Pero pensar así es profundamente antiespañol. España no ha peleado nunca por orgullo nacional, ni por orgullo de raza, sino por orgullo humano o por amor de Dios, que viene a ser lo mismo. De esto hablaremos más despacio otro día.

* * *

(Contra la educación física).

Siempre he sido —habla Mairena a sus alumnos de Retórica— enemigo de lo que hoy llamamos, con expresión tan ambiciosa como absurda, educación física. Dejemos a un lado a los antiguos griegos, de cuyos gimnasios hablaremos otro día. Vengamos a lo de hoy. No hay que educar físicamente a nadie. Os lo dice un profesor de Gimnasia.

Sabido es que Juan de Mairena era, oficialmente, profesor de Gimnasia, y que sus clases de Retórica, gratuitas y voluntarias, se daban al margen del programa oficial del Instituto en que prestaba sus servicios.

Para crear hábitos saludables —añadía—, que nos acompañen toda la vida, no hay peor camino que el de la gimnasia y los deportes, que son ejercicios mecanizados, en cierto sentido abstractos, desintegrados, tanto de la vida animal como de la ciudadana. Aun suponiendo que estos ejercicios sean saludables —y es mucho suponer—, nunca han de sernos de gran provecho, porque no es fácil que nos acompañen sino durante algunos años de nuestra efímera existencia. Si lográsemos, en cambio, despertar en el niño el amor a la naturaleza, que se deleita en contemplarla, o la curiosidad por ella, que se empeña en observarla y conocerla, tendríamos más tarde hombres maduros y ancianos venerables, capaces de atravesar la sierra de Guadarrama en los días más crudos del invierno, ya por deseo de recrearse en el espectáculo de los pinos y de los montes, ya movidos por el afán científico de estudiar la estructura y composición de las piedras o de encontrar una nueva especie de lagartijas.

Todo deporte, en cambio, es trabajo estéril, cuando no juego estúpido. Y esto se verá más claramente cuando una ola de ñoñez y de americanismo invada a nuestra vieja Europa.

Se diría que Juan de Mairena había conocido a nuestro gran don Miguel de Unamuno, tan antideportivo, como nosotros lo conocemos: iam senior, sed cruda deo viridisque senectus; o que había visto al insigne Bolívar, cazando saltamontes a sus setenta años, con general asombro de las águilas, los buitres y los alcotanes de la cordillera carpetovetónica.

* * *

(De teatro).

Hay cómicos que están siempre en escena, como si vivieran la comedia que representan. De estos se dice, con razón, que son los mejores. Hay otros cuya presencia en el escenario no supone la más leve intervención en la comedia. Ellos están allí, en efecto, pensando en otra cosa tal vez más importante que cuanto se dice en la escena. Estos actores me inspiran cierto respeto, y espero, para juzgarlos, el papel que coincida con sus preocupaciones. Hay otros, en fin, que ya están, ya no están en la comedia, porque en ella entran o de ella salen a cada momento, por razones que solo conoce el apuntador. De estos hay poco que esperar: ni dentro ni fuera del teatro parece que hayan de hacer cosa de provecho.

XIV

(De un discurso de Juan de Mairena).

Solo en sus momentos perezosos puede un poeta dedicarse a interpretar los sueños y a rebuscar en ellos elementos que utilizar en sus poemas. La oniroscopia no ha producido hasta la fecha nada importante. Los poemas de nuestra vigilia, aun los menos logrados, son más originales y más bellos y, a las veces, más disparatados que los de nuestros sueños. Os lo dice quien pasó muchos años de su vida pensando lo contrario. Pero de sabios es mudar de consejo.

Hay que tener los ojos muy abiertos para ver las cosas como son; aun más abiertos para verlas otras de lo que son; más abiertos todavía para verlas mejores de lo que son. Yo os aconsejo la visión vigilante, porque vuestra misión es ver e imaginar despiertos, y que no pidáis al sueño sino reposo.

* * *

¡Esta gran placentería
de ruiseñores que cantan!…
Ninguna voz es la mía.

Así cantaba un poeta para quien el mundo comenzaba a adquirir una magia nueva. «La gracia de esos ruiseñores —solía decir— consiste en que ellos cantan sus amores, y de ningún modo los nuestros». Por muy de Perogrullo que parezca esta afirmación, ella encierra toda una metafísica que es, a su vez, una poética nueva. ¿Nueva? Ciertamente, tan nueva como el mundo. Porque el mundo es lo nuevo por excelencia, lo que el poeta inventa, descubre a cada momento, aunque no siempre, como muchos piensan, descubriéndose a sí mismo. El pensamiento poético, que quiere ser creador, no realiza ecuaciones, sino diferencias esenciales, irreductibles; solo en contacto con lo otro, real o aparente, puede ser fecundo. Al pensamiento lógico o matemático, que es pensamiento homogeneizador, a última hora pensar de la nada, se opone el pensamiento poético, esencialmente heterogeneizador. Perdonadme estos terminachos de formación erudita, porque en algo se ha de conocer que estamos en clase, y porque no hay cátedra sin un poco de pedantería. Pero todo esto lo veréis más claro en nuestros ejercicios —los de Retórica, se entiende— y por ejemplos más o menos palpables.

* * *

(De otro discurso).

Es muy posible que el argumento ontológico o prueba de la existencia de Dios no haya convencido nunca a nadie, ni siquiera al mismo San Anselmo, que, según se dice, lo inventó. No quiero con esto daros a entender que piense yo que el buen obispo de Canterbury era hombre descreído, sino que, casi seguramente, no fue hombre que necesitase de su argumento para creer en Dios. Tampoco habéis de pensar que nuestro tiempo sea más o menos descreído porque el tal argumento haya sido refutado alguna vez, lo cual, aunque fuese cierto, no sería razón suficiente para descreer en cosa tan importante como es la existencia de Dios. Todo esto es tan de clavo pasado, que hasta las señoras —como decía un ateneísta— pueden entenderlo. No es aquí, naturalmente, adonde yo quería venir a parar, sino a demostraros que el famoso argumento o prueba venerable de la existencia de Dios no es, como piensan algunos opositores a cátedras de Filosofía, una trivialidad, que pueda ser refutada por el sentido común. Cuando ya la misma escolástica, que engendró el famoso argumento, creía haberlo aniquilado, resucita en Descartes, nada menos, Descartes lo hace suyo y lo refuerza con razones que pretenden ser evidencias. Más tarde Kant, según es fama, le da el golpe de gracia, como si dijéramos: lo descabella a pulso en la Dialéctica transcendental de su Crítica de la razón pura. Con todo, el famoso argumento ha llegado hasta nosotros, atravesando ocho siglos —si no calculo mal—, puesto que todavía nos ocupamos de él, y en una clase que ni siquiera es de Filosofía, sino de Retórica.

Permitid o, mejor, perdonad que os lo exponga brevemente. Y digo perdonad porque, en nuestro tiempo, se puede hablar de la esencia del queso manchego, pero nunca de Dios, sin que se nos tache de pedantes. «Dios es el ser insuperablemente perfecto —ens perfectissimun— a quien nada puede faltarle. Tiene, pues, que existir, porque si no existiera le faltaría una perfección: la existencia, para ser Dios. De modo que un Dios inexistente, digamos, mejor, no existente, para evitar equívocos, sería un Dios que no llega a ser Dios. Y esto no se le ocurre ni al que asó la manteca». El argumento es aplastante. A vosotros, sin embargo, no os convence: porque vosotros pensáis, con el sentido común —entendámonos: el común sentir de nuestro tiempo—, que «si Dios existiera, sería, en efecto, el ser perfectísimo que pensamos de Él; pero de ningún modo en el caso de no existir». Para vosotros queda por demostrar la existencia de Dios, porque pensáis que nada os autoriza a inferirla de la definición o esencia de Dios.

Reparad, sin embargo, en que vosotros no hacéis sino oponer una creencia a otra, y en que los argumentos no tienen aquí demasiada importancia. Dejemos a un lado la creencia en Dios, la cual no es, precisamente, ninguna de las dos que intervienen en este debate. El argumento ontológico lo ha creado una fe racionalista de que vosotros carecéis, una creencia en el poder mágico de la razón para intuir lo real, la creencia platónica en las ideas, en el ser de lo pensado. El célebre argumento no es una prueba; pretende ser —como se ve claramente en Descartes— una evidencia. A ella oponéis vosotros una fe agnóstica, una desconfianza de la razón, una creencia más o menos firme en su ceguera para lo absoluto. En toda cuestión metafísica, aunque se plantee en el estadio de la lógica, hay siempre un conflicto de creencias encontradas. Porque todo es creer, amigos, y tan creencia es el sí como el no. Nada importante se refuta ni se demuestra, aunque se pase de creer lo uno a creer lo otro. Platón creía que las cosas sensibles eran copias más o menos borrosas de las ideas, las cuales eran, a su vez, los verdaderos originales. Vosotros creéis lo contrario; para vosotros lo borroso y descolorido son las ideas; nada hay para vosotros, en cambio, más original que un queso de bola, una rosa, un pájaro, una lavativa. Pero daríais prueba de incapacidad filosófica si pensaseis que el propio Kant ha demostrado nada contra la existencia de Dios, ni siquiera contra el famoso argumento. Lo que Kant demuestra, y solo a medias, si se tiene en cuenta la totalidad de su obra, es que él no cree en más intuición que la sensible, ni en otra existencia que la espacio-temporal. Pero ¿cuántos grandes filósofos, antes y después de Kant, no han jurado por la intuición intelectiva, por la realidad de las ideas, por el verdadero ser de lo pensado?

—Universalia sunt nomina.

—En efecto, eso es lo que usted cree.

XV

Todos hemos oído alguna vez que es el poeta quien suele ver más claro en lo futuro, into the seeds of time, que dijo Shakespeare. Esto se afirma, generalmente, pensando en Goethe, cuya prognosis sobre lo humano y lo divino ya fatiga de puro certera. Pero no es Goethe el único poeta; otros mayores que Goethe han sido, sobre todo, grandes videntes de lo pasado. En verdad, lo poético es ver, y como toda visión requiere distancia, solo hemos de perdonar al poeta, atento a lo que viene y a lo que se va, que no vea casi nunca lo que pasa, las imágenes que le azotan los ojos y que nosotros quisiéramos coger con las manos.

Es el viento en los ojos de Homero, la mar multisonora en sus oídos, lo que nosotros llamamos actualidad.

* * *

Si yo intentara alguna vez un florilegio poético para aprendices de poeta, haría muy otra cosa de lo que hoy se estila en el ramo de antologías. Una colección de composiciones poéticas de diversos autores —aun suponiendo que estén bien elegidas— dará siempre una idea tan pobre de la poesía como de la música un desfile de instrumentos heterogéneos, tañidos y soplados por solistas sin el menor propósito de sinfonía. Además, una flor poética es muy rara vez una composición entera. Lo poético, en el poeta mismo, no es la sal, sino el oro que, según se dice, también contiene el agua del mar. Tendríamos que elegir de otra manera para no desalentar a la juventud con esas Centenas de mejores poesías de tal o cual lengua. Porque eso no es, por fortuna, lo selectamente poético de ninguna literatura, y mucho menos de ninguna lengua. Sobre este tema hablaremos extensamente a fin de curso.

* * *

Debemos estar muy prevenidos en favor y en contra de los lugares comunes. En favor, porque no conviene eliminarlos sin antes haberlos penetrado hasta el fondo, de modo que estemos plenamente convencidos de su vaciedad; en contra, porque, en efecto, nuestra misión es singularizarlos, ponerles el sello de nuestra individualidad, que es la manera de darles un nuevo impulso para que sigan rodando.

Pensaba Mairena —como nuestro gran don Ramón del Valle-Inclán— que el «unir dos palabras por primera vez» podía ser una verdadera hazaña poética. Pero solía decir: no conviene intentarla sin precauciones. Vayamos despacio. Empecemos por el empleo de adjetivos que añadan algo a lo que, de primeras, pensamos o imaginamos en el substantivo. Un «ángel bueno» no está mal dicho. La bondad es propia de los ángeles, aunque no es lo esencialmente angélico, puesto que hubo ángeles prevaricadores. El adjetivo no es superfluo. Aún menos superfluo sería el adjetivo «custodio» o «guardián» aplicado al ángel, porque no parece que los ángeles, sin especial mandato de la divinidad, tengan por qué guardar a nadie. «El ángel de la espada flamígera» está mejor, porque alude a un ángel único, al que guardaba las puertas del Paraíso. Hay mucho que andar, sin salir de los lugares comunes, antes que lleguemos a la expresión nueva y sorprendente, a la adjetivación valiente, que desafía la misma contradictio in adiecto; por ejemplo: ¡un guardia de asalto!…

* * *

(Dos grandes inventos).

La fe platónica en las ideas trascendentes salvó a Grecia del solus ipse en que la hubiera encerrado la sofística. La razón humana es pensamiento genérico. Quien razona afirma la existencia de un prójimo, la necesidad del diálogo, la posible comunicación mental entre los hombres. Conviene creer en las ideas platónicas, sin desvirtuar demasiado la interpretación tradicional del platonismo. Sin la absoluta trascendencia de las ideas, iguales para todos, intuibles e indeformables por el pensamiento individual, la razón, como estructura común a una pluralidad de espíritus, no existiría, no tendría razón de existir. Dejemos a los filósofos que discutan el verdadero sentido del pensamiento platónico. Para nosotros lo esencial del platonismo es una fe en la realidad metafísica de la idea, que los siglos no han logrado destruir.

* * *

Grande hazaña fue el platonismo —sigue hablando Mairena—, pero no suficiente para curar la soledad del hombre. Quien dialoga, ciertamente, afirma a su vecino, al otro yo; todo manejo de razones —verdades o supuestos— implica convención entre sujetos, o visión común de un objeto ideal. Pero no basta la razón, el invento socrático, para crear la convivencia humana; esta precisa también la comunión cordial, una convergencia de corazones en un mismo objeto de amor. Tal fue la hazaña del Cristo, hazaña prometeica y, en cierto sentido, satánica. Para mi maestro Abel Martín fue el Cristo un ángel díscolo, un menor en rebeldía contra la norma del Padre. Dicho de otro modo: fue el Cristo un hombre que se hizo Dios para expiar en la cruz el gran pecado de la Divinidad. De este modo, pensaba mi maestro, la tragedia del Gólgota adquiere nueva significación y mayor grandeza.

El Cristo, en efecto, se rebela contra la ley del Dios de Israel, que es el dios de un pueblo cuya misión es perdurar en el tiempo. Este dios es la virtud genésica divinizada, su ley solo ordena engendrar y conservar la prole. En nombre de este dios de proletarios fue crucificado Jesús, un hijo de nadie, en el sentido judaico, una encarnación del espíritu divino, sin misión carnal que cumplir. ¿Quién es este hijo de nadie, que habla de amor y no pretende engendrar a nadie? ¡Tanta sangre heredada, tanto semen gastado para llegar a esto! Así se revuelven con ira proletaria los hijos de Israel contra el Hijo de Dios, el hermano del Hombre. Contra el sentido patriarcal de la historia, milita la palabra del Cristo.

Si eliminamos de los Evangelios cuanto en ellos se contiene de escoria mosaica, aparece clara la enseñanza del Cristo: «Solo hay un Padre, padre de todos, que está en los cielos». He aquí el objeto erótico trascendente, la idea cordial que funda, para siempre, la fraternidad humana. ¿Deberes filiales? Uno y no más: el amor de radio infinito hacia el padre de todos, cuya impronta, más o menos borrosa, llevamos todos en el alma. Por lo demás, solo hay virtudes y deberes fraternos. El Cristo, por el mero hecho de nacer, otorga el canuto, licencia, para siempre, al bíblico semental judaico. Y como triunfa Sócrates de la sofística protagórica, alumbrando el camino que conduce a la idea, a una obligada comunión intelectiva entre los hombres, triunfa el Cristo de una sofística erótica, que fatiga las almas del mundo pagano, descubriendo otra suerte de universalidad: la del amor. Ellos son los dos grandes maestros de dialéctica, que saben preguntar y aguardar las respuestas. No son dos charlatanes ni dos pedantes. Charlatán y pedante es solo quien habla y ni siquiera se escucha a sí mismo. Pero la dialéctica del Cristo es muy otra que la socrática, y mucho más sutil y luminosa. De ella hablaremos otro día, cuando nos ocupemos de «La mujer, como invención del Cristo».

(Fragmento de un discurso de Juan de Mairena, conocido por sus discípulos con el nombre de «Sermón de Chipiona»).

XVI

(Apuntes y recuerdos de Juan de Mairena).

Nuestro siglo —decía Juan de Mairena, aludiendo al siglo XIX— es, acaso, el que más se ha escuchado a sí mismo, tal vez porque nosotros, los que en él vivimos, tenemos una conciencia marcadamente temporal de nuestro existir. El hombre de nuestra centuria ha sido un sedicente enfant du siècle, ha hablado de un mal del siglo, y habla, en nuestros días, de un fin de siglo. De este modo ha expresado, más o menos conscientemente, una vocación a la temporalidad, que no es propia de todos los tiempos.

Nuestra centuria ha exaltado hasta el mareo la música y la poesía lírica, artes temporales por excelencia. Carece de arquitectura y estatuaria. En pintura ha sido naturalista, impresionista, luminista; maneras temporales de ser pintor. Ha zambullido en el tiempo la Historia, que fue para los clásicos la narración de lo mítico e intemporal en el hombre, y ha vertido la epopeya en la novela y en el periódico, que es desgranar la hazaña intemporal, desmenuzándola en sucesos de la semana y anécdotas de lo cotidiano. Su dramática no es arte, ni lógica, ni moral, sino psicologismo, que es la manera temporal del diálogo escénico. Su filosofía típica es el positivismo, un pensar de su tiempo, venido —según él— a superar una edad metafísica y otra teológica. En política ha peleado por el progreso y por la tradición, dos fantasmas del tiempo. Su ciencia es biologismo, evolucionismo, un culto a los hechos vitales sometidos a la ley del tiempo. Lamartine llora, con los románticos —¿quién no es romántico en esta gran centuria?—, el fugit irreparabile tempus, mientras Carnot y Clausius ponen, con su termodinámica, también en el tiempo la regla más general de la naturaleza.

Tal es, señores, nuestro siglo, el de vuestros padres, sobre todo, pero también el vuestro, aunque vosotros traspaséis sus fronteras. Un siglo interesante entre otros, no muchos, que conocemos de la vida del hombre, ni mayor, ni menor, ni más sabio, ni más estúpido que algunos que han dejado también huella en la cultura; pero acaso el siglo más siglo de los transcurridos hasta la fecha, porque solo él ha tenido la constante obsesión de sí mismo.

* * *

Juan de Mairena, que murió en los primeros años del siglo XX, mantuvo hasta última hora su fe ochocentista, pensando que los siglos no empiezan ni terminan con la exactitud cronológica que fuese de desear, y que algunos siglos, como el suyo, bien pudieran durar siglo y medio. Mairena no alcanzó la guerra europea, que él hubiera llamado el gran morrón de la gran centuria; ni el triunfo y boga de la obra de Bergson, ni el documento póstumo más interesante del ochocientos, la novela de Marcelo Proust, A la recherche du temps perdu, donde aparece, acaso por última vez, l’enfant du siécle pocho y desteñido, perdida ya toda aquella alegría napoleónica de burguesía con zapatos nuevos y toda la nostalgia romántica que en él pusieron Balzac y Stendhal, Lamartine y Musset. Voilá enfin —hubiera dicho Mairena— un vrai fin de siécle. En este hombrecito, sobre todo, que narra la novela proustiana, hubiera sentido Mairena, con los últimos compases, los primeros motivos de la melodía del siglo. Porque se trata, en efecto, de un poema romántico en la tal novela a la manera decadente, un poema en que se evoca una juventud desde una vejez. Le temps perdu es, en verdad, el siglo del autor, visto como un pasado que no puede convertirse en futuro y que se pierde, irremediablemente, si no se recuerda.

* * *

(Sobre la política y la juventud).

La política, señores —sigue hablando Mairena— es una actividad importantísima… Yo no os aconsejaré nunca el apoliticismo, sino, en último término, el desdeño de la política mala, que hacen trepadores y cucañistas, sin otro propósito que el de obtener ganancia y colocar parientes. Vosotros debéis hacer política, aunque otra cosa os digan los que pretenden hacerla sin vosotros, y naturalmente, contra vosotros. Solo me atrevo a aconsejaros que la hagáis a cara descubierta; en el peor caso con máscara política, sin disfraz de otra cosa; por ejemplo: de literatura, de filosofía, de religión. Porque de otro modo contribuiréis a degradar actividades tan excelentes, por lo menos, como la política, y a enturbiar la política de tal suerte que ya no podamos nunca entendernos.

Y a quien os eche en cara vuestros pocos años bien podéis responderle que la política no ha de ser, necesariamente, cosa de viejos. Hay movimientos políticos que tienen su punto de arranque en una justificada rebelión de menores contra la inepcia de los sedicentes padres de la patria. Esta política, vista desde el barullo juvenil, puede parecer demasiado revolucionaria, siendo, en el fondo, perfectamente conservadora. Hasta las madres —¿hay algo más conservador que una madre?— pudieran aconsejarla con estas o parecidas palabras: «Toma el volante, niño, porque estoy viendo que tu papá nos va a estrellar a todos —de una vez— en la cuneta del camino».

* * *

(Sin embargo…).

No toméis, sin embargo, al pie de la letra lo que os digo. En general, los viejos sabemos, por viejos, muchas cosas que vosotros, por jóvenes, ignoráis. Y algunas de ellas —todo hay que decirlo— os convendría no aprenderlas nunca. Otras, sin embargo, etc., etc.

* * *

(Ejercicios de Sofística).

Se dice que no hay regla sin excepción. ¿Es esto cierto? Yo no me atrevería a asegurarlo. En todo caso, si esta afirmación contiene verdad, será una verdad de hecho, que no satisface plenamente a la razón. Toda excepción —se añade— confirma la regla. Esto no parece tan obvio, y es, sin embargo, más aceptable lógicamente. Porque si toda excepción lo es de una regla, donde hay excepción hay regla, y quien piensa la excepción piensa la regla. Esto es ya una verdad de razón, es decir, de Pero Grullo, mera tautología, que nada nos enseña. No podemos conformarnos con ella. Sutilicemos, añadamos algo que no se le pueda ocurrir a Pero Grullo.

1.ª Si toda excepción confirma la regla, una regla sin excepción sería una regla sin confirmar, de ningún modo una no-regla.

2.ª Una regla con excepciones será siempre más firme que una regla sin excepciones, a la cual faltaría la excepción que la confirmase.

3.ª Tanto más regla será una regla cuanto más abunde en excepciones.

4.ª La regla ideal solo contendría excepciones.

Continuar por razonamientos encadenados, hasta alcanzar el ápice o el vórtice de vuestro ingenio. Y cuando os hiervan los sesos, etc., etc.

* * *

Señores: nunca un gran filósofo renegaría de la verdad si, por azar, la oyese de labios de su barbero. Pero esto es un privilegio de los grandes filósofos. La mayoría de los hombres preferirá siempre, a la verdad degradada por el vulgo —por ejemplo: dos y dos, igual a cuatro—, la mentira ingeniosa o la tontería sutil, puesta hábilmente más allá del alcance de los tontos.

Un discípulo de Mairena hizo —al día siguiente— algunas intencionadas preguntas a su maestro: «¿Cómo puede un hombre poner la tontería más allá del alcance de los tontos, es decir, más allá del alcance de sí mismo? Si, como usted nos enseña, la tontería del hombre es inagotable, ¿dónde pondrá el hombre la tontería que su propia tontería no le dé alcance? Y, en general, ¿cómo puede una cosa ponerse más allá de sí misma?».

XVII

El escepticismo pudiera estar o no estar de moda. Yo no os aconsejo que figuréis en el coro de sus adeptos ni en el de sus detractores. Yo os aconsejo, más bien, una posición escéptica frente al escepticismo. Por ejemplo: «Cuando pienso que la verdad no existe, pienso, además, que pudiera existir, precisamente por haber pensado lo contrario, puesto que no hay razón suficiente para que sea verdad lo que yo pienso, aunque tampoco demasiada para que deje de serlo». De ese modo nadáis y guardáis la ropa, dais prueba de modestia y eludís el famoso argumento contra escépticos, que lo es solo contra escépticos dogmáticos.

* * *

¿Cuántos reversos tiene un anverso? Seguramente uno. ¿Y viceversa? Uno también. ¿Cuáles serán, entonces, los siete anversos que corresponden a «Los siete reversos» a que alude Mairena en su libro recientemente publicado? Tal fue el secreto que su maestro se llevó a la fosa. (De El Faro de Chipiona).

* * *

Juan de Mairena se preguntó alguna vez si la difusión de la cultura había de ser necesariamente una degradación, y, a última hora, una disipación de la cultura; es decir, si el célebre principio de Carnot tendría una aplicación exacta a la energía humana que produce la cultura. El afirmarlo le parecía temerario. De todos modos —pensaba él—, nada parece que deba aconsejarnos la defensa de la cultura como privilegio de casta, considerarla como un depósito de energía cerrado, y olvidar que, a fin de cuentas, lo propio de toda energía es difundirse y que, en el peor caso, la entropía o nirvana cultural tendríamos que aceptarlo por inevitable. En el peor caso —añadía Mairena—, porque cabe pensar, de acuerdo con la más acentuada apariencia, que lo espiritual es lo esencialmente reversible, lo que al propagarse ni se degrada ni se disipa, sino que se acrecienta. Digo esto para que no os acongojéis demasiado porque las masas, los pobres desheredados de la cultura tengan la usuraria ambición de educarse y la insolencia de procurar los medios para conseguirlo.

* * *

(Sobre lo apócrifo).

Tenéis —decía Mairena a sus alumnos— unos padres excelentes, a quienes debéis respeto y cariño; pero ¿por qué no inventáis otros más excelentes todavía?

* * *

(Mairena, examinador).

Mairena era, como examinador, extremadamente benévolo. Suspendía a muy pocos alumnos, y siempre tras exámenes brevísimos. Por ejemplo:

—¿Sabe usted algo de los griegos?

—Los griegos…, los griegos eran unos bárbaros…

—Vaya usted bendito de Dios.

—¿…?

—Que puede usted retirarse.

Era Mairena —no obstante su apariencia seráfica— hombre, en el fondo, de malísimas pulgas. A veces recibió la visita airada de algún padre de familia que se quejaba, no del suspenso adjudicado a su hijo, sino de la poca seriedad del examen. La escena violenta, aunque también rápida, era inevitable.

—¿Le basta a usted ver a un niño para suspenderlo? —decía el visitante, abriendo los brazos con ademán irónico de asombro admirativo.

Mairena contestaba, rojo de cólera y golpeando el suelo con el bastón:

—¡Me basta ver a su padre!

* * *

(Contra los contrarios).

Nada puede ser —decía mi maestro— lo contrario de lo que es.

Nada que sea puede tener su contrario en ninguna parte.

Hay una esencia rosa, de que todas las rosas participan, y otra esencia pepino, y otra comadreja, etc., etc., con idéntica virtud. Dicho de otro modo: todas las rosas son rosa, todos los pepinos son pepino, etc., etc. Pero ¿dónde encontraréis —ni esencial ni existencialmente— lo contrario de una rosa, de un pepino, de una comadreja? El ser carece de contrario, aunque otra cosa os digan. Porque la Nada, su negación, necesitaría para ser su contrario comenzar por ser algo. Y estaría en el mismo caso de la rosa, del pepino, de la comadreja.

* * *

(Siempre en guardia).

Ya os he dicho que el escepticismo pudiera no estar de moda, y para ese caso posible, y aun probable, yo os aconsejo también una posición escéptica. Se inventarán nuevos sistemas filosóficos en extremo ingeniosos, que vendrán, sobre todo, de Alemania, contra nosotros los escépticos o filósofos propiamente dichos. Porque el hombre es un animal extraño que necesita —según él— justificar su existencia con la posesión de alguna verdad absoluta, por modesto que sea lo absoluto de esta verdad. Contra esto, sobre todo, contra lo modesto absoluto, debéis estar absolutamente en guardia.

* * *

(Sobre la modestia relativa).

Contaba Mairena que había leído en una placa dorada, a la puerta de una clínica, la siguiente inscripción: «Doctor Rimbombe. De cuatro a cinco, consulta a precios módicos para empleados modestos con blenorragia crónica». Reparad —observaba Mairena— en que aquí lo modesto no es precisamente el doctor, ni, mucho menos, la blenorragia.

* * *

(Sobre el Carnaval).

Se dice que el Carnaval es una fiesta llamada a desaparecer. Lo que se ve —decía Mairena— es que el pueblo, siempre que se regocija, hace Carnaval. De modo que lo carnavalesco, que es lo específicamente popular de toda fiesta, no lleva trazas de acabarse. Y desde un punto de vista más aristocrático, tampoco el Carnaval desaparece. Porque lo esencial carnavalesco no es ponerse careta, sino quitarse la cara. Y no hay nadie tan bien avenido con la suya que no aspire a estrenar otra alguna vez.

XVIII

(En clase).

—¿Recuerda usted, señor Rodríguez, lo que dijimos de las intuiciones y de los conceptos?

R.— Que son vacíos los conceptos sin intuiciones, y ciegas las intuiciones sin los conceptos. Es decir, que no hay manera de llenar un concepto sin la intuición, ni de poner ojos a la intuición sin encajarla en el concepto. Pero unidas las intuiciones a los conceptos tenemos el conocimiento: una oquedad llena que es, al mismo tiempo, una ceguedad vidente.

M.— ¿Y usted ve claro eso que dice?

R.— Con una claridad perfectamente tenebrosa, querido maestro.

Decía mi maestro: Pensar es deambular de calle en calleja, de calleja en callejón, hasta dar en un callejón sin salida. Llegados a este callejón pensamos que la gracia estaría en salir de él. Y entonces es cuando se busca la puerta al campo.

* * *

A este escritor, que vosotros llamáis «humorista» —decía Mairena a sus alumnos— porque se ríe de todo y pretende hacernos reír a costa de todo, le falta, para ser humorista, el haberse reído alguna vez de sí mismo. En verdad, él lleva dentro un hombrecito muy engolado y muy serio, que está pidiendo un puntapié en la espinilla que lo ponga en ridículo. Y es él mismo quien tendría que dárselo.

* * *

Sed incomprensivos; yo os aconsejo la incomprensión, aunque solo sea para destripar los chistes de los tontos. Cuando alguien os diga: «Si sales de Madrid y caminas hacia el Norte, cuida bien de tus botas, sobre todo al pasar de El Plantío, porque, primero las Rozas, después las Matas…», vosotros añadid: «Y después, Torrelodones, Villalba… En efecto, es mucho trajín para el calzado».

* * *

El ceño de la incomprensión —decía Mairena, gran observador de fisonomías— es, muchas veces, el signo de la inteligencia, propio de quien piensa algo en contra de lo que se le dice, que es, casi siempre, la única manera de pensar algo.

* * *

Es cosa triste que hayamos de reconocer a nuestros mejores discípulos en nuestros contradictores, a veces en nuestros enemigos, que todo magisterio sea, a última hora, cría de cuervos, que vengan un día a sacarnos los ojos.

* * *

Pero no exageremos —añadía Mairena—. Nosotros, los maestros, somos un poco egoístas, y no siempre pensamos que la cultura sea como la vida, aquella antorcha del corredor a que alude Lucrecio en su verso inmortal. Nosotros quisiéramos acapararla. Nuestras mismas ideas nos parecen hostiles en boca ajena, porque pensamos que ya no son nuestras. La verdad es que las ideas no deben ser de nadie. Además —todo hay que decirlo—, cuando profesamos nuestras ideas y las convertimos en opinión propia, ya tienen algo de prendas de uso personal, y nos disgusta que otros las usen. Otrosí: las ideas profesadas como creencias son también gallos de pelea con espolones afilados. Y no es extraño que alguna vez se vuelvan contra nosotros con los espolones más afilados todavía. En suma, debemos ser indulgentes con el pensar más o menos gallináceo de nuestro vecino.

* * *

Por eso yo os aconsejo —¡oh dulces amigos!— el pensar alto, o profundo, según se mire. De la claridad no habéis de preocuparos, porque ella se os dará siempre por añadidura. Contra el sabido latín, yo os aconsejo el primum philosophari de toda persona espiritualmente bien nacida. Solo el pensamiento filosófico tiene alguna nobleza. Porque él se engendra, ya en el diálogo amoroso que supone la dignidad pensante de nuestro prójimo, ya en la pelea del hombre consigo mismo. En este último caso puede parecer agresivo, pero, en verdad, a nadie ofende y a todos ilumina.

XIX

(Leve profecía de Juan de Mairena).

Donde la mujer suele estar, como en España —decía Juan de Mairena—, en su puesto, es decir, en su casa, cerca del fogón y consagrada al cuidado de sus hijos, es ella la que casi siempre domina, hasta imprimir el sello de su voluntad a la sociedad entera. El verdadero problema es allí el de la emancipación de los varones, sometidos a un régimen maternal demasiado rígido. La mujer perfectamente abacia en la vida pública, es voz cantante y voto decisivo en todo lo demás. Si unos cuantos viragos del sufragismo, que no faltan en ningún país, consiguiesen en España de la frivolidad masculina la concesión del voto a la mujer, las mujeres propiamente dichas votarían contra el voto; quiero decir que enterrarían en las urnas el régimen político que, imprudentemente, les concedió un derecho a que ellas no aspiraban. Esto sería lo inmediato. Si, más tarde, observásemos que la mujer deseaba, en efecto, intervenir en la vida política, y que pedía el voto, sabiendo lo que pedía, entonces podríamos asegurar que el matriarcado español comenzaba a perder su fuerza y que el varón tiraba de la mujer más que la mujer del varón. Esto sería entre nosotros profundamente revolucionario. Pero es peligro demasiado remoto para que pueda todavía preocuparnos.

(Mairena, autor dramático).

«¡Qué padre tan cariñoso pierde el mundo!». Esto exclama Jack el destripador, momentos antes de ser ahorcado, en el drama trágico Padre y verdugo, de Juan de Mairena, estrepitosamente silbado en un teatro de Sevilla, hacia los últimos años del pasado siglo.

El Jack de Mairena era un hombre que había amado mucho —a más de sesenta mujeres, entre esposas y barraganas— con el tenaz propósito, nunca logrado, de fabricar un hijo. La infecundidad de su casto lecho le llevó a la melancolía primero; después, a la desesperanza; por último, al odio, a la locura, al crimen monstruoso. La obra iba «pasando» entre aplausos tímidos y murmullos de desagrado… Algunos decían: «No está mal»; otros: «Atrevidillo»; otros: «¡Inaceptable!». Cuando llegó la frase final —¡qué padre tan cariñoso!, etc.—, dicha con profunda emoción por don Pedro Delgado, uno de los discípulos de Mairena gritó con voz estentórea: «¡Bravo, maestro!». Y fue entonces cuando estalló la tormenta. Mairena no volvió a escribir para el teatro, temeroso de un nuevo fracaso ante un público insuficientemente preparado para la tragedia. Por aquella época, sin embargo, se estrenó un Nerón, de Cavestany, con el éxito más lisonjero.

* * *

Todo hombre célebre debe cuidar de no deshacer su leyenda —la que a todo hombre célebre acompaña en vida desde que empieza su celebridad—, aunque ella sea hija de la frecuente y natural incomprensión de su prójimo. La vida de un hombre no es nunca lo bastante dilatada para deshacer una leyenda y crear otra. Y sin leyenda no se pasa a la Historia. Esto que os digo, para el caso de que alcancéis celebridad, es un consejo de carácter pragmático. Desde un punto de mira más alto, yo me atrevería a aconsejaros lo contrario. Jamás cambiéis vuestro auténtico ochavo moruno por los falsos centenes en que pretendan estampar vuestra efigie.

* * *

Yo no os aconsejo que desdeñéis los tópicos, lugares comunes y frases más o menos mostrencas de que nuestra lengua —como tantas otras— está llena, ni que huyáis sistemáticamente de tales expresiones; pero sí que adoptéis ante ellas una actitud interrogadora y reflexiva. Por ejemplo: «Porque las canas, siempre venerables…». ¡Alto! ¿Son siempre, en efecto, venerables las canas? ¡Oh, no siempre! Hay canas prematuras que ni siquiera son signo de ancianidad. Además, ¿pueden ser venerables las canas de un anciano usurero? Parece que no. En cambio, las canas de un hombre envejecido en el estudio, en el trabajo, en actividades heroicas, son, en efecto, venerables. Pero ¿en qué proporción dentro de la vida social, son venerables las canas, y en cuál dejan de serlo? ¿Por qué el adjetivo venerable se aplica tan frecuentemente al substantivo canas? ¿Es que, por ventura, el número de ancianos venerables propiamente dichos excede al de viejos sinvergüenzas cuyas canas de ningún modo deben venerarse? Después de este análisis, que yo inicio, nada más, y que vosotros podéis continuar hasta lo infinito, ya estáis libres del maleficio de los lugares comunes, del grave riesgo de anegar vuestro pensamiento en la inconsciencia popular, de pasearle en el gran ómnibus o coche-ripert de la vulgaridad idiomática. Porque ya podéis emplear los lugares comunes con arreglo a una lógica nueva, llamada «Logística» por los que la inventaron y conocen, la cual exige una «cuantificación de los predicados a que no estábamos habituados». Por ejemplo: «Las canas, casi siempre venerables; las canas, algunas veces venerables; las canas, no siempre despreciables; las canas, en un treinta y cinco por ciento venerables», etc., etcétera.

Para la «cubicación» de vuestro lenguaje, que es, a fin de cuentas, la gran faena del escritor, estas reflexiones no me parecen del todo inoportunas.

XX

Entre las piezas dramáticas que escribió Juan de Mairena, sin ánimo ya de hacerlas representar, recordamos una tragicomedia titulada El gran climatérico. El protagonista de ella, siempre en escena, era un personaje que simbolizaba lo «inconsciente libidinoso» a través de la existencia humana, desde la adolescencia hasta el término de la vida sexual, que los médicos de aquel entonces colocaban en el sexagésimo tercero aniversario del nacimiento, para los varones, y Mairena, al borde de la fosa, aproximadamente, para ambos sexos.

No había en los veintiún actos de esta obra la más leve anticipación de las teorías de Freud y de otros eminentes psiquiatras de nuestros días, pero sí algunas interesantes novedades —no demasiado nuevas— de técnica teatral. El diálogo iba acompañado de ilustraciones musicales. Cornetín y guitarra ejercían, ya de comentaristas alegres o burlones, ya, como el coro clásico, de jaleadores del infortunio. Mas todo ello muy levemente y administrado con gran parsimonia. Restablecía Juan de Mairena en su obra —y esto era lo más original de su técnica— los monólogos y los apartes, ya en desuso, y con mayor extensión que se habían empleado nunca. Y ello por varias razones, que él exponía, en clase, a sus alumnos.

1.ª De este modo —decía Mairena— se devuelve al teatro parte de su inocencia y casi toda su honradez de otros días. La comedia con monólogos y apartes puede ser juego limpio; mejor diremos, juego a cartas vistas, como en Shakespeare, en Lope, en Calderón. Nada tenemos ya que adivinar en sus personajes, salvo lo que ellos ignoran de sus propias almas, porque todo lo demás ellos lo declaran, cuando no en la conversación, en el soliloquio o diálogo interior, y en el aparte o reserva mental, que puede ser el reverso de toda plática o «interloquio».

2.ª Desaparecen del teatro el drama y la comedia embotellados, de barato psicologismo, cuyo interés «folletinesco» proviene de la ocultación arbitraria de los propósitos conscientes más triviales, que hemos de adivinar a través de conversaciones sin substancia o de reticencias y frases incompletas, pausas, gestos, etc., de difícil interpretación escénica.

3.ª Se destierra del teatro al confidente, ese personaje pasivo y superfluo, cuando no perturbador de la acción dramática, cuya misión es escuchar —para que el público se entere— cuanto los personajes activos y esenciales no pueden decirse unos a otros, pero que, necesariamente, cada cual se dice a sí mismo, y nos declaran todos en sus monólogos y apartes.

* * *

Uno de los discípulos de Mairena hizo esta observación a su maestro:

—El teatro moderno, marcadamente realista, huye de lo convencional, y sobre todo, de lo inverosímil. No es, en verdad, admisible que un personaje hable consigo mismo en alta voz cuando está acompañado, ni aun cuando está solo, como no sea en momentos de exaltación o de locura.

—¡Es gracioso! —exclamó Mairena, celebrando con una carcajada la discreción de su discípulo—. Pero ¿usted no ha reparado todavía en que casi siempre que se levanta el telón o se descorre la cortina en el teatro moderno aparece una habitación con tres paredes, que falta en ella ese cuarto muro que suelen tener las habitaciones en que moramos? ¿Por qué no se asombra usted, no se «estrepita», como dicen en Cuba, de esa terrible inverosimilitud?

—Porque sin la ausencia de ese cuarto muro —contestó el alumno de Mairena—, ¿cómo podríamos saber lo que pasa dentro de esa habitación?

—¿Y cómo quiere usted saber lo que pasa dentro de un personaje de teatro si él no lo dice?

* * *

—Antes —añadía Mairena— que intentemos la comedia no euclidiana de n dimensiones —digamos esto para captarnos la expectante simpatía de los novedosos— hemos de restablecer y perfeccionar la comedia cúbica con su bien acusada tercera dimensión, que había desaparecido de nuestra escena. Y reparad, amigos, en que el teatro moderno, que vosotros llamáis realista, y que yo llamaría también docente y psicologista, es el que más ha aspirado a la profundidad, no obstante su continua y progresiva «planificación». En esto, como en todo, nuestro tiempo es fecundo en contradicciones.

* * *

Porque lo natural en el hombre es estar siempre en compañía más o menos íntima de sí mismo, y solo algunas veces acompañado de su prójimo, los personajes de mi comedia —Mairena aludía a El gran climatérico— no pueden ser meros conversadores, o semovientes silenciosos de hueca o impenetrable soledad, sino, como los personajes shakespearianos, cuya acción se acompaña de conciencia más o menos clara, hombres y mujeres para quienes la conversación no siempre tiene la importancia de sus monólogos y apartes. Recordad a Hamlet, a Macbeth, a tantos otros gigantes inmortales de ese portentoso creador de conciencias —¿qué otra cosa más grande puede ser un poeta?—, los cuales nos dicen todo cuanto saben de sí mismos y aun nos invitan a adivinar mucho de lo que ignoran.

* * *

La parte musical de mi obra El gran climatérico quedó reducida a muy pocas notas. Y aun de ellas se podría prescindir, si la comedia alguna vez, y nunca en mis días, llega a representarse. No estaba, sin embargo, puesta la música sin intención estética y psicológica. Porque algún elemento expresivo ha de llevar en el teatro la voz del subconsciente, donde residen, a mi juicio, los más íntimos y potentes resortes de la acción. Pero dejemos esto y resumamos algo de lo dicho.

Tenemos, pues, como elementos esenciales de nuestro teatro «cúbico»:

1.º Lo que los personajes se dicen unos a otros cuando están en visita, el diálogo en su acepción más directa, de que tanto usa y abusa el teatro moderno. Es la costra superficial de las comedias, donde nunca se intenta un diálogo a la manera socrática, sino, por el contrario, un coloquio en el cual todos rivalizan en insignificancia ideológica. Ejemplo:

—Porque una mujer de mi clase, ¿podrá enamorarse de un sargento de Carabineros?

—¿Quién lo piensa, duquesa?

—¡Oh, nadie! Pero ya sabe usted, marqués, que la maledicencia no tiene límites.

—Lo reconozco, en efecto, no sin rubor; porque ¿quién no ha pecado alguna vez de maldiciente?

—Tampoco seré yo quien tire la primera piedra…

—Ni yo la segunda si usted no se decide…

—Usted siempre galante y ocurrente, etc., etc.

Para este diálogo sobran actores, maestros en el arte de quitar importancia a cuanto dicen.

2.º Los monólogos y apartes, que nos revelan propósitos y sentimientos recónditos, y que nos muestran, por ejemplo, cómo en el alma de Macbeth cuaja la ambición de ser rey, su decisión de asesinar a Duncan y aun el acto fatal que se desprende, como fruto maduro, de aquel terrible soliloquio:

Is this a dagger which I see before me,
The handle toward my hand?

O, en el ejemplo que antes pusimos, la escena de la duquesa a solas con el carabinero, quiero decir con la imagen del carabinero que le enturbia el alma, el monólogo en que ella se encomienda a Dios para que proteja su orgullo de mujer, su honor de esposa intachable y para que la libre de malas tentaciones.

La expresión de todo esto necesita actores capaces de sentir, de comprender y, sobre todo, de imaginar personas dramáticas en trances y situaciones que no pueden copiarse de la vida corriente. El cómico de tipo creador, de intuiciones geniales, a lo Antonio Vico, o la actriz a lo Adelaida Ristori, son imprescindibles.

3.º y último. Agotado ya, por el diálogo, el monólogo y el aparte, cuanto el personaje dramático sabe de sí mismo, el total contenido de su conciencia clara, comienza lo que pudiéramos llamar «táctica oblicua» del comediógrafo, para sugerir cuanto carece de expresión directa, algo realmente profundo y original, el fondo inconsciente o subconsciente de donde surgen los impulsos creadores de la conciencia y de la acción, la fuerza cósmica que, en última instancia, es el motor dramático, ese ¡ole, ole!, por ejemplo, misterioso y tenaz, que va llevando a nuestra heroína, ineluctablemente, a los brazos del sargento de Carabineros.

Solo para esto requería yo el auxilio de la música. Pero, convencido de que la mezcla de las artes nos da siempre productos híbridos, estéticamente infecundos, acaso me decida a prescindir del pentagrama. Pero de esto hablaremos más despacio, cuando os coloque y explique algunas escenas de El gran climatérico. Quede para otro día.

XXI

(Fragmentos de varias lecciones de Mairena).

—Sostenía mi maestro —habla Mairena a sus alumnos de Sofística— que todo cuanto se mueve es inmutable, es decir, que no puede afirmarse de ello otro cambio que el cambio de lugar; que el movimiento corrobora la identidad del móvil en todos los puntos de su trayectoria. Sea lo que sea aquello que se mueve, no puede cambiar, por el mismo hecho de moverse. Meditad sobre esto, que parece muy lógico, y está, sin embargo, en pugna con todas las apariencias.

Uno de los discípulos de Mairena presentó al día siguiente algunas objeciones al maestro. Entre otras, esta: «Esa tesis pugna, en efecto, con el sentido común. Un objeto puede cambiar mientras se mueve. Si echo a rodar una naranja por el suelo, esta naranja puede llegar al fin de su trayectoria con la corteza rota, toda escachada y muy otra que salió de mi mano. La naranja, pues, se ha movido y ha cambiado».

—Eso parece muy claro —respondió Mairena—. Sin embargo, no sirve para refutar la tesis propuesta. Usted habla muy grosso modo de la naranja, y no distingue claramente lo que piensa en lo que habla. Usted no puede pensar el movimiento de cuanto no conserva su identidad al fin de su trayectoria, por corta que esta sea. Su identidad puede ser real o aparente, mas solo de ella es dado pensar el movimiento. De la menor partícula que no se conserve igual a sí misma en dos lugares y dos momentos sucesivos no puede usted decir que se haya movido. Aunque usted piense esa partícula, como la naranja, parcialmente cambiada, entre dos puntos de su trayectoria, solo de la parte de esa partícula que no ha cambiado piensa usted lógicamente el movimiento, o cambio de lugar. El movimiento anula el cambio. Y viceversa.

De aquí sacaba mi maestro consecuencias muy graves:

1.ª Si lo que se mueve no puede cambiar, es el movimiento la prueba más firme de la inmutabilidad del ser, entendiendo por ser ese algo que no sabemos lo que es, ni siquiera si es, y del cual, en este caso, pensamos el movimiento.

2.ª La ciencia física, que reduce la naturaleza a fenómenos de movimiento, piensa un ser inmutable, a la manera eleática, al cual atribuye un movimiento.

3.ª Si todo, pues, se mueve, nada cambia.

4.ª Si algo cambia, no se mueve.

5.ª Si todo cambiase, nada se movería.

—Conviene, sin embargo —objetó el alumno—, que distingamos entre cambio de lugar o movimiento y cambios cualitativos. Ya Aristóteles…

—Dejémonos de monsergas —replicó Mairena—. Los cambios cualitativos, si son meras apariencias que solo contienen cambios de lugar o movimientos, están en el caso que ya hemos analizado; si son otra cosa, escapan al movimiento y son, necesariamente, inmóviles. Siempre vendremos a parar a lo mismo: el movimiento es inmutable, y el cambio es inmóvil.

Sin embargo —añadía Mairena—, reparad en esto: es muy difícil dudar del cambio, de un cambio ajeno al movimiento, que nos parece una realidad inmediata, y no menos difícil dudar de la realidad del movimiento.

6.ª Si el cambio es una realidad y el movimiento es otra, la realidad absoluta sería absolutamente heterogénea.

Tal fue el problema que dejó mi maestro para entretenimiento de los desocupados del porvenir.

* * *

(Sobre teatro).

—¿Por qué he llamado a mi tragicomedia —decía Mairena a sus alumnos— El gran climatérico? En primer lugar, porque me suena bien, algo así como a título de drama trágico, que fuese para comedia de figurón o viceversa. En segundo, porque, como ya he dicho, alude al sexagesimotercer año de la existencia humana, que los médicos y los astrólogos consideran como el más crítico y peligroso de la vida, su escalón o klimakter más difícil de salvar, y después del cual estamos en plena ancianidad y, con ella, más allá de la vida preponderantemente sexual, al fin de la tragicomedia erótica, cuando ya podemos hacer algunas reflexiones sobre su totalidad. Tal es la razón del título, que no pretende, por lo demás, contener una definición de la obra.

La elección del tema —la libídine o apetito lascivo a través del tiempo y de las edades del hombre— no obedece a un deseo de llevar a la escena asuntos escabrosos que despierten un interés insano, alusiones salaces que halaguen el gusto estragado y pervertido de nuestras ciudades. Nada de esto. El tema es original, quiero decir que es viejo como el mundo, y no aspira tampoco a ser del agrado de los snobs. En el teatro de nuestro gran siglo ha aparecido muchas veces, bajo múltiples formas. Por muy nuestro y trillado de plumas castellanas lo elijo, para tema de comedia integral, a la española.

* * *

Pero dejemos a un lado —sigue hablando Mairena— esta obra mía, de cuya importancia y trascendencia soy yo el menos convencido, aunque volvamos a ella más adelante; porque, al fin, ¿qué autor no coloca su obra, cuando no en el teatro, a un círculo de oyentes más o menos obligado a escucharle? Y volvamos al tema general de la renovación del teatro.

* * *

Recordad lo que tantas veces os he dicho: «De cada diez novedades que se intentan, más o menos flamantes, nueve suelen ser tonterías; la décima y última, que no es tontería, resulta, a última hora, de muy escasa novedad». Y esto es lo inevitable, señores. Porque no es dado al hombre el crear un mundo de la nada como al Dios bíblico, ni hacer tampoco lo contrario, como hizo el Dios de mi maestro, cosa más difícil todavía. La novedad propiamente dicha nos está vedada. Quede esto bien asentado. Nuestro deseo de renovar el teatro no es un afán novelero —o novedoso, como dicen nuestros parientes de América—, sino que es, en parte y por de pronto, el propósito de restaurar, mutatis mutandis, mucho de lo olvidado o injustamente preterido.

Es la dramática un arte literario. Su medio de expresión es la palabra. De ningún modo debemos mermar en él los oficios de la palabra. Con palabras se charla y se diserta; con palabras se piensa y se siente y se desea; con palabras hablamos a nuestro vecino, y cada cual se habla a sí mismo, y al Dios que a todos nos oye, y al propio Satanás que nos salga al paso. Los grandes poetas de la escena supieron esto mejor que nosotros; ellos no limitaron nunca la palabra a la expresión de cuantas naderías cambiamos en pláticas superfluas, mientras pensamos en otra cosa, sino que dicen también esa otra cosa, que suele ser lo más interesante.

* * *

Lo dramático —añadía Mairena— es acción, como tantas veces se ha dicho. En efecto, acción humana, acompañada de conciencia y, por ello, siempre de palabra. A toda merma en las funciones de la palabra corresponde un igual empobrecimiento de la acción. Solo quienes confunden la acción con el movimiento gesticular y el trajín de entradas y salidas pueden no haber reparado en que la acción dramática —perdonadme la redundancia— va poco a poco desapareciendo del teatro. El mal lo han visto muchos, sobre todo el gran público, que no es el que asiste a las comedias, sino el que se queda en casa. Disminuida la palabra y, concomitantemente, la acción dramática, el teatro, si no se le refuerza como espectáculo, ¿podrá competir con una función de circo o una capea de toros enmaromados? Solo una oleada de ñoñez espectacular, más o menos cinética, que nos venga de América, podrá reconciliarnos con la mísera dramática que aún nos queda. Pero esto no sería una resurrección del teatro, sino un anticipado oficio de difuntos.

* * *

(Sobre crítica).

«Ten censure wrong for one who writes amiss», decía Pope, un inglés que no se chupaba el dedo. Ignoro —añadía Mairena— si esta sentencia tiene todavía una perfecta aplicación a la literatura inglesa; mas creo que viene como anillo al dedo de la nuestra. Entre nosotros —digámoslo muy en general, sin ánimo de zaherir a nadie y salvando siempre cuanto se salva por sí mismo— la crítica o reflexión juiciosa sobre la obra realizada es algo tan pobre, tan desorientado y descaminante que apenas si nos queda más norte que el público. En el teatro, sobre todo. Hasta nuestros grandes dramáticos del Siglo de Oro, metidos a censores y preceptistas, no hicieron cosa mejor que pedantear en torno a Aristóteles. Y cuando el teatro era Francisco Comella, vino Moratín, gran censor. El buen don Leandro, autor de piezas estimables, llevaba dentro un crítico tan inepto para juzgar las comedias como don Eleuterio Crispín de Andorra para escribirlas. Bástenos recordar que El gran cerco de Viena, modelo de cacografía escénica, está imaginado sobre un esquema calderoniano, es una parodia inconsciente de la obra de nuestro gran barroco. De la crítica, ya especializada, a la hora del florecer romántico, más vale no hablar. Y es que entre nosotros lo endeble es el juicio, tal vez porque lo sano y viril es, como vio Cervantes, la locura.

* * *

Pero el público, señores… ¿qué diremos del público? Del público, mejor diré: del pueblo, que ya no quiere ser público en el teatro, hablaremos otro día. Solo adelantaremos —añadía Mairena— que ha sido él quien ha salvado más valores esenciales en el teatro, casi todos los que han llegado hasta nosotros.

XXII

Antes de escribir un poema —decía Mairena a sus alumnos— conviene imaginar el poeta capaz de escribirlo. Terminada nuestra labor, podemos conservar el poeta con su poema, o prescindir del poeta —como suele hacerse— y publicar el poema; o bien tirar el poema al cesto de los papeles y quedarnos con el poeta, o, por último, quedarnos sin ninguno de los dos, conservando siempre al hombre imaginativo para nuevas experiencias poéticas.

Estas palabras, y algunas más que añadía Mairena, publicadas en un periódico de la época, sentaron muy mal a los poetas, que debían ser muchos en aquel entonces, a calcular por el número de piedras que le cayeron encima al modesto profesor de Retórica.

* * *

¡Quién fuera diamante puro!
—dijo un pepino maduro.
Todo necio
confunde valor y precio.

Sin embargo —añadía Mairena, comentando el aforismo de su maestro—, pasarán los pepinos y quedarán los diamantes, si bien —todo hay que decirlo— no habrá ya quien los luzca ni quien los compre. De todos modos, la aspiración del pepino es una verdadera pepinada.

* * *

(Una saeta de Abel Martín).

Abel, solo. Entre sus libros
palpita un grueso roskopf.
Los ojos de un gato negro
—dos uvas llenas de sol—
le miran. Abel trabaja,
al voladizo balcón
de sus gafas asomado:
«Es la que perdona Dios».
… Escrito el verso, el poeta
pregunta: ¿quién me dictó?
¡Estas sílabas contadas,
quebrando el agrio blancor
del papel!… ¿Ha de perderse
un verso tan español?

* * *

Hay blasfemia que se calla
o se trueca en oración;
hay otra que escupe al cielo,
y es la que perdona Dios.

* * *

Supongamos —decía Mairena— que Shakespeare, creador de tantos personajes plenamente humanos, se hubiera entretenido en imaginar el poema que cada uno de ellos pudo escribir en sus momentos de ocio, como si dijéramos, en los entreactos de sus tragedias. Es evidente que el poema de Hamlet no se parecería al de Macbeth; el de Romeo sería muy otro que el de Mercutio. Pero Shakespeare sería siempre el autor de estos poemas y el autor de los autores de estos poemas.

* * *

Pero, además, ¿pensáis —añadía Mairena— que un hombre no puede llevar dentro de sí más de un poeta? Lo difícil sería lo contrario, que no llevase más que uno.

* * *

El escepticismo de los poetas suele ser el más hondo y el más difícil de refutar. Ellos nos engañan casi siempre con su afición a los superlativos.

* * *

Después de la verdad —decía mi maestro— nada hay tan bello como la ficción.

Los grandes poetas son metafísicos fracasados.

Los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas.

El escepticismo de los poetas puede servir de estímulo a los filósofos. Los poetas, en cambio, pueden aprender de los filósofos el arte de las grandes metáforas, de esas imágenes útiles por su valor didáctico e inmortales por su valor poético. Ejemplos: El río de Heráclito, la esfera de Parménides, la lira de Pitágoras, la caverna de Platón, la paloma de Kant, etc., etc.

También de los filósofos pueden aprender los poetas a conocer los callejones sin salida del pensamiento, para salir —por los tejados— de esos mismos callejones; a ver, con relativa claridad, la natural aporética de nuestra razón, su profunda irracionalidad, y a ser tolerantes y respetuosos con quienes la usan del revés, como don Julián Sanz del Río usaba su gabán, en los días más crudos del invierno, con los forros hacia fuera, convencido de que así abrigaba más.

* * *

Juan de Mairena decía a sus alumnos de cuando en cuando frases impresionantes, de cuya inexactitud era él el primer convencido; pero que, a su juicio, encerraban una cierta verdad. Y ahora recordamos una sentencia, muy semejante en su forma y apariencia a otra más universal de contenido, pero también desmesurada, del gran Xenius: «En nuestra literatura —decía Mairena— casi todo lo que no es folclore es pedantería».

Con esta frase no pretendía Mairena degradar nuestra gloriosa literatura, como, seguramente, Xenius, cuando afirmaba: «Todo lo que no es tradición es plagio», no pretendía degradar la tradición hasta ponerla al alcance de los tradicionalistas. Mairena entendía por folclore, en primer término, lo que la palabra más directamente significa: saber popular, lo que el pueblo sabe, tal como lo sabe; lo que el pueblo piensa y siente, tal como lo siente y piensa, y así como lo expresa y plasma en la lengua que él, más que nadie, ha contribuido a formar. En segundo lugar, todo trabajo consciente y reflexivo sobre estos elementos, y su utilización más sabia y creadora.

Es muy posible —decía Mairena— que, sin libro de caballerías y sin romances viejos que parodiar, Cervantes no hubiese escrito su Quijote; pero nos habría dado, acaso, otra obra de idéntico valor. Sin la asimilación y el dominio de una lengua madura de ciencia y conciencia popular, ni la obra inmortal ni nada equivalente pudo escribirse. De esto que os digo estoy completamente seguro.

Mucho me temo, sin embargo, que nuestros profesores de Literatura —dicho sea sin ánimo de molestar a ninguno de ellos— os hablen muy de pasada de nuestro folclore, sin insistir ni ahondar en el tema, y que pretendan explicaros nuestra literatura como el producto de una actividad exclusivamente erudita. Y lo peor sería que se crease en nuestras Universidades cátedras de Folclore, a cargo de especialistas expertos en la caza y pesca de elementos folclóricos, para servidos aparte, como materia de una nueva asignatura. Porque esto, que pudiera ser útil alguna vez, comenzaría por ser desorientador y descaminante. Un Refranero del Quijote, por ejemplo, aun acompañado de un estudio, más o menos clasificativo, de toda la paremiografía cervantina, nos diría muy poco de la función de los refranes en la obra inmortal. Recordad lo que tantas veces os he dicho: es el pescador quien menos sabe de los peces, después del pescadero, que sabe menos todavía. No. Lo que los cervantistas nos dirán algún día, con relación a estos elementos folclóricos del Quijote, es algo parecido a esto:

Hasta qué punto Cervantes los hace suyos; cómo los vive; cómo piensa y siente con ellos; cómo los utiliza y maneja; cómo los crea, a su vez, y cuántas veces son ellos molde del pensar cervantino. Por qué ese complejo de experiencia y juicio, de sentencia y gracia, que es el refrán, domina en Cervantes sobre el concepto escueto o revestido de artificio retórico. Cómo distribuye los refranes en esas conciencias complementarias de Don Quijote y Sancho. Cuándo en ellos habla la tierra, cuándo la raza, cuándo el hombre, cuándo la lengua misma. Cuál es su valor sentencioso y su valor crítico y su valor dialéctico. Esto y muchas cosas más podrían decirnos.

XXIII

—Cuando una cosa está mal, decía mi maestro —habla Mairena a sus alumnos—, debemos esforzarnos por imaginar en su lugar otra que esté bien; si encontramos, por azar, algo que esté bien, intentemos pensar algo que esté mejor. Y partir siempre de lo imaginado, de lo supuesto, de lo apócrifo; nunca de lo real.

* * *

—Hay hombres, decía mi maestro, que van de la poética a la filosofía; otros que van de la filosofía a la poética. Lo inevitable es ir de lo uno a lo otro, en esto, como en todo.

* * *

Vivimos en un mundo esencialmente apócrifo, en un cosmos o poema de nuestro pensar, ordenado o construido todo él sobre supuestos indemostrables, postulados de nuestra razón, que llaman principios de la lógica, los cuales, reducidos al principio de identidad que los resume y reasume a todos, constituyen un solo y magnífico supuesto: el que afirma que todas las cosas, por el mero hecho de ser pensadas, permanecen inmutables, ancladas, por decirlo así, en el río de Heráclito. Lo apócrifo de nuestro mundo se prueba por la existencia de la lógica, por la necesidad de poner el pensamiento de acuerdo consigo mismo, de forzarlo, en cierto modo, a que solo vea lo supuesto o puesto por él, con exclusión de todo lo demás. Y el hecho —digámoslo de pasada— de que nuestro mundo esté todo él cimentado sobre un supuesto que pudiera ser falso, es algo terrible, o consolador. Según se mire. Pero de esto hablaremos otro día.

* * *

Ya demostramos —o pretendimos demostrar— cuán intacto queda el problema de la percepción del mundo externo, si consideramos la conciencia como un espejo que copia, reproduce o representa imágenes, mientras no se pruebe que los espejos ven las imágenes que en ellos se forman, o que una imagen en la conciencia es la conciencia de una imagen.

Todavía más gedeónico —por no decir más absurdo— me parece el pensar que nuestra conciencia traduce a su propia lengua un mundo escrito en otra; porque si esta otra lengua le es desconocida, mal puede traducir, y si la conoce, ¿para qué traduce? Mejor diríamos: ¿para quién? Porque, en verdad, nadie traduce para sí mismo, sino para quienes desconocen la lengua en que el original está escrito y a condición de que el traductor conozca la suya y la ajena. El truco o tour de passe, passe, que pretende disfrazar la tautología es el verbo traducir, como era antes el verbo representar.

Más inaceptable es todavía la concepción pragmatista de la conciencia como actividad utilitaria, que elige cuanto a la vida interesa, y el mundo externo como producto de esta selección. Porque el acto de elegir supone una previa conciencia de lo que se toma y de lo que se deja. La conciencia como criba o cernaguero de lo real, es la más zurda y zapatera de todas las concepciones de la conciencia.

Hemos de volver —añadía Mairena— a pensar la conciencia como una luz que avanza en las tinieblas, iluminando lo otro, siempre lo otro… Pero esta concepción tan luminosa de la conciencia, la más poética y la más antigua y acreditada de todas, es también la más obscura, mientras no se pruebe que hay una luz capaz de ver lo que ella misma ilumina. Y era esto, acaso, lo que pensaba mi maestro, sin intentar la prueba, cuando aludía a la conciencia divina o a la divinización de la conciencia humana tras de la muerte, en aquellos sus versos inmortales:

Antes me llegue, si me llega, el Día,
la luz que ve, increada.

Por cierto, que en el autógrafo de mi maestro está escrito vee, del verbo arcaico veer. El cajista debió corregirlo, y mi maestro respetó la corrección, como era su costumbre, renunciando al propósito de llamar la atención sobre el verbo. Pero es evidente que mi maestro comprendía que una luz sin ojos es tan ciega como todo lo demás.

* * *

Para ser clown —decía mi maestro— hay que ser inglés, pertenecer a ese gran pueblo de humoristas que tan profundamente ha comprendido el inmortal proverbio del cómico latino: «Nada humano es ajeno a mí», y menos que nada, la inagotable tontería del hombre. El clown la exhibe en sí mismo, la profesa como tonto de circo, con la seriedad y la alegría de los niños y de los santos. Cuando vemos y escuchamos a un clown inglés nos explicamos la existencia de un Shakespeare, tan repleto de humanidad y de bufonería. Leyendo a Corneille, a Racine, al mismo Moliere, no comprendemos la existencia de un clown francés. Leyendo a Quevedo… Hablen los quevedistas, si los hay. Por mi parte —añadía Mairena— solo me atreveré a decir que leyendo… a Cervantes me parece comprenderlo todo.

* * *

La posición del satírico, del hombre que fustiga con acritud vicios o errores ajenos, es, generalmente, poco simpática, por lo que hay en ella de falso, de incomprensivo, de provinciano. Consiste en ignorar profundamente que estos vicios o errores que señalamos en nuestro vecino los hemos descubierto en nosotros mismos, en desconocer el proverbio a que antes aludíamos, y en olvidar, sobre todo, las palabras del Cristo, para conservar el alegre ímpetu que apedrea a su prójimo.

