LIBRO PRIMERO
Voy a presentaros aquí, en ordenado conjunto, diversas fábulas del género milesiano. ¡Ojalá halaguen con agradable murmullo vuestros oídos benévolos! Si os dignáis recorrer este papyrus egipcio, sobre el cual se ha paseado la punta de una caña del Nilo, veréis, admirados, cómo las humanas criaturas cambian de figura y condición, para tomar de nuevo, más tarde, su primitivo estado. Empiezo. Pero antes dediquemos unas pocas palabras al autor. El Himeto, en la Ática, el istmo de Efiro [Éfira] y Tenaros [Ténaro], en Esparta, tierras felices consagradas para siempre en libros más felices todavía, fueron la cuna de mis antepasados. Allí aprendí la lengua griega, primera conquista de mi infancia. Lleváronme luego a la capital del Lacio; y obligado a conocer la lengua de los romanos, para seguir sus estudios, sólo alcancé poseerla después de penosos esfuerzos, sin auxilio de maestro alguno. Ante todo solicito, pues, vuestra indulgencia si salen de mi pluma de novel escritor algunas locuciones de sabor exótico o forense. Por lo demás, este cambio de idioma armoniza perfectamente con la índole de este libro, puesto que trata de metamorfosis. Empiezo una fábula de origen griego. ¡Atiende, lector! Te va a gustar.
Iba yo, por asuntos de negocio, a Tesalia (porque, por línea materna, soy oriundo de esta región; y consideramos alta gloria poder contar entre nuestros abuelos al célebre Plutarco y a su sobrino Sexto, el filósofo). Después de subir elevadas montañas, descender a numerosos valles, atravesar muchas frescas praderas y fértiles llanuras, observé que el caballo blanco del país que yo montaba, estaba extraordinariamente fatigado. Yo también estaba ya harto de ir sentado y tuve ganas de ir un rato a pie. Salto del caballo; limpio cuidadosamente con unas hojas el sudor del animal; le paso la mano por las orejas; le quito la brida y le hago avanzar lentamente, muy despacio, para darle tiempo a evacuar cierta función natural que, como es sabido, alivia al caballo, desembarazándole de líquidos superfluos. Luego, mientras el animal, con la cabeza baja, iba andando y buscando su almuerzo en los prados que íbamos bordeando, vi delante de nosotros, a pocos pasos, dos compañeros de viaje, a los que pronto me uní como tercero. Procuraba yo averiguar de qué hablaban, cuando uno de ellos exclamó, soltando la carcajada: «No me contéis, por Dios, tantas mentiras y necedades.» Ante esta exclamación, yo, que siempre fui ávido de novedades, no pude menos que decir: «Verdaderamente, no: bueno será que me pongáis al corriente de vuestra conversación. No es que yo sea curioso: pero me gusta instruirme en todo; por lo menos, en lo posible. Al mismo tiempo, como esta cuesta es dura de subir, una historia agradable e interesante hará más suave el camino.»
«¡Sí, continuó el primer interlocutor, todo ello es mentira! Tanto valdría sostener como verdad palmaria que bastan ciertas palabras dichas entre dientes por un mago, para que los ríos se vuelvan rápidamente atrás, que el mar quede inmóvil y encadenado, que cese, por encanto, de soplar el viento, que se detenga el sol, que la luna eche espuma, que las estrellas se desprendan, que desaparezca el día y que reine la noche sin interrupción.» «Entonces, yo, tomando la palabra ya con más aplomo, dije: Por favor, amigo mío, vos que habéis comenzado esta historia, tened la amabilidad de terminarla, si ello no os causa molestia. Cuanto a vos (dije al otro), que la rechazáis tercamente, sin deteneros a juzgarla, os digo que tal vez es toda, ella pura verdad. ¡Pues qué! ¿No sabéis, por ventura, lo que es una detestable prevención? Cosas hay que nos parecen falsedades porque jamás las habíamos oído, ni visto, y hasta nos parece que traspasan el alcance de nuestra inteligencia, pero examinándolas con atención, observamos que no sólo son fáciles de concebir, sino también de ejecutar.
Me bastará deciros que anoche, cenando en compañía, comiendo a más y mejor y sin precaución ninguna una enorme empanada de queso, se me pegó al gaznate un pedazo de esta pasta tierna y pegajosa; se me detuvo la respiración y por poco me ahogo. Pues bien, en Atenas, hace poco, frente al pórtico de Pecilo [Stoa Poikile o Poecile], he visto con mis propios ojos a un charlatán tragándose, por la punta, un espadón de caballería horriblemente afilado. Al cabo de un momento, por unos pocos ochavos, hundióse hasta las entrañas un chuzo de cazador, por el extremo peligroso. Del fondo de las entrañas de este infeliz subíale el mango hasta el pescuezo. Un niño de movimientos dulces y agraciados saltó sobre el tablado, torciéndose y retorciéndose con tales evoluciones, que parecía no tener huesos ni nervios. Nos quedamos admirados: parecía el caduceo del dios de la medicina brotando débiles ramas, recortadas, y la serpiente fecunda enlazándose en él en apretados repliegues. Pero veamos, compañero, puesto que habíais comenzado, continuad el hilo de vuestra historia; yo os creeré por dos, y en la primera posada que encontremos os invito a comer. ¡Y negocio concluido!»
»—Aprecio en lo que vale vuestra protesta, me respondió, pero no vuelvo a empezar ya toda mi relación; y os juro, desde luego, por este divino Sol que nos alumbra, que nada contaré cuya exactitud no pueda comprobarse. Ninguna duda os quedara, a uno y otro, dentro de breves días, al llegar al primer pueblo de la Tesalia. A cada paso os contarán esta aventura. Por haber ocurrido en público anda ya de boca en boca. Pero antes es preciso que sepáis quién soy, cuál es mi país y cuál es mi profesión. Yo soy eginense [de Egio], soy negociante de miel [del Etna], de queso y otros productos de esta clase para posaderos; y, en mis excursiones, recorro en todos sentidos la Tesalia, la Etolia y la Beocia. Habiendo tenido noticia de que en Hypatia [Hípata], la ciudad más importante de la Tesalia, estaba en venta, a precio ventajoso, una partida de quesos frescos de excelente calidad, me dirigí allí apresuradamente para comprarla. Pero salí de casa como se dice vulgarmente, con mal pie, y, como ocurre a menudo, se me escapó el negocio que tenía calculado. Habían sido vendidos la víspera, a un gran negociante llamado Lupo [Lobo]. Sentime fatigado por este viaje tan rápido como inútil y el mismo día por la tarde me fui a los baños públicos.
»De pronto veo a Sócrates, un compatriota mío, sentado en el suelo y apenas cubierto con una mala capa hecha jirones. A duras penas se le podía reconocer; de tal modo le habían desfigurado la suciedad, la miseria y la delgadez; parecía uno de esos pordioseros rechazados por la fortuna, que piden limosna por las calles. En tal estado se hallaba que, a pesar de nuestra amistad y de conocerlo muy bien, estuve indeciso hasta acercarme mucho a él.¡Oye! Sócrates, le dije, ¿qué te pasa? ¡qué aspecto!, ¡qué vergüenza! Tu familia te cree ya muerto y enterrado: tus hijos tienen ya tutores jurídicos por disposición del pretor; tu mujer dispuso tus últimas honras y después de consumirse largo tiempo entre duelo y lágrimas, hasta perder casi la vista a fuerza de llorar, ha cedido [deberá ceder] a las suplicas de sus padres reemplazando la tristeza de tu casa por los placeres de unas nuevas nupcias. Y aquí te estoy viendo yo, confuso, como un espectro del otro mundo. »Aristómenes, me dijo, qué poco conoces los insondables caprichos de la fortuna, sus volubles favores y sus extraños embates. Diciendo esto cubriose el rostro con sus harapos para ocultar su humillación y su vergüenza, con lo cual dejo al descubierto desde el ombligo a los muslos. No pude aguardar por más tiempo la vista de una miseria tan espantosa, y le tendí la mano para que se levantara.
Él se obstinaba en continuar con la cabeza tapada.—No, me decía, no: deja que la fortuna goce largo tiempo del trofeo que ella misma se ha levantado. Por fin logré que me siguiera, y, al mismo tiempo, me apresuré a vestirle con parte de mi traje. En seguida, le metí en un baño, dispuse yo mismo lo necesario para perfumarle y enjugarle y, a fuerza de frotar, hice desaparecer la espesa capa que le cubría. Una vez le tuve limpio, a pesar de sentirme muy fatigado, le acompañé a su posada, sosteniendo penosamente sus decaídos miembros. Le puse en una mullida cama para que reaccionase: le di alimentación abundante, vino fortificante y palabras de consuelo. No regateé nada. »Pronto le dieron ganas de charlar y reír; vinieron en seguida palabras atrevidas y hablaba más que un costal de nueces. De repente, arrancando de lo más hondo del pecho un doloroso suspiro y golpeándose furiosamente la frente, exclamó:¿Hay alguien más miserable que yo? Corriendo tras el placer de un espectáculo, inmerecidamente alabado, de gladiadores, he venido a parar a este lamentable estado. Bien sabes que me fui a Macedonia para una ventajosa operación comercial. Gracias a mi actividad volvía a los diez meses con un importante beneficio, y, poco antes de llegar a Larisa, seguí por un atajo para ir a este espectáculo, cuando en un profundo y solitario desfiladero, fui asaltado por una cuadrilla de malhechores. Sólo logré escapar de ellos abandonándoles todo lo que llevaba. Reducido a la más espantosa miseria logré aún refugiarme en la casa de una vieja tabernera llamada Meroé [Méroe], que era una mujer de mundo. Le expliqué, en tono lastimero, todo lo que recordé de mi larga historia, mi larga ausencia, mis inquietudes al regresar a mi casa. Acogiome cariñosamente y partió gratuitamente conmigo, al principio una excelente mesa, muy luego, en amoroso vértigo, su misma cama. ¡Cabe más desgracia! Paso una noche, una sóla noche con ella, y, sin mas tardar, heme aquí embrujado por esta asquerosa vieja. Hasta el traje que generosamente me respetaron los bandidos pasó a su poder; el escaso jornal que podía sacar llevando sacos a cuestas, que todavía tenía yo fuerzas bastantes, se lo entregaba también; y finalmente esta excelente mujer y mi mala fortuna me han traído al estado en que me viste hace poco.