* * *

Nunca os he hablado de la muerte —decía Mairena a sus alumnos— porque, si bien es cierto que con este tema se ha hecho enorme gasto de retórica, el tema mismo es, a mi juicio, esencialmente antirretórico. La retórica nos enseña a hablar para los demás, y es arte que se relaciona con otros de índole semejante: la lógica, la sofística, la poética, etc. Pero la muerte es un tema de la mónada humana, de la autosuficiente e inalienable intimidad del hombre. Es tema que se vive más que se piensa; mejor diremos que apenas hay modo de pensarlo sin desvivirlo. Es tema de poesía, o más bien de poetas. Nosotros no podemos tratarlo muy en serio, por respeto a la misma seriedad del tema y porque, al fin, no estamos en clase de poesía, sino, cuando más, de poética o arte de rozar la poesía sin peligro de contagio.

* * *

De la muerte decía Epicuro que es algo que no debemos temer, porque mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos. Con este razonamiento, verdaderamente aplastante —decía Mairena— pensamos saltarnos la muerte a la torera, con helénica agilidad de pensamiento. Sin embargo —el sin embargo de Mairena era siempre la nota del bordón de la guitarra de sus reflexiones— eso de saltarse la muerte a la torera no es tan fácil como parece, ni aun con la ayuda de Epicuro, porque en todo salto propiamente dicho la muerte salta con nosotros. Y esto lo saben los toreros mejor que nadie.

* * *

Aunque nuestro pensamiento pueda saltar de Cádiz al Puerto y del Puerto a Singapur, es evidente de toda evidencia que nadie que viva en Chiclana puede morirse en Chipiona. De esto que os digo estoy completamente seguro. Y no creáis que abundan las verdades de este calibre. La muerte va con nosotros, nos acompaña en vida; ella es, por de pronto, cosa de nuestro cuerpo. Y no está mal que la imaginemos como nuestra propia notomía o esqueleto que llevamos dentro, siempre que comprendamos el valor simbólico de esta representación. Y aunque creamos —¿por qué no?— en la dualidad de substancias, no hemos de negar por eso nuestro trato con Ella mientras vivimos —como hace Epicuro, si mi cita no es equivocada—, ni el respeto que debe inspirarnos tan fiel compañera. Nuestro don Jorge Manrique la hizo hablar con las palabras más graves de nuestra lengua, en aquellos sus versos inmortales:

Buen caballero,
dejad el mundo afanoso
y su halago;
muestre su esfuerzo famoso
vuestro corazón de acero
en este trago.

Y antes que hablemos de la inmortalidad —tema ya más retórico— meditad en lo que llevan dentro estas palabras de don Jorge, y en cuán lejos estamos con ellas del manido silogismo de las escuelas, y de las chuflas dialécticas de los epicúreos.

XXIV

Porque se avecinan tiempos duros, y los hombres se aperciben a luchar —pueblos contra pueblos, clases contra clases, razas contra razas—, mal año para los sofistas, los escépticos, los desocupados y los charlatanes. Se recrudecerá el pensar pragmatista, quiero decir el pensar consagrado a reforzar los resortes de la acción. ¡Hay que vivir! Es el grito de bandera, siempre que los hombres se deciden a matarse. Y la chufla de Voltaire: «Je n’en vois pas la nécessité» no hará reír, ni, mucho menos, convencerá a nadie. Y esta cátedra mía —la de Retórica, no la de Gimnasia— será suprimida de real orden, si es que no se me persigue y condena por corruptor de la juventud.

* * *

O por enemigo de los dioses. De los dioses en que no se cree. Porque no hay que olvidar lo que tantas veces dijo mi maestro: «Nada hay más temible que el celo sacerdotal de los incrédulos». Dicho de otro modo: «Que Dios nos libre de los dioses apócrifos», en el sentido etimológico de la palabra: de los dioses ocultos, secretos, inconfesados. Porque estos han sido siempre los más crueles, y, sobre todo, los más perversos; ellos dictan los sacrificios que se ofrendan a los otros dioses, a los dioses de culto oficialmente reconocido.

* * *

Nunca toméis el rábano por las hojas, si es que, como parece deducirse del dicho popular, no está en las hojas el natural asidero del rábano. Quiero decir que no siempre se pueden invertir los términos de las cosas, sin desvirtuarlas profundamente.

* * *

El Cristo, muriendo en la Cruz para salvar al mundo, no es lo mismo que el mundo crucificando al Cristo para salvarse. Aunque el resultado fuera el mismo… no es lo mismo.

* * *

En cuanto al sacrificio de Ifigenia, todas mis simpatías están… con Clitemnestra.

* * *

Sin el tiempo, esa invención de Satanás, sin ese que llamó mi maestro «engendro de Luzbel en su caída», el mundo perdería la angustia de la espera y el consuelo de la esperanza. Y el diablo ya no tendría nada que hacer. Y los poetas, tampoco.

* * *

Aunque dicen que el no ser
es, señora, el mayor mal…

dice el gran Lope Félix de Vega, por boca del conde Federico, en El castigo sin venganza. Reparad en que el poeta no hace suya la afirmación, sino que declina o elude la responsabilidad del aserto. Reparad en la elegancia del empleo de los «impersonales» y en la probidad lógica de algunos poetas.

* * *

Se es poeta por lo que se afirma o por lo que se niega, nunca, naturalmente, por lo que se duda. Esto viene a decir —no recuerdo dónde— un sabio, o, por mejor decir, un savant, que sabía de poetas tanto como nosotros de capar ranas.

* * *

Cuando se ponga de moda el hablar claro, ¡veremos!, como dicen en Aragón. Veremos lo que pasa cuando lo distinguido, lo aristocrático y lo verdaderamente hazañoso sea hacerse comprender de todo el mundo, sin decir demasiadas tonterías. Acaso veamos entonces que son muy pocos en el mundo los que pueden hablar, y menos todavía los que logran hacerse oír.

* * *

Si tu pensamiento no es naturalmente oscuro; ¿para qué lo enturbias? Y si lo es, no pienses que pueda clarificarse con retórica. Así hablaba Heráclito a sus discípulos.

* * *

Para hablar a muchos no basta ser orador de mitin. Hay que ser, como el Cristo, hijo de Dios.

* * *

Como el arte de profetizar el pasado, se ha definido burlonamente la filosofía de la historia. En realidad, cuando meditamos sobre el pasado, para enterarnos de lo que llevaba dentro, es fácil que encontremos en él un cúmulo de esperanzas —no logradas, pero tampoco fallidas—, un futuro, en suma, objeto legítimo de profecía. En todo caso, el arte de profetizar el pasado es la actividad complementaria del arte, no menos paradójico, de preterir lo venidero, que es lo que hacemos siempre que, renunciando a una esperanza, juzgamos «sabiamente», con don Jorge Manrique, que se puede dar lo no venido por pasado. Desde otro punto de vista, el arte de profetizar el pasado es precisamente lo que llamamos ciencia o arte de prever lo previsible, es decir, lo previsto o experimentado, lo pasado propiamente dicho. Por muchas vueltas que le deis no habéis de escapar a la necesidad de ser algo profetas, aunque renunciéis —y yo os lo aconsejo— a las barbas demasiado crecidas y a la usuraría pretensión de no equivocaros.

* * *

Mas no por ello deis en profetas, a la manera también usuraria de los prestamistas, que ven el futuro para comprarlo por menos de lo que vale.

* * *

Nunca aduléis a la divinidad en vuestras oraciones. Un Dios justiciero exige justicia y rechaza la lisonja. Que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, lo prueba suficientemente el que apenas si hay nada de lo cual no pensemos que pudiera mejorarse. Es esta una de las pruebas en verdad concluyentes, incontrovertibles, que conozco. Porque, aun suponiendo, como muchos suponen, que esta idea de la mediocridad del mundo fuese hija de la limitación y endeblez de nuestra mollera, como esta mollera forma parte del mundo, siempre resultaría que había en él algo muy importante que convendría mejorar. Un optimismo absoluto no me parece aceptable.

Tampoco os recomiendo un pesimismo extremado. Que nuestro mundo no es el peor de los mundos posibles, lo demuestra también el que apenas si hay cosa que no pensemos como esencialmente empeorable. La prueba de esta prueba no me parece tan concluyente. Sin embargo, reparad en que nuestro pesimismo moderado también forma parte del mundo y que, en caso de error, tendríamos que empeorarlo para ponerlo de acuerdo con el peor de los mundos. En todo caso, un pesimismo absoluto no es absolutamente necesario.

XXV

(Apuntes tomados por los alumnos de Juan de Mairena).

En nuestra lógica —habla Mairena a sus alumnos— no se trata de poner el pensamiento de acuerdo consigo mismo, lo que, para nosotros, carece de sentido; pero sí de ponerlo en contacto o en relación con todo lo demás. No sabemos, en verdad, cuál sea, en nuestra lógica, la significación del principio de identidad, por cuanto no podemos probar que nada permanezca idéntico a sí mismo, ni siquiera nuestro pensamiento, puesto que no hay manera de pensar una cosa como igual a sí misma sin pensarla dos veces, y, por ende, como dos cosas distintas, numéricamente al menos.

En nuestra lógica carece de sentido afirmar que el todo sea mayor que la parte, como ya demostramos o pretendimos demostrar. Porque nuestro pensar pretende ser pensar de lo infinito, y lo infinito, o no tiene partes, o, si las tiene, son también infinitas, y no puede haber un infinito mayor que otro. Esto de ningún modo.

En nuestra lógica tampoco ha de aprovecharnos el principio de contradicción, o de no contradicción, que llaman otros. Porque no hay cosa que sea lo contrario de lo que es. El ser carece de contrarios. Y donde no hay contrarios no hay posible contradicción. Por nuestra lógica vamos siempre de lo uno a lo otro, que no es su contrario, sino, sencillamente, otra cosa. (Un paraguas dista tanto de ser un membrillo como de ser lo contrario de un membrillo).

En nuestra lógica, los conceptos de cambio y de movimiento son tan distintos que no es posible asimilar el uno al otro. Lo que se mueve —si algo se mueve— no puede cambiar; lo que cambia, —si algo cambia— no puede moverse. (Véase capítulo XXI).

En nuestra lógica, las premisas de un silogismo no pueden ser válidas en el momento de enunciar la conclusión. Dicho de otro modo: no hay silogismo posible. Porque nosotros pretendemos pensar en el tiempo, la pura sucesión irreversible, en la cual no es dable la coexistencia de premisas y conclusiones. Y si pensamos —como algunos suponen— en el espacio, entonces solo es posible pensar un movimiento de lo inmutable, en el cual ni las premisas pueden engendrar conclusiones, ni las conclusiones pueden estar contenidas en las premisas. Dicho de otro modo: tampoco es posible el silogismo en un puro pensar de lo homogéneo, en que nada puede cambiar, ni siquiera de nombre.

En nuestra lógica se abarca tanto como se aprieta, y la comprensión de un concepto es igual a su extensión.

En nuestra lógica nada puede ponerse a sí mismo.

Ni nada puede ponerse más allá de sí mismo.

Ni salir de sí mismo.

Ni, por ende, tornar a sí mismo.

En nuestra lógica no existe ni el pez pescado ni la mosca que se caza a sí misma.

Conocidos los principios de nuestra lógica, solo falta aplicarlos. Porque solo después de su más estricta aplicación, lo exige un aprendizaje largo y difícil, que ni siquiera hemos comenzado, podremos saber si somos o no capaces de un pensamiento verdaderamente original.

Nuestra lógica pretende ser la de un pensar poético, heterogeneizante, inventor o descubridor de lo real. Que nuestro propósito sea más o menos irrealizable, en nada amengua la dignidad de nuestro propósito. Mas si este se lograre algún día, nuestra lógica pasaría a ser la lógica del sentido común. Y entonces se desenterraría la vieja lógica aristotélica, la cual aparecería como un artificio maravilloso que empleó el pensamiento humano, durante siglos, para andar por casa. Ya mi maestro, Abel Martín, se había adelantado a colocarse en este miradero.

* * *

Pero vosotros habéis de ir mucho más despacio. Antes de soltar los andadores de la vieja lógica tenéis que hacer largo camino con ellos. Para nadar en las nuevas aguas necesitáis aún de esa calabaza, que compense con su vacío la pesada macicez de vuestros encéfalos. Hemos de proceder con método. Comenzaremos por estudiar las deducciones incorrectas, los razonamientos defectuosos, los ilogismos populares, las confusiones verbales de los borrachos y deficientes mentales, etc.; formas de expresión que no se adaptan con exactitud a los esquemas de la vieja lógica, pero que todavía no caen dentro de la nueva.

* * *

Que nosotros hacemos, en esta cátedra de Retórica y de Sofística, una especie de astracán filosófico es algo que podemos decir en previsión de fáciles burlas, y para socorrer, de paso, la indigencia mental de nuestros enemigos. Pero debemos añadir que este juicio responde a una visión superficial y un tanto burda de nuestra labor, porque, de otro modo, ¿cómo lo cederíamos nosotros al adversario? Nuestra posición es más firme de lo que parece, como probaremos en otra ocasión. Por de pronto, solo esto quiero adelantaros: Nosotros somos, antes que nada, estudiantes de Retórica. La Retórica es una disciplina importantísima. Por falta de Retórica, los germanos, maravillosamente dotados para la metafísica, no han construido, sin embargo, nada tan sólido como la filosofía de los griegos. La Retórica ha de enseñarnos a hablar bien. Pero yo os pregunto: ¿Creéis vosotros que es posible hablar bien pensando mal? Si pensáis conmigo que esto no es posible, ¿os extrañará que la Retórica nos conduzca, necesariamente, a la lógica, al estudio de las normas o hábitos de pensar que hacen posible el conocimiento de algo, o la ilusión de que algo conocemos? Si pensáis lo contrario, a saber: que cabe hablar bien pensando mal, comprenderéis que la Retórica nos conduzca a la sofística, en el mal sentido de la palabra; al arte de enmascarar el error o de defender el absurdo. En ambos casos habéis de concederme que la Retórica nos lleva directamente al pensamiento, bueno o malo, si es que no pretendéis que la Retórica sea el arte de bien decir, sin pensar de ningún modo, ni bien ni mal, lo que, a mi juicio, es materialmente imposible. Os digo todo esto para explicaros cómo es solo aparente nuestra extralimitación de funciones, cuando en una clase de Retórica hablamos de todo menos de aquello que suele entenderse por Retórica.

* * *

«Pero nosotros queremos ser sofistas, en el mejor sentido de la palabra, o, digámoslo más modestamente, en uno de los buenos sentidos de la palabra: queremos ser librepensadores. No os estrepitéis. Nosotros no hemos de pretender que se nos consienta decir todo lo malo que pensamos del monarca, de los gobiernos, de los obispos, del Parlamento, etc. La libre emisión del pensamiento es un problema importante, pero secundario, y supeditado al nuestro, que es el de la libertad del pensamiento mismo. Por de pronto, nosotros nos preguntamos si el pensamiento, nuestro pensamiento, el de cada uno de nosotros, puede producirse con entera libertad, independientemente de que, luego, se nos permita o no emitirlo. Digámoslo retóricamente: ¿De qué nos serviría la libre emisión de un pensamiento esclavo? De aquí nuestros ejercicios de clase, que unos parecen de lógica y otros de sofística, en el mal sentido de la palabra, pero que, en el fondo, son siempre Retórica, y de la buena, Retórica de sofistas o catecúmenos del libre pensamiento. Nosotros pretendemos fortalecer y agilitar nuestro pensar para aprender de él mismo cuáles son sus posibilidades, cuáles sus limitaciones; hasta qué punto se produce de un modo libre, original, con propia iniciativa, y hasta qué punto nos aparece limitado por normas rígidas, por hábitos mentales inmodificables, por imposibilidades de pensar de otro modo. ¡Ojo a esto, que es muy grave!…».

Estas palabras fueron tomadas al oído por el oyente de la clase de Mairena, el alumno especializado en la función de oír, y al cual Mairena no preguntaba nunca. Del estilo de estos apuntes parece inferirse que su autor era, más que un estudiante de Retórica, un aprendiz de taquigrafía. Esta sospecha tuvo Mairena durante varios cursos; pero lo que él decía: ¡Un hombre que escucha!… Todos mis respetos.

XXVI

(El oyente).

El oyente de la clase de Retórica, en quien Mairena sospechaba un futuro taquígrafo del Congreso, era, en verdad, un oyente, todo un oyente, que no siempre tomaba notas, pero que siempre escuchaba con atención, ceñuda unas veces, otras sonriente. Mairena lo miraba con simpatía no exenta de respeto, y nunca se atrevía a preguntarle. Solo una vez, después de interrogar a varios alumnos, sin obtener respuesta satisfactoria, señaló hacia él con el dedo índice, mientras pretendía en vano recordar un nombre.

—Usted…

—Joaquín García, oyente.

—Ah, usted perdone.

—De nada.

Mairena tuvo que atajar severamente la algazara burlona que este breve diálogo promovió entre los alumnos de la clase.

—No hay motivo de risa, amigos míos; de burla, mucho menos. Es cierto que yo no distingo entre alumnos oficiales y libres, matriculados y no matriculados; cierto es también que en esta clase, sin tarima para el profesor ni cátedra propiamente dicha —Mairena no solía sentarse o lo hacía sobre la mesa—, todos dialogamos a la manera socrática; que muchas veces charlamos como buenos amigos, y hasta alguna vez discutimos acaloradamente. Todo esto está muy bien. Conviene, sin embargo, que alguien escuche. Continúe usted, señor García, cultivando esa especialidad.

* * *

(La dialéctica de Martínez).

Cuando el hombre —habla Mairena, iniciando un ejercicio de Retórica— vio su cuerpo desnudo en el espejo de las aguas, se dijo: «He aquí algo perfectamente bello que merece guardarse». E inventó el vestido. Porque, evidentemente… Continúe usted, señor Martínez, desarrollando el tema.

—Evidentemente —habla Martínez—, evidentemente…

—Adelante.

—Evidentemente, no hay vestido que no suponga una previa desnudez. ¿Voy bien?

—Prosiga.

—No hay, pues, vestido sin desnudo, aunque hay un desnudo anterior al vestido. Sirve el vestido, en primer lugar, para guardar y proteger la desnudez de nuestro cuerpo, y, en segundo, para asegurarnos, de la manera más firme, la posibilidad de desnudarnos. ¿Voy bien?

—Sin duda.

—Del mismo modo, o por razones análogas, se inventaron las jaulas para guardar y proteger la libertad de los pájaros. Porque, evidentemente…

—Adelante.

—No hay jaula pajarera, propiamente dicha, que no suponga una previa libertad de volar. ¿Que no fueron los pájaros los inventores de las jaulas? Sin duda. No es menos cierto que sin el libre vuelo de los pájaros no existirían las jaulas pajareras.

UNA VOZ. ¡Claro!

—Es claro, en efecto, que, así como el vestido se debe a la nativa desnudez del cuerpo humano, se debe la jaula a la libertad de las aves para el vuelo. Claro es también que así como los amigos del vestido no son enemigos del desnudo, sino sus más fieles guardadores, los amigos de las jaulas no somos, ni mucho menos, enemigos de la libertad de los pájaros.

UNA VOZ. ¡Claro!

OTRA VOZ. ¡No tan claro!

—No tan claro, en efecto, sin un poco de reflexión por vuestra parte. Hay un desnudo ante indumentum, el que traemos al mundo antes que nos vistan, o el de nuestros primeros padres cuando todavía no aspiraban a vestirse, ni, mucho menos, a desnudarse; hay un desnudo coetáneo del vestido, más o menos avergonzado de sí mismo, o temeroso de la intemperie; hay, por último, el desnudo post indumentum, el desnudo de los desnudistas, que mal podrían desnudarse sin la previa existencia del vestido. ¿Está esto claro? Pues bien, yo os pregunto: ¿Qué pueden reprochar al vestido los desnudistas? Él aguarda al desnudo, guarda el desnudo, engendra y aun abriga la aspiración a desnudarse, posibilita, al fin, el logro de esta aspiración. ¿Voy bien?

—Adelante.

—¿Qué podrán decir contra las jaulas los amigos del vuelo libre, o los amigos de los pájaros, o los pájaros mismos? Hay un vuelo libre anterior a las jaulas, vuelo inocente como el desnudo paradisíaco, que en nada las jaulas perjudican, coartan ni limitan; hay un vuelo coetáneo de las jaulas, un vuelo enjaulado, digámoslo así, pero libre, no obstante, para volar dentro de su jaula, hacia los cuatro puntos cardinales.

Que este vuelo ha perdido su inocencia, nadie puede negarlo. Pero ha ganado, en cambio, la noble aspiración a volar fuera de su jaula. ¿Qué para el logro de esta aspiración la jaula es un obstáculo? Sin duda. Pero es también conditio sine qua non para el caso de que esta aspiración se cumpla. Porque ¿cómo volará un pájaro fuera de su jaula, si esta jaula no existe?

—Basta, señor Martínez. Nos deja usted convencidos. ¿Y como título de esa disertación?

—«Sobre el desnudo y la libertad bien entendidos».

* * *

Veo con satisfacción —habla Mairena a sus alumnos— que no perdemos el tiempo en nuestra clase de Sofística. Por el uso —otros dirán abuso— de la vieja lógica, hemos llegado a ese concepto de las cosas bien entendidas, que será punto de partida de nuestro futuro procurar entenderlas mejor. Porque esta es la escala gradual de nuestro entendimiento: primero, entender las cosas o creer que las entendemos; segundo, entenderlas bien; tercero, entenderlas mejor; cuarto, entender que no hay manera de entenderlas sin mejorar nuestras entendederas. Cuando esto lleguéis a entender, estaréis en condiciones de entender algo, o sea en los umbrales de la filosofía, donde yo tengo que abandonaros, porque a los retóricos impenitentes nos está prohibido traspasar esos umbrales.

* * *

Como ancilla theologiæ, criada de la Teología, fue definida la filosofía de los siglos medios, tan desacreditada en nuestros días. Nosotros, nada seguros de la completa emancipación de nuestro pensamiento, no hemos de perder el respeto a una criada que, puesta a servir, supo elegir un ama digna de tal nombre. Que no se nos pida, en cambio, demasiado respeto para el pensar pragmatista, aunque se llame católico, para despistar; porque ese es el viudo de aquella criada, un viejo verde más o menos secretamente abarraganado con su cocinera.

XXVII

Entre los románticos españoles —habla Mairena a sus alumnos—, yo elegiría a Espronceda. No porque piense yo que sea Espronceda el más puro de nuestros románticos, sino porque, a mi juicio, fue aquel señorito de Almendralejo quien logró acercar más el romanticismo a la entraña española, hasta pulsar con dedos románticos, más o menos exangües, nuestra vena cínica, no la estoica, y hasta conmover el fondo demoníaco de este gran pueblo —el español—, donde, como sabemos los folcloristas, tanto y tan bien se blasfema.

Es Espronceda —como nos muestra su obra escrita y las anécdotas de su vida que conocemos— un cínico en toda la extensión de la palabra, un socrático imperfecto, en quien el culto a la virtud y a la verdad del hombre se complica con el deseo irreprimible de ciscarse en lo más barrido, como vulgarmente se dice. El cínico, en clima cristiano, llega siempre a la blasfemia, de la cual se abstiene, por principio y por humor, su compadre el estoico.

Es Espronceda el más fuerte poeta español de inspiración cínica, por quien la poesía española es —todavía— creadora. Leed, yo os lo aconsejo, El estudiante de Salamanca, su obra maestra. Yo lo leí siendo niño —a la edad en que debe leerse casi todo—, y no he necesitado releerlo para evocarlo cuando me place, por la sola virtud de algunos de sus versos; por ejemplo:

Yo me he echado el alma atrás, etc.

Grande, muy grande poeta es Espronceda, y su Don Félix de Montemar, la síntesis, o, mejor, la almendra españolísima de todos los Don Juanes. Después del poema de Espronceda hay una bella página donjuanesca en Baudelaire, que Espronceda hubiera podido adoptar sin escrúpulo —tanto coincide en lo esencial con su Don Félix— como epílogo o como ex libris decorativo de El estudiante de Salamanca.

Quand Don Juan descendit vers l’onde souterraine…

* * *

Las obras poéticas realmente bellas, decía mi maestro —habla Mairena a sus discípulos—, rara vez tienen un solo autor. Dicho de otro modo: son obras que se hacen solas, a través de los siglos y de los poetas, a veces a pesar de los poetas mismos, aunque siempre, naturalmente, en ellos. Guardad en la memoria estas palabras, que mi maestro confesaba haber oído a su abuelo, el cual, a su vez, creía haberlas leído en alguna parte. Vosotros meditad sobre ellas.

* * *

Aunque Judas no hubiese existido —decía mi maestro—, el Cristo habría sido entregado, primero, y crucificado, después. El mismo amor de sus discípulos, la ingenuidad de Pedro… ¡Quién sabe! De todos modos, la tragedia divina se habría consumado, porque tal era la voluntad más alta. Os digo eso sin la más leve intención de exculpar o defender a Judas Iscariote. Porque hasta ahí no podemos llegar.

* * *

Con el título La chochez de Alcibíades escribió mi maestro una sátira profética, que he buscado en vano entre sus papeles inéditos.

* * *

¡Oh, corte, quién te desea! He aquí el verso cortesano por excelencia. Día llegará —decía mi maestro— en que las personas distinguidas vivan todas, sin excepción, en el campo, dejando las grandes urbes para la humanidad de munición; si es que la humanidad de munición no hace imposible la existencia de las personas distinguidas.

* * *

Pero no debemos engañarnos. Nuestro amor al campo es una mera afición al paisaje, a la Naturaleza como espectáculo. Nada menos campesino y, si me apuráis, menos natural que un paisajista. Después de Juan Jacobo Rousseau, el ginebrino, espíritu ahíto de ciudadanía, la emoción campesina, la esencialmente geórgica, de tierra que se labra, la virgiliana y la de nuestro gran Lope de Vega, todavía, ha desaparecido. El campo para el arte moderno es una invención de la ciudad, una creación del tedio urbano y del terror creciente a las aglomeraciones humanas.

¿Amor a la Naturaleza? Según se mire. El hombre moderno busca en el campo la soledad, cosa muy poco natural. Alguien dirá que se busca a sí mismo. Pero lo natural en el hombre es buscarse en su vecino, en su prójimo, como dice Unamuno, el joven y sabio rector de Salamanca. Más bien creo yo que el hombre moderno huye de sí mismo, hacia las plantas y las piedras, por odio a su propia animalidad, que la ciudad exalta y corrompe. Los médicos dicen, más sencillamente, que busca la salud, lo cual, bien entendido, es indudable.

* * *

Pero a quien el campo dicta su mejor lección es al poeta. Porque, en la gran sinfonía campesina, el poeta intuye ritmos que no se acuerdan con el fluir de su propia sangre, y que son, en general, más lentos. Es la calma, la poca prisa del campo, donde domina el elemento planetario, de gran enseñanza para el poeta. Además, el campo le obliga a sentir las distancias —no a medirlas— y a buscarles una expresión temporal, como, por ejemplo:

El día dormido
de cerro en cerro y sombra en sombra yace,

que dice Góngora, el bueno, nada gongorino, el buen poeta que llevaba dentro el gran pedante cordobés.

* * *

Tampoco hemos de olvidar la lección del campo para nuestro amor propio. Es en la soledad campesina donde el hombre deja de vivir entre espejos. Cierto que a un solipsismo bien entendido la apariencia de nuestro prójimo no debe inquietar, pues ella va englobada en nuestra mónada. Pero, prácticamente, nos inquieta, es una representación inquietante. ¡Tantos ojos como nos miran, y que no serían ojos si no nos viesen! Mas todos ellos han quedado lejos. ¡Y esos magníficos pinares, y esos montes de piedra, que nada saben de nosotros, por mucho que nosotros sepamos de ellos! Esto tiene su encanto, aunque sea también grave motivo de angustia.

XXVIII

Quisiera yo —habla Mairena a sus alumnos— que entraseis en el mundo literario curados de ese snobismo para el cual solo es nuevo el traje que lleva todavía la etiqueta del sastre, y es solo un elegante quien así lo usa. Porque si los profesores no servimos para prevenirnos contra una extravagancia de tan mal gusto, ¿qué provecho sacaréis de nosotros? Mas no por esto he de aconsejaros el amor a la rutina, ni siquiera el respeto a la tradición estricta. Al contrario; no hay originalidad posible sin un poco de rebeldía contra el pasado.

Cierto que lo pasado es, como tal pasado, inmodificable; quiero decir que, si he nacido en viernes, ya es imposible de toda imposibilidad que haya venido al mundo en cualquier otro día de la semana. Pero esto es una verdad estéril de puro lógica, aunque nos sirva para hombrearnos con los dioses, los cuales fracasarían como nosotros si intentasen cambiar la fecha de nuestro natalicio. ¿Algo más? Que siempre es interesante averiguar lo que fue. Conformes. Mas, para nosotros, lo pasado es lo que vive en la memoria de alguien, y en cuanto actúa en una conciencia, por ende incorporado a un presente, y en constante función de porvenir. Visto así —y no es ningún absurdo que así lo veamos—, lo pasado es materia de infinita plasticidad, apta para recibir las más variadas formas. Por eso yo no me limito a disuadiros de un snobismo de papanatas que aguarda la novedad caída del cielo, la cual sería de una abrumadora vejez cósmica, sino que os aconsejo una incursión en vuestro pasado vivo, que por sí mismo se modifica, y que vosotros debéis, con plena conciencia, corregir, aumentar, depurar, someter a nueva estructura, hasta convertirlo en una verdadera creación vuestra. A este pasado llamo yo apócrifo, para distinguirlo del otro, del pasado irreparable que investiga la historia y que sería el auténtico: el pasado que pasó o pasado propiamente dicho. Mas si vosotros pensáis que un apócrifo que se declara deja de ser tal, puesto que nada oculta, para convertirse en puro juego o mera ficción, llamadle ficticio, fantástico, hipotético, como queráis; no hemos de discutir por palabras.

Lo importante es que entendáis lo que yo quiero deciros. Suponed que el Sócrates verdadero, maestro de Platón, fue, como algunos sostienen, el que describe Jenofonte en sus Memorables y en su Simposion, un hombre algo vulgar y aun pedante. No sería ningún desatino que llamásemos apócrifo al Sócrates de los Diálogos platónicos, sobre todo si Platón lo conocía tal como era y nos lo dio tal como no fue. Pero, llamémosle como queramos, el Sócrates platónico que ha llegado hasta nosotros a través de los siglos y seguramente continuará su camino cuando nosotros hayamos terminado el nuestro, fue creado, si aceptamos vuestra hipótesis, en rebeldía contra un pasado auténtico e irremediable. De un pasado que pasó ha hecho Platón un pasado que no lleva trazas de pasar.

Comprenderéis que esto que os digo no se encamina a resolver la cuestión socrática, que interesa a los historiadores, sino a aceptar una hipótesis verosímil que ilustre por vía de ejemplo cuanto dijimos de la plasticidad de lo pasado. Porque yo también acepto la posibilidad de que sea el Sócrates de Jenofonte el más ficticio de los dos. También lo pasado puede re-crearse negativamente para desdoro o disminución de lo que fue; y aun ello es muy frecuente: tanto es demoledor y enemigo de grandezas el celo de algunos averiguadores.

* * *

(Apuntes de Juan de Mairena).

1.º Salud señora para encomendarle a Dios y qué buen ver que tiene todavía esta señora. Esta retahíla de palabras, horra de signos de puntuación, es lo que resta de La visita de duelo, comedia en que Juan de Mairena ensaya una nueva técnica para el diálogo. «Sería conveniente —escribe Mairena— que nuestros actores fuesen algo ventrílocuos o que dispusiesen, por lo menos, de dos voces: una de claro timbre para lo que se dice, y otra, algo cavernosa, para lo que paralelamente se piensa. El público aceptaría cuanto hay de artificial en el empleo de estas dos voces, a cambio de poder más hondamente penetrar en la psicología de los personajes. La comedia integral a cartas vistas, que es el poema dramático del porvenir, requiere convenciones de esta índole».

2.º Y no lo digo por plataforma. Oí esta frase, repetida muchas veces, en un discurso político. El orador quería decir que él no aprovechaba los actos públicos para el resalto y encumbramiento de su persona, con ánimo de hacer carrera política, sino que solo le movía a hablar el deseo de servir sincera y modestamente a su país. Asombra hasta dónde puede llegar el poder sintético de la Retórica.

3.º Castigaré las faltas de mi hijo, en primer lugar…; y, en segundo, por el mal ejemplo que da a su hermano. (Ejemplaridad del castigo).

4.º Porque es lo que yo digo… (Para un «Diccionario de autoridades»).

* * *

Si me preguntáis, decía mi maestro —habla Mairena a sus alumnos—, si soy yo capaz de suspender el reloj o de robarle la cartera a mi prójimo, os contestaré: «Es una tentación que, hasta la fecha, no me ha asaltado; pero, en circunstancias muy apretadas, y por una vez, y sin que nadie lo supiera… ¡Quién sabe!». Así hablaba un hombre sincero, un tanto cínico, como era mi maestro, y de quien nunca se supo que atentase contra la propiedad ajena. Pero —lo que él decía—, ¿no soy hombre, y no es propio del hombre el hábito más o menos frecuente de robar carteras y de suspender relojes?

Yo no sé —añade Mairena— si mi maestro hacía bien o mal en decir estas cosas. Porque entre tanto pillo como hay en el mundo, el hombre que hace tales confesiones pasa, eo ipso, a presunto carterista. Y en verdad, nadie, sin fuerza que le obligue, debe cooperar a su propia calumnia. Pero desde otro punto de vista, esta ausencia de jactancia moral, esta modestia ética, en un hombre de buena conducta, tiene su encanto.

* * *

Habréis reparado —sigue hablando Mairena a sus alumnos— en que casi nunca os hablo de moral, tema retórico por excelencia. Y es que —todo hay que decirlo— la moral no es mi fuerte. Y no porque sea yo un hombre más allá del bien y del mal, como algunos lectores de Nietzsche —en ese caso sería la moral, como en Nietzsche mismo, mi más importante tema de reflexión—, sino precisamente por todo lo contrario: por no haber salido nunca, ni aun en sueños, de ese laberinto de lo bueno y de lo malo, de lo que está bien y de lo que está mal, de lo que estando bien pudiera estar mejor, de lo que estando mal pudiera empeorarse. Porque toda visión requiere distancia, no hay manera de ver las cosas sin salirse de ellas. Y esto fue lo que intentó Nietzsche con la moral, y solo por ello ha pasado a la historia.

* * *

Mi maestro tenía fama de borracho porque, en ocasiones muy solemnes de su vida —el día de sus esponsales, al recibirse de doctor, en algún ejercicio de oposiciones a cátedras, etc.—, reforzaba su moral, como él decía, o amenguaba la conciencia de su responsabilidad con frecuentes libaciones. Las gentes se decían: «Este hombre, que diserta sobre Metafísica oliendo a aguardiente de un modo escandaloso, ¿cómo estará cuando no tenga que disertar sobre nada?». Y la verdad era que mi maestro no tenía trato con el alcohol más que en aquellas solemnes ocasiones. Nada intentó mi maestro, sin embargo, para deshacer esta mala opinión, y ello por muchos motivos que a él le parecían otras tantas razones. Primero: porque el alcohol —decía él— forma parte de mi leyenda, y sin leyenda no se pasa a la historia. Segundo: porque conviene que los eruditos del porvenir tengan algo que averiguar, que no sea meramente literario. Tercero: por gratitud al alcohol, merced al cual he salido con bien de algunas situaciones difíciles. Cuarto: por respeto y simpatía a gentes nada abstemias que se enorgullecen de contarme entre los húmedos. Quinto: porque mi sequedad no es tan absoluta que pueda jactarme de ella. Sexto: porque, en último término, añade muy poco a la virtud la carencia de vicios.

Y mi maestro seguía enumerando razones, que tanto es la sinrazón fecunda en ellas. De otras, demasiado sutiles, hablaremos mañana.

* * *

Cuando un hombre algo reflexivo —decía mi maestro— se mira por dentro, comprende la absoluta imposibilidad de ser juzgado con mediano acierto por quienes lo miran por fuera, que son todos los demás, y la imposibilidad en que él se encuentra de decir cosa de provecho cuando pretende juzgar a su vecino. Y lo terrible es que las palabras se han hecho para juzgamos unos a otros.

* * *

Que cada cual hable de sí mismo lo mejor que pueda, con esta advertencia a su prójimo: si por casualidad entiende usted algo de lo que digo, puede usted asegurar que yo lo entiendo de otro modo.

XXIX

Siempre dejé a un lado el tema del amor por esencialmente poético y, en cierto sentido, ajeno a nuestra asignatura, y porque, en otro cierto sentido, de nada como del amor ha usado y abusado tanto la Retórica. Otrosí: el amor es tema escabrosísimo para tratado en clase, y muy complicado desde que la ciencia lo ha hecho suyo y los psiquiatras nos han descubierto muchas cosas desagradables que de él ignorábamos y han inventado tantos nombres para mentarlas y definirlas. Ítem más: las mujeres, y aun los hombres, no solo se confiesan ya con los sacerdotes, sino también con los médicos, y han duplicado así, por un lado, el secreto del amor, y por otro, su malicia; aunque por otro lado —un tercer lado— hayan enriquecido el tesoro documental del erotismo.

* * *

Una cosa terrible, contra muchas ventajas, tiene el aumento de la cultura por especialización de la ciencia: que nadie sabe ya lo que se sabe, aunque sepamos todos que de todo hay quien sepa. La conciencia de esto nos obliga al silencio o nos convierte en pedantes, en hombres que hablan, sin saber lo que dicen, de lo que otros saben. Así, la suma de saberes, aunque no sea en totalidad poseída por nadie, aumenta en todos y en cada uno, abrumadoramente, el volumen de la conciencia de la propia ignorancia. Y váyase lo uno —como decía el otro— por lo otro. Os confieso, además, que no acierto a imaginar cuál sería la posición de un Sócrates moderno, ni en qué pudiera consistir su ironía, ni cómo podría aprovecharnos su mayéutica.

* * *

Pero ¿y el nosce te ipsum, la sentencia délfica? ¿A qué puede obligarnos ya ese imperativo? He aquí lo verdaderamente grave del problema. Si la ciencia del conocimiento de sí mismo, que Sócrates reputaba única digna del hombre, pasa a saber de especialistas, estamos perdidos. Dicho en otra forma: ¿cómo podrás saber algo de ti mismo, si de esa materia, como de todas las demás, es siempre otro el que sabe algo?

* * *

(Apuntes de Mairena. «De un discurso político»).

«Cierto es, señores, que la mitad de nuestro corazón se queda en la patria chica; pero la otra mitad no puede contenerse en tan estrechos límites; con ella invadimos amorosamente la totalidad de nuestra gloriosa España. Y si dispusiéramos de una tercera mitad, la consagraríamos íntegramente al amor de la humanidad entera». Analícese este párrafo desde los puntos de vista lógico, psicológico y retórico.

* * *

Todo parece aconsejarnos —sigue hablando Mairena a sus alumnos—, y muy especialmente a nosotros, los españoles, la vuelta a la sofística. Porque también nosotros hemos sido sofistas, a nuestro modo, como los franceses lo fueron al suyo. Pero a nosotros nos falló la fe protagórica en el hombre como medida universal, y no pusimos, hasta la fecha, nuestro robusto ingenio a su servicio. Era una fe demasiado inteligente, que no se recomendaba por el gesto y el talante. Nos apartamos de ella a medio desdén, como dice Lope:

puesta la mano en la espada

o en el crucifijo, que dicen otros. El ademán garboso nos ha perdido. Yo os aconsejo que habléis siempre con las manos en los bolsillos.

* * *

El gran pecado —decía mi maestro Abel Martín— que los pueblos no suelen perdonar es el que se atribuía a Sócrates, con razón o sin ella: el de introducir nuevos dioses. Claro es que entre los dioses nuevos hay que incluir a los viejos, que se tenía más o menos decorosamente jubilados. Y se comprende bien esta hincha a los nuevos dioses, que lo sean o que lo parezcan, porque no hay novedad de más terribles consecuencias. Los hombres han comprendido siempre que sin un cambio de dioses todo continúa aproximadamente como estaba, y que todo cambia, más o menos catastróficamente, cuando cambian los dioses.

* * *

Pero los dioses cambian por sí mismos, sin que nosotros podamos evitarlo, y se introducen solos, contra lo que pensaba mi maestro, que se jactaba de haber introducido el suyo. Nosotros hemos de procurar solamente verlos desnudos y sin máscara, tales como son. Porque de los dioses no puede decirse lo que se dice de Dios: que se muere quien ve su cara. Los dioses nos acompañan en vida, y hay que conocerlos para andar entre ellos. Y nos abandonan silenciosamente en los umbrales de la muerte, de donde ellos, probablemente, no pasan. Trabajemos todos para merecer esa suave melancolía de los dioses, que tan bien expresaron los griegos en sus estelas funerarias.

* * *

(De senectute).

De la vejez, poco he de deciros, porque no creo haberla alcanzado todavía. Noto, sin embargo, que mi cuerpo se va poniendo en ridículo; y esto es la vejez para la mayoría de los hombres. Os confieso que no me hace maldita la gracia.

* * *

Hay viejos, sin embargo, de aspecto venerable, que nos recuerdan el verso virgiliano dedicado a Caronte:

iam senior, sed cruda deo viridisque senectu.

Si supiera más latín hablaría de ellos, como ellos se merecen, en esa magnífica lengua de senadores. Pero estos viejos abundan poco. La naturaleza no parece tomar muy en serio a la vejez. Lo frecuente es el vejancón, el vejete, o la sedicente persona seria, un personaje cómico que suele empuñar la batuta en casi todas las orquestas.

* * *

Pero el problema de la vejez se inicia para nosotros, como todos los problemas, cuando nos preguntamos si la vejez existe. Entendámonos: si la vejez existe con independencia del reúma, la arteriosclerosis y otros achaques más o menos aparentes, que contribuyen al progresivo deterioro de nuestro organismo. Porque si la vejez no fuera más que ese proceso de mineralización de nuestras células, no tendría para nosotros interés alguno; y Séneca, y Cicerón, y tantos otros que pretendieron decir algo interesante de ella, habrían perdido su tiempo. Nosotros nos preguntamos si es algo la vejez en nuestro espíritu, o en lo que así llamamos; si es parte esencial de nuestra mónada, algo que en ella se da y cumple, y de lo cual tendríamos alguna noción, aunque careciésemos de espejos, ignorásemos la significación de las canas y arrugas de nuestro prójimo y gozásemos de la más grata y suave cenestesia. La creencia, más o menos ingenua, en la dualidad de substancias, tiende a contestar esta pregunta negativamente: «El espíritu no envejece, y nada sabría de la vejez sin la vil carroña que lo envuelve». Pero esta creencia del sentido común no ha de ir necesariamente unida a la fe en la supervivencia. Porque el espíritu pudiera ser aniquilado sin envejecer. Y la más acentuada apariencia de la muerte es la de algo intacto y juvenil que cesa súbita y milagrosamente dentro de un vejestorio. En realidad, es siempre lo que envejece, lo sometido a proceso de deterioro, lo que nunca hemos visto aniquilado.

* * *

Otra cosa quiero decir de la vejez —y con esto agoto mi saber de este asunto—, y es que, aun vista desde fuera, ella da origen a los juicios más diversos y encontrados, puesto que algunos la deploran como un daño y otros la encomian y jalean como un bien positivo. Y entre los poco afectos a la vejez —que no son tantos como sus apologistas y simpatizantes— se da el caso curioso de Leonardo de Vinci, que la ve y juzga contradictoriamente, ya como un decaimiento físico, ya como una exaltación dinámica. Y así nos dice en su Tratado de la Pintura cómo conviene figurar a los viejos con tardos y perezosos movimientos, inclinado el cuerpo, dobladas las rodillas, etc., etc. Y en el siguiente párrafo: «Las viejas se representarán atrevidas y prontas, con movimientos impetuosos (casi como los de las Furias infernales), aunque con más viveza en los brazos que en las piernas». Hay aquí una distinción algo desmesurada entre los viejos y las viejas. Mi maestro, sin embargo, la hizo suya en su Política de Satanás, donde se leen estas palabras: «Conviene que la mujer permanezca abacia, carente de voz y voto en la vida pública, no solo porque la política sea, como algunos pensamos, actividad esencialmente varonil, sino porque la influencia política de la mujer convertiría muy en breve el gobierno de los viejos en gobierno de las viejas, y el gobierno de las viejas, en gobierno de las brujas. Y esto es lo que a toda costa conviene evitar».

XXX

Uno de los medios más eficaces para que las cosas no cambien nunca por dentro es renovarlas —o removerlas— constantemente por fuera. Por eso —decía mi maestro— los originales ahorcarían si pudieran a los novedosos, y los novedosos apedrean cuando pueden sañudamente a los originales.

* * *

Porque no hay más lengua viva que la lengua en que se vive y piensa, y esta no puede ser más que una —sea o no la materna—, debemos contentarnos con el conocimiento externo, gramatical y literario de las demás. No hay que empeñarse en que nuestros niños hablen más lengua que la castellana, que es la lengua imperial de su patria. El francés, el inglés, el alemán, el italiano deben estudiarse como el latín y el griego, sin ánimo de conversarlos. Un causeur español, entre franceses cultos, será siempre algo perfectamente ridículo; vuelto a España al cabo de algunos años, será un hombre intelectualmente destemplado y disminuido, por la dificultad de pensar bien en dos lenguas distintas. ¡Que Dios nos libre de ese hombre que traduce a su propio idioma las muchas tonterías que, necesariamente, hubo de pensar en el ajeno! Y si llega a ministro…

Así hablaba mi maestro, un hombre un tanto reaccionario, y no siempre de acuerdo consigo mismo, porque, por otro lado, no podía soportar a los castizos de su propia tierra, y si eran de Valladolid, mucho menos.

* * *

Nadie debe asustarse de lo que piensa, aunque su pensar aparezca en pugna con las leyes más elementales de la lógica. Porque todo ha de ser pensado por alguien, y el mayor desatino puede ser un punto de vista de lo real. Que dos y dos sean necesariamente cuatro, es una opinión que muchos compartimos. Pero si alguien sinceramente piensa otra cosa, que lo diga. Aquí no nos asombramos de nada. Ni siquiera hemos de exigirle la prueba de su aserto, porque ello equivaldría a obligarle a aceptar las normas de nuestro pensamiento, en las cuales habrían de fundarse los argumentos que nos convencieran. Pero estas normas y estos argumentos solo pueden probar nuestra tesis; de ningún modo la suya. Cuando se llega a una profunda disparidad de pareceres, el onus probandi no incumbe realmente a nadie.

* * *

Ese pintor —tan impresionante— que ve lo vivo muerto y lo muerto vivo, nos pinta unos hombres terrosos en torno a una mesa de mármol, y, sobre esta, tazas, copas y botellas fulgurantes, que parecen animadas de una extraña inquietud, como si fueran de un momento a otro a saltar en pedazos para incrustarse en el techo. Es un pintor que ha visto la vida donde nosotros no la vemos, y que ha reparado mejor que nosotros en la muerte que llevamos encima. A mí me parece sencillamente un artista genial, puesto que, viendo las cosas como nosotros no las vemos, nos obliga a verlas como él las ve. Discutir con él para demostrarle que un hombre estará siempre más vivo que un sifón de agua de seltz, o para que nos pruebe lo contrario, sería completamente superfluo para él y para nosotros.

* * *

Que de la esencia no se puede deducir la existencia es para muchos verdad averiguada, después de Kant; que de la existencia tampoco se deduce necesariamente la esencia —lo que el ser es, suponiendo que el ser sea algo— no pueden menos de creerlo cuantos diputan mera apariencia el mundo espacioso-temporal. Si ahondamos en estas dos creencias complementarias, tan fecundas en argumentos de toda laya, nos topamos con la fe inapelable de la razón humana: la fe en el vacío y en las palabras.

Y ¿adónde vamos nosotros, aprendices de poeta, con esta fe nihilista de nuestra razón, en el fondo del baúl de nuestra conciencia? Se nos dirá que nuestra posición de poetas debe ser la del hombre ingenuo, que no se plantea ningún problema metafísico. Lo que estaría muy bien dicho si no fuera nuestra ingenuidad de hombres la que nos plantea constantemente estos problemas.

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(Acotación a Mairena).

Juan de Mairena era un hombre de otro tiempo, intelectualmente formado en el descrédito de las filosofías románticas, los grandes rascacielos de las metafísicas postkantianas, y no había alcanzado, o no tuvo noticia, de este moderno resurgir de la fe platónico-escolástica en la realidad de los universales, en la posible intuición de las esencias, la Wesenschau de los fenomenólogos de Friburgo. Mucho menos pudo alcanzar las últimas consecuencias del temporalismo bergsoniano, la fe en el valor ontológico de la existencia humana. Porque, de otro modo, hubiera tomado más en serio las fantasías poético-metafísicas de su maestro, Abel Martín. Y aquel existo, luego soy, con que su maestro pretendía nada menos que enmendar a Descartes, le hubiera parecido algo más que una gedeonada, buena para sus clases de Retórica y de Sofística.

* * *

Sostenía mi maestro —sigue hablando Mairena a sus alumnos— que el fondo de nuestra conciencia a que antes aludíamos, no podía ser esa fe nihilista de nuestra razón, y que la razón misma no había dicho con ella la última palabra. Su filosofía, que era una meditación sobre el trabajo poético, le había conducido a muy distintas conclusiones, y, reveládole convicciones muy otras que las ya enunciadas. Pensaba mi maestro que la poesía, aun la más amarga y negativa, era siempre un acto vidente, de afirmación de una realidad absoluta, porque el poeta cree siempre en lo que ve, cualesquiera que sean los ojos con que mire. El poeta y el hombre. Su experiencia vital —y ¿qué otra experiencia puede tener el hombre?— le ha enseñado que no hay vivir sin ver, que solo la visión es evidencia y que nadie duda de lo que ve, sino de lo que piensa. El poeta —añadía— logra escapar de la zona dialéctica de su espíritu, irremediablemente escéptica, con la convicción de que ha estado pensando en la nada, entretenido con ese hueso que le dio a roer la divinidad para que pudiera pasar el rato y engañar su hambre metafísica. Para el poeta solo hay ver y cegar, un ver que se ve, pura evidencia, que es el ser mismo, y un acto creador, necesariamente negativo, que es la misma nada.

De un modo mítico y fantástico lo expresaba así mi maestro:

Dijo Dios: «Brote la Nada».
Y alzó su mano derecha
hasta ocultar su mirada.
Y quedó la Nada hecha.

Anotad esos versos, aunque solo sea por su valor retórico, como modelo de expresión enfática del pensamiento. Y dejemos para otro día el ahondar algo más en la poética de mi maestro.

XXXI

(Mairena empieza a exponer la poética de su maestro Abel Martín).

Es evidente, decía mi maestro —cuando mi maestro decía «es evidente», o no estaba seguro de lo que decía, o sospechaba que alguien pudiera estarlo de la tesis contraria a la que él proponía— que la razón humana milita toda ella contra la riqueza y variedad del mundo; que busca ansiosamente un principio unitario, un algo que lo explique todo, para quedarse con este algo y aligerarse del peso y confusión de todo lo demás. Y así tenemos, de un lado, la fe racional en lo que nunca es nada de cuanto se aparece, la fe en lo nunca visto, llámese el ser, la esencia, la substancia, la materia originaria, etc.; y de otro, la gran banasta de los papeles pintados, en donde va cayendo el mundo de las apariencias, y en él el mismo corazón del hombre. Y aunque el imán que explica el ímpetu de esta fe racional sea la pura nada, y la razón no acierte, ni por casualidad, con verdad alguna a que pueda aferrarse, es un portento digno de asombro esta fuerza de aniquilación, este poder desrealizante… Maravilla cuán milagrosa es la virtud de nuestro pensamiento para penetrar en la enmarañada selva de lo sensible, como si no hubiese tal selva, y pensar el hueco y lugar que esta selva ocupa. Porque describiendo el intelecto humano de una manera impresionante, como un hacha que se abre paso a través de un bosque, no se dice su virtud milagrosa, pues no hay tal hacha ni semejante tala, sino que la arboleda subsiste intacta, y allí donde ella está se piensa otra cosa. Incumbe al poeta admirarse del hecho ingente que es el pensar, ora lleno, ora vacío, el huevo universal, y todo ello en menos que se cuenta, como si dijéramos en un abrir y cerrar de ojos.

* * *

Pero el poeta debe apartarse respetuosamente ante el filósofo, hombre de pura reflexión, al cual compete la ponencia y explanación metódica de los grandes problemas del pensamiento. El poeta tiene su metafísica para andar por casa, quiero decir el poema inevitable de sus creencias últimas, todo él de raíces y de asombros. El ser poético —on poietikós— no le plantea problema alguno; él se revela o se vela; pero allí donde aparece, es. La nada, en cambio, sí. ¿Qué es? ¿Quién lo hizo? ¿Cómo se hizo? ¿Cuándo se hizo? ¿Para qué se hizo? Y todo un diluvio de preguntas que arrecia con los años y que se origina no solo en su intelecto —el del poeta—, sino también en su corazón. Porque la nada es, como se ha dicho, motivo de angustia. Pero para el poeta, además y antes que otra cosa, causa de admiración y de extrañeza.

* * *

Que toda cosa sea igual a sí misma no es, ni mucho menos, una verdad averiguada por la vía discursiva, ni tampoco una evidencia o intuición de lo real, sino un supuesto necesario al artificio o mecanismo de nuestro pensamiento, el cual supuesto, de puro imprescindible para razonar, nos parece verdadero. He aquí lo que honradamente puede decirse de él. La imposibilidad, igualmente decretada por la lógica de que una cosa sea y no sea al mismo tiempo, el llamado principio de contradicción, que algunos llaman con mejor acierto de no contradicción, es otro supuesto también útil y necesario de carácter instrumental, pero de muy dudoso valor absoluto, porque lleva implícita una esencialísima contradicción. Él supone que yo puedo pensar que una cosa es y que luego, en otro momento, esta misma cosa no es. El salto del ser al no ser, realizado en momentos sucesivos, con intervalos imperceptibles, debiera extrañarnos hasta el asombro, y hasta preguntarnos si este salto lo da efectivamente el pensamiento o si es puramente verbal. Comprendo que a esto se nos podrá argüir que no hay manera de separar el pensamiento del lenguaje, para verlos y estudiarlos por separado. Y esto es muy posible. Sin embargo, la pregunta «¿Qué es lo que usted piensa en lo que dice?» no carece en absoluto de sentido. Y yo pregunto: ¿Qué modo hay de pensar una cosa sin pensar que esta cosa sea algo? No hay contradicción, mas sí redundancia en pensar que una cosa es. Puesto el ser, y aun recalcado, en el pensamiento de una cosa, lo único que no puede predicarse de esta es el no ser. Tal nos dice la lógica en su famoso principio. Pero esto mismo es lo que realiza nuestro pensamiento cuando pensamos que una cosa no es. Y así vamos de la tautología al absurdo, sin que el tiempo lo enmiende ni sirva en lo más mínimo para disimularlo, trocando milagrosamente el ser que era en un ser que no es. En todo pensamiento en que interviene el no ser va implícita la contradicción al principio de contradicción.

* * *

Y este era uno de los caminos, el puramente lógico, o el de reducción al absurdo de la pura lógica, por donde llegaba mi maestro al gran asombro de la nada, tan, esencial en su poética. Porque la nada antes nos asombra —decía mi maestro, jugando un poco del vocablo— que nos ensombrece, puesto que antes nos es dado gozar de la sombra de la mano de Dios y meditar a su fresco oreo, que adormimos en ella, como desean las malas sectas de los místicos, tan razonablemente condenadas por la Iglesia.

* * *

Antes me llegue, si me llega, el día,
en que duerma a la sombra de tu mano…

Así expresaba mi maestro un temor, de ningún modo un deseo ni una esperanza: el temor de morir y de condenarse, de ser borrado de la luz definitivamente por la mano de Dios. Porque mi pobre maestro tuvo una agonía dura, trabajosa y desconfiada —debió de pasar lo suyo en aquel trago a que aludió Manrique—, dudando de su propia poética,

Antes me llegue, si me llega, el Día…
la luz que ve, increada

y más inclinado, acaso, hacia el nirvana búdico, que esperanzado en el paraíso de los justos. La verdad es que había blasfemado mucho. Con todo, debió de salvarse a última hora, a juzgar por el gesto postrero de su agonía, que fue el de quien se traga literalmente la muerte misma sin demasiadas alharacas.

* * *

Pero antes que llegue o no llegue el Día, con o sin mayúscula, hay que reparar, no solo en que todo lo problemático del ser es obra de la nada, sino también en que es preciso trabajar y aun construir con ella, puesto que ella se ha introducido en nuestras almas muy tempranamente, y apenas si hay recuerdo infantil que no la contenga.

* * *

Sobre la fuente, negro abejorro
pasa volando, zumba al volar,
cuando las niñas cantan en corro,
en los jardines del limonar.
Se oyó su bronco gruñir de abuelo
entre las claras voces sonar,
superflua nota de violoncelo,
en los jardines del limonar.

Mi maestro cede al encanto del verso bobo hasta repetirlo, a la manera popular. ¿Qué jardines son esos?

Entre las cuatro blancas paredes,
cuando una mano cerró el balcón,
por los salones de sal-si-puedes
suena el rebato de su bordón.
Muda, en el techo, quieta, ¿dormida?,
la gruesa nota de angustia está;
y en la mañana verdiflorida
de un sueño niño volando va…

XXXII

Limpiemos —decía mi maestro— nuestra alma de malos humores, antes de ejercer funciones críticas. Aunque esto de limpiar el alma de malos humores tiene su peligro; porque hay almas que apenas si poseen otra cosa, y, al limpiarse de ella, corren el riesgo de quedarse en blanco. Pureza, bien; pero no demasiada, porque somos esencialmente impuros. La melancolía o bilis negra —atra bilis— ha colaborado más de una vez con el poeta, y en páginas perdurables. No hemos de recusar al crítico por melancólico. Con todo, un poco de jabón, con su poquito de estropajo, nunca viene mal a la grey literaria.

* * *

Que todo hombre sea superior a su obra es la ilusión que conviene mantener mientras se vive. Es muy posible, sin embargo, que la verdad sea lo contrario. Por eso yo os aconsejo que conservéis la ilusión de lo uno, acompañada de la sospecha de lo otro. Y todo ello a condición de que nunca estéis satisfechos ni de vuestro hombre ni de vuestra obra.

* * *

De los diarios íntimos decía mi maestro que nada le parecía menos íntimo que esos diarios.

* * *

El momento creador en arte, que es el de las grandes ficciones, es también el momento de nuestra verdad, el momento de modestia y cinismo en que nos atrevemos a ser sinceros con nosotros mismos. ¿Es el momento de comenzar un diario íntimo? Acaso no, porque quedan ya pocos días que anotar en ese diario, y los que pasaron, ¿cómo podremos anotarlos al paso? Es el momento de arrojar nuestro diario al cesto de la basura, en el caso de que lo hubiéramos escrito.

* * *

(Kant y Velázquez).

Es evidente, decía mi maestro —Mairena endosaba siempre a su maestro la responsabilidad de toda evidencia— que si Kant hubiera sido pintor, habría pintado algo muy semejante a Las Meninas, y que una reflexión juiciosa sobre el famoso cuadro del gran sevillano nos lleva a la Crítica de la pura razón, la obra clásica y luminosa del maestro de Königsberg. Cuando los franceses —añadía— tuvieron a Descartes, tuvimos nosotros —y aun se dirá que no entramos con pie firme en la edad moderna— nada menos que un pintor kantiano, sin la menor desmesura romántica. Esto es mucho decir. No nos estrepitemos, sin embargo, que otras comparaciones más extravagantes se han hecho —Marx y el Cristo, etc.— que a nadie asombran. Además, y por fortuna para nuestro posible mentir de las estrellas, ni Kant fue pintor ni Velázquez filósofo.

Convengamos en que, efectivamente, nuestro Velázquez, tan poco enamorado de las formas sensibles, a juzgar por su indiferencia ante la belleza de los modelos, apenas si tiene otra estética que la estética trascendental kantiana. Buscadle otra y seguramente no la encontraréis. Su realismo, nada naturalista, quiero decir nada propenso a revolcarse alegremente en el estercolero de lo real, es el de un hombre que se tragó la metafísica y que, con ella en el vientre, nos dice: la pintura existe, como decía Kant: ahí está la ciencia fisicomatemática, un hecho ingente que no admite duda. De hoy más, la pintura es llevar al lienzo esos cuerpos tales como los construye el espíritu, con la materia cromática y lumínica en la jaula encantada del espacio y del tiempo. Y todo esto —claro está— lo dice con el pincel.

He aquí el secreto de la serena grandeza de Velázquez. Él pinta por todos y para todos; sus cuadros no solo son pinturas, sino la pintura. Cuando se habla de él, no siempre con el asombro que merece, se le reprocha más o menos embozadamente su impasible objetividad. Y hasta se alude con esta palabra —¡qué gracioso!— al objetivo de la máquina fotográfica. Se olvida —decía mi maestro— que la objetividad, en cualquier sentido que se tome, es el milagro que obra el espíritu humano, y que, aunque de ella gocemos todos, el tomarla en vilo para dejarla en un lienzo o en una piedra es siempre hazaña de gigantes.

* * *

(Sobre la novela).

Lo que hace realmente angustiosa la lectura de algunas novelas, como en general la conversación de las mujeres, es la anécdota boba, el detalle insignificante, el documento crudo, horro de toda elaboración imaginativa, reflexiva, estética. Ese afán de contar cosas que ni siquiera son chismes de portería… ¡Demasiado bien lastradas para el naufragio, esas novelas, en el mar del tiempo! Y menos mal si con ellas no se pierden en el olvido algunos aciertos de expresión, observaciones sutiles, reflexiones originales y profundas en que esas mismas novelas abundan. Un poco de retórica, tal como nosotros la entendemos, convendría a sus autores.

* * *

Es muy posible que la novela moderna no haya encontrado todavía su forma, la línea firme de su contorno. Acaso maneja demasiados documentos, se anega en su propia heurística. Es, en general, un género, un género poco definido que se inclina más a la didáctica que a la poética. En ella, además, son muchos los arrimadores de ladrillos, pocos los arquitectos. Corre el riesgo de deshacerse antes de construirse.

* * *

Acaso la culpa sea de nuestro gran Cervantes y de sus botas de siete leguas. ¿Quién camina a ese paso? La verdad es que, después del Quijote, el mundo espera otra gran novela que no acaba de llegar. Nuestro Cervantes… Para rendir un pequeño homenaje a la cursilería de nuestro tiempo —ya que Cervantes no lo necesita— yo os invito a guardar conmigo un minuto de silencio y meditación con tema libre.

La clase ha quedado en silencio durante sesenta segundos mal contados, después de los cuales añade Mairena: Reparad en que esto del minuto de silencio es tan estúpido, aunque no tan macabro ni tan perverso, como el culto al soldado desconocido. Pero de algún modo hemos de acusar en nuestras clases los tiempos de barullo y algarabía en que vivimos.

* * *

(Intermedio).

Es inútil —habla Mairena, encarándose con un tradicionalista amigo suyo, en una tertulia de café provinciano— que busque usted a Felipe II en su panteón de El Escorial: porque es allí donde no queda de él absolutamente nada. Ese culto a los muertos me repugna. El ayer hay que buscarlo en el hoy; aquellos polvos trajeron —o trujeron, si le agrada a usted más— estos lodos. Felipe II no ha muerto, amigo mío. ¡¡¡Felipe II soy yo!!! ¿No me había usted conocido?

Esta anécdota, que apunta uno de los discípulos de Mairena, explica la fama de loco y de espiritista que acompañó al maestro en los últimos años de su vida.

* * *

(Cervantes).

Nuestro Cervantes —sigue hablando Mairena a sus alumnos— no mató, porque ya estaban muertos, los libros de caballerías, sino que los resucitó, alojándolos en las celdillas del cerebro de un loco, como espejismos del desierto manchego. Con esos mismos libros de caballerías, épica degenerada, novela propiamente dicha, creó la novela moderna. Del más humilde propósito literario, la parodia, surge —¡qué ironía!— la obra más original de todas las literaturas. Porque esta gloria no podrán arrebatarnos a los españoles: el que lo nuestro, profundamente nuestro, no se parezca a nada.

Extraño y maravilloso mundo ese de la ficción cervantina, con su doble tiempo y su doble espacio, con su doblada serie de figuras —las reales y las alucinatorias—, con sus dos grandes mónadas de ventanas abiertas, sus dos conciencias integrales, y, no obstante, complementarias, que caminan y que dialogan. Contra el solus ipse de la incurable sofística de la razón humana, no solo Platón y el Cristo, milita también en un libro de burlas, el humor cervantino, todo un clima espiritual que es, todavía, el nuestro. Se comprende que tarde tanto en llegar esa otra gran novela que todos esperamos.

XXXIII

(Habla Mairena, no siempre ex cathedra).

Por debajo de lo que se piensa está lo que se cree, como si dijéramos en una capa más honda de nuestro espíritu. Hay hombres tan profundamente divididos consigo mismos, que creen lo contrario de lo que piensan. Y casi —me atreveré a decir— es ello lo más frecuente. Esto debieran tener en cuenta los políticos. Porque lo que ellos llaman opinión es algo mucho más complejo y más incierto de lo que parece. En los momentos de los grandes choques que conmueven fuertemente la conciencia de los pueblos se producen fenómenos extraños de difícil y equívoca interpretación: súbitas conversiones, que se atribuyen al interés personal, cambios inopinados de pareceres, que se reputan insinceros; posiciones inexplicables, etc. Y es que la opinión muestra en su superficie muchas prendas que estaban en el fondo del baúl de las conciencias.

La frivolidad política se caracteriza por la absoluta ignorancia de estos fenómenos. Pero los grandes morrones de la Historia no tienen mayor utilidad que la de hacernos ver esos fenómenos más claramente y de mayor bulto que los vemos cuando es solo la superficie lo que parece agitarse.

* * *

¿Conservadores? Muy bien —decía Mairena—. Siempre que no lo entendamos a la manera de aquel sarnoso que se emperraba en conservar, no la salud, sino la sarna.

Porque este es el problema de conservadurismo —¿qué es lo que conviene conservar?—, que solo se plantean los más inteligentes. ¡Esos buenos conservadores a quienes siempre lapidan sus correligionarios, y sin los cuales todas las revoluciones pasarían sin dejar rastro!

* * *

(Mairena en el café).

—Pero la dictadura de la alpargata, querido Mairena, sería algo absurdo y terrible, verdaderamente inaceptable.

—La alpargata, querido don Cosme, es un calzado cómodo y barato y más compatible con la higiene, y aun con el aseo, que esas botitas de charol que usted gasta.

—Siempre se sale usted por la tangente. De sobra sabe usted lo que quiero decir.

—En efecto: usted habla como un gran lustreador, que dicen en Chile, betunero mayor del reino ideal de las extremidades inferiores. Y no concibe usted que en ese reino la alpargata pueda aspirar a la dictadura. Tiene usted muy poca imaginación, querido don Cosme.

—Buen guasoncito está usted hecho, amigo Mairena.

* * *

(Mairena en clase).

Un comunismo ateo —decía mi maestro— será siempre fenómeno social muy de superficie. El ateísmo es una posición esencialmente individualista: la del hombre que toma como tipo de evidencia el de su propio existir, con lo cual inaugura el reino de la nada, más allá de las fronteras de su yo. Este hombre, o no cree en Dios, o se cree Dios, que viene a ser lo mismo. Tampoco este hombre cree en su prójimo, en la realidad absoluta de su vecino. Para ambas cosas carece de la visión o evidencia de lo otro, de una fuerte intuición de otredad, sin la cual no se pasa del yo al tú. Con profundo sentido, las religiones superiores nos dicen que es el desmedido amor de sí mismo lo que aparta al hombre de Dios. Que le aparta de su prójimo va implícito en la misma afirmación. Pero hay momentos históricos y vitales en que el hombre solo cree en sí mismo, se atribuye la aseidad, el ser por sí; momentos en los cuales le es tan difícil afirmar la existencia de Dios como la existencia, en el sentido ontológico de la palabra, del sereno de su calle. A este self-man propiamente dicho; a este hombre que no se casa con nadie, como decimos nosotros; a esta mónada autosuficiente no le hable usted de comunión, ni de comunidad, ni aun de comunismo. ¿En qué y con quién va a comulgar este hombre?

Cuando le llegue, porque le llegará —también mi maestro fue profeta a su modo, que era el de no acertar casi nunca en sus vaticinios—, el inevitable San Martín al solus ipse, porque el hombre crea en su prójimo, el yo en el tú, y el ojo que ve en el ojo que le mira, puede haber comunión y aun comunismo. Y para entonces estará Dios en puerta. Dios aparece como objeto de comunión cordial que hace posible la fraterna comunidad humana.

Algunos —añade Mairena— nos atrevimos a objetar al maestro: «Siempre se ha dicho que la divinidad se revela en el corazón del hombre, de cada hombre, y que, desde este punto de mira, la creencia en Dios es posición esencialmente individualista». Mi maestro respondió: «Eso se ha dicho, en efecto, no sin razones. Pero se olvida decir el cómo se revela o se aparece Dios en el corazón del hombre. He aquí la grave y terrible cuestión. Cuando leáis mi libro Sobre la esencial heterogeneidad del ser (1800 páginas de apretada prosa os aguardan en él) comenzaréis a ver claro este problema. Básteos saber, por ahora, que toda revelación en el espíritu humano —si se entiende por espíritu la facultad intelectiva— es revelación de lo otro, de lo esencialmente otro, la equis que nadie despeja —llamémosle hache—, no por inagotable, sino por irreductible en calidad y esencia a los datos conocidos, no ya como lo infinito ante lo limitado, sino como lo otro ante lo uno, como la posición inevitable de términos heterogéneos, sin posible denominador común. Desde este punto de vista, Dios puede ser la alteridad trascendente a que todos miramos.

»El velado creador de nuestra nada, un Dios vuelto de espaldas, como si dijéramos, y en quien todos comulgamos, pero no cordial, sino intelectivamente, el Dios aristotélico de quien decimos que se piensa a sí mismo porque, en verdad, no sabemos nada de lo que piensa. Pero Dios revelado en el corazón del hombre…». Palabras son estas —observó Mairena— demasiado graves para una clase de Retórica. Dejemos, no obstante, acabar a mi maestro, que no era un retórico y nada aborrecía tanto como la Retórica. «Dios revelado, o desvelado, en el corazón del hombre es una otredad muy otra, una otredad inmanente, algo terrible, como el ver demasiado cerca la cara de Dios. Porque es allí, en el corazón del hombre, donde se toca y se padece otra otredad divina, donde Dios se revela al descubrirse, simplemente al mirarnos, como un tú de todos, objeto de comunión amorosa, que de ningún modo puede ser un alter ego —la superfluidad no es pensable como atributo divino—, sino un que es Él».

* * *

(Otra vez en el café).

—Desde cierto punto de vista —decía mi maestro—, nada hay más burgués que un proletario, puesto que, al fin, el proletariado es una creación de la burguesía. Proletarios del mundo —añadía— uníos para acabar lo antes posible con la burguesía y, consecuentemente, con el proletariado.

—Su maestro de usted, querido Mairena, debía estar más loco que una gavia.

—Es posible. Pero oiga usted, amigo Tortólez, lo que contaba de un confitero andaluz muy descreído a quien quiso convertir un filósofo pragmatista a la religión de sus mayores.

—De los mayores ¿de quién, amigo Mairena? Porque ese «sus» es algo anfibológico.

—De los mayores del filósofo pragmatista, probablemente. Pero escuche usted lo que decía el filósofo. «Si usted creyera en Dios, en un Juez Supremo que había de pedirle a usted cuentas de sus actos, haría usted unos confites mucho mejores que esos que usted vende, y los daría usted más baratos, y ganaría usted mucho dinero, porque aumentaría usted considerablemente su clientela. Le conviene a usted creer en Dios». «¿Pero Dios existe, señor doctor?» —preguntó el confitero—. «Eso es cuestión baladí —replicó el filósofo—. Lo importante es que usted crea en Dios». «Pero ¿y si no puedo?» —volvió a preguntar el confitero—. «Tampoco eso tiene demasiada importancia. Basta con que usted quiera creer. Porque de ese modo, una de tres: o usted acaba por creer, o por creer que cree, lo que viene a ser aproximadamente lo mismo, o, en último caso, trabaja usted en sus confituras como si creyera. Y siempre vendrá a resultar que usted mejora el género que vende, en beneficio de su clientela y en el suyo propio».

El confitero —contaba mi maestro— no fue del todo insensible a las razones del filósofo. «Vuelva usted por aquí —le dijo— dentro de unos días».

Cuando volvió el filósofo encontró cambiada la muestra del confitero, que rezaba así: «Confitería de Ángel Martínez, proveedor de Su Divina Majestad».

—Está bien. Pero conviene saber, amigo Mairena, si la calidad de los confites…

—La calidad de los confites, en efecto, no había mejorado. Pero, lo que decía el confitero a su amigo el filósofo: «Lo importante es que usted crea que ha mejorado, o quiera usted creerlo, o, en último caso, que usted se coma esos confites y me los pague como si lo creyera».

XXXIV

—Alguna vez se ha dicho: las cabezas son malas, que gobiernen las botas. Esto es muy español, amigo Mairena.

—Eso es algo universal, querido don Cosme. Lo específicamente español es que las botas no lo hagan siempre peor que las cabezas.

* * *

Si definiéramos a Lope y a Calderón, no por lo que tienen, sino por lo que tienen de sobra, diríamos que Lope es el poeta de las ramas verdes; Calderón, el de las virutas. Yo os aconsejo que leáis a Lope antes que a Calderón. Porque Calderón es un final, un final magnífico, la catedral de estilo jesuita del barroco literario español. Lope es una puerta abierta al campo, a un campo donde todavía hay mucho que espigar, muchas flores que recoger. Cuando hayáis leído unas cien comedias de estos dos portentos de nuestra dramática, comprenderéis cómo una gran literatura tiene derecho a descansar, y os explicaréis el gran barranco poético del siglo XVIII, lo específicamente español de este barranco. Comprenderéis, además, lo mucho que hay en Lope de Calderón anticipado, y cuánto en Calderón de Lope rezagado y aún vivo, sin reparar en los argumentos de las comedias. Y otras cosas más que no suelen saber los eruditos.

* * *

Respóndate, retórico, el silencio.

Este verso es de Calderón. No os propongo ningún acertijo. Lo encontraréis en La vida es sueño. Pero yo os pregunto: ¿por qué este verso es de Calderón, hasta el punto que sería de Calderón aunque Calderón no lo hubiera escrito? Si pensáis que esta pregunta carece de sentido, poco tenéis que hacer en una clase de Literatura. Y no podemos pasar a otras preguntas más difíciles. Por ejemplo: ¿por qué estos versos:

Entre unos álamos verdes,
una mujer de buen aire,

que recuerdan a Lope, son, sin embargo, de Calderón? A nosotros solo nos interesa el hecho literario, que suele escapar a los investigadores de nuestra literatura.

* * *

A los andaluces —decía mi maestro— nos falta fantasía para artistas; nos sobra, en cambio, sentido metafísico para filósofos occidentales. Con todo, es el camino de la filosofía el que nosotros debemos preferentemente seguir.

* * *

Del folclore andaluz se deduce un escepticismo extremado, de radio metafísico, que no ha de encontrar fácilmente el suelo firme para una filosofía constructiva. Sobre la duda de Hume, irrefutada, construye Kant su ingente tautología, que llama crítica, para poner a salvo la fe en la ciencia fisicomatemática; y los anglosajones construyen su utilitarismo pragmatista, para cohonestar la conducta de un pueblo de presa. Es evidente que nosotros no hubiéramos construido nada sobre esa arena movediza, y con tan fútiles pretextos, mucho menos. Mas ello no es un signo de inferioridad que pueda arredrarnos para emprender el camino de la filosofía.

* * *

Pero hemos de acudir a nuestro folclore, o saber vivo en alma del pueblo, más que a nuestra tradición filosófica, que pudiera despistarnos. El hecho, por ejemplo, de que Séneca naciera en Córdoba y aun de que haya influido en nuestra literatura impregnándola de vulgaridad, no ha de servirnos de mucho. Séneca era un retórico de mala sombra, a la romana; un retórico sin sofística, un pelmazo que no pasó de mediano moralista y trágico de segunda mano. Toreador de la virtud le llamó Nietzsche, un teutón que no debía saber mucho de toreo. Lo que tuviera Séneca de paisano nuestro es cosa difícil de averiguar, y más interesante para los latinistas que para nosotros. Acaso en Averroes encontremos algo más nuestro que aprovechar y que pudiera servirnos para irritar a los neotomistas, que no acaban —ni es fácil— de enterrar al Cristo en Aristóteles. Un neoaverroísmo a estas alturas, con intención polémica, pudiera ser empresa tentadora para un coleccionista de excomuniones. Yo no os lo aconsejo tampoco. Nuestro punto de arranque, si alguna vez nos decidimos a filosofar, está en el folclore metafísico de nuestra tierra, especialmente el de la región castellana y andaluza.

* * *

(Del difícil fracaso de una Sociedad de las Naciones).

Algún día —habla Mairena en el café— se reunirán las grandes naciones para asegurar la paz en el mundo. ¿Lo conseguirán? Eso es otra cuestión. Lo indudable es que el prestigio de esa Sociedad no puede nunca menoscabarse. Si surge un conflicto entre dos pequeñas naciones, las grandes aconsejarán la paz paternalmente. Si las pequeñas se empeñan en pelear, allá ellas. Las grandes se dirán: no es cosa de que vayamos a enredarla, convirtiendo una guerra insignificante entre pigmeos en otra guerra en que intervienen los titanes. Ya que no la paz absoluta, la Sociedad de las Naciones conseguirá un mínimum de guerra. Y su prestigio queda a salvo. Si surge un conflicto entre grandes potencias, lo más probable es que la Sociedad de las Naciones deje de existir, y mal puede fracasar una Sociedad no existente.

—Y en el caso, amigo Mairena, de que surja el conflicto porque una gran nación quiera comerse a otra pequeña, ¿qué hacen entonces las otras grandes naciones asociadas?

—Salirle al paso para impedirlo, querido don Cosme.

—¿Y si la gran nación insiste en comerse a la pequeña?

—Entonces las otras grandes naciones le ordenarán que se la coma, pero en nombre de todas. Y siempre quedará a salvo el prestigio de la gran Sociedad de las Naciones.

* * *

Los honores —decía mi maestro— deben otorgarse a aquellos que, mereciéndolos, los desean y los solicitan. No es piadoso abrumar con honores al que no los quiere ni los pide. Porque nadie hay, en verdad, que sea indiferente a los honores: a unos agradan, a otros disgustan profundamente. Para unos constituyen un elemento vitalizador, para otros un anticipo de la muerte. Es cruel negárselos a quien, mereciéndolos, los necesita. No menos cruel dárselos a quien necesita no tenerlos, a quien aspira a escapar sin ellos. Mucha obra valiosa y bella puede malograrse por una torpe economía de lo honorífico. Hay que respetar la modestia y el orgullo; el orgullo de la modestia y la modestia del orgullo. No sabemos bien lo que hay en el fondo de todo eso. Sabemos, sin embargo, que hay caracteres diferentes, que son estilos vitales muy distintos. Y es esto, sobre todo, lo que yo quisiera que aprendieseis a respetar.

* * *

Era mucha la belleza espiritual del gran español que hoy nos abandona para que podamos encerrar su figura en las corrientes etopeyas de la españolidad. Tampoco nos quedan buenos retratos suyos. El mejor que poseemos es obra de un valenciano, que reproduce bien las finas calidades del cuerpo. Pero nada más. La expresión es débil y equivocada, como de mano que no acierta a rendir con firmeza el señorío interior sin pizca de señoritismo, que todos veíamos en él. Lo más parecido a su retrato es la figura velazqueña del marqués de Espínola recogiendo las llaves de una ciudad vencida. Porque allí se pinta un general que parece haber triunfado por el espíritu, por la inteligencia; que sabe muy bien cómo la batalla ganada pudo perderse, y que hubiera sabido perderla con la misma elegancia. Eso trazó Velázquez, pincel supremo: el triunfo cortés, sin sombra de jactancia, algo muy español y específicamente castellano, algo también muy del hombre cuya ausencia hoy lloramos. Porque nosotros podemos y debemos llorarle, sin que se nos tache de plañideras. Recordad lo que decía Shakespeare, aludiendo al llanto de los romanos por la muerte de César: «you are men, no stones». Además, con nuestro llanto pondremos en nuestras almas un poco de olvido que depure el recuerdo. Luego hablaremos de él, sin prisa, y procurando recordarlo bien, que es la mejor manera de honrar su memoria.

* * *

Algún día —habla Mairena a sus alumnos— se trocarán papeles entre los poetas y los filósofos. Los poetas cantarán su asombro por las grandes hazañas metafísicas, por la mayor de todas, muy especialmente, que piensa el ser fuera del tiempo, la esencia separada de la existencia, como si dijéramos, el pez vivo y en seco, y el agua de los ríos como una ilusión de los peces. Y adornarán sus liras con guirnaldas para cantar estos viejos milagros del pensamiento humano.

Los filósofos, en cambio, irán poco a poco enlutando sus violas para pensar, como los poetas, en el fugit irreparabile tempus. Y por este declive romántico llegarán a una metafísica existencialista, fundamentada en el tiempo; algo, en verdad poemático más que filosófico. Porque será el filósofo quien nos hable de angustia, la angustia esencialmente poética del ser junto a la nada, y el poeta quien nos parezca ebrio de luz, borracho de los viejos superlativos eleáticos. Y estarán frente a frente poeta y filósofo —nunca hostiles— y trabajando cada uno en lo que el otro deja.

Así hablaba Mairena, adelantándose al pensar vagamente en un poeta a lo Paul Valéry y en un filósofo a lo Martín Heidegger.

XXXV

(Habla Mairena sobre el hambre, el trabajo, la Escuela de Sabiduría, etc).

Decía mi maestro —habla Mairena a sus amigos— que él había pasado hasta tres días sin comer —y no por prescripción facultativa—, al cabo de los cuales se dijo: «Esto de morirse de hambre es más fácil de lo que yo creía». Añadiendo: «Y no tiene, ni mucho menos, la importancia que se le atribuye». Yo me atreví a preguntarle: «¿Y qué quiere usted decir con eso?». «Que si para escapar de aquel duro trance —me contestó— hubiera yo tenido que hacer algo no ya contra mi conciencia, sino, sencillamente, contra mi carácter, pienso que habría aceptado antes la muerte sin protestas ni alharacas». «Es posible —continuó mi maestro, adelantándose, como siempre, a nuestras objeciones— que aquella mi estoica resignación a un fallecer obscuro e insignificante pueda explicarse por un influjo atávico: el de las viejas razas de Oriente, cuya sangre llevamos acaso los andaluces y en las cuales no solo es el ayuno lo propio de las personas distinguidas, sino el hambre general y periódica, la manera más natural de morirse. También es posible que, por ser yo un hombre grueso, como el príncipe Hamlet, no llegase a ver las orejas del lobo; porque tres días de ayuno no habrían bastado a agotar mis reservas orgánicas, y que todo quiera explicarse por una confianza, más o menos consciente, en los milagros de la grasa burguesa, acumulada durante muchos años de alimentación superabundante. Mas si he de decir verdad, yo no creo demasiado en nuestro orientalismo, ni mucho menos en que mis reservas sean exclusivamente de grasa. Mi opinión, fruto de mis reflexiones de entonces, es esta: Cosa es verdadera que el hombre se mueve por el hambre y por el prurito, no del todo consciente, de reproducirse, pero a condición de que no tenga cosa mejor por que moverse, o cosa mejor que le mueva a estarse quieto. De todo ello saco esta conclusión nada idealista: “Dejar al hombre a solas con su hambre y la de sus hijos es proclamar el derecho a una violencia que no excluye la antropofagia”. Y desde un punto de vista teórico me parece que la reducción del problema humano a la fórmula un hombre = un hambre es anunciar con demasiada anticipación el apaga y vámonos de la especie humana».

—Según eso —observó alguien—, también es usted de los que piensan que conviene engañar el hambre del pueblo con ideales, promesas, ilusiones…

—De ningún modo —exclamó mi maestro—. Porque el hambre no se engaña más que comiendo. Y esto lo sabían los anacoretas de la Tebaida lo mismo que Carlos Marx.

* * *

Pero además del hambre, señores —habla Mairena a sus discípulos—, tenemos el apetito, el buen apetito, los buenos apetitos. Yo os deseo que no os falten nunca. Porque se ha dicho muchas veces —y siempre, a mi juicio, con acierto— que sin ellos tampoco se realizan las grandes obras del espíritu.

* * *

El hombre, para ser hombre,
necesita haber vivido,
haber dormido en la calle
y, a veces, no haber comido.

Así canta Enrique Paradas, poeta que florece —si esto es florecer— en nuestros días finiseculares. (Habla Mairena hacia el año 95). Yo no sé si esto es poesía, ni me importa saberlo en este caso. La copla —un documento sincero del alma española— me encanta por su ingenuidad. En ella se define la hombría por la experiencia de la vida, la cual, a su vez, se revela por una indigencia que implica el riesgo de perderla. Y este a veces, tan desvergonzadamente prosaico, me parece la perla de la copla. Por él injerta el poeta —¡con cuánta modestia!— su experiencia individual en la canción, lo que algún día llamaremos —horripilantemente— la vivencia del hambre, sin la cual la copla no se hubiera escrito.

* * *

(Mairena en el café).

Que usted haya nacido en Rute, y que se sienta usted relativamente satisfecho de haber nacido en Rute, y hasta que nos hable usted con cierta jactancia de hombre de Rute, no me parece mal. De algún modo ha de expresar usted el amor a su pueblo natal, donde tantas raíces sentimentales tiene usted. Pero que pretenda convencernos de que, puesto a elegir, hubiera usted elegido a Rute, o que, adelantándose a su propio índice, hubiera usted señalado a Rute en el mapa del mundo como lugar preciso para nacer en él, eso ya no me parece tan bien, querido don Cosme.

—En eso puede que tenga usted razón, amigo Mairena.

* * *

Tampoco me parece demasiado bien que diga usted «l’arcachofa», en vez de la alcachofa. Pero sobre esto no he de hacer hincapié. Lo que no puedo aceptar es que usted piense que es mucho más gracioso comerse una arcachofa que comerse una alcachofa. No sé si comprende usted bien lo que quiero decirle. Procure usted repetir conmigo: «la alcachofa».

—¡La alcachofa!

—Y sigue usted siendo tan sandunguero como antes.

—Buen guasoncito, etc.

* * *

Juan de Mairena había pensado fundar en su tierra una Escuela Popular de Sabiduría. Renunció a este propósito cuando murió su maestro, a quién él destinaba la cátedra de Poética y de Metafísica. Él se reservaba la cátedra de Sofística.

—Es lástima —decía— que sean siempre los mejores propósitos aquellos que se malogran, mientras prosperan las ideícas de los tontos, arbitristas y revolvedores de la peor especie. Tenemos un pueblo maravillosamente dotado para la sabiduría, en el mejor sentido de la palabra: un pueblo a quien no acaba de entontecer una clase media, entontecida a su vez por la indigencia científica de nuestras Universidades y por el pragmatismo eclesiástico, enemigo siempre de las altas actividades del espíritu. Nos empeñamos en que este pueblo aprenda a leer, sin decirle para qué y sin reparar en que él sabe muy bien lo poco que nosotros leemos. Pensamos, además, que ha de agradecernos esas escuelas prácticas donde puede aprender la manera más científica y económica de aserrar un tablón. Y creemos inocentemente que se reiría en nuestras barbas si le hablásemos de Platón. Grave error. De Platón no se ríen más que los señoritos, en el mal sentido —si alguno hay bueno— de la palabra.

* * *

Mas yo quisiera dejar en vuestras almas sembrado el propósito de una Escuela Popular de Sabiduría Superior. Y reparad bien en que lo superior no sería la escuela, sino la sabiduría que en ella se alcanzase. Conviene distinguir. Porque nosotros no decimos: «Buena es para el pueblo la sabiduría», como dicen: «Buena es para el pueblo la religión» los que no creen ya en ella. Estos, al fin, dan lo que desprecian, y nosotros daríamos lo que más veneramos; un saber de primera calidad.

* * *

Esta escuela tendría éxito en España, a condición —claro es— de que hubiese maestros capaces de mantenerla, y muy especialmente en la región andaluza, donde el hombre no se ha degradado todavía por el culto perverso al trabajo, quiero decir por el afán de adquirir, a cambio de la fatiga muscular, dinero para comprar placeres y satisfacciones materiales.

Es natural —permitidme una pequeña digresión— que el hombre de la Europa septentrional, originariamente cargador o extractor de masas pesadas, talador de selvas, etc.; obligado, en suma, a un esfuerzo brutal en un clima duro, busque su emancipación por la máquina, mientras que el hombre de la cultura meridional, originariamente esclavista y negrero, busque el ocio sine qua non de una vida noble por la vía ascética, reduciendo a un mínimun sus apetencias más o menos bestiales.

De todos modos —decía mi maestro—, una sana concepción del trabajo será siempre la de una actividad marginal de carácter más o menos cinético, a la vera y al servicio de las actividades específicamente humanas: atención, reflexión, especulación, contemplación admirativa, etcétera, que son actividades esencialmente quietistas o, dicho más modestamente, sedentarias. Pero dejemos a un lado a mi maestro y sus teorías, ya rancias, sobre el homo sapiens frente al homo faber, y aquella más fantástica suya sobre un homunculus mobilis, que se convierte en mero proyectil, perdiendo de paso su calidad de semoviente. Y volvamos a la Escuela de Sabiduría.

* * *

Para ella necesitamos —sigue hablando Mairena— un hombre extraordinario, algo más que un buen ejemplar de nuestra especie; pero de ningún modo un maestro a la manera de Zaratustra, cuya insolencia eticobiológica nosotros no podríamos soportar más de ocho días. Nuestro hombre estaría en la línea tradicional protagoricosocraticoplatónica, y también, convergentemente, en la cristiana. Porque de nuestra Escuela no habría de salir tampoco una nueva escolástica la cual supone una Iglesia y un Poder político más o menos acordes en defender y abrigar un dogma, con su tabú correspondiente, sino todo lo contrario. Nuestro hombre no tendría nada de sacerdote, ni de sacrificador, ni de catequista, como sus alumnos nada de sectarios, ni de feligreses, ni siquiera de catecúmenos. Respetaríamos el aforismo délfico que traduciríamos a lengua romance en forma más suasoria que imperativa: «Conviene que procures», etc. Y añadiríamos: «Nadie entre en esta escuela que crea saber nada de nada, ni siquiera en Geometría, que nosotros estudiaríamos, acaso, como ciencia esencialmente inexacta». Porque la finalidad de nuestra escuela, con sus dos cátedras fundamentales, como dos cuchillas de una misma tijera, a saber: la cátedra de Sofística y la de Metafísica, consistiría en revelar al pueblo, quiero decir al hombre de nuestra tierra, todo el radio de su posible actividad pensante, toda la enorme zona de su espíritu que puede ser iluminada y, consiguientemente, obscurecida; en enseñarle a repensar lo pensado, a desaber lo sabido y a dudar de su propia duda, que es el único modo de empezar a creer en algo.

Sobre el plan, la orientación, el método y aun los programas de esta posible Escuela de Sabiduría nos ocuparemos en otra ocasión.

XXXVI

(Sobre otros aspectos de la Escuela de Sabiduría).

Las religiones históricas —habla Mairena a sus alumnos—, que se dicen reveladas, nada tendrían que temer de nuestra Escuela de Sabiduría; porque nosotros no combatiríamos ninguna creencia, sino que nos limitaríamos a buscar las nuestras. Nosotros solo combatimos, y no siempre de modo directo, las creencias falsas, es decir, las incredulidades que se disfrazan de creencias. Usted puede, señor Martínez…

—Presente.

—Creer en el infierno hasta achicharrarse en él anticipadamente; pero de ningún modo recomendar a su prójimo esa creencia, sin una previa y decidida participación de usted en ella. No sé si comprende usted bien lo que le digo. Nosotros militamos contra una sola religión, que juzgamos irreligiosa: la mansa y perversa que tiene encanallado a todo el Occidente. Llamémosle pragmatismo, para darle el nombre elegido por los anglosajones del Nuevo Continente, que todavía ponen el mingo en el mundo, para bautizar una ingeniosa filosofía o, si os place, una ingeniosa carencia de filosofía. La palabra pragmatismo viene un poco estrecha a nuestro concepto, porque nosotros aludimos con ella a la religión natural de casi todos los granujas, sin distinción de continentes. Quisiéramos nosotros contribuir, en la medida de nuestras fuerzas, a limpiar el mundo de hipocresía, de cant inglés, etc.

* * *

Es cierto —decía proféticamente mi maestro— que se avecinan guerras terribles, revoluciones cruentísimas, entre cuyas causas más hondas pudiéramos señalar, acaso, la discordancia entre la acción y sus postulados ideales, y una gran pugna entre la elementalidad y la cultura que anegue el mundo en una ingente ola de cinismo. Estamos abocados a una catástrofe moral de proporciones gigantescas, en la cual solo queden en pie las virtudes cínicas. Los políticos tendrán que aferrarse a ellas y gobernar con ellas. Nuestra misión es adelantarnos por la inteligencia a devolver su dignidad de hombre al animal humano. He aquí el aspecto más profundamente didáctico de nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior.

* * *

Nosotros no hemos de incurrir nunca en el error de tomarnos demasiado en serio. Porque ¿con qué derecho someteríamos nosotros lo humano y lo divino a la más aguda crítica, si al mismo tiempo declarásemos intangible nuestra personalidad de hombrecitos docentes? Que nadie entre en nuestra escuela que no se atreva a despreciar en sí mismo tantas cosas cuantas desprecia en su vecino, o que sea incapaz de proyectar su propia personalidad en la pantalla del ridículo. Toda mezquina abogacía de sí mismo queda prohibida en nuestra escuela. Porque la zona más rica de nuestras almas, desde luego la más extensa, es aquella que suele estar vedada al conocimiento por nuestro amor propio. Os lo diré de una manera impresionante: pacientes hemos de ser en nuestra propia clínica, tanto como quirurgos, y hasta, si me apuráis, cadáveres que su misma disección ejecuten en nuestra propia sala de disección. De esta manera lograremos aventajarnos a nuestros adversarios, si algunos tenemos, porque ellos nos combatirán siempre con armas romas y peor templadas que las nuestras.

* * *

Nosotros no pretenderíamos nunca educar a las masas. A las masas que las parta un rayo. Nos dirigimos al hombre, que es lo único que nos interesa; al hombre en todos los sentidos de la palabra: al hombre in genere y al hombre individual, al hombre esencial y al hombre empíricamente dado en circunstancias de lugar y de tiempo, sin excluir al animal humano en sus relaciones con la naturaleza. Pero el hombre masa no existe para nosotros. Aunque el concepto de masa pueda aplicarse adecuadamente a cuanto alcanza volumen y materia, no sirve para ayudarnos a definir al hombre, porque esa noción fisicomatemática no contiene un átomo de humanidad. Perdonad que os diga cosas de tan marcada perogrullez. En nuestros días hay que decirlo todo. Porque aquellos mismos que defienden a las aglomeraciones humanas frente a sus más abominables explotadores, han recogido el concepto de masa para convertirlo en categoría social, ética y aun estética. Y esto es francamente absurdo. Imaginad lo que podría ser una pedagogía para las masas. ¡La educación del niño-masa! Ella sería, en verdad, la pedagogía del mismo Herodes, algo monstruoso.

* * *

En cuanto al concepto de élite o minoría selecta, tendríamos mucho que decir, con relación a nuestra Escuela de Sabiduría, porque él nos plantea problemas muy difíciles, cuando no insolubles. Estos problemas pasarían, acaso intactos, de la clase de Sofística a la de Metafísica. Solo he de anticiparos que yo no creo en la posibilidad de una suma de valores cualitativos, porque ella implica una previa homogenización que supone, a su vez, una descualificación de estos mismos valores. Nosotros necesitamos, para nuestra Escuela, un hombre extraordinario, o si queréis, varios hombres extraordinarios, pero capaces, cada uno de ellos, de levantar en vilo por su propio esfuerzo, el fardo de la sabiduría. ¿El fardo de su propia sabiduría? Claro. No hay más sabiduría que la propia. Y como para nosotros no existiría la división del trabajo, porque nosotros empezaríamos por no trabajar o, en el último caso, por no aceptar trabajo que fuera divisible, el grupo de sabios especializados en las más difíciles disciplinas científicas, ni vendría a nuestra escuela ni, mucho menos, saldría de ella. Nosotros no habríamos de negar nuestro respeto ni nuestra veneración a este grupo de sabios, pero de ningún modo les concederíamos mayor importancia que al hombre ingenuo, capaz de plantearse espontáneamente los problemas más esenciales.

* * *

Nosotros procuraríamos —hablo siempre de nuestra escuela— no ser pedantes, sin que esto quiera decir que nos obligásemos a conseguirlo. La pedantería va escoltando al saber tan frecuentemente como la hipocresía a la virtud, y es, en algunos casos, un ingenuo tributo que rinde la ignorancia a la cultura. Es mal difícil de evitar. Nosotros ni siquiera nos atrevemos a condenarlo en bloque, sin distingos. Porque hemos observado cuán sañosamente se apedrea la forma más disculpable de la pedantería, que es aquella jactancia de saber que muchas veces acompaña a un saber verdadero. Y, en este caso, quien lapida al pedante descalabra al sabio. Y aun puede que sea esto último lo que se propone. ¡Cuidado! Porque nosotros no hemos de incurrir en tamaña injusticia.

* * *

¿Pretenciosos? Sin duda, lo somos —respondemos—; pero no presumidos ni presuntuosos. Porque nosotros de nada presumimos ni, mucho menos, presuntuamos. Pretendemos, en cambio, muchas cosas, sin jactamos de haber conseguido ninguna de ellas. Modestos, con la modestia de los grandes hombres, y el modesto orgullo a que aludía mi maestro. Tales somos, tales quisiéramos ser para nuestra Escuela de Sabiduría.

* * *

¿Intelectuales? ¿Por qué no? Pero nunca virtuosos de la inteligencia. La inteligencia ha de servir siempre para algo, aplicarse a algo, aprovechar a alguien. Si averiguásemos que la inteligencia no servía para nada, mucho menos entonces la exhibiríamos en ejercicios superfluos, deportivos, puramente gimnásticos. Que exista una gimnástica intelectual que fortalezca y agilite intelectualmente a quien la ejecuta, es muy posible. Pero sería para nosotros una actividad privada, de puro utilitaria y egoísta, como el comer o purgarse, lavarse o vestirse, nunca para exhibida en público. La gimnástica, como espectáculo, tiene entontecido a medio mundo, y acabará por entontecer al otro medio.

* * *

Vosotros sabéis —sigue hablando Mairena a sus alumnos— mi poca afición a las corridas de toros. Yo os confieso que nunca me han divertido. En realidad, no pueden divertirme, y yo sospecho que no divierten a nadie, porque constituyen un espectáculo demasiado serio para diversión. No son un juego, un simulacro, más o menos alegre, más o menos estúpido, que responda a una actividad de lujo, como los juegos de los niños o los deportes de los adultos; tampoco un ejercicio utilitario, como el de abatir reses mayores en el matadero; menos un arte, puesto que nada hay en ellas de ficticio o de imaginado. Son esencialmente un sacrificio. Con el toro no se juega, puesto que se le mata, sin utilidad aparente, como si dijéramos de un modo religioso, en holocausto a un dios desconocido. Por esto las corridas de toros, que, a mi juicio, no divierten a nadie, interesan y apasionan a muchos. La afición taurina es, en el fondo, pasión taurina; mejor diré fervor taurino, porque la pasión propiamente dicha es la del toro.

* * *

En nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior hemos de tratar alguna vez el tema de la tauromaquia, cosa tan nuestra —tan vuestra sobre todo— y, al mismo tiempo, ¡tan extraña! He de insistir, sin ánimo de molestar a nadie, sobre el hecho de que sea precisamente lo nuestro aquello que se nos aparece como más misterioso e incomprensible. Nos hemos libertado en parte —y no seré yo quien lo deplore— del ánimo chauvin que ensalza lo español por el mero hecho de serlo. No era esta una posición crítica, sino más bien polémica, que no alcanzó entre nosotros —conviene decirlo— proporciones alarmantes, como en otros países. Bien está, sin embargo, que nunca más la adoptemos. Pero una pérdida total de simpatía hacia lo nuestro va construyendo poco a poco en nuestras almas un aparato crítico que necesariamente ha de funcionar en falso y que algún día tendremos que arrumbar en el desván de los trastos inútiles. En nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior procuraríamos estar un poco en guardia contra el hábito demasiado frecuente de escupir sobre todo lo nuestro, antes de acercarnos a ello para conocerlo. Porque es muy posible —tal es, al menos, una vehemente sospecha mía— que muchas cosas en España estén mejor por dentro que por fuera —fenómeno inverso al que frecuentemente observamos en otros países— y que la crítica del previo escupitajo sobre lo nuestro, no solo nos aparte de su conocimiento, sino que acabe por asquearnos de nosotros mismos. Pero dejemos esto para tratado más despacio.

* * *

Decíamos que alguna vez hemos de meditar sobre las corridas de toros, y muy especialmente sobre la afición taurina, y hemos de hacerlo dejando a un lado toda suerte de investigaciones sobre el origen y desarrollo histórico de la fiesta —¿es una fiesta?— que llamamos nacional, por llamarle de alguna manera que no sea del todo inadecuada. Porque nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior no sería nunca un Centro de investigaciones históricas, sin que esto quiera decir que nosotros no respetemos y veneremos esta clase de Centros. Nosotros nos preguntamos, porque somos filósofos, hombres de reflexión que buscan razones en los hechos, ¿qué son las corridas de toros?, ¿qué es esa afición taurina, esa afición al espectáculo sangriento de un hombre sacrificando a un toro, con riesgo de su propia vida? Y un matador, señores —la palabra es grave—, que no es un matarife —esto menos que nada—, ni un verdugo, ni un simulador de ejercicios cruentos, ¿qué es un matador, un espada, tan hazañoso como fugitivo, un ágil y esforzado sacrificador de reses bravas, mejor diré de reses enfierecidas para el acto de su sacrificio? Si no es un loco —todo antes que un loco nos parece este hombre docto y sesudo que no logra la maestría de su oficio antes de las primeras canas—, ¿será, acaso, un sacerdote? No parece que pueda ser otra cosa. ¿Y al culto de qué dioses se consagra? He aquí el estilo de nuestras preguntas en nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior.

XXXVII

(Habla Juan de Mairena a sus alumnos).

Lo irremediable del pasado —fugit irreparabile tempus—, de un pasado que permanece intacto, inactivo e inmodificable, es un concepto demasiado firme para que pueda ser desarraigado de la mente humana. ¿Cómo sin él funcionaría esta máquina de silogismo que llevamos a cuestas? Pero nosotros —habla Mairena a sus alumnos— nos preguntaríamos en la clase de Sofística de nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior si el tal concepto tiene otro valor que el de su utilidad lógica y si podríamos pasar con él a la clase de Metafísica. Porque de la clase de Sofística a la de Metafísica solo podrían pasar, en forma de creencias últimas o de hipótesis inevitables, los conceptos que resisten a todas las baterías de una lógica implacable, de una lógica que, llegado el caso, no repare en el suicidio, en decretar su propia inania.

Y en este caso llega, puede llegar, si después de largos y apretados razonamientos sobre alguna cuestión esencial, alcanzamos una irremediable conclusión ilógica, por ejemplo: «No hay más verdad que la muerte». Lo que equivale a decir que la verdad no existe y que esta es la verdad. Comprenderéis sin gran esfuerzo que, llegado este caso, ya no sabemos cuál sea la suerte de la verdad; pero es evidente que aquí la lógica se ha saltado la tapa de los sesos. Tal es el triunfo —lamentable, si queréis, pero al fin triunfo— del escéptico, el cual, ante la reductio ad absurdum que de su propia tesis realiza, no se obliga a aceptar por verdadera la tesis contraria, de cuya refutación ya había partido, sino que opta por reputar inservible el instrumento lógico. Esto ya es demasiado claro para que podáis entenderlo sin algún esfuerzo. Meditad sobre ello.

* * *

Cuando averiguamos que algo no sirve para nada —por ejemplo, una Sociedad de Naciones que pretenda asegurar la paz en el mundo—, ya sabemos que ha servido para mucho. Quien tenga oídos, oiga, y quien orejas, las aguce.

* * *

(Examen en la Escuela de Sabiduría).

—¿Saco tres bolas?

—Con una basta.

—Lección 24. «Sobre el juicio».

—Venga.

—Tres clases de juicios conocemos, mediante los cuales expresa el hombre su incurable aspiración a la objetividad. Tres ejemplos nos bastarán para reconocerlos.

Primer ejemplo: «Dios es justo». Esto es lo que nosotros creemos, para el caso de que Dios exista.

Segundo: «El hombre es mortal». Esto es lo que nos parece observar hasta la fecha.

Tercero: «Dos y dos son cuatro». Esto es lo que probablemente pensamos todos.

Al primero llamamos «juicio de creencia»; al segundo, «juicio de experiencia»; al tercero, «juicio de razón».

—¿Y con cuál de esas tres clases de juicios piensa usted que logra el hombre acercarse a una verdad objetiva, entendámonos, a una verdad que sería a última hora independiente de esos mismos juicios?

—Acaso con las tres; acaso con alguna de las tres; posiblemente con ninguna de las tres.

—Retírese.

—(¿?).

—Que queda usted suspenso en esta asignatura, y que puede usted pasar a la siguiente.

* * *

(Mairena y el 98.— Un premio Nobel).

Cuando aparecieron en la Prensa los primeros ensayos de don Miguel de Unamuno, alguien dijo: «He aquí a Brand, el ibseniano Brand, que deja los fiordos de Noruega por las estepas de España». Mairena dijo: «He aquí al gran español que muchos esperábamos. ¿Un sabio? Sin duda, y hasta un savant, que dicen en Francia; pero, sobre todo, el poeta relojero que viene a dar cuerda a muchos relojes —quiero decir a muchas almas— parados en horas muy distintas, y a ponerlos en hora por el meridiano de su pueblo y de su raza. Que estos relojes, luego, atrasen unos y adelanten otros…». No agotemos el símil. Es muy grande este don Miguel. Y algún día tomará café con nosotros. Mas no por ello hemos de perderle el respeto.

* * *

(Aciertos de la expresión inexacta).

Cuando nuestros políticos dicen que la política no tiene entrañas aciertan alguna vez en lo que dicen y en lo que quieren decir. Una política sin entrañas es, en efecto, la política hueca que suelen hacer los hombres de malas tripas.

* * *

(La concisión barroca).

Me dio cuatro naturales
y en Chihuahua clarecí.

Aquí ya la expresión inexacta es, por su excesiva concisión, verdaderamente enigmática. Porque el poeta, cuyos son estos versos, quería decir, por boca de un personaje de su comedia: «El cacique de la comarca puso a mi servicio cuatro hombres nacidos en tierra americana, cuatro indígenas que me dieron escolta, y acompañado de ellos pude llegar felizmente a Chihuahua, a la hora en que empezaba a clarear».

* * *

(Amplificación superflua).

—Daréte el dulce fruto sazonado del peral en la rama ponderosa.

—¿Quieres decir que me darás una pera?

—¡Claro!

* * *

(Lógica de Badila).

—¡Conque el toro le ha roto a usted la clavícula, compadre!…

—Lo que me ha roto a mí es todo el verano.

No se sabe que Badila, el célebre picador de reses bravas, a quien se atribuye la famosa respuesta, fuese sordo, ni mucho menos tan ignorante que desconociese la existencia de sus propias clavículas, cosa, por lo demás, inconcebible en un garrochista. Que conocía el significado del vocablo «canícula» se infiere de sus mismas palabras. Acaso fue Badila un precursor de esta nueva lógica a que nosotros quisiéramos acercarnos, de ese razonamiento heraclídeo en el cual las conclusiones no parecen congruentes con sus premisas porque no son ya sus hijas, sino, por decirlo así, sus nietas. Dicho de otro modo: que en el momento de la conclusión ha caducado en parte el valor de la premisa, porque el tiempo no ha transcurrido en vano. Advirtamos además que en el fluir del pensamiento natural —el de Badila y en cierto modo, el poético— no es el intelecto puro quien discurre, sino el bloque psíquico en su totalidad, y las formas lógicas no son nunca pontones anclados en el río de Heráclito, sino ondas de su misma corriente.

Así, Badila, obscuro precursor, modestamente, y con más ambición algunos ingenios de nuestro tiempo, han contribuido a crear esa lógica, mágica en apariencia, de la cual no sabemos lo que andando el tiempo puede salir.

* * *

(Lógica de Don Juan).

—Vengo a mataros, Don Juan.

—Según eso, sois Don Luis.

¿Recordáis el Don Juan Tenorio, de Zorrilla, y la escena del cuarto acto en que estos versos se dicen? Habla Don Luis Mejía, primero, tras el embozo de su capa, seguro de que no necesita descubrirse para ser conocido. Si tenemos en cuenta la faena de Don Juan con Doña Ana de Pantoja, hemos de reconocer que Don Luis no puede decir sino lo que dice, y que no puede decirlo mejor. Y difícilmente encontraréis una respuesta ni más cínica, ni más serena, ni más representativa de aquel magnífico rey de los granujas que fue Don Juan Tenorio. Según eso… Y aquí es también la lógica lo que tiene más gracia. Como este, muchos aciertos clásicos de expresión advertiréis en algunas obras de teatro que logran el favor popular, antes que la estimación de los doctos.

XXXVIII

El problema del amor al prójimo —habla Mairena a sus alumnos— que algún día hemos de estudiar a fondo, en nuestra clase de Metafísica, nos plantea agudamente otro, que ha de ocuparnos en nuestra clase de Sofística: el de la existencia real de nuestro prójimo, de nuestro vecino, que dicen los ingleses —our neighbour—, de acuerdo con nuestro Gonzalo de Berceo. Porque si nuestro prójimo no existe, mal podremos amarle. Ingenuamente os digo que la cuestión es grave. Meditad sobre ella.

* * *

—Alguien ha dicho —observó un alumno— que nadie puede dudar sinceramente de la existencia de su prójimo, y que el más desenfrenado idealismo, el del propio Berkeley, vacila en sostener su famoso principio esse = percipi más allá de lo inerte, y no ya en presencia de un hombre, sino de una planta. Del solipsismo se ha dicho que es una concepción absurda e inaceptable, una verdadera monstruosidad.

—Todo eso se ha dicho, en efecto —respondió Mairena—, pero a mí nunca me han convencido de ello los que tal dicen. Espero que a vosotros tampoco os convencerán. Porque el solipsismo podrá responder o no a una realidad absoluta, ser o no verdadero; pero de absurdo no tiene pelo. Es la conclusión inevitable y perfectamente lógica de todo subjetivismo extremado. Por eso lo tratamos en nuestra clase de Sofística. Es evidente que cualquier posición filosófica —sensualista o racionalista— que ponga en duda la existencia real del mundo externo convierte eo ipso en problemática la de nuestro prójimo. Solo un pensamiento pragmático, profundamente ilógico, puede afirmar la existencia de nuestro prójimo con el mismo grado de certeza que la existencia propia, y reconocer a la par que este prójimo nos aparece englobado en el mundo externo —mera creación de nuestro espíritu—, sin rasgo alguno que nos revele su heterogeneidad. Dicho en otra forma: si nada es en sí más que yo mismo, ¿qué modo hay de no decretar la irrealidad absoluta de nuestro prójimo? Mi pensamiento os borra y expulsa de la existencia —de una existencia en sí— en compañía de esos mismos bancos en que asentáis vuestras posaderas. La cuestión es grave, vuelvo a deciros. Meditad sobre ella.

* * *

—Siempre se ha dicho —observó el alumno de Mairena—, que nosotros afirmamos la existencia de nuestro prójimo, del cual solo, en efecto, percibimos el cuerpo como parte homogénea del mundo físico, merced a un razonamiento por analogía, que nos lleva a suponer en ese cuerpo semejante al nuestro una conciencia no menos semejante a la nuestra. Y en cuanto al grado de certeza que asignamos a la existencia del yo ajeno y a la del propio, pensamos que es el mismo para las dos, siempre que no demos en plantearnos el problema metafísico. De modo que prácticamente no hay problema.

—Eso se dice, en efecto. Pero nosotros estamos aquí para desconfiar de todo lo que se dice. Tal es el verdadero sentido de nuestra sofística. Para nosotros, el problema existe, y existe prácticamente, puesto que nosotros nos lo planteamos. La existencia práctica de un problema metafísico consiste en que alguien se lo plantee. Y este es el hecho. Nosotros partimos, en efecto, de una concepción metafísica de la cual pensamos que no puede eludir el solipsismo. Y nos preguntamos ahora qué es lo que dentro de ella puede significar el amor al prójimo, a ese otro yo al cual hemos concedido la no existencia como el más importante de sus atributos, o, por mejor decir, como su misma esencia, puesto que, evidentemente, la no existencia es lo único esencial que podemos pensar de lo que no existe.

* * *

Y vamos ahora adonde usted quería llevarnos, señor Martínez. Una metafísica, es decir, una hipótesis más o menos atrevida de la razón sobre la realidad absoluta, está siempre apoyada por un acto de fe individual. Un acto de fe —decía mi maestro— no consiste en creer sin ver o en creer en lo que no se ve, sino en creer que se ve, cualesquiera que sean los ojos con que se mire, e independientemente de que se vea o de que no se vea. Existe una fe metafísica, que no ha de estar necesariamente tan difundida como una fe religiosa; pero tampoco necesariamente menos. ¡Oh! ¿Por qué? La íntima adhesión a una gran hipótesis racional no admite, de derecho, restricción alguna a su difusión dentro de la especie humana. Tal es uno de los fundamentos de nuestra Escuela de Sabiduría. El hecho es que esta fe metafísica suele estar mucho más difundida de lo que se piensa.

* * *

Y yendo a lo que iba, os diré: podemos encontrarnos en un estado social minado por una fe religiosa y otra fe metafísica francamente contradictorias. Por ejemplo, frente a nuestra fe cristiana —una «videncia» como otra cualquiera— en un Dios paternal que nos ordena el amor de su prole, de la cual somos parte, sin privilegio alguno, milita la fe metafísica en el solus ipse que pudiéramos formular; «nada es en sí sino yo mismo, y todo lo demás, una representación mía, o una construcción de mi espíritu que se opera por medios subjetivos, o una simple constitución intencional del puro yo, etc., etc.». En suma, tras la frontera de mi yo empieza el reino de la nada. La heterogeneidad de estas dos creencias ni excluye su contradicción ni tiene reducción posible a denominador común. Y es en el terreno de los hechos, a que usted quería llevarnos, donde no admiten conciliación alguna. Porque el ethos de la creencia metafísica es necesariamente autocrítico, egolátrico. El yo puede amarse a sí mismo con amor absoluto, de radio infinito. Y el amor al prójimo, al otro yo que nada es en sí, al yo representado en el yo absoluto, solo ha de profesarse de dientes para fuera. A esta conclusión d’enfants terribles —¿y qué otra cosa somos?— de la lógica hemos llegado. Y reparad ahora en que el «ama a tu prójimo como a ti mismo y aun más, si fuera preciso», que tal es el verdadero precepto cristiano, lleva implícita una fe altruista, una creencia en la realidad absoluta, en la existencia en sí del otro yo. Si todos somos hijos de Dios —hijosdalgo, por ende, y esta es la razón del orgullo modesto a que he aludido más de una vez—, ¿cómo he de atreverme, dentro de esta fe cristiana, a degradar a mi prójimo tan profunda y substancialmente que le arrebate el ser en sí para convertirlo en mera representación, en un puro fantasma mío?

* * *

—Y en un fantasma de mala sombra —se atrevió a observar el alumno más silencioso de la clase.

—¿Quién habla? —preguntó Mairena.

—Joaquín García, oyente.

—¡Ah! ¿Decía usted?…

—En un fantasma de mala sombra, capaz de pagarme en la misma moneda. Quiero decir que he de pensarlo como un fantasma mío que puede a su vez convertirme en un fantasma suyo.

—Muy bien, señor García —exclamó Mairena—; ha dado usted una definición un tanto gedeónica, pero exacta, del otro yo, dentro del solus ipse: un fantasma de mala sombra, realmente inquietante.

* * *

Estas dos creencias a que aludíamos —sigue hablando Mairena— son tan radicalmente antagónicas que no admiten, a mi juicio, conciliación ni compromiso pragmático; de su choque saldrán siempre negaciones y blasfemias, como chispas entre pedernal y eslabón. La concepción del alma humana como entelequia o como mónada cerrada y autosuficiente, ese fruto maduro y tardío de la sofística griega, y la fe solipsista que la acompaña, se encontrarán un día en pugna con la terrible revelación del Cristo: El alma del hombre no es una entelequia, porque su fin, su telos, no está en sí misma. Su origen, tampoco. Como mónada filial y fraterna se nos muestra en intuición compleja el yo cristiano, incapaz de bastarse a sí mismo, de encerrarse en sí mismo, rico de alteridad absoluta; como revelación muy honda de la incurable «otredad de lo uno», o, según expresión de mi maestro, «de la esencial heterogeneidad del ser». Pero dejemos esto para tratado más largamente en otra ocasión.

XXXIX

Nunca se nos podrá acusar de haber tratado en nuestras clases cuestiones frívolas y vulgares, entre las cuales incluimos nosotros muchas que se reputan importantísimas y primordiales, como casi todas aquellas que se refieren a lo económico. Alguna vez, sin embargo, las hemos de tomar en consideración; pero elevándolas siempre a nuestro punto de mira. Algún día nos hemos de preguntar si la totalidad de la especie humana, de la cual somos parte insignificantísima, su necesidad de nutrirse, su afán de propagarse, etc., constituyen un hecho crudo y neto, que no requiere la menor justificación ideal, o si por el contrario, hemos de pedir razones a este mismo hecho, si hemos de investigar la necesidad metafísica de estas mismas necesidades. ¿Se vive de hecho o de derecho? He aquí nuestra cuestión. Comprenderéis que es este el problema ético por excelencia, viejo como el mundo, pero que nosotros nos hemos de plantear agudamente. Porque solo después de resolverlo podremos pensar en una moral, es decir, en un conjunto de normas para la conducta humana que obliguen o persuadan a nuestro prójimo. Entretanto, buena es la filantropía, por un lado, y por otro, la Guardia civil.

* * *

Superfluo es decir que nosotros no podemos interesarnos demasiado ni por la filantropía, con sus instituciones de beneficencia, higiene y vigilancia, ni tampoco por los elementos de coacción legal (guardia rural, urbana y fronteriza), mientras no averigüemos si la especie humana, en su totalidad, debe o no debe ser conservada, cuestión esencialísima, o bien —cuestión no menos esencial— si necesariamente ha de ser conservada, o si pudiera no conservarse. Y si os place que nos interesemos anticipadamente por esas instituciones, que serían a última hora medios cuyos últimos fines aún desconocemos, hemos de hacerlo sin invocar principios en los cuales no podemos todavía creer.

* * *

Si estudiaseis el folclore religioso de nuestra tierra, os encontraríais con que la observación del orden impasible de la Naturaleza hace creyentes a muchos de nuestros paisanos, y descreídos a otros muchos. Y es que en esto, como en todo, hay derechas e izquierdas. «Siento que no haiga Dios —oí decir una vez—, porque eso de que todo en este mundo se tenga de caé siempre d’arriba abajo…». Y otra vez: «¡Bendito sea Dios, que hace que el sol sarga siempre por el Levante!».

* * *

Las tan desacreditadas cosas en sí… La cosa en sí, ¡tan desacreditada!… Me parece haber leído esto en alguna parte, y no ya una, sino muchas veces. Asusta pensar —decía Mairena— hasta dónde puede llegar el descrédito.

* * *

El Cristo —decía mi maestro— predicó la humildad a los poderosos. Cuando vuelva, predicará el orgullo a los humildes. De sabios es mudar de consejo. No os estrepitéis. Si el Cristo vuelve, sus palabras serán aproximadamente las mismas que ya conocéis: «Acordaos de que sois hijos de Dios; que por parte de padre sois alguien, niños». Mas si dudáis de una divinidad que cambia de propósito y de conducta, os diré que estáis envenenados por la lógica y que carecéis de sentido teológico. Porque nada hay más propio de la divinidad que el arrepentimiento. Cuando estudiemos la Historia Sagrada, hemos de definirla como historia de los grandes arrepentimientos, para distinguirla no ya de la Historia profana, sino de la misma Naturaleza, que no tiene historia, porque no acostumbra a arrepentirse de nada.

* * *

Imaginemos —decía mi maestro Martín— una teología sin Aristóteles, que conciba a Dios como una gran conciencia de la cual fuera parte la nuestra, o en la cual —digámoslo grosso modo y al alcance de vuestras cortas luces— todos tuviéramos enchufada la nuestra. En esta teología nada encontraríamos más esencial que el tiempo; no el tiempo matemático, sino el tiempo psíquico, que coincide con nuestra impaciencia mal definida, que otros llaman angustia y en la cual comenzaríamos a ver un signo revelador de la gran nostalgia del no ser que el Ser Supremo siente, o bien —como decía mi maestro— la gran nostalgia de lo Otro que padece el Uno. De esta suerte asignaríamos a la divinidad una tarea inacabable —la de dejar de ser o de trocarse en lo Otro—, que explicaría su eternidad y que, por otro lado, nos parecería menos trivial que la de mover el mundo… ¿Qué dice el oyente?

—Esa teología —observó el oyente— me parece inaceptable. Es cierto que ese Dios, que nos da el tiempo y se queda fuera de él, o, dicho de otro modo, que permanece quieto y se entretiene en mover el mundo, es algo no menos inaceptable. Porque, en efecto, si el mundo no se mueve a sí mismo, lo natural y conveniente es dejarlo quieto, de acuerdo con su propia naturaleza. En caso contrario, es evidente que el mundo no necesita motor. Hasta aquí estamos de acuerdo. Pero, por otro lado, señor doctor, un dios totalmente zambullido en el tiempo, obligado como nosotros a vivirlo minuto a minuto, con la conciencia a la par de una tarea inacabable, sería un dios mucho más desdichado que sus criaturas. Sería un dios —pongámoslo al alcance de nuestras cortas luces— que tendría un humor de todos los demonios, como condenado a galeras para toda su vida. Yo no sé, señor doctor, hasta qué punto hay derecho a pensarlo así.

—La verdad es —replicó Mairena, algo contrariado— que en toda concepción panteísta —la metafísica de mi maestro lo era en sumo grado— hay algo monstruoso y repelente; con razón la Iglesia la ha condenado siempre. Ya se lo decía yo a mi maestro: por mucho menos hubo quien ardió en las fogatas del Santo Oficio. Afortunadamente, la Iglesia no toma hoy demasiado en serio las blasfemias contra Aristóteles. Yo, sin embargo, os aconsejo que meditéis sobre este tema para que no os coja desprevenidos una metafísica que pudiera venir de fuera y que anda rondando la teología, una teología esencialmente temporalista, y para que tengáis, llegado el caso, algo que oponerle o algo que aprobar en ella, y no seáis los eternos monos de la linterna mágica en cuestiones de alguna trascendencia.

* * *

Vosotros sabéis que yo no pretendo enseñaros nada, y que solo me aplico a sacudir la inercia de vuestras almas, a arar el barbecho empedernido de vuestro pensamiento, a sembrar inquietudes, como se ha dicho muy razonablemente, y yo diría, mejor, a sembrar preocupaciones y prejuicios; quiero decir juicios y ocupaciones previos y antepuestos a toda ocupación zapatera y a todo juicio de pan llevar.

* * *

Ya hemos dicho que pretendemos no ser pedantes. Hicimos, sin embargo, algunos distingos. Quisiéramos hacer todavía algunos más. ¿Qué modo hay de que un hombre consagrado a la enseñanza no sea un poco pedante? Consideremos que solo se enseña al niño, porque siempre es niño el capaz de aprender, aunque tenga más años que un palmar. Esto asentado, yo os pregunto: ¿Cómo puede un maestro, o, si queréis, un pedagogo, enseñar, educar, conducir al niño sin hacerse algo niño a su vez y sin acabar profesando un saber algo infantilizado? Porque es el niño quien, en parte, hace al maestro. Y es el saber infantilizado y la conducta infantil del sabio lo que constituye el aspecto más elemental de la pedantería, como parece indicarlo la misma etimología griega de la palabra. Y recordemos que se llamó pedantes a los maestros que iban a las casas de nuestros abuelos para enseñar Gramática a los niños. No dudo yo de que estos hombres fueran algo ridículos, como lo muestra el mismo hecho de pretender enseñar a los niños cosa tan impropia de la infancia como es la Gramática. Pero al fin eran maestros y merecen nuestro respeto. Y en cuanto al hecho mismo de que el maestro se infantilice y en cierto sentido se apedante en su relación con el niño (pais, paidós), conviene también distinguir. Porque hemos de comprender como niños lo que pretendemos que los niños comprendan. Y en esto no hay infantilismo, en el sentido de retraso mental. En las disciplinas más fundamentales (Poesía, Lógica, Moral, etc.) el niño no puede disminuir al hombre. Al contrario: el niño nos revela que casi todo lo que él no puede comprender apenas si merece ser enseñado, y, sobre todo, que cuando no acertamos a enseñarlo es porque nosotros no lo sabemos bien todavía.

* * *

Nosotros no hemos de insistir demasiado —nous appesantir, que dicen los franceses— sobre el tema del amor; en primer término, porque toda insistencia nos parece de mal gusto; en segundo, por no plantearnos problemas filosóficos demasiado difíciles. Tampoco hemos de rebajar tan esencial sujeto hasta ponerlo al alcance de las señoras y de los médicos, que gustan de tomarlo siempre —indefectiblemente— por donde quema. Solo queremos avanzar, como tema de futuras meditaciones: primero, que lo sexual en el amor tiene muy hondas raíces ónticas, y que una filosofía que pretenda alcanzar el ser en la existencia del hombre se encontrará con esto: el individuo humano no es necesariamente varón o hembra por razones biológicas —la generación no necesita del sexo—, sino por razones metafísicas. Segundo: no hay hermafrodismo que no sea monstruoso, porque la esencia hermes y la esencia aprhodites no pueden intuirse juntas. Tercero: tampoco se las puede pensar como complementarias, porque ninguna es complemento, ni de tal necesita, toda vez que cada una de ellas no ya se basta, sino que se sobra a sí misma. Cuarto: no hemos de pensarlas como mitades de un todo, puesto que al unirse no dan un conjunto homogéneo, una totalidad de la cual sean o hayan sido parte. Quinto: de ningún modo podemos imaginarlas como elementos para una síntesis, armonía o coincidencia de contrarios. Ya demostramos, o pretendimos demostrar, que, en general, no hay contrarios. Y aunque los hubiera —contra lo que nosotros pensamos—, nadie demostrará que una mujer sea lo contrario de un hombre. Sexto: tampoco hemos de afirmar que al copularse estas dos esencias, a saber, la mercurial y la venusiana —por no llamarla venérea—, den un producto de fusión, ni de síntesis, ni de armonía de ambas, puesto que el fruto de todo amor sexual solo perpetúa una de las dos esencias, de ningún modo ambas en un mismo individuo. Lo que se genera y se continúa por herencia hasta el fin de los siglos es la esencia hermes, con la carencia consciente de la aprhodites, o viceversa, es la alternante serie de dos esencias, en cada una de las cuales lo esencial es siempre la nostalgia de la otra. (Véase Abel Martín: «De la esencial heterogeneidad del ser»).

XL

A manos de su antojo el tonto muere.

Me parece que es el maestro fray Luis quien dice esto en su magnífica traducción del libro de Job. ¿Qué opina el oyente de esta sentencia?

—Eso —respondió el oyente— no está mal.

—¿…?

—Quiero decir que no estaría mal.

* * *

(Sobre la paternidad calderoniana del Don Juan, de Tirso).

Recordad que «Tirso» da a su Comendador, el de su famosa comedia El burlador de Sevilla, una muerte perfectamente calderoniana. Cuando Don Juan, tras su breve faena con doña Ana de Ulloa, pregunta:

¿Quién está ahí?

responde don Gonzalo, definiéndose como víctima del deshonor de su hija:

La barbacana caída
de la torre de mi honor,
que echaste en tierra, traidor,
donde era alcaide la vida.

Herido por la espada de Don Juan, todavía dialoga con este. Ya solo y en tierra, cuando Don Juan y Catalinón han huido, muere razonando:

La sangre fría
con el furor aumentaste.
Muerto soy; no hay bien que aguarde.
Seguirate mi furor;
que eres traidor, y el traidor
es traidor porque es cobarde.

La verdad es —añadió Mairena— que todos estos versos, de insuperable barroquismo retórico, son tan calderonianos que nosotros, sin más averiguaciones, no vacilamos en atribuírselos al propio Calderón de la Barca. Y si alguien nos prueba que fue Tirso quien los escribió, nosotros sostendremos impertérritos, recordando a los médicos del Zadig volteriano, que fue Calderón quien debió escribirlos.

* * *

Vamos a otra cosa. Recordad estos versos con que termina Clotaldo, en La vida es sueño, una extensa admonición a Rosaura y a Clarín, sorprendidos en la torre de Segismundo:

Rendid las armas y vidas,
o aquesta pistola, áspid
de metal, escupirá
el veneno penetrante
de dos balas, cuyo fuego
será escándalo del aire.

Un refundidor de nuestros días hubiera dicho: «¡Arriba las manos!» o «¡Al que se mueva, lo abraso!», creyendo haber enmendado la plana a Calderón y que su pistola de teatro era más temible y más eficaz que la del viejo cancerbero calderoniano. Sobre esto habría mucho que hablar. Porque el Clotaldo de Calderón parece estar tan seguro de su retórica como de su pistola. Y aquello de que va a ser el aire lo que se escandalice… ¡Ojo a Clotaldo! Porque el perfecto pistolero es el que, como Clotaldo, no necesita disparar.

* * *

De todas las máquinas que ha construido el hombre, la más interesante es, a mi juicio, el reloj, artefacto específicamente humano, que la mera animalidad no hubiera inventado nunca. El llamado homo faber no sería realmente homo, si no hubiera fabricado relojes. Y en verdad, tampoco importa mucho que los fabrique; basta con que los use; menos todavía: basta con que los necesite. Porque el hombre es el animal que mide su tiempo.

* * *

Sí; el hombre es el animal que usa relojes. Mi maestro paró el suyo —uno de plata que llevaba siempre consigo—, poco antes de morir, convencido de que en la vida eterna a que aspiraba no había de servirle de mucho, y en la Nada, donde acaso iba a sumergirse, de mucho menos todavía. Convencido también —y esto era lo que más le entristecía— de que el hombre no hubiera inventado el reloj si no creyera en la muerte.

* * *

El reloj es, en efecto, una prueba indirecta de la creencia del hombre en su mortalidad. Porque solo un tiempo finito puede medirse. Esto parece evidente. Nosotros, sin embargo, hemos de preguntarnos todavía para qué mide el hombre el breve tiempo de que dispone. Porque sabemos que lo puede medir; pero ¿para qué lo mide? No digamos que lo mide para aprovecharlo, disponiendo en orden la actividad que lo llena. Porque esto sería una explicación utilitarista que a nosotros, filósofos, nada nos explica. Si lo mide, en efecto, para aprovecharlo, ¿para qué lo aprovecha? Pregunta que sigue llevando implícito el «¿Para qué lo mide?» incontestado. A mi juicio, le guía una ilusión vieja como el mundo: la creencia de Zenón de Elea en la infinitud de lo finito por su infinita divisibilidad. Ni Aquiles, el de los pies ligeros, alcanzará nunca a la tortuga, ni una hora bien contada se acabaría nunca de contar. Desde nuestro punto de mira, siempre metafísico, el reloj es un instrumento de sofística como otro cualquiera. Procurad desarrollar este tema con toda la minuciosidad y toda la pesadez de que seáis capaces.