»A fe mía [¡Pólux!], le respondí, que bien has merecido lo más cruel que haya en el mundo, si es que algo puede serlo más aún que tu última aventura. ¡Cómo! ¡Abandonar su casa y tus hijos por tan vergonzosos placeres, por el pellejo de una vieja deteriorada [por una puta putera]!¡Cállate, cállate!, dijo poniéndose un dedo sobre los labios y mirando espantado por todos lados, por sí alguien nos escuchaba,¡cuidado! es una mujer sobrenatural; si eres imprudente, corres peligro de atraerte alguna mala ventura. ¿Por qué? esta omnipotencia, esta reina de taberna, que clase de mujer es, al fin y a ]a postre?Es hechicera y adivinadora: tiene poder para hacer bajar la bóveda celeste, suspender la tierra en el espacio, poner las aguas duras, hacer perder el temple a las montanas, evocar los dioses infernales, hacer descender los dioses a la tierra, obscurecer los astros y alumbrar el propio Tártaro. »Por favor, le respondí, retira este cuadro trágico, oculta esta decoración de teatro, y habla en romance vulgar. –¿Cuantos milagros quieres que te esplique, llevados a cabo por ella? ¿Uno, dos, un centenar? Inspirar una pasión violenta hacia su persona, no sólo a los habitantes de este país, sino también a los de la India, a los pueblos de las dos Etiopias y a los mismos antipodas, es una pequeña muestra de su poderío, puros pasatiempos. Escuchad lo que llevó a cabo en presencia de varios testigos.
Uno de sus amantes forzó a otra mujer, y ella, con una sola palabra, le convirtió en castor. Como este animal salvaje, para no ser cogido, se libra de la persecución do los cazadores, cortándose él mismo los órganos genitales, hizo que le ocurriese este accidente a él, en castigo de haber cortejado a otra mujer. Segundo hecho: a un tabernero de su vecindad, y por tanto, competidor suyo, le convirtió en rana; el pobre viejo tiene hoy su residencia en uno de sus propios toneles, y allá, hundido en las heces, sigue llamando cortésmente a los que eran sus parroquianos. Un tercero, un abogado, pleiteó contra ella: le cambió en cordero, y con esta figura sigue informando hoy día. Otra vez tuvo un amante, cuya mujer se permitió chancearse con ella. La infeliz estaba encinta, y ella la condenó a la esterilidad: secó en sus entrañas el fruto que llevaba, y la dejó en perpetua preñez. Hace diez años, como todo el mundo sabe, que la pobre criatura eatá paseando su carga: tiene el vientre tenso como si fuera a alumbrar un elefante.
El daño que hizo a esta mujer y el que había hecho a multitud de personas, acabaron por excitar la opinión publica. Convínose una vez, en que, el día siguiente, se vengarían todos de ella, destrozándola, sin piedad, a pedrada limpia. Por la virtud de sus hechizos, tuvo noticia de este proyecto: y así como la famosa Medusa, al concederle Creón un día de plazo, consumió toda la familia del viejo rey, su hija y ella misma en las llamas que brotaban de una corona, así ella, Meroé, después de llevar a cabo al pie de una tumba ciertas devociones sepulcrales (me lo contó ella misma, hace pocos días estando borracha), los encerró a todos en su casa con esta fuerza misteriosa que triunfa de los dioses: durante dos días no pudieron forzar las cerraduras, ni derribar las puertas, ni taladrar los muros. Finalmente, una vez apaciguados, pidieron clemencia de común acuerdo, prometiéndole, con los juramentos más espantosos, que no se permitirían jamás contra ella violencia alguna, y que siempre irían en su auxilio y la salvarían si alguien iba a molestarla. Con estas condiciones dejóse ablandar y libertó a todo el pueblo. Pero al que había organizado aquella conjura, una noche que estaba muy tranquilo en su casa, hízola desaparecer, es decir, las paredes, terreno, cimientos, etc., y lo transportó a otro país, cien leguas lejos, sobre la cima de una escarpada montana, completamente árida. Luego, como las casas que allí ya estaban no dejaban espacio para el nuevo vecino, echó la casa frente al portal de la ciudad, y se fue tan tranquila.
—Me estás contando, amigo Sócrates, cosas tan, sorprendentes como terribles. Te confieso, amigo, que empiezo á estar ya intranquilo; mejor dicho, espantado. No es que yo sienta escrúpulos, no: es como si me dieran puñaladas. ¡Dios mío! ¡si algún demonio del infierno le hiciera sospechar los propósitos que hemos tenido! Acostémonos cuanto antes, y, sin esperar el alba, reparadas nuestras fuerzas por el sueño, escaparemos lo más lejos posible.»
Antes de terminar yo estas palabras, ya el bueno de Sócrates, cediendo a la fatiga del día y a los efectos del vino, a que no estaba ya acostumbrado, se había dormido y roncaba profundamente. »Encerreme en mi habitación, aseguré las cerraduras, tuve la previsión de colocar mi camaranchón contra la puerta, a manera de barricada, y me tendí. El miedo no me dejó, al principio, cerrar los ojos, y era ya más de media noche, cuando empecé a dormir. Apenas lo hube logrado resonó un estrépito infernal, que indicaba no ser cosa de ladrones. Abriéronse las puertas, mejor dicho, se hundieron, y los goznes saltaron a pedazos. Con la violencia del fenómeno, mi pobre catre, que tenía una pata carcomida, dio consigo y conmigo en el santo suelo, cogiéndome debajo y dejándome prisionero, sin poderme menear.
Reconocí entonces que ciertas causas producen, naturalmente, efectos que contrastan con ellas. Y así como ocurre a veces, que una persona llora de alegría, así yo, con un miedo que no me dejaba respirar, no pude detener una sonora carcajada al ver a Aristómenes convertido en tortuga. En esta humilde posición, al abrigo protector de mi cama, esperaba yo, mirando de reojo, el final de esta aventura, cuando vi adelantarse dos mujeres de avanzada edad, una de ellas cou una lámpara encendida, la otra con una esponja y una espada. Con estos adminículos colocáronse alrededor de Sócrates, que tranquilamente dormía. »Levantó la voz la que llevaba la espada, y dijo: «Helo aquí, hermana Pauthia [Pantia], mi querido Endymion, mi bien amado, el que noche y día ha jugado con mi tierna juventud; el que, desdeñando el fuego de mi pasión, no contento todavía con difamarme con sus calumnias, se prepara a huir lejos de mí: ¡tendré que llorar, nueva Calypso, en eterna viudez, la partida y las bellaquerías de este nuevo Ulises!» »Extendiendo luego la diestra para señalarme a su hermana Panthia: «Y este caritativo consejero, este Aristómenes, que ha propuesto la huida, que está ahora a dos dedos de la muerte, tendido en tierra, mirándonos, ¿se figura que me habrá podido ofender impunemente? Algún día... pero no, ahora mismo va a ser castigado por sus sarcasmos de ayer y su curiosidad de hoy.
Al oír estas palabras sentí ansias mortales, cubrióme un sudor frío y sobrecogióme un temblor tal, que, hasta el camaranchón, agitado en violento vaivén, bailaba sobre mis espaldas. »La dulce Panthia, respondió: –Hermana mía, a este ¿por qué tardarnos tanto en despedazarle, como hacen las bacantes? o bien, ¿por qué no le atamos como Dios manda, y luego le castramos?No, dijo Meroé, porque bien veo que Sócrates se refería a aquella en todo lo que me ha contado, no; á este le dejaremos la vida para que cubra con un puñado de tierra el cuerpo de ese miserable.» »Luego, haciendo colgar a la derecha la cabeza de Sócrates, le hundió, en el lado izquierdo del cuello, la espada entera, hasta la empuñadura: y al brotar la sangre acercó una pequeña odre cuidadosamente para que no se perdiera una sola gota. »He aquí lo que vi con mis propios ojos. Para apurar, sin duda, hasta el fin, la horrible religión de su sacrificio, la tierna Meroé, después de haber hundido la mano derecha por la herida, hasta las entrañas de la victima escarbó hasta dar con el corazón de mi desgraciado compañero. Por él habíanle cortado el gaznate en redondo; su voz, o mejor, un silbido sordo y apagado, se escapaba por la llaga, y el aire de sus pulmones hacía subir la sangre a borbotones, a la superficie de su enorme herida, Panthia, cerrando esta herida con la esponja: «Esponja, amiga mía, le decía, tú que has nacido en el mar, guárdate de pasar por las orillas.» Terminada esta operación, levantan la cama que me tenía sepultado, y poniéndose con las piernas abiertas, frente a mi cara, empezaron a desaguar hasta inundarme y dejarme empapado de hediondos orines.
»Apenas salieron de la habitación, las puertas, sin señal alguna de violencia, tomaron de nuevo su antigua posición, los goznes se colocaron otra vez en su sitio; los batientes, frente a los barrotes; y las cerraduras en sus respectivas puertas. ¡Pero yo, en qué estado me hallaba, tendido en tierra, sin respirar apenas, desnudo, helado, mojado, como el niño que acaba de salir del claustro materno! ¿Pero, qué digo? Yo estaba muerto; sobrevivía a mí mismo, era un póstumo, o por lo menos, un hombre que lo tiene ya todo preparado para subir al patíbulo. ¿Qué será de mí, mañana, me preguntaba yo, cuando verán a mí compañero degollado? Por más que me, esfuerce en decir la verdad, ¿lo encontrarán verosímil? Por lo menos, debíais haber gritado ¡auxilio! si un mocetón como vos es incapaz de ponerse frente a una mujer. ¿Han degollado un hombre a vuestro lado, y no habéis dicho nada? ¿Y cómo no os han degollado a vos también? ¿Por qué el asesino, con refinada crueldad, no, ha sacrificado también al que estaba contemplando su crimen, para suprimir todo testigo comprometedor? Pues vaya, ya que habéis escapado de la muerte, id a reuniros con vuestro camarada. Mientras seguía yo tan intrincadas reflexiones, se acercaba rápidamente el alba. Por esto me pareció lo más prudente escapar furtivamente y ponerme en camino, aunque fuera, a tientas. Tomo mi corto equipaje y pongo la llave en la cerradira. ¡Allí fue el maldecir las puertas y su incorruptible fidelidad! Espontáneamente habíanse desprendido de sus goznes durante la noche, y sólo al cabo de una hora, tras no pocos esfuerzos, y probando cien veces la llave, conseguí abrirlas.
—¡Eh!, grite: abridme la puerta del patio; quiero partir antes de salir el sol. El portero, tendido al pie de la püiMia, se desperezó, diciendo:¿Qué hay? ¿no sabéis que los caminos están llenos de ladrones? ¿por qué querer marchar de noche? A fe mía que sí vos lleváis algún grave peso sobre la conciencia, y tenéis ganas de perder la cabeza, sabed que las nuestras no son simples calabazas. No tengo ganas de que, por vos, me la corten.Poco tardará en ser de día, respondí; y por otra parte, a un pobre viajero como yo, ¿qué pueden robarle los ladrones? ¿Ignoráis, imbécil, que los diez atletas más vigorosos del mundo son incapaces de desnudar a un solo hombre que este desnudo? El portero, rendido de sueño y volviéndose del otro lado, dijo: ¿Qué sé yo si sois vos quien ha cortado el cuello a vuestro compañero que trajisteis anoche aquí, y ahora queréis escapar para poneros a salvo? En este momento (todavía me encuentro en él), vi abrirse la tierra hasta lo más profundo del Tártaro y al hambriento Cerbero, prestó a devorarme. »Entonces comprendí que Meroé no me había conservado la vida por compasión, no; sino que, malvada, me reservaba para la cruz.
Entre de nuevo en mí habitación, discurriendo el mejor procedimiento para aniquilarme. Pero fatalmente, no tenía otro instrumento suicida que mi camastrón. ¡Caro camastrón!, exclamé, tú, a quien quiero más que todo, que conmigo has sufrido tantos infortunios, que has sido, como yo, testigo de las escenas de esta noche, eres el único cuyo testimonio podré evocar en mi cruel situación, en garantía de mi inocencia. Quiero morir en seguida; facilítame el camino de la tenebrosa morada. Diciendo esto, desaté la cincha que le servía de fondo, y fijándola por uno de sus extremos al dintel de la ventana (después de hacer un nudo en el otro), subo sobre la cama y paso mi cabeza por el lazo corredizo. Al dar puntapié al apoyo, para que mi peso apretara el lazo y quitarme así la respiración, la cuerda, vieja y medio podrida, se rompió de golpe y fui a dar de bruces contra Sócrates, que estaba tendido junto á mi cama; resbalo sobre su cuerpo, y henos aquí a los dos por el suelo.
»En el mismo instante entró el portero gritando con todas sus fuerzas: ¿Dónde estáis vos que tanta prisa teníais a media noche para marchar, y ahora estáis roncando entre sábanas? Mientras así hablaba, mi caída, o tal vez sus gritos estentóreos, despertaron a Sócrates, que se puso en pie, gritando: ¡Cuánta razón tienen los viajeros, en maldecir de los posaderos! Apuesto a que este impertinente entra aquí muy tranquilo, con intención de robar algo, y con sus espantosos gritos me ha sacado de un profundo sueño. Era cosa de ver con qué alegría y solicitud me levanté. En mi inesperada felicidad: ¡buen portero!, exclamé, he aquí mi compañero, mi padre, mi hermano, a quien esta noche decías, en tu borrachera, que yo había asesinado. »Diciendo esto, abracé fuertemente a Sócrates y le besé cordialmente. Pero él, extrañando el mal olor que yo esparcía, a causa del infame líquido con que me infeccionaron las brujas, me rechazó rudamente: ¡Atrás, dijo, qué hedor de repugnante escusado!; y riendo me preguntó quién me había tal perfumado. En mi apuro improvisé no sé qué chiste y, llevando su atención a otro asunto, le dije, golpeándole la espalda: En marcha. Es un placer viajar a primera hora. Tomo mi equipaje, pago al posadero el importe de nuestras camas, y henos aquí en camino.
»Buena parte de él llevábamos ya recorrido, y el sol, salido ya, dejaba distinguir los objetos, cuando me puse a examinar con atención mezclada de ansiedad, el cuello de mi compañero, en el sitio donde había visto yo hundirse el hierro. ¡Imbécil! me dije a mí mismo; cómo me trastornó el vino y qué cosas tan raras he soñado! He aquí Sócrates: no tiene un solo arañazo: está en plena y perfecta salud. ¿Y la herida? ¿Y la esponja? ¿Y esta llaga tan profunda y sangrienta? ¿Dónde está todo ello? Dirigiéndome a él, le dije: Doctores muy dignos de crédito, afirman que los sueños tristes y pesados, deben ser atribuidos a los excesos de la mesa y a las orgías. Por haber tenido anoche poca continencia en la bebida, he pasado una noche horripilante; he creído ver monstruosidades y horrores: al punto de estar tentado a considerarme un ser inmundo y figurarme que aún chorreo sangre humana.¡Sangre humana!, replicó Sócrates riendo; ;no, de ningún modo! ¡en todo caso, querrás decir orines! Por lo demás, yo he soñado que me cortaban la cabeza: he sentido un vivo dolor en la garganta y parecía que me arrancaban el corazón. »Aún en este momento, la respiración me es fatigosa, me tiemblan las rodillas, ando decaído y será menester que coma algo para confortarme.He aquí tu almuerzo; está preparado. Dejo caer las alforjas de mis espaldas y le ofrezco pan y queso.Sentemónos, añadí, al pie de este plátano.
Y haciéndolo, atacamos de firme las providiones. Contemplándole atentamente algunos minutos, le vi comer con extraordinaria avidez; mas, de pronto, púsose pálido como un boj, y se desmayó. Adquirió un tinte cadavérico, y de tal modo se transfiguró su rostro, que, asustado, creía que nos rodeaban las furias de la noche anterior. Un pedacito de pan que tenía en la boca se me detuvo en la garganta, sin poder subir ni bajar. La multitud que pasaba en aquellos momentos aumentaba mi terror. ¿Es posible creer, en efecto, que yendo dos hombres juntos, si uno de ellos aparece asesinado, el otro no tiene culpa alguna? »Mientras tanto, Sócrates, que había tragado una buena cantidad de pan y la mitad de un excelente queso, fue presa de ardiente sed. A poca distancia de las raíces del plátano un riachuelo apacible, tranquilo como un hermoso lago, paseaba lentamente el cristal de sus argentinas aguas.¡Toma!, exclame, regálate en esta pura fuente, blanca como la leche. Levantóse, buscó un sitio a propósito, y, arrodillándose, inclinó la cabeza, preparándose a beber con avidez. Había apenas tocado el agua con los labios, cuando advierto en su cuello una herida enorme que se abre; de repente sale por ella la célebre esponja y algunas gotas de sangre. Sócrates era ya un cadáver que iba a caer al río si, aguantándole por un pie, no le hubiese apartado del borde. Después de haber dedicado, en cuanto lo permitían las circunstancias, algunas lágrimas a mi pobre camarada, le di sepultura en un arenal, no lejos del río. ¡Aquella debía ser su última morada! Inmediatamente, tembloroso, atormentado por ansias horribles, huí por los senderos más extraviados, los mas solitarios; y renunciando a mi patria y a mi hogar, como si verdaderamente fuese yo un asesino, determiné desterrarme voluntariamente, y fui a establecerme en la Etolia, donde me casé de nuevo.»
He aquí lo que nos contó Aristómenes. Mas su compañero, que desde las primeras palabras se negaba obstinadamente a prestarle fe insistía en lo mismo «¡Todo esto son cuentos, decía, fábulas raras! ¡Pocas mentiras hay tan absurdas!» Y dirigiéndose a mí, dijo: «Y a vos, señor, que según vuestro aspecto y modales debéis ser hombre instruido, ¿os parecen tales fábulas verosímiles?Sabed, le respondí, que a mi modo de ver nada hay imposible, y que las leyes de la fatalidad presiden, todos los sucesos de este mundo. A vos, a mí, a cualquiera de nosotros, ¿no le ocurren cosas sorprendentes y casi sin ejemplo? Pues bien, contadlas a un ignorante y no las creerá. En cuanto a mí, no pongo la menor duda en la veracidad de vuestro compañero y le agradezco la distracción que nos ha procurado su historia. Es realmente divertida, y me ha disimulado la fatiga y el enojo de una larga jornada. Mi caballo se felicita también de tan propicia fortuna, que le permitió llegar a las mismas puertas de la ciudad, habiendo pagado los gastos de transporte mis orejas y no sus lomos.»
Así terminó nuestra conversación, porque los dos amigos se dirigieron hacia la izquierda, hacia dos casas contiguas.
Yo me detuve en el primer mesón que encontré al paso y pregunté al punto a la mesonera, una vieja: "¿Es ésta la ciudad de Hypatía [Hípata]?Sí, me respondió.—¿Conocéis a Milon, uno de los primeros de la ciudad?» Echóse a reír y dijo: «Verdaderamente, es el primero, porque vive a la puerta de la ciudad, en el barrio extremo.» «Bromas aparte, buena mujer, y decidme, os suplico, ¿qué hombre es y dónde vive.» «¿Veis allí abajo, estas ventanas que dan a la calle y tienen la puerta al otro lado, en la primera travesía? Pues allí vive vuestro hombre. Es un hombre cubierto de oro, pero sin rival en la avaricia, y todos hablan de él por su trato leonino. ¿Que os diré más? Se dedica a la usura, prestando dinero a elevado interés. Preocupado con sus caudales jamas sale de su casa, donde vive con su mujer digna compañera de tal avaro. Sólo hay en su casa una criada, y sale siempre vestido como un pordiosero.» Ante este retrato, solté a reír. «Es excesiva bondad y atención, por parte de Demeas, me decía, el recomendarme a un hombre en cuya casa no he de temer que me moleste el humo del hogar ni el del asado.»
Así hablando, fui llegando hasta la casa cuya puerta estaba firmemente cerrada con fuertes aldabas. Llamo varias veces y se presenta, por fin, una muchacha, «¡Hola!, dijo, vos que tan recio llamáis, ¿sobre qué clase de prenda vais a pedir préstamo? ¿Ya sabéis que aquí no se admiten más que objetos de oro y plata?Dadme una bienvenida menos humillante, respondile, y decidme si vuestro amo está en casa.—Sí, dijo, ¿y para qué lo preguntáis?—Le traigo una carta que le escribe desde Corinto el duumviro Demeas.—Mientras le aviso esperad aquí.» Y diciendo esto corrió el cerrojo y entró en la casa. Vuelta al cabo de un momento, me hizo entrar, diciendo que su amo me llamaba. La seguí y le halle tendido en uua raquítica cama. Precisamente iba a empezar su cena. Su mujer estaba sentada a sus pies, y sobre la mesa, que estaba puesta, no había nada. «He aquí, dijo señalándola, la hospitalidad que os ofrezco.—Os lo agradezco», le dije, y en seguida le entregué la carta de Demeas. Después de leerla rápidamente dijo: «Mucho me honra mi amigo Demeas recomendándome un huésped tan distinguido.»