* * *

Como remate, no ya decorativo, sino lógico, del edificio cósmico definía mi maestro al dios aristotélico. «Es un dios lógico por excelencia. ¡Y qué cosa tan absurda —añadía— es la lógica!». Visto desde abajo, ese dios aristotélico es la quietud que todo lo mueve, o, si os place, la gran quietud a que aspira todo lo que se mueve. Y si preguntáis por qué ese dios que engendra el movimiento por su contacto con el mundo, con la esfera superior de las estrellas fijas, no se mueve a su vez, contestamos: Todo acaba, en cierto modo, allí donde empieza; de suerte que más allá del comienzo del movimiento está la quietud, y a la quietud no hay quien la mueva, porque cesaría ipso facto de ser quietud. En suma, que el dios aristotélico no se mueve porque no hay quien lo atraiga o le empuje, y no es cosa de que él se empuje o se atraiga a sí mismo. ¿En qué consiste entonces su quieta actividad? En pensamiento puro, en pura inteligencia: inteligencia de la inteligencia —noésis noéseos. Dicho de otro modo: Nosotros lo pensamos todo hasta llegar a Dios; en él acaba, porque en él empieza nuestra actividad pensante. Y arriba está Dios pensándose a sí mismo. En verdad, no parece que le quede otro recurso. Todo esto es perfectamente lógico. La lógica es —añadía mi maestro— la gran rueda de molino con que comulga la Humanidad entera a través de los siglos.

* * *

Las voces interjectivas —palabrotas, tacos y reniegos que truenan superabundantes en el discurso de algunos de nuestros compatriotas— no son, en modo alguno, como las voces expletivas de que aparece empedrada la prosa de los griegos: ni mojones o hitos que acotan y limitan el pensar, ni elementos eufónicos del lenguaje, ni gonces lógicos sobre los cuales pueda girar el discurso, ni agujas para cambiarle de vía. Son más bien válvulas de escape de un motor de explosión. Ejemplo: «Porque yo, ¡canastos!, con la impresión, ¡pucheta!, dije: ¡Concho! ¿Qué silletero asco de materia fecal es esto? ¡¡¡Redieeez!!!».

Cuando estudiemos más despacio estos fenómenos de la lengua viva, nos habremos apartado bastante de la literatura; pero no mucho, como acaso penséis, de la poética.

XLI

Uno de los signos que más acusan cambio de clima espiritual es la constante degradación de lo cómico y su concomitante embrutecimiento de la risa. La verdad es que nunca ha habido en el mundo, como hay en nuestros días, tantas gentes que parezcan rebuznar cuando ríen.

* * *

Mas todo será para bien, como dicen los progresistas. La risa asnal es clara revelación de una comicidad absurda, en vísperas de desaparecer. Porque, bien mirado, o, mejor, bien oído, nada hay más triste, y hasta, en cierto sentido, más apocalíptico que el rebuzno.

* * *

Lo clásico en el tablado flamenco es el jaleador, que recuerda al coro de la tragedia antigua, al llenar los silencios de la copla y de la guitarra con su «¡Pobrecito!» o su «¡Hay que quererla!». Pero es mucho más sobrio, y contrasta por lo piadoso y afectivo —este coro flamenco y reducido—, con aquel terrible y a veces superfluo jaleador del infortunio clásico: «¿Adónde irás, Edipo?»… «Ahora sí que te han jorobado, Agamenón», etc. Y es difícil, digámoslo también, que podamos gustar de la tragedia griega sin olvidar un poco el fondo sádico que nosotros, hombres modernos, hemos descubierto —o imaginado— en la compasión.

* * *

Leyendo a Nietzsche, decía mi maestro Abel Martín —sigue hablando Mairena a sus alumnos—, se diría que es el Cristo quien nos ha envenenado. Y bien pudiera ser lo contrario —añadía—: que hayamos nosotros envenenado al Cristo en nuestras almas.

* * *

Los alemanes, grandes pensadores, portentosos metafísicos y medianos psicólogos —aunque sepan más Psicología que nadie—, nos deben una reivindicación de la esencia cristiana. Y seguramente nos la darán. Pero al Cristo no lo entenderán nunca, como nuestro gran don Miguel de Unamuno.

* * *

El cinematógrafo, decía mi maestro, aplicando el ascua a la sardina de su metafísica, es un invento de Satanás para aburrir al género humano. Él nos muestra la gran ñoñez estética de un mundo esencialmente cinético, dentro del cual el hombre, cumbre de la animalidad, revela, bajo su apariencia de semoviente, su calidad de mero proyectil. Porque ese hombre que corre desaforado por una calle, trepa a un palo del telégrafo o aparece en el alero del tejado, para zambullirse después en un pozo, acaba por aburrirnos tanto como una bola de billar rebotando en las bandas de una mesa. Mientras ese hombre no se pare —pensamos—, no sabremos de él nada interesante.

* * *

Sin embargo, al cinematógrafo, que tiene tanto de arte bello como la escritura, o la imprenta, o el telégrafo, es decir, no mucho, y muchísimo, en cambio, de vehículo de cultura y de medio para su difusión, hay que exigirle, como a la fotografía, que nos deje enfrente de los objetos reales, sin añadirles más que el movimiento, cuando lo tienen, reproducido con la mayor exactitud posible. Porque solo el objeto real, inagotable para quien sepa mirarlo, puede interesarnos en fotografía. Y ya es bastante que podamos ver en Chipiona las cataratas del Niágara, los barcos del canal de Suez, la pesca del atún en las almadrabas de Huelva. Fotografiar fantasmas compuestos en un taller de cineastas es algo perfectamente estúpido. El único modo de que no podamos imaginar lo imaginario es que nos lo den en fotografía, a la par de los objetos reales que percibimos. El niño sueña con las figuras de un cuento de hadas, a condición de que sea él quién las imagine, que tenga, al menos, algo que imaginar en ellas. Y el hombre, también. Un fantasma fotografiado no es más interesante que una cafetera. En general, la cinematografía orientada hacia la novela, el cuento o el teatro es profundamente antipedagógica. Ella contribuirá a entontecer el mundo, preparando nuevas generaciones que no sepan ver ni soñar. Cuando haya en Europa dictadores con sentido común, se llenarán los presidios de cineastas. (Esto era un decir, claro está, de Juan de Mairena para impresionar a sus alumnos).

* * *

(De política).

Recordemos otra vez el consejo maquiavélico, que olvidó Maquiavelo: «Procura que tu enemigo no tenga nunca razón. Que no la tenga contra ti. Porque el hombre es el animal que pelea con la razón; quiero decir que embiste con ella. Te libre Dios de tarascada de bruto cargado de razón».

* * *

¿Qué hubiera pensado Juan de Mairena de esta segunda República —hoy agonizante—, que no aparece en ninguna de sus profecías? Él hubiera dicho, cuando se inauguraba: ¡Ojo al sedicente republicanismo histórico, ese fantasma de la primera República! Porque los enemigos de esta segunda habrán de utilizarlo, como los griegos utilizaron aquel caballo de madera, en cuyo hueco vientre penetraron en Troya los que habían de abrir sus puertas y adueñarse de su ciudadela. Y perdonadme el empleo de un símil tan poco exacto, porque este caballo de nuestros días a que aludo no es tan de madera que no haya necesidad de echarle de comer antes y después de tomada la fortaleza.

* * *

(Juan de Mairena y el 98. Valle-Inclán).

Juan de Mairena conoció a Valle-Inclán hacia el año 95; escuchó de sus labios el relato de sus andanzas en Méjico, y fue uno de los tres compradores de su primer libro, Femeninas. «La verdad es —decía Mairena a sus amigos— que este hombre parece muy capaz de haber realizado todas las proezas y valentías que se atribuye. Que tiene el don de mando no puede dudarse. Si no fue nombrado —como él nos cuenta— Mayor honorario del Ejército de Tierra Caliente, culpa habrá sido de los mejicanos; porque no hubo nunca mejor madera de capitanes que la suya. Sin embargo, lo propio de este hombre, más que el heroísmo guerrero, es la santidad, el afán de ennoblecer su vida, su ardiente anhelo de salvación. Él ha querido acaso salvarse por la espada; se salvará por la pluma. Valle-Inclán será el santo de nuestras letras».

Un santo de las letras, en efecto, fue Valle-Inclán, el hombre que sacrifica su humanidad y la convierte en buena literatura, la más excelente que pudo imaginar. Hemos de leer y estudiar sus libros y admirar muchas de sus páginas incomparables. En cuanto al autor de estos libros, que, más que Valle-Inclán mismo, fue una invención del propio Valle-Inclán, lo encontraremos también en las páginas de estos libros. Y del buen D. Ramón del Valle, el amigo querido, siempre maestro, digamos que fue también el que quiso ser: un caballero sin mendiguez ni envidia. Olvidemos un poco la copiosa anecdótica de su vida, para anotar un rasgo muy elegante y, a mi entender, profundamente religioso de su muerte: la orden fulminante que dio a los suyos para que lo enterraran civilmente. ¡Qué pocos lo esperaban! Allá, en la admirable Compostela, con su catedral y su cabildo, y su arzobispo, y el botafumeiro. ¡Qué escenario tan magnífico para el entierro de Bradomín! Pero Valle-Inclán, el santo inventor de Bradomín, se debía a la verdad antes que a los inventos de su fantasía. Y aquellas sus últimas palabras a la muerte, con aquella impaciencia de poeta y de capitán: «¡Cuánto tarda esto!». ¡Oh, qué bien estuvo don Ramón en el trago supremo a que aludía Manrique!

XLII

La verdad es —decía Juan de Mairena a sus alumnos— que la visión de lo pasado, que llamamos recuerdo, es tan inexplicable como la visión de lo por venir, que llamamos profecía, adivinación o vaticinio. Porque no está probado, ni mucho menos, que nuestro cerebro conserve huellas de las impresiones recibidas dotadas de la virtud milagrosa de reproducir o actualizar las imágenes pretéritas. Y aunque concediéramos la existencia de las tales huellas, dotadas de la antedicha virtud, siempre nos encontraríamos con que el recuerdo nos plantea el mismo problema que la percepción; un problema no resuelto por nadie hasta la fecha, como ya explicamos en otra ocasión. De modo que si el recordar no nos asombra, tampoco debe asombrarnos demasiado esa visión del futuro que algunos dicen poseer. En ambos casos se trata de lo inexplicado, acaso inexplicable. Claro es que yo os aconsejo que os asombréis de las tres cosas, a saber: recuerdo, percepción y vaticinio, sin preferencia por ninguna de las tres. De este modo ganaréis en docta ignorancia, mejor diré, en ignorancia admirativa, cuanto perdáis en saber ficticio o inseguro.

* * *

Aunque el mundo se ponga cada día más interesante —y conste que yo no lo afirmo—, nosotros envejecemos y vamos echando la llave a nuestra capacidad de simpatía, cerrando el grifo de nuestros entusiasmos. Podemos ser injustos con nuestro tiempo, por lo menos en la segunda mitad de nuestra vida, que casi siempre vivimos recordando la primera. Esto se dice, y es una verdad, aunque no absoluta. Porque no siempre el tiempo que plenamente vivimos coincide con nuestra juventud. Lo corriente es que vayamos de jóvenes a viejos; como si dijéramos, de galán a barba; pero lo contrario no es demasiado insólito. Porque en mucho viejo que se tiñe las canas abunda el joven a quien se puso la peluca antes de tiempo. Y es que la juventud y vejez son a veces papeles que reparte la vida y que no siempre coinciden con nuestra vocación.

* * *

Preguntadlo todo, como hacen los niños. ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? ¿Por qué lo de más allá? En España no se dialoga porque nadie pregunta, como no sea para responderse a sí mismo. Todos queremos estar de vuelta, sin haber ido a ninguna parte. Somos esencialmente paletos. Vosotros preguntad siempre, sin que os detenga ni siquiera el aparente absurdo de vuestras interrogaciones. Veréis que el absurdo es casi siempre una especialidad de las respuestas.

… Porque yo no olvido nunca, señores, que soy un profesor de Retórica, cuya misión no es formar oradores, sino, por el contrario, hombres que hablen bien siempre que tengan algo bueno que decir, de ningún modo he de enseñaros a decorar, la vaciedad de vuestro pensamiento.

* * *

Procurad, sobre todo, que no se os muera la lengua viva, que es el gran peligro de las aulas. De escribir no se hable por ahora. Eso vendrá más tarde. Porque no todo merece fijarse en el papel. Ni es conveniente que pueda decirse de vosotros: Muchas ñoñeces dicen; pero ¡qué bien las redactan!

* * *

Meditad preferentemente sobre las frases más vulgares, que suelen ser las más ricas de contenido. Reparad en esta, tan cordial y benévola: «Me alegro de verte bueno». Y en esta, de carácter metafísico: «¿Adónde vamos a parar?». Y en estotra, tan ingenuamente blasfematoria: «Por allí nos espere muchos años». Habéis de ahondar en las frases hechas antes de pretender hacer otras mejores.

* * *

Es seguro que Aquiles, el de los pies ligeros, no alcanzaría fácilmente a la tortuga, si solo se propusiera alcanzarla, sin permitirse el lujo de saltársela a la torera. Enunciado en esta forma, el sofisma eleático es una verdad incontrovertible. El paso con que Aquiles pretende alcanzar, al fin, a la tortuga no tiene en nuestra hipótesis mayor longitud que la del espacio intermedio entre Aquiles y la tortuga. Y como, por rápido que sea este paso, no puede ser instantáneo sino que Aquiles invertirá en darlo un tiempo determinado, durante el cual la tortuga, por muy lenta que sea su marcha, habrá siempre avanzado algo, es evidente que el de los pies ligeros no alcanzará al perezoso reptil marino y que continuará persiguiéndolo con pasos cada vez más diminutos, y, si queréis, más rápidos, pero nunca suficientes. De modo que el sofisma eleático puede enunciarse en la forma más lógica y extravagante: «Aquiles puede adelantar a la tortuga sin el menor esfuerzo; alcanzarla, nunca». Veamos ahora, señor Martínez, en qué consiste lo sofístico de este razonamiento.

—En suponer —observó Martínez— que Aquiles, al encontrarse en A y la tortuga en B, daría el paso AB y no el paso AC, un poquito mayor, con el cual alcanzaría a la tortuga, sin adelantarla, si calculaba exactamente el tiempo que invierte la tortuga en ir de B a C.

—¿Qué piensa el oyente?

—Que la objeción parece irrefutable. Sin embargo, el cálculo de Aquiles es de una realización también problemática. Porque el paso de la tortuga es un asunto privativo de la tortuga, y no hay razón alguna para que sea de una longitud conocida por Aquiles, antes de realizarse. Si, por cansancio o por capricho, la tortuga amengua el paso, Aquiles la adelanta; si lo acelera, no la alcanza. De modo que Aquiles podrá alcanzar a la tortuga por un azar, nada probable; por cálculo, nunca.

—No está mal. Las objeciones a ese razonamiento nos llevarían muy lejos —observó Mairena, no sabemos si porque tenía algo que objetar demasiado sutil o por conservar su prestigio de profesor—. Vamos ahora a nuestro sofisma del reloj. Una hora bien contada no se acabaría nunca de contar. Si el tiempo es algo relativo a la conciencia o, como dijo Aristóteles, no habría tiempo sin una conciencia capaz de contar movimientos —supongamos aquí los vaivenes de un péndulo—, y estos pueden ser de una frecuencia, teóricamente al menos, infinita, es evidente que no acabaríamos nunca de contarlos, y la hora, o el minuto, o la millonésima de segundo que los contiene sería algo muy parecido a la eternidad.

—Pero la hora —observó Martínez— será siempre una hora: el tiempo que tarda el minutero en recorrer la totalidad de la esfera de nuestros relojes, que es el mismo que invierte el segundero en recorrer la suya sesenta veces, y el mismo que invertiría…

—Conforme, señor Martínez. Pero vamos a lo que íbamos. Nuestro sofisma puede serlo en el peor sentido de la palabra. Pero lo que yo pretendo poner de resalto es el carácter interesado, tendencioso, de este sofisma en cuanto va implícito, a mi juicio, en la invención y en el uso de nuestros relojes. Convencido el hombre de la brevedad de sus días, piensa que podría alargarlos por la vía infinitesimal, y que la infinita divisibilidad del espacio, aplicada al tiempo, abriría una brecha por donde vislumbrar la eternidad.

* * *

Pero dejemos a los relojes, instrumentos de sofística que pretenden complicar el tiempo con la matemática. En cuanto poetas, deleitantes de la poesía, aprendices de ruiseñor, ¿qué sabemos nosotros de la matemática? Muy poco. Y lo poco que sabemos nos sobra. Ni siquiera han de ser nuestros versos sílabas contadas, como en Berceo, ni hemos de medirlos, para no irritar a los plectros juveniles. Y en cuanto metafísicos —he aquí lo que nosotros quisiéramos ser—, en nada hemos de aprovechar la matemática, porque nada de lo que es puede contarse ni medirse. Nuestros relojes nada tienen que ver con nuestro tiempo, realidad última de carácter psíquico, que tampoco se cuenta ni se mide. Cierto que nuestros relojes pueden ñoñificárnosla —perdonadme el vocablo— hasta hacérnosla pensar como una trivial impaciencia por que suene el tac, cuando ha sonado el tic. Pero esto es más bien una ilusión que nosotros pensamos que se hacen los relojes, y que carece en absoluto de fundamento.

XLIII

A última hora, decía mi maestro —sigue hablando Mairena a sus alumnos—, arte, ciencia, religión, todo ha de aparecer ante el Tribunal de la lógica. Por eso nosotros queremos reforzar la nuestra —tal es uno de los sentidos de nuestra sofística—, sometiéndola a toda suerte de pruebas ante el Tribunal de sí misma. Esta posición no la hemos descubierto nosotros, sino los antiguos griegos, porque, como alguien ha dicho con supremo acierto, Dios hizo a los antiguos griegos para que podamos comer los profesores del porvenir.

* * *

En la gran ruleta de los hechos es difícil acertar, y quien juega suele salir desplumado. En la rueda más pequeñita de las razones, con unas cuantas preguntas se hace saltar la banca de las respuestas. Por eso —añadía mi maestro— damos nosotros tanta importancia a las preguntas. En verdad, esa es la moneda que vuelve siempre a nuestra mano. Nuestro problema es averiguar si esa moneda puede a última hora servirnos de algo.

* * *

El éter, señores, es una palabra, o si queréis un concepto, que han adoptado los físicos para explicarse algunas cosas inexplicables en nuestro gran universo. Si algún día descubrimos que el éter no existe, no por ello será el éter completamente jubilado. Porque el éter será siempre algo, aunque solo sea en nuestro pensamiento, pues todo cuanto puede pensarse, y ha sido pensado alguna vez, es de alguna manera y necesita una palabra que lo miente. Volveremos a hablar del vacío, como el viejo Demócrito, y los oradores, aludiendo al vacío que más cerca les toca, hablarán del éter más o menos imponderable, más o menos vibrante, más o menos luminoso, del propio pensamiento.

* * *

Se dice —y yo lo creo— que Kant dio una gran lanzada a la metafísica de escuela, a la metafísica dogmática, con su Crítica de la razón pura, demostrando, o pretendiendo demostrar, que no hay conocimiento sin intuición, ni intuición que sea puramente intelectiva. Sin embargo, después de Kant surgen las metafísicas más desaforadas e hiperbólicas (Fichte, Schelling, Hegel), y todas ellas parten de interpretaciones del kantismo unilaterales e incompletas, cada una de las cuales pretende ser la buena. Y es que acaso los grandes filósofos (Platón, Cartesio, Kant, etc.) no han sido íntegramente comprendidos por nadie, ni siquiera por ellos mismos. Después, otro filósofo, Schopenhauer —el que llamó a su compadre Hegel repugnante filosofastro—, crea una ingente metafísica, que arranca también, y acaso más que ninguna otra, de una interpretación del kantismo. En nuestros días —Mairena alude a los suyos— hay una escuela de neokantianos o tornakantianos cuya especialidad es comprender a Kant mejor que Kant se comprendía a sí mismo. Lo que no es —digámoslo de paso— ningún propósito absurdo.

* * *

Esto que os digo no puede ir en descrédito, sino en loor del pensamiento filosófico, capaz de fecundar a través del tiempo la heroica y tenaz incomprensión de los hombres. Que después de veintitrés siglos haya quien dicte lecciones de platonismo al mismo Platón, no dice nada en contra, y sí mucho en favor, de Platón y de la filosofía. Mas yo quisiera —y esto es otra cosa— apartaros del respeto supersticioso, de la servidumbre a la letra en filosofía, sobre todo cuando pueda cohibir vuestra espontaneidad metafísica, sin la cual claro es que no iréis a ninguna parte.

* * *

Toda incomprensión es fecunda, como os he dicho muchas veces, siempre que vaya acompañada de un deseo de comprender. Porque en el camino de lo incomprendido comprendemos siempre algo importante, aunque solo sea que incomprendiamos profundamente otra cosa que creíamos comprender. Meditando sobre la cuarta dimensión del espacio, llegué yo a dudar de las otras tres, a descubrir que el espacio en que yo pensaba, un gran vacío de toda materia, la nada primigenia anterior a todo cuerpo y a toda forma geométrica imaginable, no podía tener ninguna dimensión. El día que comprenda —pensaba yo— que ese espacio pueda tener tres dimensiones, ¿por qué no comprender que tenga cuatro?

* * *

Ya en el terreno de las confesiones filosóficas, he de deciros que la llamada tan pomposa como inexactamente revolución copernicana, atribuida al pensamiento kantaniano, a saber, que nuestros conocimientos no se rigen por las cosas y acomodan a ellas, sino que, por el contrario, son las cosas las que se acomodan a nuestra facultad de conocer, me pareció siempre una ocurrencia maravillosa para saltarse a la torera y dejar intacto el problema del conocimiento. Me recuerda —la tal ocurrencia, digo— esas anécdotas de la Historia perfectamente gedeónicas, como lo del nudo gordoniano, el huevo de Colón… Lo más parecido, aunque también de sentido inverso, es el milagro de Mahoma con la montaña. Reparad en que lo uno puede ser a la filosofía lo que lo otro es a la taumaturgia: una ocurrencia —digámoslo con toda salvedad de distancias— de monsieur de la Palisse, o del celebérrimo barón germánico, que se tiraba de las orejas para salirse del tremedal.

* * *

(Sobre Bécquer).

La poesía de Bécquer —sigue hablando Mairena a sus alumnos—, tan clara y trasparente, donde todo aparece escrito para ser entendido, tiene su encanto, sin embargo, al margen de la lógica. Es palabra en el tiempo, el tiempo psíquico irreversible, en el cual nada se infiere ni se deduce. En su discurso rige un principio de contradicción propiamente dicho: sí, pero no; volverán, pero no volverán. ¡Qué lejos estamos, en el alma de Bécquer, de esa terrible máquina de silogismos que funciona bajo la espesa y enmarañada imaginería de aquellos ilustres barrocos de su tierra! ¿Un sevillano Bécquer? Sí; pero a la manera de Velázquez, enjaulador, encantador del tiempo. Ya hablaremos de eso otro día. Recordemos hoy a Gustavo Adolfo, el de las rimas pobres, la asonancia indefinida y los cuatro verbos por cada adjetivo definidor. Alguien ha dicho, con indudable acierto: «Bécquer, un acordeón tocado por un ángel». Conforme: el ángel de la verdadera poesía.

* * *

(Sobre el tiempo local).

Leyendo lo que hoy se escribe sobre la moderna teoría de la relatividad, hubiera dicho Mairena: «¡Qué manera tan elegante de suspenderle el reloj a la propia divinidad!». La verdad es que un dios que no fuese, como el de mi maestro, la ubicuidad misma, ¡qué pifias tan irremediables no cometería al juzgar el orden de los acontecimientos!

XLIV

En todo cambio hay algo que permanece, es decir, que no cambia. Esto es lo que solemos llamar substancia. Pero si no hay más cambio que los cambios de lugar o movimientos, tendríamos que decir: en todo movimiento hay algo que no se mueve: substancia es lo inmóvil en el movimiento. Esta proposición es en sí misma contradictoria, y tanto más contradictoria nos aparecerá cuanto más lógicamente la expresemos: substancia es todo lo que al cambiar de lugar no cambia de lugar, todo lo que al moverse no se mueve. Claro es que los hombres de ciencia se reirán de estas lucubraciones nuestras; porque ellos han licenciado la substancia y se han quedado con el movimiento. Para ellos no hay inconveniente en pensar el movimiento sin pensar en algo que se mueva. Porque lo que ellos dicen: si hay una entidad subsistente o subestante y no la conocemos, es como si no existiera, y no hemos de predicar de ella ni el movimiento ni el reposo; mucho menos en el caso de que la tal entidad no exista. Queda, pues, jubilada la substancia y, consecuentemente, el movimiento de la substancia. Pero nos quedamos con el movimiento, un movimiento puro, puro de toda substancial; un movimiento en que nada se mueve, ni la nada misma. ¡Oh, la nada, naturalmente, menos que nada!

* * *

Dejemos para otro día el examen de la definición que hacía mi maestro de la substancia: «Substancia es aquello que si se moviera no podría cambiar, y porque cambia constantemente, lo encontramos siempre en el mismo sitio».

* * *

Descansemos un poco de nuestra actividad racionante, que es, en último término, un análisis corrosivo de las palabras. Hemos de vivir en un mundo sustentado sobre unas cuantas palabras, y si las destruimos, tendremos que substituirlas por otras. Ellas son los verdaderos atlas del mundo; si una de ellas nos falla antes de tiempo, nuestro universo se arruina.

* * *

La inseguridad, la incertidumbre, la desconfianza, son acaso nuestras únicas verdades. Hay que aferrarse a ellas. No sabemos si el sol ha de salir mañana como ha salido hoy, ni en caso de que salga, si saldrá por el mismo sitio, porque en verdad tampoco podemos precisar ese sitio con exactitud astronómica, suponiendo que exista un sitio por donde el sol haya salido alguna vez. En último caso, aunque penséis que estas dudas son, de puro racionales, pura pedantería, siempre admitiréis que podamos dudar de que el sol salga mañana para nosotros. La inseguridad es nuestra madre; nuestra musa es la desconfianza. Si damos en poetas es porque, convencidos de esto, pensamos que hay algo que va con nosotros digno de cantarse. O si os place, mejor, porque sabemos qué males queremos espantar con nuestros cantos.

* * *

Sin embargo, nosotros hemos de preguntarnos todavía, en previsión de preguntas que pudieran hacérsenos, si al declararnos afectados por inquietudes metafísicas adoptamos una posición realmente sincera. Y nos hacemos esta pregunta para contestarla con un sencillo encogimiento de hombros. Si esta pregunta tuviera algún sentido, tendríamos que hacer de ella un uso, por su extensión, inmoderado. ¿Será cierto que usted, ajedrecista, pierde el sueño por averiguar cuántos saltos puede dar un caballo en un tablero sin tropezar con una torre? ¿Será cierto que a usted, cantor de los lirios del prado, nada le dice el olor de la salchicha frita? ¿Hasta dónde llegaríamos por el camino de estas preguntas? Por debajo de ellas, en verdad, ya cuando se nos hacen, ya cuando nosotros mismos nos las formulamos, hay un fondo cazurro y perverso: la sospecha, y, casi me atreveré a decir, el deseo de que la verdad humana —lo sincero— sea siempre lo más vil, lo más ramplón y zapatero.

* * *

Pero nosotros nos inclinamos más bien a creer en la dignidad del hombre, y a pensar que es lo más noble en él el más íntimo y potente resorte de su conducta. Porque esta misma desconfianza de su propio destino y esta incertidumbre de su pensamiento, de que carecen acaso otros animales, van en el hombre unidas a una voluntad de vivir que no es un deseo de perseverar en su propio ser, sino más bien de mejorarlo. El hombre es el único animal que quiere salvarse, sin confiar para ello en el curso de la Naturaleza. Todas las potencias de su espíritu tienden a ello, se enderezan a este fin. El hombre quiere ser otro. He aquí lo específicamente humano. Aunque su propia lógica y natural sofística lo encierren en la más estrecha concepción solipsística, su mónada solitaria no es nunca pensada como autosuficiente, sino como nostálgica de lo otro, paciente de una incurable alteridad. Si lográsemos reconstruir la metafísica de un chimpancé o de algún otro más elevado antropoide, ayudándole cariñosamente a formularla, nos encontraríamos con que era esto lo que le faltaba para igualar al hombre: una esencial disconformidad consigo mismo que lo impulse a desear ser otro del que es, aunque, de acuerdo con el hombre, aspire a mejorar la condición de su propia vida: alimento, habitación más o menos arbórea, etc. Reparad en que, como decía mi maestro, solo el pensamiento del hombre, a juzgar por su misma conducta, ha alcanzado esa categoría supralógica del deber ser o tener que ser lo que no se es, o esa idea del bien que el divino Platón encarama sobre la del ser mismo y de la cual afirma con profunda verdad que no hay copia en este bajo mundo. En todo lo demás no parece que haya en el hombre nada esencial que lo diferencie de los otros primates (véase Abel Martín: «De la esencial heterogeneidad del ser»).

* * *

Otra vez quiero recordaros lo que tantas veces os he dicho: no toméis demasiado en serio nada de cuanto oís de mis labios, porque yo no me creo en posesión de ninguna verdad que pueda revelaros. Tampoco penséis que pretendo enseñaros a desconfiar de vuestro propio pensamiento, sino que me limito a mostraros la desconfianza que tengo del mío. No reparéis en el tono de convicción con que a veces os hablo, que es una exigencia del lenguaje meramente retórica o gramatical, ni en la manera algo cavalière o poco respetuosa que advertiréis alguna vez en mis palabras cuando aludo, siempre de pasada, a los más engreídos pensadores. Resabios son estos de viejo ateneísta, en el más provinciano sentido de la palabra. En ello habéis de seguirme menos que en nada.

* * *

Y dicho esto, paso a deciros otra cosa. El árbol de la cultura, más o menos frondoso, en cuyas ramas más altas acaso un día os encaraméis, no tiene más savia que nuestra propia sangre, y sus raíces no habéis de hallarlas sino por azar en las aulas de nuestras escuelas, academias, universidades, etc. Y no os digo esto para curaros anticipadamente de la solemne tristeza de las aulas que algún día pudiera aquejaros, aconsejándoos que no entréis en ellas. Porque no pienso yo que la cultura, y mucho menos la sabiduría, haya de ser necesariamente alegre y cosa de juego. Es muy posible que los niños, en quienes el juego parece ser la actividad más espontánea, no aprendan nada jugando; ni siquiera a jugar.

* * *

Nunca os jactéis de autodidactos, os repito, porque es poco lo que se puede aprender sin auxilio ajeno. No olvidéis, sin embargo, que este poco es importante y que además nadie os lo puede enseñar.

* * *

Zapatero, a tu zapato, os dirán. Vosotros preguntad: «¿Y cuál es mi zapato?». Y para evitar confusiones lamentables, ¿querría usted decirme cuál es el suyo?

* * *

Sobre la claridad he de deciros que debe ser vuestra más vehemente aspiración. El solo intento de sacar al sol vuestra propia tiniebla es ya plausible. Luego, como dicen en Aragón: ¡Veremos!

XLV

(El gabán de Mairena).

Juan de Mairena usaba en los días más crudos del invierno un gabán bastante ramplón, que él solía llamar la venganza catalana, porque era de esa tela, fabricada en Cataluña, que pesa mucho y abriga poco. «La especialidad de este abrigo —decía Mairena a sus alumnos— consiste en que, cuando alguna vez se le cepilla para quitarle el polvo, le sale más polvo del que se le quita, ya porque sea su paño naturalmente ávido de materias terrosas y las haya absorbido en demasía, ya porque estas se encuentren originariamente complicadas con el tejido. Acaso también porque no sea yo ningún maestro en el manejo del cepillo. Lo cierto es que yo he meditado mucho sobre el problema de la conservación y aseo de este gabán y de otros semejantes, hasta imaginar una máquina extractora de polvo, mixta de cepillo y cantárida, que aplicar a los paños. Mi aparato fracasó lamentablemente por lo que suelen fracasar los inventos para remediar las cosas decididamente mal hechas: porque la adquisición de otras de mejor calidad es siempre de menor coste que tales inventos. Además —todo hay que decirlo— mi aparato extractor extraía, en efecto, el polvo de la tela; pero la destruía al mismo tiempo, la hacía —literalmente— polvo.

»Pero voy a lo que iba, señores. Con este gabán que uso y padezco alegorizo yo algo de lo que llamamos cultura, que a muchos pesa más que abriga y que, no obstante, celosamente quisiéramos defender de quienes, porque andan a cuerpo de ella, pensamos que pretenden arrebatárnosla. ¡Bah! Por mi parte, en cuanto poseedor de semejante indumento, no temo al atraco que me despoje de él, ni pienso que nadie me dispute el privilegio de usarlo hasta el fin de mis días».

* * *

«Como estas ciencias —la Matemática y la Física— están dadas realmente, puede preguntarse sobre ellas: ¿Cómo son posibles? Pues que tienen que ser posibles queda demostrado por su misma realidad». (Kant: Crítica de la razón pura). Claro que si alguien dudase —añadía Mairena— de la realidad de estas ciencias, de que estas ciencias estén realmente dadas, dadas como tales ciencias o conocimientos verdaderos de algo, es su realidad lo que habría que demostrarle, antes de pasar a explicarle cómo son las tales ciencias posibles, si es que esta última cuestión no se consideraba ya superflua. De otro modo, ¿cómo es posible que nadie haya dudado nunca de nada? La verdad es que si hay tautología, como yo creo, en el pensamiento kantiano, esta puede cohonestarse por la fe, como todas las grandes tautologías que han hecho época. Lo cierto es que Kant creía en la ciencia fisicomatemática como, casi seguramente, San Anselmo creía en Dios. No es menos cierto que cabe dudar de lo uno y de lo otro. (De los Apuntes inéditos de Juan de Mairena).

* * *

Sobre la Pedagogía decía Juan de Mairena en sus momentos de mal humor: «Un pedagogo hubo; se llamaba Herodes».

* * *

Es el político, señores, el hombre capaz de resbalar más veces en la misma baldosa, el hombre que no escarmienta nunca en cabeza propia. ¡Demonios!

* * *

Contra los progresistas y su ingenua fe en un mañana mejor descubrió Carnot la segunda ley de la termodinámica. O acaso fueron los progresistas quienes para consolarnos de ella decidieron hacernos creer que todo será para bien, como si el universo entero caminase hacia una inevitable edad de oro. De todos modos, he aquí la gran contradicción, alma de nuestro siglo —Mairena alude al suyo—, tan elegiaco como lleno de buenas esperanzas.

* * *

Que el camino vale más que la posada; que puestos a elegir entre la verdad y el placer de buscarla elegiríamos lo segundo… Todo eso está muy bien —decía Mairena—; pero ¿por qué no estamos ya un poco de vuelta de todo eso? ¿Por qué no pensamos alguna vez cosa tan lógica como es lo contrario de todo eso?

* * *

El autor de mis días… He aquí una metáfora de segundo grado, realmente ingeniosa y de un barroquismo encantador. Meditad sobre ella.

* * *

El automóvil es un coche semoviente; el ómnibus, un coche para todos, sin distinción de clases. Se sobreentiende la palabra coche, sin gran esfuerzo por nuestra parte. Un autobús pretende ser un coche semoviente para uso de todos. Reparad en la economía del lenguaje y del sentido común en relación con los avances de la democracia. ¿Qué opina el oyente?

—Que la palabra autobús no parece etimológicamente bien formada. Pero las palabras significan siempre lo que se quiere significar con ellas. Por lo demás, nosotros podemos emplearlas en su acepción erudita, de acuerdo con las etimologías más sabias. Por ejemplo: Autobús (de auto y obús; del gr. autós: uno mismo, y del al. haubitze, de aube: casco). El obús que se dispara a sí mismo, sin necesidad de artillero.

* * *

Pero volvamos a nuestras frases hechas, sin cuya consideración y estudio no hay buena Retórica. Reparad en esta: abrigo la esperanza, y en la mucha miga que tiene eso de que sea la esperanza lo que se abrigue. La verdad es que todos abrigamos alguna, temerosos de que se nos hiele.

* * *

Aunque yo sea un hombre modesto —sigue hablando Mairena—, no he creído nunca en la modestia del hombre. Entendámonos. Nunca me he obligado a creer que sea el hombre una cosa modesta, mediana, mucho menos, insignificante. Bien mirado, lo insignificante no es el hombre, sino el mundo. Reparad en cuán fácilmente podemos: primero, pensarlo; segundo, imaginarlo; tercero, medirlo; cuarto, dudar de su existencia; quinto, borrarlo; sexto, pensar en otra cosa…

* * *

El romanticismo —decía mi maestro— se complica siempre con la creencia en una edad de oro que los elegiacos colocan en el pasado, y los progresistas, en un futuro más o menos remoto. Son dos formas (la aristocrática y la popular) del romanticismo, que unas veces se mezclan y confunden y otras alternan, según el humor de los tiempos. Por debajo de ellas está la manera clásica de ser romántico, que es la nuestra, siempre interrogativa: ¿Adónde vamos a parar?

* * *

(Sobre Shakespeare).

Si nos viéramos forzados a elegir un poeta, elegiríamos a Shakespeare, ese gigantesco creador de conciencias. Tal vez sea Shakespeare el caso único en que lo moderno parece superar a lo antiguo. Traducir a Shakespeare ha de ser empresa muy ardua, por la enorme abundancia de su léxico, la libertad de su sintaxis, llena de expresiones oblicuas, cuando no elípticas, en que se sobreentiende más que se dice. Ha de ser muy difícil verter a otra lengua que aquella en que se produjo una obra tan viva y tan… incorrecta como la shakespeariana. Los franceses la empobrecen al traducirla, la planifican, la planchan, literalmente. Se diría que pretenden explicarla al traducirla. «Lo que el pobre Shakespeare ha querido decir». Y es que lo shakespeariano no tiene equivalencia en el genio poético francés. Acaso nosotros pudiéramos comprenderlo mejor. De todos modos, no es fácil rendir poéticamente en nuestra lengua ese fondo escéptico, agnóstico, nihilista del poeta, unido a tan enorme simpatía por lo humano. Para traducir a este inglés de primera magnitud —¿es Shakespeare inglés o es Inglaterra shakespeariana?— tendríamos además que saber más inglés que suelen saber los ingleses y más español que sabemos los españoles del día. Os digo todo esto sin ánimo de menospreciar traducciones recientes, que pueden figurar entre las mejores. Más bien pretendo poneros de resalto lo difícil que sería mejorarlas.

* * *

«La vida es un cuento dicho por un idiota (told by an idiot) —un cuento lleno de estruendo y furia, que nada significa (signifying nothing)—». Esto dice Shakespeare por boca de Macbeth. Y en Julio César, a la muerte del héroe, dice, si no recuerdo mal (cito de memoria): «Naturaleza erguida podrá exclamar: Este fue un hombre. ¿Cuándo saldrá otro?». Decididamente, Inglaterra tuvo un poeta a quien llamamos Shakespeare, aunque no sabemos si él hubiera respondido por este nombre.

XLVI

Contra lo que hablamos de la suprema importancia del hombre —decía mi maestro—, solo hay un argumento de peso: lo efímero de la vida humana. Buscad otro, y no lo encontraréis. A última hora, este argumento tampoco prueba demasiado a quienes, con el viejo Heráclito, pensamos que al mundo lo gobierna el relámpago.

* * *

Pero hablemos del Caos, señores, que es el tema de la lección de hoy. Mi maestro —habla siempre Mairena a sus alumnos— escribió un poema filosófico a la manera de los viejos Peri Phiseos helénicos, que él llamó Cosmos, y cuyo primer canto, titulado El Caos, era la parte más inteligible de toda la obra. Allí venía a decir, en substancia, que Dios no podía ser el creador del mundo, puesto que el mundo es un aspecto de la misma divinidad; que la verdadera creación divina fue la Nada, como ya había enseñado en otra ocasión. Pero que, no obstante, para aquellos que necesitan una exposición mitológica de las cosas divinas, él había imaginado el Génesis a su manera: «Dios no se tomó el trabajo de hacer nada, porque nada tenía que hacer antes de su creación definitiva. Lo que pasó, sencillamente, fue que Dios vio el Caos, lo encontró bien y dijo: “Te llamaremos Mundo”. Esto fue todo».

* * *

La verdad es que el Caos —decía mi maestro— no existe más que en nuestra cabeza. Allí lo hemos hecho nosotros —bien trabajosamente— por nuestro afán inmoderado, propio de viejos dómines —¿qué otra cosa somos?—, de ordenar antes de traducir.

* * *

El libro de la Naturaleza —habla Galileo— está escrito en lengua matemática. Como si dijéramos: el latín de Virgilio está escrito en esperanto. Que no os escandalicen mis palabras. El paisano sabía muy bien lo que decía. Él hablaba a los astrónomos, a los geómetras, a los inventores de máquinas. Nosotros, que hablamos al hombre, también sabemos lo que decimos.

* * *

(Para la biografía de Mairena).

El acontecimiento más importante de mi historia es el que voy a contaros. Era yo muy niño y caminaba con mi madre, llevando una caña dulce en la mano. Fue en Sevilla y en ya remotos días de Navidad. No lejos de mí caminaba otra madre con otro niño, portador a su vez de otra caña dulce. Yo estaba seguro de que la mía era la mayor. ¡Oh, tan seguro! No obstante, pregunté a mi madre —porque los niños buscan confirmación aun de sus propias evidencias—: «La mía es mayor, ¿verdad?». «No, hijo —me contestó mi madre—. ¿Dónde tienes los ojos?». He aquí lo que yo he seguido preguntándome toda mi vida.

* * *

Otro acontecimiento, también importante, de mi vida es anterior a mi nacimiento. Y fue que unos delfines, equivocando su camino y a favor de marea, se habían adentrado por el Guadalquivir, llegando hasta Sevilla. De toda la ciudad acudió mucha gente, atraída por el insólito espectáculo, a la orilla del río, damitas y galanes, entre ellos los que fueron mis padres, que allí se vieron por primera vez. Fue una tarde de sol, que yo he creído o he soñado recordar alguna vez.

* * *

Es muy probable que el amor de nosotros mismos nos aparte de amar a Dios. Es casi seguro que nos impide conocernos a fondo. En la frontera del odio a nosotros mismos, sin traspasarla, porque pasión quita conocimiento, se nos revelan muchas verdades. Algunas, verdaderamente interesantes,

* * *

Los psiquiatras, sin embargo, pensarán algún día que ellos podrán saber de nuestras almas más que las viejas religiones aniquiladoras del amor propio, invitándonos a recordar unas cuantas anécdotas, más o menos traumáticas, de nuestra vida. ¡Bah!

* * *

El culto a la mujer desnuda es propio del poeta. Con el desnudo femenino simboliza el poeta, a veces, la misma perfección de su arte. Todo eso está muy bien. No olvidéis sin embargo, que el hombre realmente erótico, cuando piensa en la mujer, nunca olvida el vestido. «Vestirlas y desnudarlas: tal es el verdadero trajín del amor». ¿Reconoceréis por el estilo al autor de esta frase?

* * *

Recordemos a Goya, el gran baturro erótico. ¿Para qué —pensáis vosotros— nos pinta Goya a su maja, o a su damisela desnuda? Para que podáis —os lo diré con palabras de Lope—

(imaginarla) vestida
con tan linda proporción
de cintura, en el balcón
de unos chapines subida.

Y viceversa: ¿Para qué nos la pinta vestida? Para que podáis, a través de los paños, imaginar la almendra femenina, in puris naturalibus, que decimos los latinistas. ¡Ah!

* * *

Aunque el gongorismo sea una estupidez, Góngora era un poeta; porque hay en su obra, en toda su obra, ráfagas de verdadera poesía. Con estas ráfagas por metro habéis de medirle.

* * *

De las revoluciones decía mi maestro: «No hay tales revoluciones, porque todo es evolución». Digámoslo de una vez: todo forma parte del devenir universal (la erosión de la piedra, al cabo de los siglos, por el rocío de la mañana, los terremotos de la Martinica, etc., etc.). No hay por qué asustarse de las revoluciones.

* * *

El marxismo, señores, es una interpretación judaica de la Historia. El marxismo, sin embargo, ahorcará a los banqueros y perseguirá a los judíos. ¿Para despistar?

* * *

En el fondo, también es judaica la persecución a los judíos. Y no solamente porque ella supone la previa existencia del pueblo deicida, sino porque además, y sobre todo, ¿hay nada más judaico que la ilusión de pertenecer a un rebaño privilegiado para perdurar en el tiempo? «¡Aquí no hay más pueblo elegido que el nuestro!». Así habla el espíritu mosaico a través de los siglos.

* * *

(Mairena profetiza la guerra europea).

Después de las blasfemias de Nietzsche —sigue hablando Mairena—, nada bueno puede augurarse a esta vieja Europa, de la cual somos nosotros parte, aunque, por fortuna, un tanto marginal, como si dijéramos, su rabo todavía por desollar. El Cristo se nos va, entristecido y avergonzado. Porque el bíblico semental humano brama, ebrio de orgullo genesíaco, de fatuidad zoológica. ¿No le oís berrear? Terribles guerras se avecinan.

* * *

(Nietzsche y Schopenhauer).

Nietzsche no tuvo el talento ni la inventiva metafísica de Schopenhauer; ni la gracia, ni siquiera el buen humor, del gran pesimista. Su lectura es mucho menos divertida que la de Schopenhauer, aunque este es todavía un filósofo sistemático, y Nietzsche, casi un poeta. Sin embargo, aquella su invención de la Vuelta eterna, en pleno siglo de Carnot; su tono, tan patético y tan seguro ante cosas tan improbables, tienen su grandeza. Este jabato de Zarathustra es realmente impresionante. Tuvo Nietzsche además talento y malicia de verdadero psicólogo —cosa poco frecuente en sus paisanos—, de hombre que ve muy hondo en sí mismo y apedrea con sus propias entrañas a su prójimo. Él señaló para siempre ese resentimiento que también envejece y degrada al hombre. Yo os aconsejo su lectura, porque fue también un maestro del aforismo y del epigrama.

Ejemplo:

Guárdate de la mano grácil:
cuanto en ella cae
se deshace.

* * *

Mi maestro amaba las viejas ciudades españolas, cuyas calles desiertas gustaba de recorrer a las altas horas de la noche, turbando el sosiego de los gatos, que huían espantados al verlo pasar. Sin embargo, era un hombre tan naturalmente sociable, que rara vez se encerraba en su casa sin haber conversado un rato con el viejo sereno de su barrio.

—Por aquí no pasa nadie, ¿verdad?

—Los gatos y usted.

—Y ese capote que usted usa, ¿le abriga bien?

—Bastante, señor.

—Pero en las noches de mucho frío…

—Me entro en ese portal, y allí me acurruco, bien arropadito, con el farol entre las piernas.

—Pero ¿el farol calienta?

—¡Vaya!

—Es usted un verdadero filósofo.

—La vida enseña mucho.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana.

XLVII

Siempre que tengo noticia de la muerte de un poeta, me ocurre pensar: ¡Cuántas veces, por razón de su oficio, habrá este hombre mentado a la muerte, sin creer en ella! ¿Y qué habrá pensado ahora, al verla salir como figura final de su propia caja de sorpresas?

* * *

No está bien que tratemos retóricamente de algo tan serio como es la muerte. Sin embargo, siempre se ha dicho que la grandeza de Sócrates resalta más que nunca cuando, aguardando la hora de tomar la cicuta, entabla el diálogo inmortal quitándole toda solemnidad al tema de la muerte: «Un diálogo más, aunque sea el último… Y a esa mujer, que se la lleven a su casa».

* * *

Con todo —decía mi maestro—, Sócrates fue acaso algo cruel y un poco injusto con Jantipa, quien por una vez, y a su manera, quiso ponerse a la altura de las circunstancias. ¡Quién sabe lo que hubiera pensado Platón de aquella fulminante expulsión de Jantipa!… Porque, a lo que parece, Platón no estaba presente. Habla de oídas.

* * *

¿Tan seguros estamos de la muerte, que hemos acabado por no pensar en ella? Pensamos en la muerte. La muerte es en nosotros lo pensado por excelencia y el tema más frecuente de nuestro pensar. La llevamos en el pensamiento, en esa zona inocua de nuestras almas en la cual nada se teme ni nada se espera. La verdad es que hemos logrado pensarla y hemos acabado por no creer en ella.

* * *

Cuando leemos en los periódicos noticias de esas grandes batallas en que mueren miles y miles de hombres, ¿cómo podemos dormir aquella noche? Dormimos, sin embargo, y nos despertamos pensando en otra cosa. ¡Y es que tenemos tan poca imaginación! Porque si vemos un perro —no ya un hombre— que muere a nuestro lado, somos capaces de llorarle; nuestra simpatía y nuestra piedad le acompañan. Pero también para nosotros, como para Galileo, naturaleza está escrita en lengua matemática, que es la lengua de nuestro pensamiento; y la tragedia pensada, puramente aritmética, no puede conmovernos. ¿Necesitamos plañideras contra las guerras que se avecinan, madres desmelenadas, con sus niños en brazos, gritando: «No más guerras»? Acaso tampoco servirían de mucho. Porque no faltaría una voz imperativa, que no sería la de Sócrates, para mandar callar a esas mujeres. «Silencio, porque van a hablar los cañones».

* * *

Confiamos
en que no será verdad
nada de lo que pensamos.

Mejor diríamos: «Esperamos», «nos atrevemos a esperar», etc.

* * *

Que el ser y el pensar no coincidan ni por casualidad es una afirmación demasiado rotunda, que nosotros no haremos nunca. Sospechamos que no coinciden, que pueden no coincidir, que no hay muchas probabilidades de que coincidan. Y esto, en cierto modo, nos consuela. Porque —todo hay que decirlo— nuestro pensamiento es triste. Y lo sería mucho más si fuera acompañado de nuestra fe, si tuviera nuestra más íntima adhesión. Eso, ¡nunca!

* * *

Sed hombres de mal gusto. Yo os aconsejo el mal gusto, para combatir los excesos de la moda. Porque siempre es de mal gusto lo que no se lleva en una época determinada. Y en ello encontraréis a veces lo que debiera llevarse.

* * *

Genio y figura, hasta la sepultura. Yo diría mejor: «Hasta los infiernos».

* * *

En una sociedad —decía mi maestro— organizada sobre el trabajo humano y atenta a la cualidad de este, ¿qué haríamos de ese hombre cuya especialidad consiste en tener más importancia que la mayoría de sus prójimos? ¿Qué hacer de ese hombre que vemos al frente de casi todas las agrupaciones humanas (presidente, director, empresario, gerente, socio de honor), en quién se reconoce, sin que sepamos bien por qué, una cierta idoneidad para el lucro usuario, la exhibición decorativa, la preeminencia y el anfitrionismo? Cuando el señor importante pierda su importancia, una gran orfandad, una como tristeza de domingo hospiciano, afligirá nuestros corazones.

* * *

Las cabezas que embisten, cabezas de choque, en la batalla política, pueden ser útiles, a condición de que no actúen por iniciativa propia; porque en este caso peligran las cabezas que piensan, que son las más necesarias. En política como en todo lo demás.

* * *

De la enseñanza religiosa decía mi maestro: «La verdad es que no la veo por ninguna parte». Y ya hay quien habla de sustituirla por otra. ¡Es lo que me quedaba por oír!

* * *

—Conviene estar de vuelta de todo.

—¿Sin haber ido a ninguna parte?

—Esa es la gracia, amigo mío.

* * *

Juan de Mairena habló un día a sus amigos de un joven alpujarreño, llegado a Madrid a la conquista de la gloria, que se llamaba Francisco Villaespesa. «¡Cuánta vida, cuánta alegría, cuánta generosidad hay en él! Por una vez, la juventud, una juventud, parece estar de acuerdo con su definición: el ímpetu generoso que todo lo da y que todo lo espera».

Y esto ha sido Francisco Villaespesa: un joven hasta su muerte, acaecida hace ya algunos años; un verdadero poeta. De su obra hablaremos más largamente: de sus poemas y de sus poetas.

XLVIII

Al fin sofistas, somos fieles en cierto modo al principio de Protágoras: «el hombre es la medida de todas las cosas». Acaso diríamos mejor: el hombre es la medida que se mide a sí misma o que pretende medir las cosas al medirse a sí misma, un medidor entre inconmensurabilidades. Porque lo específicamente humano, más que la medida, es el afán de medir. El hombre es el que todo lo mide, pobre hijo ciego del que todo lo ve, noble sombra del que todo lo sabe.

* * *

Porque no he dudado nunca de la dignidad del hombre, no es fácil que yo os enseñe a denigrar a vuestro prójimo. Tal es el principio inconmovible de nuestra moral. «Nadie es más que nadie», como se dice por tierras de Castilla. Esto quiere decir, en primer término, que a nadie le es dado aventajarse a todos sino en circunstancias muy limitadas de lugar y de tiempo, porque a todo hay quien gane, o puede haber quien gane, y en segundo lugar, que por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre. Fieles a este principio, hemos andado los españoles por el mundo sin hacer mal papel. Digan lo que digan.

* * *

Cualquiera que sea el verdadero sentido de las ideas platónicas —por mi parte, me inclino a la interpretación tradicional que más honda huella ha dejado en la Historia—, es evidente que Platón creía en la importancia de las ideas. Tal es la fe platónica de estirpe eleática en que tantos hombres, a través de tantos siglos, han comulgado. Y comulgarán todavía. Cuando se afirma que se vuelve a Platón, se dice y no se dice verdad, porque en cierto modo en él estábamos. Es difícil que el hombre renuncie a anclar en el río de Heráclito, a creer en el ser verdadero de lo pensado, lo definido, lo inmutable, en medio de todo cuanto parece variar. Contra las ideas platónicas solo hay un argumento, que suelen soslayar muchas filosofías; un argumento constantemente renovado y nunca suficiente: un equivalente negativo del argumento ontológico, a saber: la idea de la muerte, de la muerte que todo lo apaga: las ideas como todo lo demás.

* * *

Es casi seguro —decía mi maestro— que el hombre no ha llegado a la idea de la muerte por la vía de la observación y de la experiencia. Porque los gestos del moribundo que nos es dado observar no son la muerte misma; antes al contrario, son todavía gestos vitales. De la experiencia de la muerte no hay que hablar. ¿Quién puede jactarse de haberla experimentado? Es una idea esencialmente apriorística; la encontramos en nuestro pensamiento, como la idea de Dios, sin que sepamos de dónde ni por dónde nos ha venido. Y es objeto —la tal idea digo— de creencia, no de conocimiento. Hay quien cree en la muerte, como hay quien cree en Dios. Y hasta quien cree alternativamente en lo uno y en lo otro.

* * *

La vida, en cambio, no es —fuera de los laboratorios— una idea, sino un objeto de conciencia inmediata, una turbia evidencia. Lo que explica el optimismo del irlandés del cuento, quien, lanzado al espacio desde la altura de un quinto piso, se iba diciendo, en su fácil y acelerado descenso hacia las losas de la calle, por el camino más breve: «Hasta ahora voy bien».

* * *

Yo nunca os aconsejaré que escribáis nada, porque lo importante es hablar y decir a nuestro vecino lo que sentimos y pensamos. Escribir, en cambio, es ya la infracción de una norma natural y un pecado contra la naturaleza de nuestro espíritu. Pero si dais en escritores, sed meros taquígrafos de un pensamiento hablado. Y nunca os guardéis lo escrito. Porque lo inédito es como un pecado que no se confiesa y se nos pudre en el alma, y toda ella la contamina y corrompe. Os libre Dios del maleficio de lo inédito.

* * *

Ese hombre que ha muerto —decía mi maestro—, en circunstancias un tanto misteriosas, llevaba una tragedia en el alma. Se titulaba La peña de Martos.

* * *

El encanto inefable de la poesía, que es, como alguien certeramente ha señalado, un resultado de las palabras, se da por añadidura en premio a una expresión justa y directa de lo que se dice. ¿Naturalidad? No quisiera yo con este vocablo, hoy en descrédito, concitar contra vosotros la malquerencia de los virtuosos. Naturaleza es solo un alfabeto de la lengua poética. Pero ¿hay otro mejor? Lo natural suele ser en poesía lo bien dicho, y en general, la solución más elegante del problema de la expresión. Quod elixum est ne assato, dice un proverbio pitagórico; y alguien, con más ambiciosa exactitud, dirá algún día:

No le toques ya más,
que así es la rosa.

Sabed que en poesía —sobre todo en poesía— no hay giro o rodeo que no sea una afanosa búsqueda del atajo, de una expresión directa; que los tropos, cuando superfluos, ni aclaran ni decoran, sino complican y enturbian; y que las más certeras alusiones a lo humano se hicieron siempre en el lenguaje de todos.

* * *

No toméis demasiado en serio —¡cuántas veces os lo he de repetir!— nada de lo que os diga. Desconfiad sobre todo del tono dogmático de mis palabras. Porque el tono dogmático suele ocultar la debilidad de nuestras convicciones. Desconfiad de un profesor de Literatura que se declara —más o menos embozadamente— enemigo de la palabra escrita. ¿Y qué especie de maestro Ciruela es este —decid para vuestro capote— que nunca está seguro de lo que dice? Es muy posible —añadid— que este hombre no sepa nada de nada. Y si supiera algo, ¿nos lo enseñaría?

XLIX

Entre el hacer las cosas bien y el hacerlas mal está el no hacerlas, como término medio, no exento de virtud. Por eso —decía Juan de Mairena— los malhechores deben ir a presidio.

* * *

«El señor De Mairena lleva siempre su reloj con veinticuatro horas justas de retraso. De este modo ha resuelto el difícil problema de vivir en el pasado y poder acudir con puntualidad, cuando le conviene, a toda cita. Sin embargo, como es un hombre un tanto desmemoriado, cuando oye sonar las doce en el silencio de la noche, consulta su reloj y exclama: ¡Qué casualidad! También las doce. Pero después añade sonriente: Claro es que las mías son las de ayer». (De un artículo titulado «Chirindrinas», firmado Quasimodo, inserto en El Mercantil Gaditano del 12 de mayo de 1895).

* * *

«La modestia de un grande hombre.— Al fin no será erigido el monumento que se proyectaba para perpetuar la memoria de Juan de Mairena. El dinero recaudado por suscripción escolar con el fin indicado será partido, a ruegos del sabio profesor, entre los serenos del alcantarillado». (De la revista satírica La Vara Verde, 1908).

* * *

Mi corazón al hondo mar semeja;
agítanle marea y huracán,
y bellas perlas en su arena oscura
escondidas están.

Así expresa Heine la fe romántica en la virtud creadora que se atribuye al fondo obscuro de nuestras almas. Esta fe tiene algún fundamento. Convendría, sin embargo, entreverarla con la sospecha de que no todo son perlas en el fondo del mar. Aunque esta sospecha tiene también su peligro: el de engendrar una creencia demasiado ingenua en una fauna submarina demasiado viscosa. Pero lo más temible, en uno y otro caso para la actividad lírica, es una actividad industrial que pretenda inundar el mercado de perlas y de gusarapos. (Juan de Mairena: Apuntes inéditos).

* * *

De los suprarrealistas hubiera dicho Juan de Mairena: Todavía no han comprendido esas mulas de noria que no hay noria sin agua.

* * *

«Tomad una chocolatera, machacadla, reducidla a polvo, observar este polvo al microscopio, perseguir su análisis por los procedimientos más sutiles. No encontraréis jamás un átomo de chocolatera. La chocolatera está formada de átomos; pero no precisamente de átomos de chocolatera. Esta observación parece demasiado ingenua. Tiene, sin embargo, su malicia. Meditad sobre ella hasta que se os caiga el pelo». (De un artículo titulado «Así hablaba Juan de Mairena», firmado Zurriago, inserto en El Faro de Chipiona, 1907).

* * *

¿Qué hubiera dicho Mairena de Oswald Spengler y de su escepticismo fisiognómico, si hubiera leído La decandencia de Occidente? He aquí un hombre fáustico —hubiera dicho— de vuelta de su propia fisiognómica, el Apaga-y-vámonos de la germánica voluntad de poder. En verdad, no sabemos qué cara hubiera puesto este hombre fáustico si la guerra mundial… Lo cierto es que este hombre fáustico ha pretendido occidentarnos el Occidente más de la cuenta.

* * *

¿Y qué hubiera dicho del saladísimo conde Keyserling? Que ese lleva el Oriente en su maleta de viaje, dispuesto a que salga el sol por donde menos lo pensemos.

* * *

A la muerte de Max Scheler, hubiera dicho Juan de Mairena: Ni siquiera un minuto de silencio consagrado a su memoria. ¡Como si nada hubiera pasado en el mundo! Sin embargo, ¿para cuándo son los terremotos?

* * *

El que no habla a un hombre, no habla al hombre; el que no habla al hombre, no habla a nadie.

* * *

A última hora, siempre habrá un alguien enfrente de un algo que no parece necesitar a nadie.

* * *

Entre Nietzsche y sus epígonos está la guerra europea, una guerra que no sabemos quién la ha ganado, si es que no la han perdido todos.

* * *

De esa guerra —por cierto— auguraba Juan de Mairena que sería el gran fracaso de las masas. Hay demasiados hombres —decía él— en los cuarteles, en esos grandes cenobios de nuestros días, y en las fábricas de obuses y máquinas de guerra; demasiados hombres cuya misión es descargar a Europa de un exceso de población. Tras de la gran contienda, nadie se atreverá a hablar de masas por miedo a las ametralladoras. No comprendía Mairena que las masas son, entre otras cosas lamentables, una revelación de las ametralladoras.

L

Reparad en esta copla popular:

Quisiera verte y no verte,
quisiera hablarte y no hablarte;
quisiera encontrarte a solas
y no quisiera encontrarte.

Vosotros preguntad: ¿En qué quedamos? Y responded: Pues en eso.

* * *

Si vais para poetas, cuidad vuestro folclore. Porque la verdadera poesía la hace el pueblo. Entendámonos: la hace alguien que no sabemos quién es o que, en último término, podemos ignorar quién sea, sin el menor detrimento de la poesía. No sé si comprenderéis bien lo que os digo. Probablemente no.

* * *

La pena y la que no es pena,
todo es pena para mí:
ayer penaba por verte;
hoy peno porque te vi.

Adrede os cito coplas populares andaluzas —o que a mi me parecen tales— habladas en la lengua imperial de España, sin deformaciones dialectales, y coplas amorosas, a nuestra manera, en que la pasión no quita conocimiento y el pensar ahonda el sentir. O viceversa.

* * *

Tengo una pena, una pena,
que casi puedo decir
que yo no tengo la pena:
la pena me tiene a mí.

Reparad —aunque no es esto a lo que vamos— en que esta copla, como la anterior, pudieran hacerla suya los enamorados, los cuales no acertarían a expresar su sentir mejor que aquí se expresa. A esto llamo yo poesía popular, para distinguirla de la erudita o poesía de tropos superfluos y eufemismos de negro catedrático.

* * *

El primer poeta de Francia —decía mi maestro— es La Fontaine. El segundo es Víctor Hugo, que tiene mucho de La Fontaine —aunque pocos lo advierten— y algo de la rana de La Fontaine.

—Nenni.

—Me voici donc.

—Point du tout.

—M’y voilà.

* * *

Y a propósito del énfasis poético, reparad en esta copla:

Si usted me quisiera a mí
como yo la quiero a usted,
nos llamaran a los dos
la fundación del querer.

Y en que no todos los pueblos enfatizan del mismo modo. Porque aquí la enormidad de la hipérbole no empece a la más sencilla y modesta verdad humana.

* * *

Si dudamos de la apariencia del mundo y pensamos que es ella el velo de Maya que nos oculta la realidad absoluta, de poco podría servirnos que el tal velo se rasgase para mostrarnos aquella absoluta realidad. Porque ¿quién nos aseguraría que la realidad descubierta no era otro velo, destinado a rasgarse a su vez y a descubrimos otro y otro?… Dicho en otra forma: la ilusión de lo ilusorio del mundo podría siempre acompañarnos dentro del más real de todos los mundos. Nadie puede, sin embargo, impedirnos creer lo contrario; a saber: que el velo de la apariencia, aun multiplicado hasta lo infinito, nada vela, que tras de lo aparente nada aparece y que, por ende, es ella, la apariencia, una firme y única realidad. Dicho de otro modo: la creencia en la realidad del mundo puede acompañarnos en el más ilusorio de todos los mundos. El mundo como ilusión y el mundo como realidad son igualmente indemostrables. No es, pues, aquí lo malo la conciencia de una antinomia en que tesis y antítesis pueden ser probadas y cuya inania decreta, a fin de cuentas, el principio de contradicción. En este pleito no actúa el tribunal de la lógica, sino el de la sospecha. Lo inquietante no es poder pensar lo uno y lo otro, merced a un empleo inmoderado de la razón, sino agitarse entre creencias contradictorias.

* * *

Quienes sostenemos la imposibilidad de una creación ex nihilo, por razones teológicas y metafísicas, no por eso renunciamos a un Dios creador, capaz de obrar el portento. Porque tan grande hazaña como sería la de haber sacado el mundo de la nada es la que mi maestro atribuía a la divinidad: la de sacar la nada del mundo. Meditad sobre este tema, porque estamos a fin de curso y es tiempo ya de que tratemos cuestiones de cierta envergadura, que implica anchura de velas, si hemos de navegar en los altos mares del pensamiento.