Al propio tiempo mandó a su mujer que se levantase, y me ofreció el puesto que ella dejó vacante. Como yo protestara cortésmente, me obligó, tirándome de la capa. «Sentaos aquí, me dijo, porque por miedo a los ladrones no tengo sillas, y no podemos procurarnos los muebles necesarios. Obedecí y continuó: «Vuestra elegante figura, este pudor verdaderamente virginal indican, a no dudarlo, que sois hombre de buena familia. Por lo demás, mi amigo Demeas así me lo dice en su carta. No os cause, pues, disgusto nuestra modesta morada. Vos dispondréis de esta habitación de aquí al lado, que, como veis, es muy decente. Aceptadlo con buen ánimo. El honor que hacéis a mi casa le acrecentará su valor; y será para vos una verdadera gloria si, contento con estos modestos penates, rivalizáis en virtudes con el gran Teseo, cuyo nombre lleva vuestro padre, y que no desdeñó la humilde hospitalidad de la vieja Hecala.» Luego llamando a la muchacha,«Fotis, le dijo, toma el equipaje del señor y colócalo con cuidado en la otra habitación. Trae luego del armario aceite para frotarse; lienzo para enjugarse y todo lo necesario al tocador; y luego acompañarás a nuestro huésped a los baños que estén más cerca: sin duda, está fatigado de tan largo y penoso viaje.»
Para disponer mejor todavía su ánimo en mi favor: «No tengo necesidad de lo que me ofrecéis, le dije, traigo siempre estos objetos conmigo; en cuanto a los baños ya preguntaré por ellos. Hay una cosa que es lo más importante: y es que a mi caballo, que tan valientemente se ha portado, no le falte nada. Toma este dinero, Fotis, para comprarle heno y cebada.» Hecho esto y dispuesto mi equipaje en la habitación, fuime hacia el mercado para proveer a nuestra cena. Vi magnificos pescados en venta y, después de regatear, obtuve por veinte denarios lo que me querían vender en cien escudos. Al salir del mercado encontré a un tal Pytheas, que había sido condiscípulo mío en Atenas. No me conoció al primer momento, pero pronto se dirigió hacia mí y, abrazándome cordialmente: «Querido Lucio, me dijo, cuanto tiempo que no te había visto. En verdad, desde que salimos de Atenas y de los bancos de la escuela, cada uno por su lado. ¿Y qué te trae a este país extranjero?—Mañana te lo contaré, le respondí; ¿pero y tú, qué tal?... Te felicito, veo que tienes ujieres, documentos... un verdadero magistrado.—Estoy encargado, me respondió, de los aprovisionamientos en calidad de edil. Si deseas algún buen bocado, fácilmente te lo procuraré.» Le di las gracias puesto que iba ya suficientemente provisto para la cena con la compra de mi pescado. Pero Pytheas viendo mi cesta separó el pescado para examinarlo mejor. «¿Qué es este desecho? ¿Cuánto has pagado por esto?—Con mucho trabajo, le respondí, he podido arrancarlo a un pescador por veinte denarios.»
Al oír estas palabras cogióme por la mano y me condujo de nuevo al mercado de comestibles: «¿Cuál de estos vendedores te lo ha vendido? Eso es burlarse de la gente.» Le indique un viejo bajito sentado en uu rincón. Al punto, en virtud de sus prerrogativas de edil, le apostrofó rudamente: «¿No dejaréis, pues, jamás de explotar así a nuestros amigos y a los forasteros, sin distinción ninguna? ¿Por qué vender tan caro este miserable pescado? Esta ciudad, flor de la Tesalia, la convertís, por el precio de los víveres, en un desierto. Pero me las vais a pagar. Y tú vas a saber cómo serán castigados los abusos mientras yo sea administrador.» Esparciendo mi boliche por el suelo obligó al oficial a que los pisoteara y los estrujase bajo sus pies. Satisfecho de este acto de severidad, mi amigo Pytheas me obligó en seguida a retirarme: «Querido Lucio, me dijo, me doy ya por satisfecho con la vergonzosa afrenta que ha recibido este infeliz viejo.» Consternado y estupefacto de esta escena, me dirigí hacia loa baños, privado, gracias al celo administrativo que había desplegado mi sabio condiscípulo, de mi dinero y de nuestra cena. Después de lavarme regresé a casa de Milon y entré en mi cuarto.
La muchacha dijo que el amo me llamaba. Conociendo yo la parsimonia de Milon me excusé cortésmente diciendo que, por la fatiga del viaje, mejor necesitaba dormir que comer. Habiéndoselo dicho así Fotis, vino él mismo y cogiéndome me atrajo suavemente; como yo titubeara haciendo cumplidos, me dijo: «No os abandonaré hasta que me sigáis.» Y apoyando estas palabras con un juramento me obligó a ceder ante su tenacidad y seguirle hasta su mala cama, donde me hizo sentar. «¿Cómo va nuestro querido Demeas?, me dijo; ¿y su mujer, y sus niños?» De todo le hablé en detalle. Informóse luego con mucha curiosidad del motivo de mi viaje. Cuando se lo hube explicado minuciosamente, hízome mil impertinentes preguntas sobre mi país, los principales de mi ciudad, el gobernador... hasta que al fin se dio cuenta de que después de un viaje tan penoso y largo esta inoportuna conversación acababa de agotar mis fuerzas: me caía de sueño; dejaba las palabras a medio pronunciar y cuando empezaba una frase no sabía acabarla; tan aburrido y malparado estaba. Por fin, me permitió irme a la cama. Escapé por último a la hambrienta cena que este viejo ladrón me estaba dando con su charla, aplanado por el sueño, no por lo que hubiese comido; porque no hubo otra sopa que sus preguntas. Ya en mi cuarto me entregué en cuerpo y alma a las dulzuras de un descanso por el que suspiraba ardientemente.
LIBRO SEGUNDO
Tan pronto como se disipó la noche y empezó a alumbrar el sol del nuevo día, salté de mi cama con el más vivo deseo de conocer todas las rarezas y maravillas del país. «¡Cómo!, iba yo diciendo, ¡estoy en mitad de esta Tesalia, tierra clásica de hechizos, y célebre, sólo por eso, en el mundo entero! Así, pues, dentro de los muros de esta ciudad, ocurrieron los sucesos de que nos hablabla, durante el viaje, el buen Aristómenes.» Y sin embargo, no sabiendo hacia donde dirigir mis deseos y mí curiosidad, iba fijándome en todo con cierta inquietud. Todo lo que iba viendo se me figuraba que no era en realidad tal como se me aparecía a la vista. Figurábame que, por el poder infernal de ciertos conjuros, todo debía haberse metamorfoseado. Al dar con una piedra creía ver un hombre petrificado; si veía pájaros, eran hombres alados; los arboles del paseo eran también hombres cubiertos de follaje; las fuentes, al manar, se escapaban de un cuerpo humano; me parecía que las estatuas y las imágenes se disponían a andar: las paredes, a hablar; los bueyes y demás animales, a presagiar el porvenir, y que, del cielo, del mismo cielo, y de la inflamada órbita del sol, descendían, de repente, algunos oráculos.
Esta imbecilidad llegaba a la estupidez, y mi curiosidad era realmente una enfermedad. Iba y venía por todas partes sin encontrar huellas ni señal de nada que me tranquilizara. Sin embargo, yendo de puerta en puerta con el aire abandonado de un pordiosero, y el paso incierto de un borracho, encontreme de pronto, sin saber cómo, en el mercado de comestibles. Precisamente pasaba una dama, y apreté el paso para alcanzarla; iba rodeada de muchos criados. El oro que brillaba en sus joyas y en su vestido de encaje, indicaba claramente que era una mujer aristocrática. A su lado iba un hombre de edad avanzada, que exclamó al verme: «¡Eh!, sí, es él, es Lucio», y corrió a abrazarme. Luego murmuró al oído de la dama algunas palabras que no entendí. «Acercaos, prosiguió, y saludad a vuestra madre.—No me atrevo, respondí, porque no conozco a esta señora.» Y al instante, subiéndome el color a las mejillas, retiré la cabeza atrás y retrocedí unos pasos. Mas ella, dirigiéndome una mirada, dijo: «Lo ha heredado de sus padres: tiene el mismo aire de nobleza que su madre Salvia; por lo demás, tiene muy gallarda presencia y reúne todos los elementos de una hermosura completa. No es demasiado alto; es esbelto sin ser delgado; su tez tiene buen color; tiene el pelo rubio y ensortijado naturalmente; sus ojos, aunque azules, son vivos; su mirada tiene la viveza del águila, y esta mirada es siempre brillante, cualquiera que sea la dirección en que mire; su andar es noble sin afectación.»
Y añadió: «Soy yo, mi querido Lucio, quien te ha criado con sus propias manos. ¿Podía ser de otro modo? No solamente soy pariente de tu madre, sino que somos también hermanas de leche. En efecto, las dos somos descendientes de la familia de Plutarco: hemos mamado al mismo tiempo de una misma nodriza: hemos crecido juntas como dos hermanas: y, ahora, únicamente diferimos en la posición social, puesto que ella ha hecho un brillante matrimonio, y yo lo contraje con un artesano. Soy la propia Byrrhene, de que tanto has oído hablar, sin duda, a los que te educaron. Acepta, pues, confiado, la hospitalidad de mi casa: o mejor, haced en ella, desde ahora, como si estuvierais en la vuestra.» Mientras iba hablando desapareció mi sonrojo. «Madre mía, le dije, no puedo abandonar a mi huésped Milon, puesto que no tengo de él queja alguna. Pero os haré la corte asiduamente, tanto como pueda, sin faltar a los debidos miramientos. Cada vez que se repita este viaje, únicamente iré a alojarme en vuestra casa.» Durante estas escaramuzas y otras de igual carácter, anduvimos algunos pasos y llegamos a la casa de Byrrhene.
Servíale de entrada una magnífica galería cuadrada, en cuyos ángulos se elevaban columnas que remataban en estatuas de la Victoria. Tenían las alas desplegadas y se sostenían sobre una bola perfectamente esférica. Lejos de andar, apenas si besaban sus pies aquellas movibles superficies; diriase que descansaban un instante para remontar su vuelo. En el centro de este recinto había una estatua de Diana, de mármol de Paros. Era una hermosa obra; el aire hacía flotar el ropaje de la Diosa; su paso era vivo, como adelantándose a recibir a los visitantes, y su majestuoso carácter inspiraba profunda veneración. Por todos lados la rodeaban perros, esculpidos en piedra, de mirada amenazadora, orejas tiesas, narices dilatadas y las fauces prestas a devorar: si por allá se hubiese oído un ladrido, se podría creer que salía de sus bocas. Como detalle, que os pintará cómo el genial artista se había excedido a sí mísmo en su obra, bastará deciros, que estos perros tenían la cabeza y el pecho inclinados hacia adelante, descansando en sus dos patas delanteras, mientras que las dos de atrás parecían estar corriendo. Detrás de la dehesa, elevábase, en forma de, gruta, un macizo de rocas tapizado con musgo, césped, flexibles lianas y algunos arbustos que, a trechos, salían como flores de piedra. El reflejo de la estatua proyectábase al interior, gracias a la transparencia del mármol. Por los bordes de las rocas colgaban frutas y racimos tan admirablemente esculpidos, que el arte rivalizaba con la naturaleza: hubierais jurado que en la época de la vendimia se les podría comer, cuando el otoño les hubiera dado color y madurez; y mirando los riachuelos, que en suaves ondulaciones escapaban de los pies de la diosa, habríais creído que estos frutos, como uvas suspendidas de la vid, presenta ban la ilusión del movimiento. A través del follaje percibíase un Acteón de piedra, encorvado, que esperaba ávidamente que la diosa viniese a bañarse en la fuente de la gruta, y que empezaba ya a metamorfosearse en ciervo.