* * *

Pero volvamos adonde íbamos. Si alguien intentase algún día, para continuar consecuentemente a Kant, una cuarta Critica, que sería la de la Pura creencia, llegaría en su Dialéctica trascendental a descubrirnos acaso el carácter antinómico, no ya de la razón, sino de la fe, a revelarnos el gran problema del Sí y el No, como objetos, no de conocimiento, sino de creencia. Pero esta es faena para realizada por cerebros germánicos, pensadores capaces de manejar el enorme cucharón de la historia de los pueblos y de las religiones, con un desenfado de que nosotros nunca seremos capaces.

Juan de Mairena en Hora de España

(1937-1938)

LI. Consejos, sentencias y donaires de Juan de Mairena y de su maestro Abel Martín

Nunca peguéis con lacre las hojas secas de los árboles para fatigar al viento. Porque el viento no se fatiga, sino que se enfada, y se lleva las hojas secas y las verdes.

* * *

Aprendió tantas cosas —escribía mi maestro, a la muerte de un amigo erudito—, que no tuvo tiempo para pensar en ninguna de ellas.

* * *

Cuando el Cristo vuelva —decía mi maestro—, predicará el orgullo a los humildes, como ayer predicaba la humildad a los poderosos. Y sus palabras serán, aproximadamente, las mismas: «Recordad que vuestro padre está en los cielos; tan alta es vuestra alcurnia por parte de padre. Sobre la tierra solo hay ya para vosotros deberes fraternos, independientes de los vínculos de la sangre. Licenciad de una vez para siempre al bíblico semental humano».

* * *

No olvidéis que es tan fácil quitarle a un maestro la batuta, como difícil dirigir con ella la quinta sinfonía de Beethoven.

* * *

También quiero recordaros algo que saben muy bien los niños pequeñitos y olvidamos los hombres con demasiada frecuencia: que es más difícil andar en dos pies que caer en cuatro.

* * *

Decía mi maestro que deseaba morir sin llamar la atención de nadie; que su muerte pasase completamente inadvertida. Un mutis bien hecho —añadía aquel buen farsante— no debe hacerse aplaudir.

* * *

Aprende a dudar, hijo, y acabarás dudando de tu propia duda. De este modo premia Dios al escéptico y confunde al creyente.

* * *

Cuando los hombres acuden a las armas, la retórica ha terminado su misión. Porque ya no se trata de convencer, sino de vencer y abatir al adversario. Sin embargo, no hay guerra sin retórica. Y lo característico de la retórica guerrera consiste en ser ella la misma para los dos beligerantes, como si ambos comulgasen en las mismas razones y hubiesen llegado a un previo acuerdo sobre las mismas verdades. De aquí deducía mi maestro la irracionalidad de la guerra, por un lado, y de la retórica, por otro.

* * *

¿Un arte proletario? Para mí no hay problema. Todo arte verdadero será arte proletario. Quiero decir que todo artista trabaja siempre para la prole de Adán. Lo difícil sería crear un arte para señoritos, que no ha existido jamás.

* * *

—Siempre está usted descubriendo mediterráneos, amigo Mairena.

—Es el destino ineluctable de todos los navegantes, amigo Tortólez.

* * *

Para descubrir la cuarta dimensión de vuestro pensamiento, buscad el perfil gedeónico de vuestras paradojas, en el espejo bobo de vuestra sabiduría.

* * *

Ayudadme a comprender lo que os digo, y os lo explicaré más despacio.

* * *

Donde varios hombres o, si queréis, varios sabios se reúnen a pensar en común hay un orangután invisible que piensa por todos. Frase ingeniosa, que expresa una verdad incompleta. Porque en los diálogos platónicos, si alguien piensa por todos, es nada menos que Sócrates. Nada menos que Sócrates, y nadie más… que el divino Platón.

* * *

Fugit irreparabile tempus. He aquí un latín que siempre me ha preocupado hondamente. Pero mucho más ese dicho español: «dar tiempo al tiempo». Meditad sobre lo que esto puede querer decir.

* * *

Solo en el silencio, que es, como decía mi maestro el aspecto sonoro de la nada, puede el poeta gozar plenamente del gran regalo que le hizo la divinidad, para que fuese cantor, descubridor de un mundo de armonías. Por eso el poeta huye de todo guirigay y aborrece esas máquinas parlantes con que se pretende embargarnos el poco silencio de que aún pudiéramos disponer.

* * *

El verdadero invento de Satanás —profetizaba Mairena— será la película sonora en que las imágenes fotografiadas, no ya solo se muevan, sino que hablen, chillen y berreen como demonios dentro de una tinaja. El día en que ese engendro se logre coincidirá con la extensión del empleo de los venenos insecticidas al aniquilamiento de la especie humana, Por una vez estuvo Mairena algo acertado en sus vaticinios; porque la película sonora y el uso bélico de los gases deletéreos son realmente contemporáneos. Que sean dos fenómenos concomitantes, como efectos de una misma causa, es muy discutible. Sin embargo…

* * *

De ningún modo quisiera yo —habla Juan de Mairena a sus alumnos— educaros para señoritos, para hombres que eludan el trabajo con que se gana el pan. Hemos llegado ya a una plena conciencia de la dignidad esencial, de la suprema aristocracia del hombre; y de todo privilegio de clase pensamos que no podrá sostenerse en lo futuro. Porque si el hombre, como nosotros creemos, de acuerdo con la ética popular, no lleva sobre sí el valor más alto que el de ser hombre, el aventajamiento de un grupo social sobre otro carece de fundamento moral. De la gran experiencia cristiana todavía en curso, es esta una consecuencia ineludible, a la cual ha llegado el pueblo, como de costumbre, antes que nuestros doctores. El divino Platón filosofaba sobre los hombros de los esclavos. Para nosotros es esto éticamente imposible. Porque nada nos autoriza ya a arrojar sobre la espalda de nuestro prójimo las faenas de pan llevar, el trabajo marcado con el signo de la necesidad, mientras nosotros vacamos a las altas y libres actividades del espíritu, que son las específicamente humanas. No. El trabajo propiamente dicho, la actividad que se realiza por necesidad ineluctable de nuestro destino, en circunstancias obligadas de lugar y de tiempo, puede coincidir o no coincidir con nuestra vocación. Esta coincidencia se da unas veces, otras no; en algunos casos es imposible que se produzca. Pensad en las faenas de las minas, en la limpieza y dragado de las alcantarillas, en muchas labores de oficina, tan embrutecedoras… Lo necesario es trabajar, de ningún modo la coincidencia del trabajo con la vocación del que lo realiza. Y es este trabajo necesario que, lejos de enaltecer al hombre, le humilla, y aun pudiera degradarle, el que debe repartirse por igual entre todos, para que todos puedan disponer del tiempo preciso y de la energía necesaria que requieren las actividades libres, ni superfluas ni parasitarias, merced a las cuales el hombre se aventaja a los otros primates. Si queda esto bien asentado entre nosotros, podremos pasar a examinar cuanto hay de supersticioso en el culto apologético del trabajo. Quede para otro día, en que hablaremos de los ejércitos del trabajo.

* * *

Escribir para el pueblo —decía mi maestro—, ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos, claro está, de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas inagotables que no acabamos nunca de conocer. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra; Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Por eso yo no he pasado de folclorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular. Siempre que advirtáis un tono seguro en mis palabras, pensad que os estoy enseñando algo que creo haber aprendido del pueblo.

LII. Sigue hablando Mairena a sus alumnos

Siempre he creído, con Benedetto Croce, en la índole moral —la naturaleza práctica— del error. Los tópicos más solemnes y equivocados son hijos de voluntad perversa, no solo de razón extraviada. Muchos son verdaderos sacos de malicias o cajas fatales de Pandora. Algún día tendremos que agarrarnos a donde bien podamos, para ver lo que lleva dentro eso de la revolución desde arriba.

* * *

¡Revolución desde arriba! Como si dijéramos —comentaba Mairena— renovación del árbol por la copa. Pero el árbol —añadía— se renueva de todas partes, y, muy especialmente, por las raíces. Revolución desde abajo, me suena mejor. Claro que «revolución desde arriba» es un eufemismo desorientador y descaminante. Porque no se trata de renovar el árbol por la copa, sino, ¡por la corteza! Reparad en que esa revolución desde arriba estuvo siempre a cargo de los viejos, por un lado, y de las juventudes, por otro (conservadoras, liberales, católicas, monárquicas, tradicionalistas, etc.), a cargo de la vejez, en suma. Y acabará un día por una contrarrevolución desde abajo, un plante popular, acompañado de una inevitable rebelión de menores.

* * *

La cultura, vista desde fuera, como la ven quienes nunca contribuyeron a crearla, puede aparecer como un caudal en numerario o mercancías, el cual, repartido entre muchos, entre los más, no es suficiente para enriquecer a nadie. La difusión de la cultura sería, para los que así piensan, un despilfarro o dilapidación de la cultura, realmente lamentable. Esto es muy lógico. Pero es extraño que sean, a veces, los antimarxistas, que combaten la interpretación materialista de la historia, quienes expongan una concepción tan espesamente materialista de la difusión cultural.

* * *

En efecto —añadía Mairena—, la cultura vista desde fuera, como si dijéramos, desde la ignorancia o, también, desde la pedantería, puede aparecer como un tesoro cuya posesión y custodia sean el privilegio de unos pocos; y el ansia de cultura que siente el pueblo, y que nosotros quisiéramos contribuir a aumentar en el pueblo, como la amenaza a un sagrado depósito, la ingente ola de barbarie que lo anegue y destruya. Pero nosotros, que vemos la cultura desde dentro, quiero decir desde el hombre mismo, no pensamos ni en el caudal, ni en el tesoro, ni en el depósito de la cultura, como fondos o existencias que puedan repartirse a voleo, mucho menos ser entrados a saco por la turba indigente. Para nosotros, difundir y defender la cultura son una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante. ¿Cómo? Despertando al dormido. Y mientras mayor sea el número de despiertos… ¿Qué piensa el oyente?

—Que, desde ese punto de vista —respondió el oyente—, la difusión de la cultura sería en beneficio de la misma, contra lo que piensan quienes pretenden defenderla como privilegio de clase. ¿Es esto lo que se trataba de demostrar?

—Ni más ni menos.

—Repare usted, sin embargo, querido maestro, en que ese punto de vista es exclusivamente el nuestro. Nosotros, futuros alumnos o maestros de la Escuela Popular de Sabiduría Superior, solo pretenderíamos despertar al dormido, y solo de este modo contribuiríamos a la difusión de la cultura. Pero enfrente de nosotros estarán siempre, no precisamente los dormidos, sino aquellos que, medio desvelados, no quieren despertar del todo, ni mucho menos despertar a su prójimo. No sé si me explico.

—Prosiga.

—En nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior habría pocos alumnos, lo que no supondría un daño para la Escuela; pero serían muchos, en cambio, los enemigos de ella, los que pretendieran cerrarla. Y aun días pudieran llegar en que a profesores y alumnos de la tal escuela nos oliese la cabeza a pólvora. Ojo a esto, que es muy grave.

Los alumnos de Mairena rieron la última frase del oyente, que parecía remedar el estilo del maestro.

—Tendríamos, en efecto, muchos enemigos —observó Mairena—, lo que no implica ninguna seria objeción a nuestra tesis. ¿Conformes?

—Conformes.

* * *

Para mí —continuó Mairena— solo habría una razón de peso contra la difusión de la cultura —o tránsito desde un estrecho círculo de elegidos y de privilegiados a otros ámbitos más extensos— si averiguásemos que el principio de Carnot rige también para esa clase de energía espiritual que despierta al dormido. En ese caso, habríamos de proceder con sumo tiento; porque una difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas, una degradación de la misma, que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay averiguado sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a una tesis contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la constante reversibilidad de la energía espiritual que produce la cultura, como no fuese nuestra duda, más o menos vehemente, de la existencia de la tal energía. Pero esto habría de llevarnos a una discusión metafísica en la cual el principio Carnot Clausius, o no podría sostenerse, o perdería toda su trascendencia al estadio de la pedagogía.

* * *

Vamos a otra cosa o, mejor dicho, a examinar otro aspecto de la cuestión. Nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior tendría muchos enemigos; todos aquellos para quienes la cultura es, no solo un instrumento de poder sobre las cosas, sino también, y muy especialmente, de dominio sobre los hombres. Nos acusarían de corruptores del pueblo, sin razón, pero no sin motivo. Porque si la cultura sirve a unos pocos para mandar, solo hay una manera muy otra que la nuestra de conservarla: enseñar a obedecer a todos los demás. Y reparad en que esos hombres se preocupan, a su modo, de la educación del pueblo, tanto o más que nosotros. ¿Tendríamos enfrente a la Iglesia, órgano supremo de salvación de las masas? Acaso. Pero no por motivos de competencia. Porque a nosotros no nos preocupa la salvación de las masas. Recordad lo que tantas veces os he dicho. El concepto de masa aplicado al hombre, de origen eclesiástico y burgués, lleva implícita la más anticristiana degradación de nuestro prójimo que cabe imaginar. Muchas gentes de buena fe, nuestros mejores amigos, lo emplean hoy, sin reparar en que el tópico proviene del campo enemigo. Salvación de las masas, educación de las masas… Desconfiad de ese yerro lógico, que es otra terrible caja de Pandora. Se me dirá que el concepto de masa, puramente cuantitativo, puede aplicarse al hombre y a las muchedumbres humanas, como a todo cuanto ocupa lugar en el espacio. Sin duda; pero a condición de no concederle ningún otro valor cualitativo. No olvidemos que, para llegar al concepto de masas humanas, hemos hecho abstracción de todas las cualidades del hombre, con excepción de aquella que el hombre comparte con las cosas materiales: la de poder ser medido con relación a unidad de volumen. De modo que, en estricta lógica, las masas humanas ni pueden salvarse, ni ser educadas. En cambio, siempre se podrá disparar sobre ellas. He aquí la malicia que lleva implícita la falsedad de un tópico que nosotros, demócratas incorregibles y enemigos de todo señoritismo cultural, no emplearemos nunca, por un respeto y un amor al pueblo que nuestros adversarios no sentirán nunca.

LIII. Sigue hablando Mairena a sus alumnos

(Sobre la duda).

Claro es que la duda que yo os aconsejo no es la duda metódica a que aluden los filósofos, recordando a Descartes. Una duda metódica será siempre pura contradictio in adiecto, como un circulo cuadrado, un metal de madera, un guardia de asalto, etc. Porque el que tiene un método o cree tenerlo, tiene o cree tener un camino que conduce a alguna verdad, que es precisamente lo necesario para no dudar. Cuando leáis la obra de Descartes, el mayor padre de la filosofía moderna, veréis como es la duda lo que no aparece en ella por ninguna parte. Descartes es fe madura en la ciencia matemática, sin la cual es casi seguro que no habría nunca filosofado. Y en verdad que nadie ha pensado en colocar a Descartes entre los escépticos. Pero yo no os aconsejo la duda a la manera de los filósofos, ni siquiera de los escépticos propiamente dichos, sino la duda poética, que es duda humana, de hombre solitario y descaminado, entre caminos. Entre caminos que no conducen a ninguna parte.

* * *

(Johnson y Dewey).

Os confieso mi poca simpatía por los boxeadores americanos. Hay algo en ellos que revela la perfecta ñoñez de las luchas superfluas a que se consagran, y es la indefectible jactancia previa de la victoria. Si interrogáis a Johnson en víspera de combate, Johnson os dirá que su triunfo sobre Dewey es seguro. Si interrogáis a Dewey, Dewey no vacilará en contestaros que Johnson es pan comido. Y yo desearía un juez de campo tan hercúleo, que fuese capaz de coger a Johnson y a Dewey, y de aplicarles una buena docena de azotes en el trasero. ¡Qué falta de respeto al adversario! Y, sobre todo, ¡qué falta de modestia! ¡Cómo se ve que estas luchas, no siempre incruentas, tan del gusto de los papanatas, no pueden contener un átomo de heroísmo! Porque lo propio de todo noble luchador no es nunca la seguridad del triunfo, sino el anhelo ferviente de merecerlo, el cual lleva implícita ¿cómo no? la desconfianza de lograrlo.

El torero —el gladiador estúpido, según el apóstrofe airado de un poeta— es mucho menos estúpido que el boxeador.

—¿Y qué nos va usted a enseñá esta tarde, Sarvaó?

Pue que a sartá el olivo.

—¡Maestro!

—Si sale un torillo claro, s’hará lo que se puea.

Es decir, lo que hace un hombre, en las circunstancias en que un hombre puede hacer algo con un toro de lidia. Quien habla así, podrá no ser un héroe, pero no es un bruto. ¿Conformes?

—(La clase en coro). Conformes.

* * *

(De los ingleses).

Vivimos —sigue hablando Mairena a sus alumnos— en las postrimerías de un siglo marcadamente anglo-sajón, que rinde culto a la lucha y al juego. Se juega a pelear; se pelea jugando. Esto es lo que saben hacer los ingleses mejor que nadie. Casi me atreveré a decir que son los ingleses del viejo continente los únicos que saben hacer esto bien. Ellos han dado al juego algo de la gravedad de la lucha, y algo a la lucha de la alegre innocuidad del juego. El resultado no carece de belleza ni de elegancia. Pero nosotros, que no somos ingleses, como otros pueblos que, a su manera, tampoco lo son, debemos estar en guardia contra el genio deportivo y peleón de los ingleses, y no incurrir nunca en imitarlos, por mucha que sea nuestra simpatía hacia ellos.

* * *

(El hombre cinético).

Nunca nosotros hemos de profesar un culto desmedido a las actividades cinéticas, convencidos de que estas se nos darán siempre por añadidura, mientras no logremos sustraernos al universo físico de que formamos parte. Ni el trabajo por el trabajo, ni el juego por el juego, ni la lucha por la lucha misma, que son maneras de rendir un homenaje —realmente superfluo— al movimiento. La gracia está en pararse a ver, a contemplar, a meditar, en consagrarse un poco a las actividades quietistas. Quiero decir con esto que no pretendo educaros para hombres de acción, que son hombres de movimiento, porque estos hombres abundan demasiado. El mundo occidental padece plétora de ellos, y es su exceso, precisamente —no su existencia—, lo que trae al mundo entero de cabeza.

* * *

(Sobre las convicciones).

Las convicciones —decía Federico Nietzsche— son enemigos más peligrosos de la verdad que las mismas mentiras. He aquí una de las proposiciones más escépticas que conozco. Confieso mi simpatía hacia ella. Pero ¿adónde irá un hombre sin convicciones, incapaz de convencer a nadie? El mismo Nietzsche, después de esta confesión, se nos mostró terriblemente convencido de cosas muy temerarias y problemáticas: la voluntad de poder, el superhombre, el eterno retorno, etc., etc. Y son estas convicciones desesperadas, con que los escépticos pretenden compensar toda una vida de estéril rebusca de la verdad, las que más honda huella dejan en nosotros, si queréis, las más dañinas y que más confirman la tesis nietzschiana, como enemigas de esta misma verdad.

* * *

Pero acaso no sean ellas las más peligrosas, sino otras de apariencia superficial, que revelan el rígido mecanismo del y el no, que funciona solo, automáticamente, en el fondo de nuestras almas.

Cuenta Mairena, ya en los últimos años de su vida, haber visto a una madre que llevaba de la mano dos niños pequeñitos, los cuales iban jugando a la política del día. Y uno de ellos gritaba: ¡Maura, sí! Y el otro: ¡Maura, no! Mairena vio alejarse aquel grupo encantador con cierta compleja melancolía de viejo solterón, por un lado, y de profeta rasurado y a corto plazo, por otro.

* * *

(Sobre una filosofía cristiana).

Sobre la divinidad de Jesús he de deciros que nunca he dudado de ella. O el Cristo fue el divino Verbo encarnado milagrosamente en las entrañas vírgenes de María, y salido al mundo para expiar en él los pecados del hombre, que es la versión ortodoxa, difícil de comprender, pero no exenta de fecundidad; o fue, por el contrario, el hombre que se hace Dios, deviene Dios para expiar en la Cruz los pecados más graves de la divinidad misma, que es la versión heterodoxa, y no menos profunda, de mi maestro. Como veis, ambas ponen a salvo la divinidad de Jesús. Sobre las dos habéis de meditar, bien con el propósito de conciliarlas, salvando, no ya la divinidad, que por sí misma se salva, sino el origen divino del Crucificado, bien si ello no fuere posible, con el valor suficiente para eliminar una de ellas y ver en la otra el hecho cristiano en toda su pureza.

Para mi es evidente —sigue hablando Mairena a sus alumnos— que el Cristo trajo al mundo, entre otras cosas, un nuevo tema de reflexión, sobre el cual no hemos meditado bastante todavía. Por esta razón, creo yo en una filosofía cristiana del porvenir, la cual nada tiene que ver —digámoslo sin ambages— con esas filosofías católicas, más o menos embozadamente eclesiásticas, con que hoy, como ayer, se pretende enterrar al Cristo en Aristóteles. Se pretende, he dicho, no que se consiga, porque el Cristo —como pensaba mi maestro— no se deja enterrar. Nosotros partiríamos de una total jubilación de Aristóteles, convencidos de la profunda heterogeneidad del intelectualismo helénico, maduro en el Estagirita, con las intuiciones, o si queréis, revelaciones del Cristo. Porque esto es para nosotros un acierto definitivo de la crítica filosófica, sobre el cual no hay por qué volver.

Otro de los grandes enemigos del Cristo y, por ende, de una filosofía cristiana sería, para nosotros, la Biblia, ese cajón de sastre de la sabiduría semítica. Para ver la esencia cristiana en toda su pureza y originalidad, los mismos Evangelios reputamos fuente de error, si antes no son limpiados de toda la escoria mosaica que contienen.

Otrosí: ni la investigación histórica, por un lado, ni, por otro, la interpretación de textos dogmáticos, han de aprovecharnos demasiado.

Nosotros partiríamos de una investigación de lo esencialmente cristiano en el alma del pueblo, quiero decir en la conciencia del hombre, impregnada de cristianismo. Porque el cristianismo ha sido una de las grandes experiencias humanas, tan completa y de fondo que, merced a ella, el zoon politikón, de Aristóteles, se ha convertido en un ente cristiano que viene a ser, aproximadamente, el hombre occidental.

* * *

(Los cuatro Migueles).

Decía Juan de Mairena que algún día tendríamos que consagrar España al Arcángel san Miguel, tantos eran ya sus Migueles ilustres y representativos: Miguel Servet, Miguel de Cervantes, Miguel de Molinos y Miguel de Unamuno. Parecerá un poco arbitrario definir a España como la tierra de los cuatro Migueles.

Sin embargo, mucho más arbitrario es definir a España, como vulgarmente se hace, descartando a tres de ellos, por heterodoxos, y sin conocer a ninguno de los cuatro.

* * *

(Los del 98).

Estos jóvenes —Mairena aludía a los que hoy llamamos veteranos del 98— son, acaso, la primera generación española que no sestea ya a la sombra de la iglesia. Son españoles españolísimos, que despiertan más o menos malhumorados al grito de: ¡sálvese quién pueda!

Y ellos se salvarán, porque no carecen de pies ligeros ni de plumas recias. Pero vosotros tendréis que defender su obra del doble Index Librorum Prohibitorum que la espera: del eclesiástico, indefectible y… del otro. Del otro también, porque, frente a los que sestean a la sombra de la iglesia están los que duermen al sol, sin miedo a la congestión cerebral, los cuales llevan también el lápiz rojo en el bolsillo.

* * *

(La patria grande).

La patria —decía Juan de Mairena— es, en España, un sentimiento esencialmente popular, del cual suelen jactarse los señoritos. En los trances más duros, los señoritos la invocan y la venden, el pueblo la compra con su sangre y no la mienta siquiera. Si algún día tuviereis que tomar parte en una lucha de clases, no vaciléis en poneros del lado del pueblo, que es el lado de España, aunque las banderas populares ostenten los lemas más abstractos. Si el pueblo canta la marsellesa, la canta en español; si algún día grita: ¡viva Rusia!, pensad que la Rusia de ese grito del pueblo, si es en guerra civil, puede ser mucho más española que la España de sus adversarios.

LIV. Apuntes y recuerdos de Juan de Mairena

(A D. Tomás Navarro).

Sobre la voz. «“Hombre necio habla recio”, dice un proverbio popular, de cuyo total acierto no respondo: porque he conocido a hombres nada huecos de voz tonante, y a más de un gaznápiro de voz apagada. Mas siempre he desconfiado de la voz desmedida —sobrada o insuficiente— de quien no calcula bien la distancia que media entre sus labios y los oídos de su interlocutor. En la medida de la voz —como en la medida de tantas cosas— son maestros los franceses, entre quienes pudieran muy bien nuestros actores aprender lo más elemental de su oficio».

A causa de esa nota, fue acusado Mairena por cierto erudito, un tanto malicioso, de hombre que pretende encubrir su propia insuficiencia auditiva, Y la nota, en efecto, pudiera ser de un sordo vergonzante, a quien irrita la voz normal de su interlocutor, que él no alcanza claramente a oír, y, no menos, la voz reforzada y chillona de quien conoce su secreto, y lo revela, gritando, a todo el mundo, Porque esto tiene el sordo, que explica la perennidad de su mal humor: cuando no oye se entristece; si llega a oír, se enfada. Pero los hechos no siempre dan razón a las conjeturas más sutiles: porque lo cierto es que Mairena fue un hombre de oído finísimo, de los que oyen —no ya sienten— crecer la hierba.

Sin embargo, para un psicólogo behaviorista; algo había en Mairena que podía explicar la opinión de sordo, y hasta de sordo intelectual en que algunos le tuvieron: la lentitud y el desorden de sus reacciones o reflejos fonéticos.

Mairena, en efecto, tardaba en contestar cuando se le hablaba, y, alguna vez, ni contestaba siquiera. Pero la verdadera explicación de todo esto debe buscarse no solo en los olvidos, arrobos y ensimismamientos que le eran habituales, sino también, y sobre todo, en su costumbre de someter a lazareto de reflexión las preguntas que se le dirigían, antes de contestarlas. Esto llegó a irritar más de una vez a su tertulia, y no faltó quien le gritase: ¡¡¡no me ha oído usted!!! A lo cual respondía Mairena con frase, en apariencia, de sordo atrabiliario: porque lo he oído a usted, precisamente, no le contesto.

* * *

Sobre el sonido de nuestra propia voz —escribe Mairena en sus cuadernos inéditos— quiero recordar esta fina observación de Federico Nietzsche: «A veces, en la conversación, el sonido de nuestra propia voz nos causa una cierta inquietud y nos lleva a afirmar cosas muy contrarias a nuestras opiniones». El hecho, cuya causa no indaga Nietzsche, es cierto. Y aún pudiéramos añadir que ello explica el rubor que a veces nos invade al oírnos hablar, y sorprendernos en flagrante delito de insinceridad; como explica también un fenómeno de apariencia contraria: la seguridad y refuerzo de su propia insolencia que adquiere, al escucharse, el hombre fresco y vacío, el cual encuentra en el trono de su propia voz una invitación a la oratoria, y hasta un comienzo de elocuencia. Porque en ambos casos se produce la ilusión de ser otro el que habla por nuestros propios labios, lo que, si a unos avergüenza o entristece, a otros halaga, con la esperanza de llegar a emitir conceptos que no sean demasiado estúpidos.

* * *

Ganar amigos. La fama de sordo que padeció Mairena en los últimos años de su vida llegó un día hasta la trompetilla o cucharón acústico de un sordo auténtico, el cual, con ese tono de aparte de teatro que suele acompañar a la sordera, exclamó: Ya lo había yo sospechado. ¿Y qué habrá, en efecto, que un sordo no sospeche? Cuando Mairena lo supo, se dedicó a simular levemente la sordera, en sus diálogos con el sordo, en parte por lo que él consideraba un cuasi deber de cortesía, en parte —decía él— por conservar a aquel buen hombre la ilusión de tener entre sus compañeros de infortunio a una persona relativamente distinguida.

* * *

Mairena no era, en verdad, un hombre modesto; pero no aceptó nunca la responsabilidad de las afirmaciones rotundas, ni aun tratándose de su propia honorabilidad.

—Porque yo —dijo un día en clase—, que he vivido, hasta la fecha, con relativa dignidad…

—Relativa no, maestro —le atajó un discípulo—, ¡absoluta!

—Porque yo —corregía Mairena—, que viví hasta la fecha con una decencia tan considerable, que obtuvo, alguna vez, la hiperbólica reputación de absoluta…

* * *

Sobre las paradojas. Dos formas hay de enunciar las paradojas, que recomiendo a vuestra reflexión, por si algún día dais en paradojistas: La primera es la dogmática y rotunda, cínicamente engastada entre silogismos, la calderoniana, siempre impresionante.

Ejemplo:

Porque el delito mayor
del hombre es haber nacido.

La segunda es la popular, más graciosa y sutil, que ni siquiera parece paradójica, la del gitano que ahorcaron en Úbeda, sin otro delito —decía él— que haber venío a este mundo. Tras la paradoja calderoniana, hay toda una teología muy bien sabida, y están las aulas de Salamanca y de los Estudios de San Isidro; en la frase del cañí, toda una experiencia vital, y el análisis exhaustivo de una conciencia, a la hora de la muerte. Si me preguntáis cuál de estas dos maneras de expresar lo paradójico es la más poética, os contestaré: eso va en gustos; para mí, desde luego, la del gitano.

* * *

Decía Federico Nietzsche que la ventaja de una mala memoria consiste en poder gozar varias veces de una misma cosa por primera vez. La frase —comentaba Mairena— es ingeniosa y, sin embargo, no es ninguna tontería.

* * *

Dos cosas importantes ha de saber el poeta: la primera, que el pasado no es solo imperfecto, como ya se ha dicho con sobradas razones sino también perfectible a voluntad; la segunda, que el olvido es una potencia activa, sin la cual no hay creación propiamente dicha, como se explica o pretende explicarse en la metafísica de mi maestro Abel Martín.

* * *

Mairena, critico de teatros. Nuestros actores que, en general, no carecen de inteligencia, suelen entender lo que dicen, pero muy rara vez lo sienten. Y es su inopia sentimental lo que les lleva a simular el sentimiento, exagerando sus gestos exteriores. Pero un sentimiento simulado es algo tan insoportable en el teatro como fuera de él. Solo nuestro gran Antonio Vico, logra, en momentos determinados, el perfecto ajuste del gesto y la palabra, su coincidencia exacta en la expresión teatral de una emoción auténtica. En estos momentos inolvidables, es Antonio Vico el actor más grande que ha pisado nuestra escena. (De un artículo de Mairena, publicado en La Venencia de Jerez, 1900).

* * *

La ineptitud de nuestros profesionales de la crítica teatral —Mairena alude a los de su tiempo— ha convertido a más de una fina actriz de comedia en máscara destrozona de la tragedia.

* * *

Cuidado, niña —decía Mairena a una joven actriz, descaminada por la crítica—, que no basta berrear para ser trágica. Y hasta convendría no berrear. En último caso, hay que sentir lo que se berrea.

* * *

Se miente más de la cuenta
por falta de fantasía:
también la verdad se inventa.

Estos versos —de un coplero sevillano, que vaga hoy por las estepas de Soria— deben ser meditados por nuestros actores, los cuales no aciertan con el más leve acento de verdad cuando representan personajes que, como Hamlet, Segismundo, don Juan, no pueden ser copiados, sino que han de ser, necesariamente, imaginados. (Recortado de El Faro de Chipiona, 1907).

* * *

(Sobre lo ordinario).

Siempre he oído decir —habla Mairena a sus alumnos— que las personas ordinarias dicen: mi señora, cuando aluden a la propia consorte, y las personas distinguidas, en el mismo caso: mi mujer. El hecho es cierto y, como tal, no lo discuto. Sin embargo, una persona distinguida, que no sea demasiado ordinaria, tendría algo que oponer al hecho mismo, si tratásemos de convertirlo en norma universal de buena crianza. Reparad en lo mal que suena la expresión: mi hombre, proferida por una mujer que no haya perdido totalmente la vergüenza. Porque aquí el posesivo degrada al sustantivo, sin la menor compensación. Mi hombre parece querer decir: el hombre que tengo yo para mi uso personal y exclusivo. Nuestro orgullo masculino se subleva, no lo dudéis. ¿Pensáis vosotros que la mujer no tiene el menor derecho a sublevarse contra una expresión equivalente? Aunque así lo penséis, y yo os lo conceda, que es mucho conceder, habréis de convenir conmigo en esto: el hecho de que la familiaridad no engendre el menosprecio, y que la mujer de nuestra mayor intimidad, y la más desdichada, en cuanto comparte nuestras horas más tristes, sea enunciada en términos de castidad y de respeto, no es una prueba de ordinariez, sino de modestia, de piedad y de cultura que suelen dar las personas ordinarias, para ejemplo y edificación de las distinguidas.

* * *

(Lo que hubiera dicho Mairena el 14 de abril de 1937).

Hoy hace seis años que fue proclamada la segunda República española. Yo no diré que esta República lleve seis años de vida; porque, entre la disolución de las ya inmortales Cortes Constituyentes y el triunfo en las urnas del Frente Popular, hay muchos días sombríos de restauración picaresca, que no me atrevo a llamar republicanos. De modo que, para entendernos, diré que hoy evocamos la fecha en que fue proclamada la segunda gloriosa República española. Y que la evocamos en las horas trágicas y heroicas de una tercera República, no menos gloriosa, que tiene también su fecha conmemorativa —16 de febrero— y cuyo porvenir nos inquieta y nos apasiona.

Vivimos hoy, 14 de abril de 1937, tan ahincados en el presente y tan ansiosamente asomados a la atalaya del porvenir que, al volver por un momento nuestros ojos a lo pasado, nos aparece aquel día de 1931, súbitamente, como imagen salida, nueva y extraña, de una encantada caja de sorpresas.

¡Aquellas horas, Dios mío, tejidas todas ellas con el más puro lirio de la esperanza, cuando unos pocos viejos republicanos izamos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia!… Recordemos, acerquemos otra vez aquellas horas a nuestro corazón. Con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros, la primavera traía a nuestra República de la mano. La naturaleza y la historia parecían fundirse en una clara leyenda anticipada, o en un romance infantil.

La primavera ha venido
del brazo de un capitán.
Cantad, niñas, en corro:
¡Viva Fermin Galán!

Florecía la sangre de los héroes de Jaca, y el nombre abrileño del capitán muerto y enterrado bajo las nieves del invierno era evocado por una canción que yo oí cantar o soñé que cantaban los niños en aquellas horas.

La primavera ha venido
y don Alfonso se va.
Muchos duques le acompañan
hasta cerca de la mar.
Las cigüeñas de las torres
quisieran verlo embarcar…

Y la canción seguía, monótona y gentil. Fue aquel un día de júbilo en Segovia. Pronto supimos que lo fue en toda España. Un día de paz, que asombró al mundo entero. Alguien, sin embargo, echó de menos el crimen profético de un loco, que hubiera eliminado a un traidor. Pero nada hay, amigos, que sea perfecto en este mundo.

LV. Apuntes y recuerdos de Juan de Mairena

Confieso mi escasa simpatía —habla Juan de Mairena a sus alumnos— hacia aquellos pensadores que parecen estar siempre seguros de lo que dicen. Porque si no lo están y tan bien lo simulan, son unos farsantes: y si lo están, no son verdaderos pensadores, sino, cuando más, literatos, oradores, retóricos, hombres de ingenio y de acción, sensibles a los tonos y a los gestos, pero que nunca se enfrentaron con su propio pensar, propicios siempre a aceptar sin crítica el ajeno. Confieso mi poca simpatía hacia ellos. Porque estos hombres, en las horas pacíficas, se venden por filósofos y ejercen una cierta matonería intelectual, que asusta a los pobres de espíritu, sin provecho de nadie; y en tiempos de combate se dicen siempre au dessus de la mêlée. No son hombres despreciables, pero creo que Platón los habría expulsado de su República, mucho antes, y con menos honores, que a los poetas.

* * *

Nunca profeséis de graciosos. Porque no siempre hay ganas de reír. Aunque nunca faltan motivos para ello.

* * *

Nunca os aconsejaré el escepticismo cansino y melancólico de quienes piensan estar de vuelta de todo. Es la posición más falsa y más ingenuamente dogmática que puede adoptarse. Ya es mucho que vayamos a alguna parte. Estar de vuelta, ¡ni soñarlo…!

* * *

El escepticismo a que yo quisiera llevaros es más fuente de regocijo que de melancolía. Consiste en haceros dudar del pensamiento propio, aunque aceptéis el ajeno, por cortesía y sin daño de vuestra conciencia, porque, al fin, del pensamiento ajeno nunca sabréis gran cosa. Quiero enseñaros a dudar del pensamiento propio cuando este lleva a callejones sin salida, que es indicaros la salida de esos callejones.

* * *

Que no siempre es más triste dudar que creer me parece una verdad casi averiguada, contra la cual militan todos los creyentes de mala fe que pretenden haber averiguado lo contrario.

La creencia en la impenetrabilidad de la materia —os pongo un ejemplo de creencia generalizada— no es ningún motivo de satisfacción para quien pretenda explicarse muchos fenómenos del mundo físico. Pero nosotros, escépticos a nuestro modo, pensamos que de la impenetrabilidad contra la cual militan muchas apariencias sensibles y todo nuestro mundo interior, sabemos muy poco. Todo lo que sabemos de la impenetrabilidad es que no podemos pensar la existencia de un cuerpo allí donde pensamos la existencia de otro.

Pero esto solo prueba la insuficiencia de nuestro pensamiento lógico, obligado a moverse por actos sucesivos. Dejando a un lado nuestro pensamiento lógico, todo lo demás, incluso la materia, pudiera ser perfectamente penetrable. Antes nos habíamos entristecido: ahora sonreímos.

* * *

(El regionalismo de Juan de Mairena).

De aquellos que se dicen ser gallegos, catalanes, vascos, extremeños, castellanos, etc., antes que españoles, desconfiad siempre. Suelen ser españoles incompletos, insuficientes, de quienes nada grande puede esperarse.

* * *

—Según eso, amigo Mairena —habla Tortólez en un café de Sevilla—, un andaluz andalucista será también un español de segunda clase.

—En efecto —respondía Mairena—: un español de segunda clase y un andaluz de tercera.

* * *

(Sobre el porvenir militar del mundo).

Algún día —decía mi maestro— se acabarán las guerras entre naciones. Dará fin de ellas la táctica oblicua de las luchas de clase, cuando los preparados a pelear de frente tengan que pelear de frente y de costado.

* * *

(Sobre la notoriedad).

Si algún día alcanzáis un poco de notoriedad —habla Mairena a sus alumnos— seréis interrogados sobre lo humano y lo divino: «¿Qué opina usted, maestro, del porvenir del mundo? ¿Piensa usted que el pasado puede ser totalmente abolido?». Etc. Y habréis de responder, so pena de pasar por descorteses o por usurpadores de una reputación totalmente inmerecida. Tendréis, sobre todo, que aceptar entrevistas y diálogos con hábiles periodistas, que os harán decir en letras de molde, con vuestras mismas palabras, no precisamente lo que vosotros habéis dicho, sino lo que ellos creen que debisteis decir y que puede ser lo contrario…

Hay en esto un problema difícil, que los viejos políticos resuelven, a su modo, con ciertas bernardinas y frases amorfas, hábilmente combinadas, las cuales, vueltas al revés, vienen a decir aproximadamente lo mismo que del derecho. Y el mayor peligro para vosotros es que deis en imitar a los viejos políticos.

* * *

(Sobre la Alemania guerrera).

Los alemanes —escribía Mairena— son los grandes maestros de la guerra. Sobre la guerra, ellos lo saben todo. Todo, menos ganarla sin que la victoria sea tan lamentable, por lo menos, como la derrota. Las guerras en que intervengan los alemanes serán siempre las más violentas, las más crueles, las más catastróficas, las más guerreras, digámoslo de una vez, de todas las guerras. Si las pierden, no será por su culpa. Porque ellos llevan a la guerra todo lo necesario para guerrear: 1.º Una metafísica guerrera, y en ella definida la esencia de la guerra misma, de un modo inconfundible, perfectamente aislada de las otras esencias que integran la total concepción de la vida humana. 2.º Toda una aforística guerrera, que aconseja el amor a la guerra como conditio sine qua non del guerrero, y su consecuente: si vis bellum para bellum, o, como dice Nietzsche: vivid en peligro, o, en lenguaje de Pero Grullo: si quieres guerra, despídete de la paz, etc. 3.º Toda una ciencia supeditada a la guerra, que implica, entre otras cosas: a) un árbol zoológico coronado por el blondo germano, el ario puro, el teutón incastrable, etc.: b) setenta mil laboratorios en afanosa búsqueda de la fórmula química definitiva, que permita al puro germano extender el empleo de los venenos insecticidas al exterminio de todas las razas humanas inferiores. 4.º ¿A qué seguir? Toda una cultura colosal, perfectamente militarizada, llevarán los alemanes a la guerra, al son de músicas que puedan escucharse entre cañones. Con todo ello, los alemanes se detendrán ante una plaza militar insuficientemente defendida, para ponerle un cerco tan a conciencia, tan perfecto y cabal que, al dispararse el primer obús, la plaza sitiada tendrá un millón de defensores, y la batalla que se entable durará años y costará otro millón de vidas humanas. (Mairena profetiza en esta nota algo de lo que pasó en Verdún, durante la guerra europea). La plaza, al fin, no será debelada. Pero Alemania habrá afirmado una vez más su voluntad de poderío, que era, en el fondo, cuanto se trataba de afirmar, y, desde un punto de vista metafísico, su victoria será indiscutible.

Algún día Alemania será declarada gran enemiga de la paz, y las tres cuartas partes de nuestro planeta militarán contra ella. Será el día de su victoria definitiva, porque habrá realizado plenamente, poco antes de desaparecer del mapa de los pueblos libres, su ideal bélico, el de su guerra total contra el género humano, sin excluir a los inermes y a los inofensivos. Si para entonces queda —todavía— quien piense a lo Mairena, se dirá: fue la Alemania prusiana un gran pueblo, conocedor, como ninguno, del secreto de la guerra, que consiste en saber crearse enemigos. ¿Cómo podrá guerrear quien no los tiene? Cuando Alemania llegó a comprender hondamente esta sencilla verdad: «la guerra verdadera se hace contra la paz» hubo cumplido su misión en el mundo; porque había enseñado a guerrear al mundo entero con los métodos más eficaces para exterminar al hombre pacífico. Y el mundo entero decidió, ingratamente, exterminar a su maestra, cuando ella solo aspiraba ya a una decorosa jubilación.

LVI. Sigue hablando Mairena a sus alumnos

(Sobre las creencias).

Sería conveniente —habla Juan de Mairena a sus alumnos— que el hombre más o menos occidental de nuestros días, ese hombre al margen de todas las iglesias —o incluido sin fe en alguna de ellas— que ha vuelto la espalda a determinados dogmas, intentase una profunda investigación de sus creencias últimas. Porque todos —sin excluir a los herejes, coleccionistas de excomuniones, etc.—, creemos en algo y es este algo, a fin de cuentas, lo que pudiera explicar el sentido total de nuestra conducta. Sin una pura investigación de las creencias, que solo puede encomendarse a los escépticos propiamente dichos, carecemos de una norma medianamente segura para juzgar los hechos más esenciales de la historia.

* * *

Los idealistas, más o menos rezagados —el rezago no implica acatamiento de la verdad, sino de la moda—, creen en el espíritu como resorte decisivo, supremo imán o primer impulsor de la historia. Es una creencia como otra cualquiera, y más generalizada de lo que se piensa. La Biblia de estos hombres —no siempre leída, como es destino ineluctable de todas las Biblias— abarca las metafísicas postkantianas que culminan en Hegel y que hoy, no obstante su relativo descrédito, influyen poderosamente, hasta infiltrarse en la retórica de las multitudes. Frente a esta legión de románticos milita la hueste de los que pudiéramos llamar, aunque no con mucha precisión, realistas, de los que creen que la vida social y la historia se mueven por impulsos ciegos (intereses económicos, apetitos materiales, etcétera), con independencia de toda espiritualidad. Es otra creencia enormemente generalizada, que ha llegado a determinar corrientes populares, o, como bárbaramente se dice, movimientos de masas humanas. La Biblia de estos hombres abarca, entre otras cosas, la filosofía de la izquierda hegeliana —la línea que desciende de Hegel a Marx y a su compadre Engels—, y a cuantos profesan, con más o menos restricciones, el llamado materialismo histórico. Los unos y los otros —idealistas y realistas— se mueven con sus creencias, siempre en compañía de sus creencias. ¿Se mueven por ellas, como pensaba mi maestro Abel Martín? He aquí lo que convendría averiguar.

* * *

Nota Bene. No faltan, ciertamente, quienes después de haber decretado la absoluta incapacidad de los factores reales para dar un sentido a la vida humana, y la no menos absoluta inania de las ideas para influir dinámicamente en los factores reales, piensen que, unidos los unos a las otras, se obtiene un resultado integral positivo para la marcha de la historia. Como si dijéramos: el carro que un percherón no logra llevar a ninguna parte camina como sobre rieles si, unido al percherón, se le unce la sombra de un hipogrifo. Son síntesis a la alemana que nosotros, los pobres iberos, no acertaremos nunca a realizar.

* * *

Alguien preguntó a Mairena: ¿por qué han de ser los escépticos los encargados de investigar nuestras creencias? Respondió Mairena: nuestras creencias últimas, a las cuales mi maestro y yo nos referimos, no son, no pueden ser aquellos ídolos de nuestro pensamiento que procuramos poner a salvo de la crítica, mucho menos las mentiras averiguadas que conservamos por motivos sentimentales o de utilidad política, social, etc., sino el resultado, mejor diré los residuos, de los más profundos análisis de nuestra conciencia. Se obtienen por una actividad escéptica honda y honradamente inquisitiva que codo hombre puede realizar —quién más, quién menos— a lo largo de su vida. La buena fe, que no es la fe ingenua anterior a toda reflexión, ni mucho menos la de los pragmatistas, siempre hipócrita, es el resultado del escepticismo, de la franca y sincera rebusca de la verdad. Cuanto subsiste, si algo subsiste, tras el análisis exhaustivo o que pretende serlo, de la razón, nos descubre esa zona de lo fatal a que el hombre de algún modo presta su asentimiento. Es la zona de la creencia, luminosa u opaca —tan creencia es el sí como el no—, donde habría que buscar, según mi maestro, el imán de nuestra conducta.

* * *

(Sobre el pacifismo).

Si yo creyera que había venido a este mundo a pelear; que todo en esta vida, esencialmente batallona, nos era concedido a título de botín de guerra, yo no sería pacifista. Porque carezco de convicciones polémicas, y porque sospecho que lo específicamente humano es la aspiración a substraerse de algún modo al bellum omnium contra ommes, me inclino a militar entre los partidarios y defensores de la paz. Pero cuál sea mi posición personal ante esta grave cuestión, que acaso divida al mundo en días no lejanos, importa poco. Importa mucho, en cambio, que reparéis en esto: superbundan en nuestro mundo occidental las convicciones bélicas, de aquellos para quienes el templo de Jano nunca debería cerrarse. Para estos hombres, la cultura misma es, fundamentalmente, polémica: arte de agredir y de defenderse. Bajo el dogma goethiano —en el principio era la acción— en el clima activista de nuestra vieja Europa —la continental y la británica— y de Norteamérica, el concepto de lucha, como actividad vital ineluctable y, al par, como instrumento de selección y de progreso, medra hasta convertirse en ídolo de las multitudes. Interpretaciones más o menos correctas o fantásticas del struggle-for-life darwiniano, que llevan, no obstante, el auténtico impulso polémico de un gran pueblo de presa, han hecho demasiada suerte en el mundo. Y es muy difícil que tantos hombres cargados de razones polémicas, convencidos —¿hasta qué punto?— de que solo hay buenos motivos para pelear, puedan contribuir de algún modo a evitar una futura conflagración universal. Organizaciones pacifistas, ligas pro paz, etc., en un ambiente de belicosos y beligerantes, son pompas de jabón que rompe el viento; porque los mismos hombres que militan en ellas están ganados por el enemigo, son conciencias vencidas que prestan su más hondo asentimiento a la fatalidad de la guerras. Y la verdad es que estas mismas instituciones apenas si tienen de pacifistas más que el nombre; son, cuando más, ligas entre matones que se unen para espiarse, y que apenas si actúan como no sea con ánimo de acelerar la ruina o el exterminio de los débiles. Sin que germine, o se restaure, una forma de conciencia religiosa de sentido amoroso; sin una metafísica de la paz, como la intentada por mi maestro, que nos lleve a una total idea del mundo esencialmente armónica, y en la cual los supremos valores se revelen en la contemplación, y de ningún modo sean un producto de actividades cinéticas; sin una ciencia positiva que no acepte como verdad averiguada la virtud del asesinato para el mejoramiento de la especie humana, ¿creéis que hay motivo alguno que nos obligue a ser pacifistas? Adrede os hago esta pregunta en la forma menos ventajosa para mi tesis. Tan persuadido estoy de la superabundancia de mis razones.

* * *

(Ola de cinismo).

Una ola gigantesca de cinismo amenaza al mundo entero. Por cinismo entiendo, en este caso, inclinándome a uno de los sentidos etimológicos que se asigna a la palabra cínico (de kyon, kynós, perro), una cierta fe en que la animalidad humana, el llamado estado de naturaleza, contiene virtudes más auténticas que los valores culturales, una cierta rebelión de la elementalidad contra la cultura, que adopta formas muy diversas. La pugna es muy antigua y se recrudece en el declive de muchas civilizaciones. En pleno Iluminismo, el cínico Rousseau, aquel enfant de la nature, inicia el romanticismo y, consiguientemente, una cultura romántica, al rebelarse contra una cultura clásica —quiero decir lastrada en demasía de razón y de inteligencia—, abogando por los fueros de la sentimentalidad. El cinismo actual milita contra Rousseau en cuanto se rebela contra la cultura romántica, que había desmesurado a la razón por influjo del sentimiento y creado lo que durante todo el siglo XIX hemos estado llamando ideales; y está con Rousseau, el inmortal ginebrino, en cuanto sigue siendo cinismo, es decir, fe en la elementalidad como fuente de los valores humanos más verídicos. El cinismo actual se llama, con mayor o menor precisión, interpretación materialista de la historia. La obra de un judío alemán, ingente rama desprendida del árbol de Hegel, lo representa en nuestros días. Carlos Marx conserva su fe hegeliana en un proceso evolutivo de lo absoluto, y aun el esquema lógico del maestro, injertos en otra fe cínica que hubiera aprobado el viejo Antístenes: no son factores ideales, sino económicos, en última instancia, las necesidades de la animalia humana, los agentes determinantes de la historia. El marxismo invadirá el mundo. ¿Es una ola de cinismo? Sin duda. Pero entendamos: yo no os he dicho todavía en qué estriba, a mi juicio, la fuerza incontrastable del cinismo, por qué causa el cinismo atraviesa la historia y ha sido tantas veces fecundo y lo será tantas otras. El cinismo más auténtico, el que profesaron los griegos en el gimnasio de Cinosargos, es un culto fanático a la veracidad, que no retrocede ante las más amargas verdades del hombre. Os pondré un ejem plo: Si el hombre fuera esencialmente un cerdo —cosa que yo disto mucho de creer—, solo el cínico no se inclinaría —como los pragmatistas— a guardarle el secreto; la virtud cínica consistiría en reconocerlo, proclamarlo y en aceptar valientemente el destino porcuno del hombre a través de la historia. ¿Comprendéis ahora por que en épocas de pragmatismo hipócrita el cinismo es una reacción necesaria? ¿Comprendéis ahora cómo el marxismo, por muy equivocado que esté, en cuanto pretende señalar una verdad, en medio de un diluvio de mentiras, tiene un valor ético indiscutible?

LVII. Sobre la defensa y la difusión de la cultura

Discurso pronunciado en Valencia en la sesión de clausura del Congreso Internacional de Escritores

EL POETA Y EL PUEBLO

Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil —era el tópico al uso de aquellos días— consagrado a una actividad aristocrática, en esferas de la cultura solo accesibles a una minoría selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto evasivas o ingenuas: «Escribir para el pueblo —decía mi maestro—, ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos —claro está— de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, es escribir también para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España, Shakespeare, en Inglaterra, Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la más consciente y suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado de folclorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular».

Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber cómo en España casi todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, cómo en España lo esencialmente aristocrático, en cierto modo, es lo popular. En los primeros meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretenden justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases privilegiadas.

LOS MILICIANOS DE 1936

I

Después de puesta su vida tantas veces por su ley al tablero…

¿Por qué recuerdo yo esta frase de don Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando diarios y revistas, los retratos de nuestros milicianos? Tal va será porque estos hombres, no precisamente soldados, sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión concentrada o absorta en lo invisible de quienes, como dice el poeta, «ponen al tablero su vida por ley», se juegan esa moneda única —si se pierde, no hay otra— por una causa hondamente sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros.

II

Cuando una gran ciudad —como Madrid en estos días— vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en ella advertimos un extraño fenómeno, compensador de muchas amarguras: la súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya o se esconda, sino que desaparece —literalmente—, se borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad es que, como decía Juan de Mairena, no hay, señoritos, sino más bien «señoritismo», una forma, entre varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustro de las botas.

III

Entre nosotros, españoles, nada señoritos por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede encontrarse, acaso en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y —digámoslo con orgullo— perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más de superficie —signos de clase, hábitos e indumentos— a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos. El señoritismo ignora, se complace en ignorar —jesuíticamente— la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma; en ella tiene su cimiento más firme la ética popular. «Nadie es más que nadie», reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y de orgullo! Sí, «nadie es más que nadie» porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. «Nadie es más que nadie», porque —y este es el más hondo sentido de la frase—, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito.

IV

Cuando el Cid, el señor, por obra de una hombría que sus propios enemigos proclaman, se apercibe, en el viejo poema, a romper el cerco que los moros tienen puesto a Valencia, llama a su mujer, doña Jimena, y a sus hijas Elvira y Sol, para que vean «cómo se gana el pan». Con tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas. Es el mismo, empero, que sufre destierro por haberse erguido ante el rey Alfonso y exigiéndole, de hombre a hombre, que jure sobre los Evangelios no deber la corona al fratricidio. Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen en la gesta inmortal aquellos dos infantes de Carrión, cobardes, vanidosos y vengativos; aquellos dos señoritos felones, estampas definitivas de una aristocracia encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría, mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquella centuria.

V

No faltará quien piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan lamentables como aquella del «robledo de Corpes». No afirmaré yo tanto, porque no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma divinidad.

Madrid, agosto 1936

* * *

Entre españoles, lo esencial humano se encuentra con la mayor pureza y el más acusado relieve en el alma popular. Yo no sé si puede decirse lo mismo de otros países. Mi folclore no ha traspuesto las fronteras de mi patria. Pero me atrevo a asegurar que, en España, el prejuicio aristocrático, el de escribir exclusivamente para los mejores, puede aceptarse y aun convertirse en norma literaria, solo con esta advertencia: la aristocracia española está en el pueblo, escribiendo para el pueblo se escribe para los mejores. Si quisiéramos, piadosamente, no excluir del goce de una literatura popular a las llamadas clases altas, tendríamos que rebajar el nivel humano y la categoría estética de las obras que hizo suyas el pueblo y entreverarlas con frivolidades y pedanterías. De un modo más o menos consciente, es esto lo que muchas veces hicieron nuestros clásicos. Todo cuanto hay de superfluo en el Quijote no proviene de concesiones hechas al gusto popular, o, como se decía entonces, a la necedad del vulgo, sino, por el contrario, a la perversión estética de la corte. Alguien ha dicho con frase desmesurada, inaceptable ad pedem litterae, pero con profundo sentido de verdad: en nuestra gran literatura casi todo lo que no es folclore es pedantería.

* * *

Pero dejando a un lado el aspecto español o, mejor, españolista de la cuestión, que se encierra a mi juicio en este claro dilema: o escribimos sin olvidar al pueblo, o solo escribiremos tonterías, y volviendo al aspecto universal del problema, que es el de la difusión de la cultura, y el de su defensa, voy a leeros palabras de Juan de Mairena, un profesor apócrifo o hipotético, que proyectaba en nuestra patria una Escuela Popular de Sabiduría Superior.

* * *

La cultura vista desde fuera, como la ven quienes nunca contribuyeron a crearla, puede aparecer como un caudal en numerario o mercancías, el cual, repartido entre muchos, entre los más, no es suficiente para enriquecer a nadie. La difusión de la cultura sería, para los que así piensan —si esto es pensar—, un despilfarro o dilapidación de la cultura, realmente lamentable. ¡Esto es tan lógico!… Pero es extraño que sean a veces los antimarxistas, que combaten la interpretación materialista de la historia, quienes expongan una concepción tan materialista de la difusión cultural.

En efecto, la cultura vista desde fuera, como si dijéramos desde la ignorancia o, también, desde la pedantería, puede aparecer como un tesoro cuya posesión y custodia sean el privilegio de unos pocos; y el ansia de la cultura que siente el pueblo, y que nosotros quisiéramos contribuir a aumentar en el pueblo, aparecería como la amenaza a un sagrado depósito. Pero nosotros, que vemos la cultura desde dentro, quiero decir desde el hombre mismo, no pensamos ni en el caudal, ni el tesoro, ni el depósito de la cultura, como en fondos o existencia que puedan acapararse, por un lado, o, por otro, repartirse a voleo, mucho menos que puedan ser entrados a saco por las turbas. Para nosotros, defender y difundir la cultura es una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante. ¿Cómo? Despertando al dormido. Y mientras mayor sea el número de despiertos… Para mí —decía Juan de Mairena— solo habría una razón atendible contra una gran difusión de la cultura —o tránsito de la cultura concentrada en un estrecho círculo de elegidos o privilegiados a otros ámbitos más extensos— si averiguásemos que el principio de Carnot rige también para esa clase de energía espiritual que despierta al durmiente. En ese caso, habríamos de proceder con sumo tiento; porque una excesiva difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas, una degradación de la misma que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay averiguado, a mi juicio, sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a una tesis contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la constante reversibilidad de la energía espiritual que produce la cultura.

* * *

Para nosotros, la cultura ni proviene de energía que se degrada al propagarse, ni es caudal que se aminore al repartirse; su defensa, obra será de actividad generosa que lleva implícitas las dos más hondas paradojas de la ética: solo se pierde lo que se guarda, solo se gana lo que se da.

Enseñad al que no sabe; despertad al dormido; llamad a la puerta de todos los corazones, de todas las conciencias. Y como tampoco es el hombre para la cultura, sino la cultura para el hombre, para todos los hombres, para cada hombre, de ningún modo un fardo ingente para levantado en vilo por todos los hombres, de tal suerte que solo el peso de la cultura pueda repartirse entre todos, si mañana un vendaval de cinismo, de elementalidad humana, sacude el árbol de la cultura y se lleva algo más que sus hojas secas, no os asustéis. Los árboles demasiado espesos necesitan perder algunas de sus ramas, en beneficio de sus frutos. Y a falta de una poda sabia y consciente, pudiera ser bueno el huracán.

* * *

Cuando a Juan de Mairena se le preguntó si el poeta y, en general, el escritor debía escribir para las masas, contestó: Cuidado, amigos míos. Existe un hombre del pueblo, que es, en España, al menos, el hombre elemental y fundamental y el que está más cerca del hombre universal y eterno. El hombre masa no existe; las masas humanas son una invención de la burguesía, una degradación de las muchedumbres de hombres, basada en una descualificación del hombre que pretende dejarle reducido a aquello que el hombre tiene de común con los objetos del mundo físico: la propiedad de poder ser medido con relación a unidad de volumen. Desconfiad del tópico «masas humanas». Muchas gentes de buena fe, nuestros mejores amigos, lo emplean hoy, sin reparar en que el tópico proviene del campo enemigo: de la burguesía capitalista que explota al hombre y necesita degradarlo; algo también de la Iglesia, órgano de poder, que más de una vez se ha proclamado instituto supremo para la salvación de las masas. Mucho cuidado; a las masas no las salva nadie; en cambio, siempre se podrá disparar sobre ellas. ¡Ojo!

Muchos de los problemas de más difícil solución que plantea la poesía futura —la continuación de un arte eterno en nuevas circunstancias de lugar y de tiempo— y el fracaso de algunas tentativas bien intencionadas provienen, en parte, de esto: escribir para las masas no es escribir para nadie, menos que nada para el hombre actual, para esos millones de conciencias humanas, esparcidas por el mundo entero, y que luchan como en España heroica y denodadamente por destruir cuantos obstáculos se oponen a su hombría integral, por conquistar los medios que les permitan incorporarse a ella. Si os dirigís a las masas, el hombre, el cada hombre que os escuche no se sentirá aludido y necesariamente os volverá la espalda.

He aquí la malicia que lleva implícita la falsedad de un tópico que nosotros, demófilos incorregibles y enemigos de todo señoritismo cultural, no emplearemos nunca de buen grado, por un respeto y un amor al pueblo que nuestros adversarios no sentirán jamás.

LVIII. Algunas ideas de Juan de Mairena sobre la guerra y la paz

I

Algún día —habla Juan de Mairena a sus alumnos— pudiéramos encontrarnos con esta dualidad: por un lado, la guerra, inevitable; por otro, la paz, vacía. Dicho en otra forma: cuando la paz esté hueca, horra de todo contenido religioso, metafísico, ético, etc., y la guerra cargada de razones polémicas, de motivos para guerrear, apoyada en una religión y una metafísica y una moral, y hasta una ciencia de combate, ¿qué podrá la paz contra la guerra? El pacifismo entonces solo querrá decir: miedo a los terribles estragos de la guerra. La guerra, matribus detestata, tendrá de su parte a todos los hombres animosos, frente a una paz solo acompañada por el miedo. En mala compañía irá entonces la paz. Os juro que no quisiera alcanzar esos tiempos.

Algún día —habla Juan de Mairena, cinco años antes de estallar la guerra mundial— irá Europa a una guerra de proporciones incalculables; porque todas, o casi todas, las naciones de Europa son entidades polémicas, como si dijéramos: gallos con espolones afilados cuya misión es pelear. Todas se definen como potencias —de primero, segundo, o tercer orden—, el culto al poder es común a todas. Y, más que al disfrute del poder, a su ejercicio, a la tensión del esfuerzo combativo por el cual tiende a evaluarse la calidad humana en el mundo occidental. El struggle-for-life darwiniano se ha ido conviniendo en un vivir para pelear que declara superfluas todas las actividades de la paz.

Que esto sea un hecho, amigos míos, no quiere decir que existan razones absolutas para aceptarlo como norma de conducta universal. Por lo demás, no todos los pueblos ni todas las civilizaciones han gustado de enaltecer al boxer, al hombre de pelea que se prepara para romperle alegremente el esternón a su prójimo; de modo que el hecho mismo es más limitado de lo que se cree.

Son los ingleses, acaso, quienes más han contribuido a dar esta bélica tonalidad, esta tensión polémica al mundo occidental. Reconozcamos, sin embargo, que ellos lo han hecho con cierta elegancia y —me atreveré a decirlo— no sin cierta inocencia. Pueblo naturalmente de presa, el anglo-sajón, necesitado de vastos dominios para poder vivir con algún decoro en su archipiélago nada pródigo en mantenencias, no podía ser un pueblo contemplativo, estático y renunciador; pero ha logrado ser —reconozcámoslo— algo más que pirata y dominador. Él ha creado formas de convivencia humana muy aceptables, que palian y cohonestan —en apariencia, al menos— el bellum omnium contra omnes, de Hobbes. Sobre una base agnóstica y escéptica —un escepticismo de corto radio, que no agota nunca el contenido negativo de sus premisas— él ha creado esa flor de la política occidental, el liberalismo, hoy en quiebra, un equilibrio dinámico de combare, que concede al adversario el máximum de derechos compatible con la intangibilidad del cimiento económico y social de un imperio, El mar y la Biblia han hecho lo demás para que fuese el inglés un tipo humano bastante recomendable, que algún día será en el mundo objeto de nostalgia.

Pronto asistiremos —añade proféticamente Juan de Mairena— al ocaso de Inglaterra, que enseñó a boxear al occidente, a mantenerse en perfecta disponibilidad polémica. Asistiremos a un rápido descenso de Inglaterra, debido, en parte, a que algunos pueblos de oriente han aprendido demasiado bien sus lecciones, en parte a que en Europa misma la concepción bélico-dinámica del mundo ha sido desmesurada por el genio metafísico de los alemanes. Algo también todo hay que decirlo a causa de la incapacidad de los alemanes para la convivencia pacífica con otros pueblos, que sacará a Inglaterra, necesariamente, de su splendid isolation.

* * *

Reparad en que los alemanes han contribuido en proporción enorme a crear en el mundo un estado de paz agresiva tan lamentable como la guerra misma, dominado por un concepto de rivalidad mucho más nociva que el mero campeonismo inglés, no exento de caballerosidad generosa, Ellos han buscado por encima de todo la razón metafísica (buscándola digo, sin encontrarla, claro es) que permita a un pueblo vivir para el exterminio de los demás. Ellos han creado algo peor, han nacionalizado ese sentido de la tierra irremediablemente combativo, esa jactancia de grupo zoológico privilegiado, que hoy envenena y divide a Europa, y que mañana pretenderá agruparla en una más vasta entidad no menos polémica, cuando la palabra Occidente suene en nuestros oídos como grito de bandera para las guerras de color, intercontinentales, que la misma Europa, si Dios no lo remedia, habrá desencadenado.

Es deseable, en efecto (añadía Mairena), que el Imperio alemán sea destruido en la próxima guerra y ello en beneficio de los mismos grupos germánicos que lo integran. Porque la Alemania imperial, prusianizada, tiende fatalmente a declarar superflua su admirable tradición de cultura, para quedarse a solas con su voluntad de poder, como ella dice, amenazando al mundo entero, y no menos del mundo entero amenazada y aborrecida.