Mientras con placer infinito, admiraba yo en sus menores detalles estos en cantadores objetos, díjome Byrrhene: «Todo lo que ves, es tuyo.» Y así hablando, mandó que se retirase su séquito y nos quedamos a solas. Cuando así fue: «Juro, por esta diosa, mi querido Lucio, dijo, que nada puede igualar la viva inquietud que me inspiras y el deseo que tengo de velar sobre ti, porque te amo como si fueras mi hijo. Guárdate, guárdate con firmeza de los peligrosos artificios y de los detestables atractivos de esta Pánfila, la esposa de Milon, vuestro huésped; es una hechicera de primer orden; está graduada de maestra en hechizos sepulcrales. Por medio de varillas, guijarros y otros chirimbolos, sobre los cuales sopla, puede precipitar los astros desde lo alto del empíreo a las profundidades del Tártaro y al caos primitivo. Apenas ve un joven de rostro agraciado, se enamora de su belleza, y, desde este instante, sus ojos y su corazón no se separan de él, le prodiga caricias, se apodera de su espíritu y le ata para siempre con sus amorosos lazos. »Y a los que se muestran poco complacientes o desdeñosos, les cobra odio y les transforma en piedras, corderos, carneros u otra clase de animal, a algunos les aniquila absolutamente. Esto me da miedo para ti, y por eso creo mi deber advertírtelo, para que te pongas en guardia: ella tiene siempre a su disposición filtros ardientes y, tú, por tu edad y tu graciosa presencia, la cautivarás.» Esto me dijo Byrrhene con solicitud.
¡Oh, fuerza de la curiosidad! Apenas hube oído pronunciar el nombre de esta hechicera, que me había seducido siempre, lejos de pensar en precaverme de Pánfila, sentí, por el contrario, deseos de ir a rogarle que me iniciara en su arte a cualquier precio; me impacientaba por hundirme en este abismo. Mi afán rayaba en delirio de tal modo, que, desprendiéndome de las manos de Byrrhene como de una cadena, y díciéndole bruscamente, ¡adiós! volé a la casa de Milon.
Corriendo como un loco, iba diciendo: «¡Vamos, Lucio, serenidad y atención! He aquí la ocasión tan deseada; tus constantes votos se realizan; vas a saturarte de esos maravillosos cuentos. Despréndete de infantiles temores, emprende resueltamente; este negocio y no le dejes escapar; pero evita toda intriga amorosa con tu huéspeda; respeta religiosamente la cama nupcial del honesto Milon. Que todos los ataques se dirijan contra Fotis, la joven sirviente: la picarona no es nada fea, le gusta la broma y yo no soy menos taimado que ella. Anoche, al ir a acostarme, me acompañó muy amablemenle a mi habitación, me colocó en la cama con mucho cuidado, y me abrigó con mucho mimo: besome luego en la frente y dio a entender con su mirada, que sentía abandonarme; y varias veces se detuvo para contemplarme una vez más. Acepta de buen grado el presagio, y el cielo sea en tu ayuda. Sí, salga lo que saliere, debes probar fortuna con Fotis.»
En mitad de este soliloquio llego a la puerta de Milon, bien empapado de mi proyecto. Precisamente no estaban en casa ni Milon ni su mujer, únicamente mi adorada Fotis, ocupada en preparar para los amos un manjar, que prometía ser delicioso, según el olor que desprendía la cacerola. Vestida con un traje de lino muy limpio, sujeto a la garganta por una cinta roja, daba vueltas al asador con las manos más lindas y graciosas del mundo, y mientras hacía esta operación encorvaba y enderezaba dulcemente su cuerpo con las más agradables y alteradoras ondulaciones. A su vista quedé inmóvil y estupefacto; mis sentidos, tan tranquilos un momento antes, se inflamaron al punto. «Mi adorada Fotis, le dije por fin, ¡con qué atractivo, con qué gracia balanceas la cacerola y tu cuerpo! ¡Qué deliciosa comida preparas! ¡Feliz como nadie en el mundo aquel a quien, permitas probarlo con la punta del dedo!» La picara, tan sagaz como bonita: «Apartaos, dijo, mi pobre muchacho; apartaos de mis ascuas; una sola chispa que os alcance arderéis hasta la médula y nadie podrá apagar vuestro fuego, como no sea yo, cocinera acomodaticia que tan bien sabe manejar la cacerola como el catre.»
Y diciendo esto se echó a reír. Yo, sin embargo, antes de abandonarla, recorrí todo su cuerpo con amorosa mirada. Pero, ¿para qué hablar de otras diversiones, si no acostumbro a prestar atención más que a la cabeza y a los cabellos? En público es lo que contemplo con más placer y en privado es lo que me proporciona mas deleite. Me basta para establecer tal preferencia, el que esta parte principal, tan visible y aparente, impresiona nuestra primera mirada: además, el efecto que los lujosos vestidos producen con sus vivos colores al resto del cuerpo, únicamente la belleza natural puede realizarlo en el cabello. Último argumento: la mayor parte de las mujeres, para hacer admirar su gracia y su hermosura, rechazan los vestidos, arrojan los velos y gozan enseñando sus encantos al desnudo, sabiendo que cautivarán más admiradores con la rubicundez de su piel que con el oro de sus más caras joyas, y sin embargo (¡qué blasfemia voy a proferir!, que jamás veamos semejante horror), privad de sus cabellos a la mujer más bella y admirable: privad a su rostro de este encanto natural: en vano habrá ella descendido del cielo, nacido en el mar o salido del seno de las olas; en vano será la misma Venus en persona, rodeada de su cortejo de Gracias y de un enjambre de amorcillos, Venus armada de su cinturon, exhalando los más dulces perfumes, destilando bálsamos; si se presenta calva no enamorara ni al propio Vulcano.
Habladme de una cabellera cuyo color sea tan agradable como perfecto su brillo; cuyos destellos irradien vigorosamente a la luz del sol o lo reflejen con dulzura, presentando variados cambiantes, según los diversos accidentes de la luz. Unas veces serán cabellos rubios, cuyo dorado, menos deslumbrador en la raíz, tomará el color de un rayo de miel; otras veces serán negros, como el azabache, que disputaría los matices azulados del cuello del pichón. Perfumados con las esencias da Arabia, delicadamente peinados, recogiéndose en la nuca, ofrecen al amante que viene a verlos, la imagen de su rostro, y sonríe de placer. Otras veces trenzados en apretado rodete, coronan la cabeza; otras veces libremente esparcidos, se escampan ampliamente sobre las espaldas. Finalmente, el peinado es un adorno tan ventajoso, que a pesar del oro, los más soberbios trajes, los diamantes y demás seducciones con que se presenta coquetamente adornada una mujer, si su cabellera está descuidada no habrá quien alabe su vestir. En mi adorada Fotis buscaba yo menos los encantos de su tocado que un decente abandono que la embellecía extraordinaria mente: sus cabellos, abundantes, se reunían en lo alto de su cabeza, de donde se desvanecían graciosamente para caer alrededor de su cuello, formándole un collar de hermosos bucles.
Me fue imposible soportar por más tiempo la tortura de tan embriagadora voluptuosidad, e inclinándome hacia su cuello, recogí, en el mismo nacimiento de sus hermosos cabellos, un beso más dulce que la miel. Volvió la cabeza, y dándome de través una mirada de las más asesinas: «0h, oh, muchacho, estas golosinas traen su amargura. Cuidado en abusar; te arriesgas a que la bilis se te ponga agria una temporada.—¿Qué me estas diciendo, mi adorada, cuando por una sola caricia, que me devolverá la vida, estoy dispuesto a dejarme asar de pies a cabeza en tu brasero?» Al decir esto abracé fuertemente a la amable Fotis. Mi ardor despertó el suyo y pronto rivalizó conmigo en ternura y transportes amorosos. Sus labios, casi cerrados, exhalaban un delicioso perfume y me inspiraban los más ardientes deseos: «Yo muero, exclamé; mejor dicho, ya estoy muerto, si no tienes piedad de mí.» A estas palabras respondió redoblando sus caricias: «Anímate, tu llama ha encendido otra mayor y Fotis es tu esclava. No retardemos inútilmente nuestros placeres: a la hora de encender las antorchas estaré en tu habitación; vete y prepárate bien, porque quiero luchar vigorosamente contigo, con todas mis fuerzas.»
Después de tales propósitos y otros semejantes, nos separamos. A mediodía trajéromne de parte de Byrrhene algunos obsequios de bienvenido; un lechoncito, cinco gallinas y un pellejo de excelente vino añejo. Llamé a Fo tis y le dije: «Toma, he aquí a Baco comunicando vigor a Venus y prestándole sus armas. Bebámonos hoy todo este vino, ahoguemos en él una reserva que helaría nuestros transportes y que nuestro amor aumente en coraje y fortaleza. ¿Qué necesitamos para pasar una noche sin dormir, en el mar de Paphos? Aceite en la lámpara y abundante vino.» Pasé el resto del día en el baño y volví, según me había suplicado el honesto Milon, a ocupar mi puesto en el raquítico mueble que él apellidaba su mesa. Evité, en lo posible, las miradas de su esposa, no olvidando los avisos de Byrrhene y si alguna vez la miré, fue con indecible sobresalto como si estuviera contemplando las olas del Averno. Pero a cada momento volvía la cabeza para ver a Fotis que nos servía, v al verla sentíame animoso. Llegada la noche dijo Pánfila contemplando la lámpara: «Mañana lloverá mucho.» Preguntole su marido en qué se fundaba. «La lámpara lo señala», respondió. Milon echose a reír diciendo: «Así, pues, tenemos una sibila en la persona de nuestra lámpara puesto que desde su hogar, como desde un observatorio, contempla el sol y todo lo que pasa en la región celeste.»