La verdad es que Zaratustra, por su jactancia ético-biológica y por su tono destemplado y violento, está pintiparado para un puntapié en el bajo vientre, que le obligue a ceder el campo a otros maestros más hondamente humanos, que la misma Alemania puede producir, a otros maestros que nos enseñen a contemplar, a meditar, a renunciar…

II

Los futuros maestros de la paz, si algún día aparecen (sigue hablando Mairena) no serán, claro está, propugnadores de ligas pacifistas entre entidades polémicas. Ni siquiera nos hablarán de paz, convencidos de que una paz entre matones de oficio es mucho más abominable que la guerra misma. Ni habrán de perseguir la paz como un fin deseable sobre todas las cosas. ¿Qué sentido puede tener esto? Pero serán maestros cuyo consejo, cuyo ejemplo y cuya enseñanza no podrán impulsarnos a pelear sino por causas justas, si estas causas existen, lo que esos maestros siempre pondrán en duda.

¿Pensáis vosotros que de una clase como esta puede salir nadie dispuesto a pelearse con su vecino, y mucho menos por motivos triviales? Perdonad que me cite y proponga como ejemplo: no encuentro otro más a mano. Reparad en que cuando yo elogio cosas o personas que dejan mucho que desear, como en el caso mío, no elogio ni estas cosas ni a estas personas, sino las ideas trascendentes de que ellas son copias borrosas, que pueden aclararse, o imperfectas y, por ende, perfectibles.

Reparad en mi enseñanza. Yo os enseño, o pretendo enseñaros, a contemplar. ¿El qué?, me diréis. El cielo y sus estrellas y la mar y el campo, y las ideas mismas, y la conducta de los hombres. A crear la distancia en este continuo abigarrado de que somos parte, esa distancia sin la cual los ojos —cualesquiera ojos— no habrían de servirnos para nada. He aquí una actividad esencialísima que por venturoso azar es incompatible con la guerra.

Yo os enseño, o pretendo enseñaros, a meditar sobre todas las cosas contempladas, y sobre vuestras mismas meditaciones. La paz se nos sigue dando por añadidura.

Yo os enseño, o pretendo enseñaros, a renunciar a las tres cuartas partes de las cosas que se consideran necesarias. Y no por el gusto de someteros a ejercicios ascéticos o a privaciones que os sean compensadas en paraísos futuros, sino para que aprendáis por vosotros mismos cuánto más limitado es de lo que se piensa el ámbito de lo necesario, cuánto más amplio, por ende, el de la libertad humana, y en qué sentido puede afirmarse que la grandeza del hombre ha de medirse por su capacidad de renunciación. Espero que de esta enseñanza mía tampoco habréis de sacar ninguna consecuencia batallona.

Yo enseño, o pretendo enseñaros, a trabajar sin hurtar el cuerpo a las faenas más duras, pero libres de la jactancia del trabajador y de la superstición del trabajo. La superstición del trabajo consiste en pensar que el trabajo es por sí mismo valioso, y en tal grado que si los fines que el trabajo persigue pudieran realizarse sin él, tendríamos motivo de pesadumbre. Contra tamaño error de esclavos os he puesto muchas veces en guardia. Que vuestro culto al trabajo sea el culto a Hércules, a un semidiós, no a una plena deidad, porque los dioses propiamente dichos no trabajan. Merced a mi enseñanza, amigos míos, la palabra huelga, que tanto viene resonando en nuestro siglo —acaso sea ella la gran palabra de nuestro siglo—, ha de perder en vuestros labios, si alguna vez la proferís, parte de su carácter polémico para revelar su más honda significación: tregua a las actividades necesarias para los capaces de actividades libres. ¡Paz a los hombres de buena voluntad!

Yo os enseño, o pretendo enseñaros, oh amigos queridos, el amor a la filosofía de los antiguos griegos, hombres de agilidad mental ya desusada, y el respeto a la sabiduría oriental, mucho más honda que la nuestra y de mucho más largo radio metafísico. Ni la una ni la otra podrán induciros a pelear; ambas, en cambio, os harán perder el miedo al pensamiento, mostrándoos hasta qué punto la mera espontaneidad pensante, bien conducida, puede ser fecundada en el hombre.

Yo os enseño, o pretendo enseñaros, a que dudéis de todo: de lo humano y de lo divino, sin excluir vuestra propia existencia como objeto de duda, con lo cual iréis más allá que Descartes. Descartes tenía enorme talento; ninguno de nosotros le llegará nunca al zancajo. Pero nosotros podemos pensar mejor que Descartes, porque las pocas centurias que nos separan de él nos han hecho ver claramente que su célebre cogito ergo sum, que deduce el existir del pensar, después de haber hecho del pensamiento un instrumento de duda, de posible negación de toda existencia, es lógicamente inaceptable, una verdadera birria lógica, digámoslo con todo respeto.

Claro es que Descartes —en el fondo— no deduce la existencia del pensamiento, el sum del cogito, mucho menos del dubito, sino de todo lo contrario: de lo que él llama representaciones claras y distintas, es decir, de las cosas que él reputa evidentes —no sabemos, por qué— entre las cuales incluye la substancia, que sería la existencia misma. Aquí ya no hay contradicción, sino lo que suele llamarse círculo vicioso o viaje para el cual no hacen falta alforjas.

Fue Cartesio —creo haberlo demostrado más de una vez— un gran matemático que padecía el error propio de su oficio: la creencia en la indubitabilidad de la matemática y en la claridad de sus proposiciones, sin reparar en que si el hombre no pudiera dudar de la matemática, es decir, de su propio pensamiento, no hubiera dudado nunca de nada. De tamaño error, el más grave de la filosofía occidental, desde Platón a Kant, está perfectamente limpia mi modesta enseñanza. Yo os enseño una duda sincera, nada metódica, por ende, pues si yo tuviera un método, tendría un camino conducente a la verdad y mi duda sería pura simulación. Yo os enseño una duda integral, que no puede excluirse a sí misma, dejar de convertirse en objeto de duda, con lo cual os señalo la única posible salida del lóbrego callejón del escepticismo. Espero que de esta enseñanza no habréis de salir armados para la camorra.

Yo os enseño —en fin—, o pretendo enseñaros, el amor al prójimo y al distante, al semejante y al diferente y un amor que exceda un poco al que os profesáis a vosotros mismos, que pudiera ser insuficiente.

No diréis, amigos míos, que os preparo en modo alguno para la guerra, ni que a ella os azuzo y animo como anticipado jaleador de vuestras hazañas. Contra el célebre latinajo, yo enseño: si quieres paz; prepárate a vivir en paz con todo el mundo. Mas si la guerra viene, porque no está en vuestra mano evitarla, ¿qué será de nosotros —me diréis— los preparados para la paz? Os contesto: si la guerra viene vosotros también tomaréis partido sin vacilar por los mejores, que nunca serán los que la hayan provocado, y al lado de ellos sabréis morir con una elegancia de que nunca serán capaces los hombres de vocación batallona.

LIX. Miscelánea apócrifa.

(Apuntes y recuerdos de Juan de Mairena)

(Sobre la guerra).

Si vis pacem para bellum, dice un consejo latino algo superfluo, porque el hombre es por naturaleza peleón y para guerrear está siempre más o menos paratus. De todos modos, el latín proverbial solo conduce, como tantos otros latines, a un callejón de difícil salida: en este caso, a la carrera de los armamentos, cuya mera es la guerra.

Más discreto sería inducir a los pueblos a preparar la paz, a apercibirse para ella y, antes que nada, a quererla, usando de sentencias menos paradójicas. Por ejemplo: «si quieres la paz, procura que tus enemigos no quieran la guerra»; dicho de otro modo: «procura no tener enemigos», o lo que es igual: «procura tratar a tus vecinos con amor y justicia». Bien comprendo que esto nos llevaría, en última instancia, a sacar el Cristo a relucir, lo cual, después de Nietzsche, es cosa de mal gusto, propia de sacristanes y de filisteos, en opinión de muchos sabihondos que no han advertido todavía cómo los filisteos y los sacristanes no suelen sacar el Cristo en función amorosa, sino para bendecir los cañones, las bombas incendiarias, y hasta los gases homicidas. Comprendo también que las sentencias más discretas y mejor intencionadas pudieran no llevarnos inevitablemente a la paz. Pero ¿qué sabemos de una sociedad cristiana, con menos latín —el latín es uno de los grandes enemigos del Cristo— y más sentido común que la nuestra?

* * *

(Del Cristo).

Acaso tenga alguna razón el Gran Inquisidor de Dostoievski. Creo sin embargo que, contra el hábito de curar con lo semejante propio de nuestra ética pagana, ha de darnos el Cristo todavía algunas útiles lecciones alopáticas. Y el Cristo volverá —creo yo— cuando le hayamos perdido totalmente el respeto; porque su humor y su estilo vital se avienen mal con la solemnidad del culto. Cierto que el Cristo se dejaba adorar, pero en el fondo le hacía poca gracia. Le estorbaba la divinidad —por eso quiso nacer y vivir entre los hombres— y si vuelve no debemos recordársela. Tampoco hemos de recordarle la Cruz… Aquello debió ser algo horrible, en efecto. Pero ¡tantos siglos de crucifixión!… Él quiso morir, sin duda, de una manera impresionante, pero ¡no tanto! Volverá el Cristo a nacer entre nosotros, los escépticos, que guardamos todavía un rescoldo de buena fe. Todo lo demás, es ceniza: no sirve ya para la nueva hoguera.

* * *

(Los dirigentes).

Siempre será peligroso encaramar en los puestos directivos a hombres de talento mediano, por mucha que sea su buena voluntad, porque a pesar de ella —digámoslo con perdón de Kant— la moral de estos hombres es también mediana.

A última hora, ellos traicionan siempre la causa que pretendían servir, se revuelven airadamente contra ella. Propio es de hombres de cabezas medianas el embestir contra todo aquello que no les cabe en la cabeza. A todos nos conviene, amigos queridos, que nuestros dirigentes sean siempre los más inteligentes y los más sabios.

* * *

(Apuntes sobre Abel Martín).

Siento —decía mi maestro— que mi vida es ya como una melodía que va tocando a su fin. Esto de comparar una vida con una melodía —comenta Mairena— no está mal. Porque la vida se nos da en el tiempo, como la música, y porque es condición de toda melodía el que ha de acabarse, aunque luego —la melodía, no la vida— pueda repetirse. No hay trozo melódico que no esté virtualmente acabado y complicado ya con el recuerdo. Y este constante acabar que no se acaba es —mientras dura— el mayor encanto de la música, aunque no esté exento de inquietud. Pero el encanto de la música es para quien la escucha —páguela quien la oyere, decía Quevedo, aludiendo a la de su entierro— con un deleite que no excluye el deseo de sentirla acabada, aunque solo sea para aplaudir; mas el encanto de la vida, el de esta melodía que se oye a sí misma —si alguno tiene— ha de ser para quien la vive, y su encanto melódico, que es el de su acabamiento, se complica con el terror a la mudez.

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(La imagen emotiva).

De todas las mujeres que conocemos hay una que pudiera pasar a nuestro lado en pleno día sin que la reconozcamos, y no por inadvertida, sino por enmascarada en su propia realidad. Y es posible que sea esa mujer aquella de que estábamos profundamente enamorados. También es posible que temblemos, un día, pensando: es ella, al ver a una mujer que se acerca a nosotros. Y que luego resulte que no es ella. Y es que la imagen que formamos de una mujer amada y, en general, de los seres queridos, la imagen esencialmente emotiva, sentimental, suele ser muy pobre en rasgos fisionómicos. Esta imagen, sin embargo, insuficiente para el reconocimiento, puede adueñarse de nuestra memoria y modificar nuestro mundo interior. Mi maestro, cuyas son las palabras que anteceden, añadía que los verdaderos amantes se huyen tanto como se buscan; porque la presencia pone entre ellos un algo irreductible a la imagen erótica, y la ausencia, en cambio, puede reforzar esta imagen con todo el bloque psíquico influenciado por ella.

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(Otra vez sobre el Cristo).

Cierto, decía mi maestro, que si el Cristo no hubiera muerto entre nosotros, la divinidad no tendría la experiencia humana que se propuso realizar y sabría del hombre tan poco como los dioses paganos. La muerte del Cristo, seguida de su Resurrección, fue comentada por los dioses del Olimpo como por los sabios, más tarde, aquella ocurrencia entre genial y cazurra del huevo de Colón. Ellos, los dioses, tan diestros en toda suerte de transformaciones y disfraces, no habían caído en que también podía morir un inmortal… resucitando al tercer día.

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(Sobre la objetividad).

Que ese cielo azul que todos vemos —decía mi maestro— y al que todos llamamos azul produzca en cada uno de nosotros la misma sensación de azul, es algo improbable, y, desde luego, difícil de probar: Que el número de vibraciones del éter, que en el mundo físico corresponde a nuestra sensación de azul, sea el mismo para todos, es algo que, después de aceptado, en nada ahonda ni aumenta, ni disminuye, ni funda, ni suprime nuestra sensación de azul. Porque si la verdad es una, es una para cada uno. Y no veáis en esto que os digo la más leve contradicción. Vedla, en cambio, muy grave, en pensar más allá de cada uno una verdad igual para todos; porque sería la más arbitraria de todas las hipótesis.

Dicho de otro modo: solo la Nada, el gran regalo de la Divinidad, puede ser igual para todos. En su dominio empieza, y en él se consuma, el acuerdo posible entre los hombres que llamamos objetividad. En él se inicia también la actividad específicamente humana del sujeto, que es, precisamente, nuestro pensar de la Nada. Digámoslo todavía de otro modo: Dios sacó la Nada del mundo para que nosotros pudiéramos sacar el mundo de la nada, como ya explicamos, o pretendimos explicar, en otra ocasión.

LX. Miscelánea apócrifa. Palabras de Juan de Mairena

Nuestro escepticismo, amigos míos —habla Mairena a sus alumnos—, nos llevará siempre a dudar de todas las hipótesis metafísicas, y a dudar, no menos, de que estas hipótesis hayan sido definitivamente retiradas de la circulación. En verdad, ellos reposan sobre creencias últimas, que tienen raíces muy hondas. Si en el estadio de la lógica nos aparecen como contradictorias, envueltas en proposiciones que se excluyen, esto no quiere decir que en la esfera de nuestra creencia no puedan coexistir o alternar. Tampoco ha de entenderse que nuestras creencias sean, en general, más verdaderas que nuestras razones, sino que son más persistentes, más tenaces, más duraderas y que son ellas también —las creencias y por ende las hipótesis metafísicas— más fecundas en razones que las razones en creencias.

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Algún día resurgirá —decía mi maestro— la fe idealista, la creencia, hoy algo apagada, aunque no muerta, en el verdadero ser de lo pensado. Y el argumento ontológico, que deduce la existencia de Dios de su esencia o definición —el esse in re del esse in intellectu—, puede reaparecer mutatis mutandis y hacerse extensivo a otras muchas ideas. Para ello bastará con que se debilite a la fe kantiana, ya muy limitada de suyo, en la no intuitividad del intelecto.

Entonces nosotros, escépticos incorregibles, tendremos que hacer algunas preguntas. Por ejemplo: ¿creéis en la muerte, en la verdad de la muerte, por el hecho de pensarla, con más seguridad que aquellos para quiénes universalia sunt nomina?

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Creencia es muy tenaz en nuestra conciencia, hasta el punto de convenirse en un principio director de nuestro pensamiento, la creencia en la mismidad de lo absoluto. Que todo, a fin de cuentas, sea uno y lo mismo es creencia racional de honda raíz. La razón misma, se piensa, no podría ponerse en marcha si, en su camino de lo uno a lo otro, no creyera que lo otro no podía ser, al fin, eliminado. Y esto parece tan cierto como… lo contrario, a saber: que sin lo otro, lo esencial y perdurablemente otro, toda la actividad racional carecería de sentido. De modo que todo el trabajo de nuestra inteligencia va acompañado de dos creencias contradictorias: en la existencia y en la no existencia de lo otro. Yo no sé si los filósofos han meditado bastante sobre este tema. Algunos hondos atisbos, en esta cuestión esencialísima, encontramos en la filosofía romántica, desde Fichte a Hegel, pero en estos pensadores triunfa la primera de las dos creencias, como claramente se ve en Schelling (sistema de la identidad) y en Hegel (concepto del espíritu absoluto). Les faltó escepticismo para acercarse ansiosamente a la verdad y plantearse agudamente el problema, sobrábales esa pereza mental propia de los filósofos dogmáticos que, después de fatigar el pensamiento por el abuso de la lógica, alcanzan lo que pudiéramos llamar la beatitud filosófica: el estado de espíritu en que se aceptan como verdades conquistadas aquellas mismas ideas de que se había partido, y que no tenían mayor fundamento que una ingenua creencia. Así se piensa haber refutado el escepticismo, superándole con Kant, por una filosofía crítica. Pero el escepticismo sigue en pie. La Crítica de la razón pura, con su belleza incomparable de poema lógico, es una ingente tautología, en cuya base se encuentra la fe en la ciencia físico-matemática que Kant había heredado del pensamiento renacentista y del gran siglo barroco.

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Porque Kant no escribió una cuarta Critica —concedemos que hizo bastante con las tres que dejó terminadas—, una Critica de la pura creencia, la distinción entre el saber y el creer no ha trascendido más allá de la esfera teológica, y se encuentra aproximadamente como en los felices tiempos de Duns Scotus. Todavía no hemos reparado en que la creencia plantea problemas independientes de la religión. Porque se puede creer o no creer en Dios, pero no menos se puede creer o no creer en la realidad del éter, de los átomos, de la acción a distancia, en la idealidad o no idealidad del tiempo y del espacio y hasta, si me apuráis, en la existencia del queso manchego. Tampoco hemos de confundir la creencia con la mera opinión sobre las cosas del hombre ingenuamente realista. Lo que constituye una creencia verdadera —decía mi maestro— es la casi imposibilidad de creer otra cosa, su hondo arraigo en nuestra conciencia. El credo quia absurdum est, atribuido a Tertuliano, contiene una verdad psicológica: la de un estado de espíritu en que la creencia se atreve a desafiar a la razón. No hemos de aceptarlo, sin embargo, como verdadero en el sentido de que sea necesario a la creencia la hostilidad del saber, o de que solo pueda creerse en lo revelado por Dios contra los dictados de la razón humana; porque lo más frecuente es creer en lo racional, aunque no siempre por razones.

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(Lo que hubiera dicho Juan de Mairena en 1937).

En 1837 se extingue en Italia la amarga y breve vida de Giacomo Leopardi; en el mismo año, y a los veintiocho de su edad, se mata Fígaro en Madrid, y es muerto en Rusia Alejandro Pushkin, que había nacido en 1799. Por tres caminos distintos —la dolencia congénita, el duelo y el suicidio— vino en un mismo año la muerte a llamar a la puerta 12 de tres egregias juventudes. ¿Fueron muertes prematuras las de Larra y Pushkin, por cuanto hubo en ellas de inesperado y accidental?

Prematuras, no, ni siquiera anticipadas y a destiempo, si es cierto que la juventud y la muerte suelen ir emparejadas como hermanas gemelas en los días románticos. Acaso esté bien llamar romántico —como decía mi maestro— a quien alcanza en plena madurez temprana muerte. Algo habría que oponer —claro está— a esta definición del romanticismo. Ella nos obligaría a incluir en él, no solo a Leopardi, que fue, en parte, un clásico madurador de la muerte, sino al propio Tito Lucrecio Caro, tan apartado de la edad romántica. Contiene, sin embargo, alguna verdad; porque hay muchos románticos, los más, a quienes puede aplicarse el verso de mi maestro. Recordemos, con Pushkin y Larra, a Byron, a Shelley, a Espronceda, a Musset, a Bécquer, a tantos otros que dejaron en plena juventud obra madura si no siempre insuperable, tal, al menos, que ellos no la hubieran nunca superado. Y acaso no sería del todo aventurado decir que la longevidad ha malogrado a más románticos que la muerte misma.

Pero volvamos a Larra y a Pushkin. Larra deja una obra breve, pero acabada y perfecta en su género. Un siglo llevamos imitando sus artículos de costumbres, sin llegar a igualarlos siquiera. No es extraño: para pensar como Larra, solo Larra, y nadie más que Larra, había venido al mundo. Pero Larra triunfó en nuestras letras por temperamento, como si dijéramos por riñones, como, a veces, se triunfa en España. Su suicidio fue, en cambio, un acto maduro de voluntad y de conciencia. Anécdotas aparte, Larra se mató porque no pudo encontrar la España que buscaba, y cuando hubo perdido toda esperanza de encontrarla. ¿Fue un error? Acaso, aunque perfectamente sincero y maduro. La muerte de Larra me recuerda el suicidio de un personaje de Dostoievski, que se mata cuando cree haber averiguado que Rusia no sería nunca un gran pueblo. El ruso se equivocaba, sin duda. ¿Se habría suicidado Larra si en el Madrid de su tiempo, hubiera logrado ver algo del Madrid de nuestros días? Probablemente no. Pero la obra de Larra estaba acabada allí donde él la dejó, y fue el suicidio su último y definitivo artículo de costumbres. Su misión romántica fue madurar brevemente una obra de muerte, y una gran verdad: «el hombre es la medida de todas las cosas, menos la de los hombres y la de los pueblos».

Es Alejandro Pushkin el más grande poeta de Rusia. Su obra es la piedra fundamental de la literatura eslava. La lírica, el teatro y la novela deben a Pushkin creaciones definitivas. Gogol, Turgenev, Dostoievski, Tolstoi lo admiraron sin reserva. Los rusos juran por su nombre. El mundo entero proclama a Pushkin inmarcesible gloria de la literatura moderna.

Es cierto que cuando un poeta romántico, como Pushkin, muere en plena juventud por violencia imprevista, pensamos más en lo trágico y fatal que en lo fortuito de su acabamiento, como si su destino no se hubiera logrado sin aquella temprana muerte. Murió Alejandro Pushkin en duelo, a manos de un señorito, hábil —si no recuerdo mal— en el manejo de la pistola. ¿Por culpa, acaso, de una mujer frívola —su propia esposa— no menos insignificante que la amada de Fígaro? Pushkin tuvo la elegancia de morir defendiendo piadosamente el honor de su esposa. ¿Por culpa, tal vez, de una corte abyecta e intrigante que Pushkin despreciaba? Cuando haya eruditos capaces de averiguar algo, lo sabremos.

Alguna vez he pensado que en la muerte de Pushkin hubo también algo de suicidio, aunque por motivos contrarios a los que tuvo Fígaro para matarse. Acaso el Conde Alejandro Pushkin se dejó matar, que es manera indirecta de suicidio, dejó que matasen al cortesano que llevaba consigo desde su nacimiento, aceptó el lance en que este podía morir, cuando el poeta, el hombre esencial que había sido siempre, encontró plenamente y logró hacer suya el alma maravillosa e inmortal de su pueblo. Como buen ruso era Pushkin hombre complejo, capaz de amarse y aborrecerse al mismo tiempo. Además, ¿qué importaba a Pushkin morir en una encrucijada de la corte, cuando pensaba tener asegurada la inmortalidad en el corazón de su pueblo?

La Rusia actual, que celebra el primer centenario de la muerte de Pushkin, es tan grande como el poeta la había soñado. Y toda ella dice hoy: ¡Nuestro Pushkin! Y con Rusia, lo decimos todos los amantes de la libertad y de la cultura: ¡Nuestro Pushkin!

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(Habla Mairena en 1909).

Algún día se pondrá de moda el pensar en la muerte, tema que se viene soslayando en filosofía —la filosofía, en verdad, lo ha soslayado casi siempre— y, con una nueva metafísica de la humildad, comenzaréis a comprender por qué los grandes hombres solemos ser modestos.

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En verdad que el Memento mori —añadía Mairena— no suena siempre a tiempo entre los filósofos, merced a lo cual la existencia humana, cuya totalidad no puede ser pensada sin pensar en la muerte, su indefectible acabamiento, se va distanciando con exceso de la filosofía, para convenirse en tema de reflexiones demasiado triviales. Al mismo tiempo, una filosofía que pretende saltarse el gran barranco, o construir a su borde, tiene algo de artificial y pedante, de insincero, de inhumano, y, me atreveré a decirlo: de antifilosófico. Por miedo a la muerte, huye el pensamiento metafísico de su punto de mira: el existir humano, lejos del cual toda revelación del ser es imposible. Y surgen las baratas filosofías de la vida, del vivir acéfalo, que son todas ellas filosofías del crimen y de la muerte.

LXI. Miscelánea apócrifa. Notas sobre Juan de Mairena

Juan de Mairena había leído, en los últimos años de su vida, la obra de Henri Bergson, cuyos libros fundamentales se habían publicado ya. Por aquella época hacia 1909 imperaba todavía en Alemania el neo-kantismo, la escuela de Marburgo, que Mairena conocía muy imperfectamente, y en la cual solo veía un trabajo de pacientes comentaristas, que desfiguraban, a su juicio, el pensamiento del maestro de Könisberg en un sentido hegeliano. Es frecuente esta manera hostil de acercarse a toda nueva filosofía. Y suele ser sincera esta hostilidad, aunque, en verdad, descaminante. Una previa simpatía, aun infundada, puede ser más fecunda.

Cuenta Mairena que, hablando en París con un joven estudioso alemán, y con ánimo de tirarle de la lengua para aprender algo de él, más que deseoso de entablar polémica, vino a decirle estas palabras: Vosotros, los alemanes, estáis todavía volviendo a Kant, cuando los franceses tienen ya un nuevo filósofo en cuyos hombros irá muy lejos la filosofía. Mas si la guerra estalla, y la perdéis, el bcrgsonismo será entronizado en vuestras universidades. Dice Mairena que el alemán respondió: Nosotros somos lentos, porque tomamos muy en serio el pensamiento filosófico; y que añadió otras razones enderezadas a demostrar que pudiera ser más sabio en filosofía el volver a una ruta segura, que el emprender caminos desconocidos, que pudieran no llevar a ninguna parte. Lo cierto es que Mairena tenía más razón de la que, acaso, pretendía tener. Los hechos han de ser y darse de algún modo, y a veces hasta coinciden con nuestros pronósticos. Como escuela filosófica dominante aparece, en la Alemania de postguerra, la fenomenología, ya iniciada por Edmundo Husserl, un movimiento intuicionista, que pretende partir, como Bergson, de los datos inmediatos, originales, irreductibles de nuestra conciencia, y que alcanza con Heidegger, en nuestros días, un extremo acercamiento al bergsonismo.

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Para penetrar y hacer cordialmente suya esta filosofía de Heidegger, Mairena, por lo que tenía de bergsoniano, y, sobre todo, de poeta del tiempo —no precisamente del suyo—, estaba muy preparado. Pláceme imaginar cómo hubiera expuesto Mairena en nuestros días el pensamiento del ilustre profesor de Friburgo.

«Un alemán llega hasta nosotros —no os asustéis, porque no todos los alemanes son pedantes y, en el fondo, nadie menos pedante que un buen alemán, de los que, seguramente, no juran por el _führer— trayéndonos a la metafísica de la mano, para sentarla entre nosotros, hombres de la calle más que de las aulas, representantes ibéricos, en parte, de lo que él —el alemán a que aludo— llama das Man, el hombre anónimo y neutro, mejor todavía el se indefinido, sujeto frecuente de oraciones impersonales que a todos acompaña. Sin abandonar su método escolástico, su técnica de escuela —alemán, al fin—, viene Heidegger con su metafísica a buscar al hombre vulgar, antes que al estudiante de filosofía, al hombre cotidiano, y en la existencia de este ser en el mundo (in-ser-Welt-Sein) pretende descubrir una nota omnibus, una vibración humana anterior a todo conocer: la inquietud existencial, el a priori emotivo por el cual muestra todo hombre su participación en el ser, adelantándose a toda presencia o aparición concreta que pueda pasivamente contemplar. Ahora bien, esta inquietud (Sorge), este cuidado (cura) —los franceses le llamarían souci; los ingleses, care— que surge del fondo de la humana existencia, humilde, finita, limitada —aunque, al fin, de suprema importancia, puesto que el hombre es el ser existente por excelencia, el ser en quien esencia y existencia se funden, el ser cuya esencia consiste en existir—, esta inquietud, digo, nos aparece, ya como un temor o sobresalto que el se anónimo (das Man) aquieta, trivializándole, convirtiéndole en tedio consuetudinario, ya transfigurado en angustia incurable, ante el infinito desamparo del hombre. Del fastidio a la angustia, pasando por la imagen espantosa de la muerte, tal es camino de perfección que nos descubre Heidegger.

Mas este camino de perfección que puede empezar en la inquietud radical de nuestra existencia —le llamo camino de perfección para expresar de algún modo la tendencia moral, más que la religiosa, que no abandona a Heidegger— no es menos substancial que el camino hacia abajo (hodós kato) de la existencia a la deriva, o que huye de si misma (uneigentliche Existenz), el cual, bajo el influjo del se anónimo —das Man— tendemos a recorrer, huyendo de nosotros mismos, sin buscarnos por ello en los demás. Cada cual deviene (wird) otro, y nadie él mismo, dice —si no recuerdo mal— Heidegger con frase de intención, despectiva, que mi maestro no hubiera totalmente aprobado».

* * *

La verdad es, amigos míos, que la doctrina de Heidegger aparece —hasta la fecha al menos— algo triste, lo que de ningún modo quiere decir que sea infundada o falsa. Entre nosotros los españoles y muy particularmente entre los andaluces ella puede encontrar a través de muchas rebeldías de superficie una honda aquiescencia, un asentimiento de creencia o de fondo independiente de la virtud suasoria que tengan los razonamientos del nuevo filósofo. ¿Es que somos algo heideggerianos sin saberlo?

Estos versos, escritos hace muchos años y recogidos en tomo hacia 1907, pueden tener una inequívoca interpretación heideggeriana:

Es una tarde cenicienta y mustia,
destartalada, como el alma mía;
y es esta vieja angustia
que habita mi usual hipocondría.
La causa de esta angustia no consigo
ni vagamente comprender siquiera;
pero recuerdo y, recordando, digo:
sí, yo era niño y tú mi compañera.

La angustia, a la que tanto ha aludido nuestro Unamuno y, antes, Kierkegaard, aparece en estos versos —y acaso en otros muchos— como un hecho psíquico de raíz, que no se quiere, ni se puede, definir, mas sí afirmar como una nota humana persistente, como inquietud existencial (Sorge), antes que verdadera angustia (Angst) heideggeriana, pero que va a transformarse en ella. Y, en verdad, el mundo del poeta, su mundo es casi siempre materia de inquietud (Zuhandenes). A todo despertar —decía mi maestro— se adelanta una mosquita negra cuyo zumbido no todos son capaces de oír distintamente, pero que todos de algún modo perciben. De esa pinta diminuta y sombría, surge el globo total, la irisada pompa de jabón de nuestra conciencia.

La angustia (Angst) de Heidegger aparece en el extremo límite de la existencia vulgar, en el gran malecón, junto a la mar, cortado a pico, con una visión de la totalidad de nuestro existir y una reflexión sobre su término y acabamiento: la muerte. La angustia es, en verdad, un sentimiento complicado con la totalidad de la existencia humana y con su esencial desamparo, frente a lo infinito, impenetrable y opaco.

Que l’univers est un défaut
dans la pureté du non-être,

dice, si la memoria no me engaña, Paul Valéry, en un suspiro hiperbólico, exhalado como otros suyos en la angustia heideggeriana, y que expresa, a su modo, el carácter fautif de lo existente. Mas la existencia que se encuentra a sí misma (eigentliche Existenz), que ya no huye ni se dispersa en el mundo, es lo que la angustia nos revela. Es la existencia humana, limitada, finita y humillada, pero total, lo que surge en nuestra conciencia con la angustia ante la muerte. No es, pues, según Heidegger, la muerte un accidente ocurrido en nuestra existencia mundana, es la existencia en sí misma en trance de alcanzar su propio acabamiento.

Por una vez intenta un filósofo —y había de ser un alemán quien lo intentase— darnos un cierto consuelo del morir con la muerte misma, como si dijéramos, con su esencia lógica, al margen de toda promesa de reposo o de vida mejor. Porque es la interpretación existencial de la muerte —la muerte como un límite, nada en sí mismo—, de donde hemos de sacar ánimo para afrontarla: la decisión resignada (Entschlossenheit) de morir, y la no menos paradójica libertad para la muerte (Freiheit zum Tode).

* * *

No descendamos al fondo gedeónico que esta filosofía, como tantas otras, muestra en su parte constructiva. Incurriríamos en pecado de superficialidad, por haber pretendido ser demasiado profundos. Alguien nos diría que das Man nos inspiraba, si pretendiésemos reparar en la contradictio in adiecto que encierra esta decisión resignada, etc. Dejemos esto. Reparemos en esto otro: don Miguel de Unamuno que, dicho sea de paso, se adelanta en algunos años a la filosofía existencialista de Heidegger, y que, como Heidegger, tiene a Kierkegaard entre sus ascendientes, saca de la angustia ante la muerte un consuelo de rebeldía cuyo valor ético es innegable. Donde Heidegger pone un sí rotundo de resignación, pone nuestro don Miguel un no casi blasfematorio ante la idea de una muerte que reconoce, no obstante, como inevitable. El Credo quia absurdum est de Tertuliano, que envuelve un reto de la fe a la razón y, en cierto modo, una esperanza de revelación por caminos desviados de la racionalidad, queda superado por la decisión de rebeldía y la libertad contra lo ineluctable de nuestro pensador y poeta, el cual, no solo piensa la muerte, sino que cree en ella y, no obstante, contra ella se rebela y nos aconseja la rebeldía. Por eso, no he vacilado en considerar a Unamuno como antípoda de los estoicos. Algún día probaré, o pretenderé probar, que el pensador vasco es un español antisenequista y, por de contado, tan español como lo fue el cordobés. Pero volvamos a Heidegger.

Es Martín Heidegger, como el malogrado Max Scheler, un alemán de primera clase, de los que, digámoslo de pasada, nada tienen que ver, cualquiera que sea su posición política, que yo me complazco en ignorar, con la Alemania de nuestros días, la aborrecible y aborrecida Alemania del führer, de ese pedantón endiosado por la turba de filisteos —sin duda numerosa— que todavía rumia las virutas —y solo las virutas— filosóficas de Federico Nietzsche y por descontado, el ya seco forraje de los Gobienau, Chamberlain, Spengler, etc., etc. Hay en Heidegger —entre otras muchas influencias— la influencia nietzschiana, pero del buen Nietzsche, sutil y profundamente psicólogo, que tanto pugnó por acercar de nuevo el pensar filosófico a las mesmas vivas aguas de la vida. Mas Heidegger pertenece, como indicamos, a la escuela de los fenomenólogos de Friburgo que han superado, a mi juicio, el neokantismo o tornakantismo de Marburgo en dos sentidos. 1.º Agrandando positivamente el campo de la intuición a lo esencial (Wesensschau) y, por ende, el campo de la experiencia. 2.º Extendiendo también la esfera de lo apriorístico —tal fue la obra de Scheler— o de lo intencional, para hablar el lenguaje de la escuela, al campo de lo emotivo. Hay, según Scheler, un puro sentimiento —puro de lo sensible y de lo lógico— capaz de intuir o de enfocar sus propios objetos. Heidegger hace suyas, creo yo, estas conquistas de la escuela; pero la nota peculiarmente suya es lo que pudiéramos llamar su decidido existencialismo. Yo no sé bien qué trascendencia puede alcanzar en el futuro del mundo filosófico —si existe este futuro— la filosofía de Heidegger; pero no puedo menos de pensar en Sócrates, y en la sentencia délfica a que aludía el hijo inmortal de la comadrona, ante esta nueva —¿nueva?— filosofía, que a la pregunta esencial de la metafísica: ¿qué es el ser?, responde: investigadlo en la existencia humana; que ella sea vuestro punto de partida (Das Dasein ist das Sein des Menschen). Y para penetrar en el ser, no hay otro portillo que la existencia del hombre, el ser en el mundo y en el tiempo… Tal es la nota profundamente lírica que llevará a los poetas a la filosofía de Heidegger, como las mariposas a la luz.

Yo os aconsejo, amigos queridos, que os detengáis a meditar en los umbrales de esta filosofía, antes de penetrar en ella. Que vuestra posición sea más humana que escolar y pedante, quiero decir que no os abandone ese mínimum de precaución y de ironía, sin el cual todo filosofar es una actividad superflua. ¿Seriedad? Sin duda. Pero ello quiere decir que no habéis de tomar muy en serio las conclusiones de los filósofos que suelen ser falsas y, por supuesto, nada concluyentes, sino sus comienzos y sus visiones, estas sobre todo, que apenas si hay filósofo que no las tenga. Recordad, siempre que podáis, a los antiguos griegos nuestros maestros, sin los cuales este animal humano de occidente, no solo carecería del valor de pensar sino también del vigor y la vigilancia que requiere la posición erecta. Toda la filosofía de estos ágiles y magníficos griegos —yo no sé si hay realmente otra— se contiene en unas pocas visiones esenciales, y con unos cuantos poemas del pensamiento que sobre ellas se han construido para siempre. Y, más que visiones, nos han dejado miradores eternos. Llevarnos a ellos amablemente es la misión de nuestros maestros, para decirnos: «Asomaos aquí, por si veis algo. Desde aquí veía Parménides la maciza esfera del ser inmutable; Zenón la flecha inmóvil y veloz en su camino. Asomaos allá: veréis que el río de Heráclito fluye todavía, ¿quién ancla en él? Desde aquí veía Demócrito los átomos y el vacío; desde allí se admira el cielo de las ideas platónicas; más lejos se vislumbra el palacio marmóreo de la razón kantiana. De su cimiento no sabemos nada todavía, etc.».

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Mas yo os aconsejo que os detengáis a meditar ante esta nueva filosofía, antes de asomaros plenamente al mirador de Heidegger. Nos vamos a enfrontar con un nuevo humanismo, tan humilde y tristón como profundamente zambullido en el tiempo… Los que buscábamos en la metafísica una cura de eternidad, de actividad lógica al margen del tiempo, nos vamos a encontrar —bueno es tener prejuicios sin los cuales no es posible pensar— definitiva y metafísicamente cercados por el tiempo. ¿Por una viva eternidad como la durée bergsoniana? Algo peor. El tiempo de Heidegger, su tiempo primordial, como en Bergson, ajeno a toda cantidad, esencialmente cualitativo, es, no obstante, finito y limitado. No pierde el tiempo, en Heidegger, su carácter ontológico por su limitación y finitud; antes lo afirma. No olvidemos que este ser en el tiempo y en el mundo, que es la existencia humana, es también el ser que se encuentra, al encontrarse con la muerte.

¡Ah!… Pero dejemos esto para mejor ocasión, porque, como dice das Man: aún hay más días que longanizas, etc., etc.

Valencia, diciembre de 1937.

LXII. Miscelánea apócrifa. Habla Juan de Mairena a sus alumnos

Incierto es, en verdad, lo porvenir. ¿Quién sabe lo que va a pasar? Pero incierto es también lo pretérito; ¿quién sabe lo que ha pasado? No dudo que haya en nuestra conciencia una pretensión a fijar lo pasado, como si las cosas pudieran hacerse inmutables al pasar de nuestra percepción a nuestro recuerdo. Pero si lo miramos más de cerca, veremos que el devenir es uno, y que es su totalidad (porvenir-presente-pasado) lo sometido a constante cambio. También es cierto que, como el punto de mira y los puntos de referencia varían de continuo —cuantitativa y cualitativamente—, ningún acontecimiento de nuestro pasado ha de aparecernos dos veces como exactamente el mismo. De suerte que ni el porvenir está escrito en ninguna parte, ni el pasado tampoco. Y no digo esto para que os burléis de los historiadores, que siempre merecerán nuestro respeto, sino para que seáis más indulgentes con sus errores. También habéis de pitorrearos de los profetas; porque la pretensión de ver lo futuro no es mucho más usuraria que la jactancia de conocer lo pasado, en la cual todos hemos alguna vez incurrido.

Me diréis que, de lo pasado, siempre podremos afirmar algo con relativa seguridad, y que el hecho de que Bruto matase a César parece cosa bastante más firme y averiguada que lo sería el hecho contrario, a saber: el de que César hubiera podido matar a Bruto. En eso tenéis razón. Pero ¡qué poca cosa es saber que Bruto mató a César! Por qué, cuándo, cómo —exactamente— y aun las circunstancias más nimias que concurrieron en aquel magnicidio, son cosas que estaremos averiguando hasta la consumación de los siglos.

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Esta cualidad indefinible que hace de lo pasado algo que puede trabajarse y aun moldearse a voluntad, es causa de que algunos hombres de fantasía hayan preferido ser historiadores a ser novelistas o narradores de hechos insólitos.

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Lo que hará algún día insoportable la lectura de muchos libros actuales de amena literatura es el cúmulo de detalles insignificantes e impertinentes que en ellos advertimos. «Pepe Ricote —es un ejemplo— había llegado a los Cuatro Caminos en el tranvía de Chamberí por Hortaleza, como pudo llegar en el no menos frecuente tranvía de Chamberí por Fuencarral, que había salido siete minutos antes de la Puerta del Sol». Al hombre que llena de párrafos semejantes más de trescientas páginas solemos llamar: novelista.

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Cuando el supercinetismo occidental se aminore un poco, merced al influjo de las culturas orientales, más contemplativas y sedentarias que la europea, nosotros, los españoles y muy particularmente los andaluces, pudiéramos estar más a tono que en nuestros días con el mundo culto. Nosotros no hemos gastado, en verdad, sobradas energías para acelerar el ritmo de nuestros movimientos, la velocidad de nuestros vehículos, etcétera, etc., pero hemos trabajado bastante, al margen de las rudas faenas con que se gana el pan cotidiano, para agilitar y conservar nuestra espontaneidad pensante; hemos aguzado el ingenio, discurriendo sobre lo humano y lo divino; y, puestos a meditar seriamente sobre las cuestiones más importantes que asaltan la conciencia del hombre, sospecho que no hemos de chuparnos el dedo.

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Es muy posible —decía Mairena a sus alumnos— que algún día nos pese el haber hecho una crítica sobradamente negativa de nuestros modos de vida, de nuestras costumbres y aun de nuestros ideales, sin haber previamente meditado sobre la calidad metafísica —quiero decir de última y absoluta realidad— de aquellos valores cuya ausencia entre nosotros lamentábamos, o cuya posesión deseábamos, por solo verlos realizados en otros países, y sobre la calidad de aquellos valores que, por ser más nuestros, hubiéramos podido oponerles. Habituados a evaluar mediante una estimativa arbitraria o exótica, llegamos a pensar —con harta injusticia— que, en momentos trágicos y decisivos de nuestra vida, a España la salvaban sus vicios, cuando solo merced a sus virtudes salía a flote. Hay mucho de dandysmo superficial y aun de monería de la linterna mágica en nuestra critica.

* * *

«¿Qué te parece desto, Sancho?, dijo don Quijote: ¿hay encantos que valgan contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible». En el capítulo más original del Quijote, así habla el Caballero de la Triste Figura, terminada su genial aventura de los leones. Claro se ve que es don Quijote, nuestro don Quijote, el verdadero antipolo del pragmatista, del hombre que hace del éxito, de la aventura, la vara con que se mide la virtud y la verdad. Es muy posible que un pueblo que tenga algo de don Quijote no sea siempre lo que se llama un pueblo próspero. Que sea un pueblo inferior: he aquí lo que yo no concederé nunca. Tampoco hemos de creer que sea un pueblo inútil, de existencia superflua para el conjunto de la cultura humana, ni que carezca de una misión concreta que cumplir, o de un instrumento importante en que soplar dentro de la total orquesta de la historia. Porque algún día habrá que retar a los leones, con armas totalmente inadecuadas para luchar con ellos. Y hará falta un loco que intente la aventura. Un loco ejemplar.

* * *

Después que Platón, en sus diálogos inmortales, descubre la razón, el pensamiento genérico, las ideas que todos hemos de pensar conducidos por la lógica, merced a la común estructura de nuestro entendimiento, el diálogo sigue su camino. En los diálogos del Cristo —con sus discípulos, con las turbas, con las mujeres— no se buscan razones —estas habían sido ya encontradas—, sino formas y hechos de comunión cordial. Después de la Edad Media, poco fecunda para el diálogo, aparecen, con el Renacimiento y en plena edad moderna, dos gigantescos dialogadores: Shakespeare, en Inglaterra, y Cervantes en España.

El diálogo en Shakespeare, como esencialmente dramático, suele ir complicado con la acción; tampoco allí se buscan razones: la sinrazón aparece en él con sobrada frecuencia. La actividad lógica puede llevarnos a un acuerdo, pero ¡qué poca cosa es ella en la totalidad de nuestra psique! El pensamiento marchita y deslustra la acción. Así piensa Shakespeare, porque Hamlet piensa así, y Macbeth, su antípoda, piensa lo mismo. El diálogo, como medio de inquirir lo verdadero, si os place mejor, como medio de alcanzar el reposo de lo objetivo, o, en otro aspecto, como forma de comunión amorosa, es algo que no podemos encontrar en Shakespeare. El diálogo en Shakespeare es un diálogo entre solitarios, hombres que, a fin de cuentas, cada uno ha de bastarse a sí mismo; de ningún modo se busca allí lo genérico, sino que la razón se pierde en los vericuetos de la psique individual. El fondo de cada conciencia se expresaría siempre mejor que en el diálogo en un monólogo. En verdad, los personajes del gran Will dialogan consigo mismos, porque están divididos y en pugna consigo mismos.

Cuando llegamos a Cervantes, quiero decir al Quijote, el diálogo cambia totalmente de clima. Es casi seguro que don Quijote y Sancho no hacen cosa más importante —aun para ellos mismos—, a fin de cuentas, que conversar el uno con el otro. Nada hay más seguro para don Quijote que el alma ingenua, curiosa e insaciable de su escudero. Nada hay más seguro para Sancho que el alma de su señor. Pero aquí ya no se persiguen razones a través de la selva psíquica, ya no interesa tanto la homogeneidad de la lógica como la heterogeneidad de las conciencias. Entendámonos: la razón no huelga; es como cañamazo sobre el cual bordan con hilos desiguales el caballero y el criado. No olvidemos, sin embargo, que uno de los dos dialogantes está loco, sin renunciar en lo más mínimo a tener razón, a imponer y —digámoslo en loor de nuestro Cervantes— persuadir de su total concepción del mundo y de la vida, y que el otro padece tanta cordura como desconfianza de sus razones. Y aquí nos aparece el diálogo entre dos mónadas autosuficientes y, no obstante, afanosas de complementariedad, en cierto sentido, creadoras y tan afirmadoras de su propio ser como inclinadas a una inasequible alteridad. Entre don Quijote y Sancho —esa amante pareja de varones, sin sombra de uranismo— la razón del diálogo alcanza tan grande profundidad ontológica, que solo a la luz de la metafísica de mi maestro Abel Martín puede estudiarse, como en otra ocasión demostraremos, o pretenderemos demostrar.

LXIII. Miscelánea apócrifa.

(Notas y recuerdos de Juan de Mairena)

ALEMANIA O LA EXAGERACIÓN

No es la guerra, como tantas veces os he dicho —habla Mairena a sus alumnos— el mejor modo de resolver cuestiones litigiosas entre los pueblos. Pero la guerra puede llevar a una solución aceptable, aunque incompleta, si por azar la victoria recae sobre quien la merece, y en todo caso es una solución —buena o mala— del pleito que por la guerra se ventila. Pero todo ello —reparadlo bien— a condición de que alguien la gane. Mas ¿qué pensáis vosotros de la guerra cuando nadie puede ganarla? ¿No alcanzaría entonces la guerra y, en general, todo polemismo su completa reducción al absurdo? Pues tal es la guerra, amigos queridos, que prepara la moderna Alemania prusianizada. Ellos, los alemanes, están acumulando elementos bélicos, preparan una perfecta máquina de guerra, con la cual, no una sino muchas guerras podrían ganarse. Pero al mismo tiempo, convencidos de que lo esencialmente guerrero es el ímpetu peleón que anima a los hombres, se cuidan por todos los medios —científicos, literarios, metafísicos— de aumentar el número de sus enemigos —¿cómo guerreará quien no los tenga?— y de excitarlos a reforzar sus recursos marciales. El resultado es la carrera de los armamentos; y todo ello puede terminar en una guerra contra la paz, absurda y monstruosa, que haga imposible por muchos años la amorosa convivencia entre los hombres. Para ello, no vacilará Alemania en declararse enemiga de la especie humana, ni en retarla a descomunal combate, no sin antes haber inventado, para andar por casa, otro animal —rubio germánico, incastrable— a quien deba corresponder la victoria. El resultado será que Alemania no ganará la guerra; pero Europa perderá la paz y, con ella, su hegemonía en el mundo.

* * *

Estas palabras de Juan de Mairena, anteriores a la guerra europea —Mairena murió en 1909— y, a su modo, proféticas, nos han hecho pensar en otras más recientes de Max Scheler, un egregio pensador alemán, cuya muerte no habrá llorado el führer, pero que nosotros, los españoles, debemos lamentar; porque Scheler fue un gran filósofo y un buen amigo de España. Todo un largo estudio dedicó Max Scheler a responder a esta pregunta: ¿Por qué son los alemanes tan impopulares en el extranjero? ¿A qué se debe la antipatía invencible que despiertan los alemanes fuera de su patria? Al trazarnos Max Scheler la etopeya o figura moral de la nación alemana, subraya esta desmesura, a que aludía Mairena, como nota característica, referida al trabajo, al placer que encuentra el alemán en el trabajo ilimitado, sin fines positivos, sin objetivo y sin término. Hay exageración —nos dice Max Scheler— en la manera alemana de trabajar, Tal exageración se manifiesta en este hecho: los alemanes, que no conocen más placer que el del trabajo, trabajan más de la cuenta, para llenar el tiempo. Otras naciones saben aprovechar el ocio y experimentan el placer inmediato de vivir, que es ajeno a los alemanes. El resultado de todo ello —viene a decir Max Scheler en su Die Ursachen des Deutschenbasses— es la anormalidad del ritmo del trabajo germánico, el cual de ningún modo corresponde ni a la necesidad ni al valor del producto. El impulso laborioso de los alemanes se automatiza crecientemente: ya ni rezan, ni meditan, ni contemplan, y solo parece que buscan en el trabajo el olvido de sí mismos. La organización del trabajo es entre ellos sobradamente mecánica y de aquí proviene la carencia de estilo, de forma de gusto estético y la calidad inferior de sus productos. Max Scheler añade otras razones, enderezadas a probar cómo este trabajo desmesurado y ramplón inquieta y desasosiega a otras naciones, muy propicias a ver en los alemanes a los más inoportunos advenedizos de la historia (welthistorische Emparkömmlinge), venidos al mundo para expulsar del paraíso a la humanidad entera. Y termina deseando que los alemanes, mientras enseñan laboriosidad a otros pueblos menos activos, limiten el trabajo y aprendan de aquellos la aptitud para el goce inmediato de la vida. Piensa Max Scheler —y en esto es un perfecto antípoda del führer— que es necesaria la colaboración de todas las naciones para su recíproca educación moral, y que los caracteres nacionales deben mutuamente completarse.

* * *

Mucho hubiera tenido que aprobar Juan de Mairena, y algo que oponer, en las razones de Max Scheler. Día llegará en que los alemanes se decidan a cultivar en sí mismos la aptitud para el goce inmediato de la vida; pero lo harán con tal desmesura, que las personas distinguidas —como el malogrado Max Scheler— sentirán un deseo invencible de llevar cilicios, usar la disciplina y desayunarse con cardos borriqueros untados en vinagre. Entonces se verá que no es, precisamente, una tendencia a exagerar el trabajo, sino otra más profunda y de raíz metafísica, que les lleva a exagerarlo todo, lo que puede considerarse como específicamente alemán.

* * *

Pero volvamos a Mairena, que sigue hablando a sus alumnos. «No hay defecto chico, amigos queridos. Una pequeña falta de retórica, quiero decir de arte y de medida para expresar lo lógico, y un pequeño exceso de pedantería, quiero decir una cierta carencia de tacto vital y de precaución y de ironía, ha hecho de los alemanes, gran pueblo de metafísicos, algo políticamente lamentable. Con la tendencia innata de nuestros vecinos, los franceses, al culto del buen gusto y de la mesura, y su desconfianza de cuanto excede los límites de lo natural, los alemanes no hubieran desmesurado ni la razón, ni el trabajo, ni la guerra, no hubieran creado la tensión bélica que extenúa a Europa, no hubieran disputado torpemente a los ingleses la hegemonía política de Occidente, que casi por derecho, o al menos por sufragio entre naciones, corresponderá siempre a la vieja Albión, y, al fin, hubieran obtenido la primacía cultural, que nadie habría osado disputarles».

Juan de Mairena, cuyas son las palabras que anteceden, no hablaba en los días del Tercer Reich y de la dictadura hitleriana. Acaso serían hoy otras sus razones. Acaso no. O, tal vez, convencidos de la plasticidad de lo pasado, hubiera hoy modificado sus profecías, para ponerlas más de acuerdo con los hechos actuales. Mairena sabía muy bien que no hay vaticinio completo mientras no se le contrasta y modifica con lo que hubiera podido vaticinarse, y que esto constituye una faena infinita. Recordemos, por lo demás, que Mairena solo censuraba al profeta la usuraria pretensión de no equivocarse.

* * *

Alguien reprochó a Juan de Mairena su excesiva simpatía por los ingleses. ¿Cómo explicar que Mairena señalase defectos comunes a ingleses y alemanes, y que, al mismo tiempo, les hallase disculpa en los primeros y rara vez en los segundos? Ya en más de una ocasión había afirmado Juan de Mairena cuanto había de anglo-sajón en el afán polémico de la vieja Europa. ¿Por qué lo censuraba tan agriamente solo en los alemanes? Juan de Mairena solía dar respuestas un tanto evasivas, como quien no acierta a justificar cosa tan irracional como es la simpatía; y, en verdad, que siempre ha sido muy marcada la que frecuentemente sienten los andaluces por los ingleses. Los ingleses —respondía Mairena— conservan, acaso de sus antiguos invasores latinos, anteriores a la conquista de su territorio por anglos y sajones, un cierto sentido de la medida, y hasta una cierra afición a las suyas, cualitativamente teñidas por su propia experiencia, que les lleva a no descomedir sobradamente sus cosas. Además, los ingleses tienen mundo, lo cual desde muy antiguo les llevó a no querer penetrar demasiado y, por ello, a no envidiar demasiado las características de los otros pueblos. Su orgullo insular, que tanto se les reprocha, no está exento de respeto al orgullo ajeno. Además, los ingleses tienen la costumbre de leer la Biblia, un libro interesante que ellos no han escrito. Y tienen, sobre todo, el mar, una gran experiencia planetaria, que les ha enseñado 1.º) a ver de lejos, 2.º) a remar contra viento y marea, 3.º) a saber que el hombre puede ser poca cosa, pero que, al fin, no es su destino ahogarse en poca agua. Por estas virtudes y por otras, de que hablaré algún día, vienen ejerciendo una cierta hegemonía en el mundo occidental, que no pasará sin dejar rastro.

Sobre el orgullo modesto, de que tantas veces os he hablado, quiero añadir: Poca cosa es el hombre y, sin embargo, mirad vosotros si encontráis algo que sea más que el hombre, algo, sobre todo, que aspire como el hombre a ser más de lo que es. Del ser saben todos los seres, hombres y lagartijas; del deber ser lo que no se es, solo tratan los hombres…

* * *

Es el descontento, amigos queridos, la única base de nuestra ética. Si me pedís una piedra fundamental para nuestro edificio, ahí la tenéis.

* * *

¿Puede haber un hombre, plenamente satisfecho de sí mismo, que sea plenamente tal hombre? A mi juicio —decía Mairena—, todo hombre puede tener motivos de descontento, aunque solo sea pensando en la fatalidad del morir. Pero la Muerte —la idea y el hecho— es algo que pocos miran de frente; el filósofo, sobre todo, suele mirarla de soslayo, cuando no esquivarla, seguro de que sus sistemas y doctrinas, al margen de la muerte, son como martingalas ingeniosas para ganar en el juego, las cuales solo pueden engañarnos, mientras alejamos de nuestra mente el pensamiento de la llave indefectible que ha de anularlas.

Valencia, febrero de 1938.

LXIV. Notas y recuerdos de Juan de Mairena

I

Todo hombre necesita ser lo que es para hacer lo que hace. Y viceversa. Es una sentencia de mi maestro —habla Juan de Mairena a sus alumnos— la cual, aceptada, podría llevarnos a un exceso de tolerancia. Yo no os aconsejo que la adoptéis como norma ética. Pero conviene que no la olvidéis nunca, si no queréis cometer graves injusticias.

II

La unión constituye la fuerza. Es una noción elementalísima de dinámica contra la cual nada tendríamos que oponer, si no hubiera tontos y pillos (los tontos y los pillos distan mucho menos entre sí de lo que vulgarmente se piensa) que pretenden acomodarla a sus propósitos, y que propugnan el acercamiento y la unión de elementos heterogéneos, dispares y contrapuestos, que solo pueden unirse para estrangularse.

III

Si la vida es la guerra, ¿por qué tanto mimo en la paz?

IV

No parece que a la vida de esos miles de hombres que llenan los cuarteles —decía Juan de Mairena— y que mañana serán lanzados a la muerte, se les conceda mucha importancia. Sin embargo, cada uno de ellos tiene un padre y una madre para él solo.

V

Cuando pretendemos que las cosas se vuelvan de nuestro lado, violentándolas un poco, es muy frecuente que se revuelvan, para volverse del otro.

VI

Es más difícil estar a la altura de las circunstancias que au dessus de la mêlée.

VII

Cuando encontramos un tornillo insuficientemente atornillado, convendría darle unas cuantas vueltecitas más hasta ajustarlo en su sitio. Hay quien prefiere, sin embargo, fabricar un segundo tornillo para atornillar el primero, y como este, al fin, tampoco se le ajusta lo bastante, se fabrica un tercer tornillo destinado a atornillar el tornillo que atornille el primitivo tornillo desatornillado. Y así hasta lo infinito. A esto se llamó en otros tiempos trabajar para ser pobre.

VIII

Es un intelectual, es decir, un profesional y hasta un virtuoso de la inteligencia. Excelente persona, por lo demás, pero… ¡tan poco inteligente!

IX

En las épocas de guerra hay poco tiempo para pensar. Pero las pocas cosas que pensamos se tiñen de un matiz muy parecido al de la verdad. Por ejemplo: Lo más terrible de la guerra es que, desde ella, se ve la paz, la paz que se ha perdido, como algo más terrible todavía. Cuando el guerrero lleva este pensamiento entre ceja y ceja, su semblante adquiere una cierta expresión de santidad.

X

Algunos semblantes de expresión más humilde parecen decirnos: dejadme gozar de este mal menor, de esta guerra menor, de esta tregua de la paz que llamamos la guerra.

XI

Cuando contemplamos alguno de esos gigantes rascacielos de la metafísica, por ejemplo, el de Hegel, dudamos, algo frívolamente, de que su arquitecto, un hombre de tan mal gusto, pueda haber coincidido alguna vez con la verdad.

XII

Roma es un poder del Occidente pragmático, un poder contra el Cristo, que tiene del Cristo lo bastante para defenderse de él. Similia similibus curantur: Entre Moscú, profundamente cristiano, y Roma, profundamente pagana, es Roma la que defiende al Cristo, como quien defiende la ternera para su vacuna. Moscú, en cambio, se inyecta a Carlos Marx. Pero cuando triunfe Moscú, no lo dudéis, habrá triunfado el Cristo.

XIII

Si algún día España tuviera que jugarse la última carta —habla Juan de Mairena— no la pondría en manos de los llamados optimistas, sino en manos de los desesperados por el mero hecho de haber nacido. Porque estos la jugarían valientemente, quiero decir desesperadamente, y podrían ganarla. Cuando menos, salvarían el honor, lo que equivaldría a salvar una España futura. Los otros la perderían sin jugarla, indefectiblemente, para salvar sus míseros pellejos. Habrían perdido la última carta de su baraja y no tendrían carta alguna que jugar en la nueva baraja que apareciese, más tarde, en manos del destino.

XIV

Si os encontráis algún día sitiados, como los numantinos, pensad que la única noble actitud es la numantina, la que la historia, corregida por la leyenda, atribuye a Numancia.

XV

Y cuando os queden pocas horas de vida, recordad el dicho español: «de cobardes no se ha escrito nada». Y vivid esas horas pensando en que es preciso que se escriba algo de vosotros.

XVI

Aunque os he hablado y os hablaré mucho contra la guerra —sigue conversando Mairena con sus alumnos— no quiero dejar de advertiros que la paz a ultranza, que es, al fin, el mantenimiento de una paz asentada en parte sobre las iniquidades de la guerra, es una fórmula hueca, que acaso coincida con las guerras más catastróficas de la historia. Porque una paz a todo trance tendría su más inequívoca reducción al absurdo ante este inevitable dilema: o cruzarnos de brazos ante la iniquidad, o guerrear por la justicia, si eligiésemos el primero de los dos términos. ¿Quién duda que, en ese caso, todos los hombres bien nacidos serían guerreros, y pacifistas todos los sinvergüenzas que pueblan el planeta? La paz como finalidad suprema no es menos absurda que la guerra por la fuerza misma. Ambas posiciones tienden a despojarse de todo su contenido espiritual, ambas conducen a la muerte, sin eliminar la lucha entre fieras.

LXV. Sobre algunas ideas de Juan de Mairena

I

Las ideas, en el sentido que daba a esta palabra Juan de Mairena, son objetos de intuición intelectual y se dan en el reino de lo discursivamente impensable. Por ejemplo, la idea de una creación ex nihilo, de una creación propiamente dicha, es algo que no puede alcanzarse por razonamiento, antes por el contrario, el razonamiento nos muestra su imposibilidad real. La idea de creación ex nihilo subsiste, sin embargo, como objeto de visión mental. De igual modo su contraria, la idea de un total aniquilamiento, subsiste más allá de todo razonar. La idea platónica de un deber ser, elevada sobre la totalidad del ser, la idea de un deber ser lo que no se es, aparece no menos subsistente y no menos discursivamente impensable.

No es el carácter antinómico de las ideas supremas, ni su utilidad instrumental aplicada a la totalidad de la experiencia lo que el maestro afirmaba de ellas, alguna vez, sino su valor de objeto que se ve con el intelecto, antes y después de la bancarrota de todo razonar.

* * *

Más de una vez se reprochó a Juan de Mairena el atribuir a estas ideas supra-racionales la cualidad de verdaderas, de constituir últimas y absolutas realidades, con lo cual no solo sostenía una doctrina arbitraria, sino que aparecía en abierta y flagrante oposición con su extremado escepticismo.

* * *

El reproche pudiera ser injusto; porque nada en cuanto conocemos de sus escritos nos autoriza a formularlo y sostenerlo. Mairena no se jactó nunca de haber coincidido con la verdad (en esto se distinguió mucho de los pensadores de su tiempo y, acaso, de todos los tiempos), aunque tampoco afirmaba la imposibilidad de esta coincidencia.

Lo que dijo Mairena muchas veces es que estas ideas supra-racionales eran las específicamente humanas, y que por una conducta que se ajusta a ellas se distingue el hombre de otros animales dentro del grupo de los primates, afirmación que pudiera ser tan arbitraria como la que se le imputa, pero que es, desde luego, muy otra.

* * *

Confiamos
en que no será verdad
nada de lo que pensamos.

Con esta solearilla anti-eleática encabeza Mairena muchas de las notas filosóficas que escribía para sí mismo. La palabra almohada de la copla: «confiamos», parece referirse más a la creencia que al conocimiento. De este modo procuraba Mairena matar dos pájaros —acaso tres— de un tiro. Porque, en primer término, eludía —o creía eludir— el argumento contra escépticos. Si, en efecto, hubiera dicho: pensamos o sabemos que nuestro pensamiento es falso, el contenido negativo de la frase anulaba el valor afirmativo de la misma. Sabido es que Mairena sostuvo, alguna vez, que el dicho socrático «solo sé que no sé nada» contenía la jactancia de un excesivo saber, puesto que olvidó añadir: «Y aun de esto mismo no estoy completamente seguro». En segundo lugar, la adopción de la copla proyectaba una cierta luz sobre este dicho suyo, que a muchos aparecía envuelto en misterio: «El fondo de mi pensamiento es triste; sin embargo, yo no soy un hombre triste, ni creo que contribuya a entristecer a nadie. Dicho de otro modo: la falta de adhesión a mi propio pensar me libra de su maleficio, o bien: más profundo que mi propio pensar está mi confianza en su inania, la fuente de Juventa en que se baña constantemente mi corazón».

* * *

Mas ¡cuán hondas están las aguas rejuvenecedoras de esta fuente, que es a su vez fuente Castalia, porque en ella reside, más o menos encantada por Júpiter, nuestra musa!

* * *

Para alcanzarlas se siguen muchos senderos descaminantes y desorientadores, por desdeño de la amplia vía de la razón, que es camino de todos, aunque no todos, sino muy pocos, sepan adónde conduce. El gran pecado de nuestro tiempo —decía Mairena a sus alumnos—, en que muchos se buscan y casi nadie se encuentra a sí mismo, es el apartamiento de las calzadas imperiales, y la constante búsqueda de los falsos atajos y de las sendas caprichosas, que no llevan a ninguna parte. Con fútiles pretextos, hemos abandonado la metafísica, el pensar metafísico que es el específicamente humano, abierto a la espontaneidad intelectiva y a los cuestionarios infantiles, para seguir las líneas tortuosas de dandysmo delicuescente, o de una madurez embrutecida por la fatiga y el alcohol.

¡Bah! ¿Renunciaríamos a navegar, que es caminar entre las estrellas, porque las estrellas no pueden cogerse con la mano?

* * *

¡Oh fe del meditabundo!
¡Oh fe, después del pensar!
Solo si viene un corazón al mundo
rebosa el vaso humano, se hincha el mar.

Aconsejaba Juan de Mairena a sus alumnos la máxima tensión del pensamiento, el uso pleno y aun el abuso de la lógica. Antes de recusar por inservible o insuficiente un instrumento, hay que someterlo a todas las pruebas, agotar todos sus posibles oficios.

Esto, como tantas cosas, lo vieron los griegos mejor que nadie. De aquí su abundante sofística, su desenfrenado empleo de la lógica, sobre los dos temas esenciales de su pensamiento (el heraclitano y el eleático), antes que intentara Platón la gran síntesis del alma helénica en su mítica teoría de las ideas.

LXVI. Sigue hablando Mairena a sus alumnos

I

No hay verdades estériles —habla Juan de Mairena—, ni aun siquiera aquellas que se dicen mucho después que pudieron decirse; porque nunca para la verdad es tarde. Lo censurable es que se pretenda confundir y abrumar con la verdad rezagada a quienes acertaron a decirla más oportunamente. Esto encierra una cierta injusticia y, en el fondo, falta de respeto a la verdad. Pero dejemos a un lado nuestro amor propio herido de hombres no escuchados a tiempo, y alegrémonos siempre de que la verdad se diga, aunque tardíamente, y aunque parezca dicha en contra nuestra.

II

Suele vivir el hombre crucificado sobre su propia vanidad, literalmente asado sobre las ascuas de su negra honrilla. Es condición humana este cruel suplicio —añadía Juan de Mairena— y no es justo que pierda totalmente nuestra simpatía quien lo padece. Pero también es condición del hombre el afán de mejorar esta condición, y aun la posibilidad de mejorarla, quiero decir, en este caso, de libertarse un poco de la cruz y las ascuas supradichas. Y nuestra mayor estimación irá hacia aquellos hombres que lo intentan, aunque no siempre lo consigan, a saber, hacia los hombres de espíritu filosófico que suelen pensar, más por amor a la verdad que por amor al hombrecillo que todos y cada uno de nosotros llevamos a cuestas.

III

Reparad —añadía Juan de Mairena— que las filosofías más profundas apenas si persiguen otra finalidad que la total extirpación del amor propio; lo que quiere decir que es meta tan alejada que nadie puede temer alcanzarla. Porque también es el filósofo —digámoslo de pasada— el hombre que no quisiera dar nunca en el blanco hacia el cual dispara, y para ello lo pone más allá del alcance de toda escopeta o, por el contrario (que viene a ser lo mismo), el hombre que se coloca en el blanco a que todos apuntan, convencido de que es allí donde no pueden caer las balas.

IV

Reparemos —decía Juan de Mairena— en que la humanidad produce muy de tarde en tarde hombres profundos, quiero decir hombres que ven un poco más allá de sus narices (Buda, Sócrates, Cristo); los cuales no abusan nunca de la retórica, no predican nunca al convencido, y son, por ello mismo, los únicos hombres que han tenido alguna virtud suasoria. Y esto es tan cierto que hasta pudiera probarse con números. Son hombres de buen gusto, dotados siempre de ironía, nunca pedantes —ni siquiera escriben—, rara vez a la moda y a los cuales, porque nunca pasaron, hay siempre que volver. De cuando en cuando no falta un jabato que se revuelva contra ellos, un bravo novillo que frente a ellos se encampane.

* * *

Ladrón de energías, llamaba Nietzsche al Cristo. Y es lástima —añadía Mairena— que no nos haya robado bastante.

* * *

Siempre estimé como de gusto deplorable y muestra de pensamiento superficial el escribir contra la divinidad de Jesucristo. Es el afán demoledor de los pigmeos que no admiten más tala que la suya.

No, amigos míos —sigue hablando Mairena a sus alumnos—, no puede el Cristo escapar a la divinidad de su origen o de su destino. Lo he dicho muchas veces y lo repito, aun a riesgo de parecer cargoso. O fue, como muchos piensan, el hijo de Dios, venido al mundo para expiar en la Cruz los pecados del hombre, o, como pensamos los herejes, coleccionistas de excomuniones, el hijo del hombre que se hizo Dios para expiar en la cruz los pecados de la divinidad. En este sentido prometeico y de viva blasfemia parece anunciarse el cristianismo futuro.

V

Y si el Cristo vuelve, de un modo o de otro, ¿renegaremos de Él porque también lo esperen los sacristanes?

VI

(Mairena expone y comenta sus sueños).

La otra noche soñé, decía Juan de Mairena a sus alumnos —hacia 1909—, que esta clase sin cátedra, reunión de amigos más que otra cosa, iba a ser suprimida de real orden. Toda una real orden para suprimir una clase voluntaria y gratuita. Se me acusaba de hombre que descuida la clase obligatoria y retribuida de que es titular —vosotros sabéis que no soy oficialmente profesor de retórica, sino de gimnasia— en momentos más adecuados para ejercicios físicos que para ejercicios espirituales. Siempre he sido un hombre muy atento a los propios sueños, porque ellos nos revelan nuestras más hondas inquietudes, aquellas que no siempre afloran a nuestra conciencia vigilante. Digamos de pasada que esto es una verdad sabida hoy de muchas gentes, y que yo no ignoro desde hace ya muchos años, acaso por haberla leído en algún almanaque. Lo cierto es que se me acusaba como al gran Sócrates —reparad un poco en la vanidad del durmiente— de corruptor de la juventud. La acusación era mantenida por un extraño hombrecillo con sotana eclesiástica y tricornio de guardia civil. «En los momentos solemnes —la voz del acusador era tonante y campanuda, no obstante lo diminuto de su poseedor—, en los momentos solemnísimos en que media Europa se apercibe a trabarse —y no de palabra— con la otra media, abandona usted su clase de gimnástica o, como decimos ahora, de ejercicios físicos; el cuidado de fortalecer y agilizar los músculos, de henchir los pulmones a tiempo y compás, de marchar y contramarchar; de erguirse y encuclillarse, etc., etc. —reparad en el barroco lenguaje de los sueños—, para iniciar a la juventud en toda suerte de ejercicios sofísticos —que esta es la palabra: ¡sofísticos!—, para inficionarla del negro virus del escepticismo, aficionándola a la que usted llama, hipócritamente, el cultivo de las cabezas. ¡El cultivo de las cabezas! ¡¡¡Ja, ja, ja!!! En la carcajada del hombrecillo —añadía Mairena— culminaba la estentoreidad de su voz y lo desagradable de mi sueño. Como si el cultivo de las cabezas —proseguía el acusador, con voz más concentrada y declinante— no fuese harto superfluo en las circunstancias actuales, y el más superfluo de todos los cultivos en las que se avecinan». El acusador hizo un punto grave y con él terminó su discurso y dio fin mi pesadilla.

Maicena y sus alumnos dedicaron la hora de la clase a la interpretación y al comentario del sueño. Pensaba Mairena —digámoslo de pasada— que toda fecunda onirocrisia, o arte de interpretar los ensueños, había de basarse en la observación y estudio de los ensueños propios, y que solo un soñador en el sentido más directo de la palabra, un hombre que sueña frecuentemente —(no despierto, que esto es muy otra cosa, sino mientras duerme)—, dotado no solo de este hábito más o menos morboso, sino además de atención para estos fenómenos internos y de reflexión para meditar sobre ellos, podrá decirnos algo interesante cuando pretenda juzgar los ajenos soñares sobre testimonios aportados por su vecino. No se ocultaba a Mairena que estos testimonios, por lo demás, eran en gran parte relatos de mujeres histéricas y chismosas, que mienten más que hablan, o confesiones insinceras de hombres curiosos y temerosos de su propia intimidad, de la cual saben ellos, no obstante, por autobservación, más de lo que pueda revelarles su confesor. Era Mairena un tanto rezagado en psicología, escéptico en psicología experimental; de los psiquiatras no habló casi nunca, y de los psicólogos behavioristas dijo alguna vez: son los hombres, por excelencia, que debieran dedicarse a otra cosa. Era Mairena un fanático de la psicología autoinspectiva, y de aquella otra complicada con la fantasía creadora, de algunos poetas y novelistas, como Shakespeare o Dostoievski.

El sueño de Juan de Mairena, muy retocado por la literatura, contenía un vaticinio a corto plazo, en realidad frustrado, porque la guerra europea tardó todavía cinco años en estallar. Hay que reconocer, sin embargo, que ella se estaba hinchando, como la rana de la Fontaine, y que el estallido era ya inevitable. Pero los discípulos de Mairena no repararon demasiado en la profecía. No faltó, en cambio, quien señalase que la inquietud creadora del ensueño, aparecía en él totalmente invertida con aquella real orden, que suprimía una cátedra voluntaria y gratuita, y no, precisamente, la otra, que surtía efectos en el estómago de su titular. La observación era menos sutil que maliciosa. Mairena, sin embargo, la escuchó sonriente, pensando que no siempre la malicia se chupa el dedo. «Reconozco, en efecto, que los ensueños pueden estar algo complicados con las funciones digestivas. Habéis de concederme, sin embargo, que un hombre dormido, cuando sueña, es algo más que un estómago desvelado». La clase asintió en masa a la afirmación del maestro. No faltó tampoco quien hiciese observaciones algo más profundas. «Lo verdaderamente original del ensueño —dijo un joven alumno muy avanzado en la sofística— no puede consistir en la supresión de una cátedra gratuita, para lo cual basta con retribuirla, sino en la supresión de una cátedra voluntaria, que no puede convertirse en obligatoria. Porque ¿quién pone puertas al campo, querido maestro?, ¿quién podrá impedir que nos reunamos en su casa de usted, y en alguna de las nuestras, para charlar en ellas como hacemos aquí, sobre lo humano y lo divino? Solo a un soñador, en efecto, puede ocurrírsele cosa tan peregrina como es la supresión por real orden de una clase como la nuestra».

Mairena quedó bastante complacido de la breve disertación de su discípulo. «Muy bien, amigo Martínez; ya estudiaremos, en nuestra clase de retórica, el modo de decir eso en forma más concisa e impresionante. Y ahora —añadió Mairena, después de consultar su reloj— ¿querrá decirnos algo el señor oyente?».

«Que habría mucho que hablar —respondió el interrogado— sobre lo voluntario de lo obligatorio y lo obligatorio de lo voluntario. Es problema arduo, litigioso, que pudiéramos dejar para otro día».

En cuanto a la figura del acusador, todos estuvieron de acuerdo en que no había por qué ataviar a la española —con sotana y tricornio— cosa tan universal como es la estupidez humana.

LXVII. Miscelánea apócrifa. Sigue Mairena…

I

En Madrid (tercer cuaderno de la Casa de la Cultura) aparece, con el título de Charitas, un trabajo de Joaquín Xirau, que, a mi juicio, contiene muy importantes temas de reflexión. Es Joaquín Xirau, profesor de la Universidad de Barcelona, un discípulo de Ortega y Gasset, en el mejor sentido de la palabra, que ha encontrado en la cátedra de su maestro ayuda y estímulos para pensar. Quiero decir, que Ortega y Gasset no le ha aparrado de su natural inclinación, sino que, por el contrario, le ha confirmado y alentado en ella. Es solo esta relación entre maestro y discípulo lo que pretendo hacer constar, con todo el respeto que ambos me inspiran.

* * *

Una filosofía cristiana (hubiera comentado Juan de Mairena) que no pretenda enterrar nuevamente al Cristo en Aristóteles, parece posible en España, sobre todo después de Unamuno, que tanto ha hecho patente su propósito de libertar al Cristo de la garra del Estagirita, que tanto hizo por desenclavarlo de esa cruz en que todavía le tiene Roma y donde seguramente no hubiera Él gustado de mostrarnos su agonía. Cierto que Unamuno le restituye a su verdadera Cruz, aquella en que fue realmente enclavado y a aquella otra más duradera en que san Pablo lo enclavó para siglos. Porque después de san Pablo ha sido difícil que el Cristo vuelva a asentar sus plantas sobre la tierra, como quisiéramos los herejes, los reacios al culto del Cristo Crucificado.

Yo no sé si Joaquín Xirau milita entre los nuestros, los decididamente antieclesiásticos por razones metafísicas. Su trabajo Charitas, donde pone muy de resalto la heterogeneidad, la irreductible oposición entre el eros platónico-aristotélico y el amor cristiano, no me autoriza a tanto. Lo que sí me atrevo, sin embargo, a sospechar, es, en primer término, que Xirau parece no intentar una nueva escolástica sin Aristóteles, quiero decir, una justificación del dogma cristiano, aunque al margen del intelectualismo helénico; y, en segundo lugar, que en sus meditaciones sobre el Cristianismo no ha de hacer tanto hincapié en la Crucifixión como el maestro Unamuno —el gigantesco y españolísimo Unamuno—, que no ha de tomarla como esencial punto de mira; porque no es el Cristo agonizante lo que más le interesa.

Paréceme, por lo demás, que Joaquín Xirau, un catalán de pro que honrará a toda España, ha entrado con pie derecho en la filosofía, con labor propia que realizar, que no es Joaquín Xirau —y mucho sentiría equivocarme— oveja más o menos descarriada del redil romano, con excesiva convicción de que por todas partes se va a Roma, de los que guiñan el ojo a los pastores irritados, como diciéndoles: paciencia, amigos, porque allá nos encontraremos todos. No. Es muy posible, casi seguro, que Joaquín Xirau sea fiel hasta el fin a su vocación de filósofo, y que su filosofía cristiana sea una honda meditación, más o menos sistemática, sobre la ingente experiencia del Cristo todavía en curso, que sea precisamente en Roma donde no se le vea nunca. Yo ruego a mis dioses —como dijo Darío— que así sea.

II

Tiempo es ya, tiempo es acaso todavía, de que los españoles intentemos los más hondos análisis de conciencia.

¿Adónde vamos? ¿Adónde íbamos? Preguntas son estas que llevan aparejadas otras; por ejemplo: ¿con quiénes vamos? ¿Quiénes van a ser en lo futuro nuestros compañeros en el viaje de la historia? ¡Si la guerra nos dejara pensar!…

Pero la guerra es un tema de meditación. Los filósofos no pueden eludirlo en nuestros días. Cierto que para ellos la guerra plantea un problema difícil. Dentro de la guerra hay un deber imperioso, que el filósofo menos que nadie puede eludir: el de luchar y si es preciso el de morir al lado de los mejores. Para luchar, empero, hay que tomar partido, y ello implica una visión muy honda de los propios motivos —ciertamente tan honda que se les vea coincidir con las razones— y otra, digámoslo sin rebozo, demasiado turbia y harto superficial, de los motivos del adversario. Esto pudiera cohonestar la conducta del filósofo que, para meditar sobre la guerra, pide apartamiento, del hombre que se abstiene filosóficamente de opinar, lo que, en cierto modo, supone abstención de la lucha. Mas, en oposición a esta exigencia de distancia para la visión, hay otra de vivencias (admitamos la palabreja) que toda honda visión implica. Y acaso sea algo frívola la posición del filósofo cuando piensa que la guerra es una impertinencia que viene por sorpresa a perturbar el ritmo de sus meditaciones. Porque la guerra la hemos hecho todos y es justo que todos la padezcamos; es un momento de la gran polémica que constituye nuestra vida social; nadie con mediana conciencia puede creerse totalmente irresponsable. Y si la guerra nos aparece como una sorpresa en el ámbito de nuestras meditaciones, si ella nos coge totalmente desprevenidos de categorías para pensarla, esto quiere decir mucho en contra de nuestras meditaciones, y en pro de nuestro deber de revisarlas y de arrojar no pocas al cesto de los papeles inservibles.

III

Siempre he creído —decía Mairena a sus alumnos— que la confesión de nuestros pecados y lo que es más difícil, de nuestros errores, la confidencia que, en cierto modo, nos humilla ante nuestro prójimo —sacerdote, médico, maestro, amigo, público, etc.— formará siempre parte de una técnica psicológica para el lavado de nuestro mundo interior, y para el descubrimiento de los mejores paisajes de nuestro espíritu. Ítem más, el hombre se hace tanto más fuerte, tanto más se ennudece y tonifica, cuanto más es capaz de esgrimir el látigo contra sí mismo. Todo, amigos, antes que engolados abogadetes de vuestras personillas —dejad que se las coman las ratas— porque daréis en literatos de la peor laya, ateneístas en el impeorable sentido de la palabra.

* * *

Reparad en cómo yo, que tengo mucho —bien lo reconozco— de maestro Ciruela, no esgrimo, sin embargo, nunca la palmeta contra vosotros. Mas no por falta de palmeta. La palmeta está aquí, como veis, a vuestra disposición, y yo os invito a que la uséis, aplicándoosla, cada cual a sí mismo, o sacudiendo con ella la mano de vuestro prójimo, mas siempre esto último a petición suya. Porque de ningún modo conviene que enturbiemos con amenazas el ambiente benévolo, fuera del cual no hay manera de aprender nada que valga la pena de ser sabido. Cierto que hay faltas que merecen corrección, mas son de superficie y podemos no reparar en ellas, y otras, más graves, previstas por las leyes del reino. No nos interesan, desde un punto de vista pedagógico. Nuestros yerros esenciales son hondos, y es en nosotros mismos donde los descubrimos. Si acusamos de ellos a nuestro prójimo, quizás no demos en calumniadores, pero estableceremos con él una falsísima relación, terriblemente desorientadora y descaminante, de la cual todo maestro ha de huir como de la peste. Porque indirectamente nos proponemos como modelo, no siéndolo, con lo cual le mentimos y le cerramos al mismo tiempo la única vía, o la vía mejor, para que descubra en sí mismo lo que ya nosotros hemos descubierto. Cometemos dos faltas imperdonables: la una antisocrática, no acompañando a nuestro prójimo para ayudarle a bien parir sus propias nociones, la otra, mucho más grave, anticristiana, por no haber leído atentamente aquello de la primera piedra, la profunda ironía del Cristo ante los judíos lapidadores. ¿Y qué pedagogía será la nuestra, si nos saltamos a la torera a ese par de maestros?

IV

La editorial Europa-América —hubiera dicho Juan de Mairena en nuestros días— viene dando a la estampa una serie de diminutos cuadernos muy bien elegidos, para demostrarnos que no siempre es en vano el gemido de las prensas. Todos son de leer y de meditar. Su extremada brevedad no empece a su excelencia. Mas uno hay entre ellos que a mí me parece una verdadera joya: el titulado Nuestra experiencia revolucionaria y que contiene el diálogo ente Wells y Stalin, en 23 de julio de 1934.

El inglés ha estado en Norte-América, para visitar a Roosevelt, y ahora viene a Moscú, para conversar con Stalin. No es, pues, Wells hombre que se chupe el dedo, y como buen inglés, aunque algo americanizado, no es hombre que guste de perder su tiempo. Lo recibe Stalin con franca cordialidad, sin arrumacos, sin prejuicios tampoco ni reservas mentales, mas como un hombre que está necesariamente algo de vuelta. Porque Wells a fuer de anglo-sajón es esencialmente antirrevolucionario; le asusta todo trastorno político y social. Stalin no es un fanático de la Revolución, pero carece del prejuicio antirrevolucionario. Hay en Stalin una claridad de ideas y una virtud suasoria que no alcanza nunca su interlocutor. Al inglés no le abandona todavía el miedo a la aventura: el eslavo tiene la tranquila seguridad de quien posee una experiencia. Ambos dicen estar de acuerdo en que el mundo capitalista se desmorona, Allá ellos —añadiría Juan de Mairena—. Pero, aceptada la tesis, ¿cómo no admitir la implacable lógica revolucionaria de Stalin? De aquello que se desmorona hay que esperarlo todo menos una transformación; porque si fuera capaz de transformarse, claro está que de ningún modo se desmoronaría. Substituir, construir y ayudar a caer: tal es lo esencialmente revolucionario para Stalin. La historia de todas las revoluciones le da la razón ampliamente. Quiero decir que Stalin ha visto la historia con sus propios ojos y no es fácil que se le engañe. A Wells se la han contado, y no precisamente los que la han hecho.

En cuanto a la dictadura del proletariado ¿por qué nos asustan tanto las palabras? Si el barco necesita nueva tripulación y nuevos capitanes, ¿por qué no reclutarlos en el mundo del trabajo, cuando el del capital es —por definición aceptada— el de las viejas ratas que corroen la nave? La lógica sigue siempre del lado de Stalin. ¿La lógica nada más? ¡Ah! Yo no soy más que un aprendiz de sofística, en el mejor sentido de la palabra.

En verdad —hubiera concluido Juan de Mairena, al margen ya de sus lecturas— que no son las palabras lo que más asusta, sino ciertas imágenes groseras que en muchas cabezas suelen sustituir a las ideas, por ejemplo: alguien empeñado en bordar las lises borbónicas en unas alpargatas de albañil, unas botas de charol en la espuerta de la basura, etcétera, etc. Y con estas figuraciones claro está que no se puede ir a ninguna parte.

LXVIII. Mairena póstumo

I

Con las postrimerías de una España —hubiera dicho Juan de Mairena— y el posible resurgir de otra, aparece en Francia una obra titulada Erasme et l’Espagne, cuyo autor es Marcel Bataillon. Tiene el libro una importancia capitalísima para el estudio de la cultura española del siglo XVI. El hecho de que la crítica española no haya todavía reparado en él, se explica por la casi inexistencia de una crítica española, y se disculparía, si esta crítica existiera, por las circunstancias de nuestra vida actual, sobradamente angustiosas, y por lo reciente de la publicación (1937). De todos modos, yo quiero hacer constar que cualquiera que sea la filiación política —si alguna tiene— de Marcel Bataillon, y que yo me complazco en ignorar, Marcel Bataillon es un egregio amigo de España, y de la España nuestra, que no es precisamente la que se ha vendido al extranjero al par que gritaba en Salamanca: ¡muera la inteligencia!

Digamos de pasada que una España que se vende no es una España demasiadamente española y que el grito de Salamanca, que tuvo el inmediato correctivo de Unamuno, no es tan esencialmente español como pretenderán algún día hacernos creer los enemigos de España. Porque ese grito, que no carece —confesémoslo— de precedentes españoles (recordemos la Universidad de Cervera), cuando fue proferido en la Salamanca franquista, era en gran parte de importación extranjera, y más lanzado para halagar los oídos teutónicos que para el regalo de los nuestros.

Consoladora es para nosotros la lectura del libro Erasme et l’Espagne de Marcel Bataillon, donde se dicen tantas cosas exactas y profundas sobre la prerreforma, reforma y contrarreforma religiosa en España y se pone de relieve la enorme huella de Erasmo de Rotterdam a través de nuestro gran siglo. En la honda crisis que agita las entrañas del cristianismo en aquella centuria no fue decisiva la influencia de Erasmo, sino la de Lutero, en Europa, y la de Loyola, en España, mas fue en España donde tuvo de su parte a los mejores, sin excluir a Cisneros ni a Cervantes.

En el libro de Marcel Bataillon se excluye de intento un estudio profundo de nuestros místicos, y ni siquiera se cita a Miguel de Molinos. Se explica esta laguna por la misma probidad del autor, que no gusta de extenderse demasiado más allá del tema esencial de su obra. Por fortuna, no nos faltan lecturas que nos ayuden a llenarla (Unamuno, Baruzi —su gran obra sobre Juan de la Cruz—, Américo Castro, etc.). Encontramos, en cambio, páginas definitivas sobre Arias Montano y los dos Fray-luises, y es todo el libro una ingente contribución al estudio de nuestra cultura o, como dice su autor, a la historia espiritual de España.

II

Es la tercera Fiesta de la Raza que celebramos en plena guerra, la tercera vez que el destino nos pone en el trance oficial de hablar de nuestra raza en plena guerra. En verdad que no puede haber tema que sea más nuestro, y, por ende, más de todos los días. Pero en el de hoy ha de tener una significación obligadamente más aguda. Sin embargo…

¡Fiesta de la Raza! Nuestros enemigos la celebrarán también el mismo día. La retórica, o arte de conmover, deleitar y aun de persuadir con palabras, ha de emplearse, de un lado a otro del Atlántico, con idéntico fin —la exaltación de lo hispánico— por hombres que se sienten entre sí radicalmente distintos. Esto quiere decir que las palabras deben, en este día, cruzarse cargadas de significaciones diferentes, de razones opuestas. Mas, por desdicha, todos los hombres —como decía Molière— son semejantes por las palabras y, además, en tiempos de guerra, las palabras se endurecen para convertirse en armas arrojadizas, en proyectiles del mismo metal.

¡Retórica guerrera! No la empleemos demasiado. Porque lo grande de la guerra no es la Retórica guerrera, sino lo que nuestro ejército, los héroes fieles a nuestra República y a nuestra patria están haciendo allí donde se encuentran: combatir sin tregua contra la injusticia, contra la iniquidad, sin reparar ni en el número ni en la fuerza de sus enemigos. Limitémonos a recoger algún proyectil, de los que seguramente caerán en este día a nuestros pies, arrojado por la retórica de nuestros adversarios, y sometámoslo a un examen ligero. Por ejemplo: ellos representan a la España del Cid. ¿Cómo puede faltar este nombre en un día de loor a la hispanidad? Yo me atrevo a ponerlo en duda, por razones expuestas hace más de dos años y sobre las cuales no quisiera insistir. Solo he de recordar estas: El Cid quiere decir el Señor —Rodrigo lo fue de sí mismo en alto grado— y ellos tienen más de señoritos que de señores, justifican con su conducta un diminutivo que, en labios castellanos, tuvo casi siempre una significación despectiva. De suerte que el mote de su abuelo les viene un poco ancho. Y, dejando a un lado etimologías que pueden discutirse, recordemos que esos nietos de Campeador, se parecen demasiado a los yernos del mismo, los infantes de Carrión, nos evocan demasiado la fechoría del Robledo de Corpes, para que nos obliguen a pensar en las virtudes y en el valor de su ilustre abuelo. Recordemos que si la jura en santa Gadea fue cosa del Cid —y en esto parece que la historia confirma plenamente la leyenda— el hecho nos presenta a Rodrigo, en primer lugar, como un campeón de la ética universal, y, en segundo, como un modelo de lealtad a su patria, al pueblo burgalés, cuyo mandato supo cumplir a costa del destierro. Ellos, en cambio, aparecen como los perjuros por excelencia y los desleales por antonomasia. No se destierran, como el buen Rodrigo, a fuer de leales a la hombría de bien, pretenden desterrar a la lealtad misma.

Mas ¿por qué invocar una aristocracia tan molesta que no puede pasar del siglo onceno? ¿Por qué, mucho menos, recordar la más reciente todavía del castellano leal, el conde de Benavente, que incendió su palacio por haber albergado al condestable de Borbón? El conde de Benavente dio, en efecto, una lección de españolismo a Carlos de Gante y a los flamencos que lo acompañaban, poniendo la lealtad a la patria por encima del interés y del éxito. Porque el condestable de Borbón no había traicionado a España, sino a su propio rey y en favor de España. Acaso el buen conde se adelantaba a Calderón, pensando que

el traidor no es menester
siendo la traición pasada.

Aunque me inclino a creer que su gesto estaba muy por encima de la ética de esos versos calderonianos. Despreciaba al condestable por traidor, sencillamente. Ellos, en cambio, no han quemado todavía muchos palacios por motivos tan fútiles: los han dejado arder, los han expuesto al fuego de las bombas teutonas e italianas, para no ser infieles a los invasores de su patria. La única fidelidad de que pueden jactarse es la que tuvo el conde don Julián a sus propios rencores. Y es esta aristocracia, tan antigua, lo que pueden invocar en justicia, y lo que suelen ellos callar, sin duda, por modestia. También nos dirán que la conquista de América fue cosa de ellos y que, sin sus abuelos (Cortés, Pizarro, Almagro, etc.), no se hablaría en América la lengua de Cervantes. Reconozcamos que, si esto es cierto, las virtudes de la familia han decaído tanto que son precisamente los nietos de aquellos ilustres capitanes quienes mejor trabajan porque la lengua de Cervantes desaparezca de todo el Nuevo Mundo. Por fortuna, la lengua de Cervantes (y la de Oviedo y Gómara y Bernal Díaz) la está defendiendo con su propia sangre un hombrecito que apenas se llama Pedro, y que no invoca ninguna de las virtudes tradicionales de su raza; se limita —sencillamente— a tenerlas.

Así hablaría Juan de Mairena en nuestros días, sin más objeto que el de iniciar a sus alumnos en lo que él llamaba retórica peleona o arte de descalabrar al prójimo con palabras.

III

Alguien había censurado a Juan de Mairena su enemiga contra los entusiastas del cinematógrafo, de ese magnífico instrumento de difusión cultural. Mairena respondía, dejando a un lado sus razones quietistas, de índole metafísica, que no eran del caso: «Precisamente porque nunca ignoré ese carácter esencialísimo del cinematógrafo, he combatido siempre, por desorientados y desorientadores, a quienes pretenden asignarle un valor estético, de arte grande, que no puede tener, con detrimento de su insuperable valor pedagógico. No dude usted, amigo Tortólez, que en los tiempos de Gutemberg yo hubiera protestado contra los entusiastas de la imprenta si estos hubieran sostenido que la misión de la letra de molde no era precisamente la de llevar el libro a todas partes, sino la de mejorar la calidad de los poemas, de las tragedias y de las novelas al imprimirlas, o que la imprenta había de crear una epopeya tipográfica para hacernos olvidar la Iliada de Homero o la Comedia del Dante. En verdad, no tenemos noticias de que los incunables que hoy veneramos tuvieran entusiastas de esta laya cuando eran novedades flamantes. Tuvieron en cambio, algunos enemigos entre quienes pensaban que la difusión de la cultura podría ser en perjuicio de la cultura misma. Hombres equivocados, sin duda, pero no totalmente exentos de sentido común».

IV

No falca quien piense que el miedo a las terribles consecuencias de la guerra puede evitar la guerra. Esto es pedir al miedo lo que el miedo no puede dar, como el olmo no puede dar peras. Es, por el contrario, el miedo el más importante resorte polémico. Por eso se le aguzan los dientes o se arma hasta los dientes.

* * *

Reparad en que las fieras solo pelean o por hambre, que es miedo a fallecer por falta de alimento, o para destruir a un competidor amenazante, que es miedo a la ferocidad misma, miedo al mismo miedo. Porque se confunde el valor con la ferocidad, con profundo desconocimiento de la psicología de las fieras, se ignora que el valor es virtud de los inermes de los pacíficos —nunca de los matones—, y que, a última hora, las guerras las ganan siempre los hombres de paz, nunca los jaleadores de la guerra. Solo es valiente quien puede permitirse el lujo de la animalidad que se llama amor al prójimo, y es lo específicamente humano.

LXIX. Mairena póstumo

Si la paz es, como dice san Agustín y traduce el maestro León, «una orden sosegada y un tener sosiego y firmeza en lo que pide el buen orden», y de ningún modo un equilibrio entre iniquidades, esa institución, que tan al revés lo ha entendido, más parece calumniar a la paz que servirla. Si, contra lo que nosotros pensamos acordes con san Agustín y el maestro León, la paz es el equilibrio supradicho, claro es que ninguna persona bien nacida puede ser pacifista. De donde hubiera deducido Juan de Mairena —aquel enfant terrible de la lógica— que la S.D.N. debe disolverse, y que hasta el empleo de la violencia es, para ello, recomendable.

* * *

Reparad amigos en cuán terrible cosa es la lógica, y en cuánto pueden ser desconcertantes sus consecuencias. Un organismo consagrado al mantenimiento de la paz en el mundo, disuelto a linternazos por los verdaderos amantes de la paz. ¿Risum teneatis?

* * *

Pero hablemos de cosas serias. Nada hay tan desgraciado como aquello que nos obliga a ser graciosos. Por lo demás, yo os aconsejo —hubiera dicho Mairena— que no aspiréis nunca a profesionales de la gracia, porque no hay cosa que tanto amanere y resfríe el ingenio como el creerse obligado a ser gracioso. La gracia es, generalmente, cosa de tejas arriba, de donde —todo hay que decirlo— también nos pueden llover cosas que no tienen maldita la gracia; y cuando lo sea de tejas abajo, está sometida a la sentencia popular, que encierra la solearilla andaluza.

(Pa tener gracia
se ha menester reunir
muchas circunstancias)

Y nadie hay que pueda jactarse de todas ellas.

Reparad en cuánta gracia pierde el niño el día en que averigua que su propia ínfantilidad es graciosa. Es el día crítico, mejor diré catastrófico, de la infancia, en que empieza el derrumbe de su infantilidad y, por descontado, de su gracia infantil.

* * *

Tampoco habéis de casaros —habla el maestro de retórica— con la seriedad, jaleándoos a vosotros mismos, con el nombre de sacerdotes de las letras o de las artes. Porque daréis en sacristanes para toda la vida. ¡Ojo a esto que es muy grave!

* * *

Yo gusto de advertiros los peligros en que podéis incurrir, sin que ello implique grave censura para vuestros ejercicios de clase. En general son buenos, y en ellos tengo yo mucho que aprender. Mas, reparad en que un maestro de retórica puede optar entre la fácil tarea de enseñar a sus alumnos una manera literaria, y la tarea, algo más delicada y difícil, de ponerles en guardia contra todo amaneramiento literario. Para este último, hay que atender a corregir al autor, antes de su ejercicio.

* * *

El maestro José Bergamín —ignoro cuál sea su filiación política, si alguna tiene— ha escrito recientemente tres insuperables sonetos A Cristo crucificado ante el mar. Tres sonetos en que parecen latir todavía las más vivas arterias de nuestro mejor barroco literario, y que figurarán algún día en los mejores florilegios de nuestra lírica. Dejemos, para tratado aparte, la significación de este resurgir del soneto en España. Anotemos que José Bergamín está muy de vuelta, acaso lo estuvo siempre, del culto algo estéril y, a mi entender, rezagado de nuestro barroco de superficie, con signo culterano o conceptista. Anotemos también que, a fuer de buscador de raíces, no reniega de la tradición hispánica, ni de los precedentes más inmediatos de su propia obra, como lo prueba el verso de Unamuno que reproduce a la cabeza de sus tres sonetos. Por esta razón Mairena lo hubiera incluido siempre entre los originales, nunca entre los novedosos.

Me agradaría decir que el mejor de los tres sonetos es el primero, aunque la verdad sea que los tres son mejores, y ello por no aquiescer al aserto, tan frívolo como autorizado, de que solo es poeta el que afirma o el que niega. A mi juicio, es poeta también y sobre todo el que pregunta. Y el primero de los tres sonetos de Bergamín es todo él una interrogación, que envuelve un mar de interrogantes. Un mar de confusiones, en el mejor sentido de la palabra. En la estrofa dantesca —fue Dante, según pienso, padre mayor y definitivo del soneto, esa tardía flor de la escolástica— nos presenta Bergamín al Cristo crucificado, anclado en Cruz, junto a la mar multisonora. Un Cristo agonizante, la eternidad que expira junto a una muerte cantora. ¿Por qué canta la mar en el silencio de Dios? ¿Por qué muere la vida? ¿Por qué y para quién canta la muerte?

¿Me engañas tú o el mar, al contemplarte
ancla celeste en tierra marinera,
mortal memoria ante inmortal olvido?

En el segundo soneto, líricamente el mejor, la poesía de Bergamín se encrespa y aborrasca —las cuadernas del soneto crujen, pero no ceden— con sobrada tormenta para el vaso barroco.

Relampaguea, de tormenta suma,
la faz divinamente atormentada
del hijo a tus entrañas evadido.

Y en el tercero se remansa y aquieta con el triunfo del Cristo agonizante, ante la mar implorante y piadosa, la engendradora de su creador (digámoslo desviando un poco la paradoja del maestro León) que viene a pedirle, a suplicarle la voz con que lo engendre. Porque la mar aspira a redimirse. (Aquí pondría Mairena una interrogación). Mas Bergamín termina con un imperativo

(Y entrégale tu grito arrebatado)

el característico imperativo de nuestros sonetos.

* * *

De nuestros sonetos y, en general, de nuestra lírica, donde abundan, superabundan las voces de mando o de súplica.

* * *

Del barroco literario español —decía Juan de Mairena a sus alumnos— la catedral, de puro estilo jesuita, la encontraréis, acaso, en el teatro de don Pedro Calderón de la Barca, del Calderón más calderoniano, que no es, a mi juicio, tanto el continuador de Lope como un arquitecto definitivo en nuestras letras doradas. Cuanto hay en él de final se pone de resalto, tal vez excesivo, por el gran barranco que, tras de su teatro, aparece en nuestras letras, un ancho foso sin puente levadizo. Como obra de teatro nada hay, acaso, más sólido en nuestras letras que una comedia de Calderón; por ejemplo: El Príncipe constante, que —digámoslo de paso— no se representa en España desde los tiempos de Isidoro Máiquez. Es en ella donde ese gran poeta de arreboles, de arreboles donde nada amanece, pinta y dibuja con brillo más esplendoroso y trazos más firmes las llamas de una declinante españolidad. Un gran incendio de teatro, ciertamente, pero en el cual —como dijo un coplero— se oculta un ascua verdadera, que todavía podemos aplicar a nuestra sardina.

* * *

Disimulad, amigos queridos —decía Juan de Mairena—, si alguna vez parece que pretendo yo echármelas de crítico y hasta de crítico de teatros. A nada aspiro yo menos que a eso. Alguna vez escribí algo destinado a la escena, mas nunca pretendí oficiar de portero, para que nadie pasase a ella sin hablarme. Contra la crítica de entonces guardo yo algunos rencorcillos, y a curarme de todos ellos aguardo para decir todo lo malo que pensaba de ella muy antes de soportar sus impertinencias o, al par que las soportaba, cuando recaían en alguien mucho mejor que yo y se convertían en verdaderas insolencias. En verdad, poca importancia podían tener las tachas que se ponía a mis comedias, y que no coincidían, ni por casualidad, con sus muchos defectos, cuando al creador de todo un teatro se le decía: ¿por qué no se dedica usted a otra cosa? Contra estos desmanes de almogávares del escalpelo habéis de estar en guardia, para nunca incurrir en ellos.

En general, yo os aconsejo que nunca os arrepintáis de los elogios sinceros que prodigáis a la obra de vuestro vecino; porque ello es señal de que algo bueno habéis visto en ella. Y por muy pequeño que sea el acierto objetivo de esos elogios, siempre estaréis con ellos más cerca de la verdadera crítica, que si pretendéis definir una obra por sus faltas o defectos, es decir, por todo aquello de que la obra carece. Acaso esto explica por qué la crítica benévola, de buena voluntad, es la única que deja rastro fecundo y por qué los más altos jueces (Cervantes, Goethe) fueron tan pródigos en el elogio.

LXX. Mairena póstumo

Si dais en literatos —decía Juan de Mairena a sus alumnos—, quiero decir en pretensos mágicos prodigiosos de la expresión por medio de las palabras, no habéis de olvidar que lo verdaderamente taumatúrgico —obrador del portento— consiste en hacerse comprender por las mismas piedras de la calle. Que sea esta empresa la que tiente vuestra ambición, y no la contraria, también difícil aunque no tanto: la de enturbiarle las ideas a quienes más claras las tenían. Os digo esto pensando que no habéis de apartaros por completo del culto supersticioso a la dificultad, que es propio de los virtuosos de todas las artes.

* * *

Si no has tiraíllo piedras
poquillo te va faltando.

Es manera afectuosa y andaluza, como parece indicar el diminutivo aplicado a la expresión verbal, de decir a un prójimo: Estás a punto de volverte loco para incurrir en el mayor desmán de la locura, y acaso es tiempo todavía de evitar la catástrofe. Reparad en cómo el poeta pudo decir: Poco te falta para volverte loco, que sería una expresión perfectamente lógica, intemporal, de la misma idea. Prefirió, sin embargo, la expresión temporal que alarga el presente, un presente que fluye, con el empleo del gerundio, precedido de un verbo de movimiento.

Desde un punto de vista emotivo, comprenderéis que no es lo mismo decir poco te falta que poco te va faltando; porque en el primer caso se alude a un concepto, en el segundo a una viva intuición. Yo os aconsejo que meditéis sobre el empleo de los gerundios en poesía, porque los preceptistas que, fuera de sus preceptos no saben nada de nada, os hablarán contra ellos. Traedme, para el próximo día de clase, un análisis, a nuestro modo, de los versos anotados y otro sobre la siguiente estrofa de san Juan de la Cruz:

Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,

y, yéndolos mirando,
con solo su figura,
vestidos los dejó de su hermosura.

Reparad en la estructura temporal de estos versos, y en cómo nuestra poesía, antes de encerrarse en la cápsula barroca, o en la neoclásica, se inclina más hacia el verbo que hacia el substantivo. Y los que tengan alguna noción de la lengua inglesa, reparen en cómo los ingleses —un pueblo de poetas y de navegantes— se inclinan al uso y hasta al abuso del gerundio. Los franceses, en cambio —pueblo esencialmente lógico—, no dirán nunca yo estoy haciendo, sino yo hago, me ocupo, me entretengo o me esfuerzo en hacer, etc.

* * *

(Don Blas Zambrano).

Y aunque su vida murió,
nos dejó harto consuelo
su memoria.

Pláceme recordar —hubiera dicho Juan de Mairena a sus alumnos— estos versos de don Jorge Manrique, siempre que muere algún amigo querido. Harto consuelo, en efecto, nos ha dejado don Blas Zambrano al morir, el mejor y, acaso, el único que puede dejar un hombre cuando muere. Se fue, pero no se nos fue, quiero decir que algo suyo, muy suyo, inconfundiblemente suyo ha quedado vibrando en nuestros corazones. A este algo inconfundible y, por ello mismo, indefinible, llamo yo, para entenderme, la sonrisa de don Blas.

Era don Blas Zambrano, cuando lo conocí en Segovia, hombre maduro, frisando en los cincuenta, figura varonil aunque nada imponente, la cabeza, entre romano y florentina, muy noble. Algunos pensábamos al verle en el Nicolo Uzzano de Donatello. Emiliano Barral lo esculpió en piedra durísima y le llamaba —a don Blas y a su busto en piedra— el arquitecto del Acueducto. Y así acabamos llamándole todos, con expresión familiar, no exenta de ironía por lo desmesurado del anacronismo, pero que no excluía el respeto ni, mucho menos, la estimación. Don Blas sonreía satisfecho —y esto era lo más suyo— al oírse llamar así. Y yo pensaba que la calidad moral de los hombres puede medirse, con relación a su edad, por la mayor o menor cantidad de años que se quitan de encima cuando sonríen. Y en la sonrisa de don Blas había algo perfectamente infantil.

Era don Blas Zambrano maestro de profesión y, sobre todo, de vocación, una vocación de la cual ni él mismo parecía darse cuenta. Reparad en que los hombres más finos no suelen preciarse ni de llamados ni de elegidos. En el grupo de sus amigos abundan los jóvenes que no habían pisado las aulas de la Escuela Normal, donde don Blas prestaba estrictamente sus servicios oficiales, pero que preferían el trato de don Blas al de sus viejos profesores del instituto, de la universidad, de las escuelas superiores donde habían estudiado. Ninguno de ellos se llamaba discípulo de don Blas —si alguno lo había sido en el sentido más literal de la palabra parecía no recordarlo—, pero todos lo reconocían por maestro, al declarar que, en su formación espiritual, debían mucho a don Blas, y casi nada a sus viejos profesores. Entre los amigos de don Blas, el grupo de los nuestros, había —no lo olvidaré— un joven que terminaba sus estudios de la Escuela de Artillería. Sabíamos de él que, durante toda la carrera, había sido el primero en todas las clases, que sus profesores y sus condiscípulos lo reconocían y que ninguno, por lo demás, puso tacha en su conducta privada. Sabíamos también que, con todo ello, sus compañeros no lo estimaban, porque decían de él que carecía en absoluto de vocación militar. El mismo joven a que aludo parecía reconocerlo: a muchos de nosotros no nos costaba gran trabajo creerlo, y pensábamos de él que, andando el tiempo, sería acaso un distinguido desertor de su oficio. Los hechos, sin embargo, vinieron un día a darnos una terrible lección. Porque la historia militar del joven teniente fue tan breve como gloriosa. Un día supimos de él que había muerto en África, salvando la batería que mandaba, cuando sus servidores quedaron fuera de combate, muertos los unos, y obligados fugitivos los otros. Yo pensaba ¿por qué los buenos, los mejores de esta magnífica y encantada Segovia son siempre los amigos de don Blas? Algo hay, sin duda y muy hondo y muy esencial en él para que este hombre nada imponente, nada importante, que ni siquiera es segoviano, reúna en torno suyo a la verdadera aristocracia juvenil de Segovia. Entre veras y burlas se lo dije un día: «amigo don Bias, para saber a quién se debe tratar en este pueblo, hay que preguntar siempre si es amigo de usted». Don Blas sonreía satisfecho, con sonrisa infantil, un tanto ruborosa, una sonrisa fugaz que no interrumpía, sino en momentos reveladores, la seriedad de su rostro.

Era don Bias un alma benevolente, quiero decir deseosa del bien, de ningún modo indulgente con lo ruin o encanallado. Acaso acompañaba a don Bias una honda fe en que no todo ha de estar necesariamente podrido en el hombre. Por lo demás hay muchas maneras de ser maestro, y no es la peor la de saber inclinarse hacia los buenos. Quien así ejerce su magisterio a lo largo de toda su vida es, no solamente una esponja que se empapa en virtudes, sino además un magnífico instrumento de selección, y un guía seg1.1ro para los otros.

Vi a don Bias por última vez en Barcelona, acompañado de su hija esta María Zambrano que tanto y tan justamente admiramos todos. Pláceme recordarlo así, ¡tan bien acompañado! Encontré a don Blas algo envejecido para los años que yo le suponía --de sesenta y cinco a sesenta y siete y algo físicamente decaído. Pareciome, sin embargo, que lo más suyo, lo indefinible personal que nos permite recordar y reconocer a las personas, no solo no se había borrado en él, sino que aparecía más intacto que nunca. De tarde en tarde, como siempre, su rostro se iluminaba con aquella sonrisa de fondo, que yo interpretaba como expresión de una infantilidad deseosa y esperanzada del bien. Y hoy pienso que, si es esto lo que don Bias trajo consigo al mundo y esto es también lo que tenía al llegar a los umbrales de la muerte, acaso sea esto, que parece dejarnos para el recuerdo, precisamente lo que él se lleva. Y ello sería en verdad consolador, si es que, como muchos pensamos, el destino de todos los hombres es aproximadamente el mismo.

* * *

(Don Juan Tenorio).

Llamé al cielo y no me oyó;
y pues sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra
responda el cielo, no yo.

En estos cuatro versos de nuestro —¡y tan nuestro!— romántico Zorrilla —sigue hablando Mairena a sus alumnos— culmina el latiguillo de nuestros actores, juntamente con el aplauso popular. Y como estos versos, como tantos otros, llevan cerca de un siglo resbalando por la piel elefantina de nuestros delicados, me atrevo a recomendarlos a vuestra reflexión.

* * *

(El Zapatero y el Rey).

Reparad también en estos otros, que pone Zorrilla en boca de don Pedro el Cruel, en su magnífico drama El Zapatero y el Rey:

Vamos a apurar mi estrella,
sin fe, pero con valor;
que lo que en suerte me falta
me sobra de corazón.

Comparad estos versos con las últimas palabras del gigantesco Macbeth, de Shakespeare, cuando se decide a afrontar su lucha con un adversario invencible.

* * *

(La metafísica del orgullo).

Llegaremos a una verdadera metafísica del orgullo —decía Juan de Mairena a sus alumnos— el día de nuestra máxima modestia, cuando hayamos averiguado el carácter faltusco, la esencial insuficiencia del existir humano, y aspiremos a Dios para rendirle estrecha cuenta de nuestra conducta y a pedirle cuenta, no menos estrecha, de la suya.

Juan de Mairena en Madrid. Cuadernos de la Casa de la Cultura y en Servicio Español de Información

(1937)

LXXI. Notas de actualidad

En España —habla Juan de Mairena a sus alumnos—, este ancho promontorio de Europa, han de reñirse todavía batallas muy importantes para el mundo occidental. Cuando penséis en España, no olvidéis ni su historia ni su tradición; pero no creáis que la esencia española os la puede revelar el pasado. Esto es lo que suelen ignorar los historiadores. Un pueblo es siempre una empresa futura, un arco tendido hacia el mañana. El que este mañana nos sea desconocido no invalida la necesidad de su previo conocimiento para explicarnos todo lo demás. De modo que la verdadera historia de un pueblo no la encontraréis casi nunca en lo que de él se ha escrito. El hombre lleva la historia —cuando la lleva— dentro de sí: ella se le revela como deseo y esperanza, como temor, a veces, mas siempre complicada con el futuro. Un pueblo es una muchedumbre de hombres que temen, desean y esperan aproximadamente las mismas cosas. Sin conocer alguna de ellas, no haréis nada, en historia, que merezca leerse.

No olvidéis, sin embargo, que, desde otro punto de visea, el hombre, futurista incurable, es el único animal tradicionalista, y que el pasado adquiere para él un extraño prestigio. Reparad —aunque solo de paso— en que es el hombre, entre los primates, el único animal capaz de preocuparse más de sus mayores que de sus pequeños y, por descontado, el único animal que venera a sus abuelos. Reparad también en que la memoria humana es tan extensa y vigorosa, que por ella, sobre todo, aventaja el hombre a las otras alimañas de su grupo zoológico. Justamente enorgullecido de su memoria, llega el hombre a pensar que es, precisamente, lo pasado aquello que no pasa, porque los hechos cósmicos, cualquiera que sea su naturaleza, quedan solidificados e inmutables en el fluir de nuestra conciencia, al pasar de la percepción al recuerdo. Tal es uno de los milagros que atribuye el hombre a su intervención en el universo.

* * *

Contra el prestigio desmesurado de lo pretérito hemos de estar en guardia y esgrimir todas las armas de nuestro escepticismo. Vivimos hacia el futuro, ante una inagotable caja de sorpresas, y el más hondo y veraz sentimiento del hombre es su inquietud ante la infinita imprevisibilidad del mañana. Y no menos en guardia hemos de colocarnos contra un futurismo radical, tan reductible al absurdo como el futurismo extremado. Porque, en la máquina de silogismos que llevamos a cuestas, nuestras razones son valores conocidos, en los cuales pervive un pasado. De otro modo las premisas de nuestros razonamientos no conservarían su validez en el momento de concluir algo de ellas.

Es muy posible —hubiera dicho Mairena en nuestros días— que la súbita desaparición del señorito y la no menos súbita aparición del señorío en los rostros de nuestros milicianos sean dos fenómenos concomitantes, que tengan como causa común la presencia de la muerte en los umbrales de la conciencia humana. Porque la muerte es cosa de hombres —digámoslo a la manera popular— o, como piensa Heidegger, una característica esencial de la existencia humana, de ningún modo un accidente de ella; y solo el hombre —nunca el señorito—, el hombre íntimamente humano, en cuanto ser consagrado a la muerte (Sein zum Tode), puede mirarla cara a cara. Hay en los rostros de nuestros milicianos —hombres que van a la guerra por convicción moral, nunca como profesionales de ella— el signo de una profunda y contenida reflexión sobre la muerte. Vistos a la luz de la metafísica heideggeriana es fácil advertir en estos rostros una expresión de angustia, dominada por una decisión suprema, el signo de resignación y triunfo de aquella libertad para la muerte (Freiheit zum Tode) a que alude el ilustre filósofo de Friburgo.

* * *

A la muerte de D. Miguel de Unamuno hubiera dicho Juan de Mairena: «de todos los grandes pensadores que hicieron de la muerte tema esencial de sus meditaciones, fue Unamuno el que menos habló de resignarse a ella. Tal fue la nota antisenequista, original y españolísima, no obstante, de este incansable poeta de la angustia española. Porque fue Unamuno todo menos que un estoico, le negaron muchos el don filosófico que poseía en sumo grado. La crítica, sin embargo, deberá señalar que, coincidiendo con los últimos años de Unamuno, renace en Europa toda una metafísica existencialista, profundamente humana, que tiene a Unamuno, no solo entre sus adeptos, sino también —digámoslo sin rebozo— entre sus precursores. De ello hablaremos largamente otro día. Señalemos hoy que Unamuno ha muerto repentinamente, como el que muere en guerra. ¿Contra quién? Quizá contra sí mismo; acaso también, aunque muchos no lo crean, contra los hombres que han vendido a España y traicionado a su pueblo. ¿Contra el pueblo mismo? No lo he creído nunca ni lo creeré jamás».

LXXII. Sobre el cinismo. Antístenes, Rousseau, Lenin

También la cultura —habla Juan de Mairena a sus alumnos— necesita ser podada, en beneficio de sus frutos, como los árboles demasiado frondosos. Y a falta de una poda consciente y sabia, bueno es el huracán. Muchas veces ha sido, muchas veces será a través de la historia, sacudido el árbol de la cultura por un fuerte vendaval de cinismo: quiero decir de elementalidad humana. No hay que asustarse, amigos míos: la historia procede por vendavales, y en el declive de muchas civilizaciones sopla el cinismo con demasiada frecuencia. ¿Es el árbol mismo de la cultura lo que peligra? No lo creo. Muchas hojas secas se lleva ese viento y, de paso, algunas ramas, no todas superfluas. Mas cuanto el árbol pierde en la espesura de su ramaje puede ganarlo en el vigor de su savia, en la hondura de sus raíces, a última hora, en la sazón de sus frutos.

* * *

Entre los socráticos incompletos, fue Antístenes el cinico, que profesó su doctrina en el Gimnasio de Cinosargos, quien refleja mejor entre los griegos, según opinión muy generalizada, el aspecto moral de la personalidad del maestro. Y fue el cínico Antístenes un profesor de virtud, un fanático de la veracidad, quiero decir de la verdad del hombre, en pugna con toda hipocresía, uno de los primeros en declarar superflua gran parte de la refinada y copiosa cultura de su templo. Fue el cinismo una escuela de ascetismo y renunciación, no siempre bien interpretada, que lleva implícito un pensamiento tan helénico que los griegos no se curaron nunca de encerrarlo en fórmulas rígidas: «no es el hombre para la cultura, sino la cultura para el hombre, para los hombres libres, en última instancia para cada hombre, de ningún modo un ingente fardo para levantado en vilo por todos los hombres». El problema humano, a que responde el cinismo, se plantea siempre que la cultura acumulada pierde vigor y se aleja del espíritu que la engendró, cuando se trueca, parcialmente al menos, en cultura muerta. Se produce entonces el fenómeno específicamente cínico: la rebelión de la elementalidad contra la cultura, con su consiguiente regresión a los llamados estados de naturaleza, denominados por las urgencias vitales, a la creencia más o menos ingenua en que son estas la fuente originaria de los valores humanos más auténticos. Por eso decía mi maestro —Mairena alude a Abel Martín—: «en toda catástrofe moral solo quedan en pie las virtudes cínicas».

* * *

Y no ha sido el cinismo, ciertamente, un ideal tan negativo que no contribuyera más de una vez a fecundar la historia con la revelación de valores nuevos. Dejando a un lado el Cristianismo, que tiene mucho de oleada cínica frente a la cultura pagana, por ser tema demasiado vasto, y viniendo a nuestra edad moderna, nos encontramos, en pleno siglo XVIII, con la gigantesca personalidad del cínico Juan Jacobo Rousseau.

Hacia los días en que se anuncia la enorme Enciclopedia contesta negativamente a la Academia de Dijon, que había preguntado si la renovación de las ciencias y las artes contribuye al mejoramiento de las costumbres. La pregunta llevaba implícita una intención cínica. Plenamente cínica fue la respuesta del ginebrino en su Discours sur les sciences et les arts. Inicia Rousseau con aquel trabajo, en el que publicó algunos años más tarde sobre El origen de la desigualdad entre los hombres, después con toda su obra, una potente reacción sentimental contra una cultura lastrada en demasía de razón y de inteligencia, una nueva fe en la bondad de la naturaleza, una fe renovada en el estado original del hombre. Y surge con Rousseau, con el influjo de aquel cínico enfant de la nature, todo el Romanticismo, esa vasta corriente emocional que lleva tantas cosas enormes y dispersas, sin excluir a los ingentes rascacielos de las metafísicas postkantianas —razón desmesurada por el sentimiento. El cinismo de Rousseau buscó el hombre auténtico en el hombre sentimental. Lo que de ningún modo quiere decir que lo encontrara.

* * *

Con Rousseau y contra Rousseau —hubiera dicho hoy Mairena— aparece el cinismo de nuestros días. Contra Rousseau, en cuanto combate la vieja cultura romántica que pretende sobrevivir, es convertida en patrimonio de clase, en cuanto impugna la mentalidad burguesa, que fustiga Lenin con el odio implacable de los cínicos a los hipócritas. Con Rousseau, el inmortal ginebrino, en cuanto prosigue en la afanosa búsqueda del hombre verídico, y propugna una regresión desde una cultura ficticia y decadente, a una auténtica elementalidad humana.

Y el viejo Antístenes sonríe, contra su costumbre, ante el culto de Hércules, su héroe preferido, que tiende a restaurarse.

Mas de los tiempos hercúleos que se avecinan hablaremos más largamente otro día.

LXXIII. Notas al margen

(Ereutofobia o temor de ruborizarse).

Un trabajo «completo» de don Gonzalo R. Lafora sobre el sentimiento de vergüenza. Al llamarle «completo», quiero decir que en él se contiene, a mi juicio, no solo una aguda crítica de cuanto más substancioso se ha escrito sobre un tema ya viejo (1864), en los anales de la Psiquiatría, sino también, y sobre todo, copiosa mies de observaciones propias y reflexiones originales de nuestro gran psiquiatra. Que el doctor Lafora perdone la incompetencia del elogio en gracia a la sinceridad del mismo. De algún modo hemos de manifestar nuestra gratitud a quien siempre leímos con todo el respeto que debe inspirarnos el verdadero saber, y con el provecho —no siempre confesado— que alguna vez se obtiene del saber ajeno, para el mejoramiento de nuestra exigua minerva.

* * *

(Notas de Juan de Mairena sobre el rubor).

Cuatro clases conozco de rubor —habla Mairena a sus alumnos—, aunque no todas por la propia experiencia. PRIMERO.— El clásico rubor de los tímidos, inseguros o insuficientes, el rubor por miedo a revelar defectos, vicios o pecados que merecen la repulsa social o, al menos, un juicio poco favorable de la opinión ajena. SEGUNDO.— Un rubor menos frecuente, que a veces nos asalta, por miedo a la calumnia, a ser acusados de acciones reprobables que no hemos cometido y que, acaso, no habríamos nunca pensado cometer. También este rubor es propio de los tímidos, pero no de los tímidos por insuficiencia mental, sino por exceso de reflexión autoinspectiva; es un rubor de hombres nada frívolos que ahondaron en el nosce te ipsum, en la sentencia délfica, hasta alcanzar una perfecta comprensión del clásico aforismo: homo sum nihil humanum, etc. Así, cuando en esta clase faltó un reloj, que uno de vosotros había dejado por olvido sobre mi mesa, yo enrojecí ¿lo recordáis? temiendo que pudierais pensar que era yo, vuestro amado maestro, quien lo había hurtado o distraído; acaso también porque no estaba yo completamente seguro —¿quién puede estarlo?— de una absoluta incapacidad para cosa tan humana como es el atentar contra la propiedad ajena. Afortunadamente, el reloj apareció y fue devuelto alegremente a su dueño por uno de vosotros, que había querido gastar una broma a su compañero. TERCERO.— El rubor que pudiéramos llamar rubor compensatorio de la frescura. Con este rubor nos avergonzamos de la inverecundia de nuestros prójimos y por pecados que nosotros no cometeríamos nunca. Más de una vez he sentido mi tez aborracharse hasta el rojo guindilla, oyendo a nuestros recitadores y recitadoras bramar, y aun rugir, los versos más suaves de nuestra lírica, atiplar los más graves, saltarse a la torera los pocos acentos emotivos que les puso el poeta, recalcar hasta la impertinencia todo lo inepto o malogrado de los más lozanos frutos de nuestro Parnaso. CUARTO.— El rubor nada ereutofóbico, que advertimos en algunas mujeres, las cuales nunca enrojecen por el miedo, sino por el deseo y el gusto de ruborizarse; quiero decir que dominan y disponen de sus reacciones vasomotoras para adornarse con el carmín de la vergüenza, en ocasiones más o menos oportunas, como otras mujeres disponen de lágrimas auténticas y abundantes para verterlas en todos los funerales.

* * *

(Melaninas, por don José Giral).

Algún día, cuando se escriba la historia de nuestra gloriosa República, alguien hará constar que las figuras más representativas de ella, tanto en los días trágicos y borrascosos, como en los días de bonanza, no fueron profesionales de la política ni de la cultura, sino hombres consagrados a las actividades de la cultura, a las nobles y arduas faenas del pensamiento, hombres conocidos ya durante la monarquía, por sus valiosas aportaciones a la ciencia, a la literatura, a las artes, a la jurisprudencia, y de los cuales sabíamos, además, que eran republicanos, es decir, que nada debían y nada esperaban del régimen entonces imperante.

De don José Giral sabíamos ya que era un hombre de laboratorio y un ilustre profesor, de quien muchas promociones de estudiantes habían aprendido, primero en Salamanca, después en Madrid, la química biológica. La política no añadía nada a su gloria, menos a su provecho, pero él ennoblecía la política, contribuía a convertirla en actividad fecunda para su pueblo, consagrándole su tiempo y su trabajo, por un imperativo patriótico que le apartaba temporalmente de sus amadas tareas profesionales. A nadie puede extrañar que don José Giral, nuestro actual Ministro de Estado, y el sabio químico de siempre, nos ofrezca hoy un magnífico estudio sobre las melaninas, sobre esos pigmentos negros o pardos que, si no he entendido mal, se complican, alguna vez, con la luz negra

que hace cantar a Pan bajo las viñas

y a la cual aludía el poeta Rubén Darío en su Elogio de los ojos de Julia.

* * *

(Nota de Juan de Mairena a don José Giral).

Los bachilleres de mi tiempo estudiábamos una química a ojo de buen cubero, que se detenía en los umbrales de la química orgánica y en una lección, de funesta memoria para mí, que se titulaba Brevísima idea de los hidrocarburos. Era la última y más extensa lección del libro y la única que no alcancé a estudiar. Por desdicha, me tocó en suerte a la hora del examen. «Los hidrocarburos —dije yo, con voz entrecortada por el terror al suspenso inevitable— son unas substancias compuestas de hidrógeno y de carbono». Y como el catedrático me invitase a continuar, añadí humildemente: «Como dice: brevísima idea…». Tal fue mi primer examen de química en el Instituto del Cardenal Cisneros de Madrid. Del segundo, menos desdichado, solo recuerdo que fue en septiembre y en una tarde lluviosa.

LXXIV. Notas del tiempo. Voces de calidad

Thomas Mann, alma nobilísima de la eterna Alemania, de esa Alemania que nosotros, los españoles —digámoslo hoy bajo las bombas asesinas de la Alemania hitleriana—, amaremos siempre por su enorme tributo a la cultura universal, ha perdido el derecho a llamarse doctor honorario de la Universidad de Bonn, y ello como consecuencia inevitable de la anterior pérdida de su ciudadanía. De modo que, el egregio autor de la Montaña Encantada, ya no es alemán, ni siquiera doctor, en el concepto de Hitler y de sus secuaces, en opinión de esa Alemania de última hora, donde, como vulgarmente se dice, los patos se tiran a las escopetas.

Thomas Mann respondió a la grotesca excomunión con una carta admirable, de todos conocida, en que rebosan el «amor» y el «desprecio»: amor entrañable a la Alemania inmortal, que es la suya —¿quién podrá disputarle esta gloria—, y desprecio a los hombres que hoy la detentan, arruinan y deshonran? «¡Suponer que he deshonrado yo al Reich, a Alemania, por confesar que estoy contra ellos! Cuando, después de todo, quizá no está lejano el momento en que sea de suprema importancia para el pueblo alemán no confundirse con ellos…». Hagamos votos para que se cumpla la profecía de Thomas Mann, y que llegue pronto el día en que esos homúnculos que hoy se dicen representar a Alemania sean arrojados al aire desde un alto patíbulo, merced al patriótico puntapié en el bajo vientre que les aplique la boca ferrada del «alemán desconocido», con la aquiescencia y el aplauso de la docta Alemania que todos veneramos.

* * *

(Habla Juan de Mairena).

No debe el hombre —decía Juan de Mairena— disponer de la vida del hombre; quiero decir que no debe utilizar a su prójimo y degradarlo hasta quitarle su dignidad de fin, para convertirlo en medio, supeditado a la vida ajena. Reconozco, sin embargo, que esto puede discutirse. Porque, si los hombres necesitan unos de otros para vivir y ello hasta el sacrificio, es claro que la suprema finalidad humana no está en el hombre —el hombre individual—, sino más bien en el complejo social o agregado de hombres. Pero lo verdaderamente inaceptable es que el hombre mate a su prójimo, es decir, que «disponga de su muerte». Esto es lo verdaderamente criminal y lo absurdo. Porque la muerte es un asunto tan privativo del individuo humano que no puede imponerse desde fuera, sin grave violación de un misterio sagrado. Matar es criminal y es, además, superfluo, porque ¿quién necesita de su prójimo para morirse? Muera cada cual de sa belle mort, que dicen los franceses, con tiempo para meditar sobre ella y para resignarse a lo irremediable; véala venir como cosa de Dios, o como engendrada en las mismas entrañas de la vida. Pero los hombres han inventado la guerra, el «crimen deshumanizado», la muerte entre ciegas máquinas, para permitirse el lujo de abreviar la vida de los mejores. La guerra es el crimen estúpido por excelencia, el único que no puede alcanzar perdón de Dios ni de los hombres. Quiero decir, que de ningún modo puede perdonarse a quien la provoca ni a quien la prepara.

* * *

(Sobre la filosofía guerrera de los alemanes).

Si algún día —sigue hablando Mairena— la tontería humana, en su perfecta madurez, llega a proclamar la necesidad de la guerra, la dignidad de la guerra, y hasta la alegría de guerrear, puede asegurarse que el homo sapiens, de Linneo, engendró un homo stupidus, que va a adueñarse de los destinos del hombre. Y que ya no sabemos lo que puede pasar.

Juan de Mairena en La Vanguardia

(1938)

LXXV. Notas inactuales, a la manera de Juan de Mairena

I

Si tenemos en cuenta la reversibilidad ideal de lo pasado y la plasticidad de lo futuro, no hay inconveniente en convertir la historia en novela, sin que, por ello, pierda la historia nada esencial, como espejo más o menos limpio de la vida humana. Solo así podremos sacudir la tiranía de lo anecdótico y de lo circunstancial.

Creemos que no hay suficientes razones para aceptar la fatalidad de lo pasado.