Tomé entonces la palabra: «Estos son los primeros datos en materia de adivinar; nada de esto debe extrañarnos: por pequena que sea esta llama y aunque la hayan encendido manos mortales, no deja de simpatizar con este potente hogar, este fuego celeste de que forma una mínima parte. Y lo que debe ocurrir en la bóveda celeste lo sabe y nos lo anuncia por presagio divino. Actualmente hay en mi pueblo, en Corintio, un extranjero, caldeo, que cada día causa emoción a toda la ciudad por sus sorprendentes respuestas y se gana la vida publicando los secretos del porvenir. Indica el día más conveniente para contraer un matrimonio feliz; para echar los cimientos de una construcción duradera; para negociar con ventaja; el día en que, viajando, encontraréis más gente por el camino; qué otro es a propósito para embarcarse, etc. etc. Yo mismo le pregunté qué me ocurriría en este viaje, y me auguró cosas maravillosas; que alcanzaría una brillante reputación, que mis aventuras servirían de texto a una larga historia, de fábula inverosímil, y que yo sería el héroe de un libro.»
«¿Qué tipo tiene vuestro caldeo, dijo Milon echando a reír, y cómo se llama?—Es un hombre de elevada estatura, muy moreno, le respondí. Se llama Diófano. Pues es el mismo, dijo Milon, y no es posible que sea otro. También ha hecho aquí numerosos presagios a varias personas y había reunido ya un capital algo regular cuando la fortuna le volvió la espalda, o mejor dicho, se puso a perseguirle cruelmente. Un día, rodeado de numerosa muchedumbre, distribuía sus profecías en la galería de espectadores. Un negociante llamado Cerdón adelantose para saber qué día debía emprender un viaje. Diófano señaló el día y el otro había ya sacado de su bolsa cien denarios para pagar la profecía, cuando de pronto un joven de distinguido aspecto se acercó al adivino por la espalda, le quitó la capa y al momento en que volvía la cabeza abrazole el joven fuertemente y le beso con efusión. »Diófano, después de abrazarle también, le hizo sentar a su lado y este encuentro inesperado le sorprendió y turbó de tal modo que se le olvidó la operación que estaba practicando. «Mucho tiempo ha, dijo el recién llegado, que te esperaba.—Llegué anoche mismo, respondió el joven; pero explícame, hermano mío, qué tal te ha ido e viaje así por mar como por tierra, después de tu precipitada salida de la isla de Eubea.»
A esta pregunta, nuestro inconmensurable Caldeo Diófano, fuera de sí y perdiendo los estribos, dijo: «¡0jalá que los enemigos de nuestra patria y los míos, tengan un viaje tan funesto! Fue una verdadera odisea. Nuestro buque, agotado por varios temporales, sin timón, fue arrojado violentamente contra la costa y se hundió en un momento: apenas pudimos salvarnos a nado, perdiendo todo el ajuar. Lo poco que más tarde pudimos recoger gracias a la caridad de unos desconocidos o al buen afecto de nuestros amigos, nos fue robado por una cuadrilla de ladrones y queriendo mi hermano único, Arisuat [Arignoto], rechazar su ataque cayó el pobre degollado a mis pies.» Mientras hacía esta narración con profundas muestras de dolor, Cerdón, el negociante, había cogido de nuevo el dinero destinado a pagar la profecía y había huido como un gamo. Sólo entonces Diófano, como si despertara de un profundo sueño, vio el perjuicio que le acarreaba su imprudencia, en particular cuando vio que todoa los que le rodeábamos estábamos riendo a mandíbula batiente. «¡Mas, en fin, señor Lucio, quiera el cielo que por rara excepción os haya dicho el caldeo la verdad! Os deseo prosperidades de toda suerte y deseo que vuestro viaje continúe bajo los mejores auspicios.»
Durante la charla de Milon, que nunca acababa, suspiraba yo por lo bajo y me impacientaba contra mí mismo por haber provocado una conversación tan inoportuna que me hacía perder buena parte de la noche y los deliciosos frutos que esperaba de ella. Finalmente, echando la capa al toro, dije a Milon: «Que Diófano se las componga como pueda, y que vaya recorriendo mar y tierra cuanto guste; yo estoy todavía fatigado de la jornada de ayer, y permitidme que me retire en seguida a descansar.» Me despedí de él y entré en mi habitación, donde encontré los galantes preparativos de la más apetitosa cena.
En efecto, la cama de los criados había sido dispuesta lo más lejos posible de mi puerta, sin duda para que nuestros propósitos amorosos no tuvieran otro testigo que la noche. Frente a mi cama se levantaba un velador cargado con los restos suculentos de la comida y dos copas de buen tamaño con vino hasta la mitad; al lado de una botella de cuello ensanchado con desahogada abertura, para que manara fácilmente el líquido embriagador; dignos preludios gastronómicos del combate que iba a librarse en honor a la más hermosa de las diosas.
Apenas estuve en la cama, mi querida Fotis, que había acostado ya a su ama, corrió hacia mí tirándome ramos de rosas y deshojándose algunas en su seno. En seguida, después de haberme enlazado con guirnaldas y cubierto de flores en medio de las más tiernas caricias, tomó una de las copas, y acabando de llenarla con agua tibia me la ofreció a que la bebiera. Pero antes de haberla vaciado del todo me la quitó dulcemente y la llevó a su boca, y fijos sus ojos en los míos, bebió el resto a pequeños sorbos: otra, otra y otras varias libaciones fuimos saboreando, hasta que quedé hecho una sopa, y comunicándose el desorden de mi imaginación a toda mi persona, quise mostrar a Fotis la impaciencia con que contenía mi ardor. «Ten piedad de mí, le dije, ven en mi auxilio. ¿No veis que estoy preparado? Desde el primer encuentro de este combate que me has declarado, sin la intervención del fecial, el cruel Cupido me ha atravesado bruscamente el corazón con una flecha: me duele mucho; no puedo resistir mas tiempo sus ataques. Pero para hacerme completamente feliz empieza por desatar la cabellera, y que sus ondulantes rizos floten en libertad durante los ataques.»
En un instante retiró los cubiertos. Consintió luego, a petición mía, en desatar las trenzas de su cabellera, que ofrecía el más lindo desorden, y presentome la deliciosa imagen de Venus adelantando sobre las ondas del mar. Sus encantos quedaban algo velados por la celosa mano que los ocultaba; pero comprendí que mejor era un gesto de coquetería que la alarma del pudor. «¡Al combate!, gritó; despliega todas tus fuerzas; porque ni quiero rendirme ni emprender la retirada; vamos, acércate si eres hombre valiente; ataca con energía; triunfa para sucumbir; el combate de hoy no será jamás visto.» Y dando rienda suelta a nuestros transportes, satisfizo por fin mi impaciencia; hasta que una muelle languidez enervó nuestros espíritus, nos precipitamos uno en brazos del otro para confundir nuestras almas moribundas. Estas luchas, y otras semejantes, nos condujeron al amanecer sin que hubiésemos pensado en dormir un solo punto. A menudo, Baco animaba nuestras fuerzas, vigorizando nuestro ardor, y así gozábamos de nuevos placeres. Este encuentro fue seguido de varios otros que organizamos de un modo semejante.
Por fortuna, cierto día, Byrrhene insistió vivamente para que cenara en su casa, y aunque yo lo rehusé cuanto pude, no quiso dar oído a mis excusas. Necesite hablar de ello a Fotis y pedirle consejo, puesto que era mi oráculo. Aunque pesarosa por tenerme lejos, aunque sólo fuera un palmo, concediome, sin embargo, de buen grado, esta pequeña tregua de amor. «Poro por lo menos, me dijo, procura levantarte temprano de la mesa, porque entre los jóvenes de la nobleza hay una cuadrilla de camorristas que diariamente ponen en alarma la ciudad, y verás, por otra parte, hombres asesinados en mitad de la calle. Las guardias no logran impedir estas escenas. Precisamente tu brillante posición, y el poco miramiento que se guarda a los extranjeros, te expone a cualquier alevosía.—Quédate tranquila, querida Fotis, le dije; sin contar que prefiero las delicias que tú me brindas a todos los festines del mundo, puedes tener, además, la seguridad de que prevendré las alarmas que me indicas, regresando temprano. Por lo demás, no iré solo, porque irá a mi lado mi fiel espada y llevaré mi pasaporte.» Con estas prevenciones me fui al banquete,
donde hallé gran cantidad de convidadosde la alta aristocracia a que pertenecía Byrrhene. Las camas, de una extremada magnificencia, eran de madera de limonero incrustada de marfil, y las sábanas eran bordadas. Había gran surtido de vasos, tan varios por sus elegantes formas como únicos por su valor; en unos, el cristal era hábilmente cincelado: en otros, brillaba con mil facetas, en otros, los destellos de la plata y los chispeantes fuegos del oro; también algunas copas, maravillosamente talladas en ámbar para servir en grandes festines. Todo lo imaginable estaba reunido allí. Había numerosos pinches de cocina magníficamente vestidos. Los abundantes platos eran servidos con la gracia mas gentil por muchachas; niños de rizado cabello, y elegante uniforme, presentaban a cada instante el vino añejo en vasos hechos de piedras preciosas. Cuando llevaron las lámparas se animó la mesa; hubo un fuego graneado de sonrisas, chanzas y chascarrillos. Byrrhene dirigiome así la palabra: «¿Te encuentras bien en nuestro país? No sé si me engaño al creer que no hay en otra ciudad alguna templos, baños, ni edificios particulares mejores que los nuestros. Poseemos, además, en alto grado, todas las comodidades apetecibles. Para quien busca el reposo, hay libertad completa, y el extranjero que viene para negocios, halla aquí tanto comercio como en Roma; así como si tiene hábitos apacibles, goza de una tranquilidad tan completa como en el campo. En una palabra, para toda la provincia, nuestra ciudad es un nido de delicias.
—Tenéis mucha razón, señora, le respondí. No creo haber jamás encontrado en parte alguna la libertad de que aquí se goza; pero me dan miedo las tenebrosas e inevitables acechanzas de los hechiceros. Se dice que ni los sepulcros, están al abrigo de ciertas profanaciones. Sobre las mismas tumbas van a robar ciertos despojos; trozos de cadáver, para hacer caer las más espantosas desgracias sobre la cabeza de los vivientes. Viejas hechiceras hay, que en el mismo momento en que se preparan los funerales de un difunto, se apresuran a robar el cadáver antes que lo sepulten.» Uno de los concurrentes añadió: «Es más aun; ni los vivos están seguros. Una aventura por el estilo, ocurrió a no sé quién: fue mutilado y desfigurado completamente.» A estas palabras, los comensales estallaron en una gran risa. Todas las caras, todos los ojos se dirigieron a un hombre que estaba escondido en un rincón de la sala. Confuso por la obstinación con que todos le miraban, murmuraba impaciente, y quería levantarse para salir. «No, mi querido Telefronte, le dijo Byrrhene, siéntate otra vez, y con tu habitual amabilidad, explícanos una vez más tu historia, a fin de que mi estimado hijo Lucio tenga el placer de oírla de tu boca.—Vos, señora, respondió, sois siempre fiel a vuestros santos y bondadosos hábitos: pero hay personas cuya insolencia es insoportable.» Dijo estas palabras muy emocionado, pero a fuerza de insistir y de conjurarle por lo que más estimara en el mundo, logró Byrrhene hacerle hablar.
Entonces, arremolinando una porción del mantel, para apoyar cómodamente el codo, irguiose en su asiento y extendió la diestra, colocando los dedos a estilo de orador; es decir, cerrados los dos últimos y presentando los otros hacia adelante, así como amenazando con el pulgar. Luego, sonriendo satisfecho, habló así Telefronte: «Todavía tenía yo tutor, cuando abandoné Mileto para ir a los juegos olímpicos y con la intención de venir al mismo tiempo a visitar esta provincia de que tanto había oído hablar. Después de recorrer la Tesalia entera, llegue, ¡ay, de mí! a Larisa, para desgracia mía. Corriendo por todas partes, y buscando el modo de aliviar mi apurada situación, puesto que mis caudales para el viaje se habían evaporado ya, distinguí, en mitad de una plaza, un viejo de elevada estatura. Estaba subido cu una piedra, y gritaba en alta voz:¿Quién quiere guardar un muerto? ¿Cuánto dinero pedís? Entonces, dirigiéndome al primero que topé:—¿Qué significa esto?, le pregunté. ¿Los muertos de este país. tienen la costumbre de escapar?—Calla, me respondió, eres joven, eres extranjero y veo que no conoces el país. Estás en la Tesalia, donde las hechiceras tienen la costumbre de mutilar a mordiscos el rostro de los cadáveres para sus operaciones mágicas.
—¿Y en qué consiste esta guardia de los muertos?—Ante todo, hay que velar muy atentamente toda la noche, siempre con los ojos muy abiertos, acechando, sin separarlos un punto del cadáver, y mucho menos, por tanto, volver la cabeza. Porque estas malditas brujas se transforman en cualquier clase de animales, se escurren a escondidas y son capaces de esquivar fácilmente las miradas del sol y de la justicia. Toman forma de pájaro, perro, ratón y hasta de mosca; luego, con sus terribles conjuros, sepultan al guardián en un profundo sueño, y es imposible enumerar completamente las tenebrosas mañas que discurre la fantasía de estas malditas hembras. Y, sin embargo, por tan peligroso oficio, no se suelen ofrecer más que cuatro o seis monedas de oro, ¡Ah... se me olvidaba! Si a la mañana siguiente, el guardián no entrega el cuerpo completo, tiene que sustituir las partes mutiladas con un pedazo de carne equivalente, que le cortan de la cara.
«Enterado de esto, me revestí de coraje, avancé hacia el pregonero, y le dije:—No echéis más los bofes por la boca; el guardián que buscáis soy yo: veamos el precio.Se os darán mil escudos. Pero tened cuidado joven; este cadáver es el hijo de uno de los primeros de la ciudad, y es preciso que esté bien garantido de estas infames harpías.—Recomendaciones inútiles, puras bagatelas: yo soy un hombre de hierro: jamás me duermo, y en cuanto a perspicacia, desafío a Argos y a Lynceo. Es decir: soy todo ojos. Apenas acabé de hablar, me condujo a una casa, en la que entramos por una puerta excusada, puesto que la principal estaba cerrada, y me encontré en una habitación cerrados, los postigos sin dejar filtrar un rayo de luz: me mostró una dama vestida de negro, que derramaba abundante llanto, y acercándose a ella, le dijo: «He aquí un hombre que valientemente se ha presentado y ha hecho precio para guardar el cadáver de vuestro esposo.» La viuda, entonces, apartando los cabellos que le caían sobre el rostro y dejando ver una cara hermosísima, aún en el dolor, detuvo su mirada sobre mí:—Os conjuro, me dijo, a que cumpláis vuestro ministerio con toda la vigilancia de que seáis capaz.—Estad tranquila, le respondí, supuesto que me dais un suplemento razonable.
Quedamos de acuerdo, y levantándose, me acompañó a otra habitación, donde estaba el cadáver envuelto en un sudario de deslumbrante blancura, «Mandó entrar siete personas destinadas a servir de testigos, y al descubrir ella misma el cadáver, rompió en copioso llanto. En seguida, con El testimonio de los allí congregados, comenzó una minuciosa inspección de todos los miembros del difunto, ocultos hasta este instante, y uno de los concurrentes levantó el inventario.Ya veis, me dijo, que la nariz está entera, los ojos en buen estado, los labios intactos, nada falta a la barba—¡Apelo, pues, a vuestro fiel testimonio! Y dichas estas palabras y firmado el inventarío se retiró. Pero yo la retuve diciéndole:—Señora, mandadme traer todo lo indispensable a mi misión.—¿Eh, qué decís?—Una gran linterna, respondí, aceite para que alumbre hasta el nuevo día, agua caliente, algunas botellas de vino, un vaso y los restos de vuestra cena. Pero ella, meneando la cabeza:Vamos, me dijo, sois un impertinente. ¿Pues qué? En una casa tan afligida pedir comida, cuando largo tiempo ha que no se ha encendido la lumbre. ¿Os imagináis haber venido aquí para regodearos? ¿No haríais mejor en derramar abundantes lágrimas y poner cara compungida, como conviene al caso? Y esto diciendo, dirigiose a la criada:—Myrrina, trae inmediatamente una lámpara y aceite y una vez hayas encerrado al guardián sal de la habitación.
»Quedéme, pues, solo en compañía del muerto, frotándome los ojos para prevenirme del sueño y cantando para no tomar miedo. Llega el crepúsculo, luego la noche, en seguida, negra noche, luego la hora del más profundo sueño y finalmente la hora fatal de media noche. Me sentí sobrecogido de terror, que a cada instante aumentaba, cuando de pronto vi dibujarse una comadreja, que se detuvo frente a mí, lanzándome una mirada tan penetrante, que aquel animalejo me heló la sangre en las venas: tan atrevido se presentó. Al fin le dirigí la palabra: "¡Vete, bestia inmunda, a cazar ratones, tus semejantes, si no verás sin más tardanza la fuerza de mi brazo! ¿Te vas?» La comadreja dio media vuelta y salió de la habitación. Al cabo de un momento estaba yo sumido en el más profundo sueño, hasta el punto que el mismo dios de Delfos habría apenas distinguido cuál de los cuerpos yacentes era el difunto. Así, pues, privado del conocimiento y necesitando yo mismo otro guardián, estaba allá como si estuviera en el limbo.
»Ya los gallos del vecindario anunciaban ruidosamente la llegada de la aurora. Despierto, por fin, y temblando y pavoroso me acerco al difunto: le descubro la cara, acerco la luz y me pongo a examinar detalladamente este rostro que me entregaron completo. De pronto la infeliz viuda, presa de gran angustia y deshecha en lágrimas, corrió seguida de los testigos hacia el cuerpo de su difunto esposo. Y después de besarlo largo tiempo lo examina detenidamente a la luz de la linterna. Luego, volviéndose, llama a su intendente Filodéspotes y le ordena pagar sin retardo tan excelente guardián:—Joven, me dijo luego, os quedo muy agradecida y sólo sé corresponder a vuestro meritorio servicio contándoos, en adelante, en el número de mis amigos. Encantado de tan inesperado negocio y extasiado ante aquel montón de oro que hacía yo sonar en mi mano,—No, señora, no, le dije. Consideradme más bien como criado vuestro y siempre que necesitéis de mis servicios mandadme con entera confianza. »Apenas hube hablado, todos los amigos de la viuda me llenaron de improperios, como profeta de desgracias, y pillando lo primero que les vino a mano me embistieron. Unos dábanme puñetazos en la cara, otros me azotaban cruelmente las espaldas, otros me hundían un par de costillas de un empujón, dábanme puntapiés, me arrancaban los cabellos y me rasgaban el vestido. Así me echaron de la casa, como al bello Adonis, o como al hijo de Caliope, gloria del monte Pimpla:
apabullado y hecho pupa. »Mientras en una calle inmediata recobraba poco a poco el aliento y recordaba, aunque tarde, la torpeza y malos augurios contenidos en las palabras que proferí, confesando que, en conciencia, merecía mayor castigo todavía, terminaban los últimos lamentos y despedidas. La comitiva fúnebre se puso en marcha y, según, costumbre del país, iba seguido, en razón de su elevado rango, de un pomposo cortejo que atravesaba la plaza pública. Un viejo acercose precipitadamente al féretro, el desolado rostro bañado en lágrimas y arrancándose sus hermosos cabellos blancos. Con los dos brazos asiose al ataúd y con voz entonada, interrumpida a menudo por loa sollozos, dijo:—Ciudadanos, por lo más sagrado del mundo, en nombre de la piedad publica, vengad el asesinato de uno de vuestros hermanos y castigad con la última pena un ser infame y criminal: esta mujer, culpable del más horrendo crimen; porque ella y sólo ella ha envenenado a este desgraciado joven, sobrino mío, para favorecer un amor adúltero y apoderarse de sus bienes. Así habló el viejo y a todos iba repitiendo sus lamentos y sus quejas. El pueblo tomó interés por el suceso y pareciendo verosímil la acusación hizo causa común con el viejo. Pedían a grandes voces una hoguera; buscaban piedras y excitaban a los chiquillos contra la viuda. Pero ella, bañado el rostro en lágrimas de encargo y poniendo por testigos, con la mayor solemnidad que pudo, a todos los dioses, negó tan horrible imputación.
»—Pues bien, replicó el viejo, encarguemos a la divina Providencia el cuidado de esclarecer la verdad. Hay aquí un egipcio, llamado Zaclas, profeta de primera categoría, que mediante una fuerte suma convino tiempo atrás conmigo en traerme, para breves instantes, un alma del infierno y reanimar un cuerpo después de muerto. »Diciendo esto hizo avanzar por entre la muchedumbre a un joven vestido con tela de lino, calzado con hojas de palmera y la cabeza completamente afeitada. Después de besarle largo rato las manos y abrazarle las rodillas, dijo:—¡Tened piedad de nosotros, divino pontífice, tened piedad de nosotros! Os conjuro por los astros del cielo, por los dioses infernales, por los elementos que componen el universo, por el silencio de la noche, por el trabajo que secretamente llevan a cabo las golondrinas cerca de Coptos, por las avenidas del Nilo, por los misterios de Memfis y por los sistros de Pharos, a que derraméis un poco de luz sobre estos ojos, cerrados para siempre; dejadles gozar un instante la luz del sol. No nos resistimos, no disputamos su presa a la madre tierra, sólo por la consoladora esperanza de vengarle pedimos unos momentos de vida para este cadáver. »El profeta, en virtud de esta invocación, aplicó por tres veces, sobre la boca del cadáver una hierba, luego otra sobre el pecho; luego, puesto de cara a Oriente dirigió, en voz baja, una oración al sol cuyo carro augusto recorría la bóveda celeste. Esta imponente escena impresionó a todos los espectadores, que pusieron viva atención en el milagro que iba a operarse.