Reconocemos, sin embargo, que los deterministas nunca han de concedernos que lo pasado debió ser de otro modo, ni siquiera que pudo ser de muchos. Porque ellos no admiten libertad para lo futuro, y con doble razón han de negárselo a lo pretérito. Y para no entrar en discusiones, que nos llevarían más allá de nuestro propósito, nos declaramos al margen de la historia y de la novela, meros hombres de fantasía, como Juan de Mairena, cuando decía a sus alumnos: «Tenéis unos padres excelentes, a quienes debéis cariño y respeto; pero ¿por qué no inventáis otros más excelentes todavía?».

II

Nada os importe —decía Juan de Mairena— ser inactuales, ni decir lo que vosotros pensáis que debió decirse hace veinte años; porque eso será, acaso, lo que puede decirse dentro de otros veinte. Y si aspiráis a la originalidad, huid de los novedosos, de los noveleros y de los arbitristas de toda laya. De cada diez novedades que pretenden descubrirnos, nueve son tonterías. La décima y última, que no es una necedad, resulta a última hora que tampoco es nueva.

III

Quien avanza hacia atrás huye hacia adelante. Que las espantadas de los reaccionarios no nos cojan desprevenidos, dijo Juan de Mairena hace ya mucho tiempo.

IV

Una mala lectura de Nietzsche fue causa del imperialismo d’annunziano; una mala lectura de D’Annunzio ha hecho posible la Italia de Mussolini, de ese faquín endiosado.

V

Hemos de reconocer que los libros más influyentes en los Estados totalitarios no suelen ser los últimos ni, casi nunca, los mejores. Tal vez por eso, Cervantes embistió contra los libros de caballerías, cuando estos ya no se escribían en el mundo, porque acaso era entonces cuando producían mayores estragos. El filósofo de la abominable Alemania hitleriana es el Nietzsche malo, borracho de darwinismo, un Nietzsche que ni siquiera es alemán. El último gran filósofo de Alemania, el más escuchado por los doctos, es el casi antípoda de Nietzsche, Martin Heidegger, un metafísico de la humanidad. Quienes, como Heidegger, creen en la profunda dignidad del hombre, no piensan mejorarlo exaltando su animalidad. El hombre heideggeriano es el antipolo del germano de Hitler.

VI

Alemania, la Alemania prusianizada de nuestros días —habla Mairena en 1909—, tiene el don de crearse muchos más enemigos de los que necesita para guerrear. Mientras aumenta su fuerza en proporción aritmética, crece en proporción geométrica el número y la fuerza de sus adversarios. En este sentido, es Alemania la gran maestra de la guerra, la creadora de la tensión polémica que hará imposible la paz en el mundo entero. Y el mundo entero decidirá, ingratamente, exterminar a su maestra, cuando esta ya solo aspire a una decorosa jubilación.

VII

Mientras los hombres —decía Juan de Mairena— no sean capaces de querer la paz, es decir, el imperio de la justicia (la que supone una orientación metafísica y un clima moral que todavía no existen y que, acaso, no existan nunca en Occidente), una liga entre naciones para defender la paz a todo trance es una entidad perfectamente hueca y que carece de todo sentido. Es algo peor. Es el equívoco criminal que mantienen los poderosos, armados hasta los dientes, para conservar la injusticia y acelerar la ruina de los inermes o insuficientemente armados. Cuando alguno de ellos grite: «¡Justicia!», se le contestará con un encogimiento de hombros; y si añade: «pedimos armas para defendernos de la iniquidad», se le dirá cariñosamente: «paz, hermano. Nuestra misión es asegurar la paz que tú perturbas, reducir la guerra a un mínimun en el mundo. Nosotros no daremos nunca armas a los débiles; procuraremos que los exterminen cuanto antes».

VIII

Aludiendo a la cuestión española, ha dicho Chamberlain: «No seré yo quien se queme los dedos en esa hoguera». Es una frase perfectamente cínica y perversa. Por fortuna, Inglaterra, un gran pueblo de varones, no puede hacer suya una frase que está pidiendo a gritos el fuego que abrasó a Sodoma. Porque con ella se quiere dar a entender que Inglaterra no guerreará nunca por la justicia. Son muchos los ingleses que saben muy bien que eso no es verdad, y que si lo fuera —como indudablemente no lo es— convendría a los ingleses que no lo supiera nadie. La frase es inmortal y torpe, verdaderamente indigna de un inglés.

LXXVI. Mairena póstumo. Algunas consideraciones sobre la política conservadora de las grandes potencias

¿Qué diríais vosotros —amigos queridos— de unos gobernantes que, invocando la necesidad de asegurar a todo trance la paz de sus pueblos respectivos, se apercibiesen a una guerra que ellos mismos consideraban inevitable, fatal? Diríais de ellos que carecían de la lógica más elemental, o que pretendían hacernos comulgar con ruedas de molino; que eran hipócritas, dotados de una inocente hipocresía de gato escondido con el rabo fuera. Porque ellos proclamaban la necesidad de la paz, convencidos de que lo verdaderamente necesario era la guerra, para la cual abiertamente se preparaban.

Observad, sin embargo —añadía Juan de Mairena—, que estos gobernantes suelen ser considerados como políticos hábiles y razonables. Y, en verdad, no les faltan razones aparentes. Ellos no quieren la guerra, y de ningún modo la provocarían. Convencidos, empero, de que la guerra es lo ineluctable, lo indefectible, a ella se aperciben. Cuando la guerra llegue, lucharán con entera tranquilidad de conciencia: tendrán todas las simpatías de su parte, por no haber sido ellos los provocadores de la contienda, por ser, en cierto modo, los menos responsables de sus estragos. No olvidéis que a la hora de la paz, si se gana la guerra, se cotiza muy alto el no haber sido provocador. Los políticos hábiles piensan que esta razón reforzará, a su tiempo, el peso de la espada de Breno, en cuya forja y en cuyo temple se ejercitan.

Pero vosotros podéis hacerme una pregunta que, en vuestro caso, hubiera formulado don Quijote: «y esos hombres tan razonables como pacíficos, tan aferrados a la paz como convencidos —y aun convictos— de la fatalidad de la guerra, ¿cuándo creerán que ha llegado para ellos el momento de guerrear?». Yo os contestaría sin titubear: «Cuando sean agredidos, o para repeler una agresión inminente». Porque, de ese modo, serán los últimos en abrir el templo de Jano, los más tenaces en ofrendar toda suene de sacrificios a la paz. La humanidad tendrá que agradecerles si no la paz, el haber, al menos, retrasado la guerra. A todo lo cual vosotros podréis replicarme: «Pero esos hombres irán a la guerra tristes y solos (con la soledad de los gallegos del cuento) después de haberlo sacrificado inútilmente todo a la paz, y nada a la justicia, horros de los motivos bélicos que pueden ennoblecer e idealizar una guerra, los cuales son —no hay que dudarlo— de índole altruista». Ellos exclamarán en mil tonos —porque no hay guerra posible sin retórica—: «luchamos por la libertad del mundo». Habrá que responderles: «Antes de que os pisaran un pie, la libertad del mundo os importaba muy poco. Hollada y escarnecida la visteis en los pueblos vecinos, y os cruzasteis de brazos». Ellos añadirán: «Luchamos por acorrer a los débiles, por defenderlos de la inicua opresión del poder arbitrario y de la fuerza bruta». Habrá que responderles: «No es cierto eso que decís. Cuando los fuertes —tan fuertes como abyectos— asesinaban vilmente a los inermes —los enfermos, las mujeres, los niños—, vosotros apartabais la vista, no por piedad de las víctimas, sino para dejar hacer a los verdugos». ¿No era ese el camino más corto para la paz? «Luchamos por la cultura» —seguirán gritando—; y habrá que responderles: «En mal hora pronunciáis esa palabra. Tan cultos sois vosotros como vuestros adversarios. Tan cultos y tan fieros. ¿Quién sabe si esa cultura, que recabáis como un privilegio, es, en gran parte, lo primero que debierais arrojar al cesto de la basura?».

No sigamos, amigos míos. Porque no conviene abusar de la retórica. El abuso de la retórica consiste en predicar superfluamente al convencido. Dejémoslo aquí. Algún día os demostraré —o pretenderé demostraros— que la paz a ultranza es una falacia burguesa, hija del miedo, del egoísmo y de la estupidez. Ella no evitará la guerra grande: hará que esta sea más grave cuando llegue, porque habrá despojado a los contendientes de todos los motivos generosos para guerrear, y la guerra entre hombres se convertirá en lucha de fieras. Acaso también veamos claramente que no es la paz un ideal inasequible, pero que nunca lo alcanzaremos si no aprendemos antes a guerrear por el amor y por la justicia. Y que todo lo demás es… política conservadora.

LXXVII. Mairena póstumo. Desde el mirador de la guerra

Algunas veces os he dicho —así hablaría hoy Juan de Mairena a sus alumnos— que, en tiempos de guerra, es difícil pensar; porque el pensamiento es esencialmente amoroso y no polémico. Mas tampoco dejé de advertiros que la guerra es, a veces, un gran avivador de conciencias adormiladas, y que aun los despiertos pueden encontrar en ella algunos nuevos motivos de reflexión. Cierto que la guerra reduce el campo de nuestras razones, nos amputa violentamente todas aquellas en que se afincan nuestros adversarios; pero nos obliga a ahondar en las nuestras, no solo a pulirlas y aguzarlas para convertirlas en proyectiles eficaces. De otro modo, ¿qué razón habría para que los llamados intelectuales tuvieran una labor específicamente suya que realizar en tiempos de guerra?

La gran ventana que proporciona la guerra al hombre reflexivo es esta: como toda visión requiere distancia, la hoguera de la guerra nos ilumina y nos ayuda a ver la paz, la paz que hemos perdido, o que nos han arrebatado, y que es la misma, aproximadamente, que conservan las naciones vecinas. Y vemos que la paz es algo terrible, monstruoso y tan hueco de virtudes humanas como repleto de los más feroces motivos polémicos. Y ello hasta tal punto que no habría excesiva paradoja en afirmar: lo que llamamos guerra es, para muchos hombres, un mal menor, una guerra menor, una tregua de esa monstruosa contienda que llamamos la paz. Os pondré un ejemplo impresionante para ilustrar mi tesis y elevarla al alcance de vuestras cortas luces. En los países más prósperos —no hablo de España—, grandes potencias financieras, comerciales, fabriles, etc., hay millones de obreros sin trabajo que se mueren literalmente de hambre o arrastran una existencia tan mísera como las pensiones que les asignan sus gobiernos. En el seno de una paz ubérrima, de una paz que se dice consagrada a sostener y aumentar el bienestar del pueblo, que permite a esas naciones llamarse a sí mismas potencias de primer orden, hay muchos hombres que carecen de pan. Mas si la guerra estalla, esos mismos hombres tendrán muy pronto pan, carne, vino y hasta café y tabaco. No ahondemos por de pronto en el hecho; formulémonos esta pregunta: ¿no es extraño que sea precisamente la guerra, la guerra infecunda y destructora la que eche de comer al hambriento, vista y calce al desnudo, y hasta enseñe al que no sabe, porque la guerra no se hace sin un mínimun de técnica, que es fuerza aprender al son de los tambores? Colocados en este mirador, el que nos proporciona la guerra, claramente vemos que lo terriblemente monstruoso es lo que llamamos paz. El mero hecho de que haya trabajadores parados en la paz, que encuentran, a cambio de sus vidas —claro está— trabajo y sustento en la guerra, en el fondo de las trincheras, en el manejo de los cañones, y en la producción a destajo de máquinas destructoras y gases homicidas, es un lindo tema de reflexión para los pacifistas. Porque esto quiere decir que toda la actividad creadora de la paz tenía —vista a grandes rasgos— una finalidad guerrera, y acumulaba recursos cuantiosísimos e insospechados para poderse permitir el lujo terrible de la guerra, infecunda, destructora, etc., etc. Ni una palabra más sobre este tema, porque ello sería abusar de la retórica, es decir, de la predicación al convencido. Veamos otro aspecto de la cuestión.

Seguimos en el mirador de la guerra. Veamos el caso de una nación como la nuestra, pobre y honrada (unamos estas dos palabras por diezmillonésima vez, con perdón de la memoria de Valle-Inclán y olvidando la amarga ironía cervantina), una nación donde las cosas suelen estar algo mejor por dentro que por fuera. En ella unos cuantos hombres de buena fe, nada extremistas, nada revolucionarios, tuvieron la insólita ocurrencia, en las esteras del gobierno, de gobernar con un sentido de porvenir, aceptando, sinceramente, como bases de sus programas políticos, un mínimum de las más justas aspiraciones populares, entre otras la usuraria pretensión de que el pan y la cultura estuvieran un poco al alcance del pueblo. Se pretendía gobernar no solo en el sentido de la justicia, sino en provecho de la mayoría de nuestros indígenas. Inmediatamente vimos que la paz era el feudo de los injustos, de los crueles y de los menos. Y sucedió lo que todos sabemos: primero, la calumnia insidiosa y el odio implacable a aquellos honrados políticos, después la rebelión hipócrita de los militares, luego la rebelión descarnada, la traición y la venta de la patria de todos para salvar los intereses de unos cuantos. Y vosotros me diréis: ¿cómo es esto posible? Yo os contestaré: el porqué de esa monstruosidad se ve muy claro desde el mirador de la guerra. La paz circundante es un equilibrio entre fieras y un compromiso entre gitanos (perdón, ¡pobres gitanos!, es un decir), llamémosle mejor un gentlemen’s agreement. La corriente belicista es la más profunda en todo el occidente —aceptemos la palabra en el sentido germánico— porque su cultura es preponderantemente polémica. Esta corriente arrastra a todas las grandes naciones que se definen como grandes potencias. Todas están convencidas —con razón o sin ella— de la fatalidad de la guerra y a ella se aperciben. Pero los unos afectan creer en la posibilidad de la paz, los otros en la alegría de guerrear. La guerra —en el sentido militar de la palabra— se cotiza como una amenaza y como medio de chantaje antes de ser un hecho irremediable. España es una pieza en el tablero para la bélica partida, sin gran importancia por sí misma, importantísima, no obstante, por el lugar que ocupa. ¡Que nadie toque a ese peón! Dicho de otro modo: la independencia de España es sagrada. Tal era la voz de nuestros amigos, convencidos de que ese peón guarda la llave de un imperio, la frontera terrestre y las rutas marítimas de otro. Era un poco inocente pensar que ese peón iba a ser intangible. Ningún español había tan imbécil que lo pensara. Y ocurrió lo inevitable. Dos grandes potencias lo amenazaron, primero; se propusieron eliminarlo, después. Con la noble España quedan condenados a muerte dos grandes imperios. Los españoles pensamos ingenuamente que la España propiamente dicha, no la que se vendía y se entregaba a la codicia extranjera, tendría de su parte a esos dos grandes imperios, puesto que los altos intereses de estos coincidían con los hispánicos. No fue así. La lógica de los hechos era otra. Ambos concertaron la fórmula de no intervención con permiso y participación de sus adversarios. «Que la guerra se detenga en las fronteras de España, que no surja de ella, antes de tiempo, la gran conflagración universal; que nuestros enemigos esperen hasta que nosotros podamos aniquilarlos». Algo tan lógico como ingenuo. ¿Ingenuo? No demasiado. Porque ellos supieron muy pronto que sus enemigos no esperaban. La guerra iba decididamente contra ellos. Y entonces los pobres españoles pensamos que el patriotismo nacionalista estaría de nuestra parte. Pero el patriotismo no era ya nacionalista; en esos dos grandes imperios, vulgo grandes democracias, es hoy lo que, en el fondo, había sido siempre: un sentimiento popular y una palabra en labios de los acaparadores de la riqueza y poder. El patriotismo verdadero de esas dos grandes democracias, que es el del pueblo, está decididamente con nosotros; pero quienes disponen aún de los destinos nacionales están en contra nuestra. Ellos conservan todavía sus antifaces, superfluos de puro transparentes, y pretenden engañar a sus pueblos y engañarnos a nosotros. En verdad no engañan a nadie. Ellos, los acaparadores del poder y la riqueza, los dueños de una paz que quisieran conservar à outrance, han concedido demasiado a sus adversarios para que sus pueblos no lo adviertan, y hoy están a dos pasos de ser dentro de casa motejados de traidores. El juego, por lo demás, era harto burdo para engañar un solo momento a quienes lo veían desde fuera. Ya es voz unánime de la conciencia universal que el pacto de no intervención en España constituye una de las iniquidades más grandes que registra la historia.

Desde el mirador de la guerra se ven otras muchas iniquidades. De la mayor de todas hablaremos otro día.

LXXVIII. Desde el mirador de la guerra

Parece evidente que la política conservadora de Inglaterra y, en cierto modo, la francesa que le es tributaria y por ella conducida a remolque, es una política de clase, en pugna con la totalidad de los intereses nacionales, los de ambos imperios (el inglés y el francés), pero que, no obstante, se presenta ante el mundo y ante sus pueblos respectivos como política nacional. Es esto lo que vengo diciendo desde hace varios meses. Soy yo el primer convencido de mi insignificancia como escritor político, y no ignoro que mi opinión carece de toda importancia. Ni siquiera contaría con mi adhesión decidida, si algo muy parecido no lo hubiera sostenido, hace muy pocos días, nada menos que sir Norman Angell, un «premio Nobel de la paz» y una autoridad suprema como tratadista de política internacional. Mas no me complace tanto el éxito de una coincidencia a que nunca aspiré como el haber, merced a ella, encontrado quien cargue, por su mayor solvencia, con la responsabilidad de una opinión tan rotunda. Pero dejemos a un lado todo criterio basado en la autoridad, no sin antes recordar la frase de Mairena: «La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero». Parece cierto que la política conservadora de las grandes democracias perjudica a sus pueblos. Por su torpeza, cuando no por su perversidad, esta política ha consentido y aun ha coadyuvado a que dos grandes naciones, dos grandes imperios, hayan perdido ante sus adversarios ventajas que su posición geográfica y su historia les habían deparado. Es evidente que una España sometida a la influencia, cuando no al completo dominio, de Alemania y de Italia, supone, para Francia, una frontera más para defender y una esencialísima vía marítima perdida o interceptada a sus tropas coloniales, imprescindible en el caso de una guerra que obligue a la defensa de la metrópoli; supone, para Inglaterra, por lo menos, la puesta en litigio de su hegemonía en el Mediterráneo, la pérdida probable de la más importante llave de su Imperio. El Gobierno inglés, no obstante, y su obligado acólito, el de la República francesa, no solo no han hecho nada para evitar estos peligros, sino que han contribuido con la llamada no intervención en la guerra de España (que es una decidida y obstinada intervención en favor de los invasores de nuestra península) a su más terrible agravamiento. Tal es la abominable guerra que brindan a sus pueblos respectivos mientras, por otro lado, fuerzan el ritmo de los preparativos bélicos en proporciones vertiginosas. Norman Angell ha señalado agudamente esta contradicción. «Inglaterra, viene a decir, se arma hasta los dientes contra Alemania, convencida de que no otro puede ser su enemigo; Inglaterra aplaude, alienta y ayuda a Alemania, en su tarea para adquirir ventajas para una próxima, acaso inminente contienda contra la Gran Bretaña». Para una mentalidad alemana —habla Juan de Mairena— la contradicción sería más aparente que real: todo se explicaría fácilmente, con solo reparar en que la «voluntad de poderío» ni puede ejercitarse contra pigmeos, ni contra enemigos descuidados, insuficientemente apercibidos, o desventajosamente colocados para una gran refriega. En pueblos como Inglaterra y Francia, abrumados de sentido común, esta explicación no puede ser válida. Queda la que Norman Angell y otros con él, también muy autorizados, se inclinan a aceptar. Indecisos los gobiernos conservadores entre dos pavuras y dos imanes, germanismo y comunismo, su línea de conducta política es una resultante, no menos indecisa y temblorosa, de su posición de clase, ya que no personal. En ella decide, a última hora, la simpatía por la posición socialmente defensiva, su honda fascistofilia, el poderoso atractivo que ejercen los «totalitarios» sobre las conciencias burguesas. Y esta explicación puede ser, en efecto, la buena, pero hemos de reconocer que ella solo explica los hechos más o menos lamentables de la turbia actuación conservadora; los explica sin cohonestarlos, porque de ningún modo pueden ellos inspirar normas para una conducta política de porvenir, ni conservadora ni progresista. Inglaterra y Francia podrían ser comunistas en un futuro remoto o inmediato; el comunismo podrá ser para ellas un peligro grave, como piensan algunos, o una solución conservadora del problema social, como piensan en la misma Inglaterra otros, que ni siquiera son comunistas; pero hay algo que Inglaterra y Francia no podrán ser nunca: amigos de la Alemania hitleriana y de la Italia de Mussolini, sin antes vomitar hasta la última miga del festín de Versalles y, lo que es más grave, sin renunciar a gran parte de sus vastos dominios coloniales. De modo que la contradictoria conducta conservadora, que Angell señala y pretende explicar, arguye en sus mantenedores una torpe visión del porvenir y una absoluta incapacidad política. Porque ellos, los políticos conservadores, deben saber que la Alemania del führer y la Italia del duce son la hostilidad misma contra Inglaterra y Francia, y que sin duda el eje Roma-Berlín y el mismo Berlín y la misma Roma, en cuanto focos de ambición imperial, no tienen otra razón de existencia que su aspiración al aniquilamiento de sus rivales. Si se nos rearguye que esos políticos conservadores de Inglaterra y Francia solo aspiran a hacerse respetar y temer, como lo muestra la cuantía de sus aprestos marciales para mantener la paz como equilibrio de tensiones polémicas —una práctica política del siglo XIX hoy en descrédito—, contestaremos que este mismo equilibrio de fuerzas y esta misma paz de fieras prevenidas y en acecho constante tampoco puede conseguirse sin el concurso de las energías que dominan en sus pueblos, los cuales no han de inclinarse, por instinto de conservación, a conceder ventajas a sus enemigos, ni a cambiar la dirección de sus corrientes políticas más impetuosas: las democráticas. En suma, esa política contradictoria a que alude Norman Angell, atenta a los intereses de clase, que cede, contemporiza, pacta con el enemigo o ante él claudica, acaso merece menos que nada, desde el punto de vista nacional, el nombre de política conservadora; porque nada puede conservar, como no sea el nombre que mereció antaño, cuando en verdad conservaba las conquistas del espíritu liberal y progresivo de sus pueblos. Hoy representa una rémora en su camino, la reacción desmedida, que solo puede conducir, dentro de casa, a la guerra civil; fuera de ella, a la pérdida o al apartamiento de sus aliados naturales, las grandes democracias ricas de porvenir, en el Viejo y en el Nuevo Continente, las democracias más propiamente dichas cuyos nombres todos conocemos.

LXXIX. Desde el mirador de la guerra

Entre el hacer las cosas bien y el hacerlas mal —solía decir Juan de Mairena cuando oficiaba de inmoralista— hay un término medio, a veces aceptable, que consiste en no hacerlas; porque, en verdad, mientras las cosas no se hacen, cabe esperar que han de hacerse bien algún día, pero hechas mal, fuerza será, primero, deshacerlas. Por eso, añadía, los malhechores deben ir a presidio.

Reconozcamos que estos conceptos, poco simpáticos en un clima activista como el nuestro, contienen alguna verdad. Hay labores negativas que nos alejan del bien tanto o más que la inactividad o la holganza. Pongamos un ejemplo. Todos pensamos que la Sociedad de las Naciones había de trabajar para que los hechos, que constituyen la conducta de unas naciones con otras, se ajustasen a normas de derecho, y nadie pensaba que tan alto fin, como es la paz basada en la justicia, pudiera alcanzarse en breve tiempo. No obstante, mientras la Sociedad de Naciones trabajase para acercarse a él, sería una institución útil y acreedora a nuestro respeto. Mas la Sociedad de Naciones aparece como un instrumento en manos de los poderosos, que pretenden cohonestar, merced a ella, las mayores injusticias. Y porque la influencia de la Sociedad de Naciones ha de ser necesariamente más de índole ética que de coacción material, no por ello han de ser menores los daños que su inepcia ocasione. A la brutalidad de los hechos, la historia nos tenía habituados. Nos consolaba la esperanza en la realización futura, más o menos remota, del Derecho. La Sociedad de Naciones nos aleja esta esperanza. Siglos antes que la Sociedad de Naciones viniese al mundo, se aceptaba como principio incuestionable de derecho público que la conquista de un pueblo, el hecho bruto de la conquista, no abolía el derecho a la soberanía del soberano despojado, si este no lo cedía y se obstinaba en mantenerlo. Los pueblos se ajustaron a este principio más de una vez; otras, procuraron soslayarlo; cínicamente nunca fue contradicho. Si la conducta de Ginebra con el pobre Negus de Abisinia se convierte en precedente jurídico, el derecho público habrá retrocedido varios siglos, por obra y gracia de la Sociedad de Naciones. Esto quiere decir que la Sociedad de Naciones es una buena iniciativa fracasada por inepcia de sus ejecutores y que, antes de que esta institución responda a su fin pacifista, será preciso deshacer lo hecho, acaso violentamente, con lo cual la Sociedad pro paz universal tendría en Ginebra una reducción al absurdo en verdad grotesca y desorientadora. Solo lo bien hecho —en este caso la primitiva concepción de Wilson— puede perdurar; la obra de los malhechores es siempre negativa y abominable.

* * *

Los errores suelen ir forrados de iniquidad. Y viceversa. Las iniquidades suelen ir envainadas en las más torpes expresiones lógicas, de palabra o conducta. Por esto —decía Mairena— es disculpable la crítica acerba que combate los errores como iniquidades, y la otra, de apariencia benévola, que pretende refutar las iniquidades como errores. Porque es difícil distinguir al hombre que mantiene el error del pillo redomado, y al pillo redomado del hombre que se equivocó de medio a medio. Escas reflexiones de Juan de Mairena pudieran escribirse al margen del libro sobre La naturaleza práctica del error, obra antifascista por excelencia, como todas cuantas ha escrito ese viejo amigo de España que es Benedetto Croce.

* * *

Reparad en que la actual Sociedad de Naciones solo propugna un error monstruoso, que es, a su vez, la traducción villana de una idea noble, una verdadera traición. La idea traicionada, vieja como el mundo civilizado, es esta: «Deseamos la paz supeditada al imperio del amor y la justicia, de ningún modo basada en la iniquidad». Si el homo sapiens de Linneo fuera un animal tan esencialmente batallón como incapaz de convivencia amorosa, ¿por qué no dejar que se devore a sí mismo? La guerra sería la forma más gallarda del homicidio y la más eficaz para el pronto y deseable exterminio de la especie. Porque sospechamos que esto no es así, y que la guerra, en el estado actual del hombre, carece de todo valor ético y es una rémora en el camino de la justicia, debemos erigirnos en defensores de la paz. La traducción ginebrina reza así: «Defendemos la paz como finalidad suprema, la paz a todo trance, y ello por el camino más corto, que es, naturalmente, el del exterminio de los débiles, es decir, defendemos la paz para mantener el imperio de la iniquidad».

Llamar hombres honrados, honourable men, a quienes mantienen este error monstruoso, implica una ironía, que excede en mucho a la del Marco Antonio shakespeariano con los asesinos del César.

La verdad es que ni Bruto era una buena persona, ni pueden ser ejemplos de alta moral los hombres que con una mano, envuelta en el guante de la no intervención, ayudan a los estranguladores de la República legítima de España, y con la otra, no menos enguantada, nos indican la puerta de la Sociedad de Naciones, en previsión del día en que, con los más inicuos hechos consumados, se consideren abolidos nuestros más legítimos derechos.

Por fortuna, ni la República española puede ser yugulada, ni mucho menos puede ser ya la actual y caduca y desorientada institución de Ginebra quien dicte la última palabra en ninguna cuestión de derecho internacional.

LXXX. Desde el mirador de la guerra

Hay demasiado polemismo en la paz —decía Juan de Mairena a sus alumnos— para que, de cuando en cuando, no estalle la guerra entre los pueblos, parte como suma y homogeneización total de copiosas rencillas, parte también, como acuerdo pacífico o tregua dentro de casa, para que todos los moradores de ella puedan consagrarse, con cierta alegría, a la demolición de la casa vecina. (Donde decimos «casa» léase «nación»). El hombre, en su aspecto de homo faber, es constructor de máquinas, y las fabrica de guerra, con lo cual atiende a dos fines, que él estima humanos. Primero: consagrar los trabajos de la paz a la preparación de la gran contienda. Segundo: aquietar su conciencia, objetivando sus malas pasiones, desubjetivizándolas hasta hacerlas individualmente inocuas. Cierto que esas máquinas serán mucho más destructoras que la quijada asnal que esgrimió Caín: pero no ha de haber más odio en el técnico que las ponga en movimiento que hubo en su constructor. El hombre sobradamente batallón de la civilización occidental va para buena persona, excelente padre de familia, que gana el pan cotidiano contribuyendo, en la modesta medida de sus fuerzas, al futuro aniquilamiento de la especie humana.

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La hipocresía inglesa —decía Juan de Mairena, buen amigo de los ingleses— es la vara con que suelen medir a Inglaterra sus enemigos. Ello implica una grave injusticia. Porque la hipocresía es la sombra de la virtud; y tanto más la sombra de los cuerpos acentúa, cuanto más intensa es la luz que los ilumina. La hipocresía inglesa es la sombra del puritanismo inglés. Inglaterra es todavía, y acaso ha sido siempre, puritana. Aunque Shakespeare es su mayor poeta, y el más grande acaso de todos los pueblos, su poeta específico es John Milton, que a sí mismo parece retratarse por boca de su Jesús: «born to promote all truth, all righteous things». El puritanismo es un áspero culto a la virtud, hondamente religioso, de estirpe cristiana. Si Inglaterra dejase algún día de ser puritana alguien diría: ya se quitó la careta. Yo diría, más bien, que se ha quitado el rostro, para mostrarnos la abominable jeta de pueblo de presa de lo que algún día llamaremos, con expresión un tanto equívoca, pero irremediable: una potencia totalitaria. Y en el peor caso, siempre será un consuelo para la humanidad el saber que este día coincide con la total decadencia del imperio británico.

* * *

En agudo contraste con Shakespeare, ese gigante creador de conciencias, y con Milcon el puritano, dos grandes poetas que son, sin duda, dos grandes hombres, aparece en Inglaterra más tarde, en la cumbre del dieciocho, Alejandro Pope, un excelente poeta, a través de cuyos escritos, algunos impecables, se trasluce una mala persona, mejor diré un hombre pequeño, esquinado, resentido, el espolón de cuyo ingenio se afila en la carne del prójimo. Una degeneración suya es el literato de tipo «acreedor», quiero decir de hombre a quien no sabemos por qué, parece que siempre se le debe algo. Se diría que este hombre —que rara vez logra objetivar sus motivos— no coge la pluma sino para vengar algún pequeño agravio personal o reclamar una pequeña deuda. Su agresividad es siempre ad hominem; pero nunca de radio metafísico, como en nuestro Miguel de Unamuno. Este hombre segrega una cierta baba difusa que todo lo mancha, y en la cual es él mismo quien se anega. Visto a la luz de la guerra, ha de aparecer como un ave de otro clima. En verdad, pertenece al pequeño mundo polémico de la paz.

* * *

«Las más de las veces al vencedor lo hace el vencido», ha dicho el doctor Negrín en su magnífico discurso a la nación española, pronunciado en Madrid hace unos días. La frase, realmente lapidaria, del doctor Negrín tiene hoy un valor de circunstancias que iguala a su valor de verdad universal. Al vencedor lo hace, en efecto, el éticamente vencido, el que se adelanta a su derrota con el convencimiento de merecerla. Por fortuna, en la España auténtica, en este rabo por desollar del Viejo Continente, no domina el hombre de esta laya. Tampoco abunda el puro pragmatista, que rinde culto al éxito, que hace del éxito la vara con que se miden verdad y virtud, y a quien Cervantes definió con estas palabras de don Quijote: «Bien se ve, Sancho, que eres villano, de los que dicen: viva quien vence».

El doctor Negrín no mienta en su discurso a nuestro don Quijote; pero bien claro se ve que, como buen español, lo lleva en el alma. ¿Quién habla de rendirse —viene a decirnos— cuando estamos luchando contra los traidores de casa y la codicia de fuera? Y estos otros conceptos de estirpe platónica: cuando se lucha por la justicia, ¿quién puede estar au dessus de la mêlée?

LXXXI. Desde el mirador de la guerra. Saavedra Fajardo y la guerra total

De la guerra decía Saavedra Fajardo: «Cuando está rendida, parece bien esta fiera enemiga de la vida. En ella se declara aquel enigma de Sansón del león vencido, en cuya boca, después de muerto, hacían panales las abejas; porque, acabada la guerra, abre la paz el paso al comercio, toma en la mano el arado, ejercita las artes, etc.». Bien se ve (hubiera comentado en nuestros días Juan de Mairena) que Saavedra Fajardo no pudo aludir a la guerra que preparan las grandes potencias, más o menos totalitarias, de nuestro siglo, y que estallará, si Dios no lo remedia, dentro de pocas semanas, o de pocos meses, o de pocos años —Mairena era siempre cauto en sus profecías— muy antes siempre de lo que todos deseáramos. Mas Saavedra Fajardo no era hombre tan ingenuo que, en sus reflexiones sobre la paz y la guerra, nos ofrezca el tema enteramente desproblematizado. En verdad, el pensamiento de Saavedra Fajardo oscila entre latines —él sabía muchos—, entre aforismos clásicos, los cuales, como nuestros refranes, suelen tener sus contrarios. Y este pensar entre sentencias, que es manera de dar gusto a muchos y razón a ninguno, no carece de inconvenientes.

* * *

Lo cierto es que Saavedra Fajardo, en su Idea de un príncipe político-cristiano (menos cristiano que político, con no mucho del Cristo y no poco del príncipe, de Maquiavelo), no parece dudar de que la paz sea siempre deseable, y la guerra siempre de temer. Con ello se nos muestra Saavedra Fajardo como hombre de robusto ingenio y de excelente consejo, pero muy alejado de nuestro clima mental.

Leyendo atentamente sus Empresas políticas, se advierte, sin embargo, que nuestro buen don Diego acepta el más consagrado de los latines sobre la guerra —o sobre la paz—, el si vis pacem para bellum, sin dejar de advertir, alguna vez, lo equívoco de sus consecuencias. Él traducía con sana lógica el concepto latino. Citaré sus palabras: «Porque ha de prevenir la guerra quien desea la paz». Y acaso no se hubiera escandalizado de quien añadiese: para prevenir la guerra y apercibirse a ella no basta con temerla. Pero de aquí no hubiera pasado. El consejero de un príncipe no puede ser un lógico a ultranza, un enfant terrible de la lógica, ni menos un paradojista o destripaterrones de la lógica mostrenca.

* * *

Desde los tiempos de Saavedra Fajardo (la primera mitad del siglo XVII y mediados del reinado vacilante de nuestro cuarto Felipe) hasta nuestros días, ha llovido mucho, y no siempre agua. El acreditado latín tiene hoy esta versión francamente paradójica: «si quieres la paz, has de querer la guerra». Y hay otras versiones más desvergonzadas todavía en que interviene el pensamiento alemán con sus botas de siete leguas (nunca olvidéis, decía Mairena, ni las leguas ni las botas del pensamiento alemán), para llegar a las fórmulas más impresionantes, por ejemplo: «Amad la guerra, la guerra alegre y fresca, donde ejerce el hombre su voluntad de poder. Sed crueles y vivid en peligro. Concitad la discordia, y creaos cuantos más enemigos podáis». Un paso más, siempre con las citadas botas, y se llega a esto: «Aborreced la paz, toda ella asentada sobre las virtudes de los esclavos. Y en la guerra total contra la paz del mundo, empezad por la eliminación de los más débiles, que son los más pacíficos. Machacad a los niños, etcétera, etcétera»… No sigamos a lomos de tan violento hipogrifo. Acaso nuestro viaje es más aparente que real. El venerable latinajo, la vieja fórmula pagana sigue en pie, y contra ella se escribirá seriamente algún día.

* * *

Entre tanto, hagamos vaticinios a la manera de Juan de Mairena, quiero decir, de un profeta que no tuvo nunca la usuraria pretensión de acertar. Por ejemplo: «El Oriente se occidentaliza —no olvidemos nunca el empleo de las frases ingeniosas e impresionantes— al par que el Occidente parece cada vez más desorientado. Cada día, en verdad, sabemos menos por dónde va a salir el sol. La técnica del Occidente y, con ella, su cultura harto dinámica, yo diría —mejor— cinética, está obrando horrores fuera y dentro de su casa. Porque, no solo “se asesinan los hombres en el Extremo Este”, como cantaba el gran Rubén Darío (mucho más grande que todo cuanto se ha dicho de él), sino que también, en el “Extremo Oeste”, se está ensayando con el más vil asesinato de un pueblo que registran los siglos, la reducción al absurdo y al suicidio, más o menos totalitario, de la cultura occidental. Y cuando esta fallezca, como dicen que muere el alacrán cercado por el fuego, ¿qué va a pasar? De bueno o de mal grado, habrá que orientarse un poco. Esperemos que, antes, lleguen los sabios a un mediano acuerdo sobre la rosa de los vientos y posición aproximada de los cuatro puntos cardinales».

LXXXII. Desde el mirador de la guerra. Para el Congreso de la paz

Con sumo gusto hubiera acudido a París para dar testimonio de presencia en el grupo de escritores españoles antifascistas, si mi salud, harto quebrantada, lo hubiera consentido. Mis compatriotas saben muy bien que apenas puedo moverme de casa, y ellos lo harán constar entre vosotros. También llevan encargo mío de representarnos con la palabra viva, que pierde mucho confiada al papel, cuánto es sincera mi gratitud a vuestras bondades y en cuánto estimo el honor que me habéis conferido al invitarme a vuestras reuniones.

Y ahora unas palabras sobre el tema concreto que a todos nos ocupa:

En verdad, un español que habita hoy en Barcelona no hace mucho con su airada protesta contra los bombardeos aéreos de las ciudades abiertas. Puede pensarse de él (¿y cómo no?) que clama en defensa de su propio techo amenazado, de la seguridad de los suyos y aun de su propia persona. ¿Quién, en su caso, no lo haría? Hay más. Los mismos hombres que perpetran estos crímenes abominables tienen también sus casas (en Roma o en Berlín o en Salamanca) como nosotros hoy en Barcelona, en Madrid o en Valencia; tienen, acaso, sus padres (un padre y una madre para cada uno de ellos), sus mujeres, sus hijos, sus hermanos; y sería un hiperbólico abuso de la retórica si afirmásemos que habrían de permanecer insensibles si (a salvo sus personas) presenciaran el exterminio de los suyos con las mismas bombas que ellos están arrojando sobre los nuestros. Es casi seguro que, en este caso, su repulsa no sería mucho menos airada que la nuestra. Esto quiere decir (conviene mirar a la verdad cara a cara) algo que, no por seguirse de premisas perfectamente lógicas, es menos monstruoso: se puede ser lo que se llama un buen padre, un buen hijo, un buen esposo, y hasta un excelente vecino, y realizar las faenas más abominables, esos viles asesinatos de niños, enfermos, mujeres y ancianos, los crímenes de lesa humanidad que la guerra palia y la llamada guerra totalitaria pretende cohonestar.

* * *

Si la vida es la guerra, decía Juan de Mairena, ¿por qué tanto mimo en la paz? Pero nada hemos de concluir contra el sentido cordial de la vida. Existen afectos humanos muy profundos, cariños paternales, filiales y fraternos, que, aun confinados en los estrechos límites de la familia, son depósitos sagrados, cuando no fecundos manantiales de amor. De ningún modo hemos de envenenarlos o contribuir a que se aminoren y extingan. Debemos confesar, sin embargo, que son insuficientes, no ya para asegurar la paz, la cual —digámoslo de pasada— es poca cosa por sí misma y, asentada sobre la iniquidad, muy inferior al estado de guerra, sino para asegurar la amorosa convivencia humana. Y no solo son insuficientes, sino tales como aparecen, negativos. La familia, esa célula social a que aludía Augusto Comte, cuando carece de un sentido religioso, quiero decir de un sentido cordial de radio infinito, aunque trascienda por mera analogía de los vínculos más estrechos de la sangre, tiende a encerrarse en un contorno arisco y a constituirse en entidad polémica, en la cual el egoísmo aparece más acusado que el mero individuo. Y, siguiendo esta ley, son más peleonas las tribus que las familias, las ciudades que las tribus, las naciones que las ciudades, las federaciones de potencias que las naciones mismas, y cuando todos los hombres de un continente o de una raza se unan bajo una misma bandera o un mismo color, constituirán los más abominables equipos de pelea dispuestos a tomarse —como decía don Quijote— con los hombres de otros continentes o de piel diversamente colorida. Tienden los hombres al homicidio en masas cada vez mayores, y, para ello, perfeccionan hasta lo infinito la asnal quijada abelicida: que en esto consiste el tercio, por lo menos, de lo que suele llamarse fecundas actividades de la paz. Y ello es tan perfectamente lógico como profundamente monstruoso. Lo que se extiende y se generaliza, lo que se objetiva y, en cierto modo, se racionaliza, lo que tiende a totalizarse, no es el sentido fraterno de la vida, el amor de hombre a hombre y, en cierto sentido, el culto al hombre esencial, al hombre como capaz de libertad y de superación de sus fatalidades zoológicas, sino estas fatalidades mismas, a saber: el egoísmo genésico y la voluntad de perdurar en el tiempo, con desdeño de toda espiritualidad, su apego al interés material de la especie y, sobre todo, su capacidad para la pugna biológica y para el trabajo puramente cinético.

Sé muy bien lo que digo, aunque acaso no acierte a expresarlo con entera justeza. Una enorme oleada de cinismo o, si os place, mejor, de realismo, nos arrastra a todos. La labor dominante de la cultura occidental —sin excluir ni a su ciencia, ni a su arte, ni a su metafísica— tiende a despojar al hombre de todos sus atributos divinos… ¡Perdón! Cuando digo divinos quiero decir humanos, aquellos por los cuales el hombre excede o se diferencia de otros grupos zoológicos enteramente sometidos a sus fatalidades orgánicas. Y en esta corriente tan esencialmente batallona, que es la guerra misma ¿cómo pensar que la guerra, ni aun la totalitaria, puede ser enfrenada? Sin la tendencia de sentido contrario, a saber: la amorosa, la ascética, la contemplativa, la espiritual, de la cual sacamos toda nuestra retórica, y muy poco de nuestras realidades efectivas, es muy difícil que lleguemos a intentarlo siquiera.

Perdonad que me haya apartado tanto del tema concreto que me propuse tratar: las bombas criminales sobre las ciudades abiertas. Porque escribo a la luz de una vela, en plena alarma, y son estas mismas aborrecibles bombas que están cayendo sobre nuestros techos, las que me inspiran estas reflexiones.

LXXXIII. Atalaya. Desde el mirador de la contienda

I

Casi todo cambia —habla Juan de Mairena a sus alumnos—, sin que esto quisiera decir que, como suelen pensar los viejos progresistas, casi todo haya de mejorar con el tiempo, sin que tampoco ello nos obligue a afirmar lo contrario, a saber, que el cambio en el tiempo solo supone desgaste y deterioro; porque también en el tiempo florecen los rosales y maduran las brevas. Casi todo cambia, amigos míos, y no digo todo, a secas, por quitar rotundidad y absolutez a mis afirmaciones, y, además, porque hay gran copia de hechos insignificantes, como el de haber nacido en viernes, por ejemplo, que los mismos dioses no podrían mudar. Son estos los hechos por cuya averiguación se pirran los eruditos, ansiosos de verdades inconmovibles y que nosotros desdeñamos con demasiada frecuencia.

Casi todo cambia; digamos mejor que cambia todo lo importante y profundo; y lo que parece quedar como inmutable es puro símbolo. Así pensamos al menos los hombres de fe heraclitana, contra el célebre aforismo goethiano que parece afirmar todo lo contrario. Y lo que está más sometido a cambio, amigos míos, es lo que solemos llamar el pasado histórico, el cual, en cuanto vive en nuestras almas, es decir, en cuanto es algo, claro está que cambia, además y necesariamente, en función de lo que esperamos y tememos del porvenir. De suerte que lo más modificable, lo más revisable y, en cierto sentido, lo más reversible es todo aquello que creíamos cumplido y consumado definitivamente en el tiempo. Quedan, en cambio, y se sobreviven, las palabras, los signos con que ayer señalábamos algo muy importante, que es hoy muy otra cosa. Bien hacía el príncipe Hamlet en desdeñar las palabras. Él sabía, sin embargo, que nada hay en la vida del hombre que dure tanto como ellas.

II

La cuestión shakespeariana —sigue hablando Mairena a sus alumnos—, la de si hubo o no en tiempos de la reina Isabel un llamado Shakespeare que escribió tantas maravillas, parece responder a que no faltó en Inglaterra un hombre a quien estorbaba la gloria de Shakespeare, y que, no pudiendo destruir la obra inmortal, la tomó con su autor, para demostrarnos que aquel hombre tan grande ni siquiera había existido. Si esta versión, un tanto gedeónica, no os satisface, buscaremos otra más seria y verosímil. Por ejemplo: hubo un inglés que quiso dar a roer cebolla, como vulgarmente se dice, a un compatriota suyo que se jactaba de tener en su familia un tal Shakespeare que había escrito Hamlet. Y engendró la cuestión shakespeariana, para demostrarle que ese Shakespeare no fue un gran poeta, sino un burgués insignificante, que no escribía mejor que su portera. Afortunadamente (para que no siempre las malas personas se salgan con la suya) sabemos de Shakespeare, del hombre Shakespeare, tanto como de muchos clásicos ingleses de cuya existencia nadie ha dudado todavía.

Así hablaba Juan de Mairena a sus alumnos. En nuestros días, hubiera añadido: «Claro está que el pobre inglés que se gloriaba de tener a Shakespeare en su familia no sería, a su vez, de ninguna de las ilustres familias que mantienen hoy la política de no intervención en España».

III

De la política inglesa —sin excluir a la conservadora— se ha dicho frecuentemente que es una política democrática. Se ha dicho, siempre con alguna reserva, mas nunca sin alguna razón, porque, al fin, todo es relativo. Es extraño, sin embargo, que se siga diciendo todavía, cuando de esa política aparece totalmente eliminado el demos, es decir, las diecinueve vigésimas partes de la total Albión. Si encontráis alguna exageración en mis palabras, pensad que yo incluyo en ese demos eliminado a una gran parte de la burguesía, puesto que también se dice, sin bordear demasiado la contradictio in adiecto, que hay democracias burguesas o burguesías democráticas. En suma, como decía Mairena, que las cosas pasan y se mudan mucho antes que las palabras con que las designamos. Un ejemplo de la dureza, impermeabilidad y resistencia de las palabras a los embates del tiempo, nos la da esa política francesa de no intervención en España, tan semejante a la de Mr. Chamberlain y que ha sido, al fin, la política del ¡Frente Popular!, con M. Blum, ¡un socialista!, a la cabeza. Claro que M. Blum ha cohonestado su conducta haciéndonos comprender que él propuso y defendió una verdadera —y no ficticia— no intervención en España, porque él ignoraba —aunque no lo dijo, es fuerza suponerlo— lo que sabía todo el mundo: que dos de las grandes potencias no intervencionistas, eran precisamente, los invasores de la península Ibérica.

IV

Asusta pensar hasta qué punto pueden los hombres propugnar la paz y trabajar para la guerra futura, defender el orden social establecido y contribuir a su más implacable subversión; aterra pensar cuánta es la fe de la política europea en la retórica mala, en la virtud de las palabras horras de todo contenido, como parapetos defensivos contra las realidades futuras, como banderas para alistar incautos, o como armas arrojadizas con que achocar al adversario.

LXXXIV. Desde el mirador de la guerra. Viejas profecías de Juan de Mairena

Lo más terrible de la guerra que se avecina —habla Mairena un año antes de morir, hacia 1909— ha de ser la gran vacuidad de su retórica y, sobre todo, las consecuencias literarias y artísticas que ella ha de tener una vez terminada. Los hombres saldrán algo idiotizados de las trincheras, preguntándose para qué han guerreado y para qué se guerrea. De un modo más o menos consciente, esta pregunta la hará el arte, el arte literario antes que ninguno (¿para qué se escribe?, ¿para qué se pinta?, y usted, ¿para qué esculpe?), y como no ha de saber responderse, el hombre de la postguerra será un hombre estéticamente desorientado, y dará en el culto del infantilismo, del non sens, del primitivismo rezagado y, por ende, en la copia del arte de razas inferiores, donde acaso encuentre algún elemento fecundo, mas nunca lo que él busca. Lo más característico de ese arte será una total recusación de toda labor de continuidad. «Quien no sea capaz de poner una primera piedra, nada tiene que hacer en el arte». Y como las primeras piedras han sido puestas ya, se hará de las piedras un uso homicida, para tirárselas a la cabeza al primero que pase. Coincidirá todo ello con el auge del cinematógrafo, que es, estéticamente, la inanidad misma, el cual, combinado con el fonógrafo, dará un producto estéticamente abominable. No basta moverse; hay que meter ruido.

Yo os aconsejo, amigos míos —sigue hablando Mairena a sus alumnos—, que no perdáis la cabeza en esa baraúnda. Porque todo ello será el resultado de una guerra vacía de sentido, o cuyo sentido no habrán alcanzado a comprender la inmensa mayoría de los combatientes de una guerra preludio de otra mucho más honda, complicada y significativa, que vendrá más tarde. Y aunque todo ello sea estéticamente de escaso valor (nunca de valor nulo) no por eso carecerá de importancia como tema de reflexión desde otros puntos de mira.

Habrá que reparar en cuán grande ha de ser el resentimiento y cuán hondo el odio contra la tradición y contra la continuidad histórica de tantos miles de hombres que habrán visto inmoladas, segadas materialmente, generaciones enteras en el gran choque de las plutocracias occidentales, cuántos los llevados en alas de una retórica rezagada a una guerra implacable, para defender el predominio del capital que los esclaviza y la forma de convivencia humana que sacrifica el individuo a la estadística. Como una reacción contra la retórica prebélica, aparecerá el absurdismo postbélico con sus piruetas más o menos macabras, sus futuristas iconoclastas, sus incendiarios de museos…

Los millones de hombres sacrificados al terrible Moloch de la guerra, despertarán en el alma resentida de los supervivientes una profunda corriente maltusiana, que bien pudiera acusarse en la literatura por una defensa más o menos embozada del uranismo y que difícilmente podrá ser compensada por el culto, en verdad gedeónico, al heroísmo anónimo del soldado desconocido. El «¿para qué engendra usted, señor mío?», y el «usted, señora, ¿para qué da a luz?», serán preguntas postbélicas mucho menos carentes de sentido que las supradichas (¿para qué escribe?, etcétera), y aunque no se formulen de un modo explícito, determinarán la conducta de los hombres y de las mujeres, que en las grandes ciudades se entregan al abuso de las voluptuosidades infecundas y a la exaltación del dandysmo prebélico, agravado por la desconcertada ñoñez potsguerrera.

Yo os aconsejo que os dediquéis a meditar sobre las múltiples manifestaciones de ese arte como fenómenos sociales postbélicos. Ello no es más que un punto de vista para atisbar un aspecto del problema estético. Enfundad vuestras liras y consagraos a la filosofía, quiero decir, a la reflexión, porque la tradición filosófica, menos de superficie que la literaria, no se habrá interrumpido. La continuidad histórica, en el fondo, tampoco.

Las grandes potencias habrán chocado como carneros —Mairena habla siempre en 1909— o como ciervos enfierecidos hasta partirse el frontal. Pero un pueblo, entre tanto, habrá tenido una ocurrencia genial, de esas que, una vez realizadas, recuerdan la experiencia entre ingenua y cazurra del huevo de Colón.

Para combatir el imperialismo, es decir, las ambiciones desmedidas y forzosamente homicidas de las plutocracias, empecemos por arrojar nuestro imperio a la espuerta de la basura. Después, con las armas en la mano, las armas que ese imperio nos obligó a empuñar para que le sirviéramos, vamos a servirnos a nosotros mismos y, de paso, a la humanidad entera, proclamando nuestra voluntad de estructurar y de construir un orden social más en armonía con nuestras fatalidades y con nuestra libertad, con nuestras necesidades y con nuestras aspiraciones. Desde entonces se habrá iniciado el ocaso, no precisamente de las revoluciones, sino, por el contrario, de las guerras imperiales y nacionalistas, porque toda guerra estará ya más o menos complicada con la revolución.

En el camino de esas nuevas guerras, más o menos catastróficas, pero desde luego menos vacías —lanzas contra escudos— en que todo el mundo va a saber por qué y para qué se lucha y hasta para qué se engendra, el arte tomará una actitud profundamente humana. ¿Surgirá un arte nuevo? Esa pregunta, sobradamente inepta, carecerá de sentido. Porque lo primero que ha de borrarse con una esponja empapada en la vieja sangre de los hombres, es el prurito de discontinuidad y de creación ex-nihilo que se engendró en una postguerra embrutecida y desorientada.

LXXXV. Desde el mirador de la guerra

Siempre es grato encontrar en las ciudades donde no vivimos habitualmente huellas de personas conocidas. Mucho más si estas huellas son, en cierto modo, inconfundibles. Durante los primeros días de mi estancia en Barcelona, y en la barbería del hotel donde me alojaba, hallé por azar rastro inequívoco de un antiguo y admirado amigo mío, que hoy milita en el campo faccioso, y a quien, no por ello, pretendo disminuir, ni mucho menos, con la anécdota que voy a referir.

—Apareció aquí un señor —habla el barbero mientras me afeita—, de buen porte, elegantemente vestido, más bien alto que bajo, no viejo todavía, pero con la cabeza bastante encanecida. Cuando lo hube afeitado con todo el esmero de que soy capaz, me preguntó si podía yo teñirle el pelo. En verdad, aquel señor parecía tener demasiadas canas para su edad. No me extrañó, pues, su pretensión. Con mucho gusto, le respondí, y aquí tengo todos los ingredientes para ello. Mi extrañeza empezó cuando me dijo que él deseaba teñirse el cabello de blanco para igualar su cabeza, y de paso, llevarles la contra a quienes en circunstancias parecidas se tiñen las canas. ¿Qué le parece a usted?

—Que ese caballero —respondí— no era seguramente don Santos de Carrión, un viejo poeta que se teñía las canas, no para simular una juventud que ya había perdido, sino para disimular lo precario de su vejez y hallar disculpa a la escasa madurez de su juicio.

—Le contesté que, en efecto, yo disponía de una tintura con que podía blanquear sus cabellos, pero por corto tiempo, porque ella estaba hecha con una substancia que tenía la propiedad de tornarse de blanca en violeta muy acentuado. Mi obligación es hacerle a usted esta advertencia.

—¿Y qué le respondió a usted?

—Eso es precisamente lo que yo necesito —me respondió.

* * *

La verdad es —hubiera comentado Mairena— que la química debe al arte cosmética y al deseo de engañar al prójimo tanto como a la guerra, o al deseo, no menos vehemente, de aniquilarlo. También es cierto que nadie sabe a punto fijo de qué se tiñe y que, en cuestión de afeites, el hombre propone y la tintura dispone.

Hay en el mundo —decía Juan de Mairena— muchos pillos que se hacen los tontos, y un número abrumador de tontos que presumen de pillos. Pero los pillos propiamente dichos, que no siempre son tontos, suprimirían de buen grado la mentira superflua, es decir, la mentira que no engaña a nadie, porque, como dijo un coplero,

Se miente más que se engaña
y se gasta más saliva
de la necesaria.

Pero los tontos propiamente dichos, que son un número incalculable de aspirantes a pillos, se encargan de mantener en el mundo el culto de todas las mentiras, porque piensan que, fuera de ellas, no podrían vivir. En lo cual es posible que tengan razón.

* * *

El hecho de que vivamos en plena tragedia no quiere decir, ni mucho menos, que hayan totalmente prescrito los derechos de la risa.

* * *

Si le mientan a su señora madre, le aconsejaremos resignación cristiana; pero si le faltan a su portera, que cuente con nosotros. ¡Ejem, ejem!

* * *

Empezó por los peces —decía Juan de Mairena— el pánico al diluvio universal.

* * *

La persecución a los judíos —decía Juan de Mairena a sus alumnos— es una verdadera judiada. En primer lugar, porque como pensaba monsieur de la Palisse, mal podríamos perseguir a los judíos si los judíos no existieran. En segundo lugar, porque es algo terriblemente anticristiano y, en el fondo, la eterna cruzada de los judíos inferiores contra los judíos de primera clase o, si queréis, la venganza que toma el rebaño de todo cordero distinguido —agnus dei—. ¿Qué otra cosa fue la tragedia del Gólgota? En tercer lugar, porque solo los pueblos saturados de Viejo Testamento y de sangre judaica pueden pasarse la vida berreando: ¡somos pueblo elegido; aquí no hay más pueblo elegido que el nuestro!

Si conociera Hitler estas sentencias de Juan de Mairena, revisaría su modesto arbusto genealógico para encontrar la verdadera razón de su fervorosa e intransigente ariofilia. Porque de los arios debe saber Hitler aproximadamente tanto como su compadre Mussolini.

LXXXVI. Desde el mirador de la guerra. Miscelánea apócrifa

Nunca para el bien es tarde. Quiero decir que todavía la Sociedad de Naciones pudiera redimirse de sus muchos pecados, siendo, por una vez, lo que tantas veces no ha sido: un coadyuvante sincero en la ingente labor para el triunfo de la justicia entre los pueblos. Si, fiel a su corta y lamentable tradición, sigue siendo un instrumento en manos de los poderosos para asegurarse la paz armada, que es acrecentar la guerra futura por el camino más corto, es decir, mediante el exterminio de los débiles, bien pueden los buenos checoeslovacos pedir a Dios que la Sociedad de Naciones no se ocupe de ellos.

* * *

«El timbre avisará a los viajeros la partida de todos los trenes con cinco minutos de anticipación». Así rezaba un grueso letrero escrito en la pared del restaurante contiguo al andén de una estación importante. Mairena apuraba tranquilamente su café, cuando oyó silbar una locomotora.

—Mozo —exclamó aterrado—, ¿es verdad lo que dice ese letrero?

—Sin duda, señor. El timbre avisará… cuando lo pongamos.

—Pero…

—Todavía no nos hemos decidido a ponerlo.

* * *

—Imperdonable —decía don Miguel de los Santos Álvarez—, imperdonable que haya escrito usted un drama trágico, en cinco actos, tan malo como ese. ¡Con lo fácil que es no escribir un drama trágico en cinco actos!

* * *

Shakespeare, el más grande dramaturgo de todas las edades, cuidó siempre mucho de los bufones y de las bufonadas de sus tragedias. Bernard Shaw, en nuestros días, sigue convencido de que lo cómico es un buen avivador de lo trágico. O viceversa. Por eso escribe hoy una farsa titulada ¡Ginebra!, cuyo éxito es tan seguro que ni siquiera necesitamos conocerla para aplaudirla.

* * *

La guerra como chantage —hubiera dicho Juan de Mairena en nuestros días— es algo verdaderamente abominable. No hay que negar por ello que alguna vez alcanza su propósito: por ejemplo, cuando el adversario comprende que, a última hora, la amenaza de guerra puede cumplirse. Lo verdaderamente incomprensible es que se amenace a nadie con la paz, revelándole cómo, a última hora, se está perfectamente decidido… a ir a la guerra.

* * *

Claro que, en el fondo, los chantajistas de la paz son mucho más pillos que los de la guerra y, acaso, menos tontos de lo que parecen. Ellos se erigen en fieles guardadores de la paz. ¡Guay de quiénes guerreen sin nuestro permiso, aunque guerreen en defensa de sus más legítimos derechos! Porque ahí están los bárbaros propugnadores de la guerra para echársela encima a esos pobres diablos, sin que nosotros podamos ni queramos evitarlo.

* * *

En una clase de lógica como la nuestra —hubiera dicho Juan de Mairena a sus alumnos— es difícil tratar de política internacional, sin cometer graves yerros. ¿Comprendéis vosotros que un pueblo, mejor diré un gobierno, que abandona las fronteras de su propio territorio a las de otro país, cualesquiera que sean los compromisos que con él tenga contraídos? Pues las cancillerías de Europa han estado a punto de convencernos de que eso no es ningún absurdo. Claro que… apunto nada más.

* * *

La Morgue han llamado los italianos a la Sociedad de Naciones. La denominación es inexacta porque, como ha demostrado Álvarez del Vayo en su magnífico, insuperable discurso de Ginebra, la Sociedad de Naciones es todo, antes que un depósito donde se exhiban los cadáveres de los pueblos náufragos o asesinados. Yo le llamaría mejor —a esa flamante Sociedad— el Puerto de Arrebatacapas del honor internacional.

LXXXVII. Desde el mirador de la guerra

En esta egregia Barcelona —hubiera dicho Mairena en nuestros días—, perla del mar latino, y en los campos que la rodean y que yo me atrevo a llamar virgilianos, porque en ellos se da un perfecto equilibrio entre la obra de la naturaleza y la del hombre, gusto de releer a Juan Maragall, a mosén Cinto, a Ausias March, grandes poetas de ayer, u otros, grandes también, de nuestros días. Como a través de un cristal coloreado y no del todo transparente para mí, la lengua catalana, donde yo creo sentir la montaña, la campanilla y el mar, me deja ver algo de estas mentes iluminadas, de estos corazones ardientes de nuestra Iberia. Y recuerdo al gigantesco Lulio, el gran mallorquín. ¡Si la guerra nos dejara pensar! ¡Si la guerra nos dejara sentir! ¡Bah! Lamentaciones son estas de pobre diablo. Porque la guerra es un tema de meditación como otro cualquiera, y un tema cordial esencialísimo. Y hay cosas que solo la guerra nos hace ver claras. Por ejemplo: ¡Qué bien nos entendemos en lenguas maternas diferentes, cuantos decimos, de este lado del Ebro, bajo un diluvio de iniquidades: «Nosotros no hemos vendido nuestra España»! Y el que esto se diga en catalán o en castellano en nada amengua ni acrecienta su verdad.

* * *

Si se fuera (dentro de unos días, o de unas semanas, o de unos meses) a la guerra grande, podría decirse que nunca los hombres se decidieron a ella más convencidos de su inutilidad… Y con más horror a sus consecuencias. ¿Cómo —se preguntarían— si todos la aborrecemos, todos la hemos aceptado? Porque parece ser que ni el propio Hitler la quiere de verdad, y que su posición es, en efecto, la del chantajista, el cual sabe muy bien todo el provecho que puede rendirle la amenaza mientras no se cumple, y el poco que habría de rendirle su cumplimiento.

Yo no creo, sin embargo, que esto sea tan verdad como parece. Porque hay muchos belicistas en el mundo, demasiados creyentes en la profunda fatalidad de la guerra; muchas almas armígeras y batallonas; sobradas gentes convencidas de que la verdad es guerrera y la paz una vana aspiración de los débiles; toda una ciencia pura cuyas hipótesis últimas no repugnan la guerra, y otra, aplicada al dominio de la naturaleza, propicia a desviarse hacia el dominio de los hombres. Y demasiados intereses comprometidos en la fabricación de máquinas homicidas, gases deletéreos, etcétera. Porque el clima moral del Occidente es guerrero por excelencia, y el homo sapiens, de Linneo, y el faber de los pragmatistas, se han trocado en un homo bellicosus, dispuesto a tomarse con Satanás en persona, como don Quijote, y sin ninguno de los motivos que tenía el buen hidalgo para pelear. Porque hay toda una filosofía y hasta una religión bajo el signo de Marte, y sobrados motivos sociales, biológicos, metafísicos, que llevan al hombre a guerrear. Todo esto hay, como si dijéramos, en un platillo de la gran balanza y, en el otro, el Miedo, que es la ferocidad misma, el alma de la jungle… De modo que la guerra, en ninguno de sus aspectos, sin excluir el de la paz armada hasta los dientes, puede asombrarnos.

* * *

La Sociedad de las Naciones, ese organismo de trágica opereta o, si lo preferís, ese esperpento, en el sentido que dio nuestro Valle-Inclán a la palabra, es una institución tan al servicio de la guerra, quiero decir tan al servicio del fascio, como los cañones de Hitler y los manejos pacifistas de Chamberlain. Al gesto de España, a las palabras del doctor Negrín, de insuperable valor moral, responde con su aquiescencia a controlar la retirada de nuestros voluntarios, cuidándose muy mucho —como decíamos los académicos— de no entorpecer en lo más mínimo la actuación salvadora del Comité de No Intervención, donde figuran los invasores de España.

* * *

Grande fue el éxito de Chamberlain en el Parlamento inglés, antes de su último viaje a Alemania. (Hasta la reina María —look to the lady— se desmayó al oírle). Su ingenio inagotable había tenido una ideica más: ¡Hay que salvar al fascio por encima de todo! ¡Qué se hunda Inglaterra, pero que se salve la City!

* * *

Los profetas a la manera de Juan de Mairena (que nunca tuvo la usuraria pretensión de acertar en sus vaticinios) somos los primeros sorprendidos cuando los hechos vienen a darnos la razón. ¿Conque era cierto que Francia no iría a la guerra por mor de Checoeslovaquia? ¿Que mister Chamberlain no pensó jamás que había que achicharrarse todo él por tan poca cosa, cuando no consentía en quemarse los dedos por la cuestión de España? ¿Cómo es posible que cosas tan lógicas hayan podido coincidir con los hechos?

* * *

Y ahora nos preguntamos unos cuantos románticos rezagados, almas perdidas en un melonar: ¿seguirá interviniendo el Comité de No Intervención? La cuestión de España —¡tan secundaria!— y el problema baladí del Mediterráneo habrá que tratarlo —no obstante su levedad— en alguna parte. Que no sea, pedimos a Dios, en ese Huerto del Francés del honor internacional.

Cuando llamamos Huerto del Francés al Comité de No Intervención, no pretendemos ensombrecer demasiado la memoria de Aldije, porque no es en él, precisamente, en quien pensamos.


Publicado el 5 de enero de 2020 por Edu Robsy.
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