Yo me escurrí por entre la muchedumbre y poniéndome detrás mismo del féretro, sobre una piedra, lo contemplaba todo con gran interés. Ya el pecho sube y baja; ya se deja percibir el pulso; un soplo creador llena este cuerpo; ya no es un cadáver; es el mismo hombre que se levanta y toma la palabra. Así díjo:–¡Ah!, ¿por qué, por qué cuando he bebido ya las aguas del Leteo, cuando nadaba ya por la laguna Estigia me llamáis a los deberes de una existencia efímera? Cesad, por favor, cesad y devolvedme la calma del sepulcro. Tales fueron los acentos que brotaron de este cuerpo: pero el profeta animándose más le dijo:—No, explica toda la aventura al pueblo y corre el secreto velo de tu muerte. ¿Crees tú que mis conjuros no son capaces de invocar las furias?, ¿que no puedo hacer sufrir tormentos a tus fatigados miembros? El resucitado tomó nuevamente la palabra y dirigiéndose al pueblo:—Pues bien, dijo, las culpables magias de mi nueva esposa han causado mi muerte; víctima de un mortal brebaje he debido abandonar a un adúltero mi cama, tibia aún. »A estas palabras, su cara mitad, revistiéndose de audacia y presencia de espíritu refuta la acusación de su esposo con una sacrílega negación. El pueblo se entusiasma, animado por diversos sentimientos. Unos dicen que la mujer es una malvada y que hay que enterrarla viva inmediatamente al lado de su esposo; otros, por el contrario, dicen que no hay que poner fe en la denuncia de un embustero cadáver.
Pero se disipó toda duda cuando el resucitado añadió:—Es la pura verdad, y gimió dolorosamente; «Voy a dar una prueba aplastante, señalando detalles que nadie más podría dar. Mientras este (y me señaló con el dedo) velaba sobre mí con una atención y con un celo extremados, viejas hechiceras quisieron apoderarse de mis restos. A este objeto se han presentado distintas veces, aunque siempre inútilmente, bajo variadas formas. Y no pudiendo engañar la actividad y la vigilancia de mi guardián, han derramado sobre él los vapores de Morfeo y le han sepultado en profundo sueño. Luego, llamándome por mi nombre, no han cesado de gritar hasta que mi yerto cuerpo y mis helados miembros han ido obedeciendo sus conjuros, después de largos y penosos esfuerzos. Este, que estaba vivo, pues de la muerte sólo tenía el sueño, oyó que le llamaban, porque lleva igual nombre que yo, y despertó sin saber lo que se hacía; como un fantasma fue maquinalmente a dar de bruces contra la puerta de la habitación, y, aunque estaba muy bien cerrada por un agujero que tenía, le cortaron la nariz y las orejas, siendo mutilado él en vez de yo. Por lo demás, para que todas las apariencias secundasen su latrocinio, las brujas le pusieron una nariz y unas orejas nuevas de cera. He aquí lo que le ha ocurrido a este infeliz a quien le han pagado menos la vigilancia que la mutilación. »Aturdido con estas palabras quise averiguar tal aventura; me cogí la nariz y me quedó en la mano; me palpé las orejas y me cayeron. Viendo entonces que todos me señalaban con el dedo, que todas las miradas se dirigían hacia mí y que iba a estallar una risa general y formidable, me escapé como supe, chorreando un frío sudor, entre las piernas de los espectadores. Desfigurado así para siempre y sentenciado al ridículo no pensé jamás en volver a mi patria, ni ver a mi familia. Dejándome caer los cabellos a los lados, oculto la mutilación de mis orejas y en cuanto a la nariz disimulo bastante bien la deformidad con este trapo embadurnado de ungüento.»
Apenas terminó Telefronte su historia, los convidados, animados por el vino, empezaron sus bromas, y mientras los bebedores reclamaban las libaciones propias del caso para el dios de la risa, Byrrhene me habló así: «Mañana hay una solemne fiesta, por ser aniversario de la fundación de nuestra ciudad: y somos el único pueblo de la tierra que, en tal día, invocamos la protección del augusto dios de la risa. Tu presencia embellecerá, para nosotros, esta fiesta. ¡Cuánto deseo que tu peculiar alegría te inspire alguna broma galante en honor del dios, para que sea más divertido y completo el homenaje que ofrecemos a su poder!—Perfectamente, señora, le respondí. Vuestros deseos serán satisfechos, y ojalá encuentre yo materia que sienta toda la influencia de un dios tan poderoso.» Y después de esto, advirtiéndome un criado que era muy avanzada la noche, me levanté de la mesa medio borracho: saludé á Byrrhene y, tambaleándome, emprendí el regreso a mi casa.
Pero en la primera plaza que atravesamos, una ráfaga nos apagó la luz, y con grandes apuros salimos de esta súbita obscuridad. Y únicamente después de innumerables tropezones, pudimos llegar a casa, muertos de cansancio. Íbamos a entrar, cuando tres vigorosos mocetones se precipitan con todas sus fuerzas sobre la puerta, sin que les turbara, al parecer, nuestra presencia. Por el contrario, se aporreaban desesperadamente y a mí me pareció que eran bandidos de los más peligrosos. Así, pues, saqué de debajo la capa la espada que llevaba oculta a prevención; me arrojo sin vacilar en medio de los tres, y a medida que se presentan ante mí, en tono provocativo, les hundo la hoja en el vientre, y caen muertos a mis pies, atravesados por numerosas heridas. El ruido de la pelea despertó a Fotis, que bajó a abrirme, y casi sin respiración, bañado en sudor, entré en casa. La lucha contra los tres bandidos, que bien merecía el triple Geryon, me dejó aniquilado. Acosteme inmediatamente y me dormí en seguida.
LIBRO TERCERO
Ya con su dorado carro iba remontando el cielo la aurora de rosados dedos; la noche cedía su lugar al día, y yo acababa de despedir las dulzuras del sueño. La aventura de la noche anterior me atraía inquieto, y sentándome en la cama, las piernas cruzadas, las manos en las rodillas y los pies enlazados, acabé por llorar a moco tendido. Figurábame ya frente al tribunal, los magistrados dictando sentencia y la llegada del verdugo. ¿Habrá un juez bastante magnánimo, bastante benévolo para proclamar la inocencia de un hombre que, como yo, ha cometido tres asesinatos y se ha manchado con la sangre de tantos ciudadanos? ¿Era esta la gloriosa peregrinación que el caldeo Diófanes me pronosticó con tanta seguridad?... Estas reflexiones martirizaban mi espíritu y lloraba por mi fatal destino. Pero estaban llamando a la puerta, gritaban, hacían un ruido espantoso,
y pronto una violenta ráfaga la abrió de par en par. La casa se inundó de magistrados, de sus acólitos y gente de toda ralea. En seguida, dos corchetes, por orden de los magistrados, pusieron mano sobre mí y se me llevaron; no opuse la menor resistencia. Apenas llegamos a la calle, ya nos seguía todo el pueblo. Era una muchedumbre imponente, y aunque yo iba con la cabeza baja hasta el suelo, o mejor, hasta el fondo del Tártaro, preso, a medida que iba avanzando, de la más violenta desesperación, mirando de reojo, observé, sin embargo, una cosa muy extraña: y es que entre tantos miles de individuos que me seguían, no había uno solo que no se riera a dos carrillos. Por fin, después de hacerme recorrer toda la ciudad, y que me hubieron paseado por todos los rincones, como estas víctimas que en las procesiones expiatorias están destinadas a conjurar algún espantoso prodigio, me hicieron detener en el lugar donde el tribunal administraba justicia. Ya los magistrados ocupaban sus elevados sitiales y el ujier reclamaba silencio, cuando de pronto, un grito unánime de todos los espectadores pidió que, en razón a la afluencia de personas y a loa peligros que podía causar tal aglomeración, se efectuara la vista de tan importante causa en el treatro. Inmediatamente el público ocupó las delanteras, y el recinto de la sala se llenó por completo con maravillosa rapidez. Hasta los corredores y techos rebosaban gente. Algunos se subían a las estatuas; muchos abrazábanse a las columnas; otros sacaban medio cuerpo por las ventanas y la extrema curiosidad les impedía discurrir el peligro que corrían. Pronto los ujieres me hacen adelantar hasta mitad del escenario, como una víctima.
El ujier dio una voz. estentórea; llamaba al acusador. Un anciano se levantó; luego, para medir el tiempo que duraba su oración, tomó un vasito en forma de embudo, con el extremo adelgazado en punta. Echó en él un poco de agua, que se derramaba gota a gota, y dirigiéndose al pueblo, dijo: «Dignísimos ciudadanos: la causa que vamos a fallar es de las más graves, porque se trata, ante todo, de la tranquilidad de la ciudad entera. Hay que dar un gran ejemplo e importa mucho que, individualmente y en comunidad, venguéis los derechos de la sociedad ultrajada; que no quede sin castigo un infame asesino, que con sanguinaria mano ha causado tantas víctimas. No creáis que, al hablaros así, me impulsa particular animosidad o un resentimiento personal con el acusado, porque yo soy capitán de las guardias que ejercen vigilancia durante la noche, y no creo que hasta el actual momento, nadie pueda acusarme de negligente. Pero, yendo a la cuestión, voy a exponeros fielmente lo que ha ocurrido la noche pasada. Era exactamente media noche, y yo, con escrupulosa exactitud, hacía mi ronda por la ciudad, examinando casa por casa, De repente, veo a un joven, el acusado, que furioso, espada en mano, causaba gran carnicería. Tres ciudadanos habían caído ya víctimas de su crueldad; a sus pies, tendidos y ahogándose en su propia sangre, respiraban aún, aún palpitaban. Debo añadir que, justamente alarmado de la enormidad de su crimen, intentó huir, a favor de la obscuridad, deslizose dentro un portal, pasando la noche oculto en la casa. Pero la divina providencia jamás permite que un crimen quede sin castigo. Antes que pudiese escapar por algún reducto secreto, fui de madrugada para hacerle comparecer ante vuestro augusto y sagrado tribunal. Ved, aquí, pues, frente a vosotros un acusado culpable de tres asesinatos, detenido en flagrante delito, y extranjero. No vaciléis, pues, en condenar a un extranjero por un crimen del cual castigaríais severamente a un ciudadano vuestro.»
Después de este terrible requisitorio, detuvo el viejo su formidable voz. El ujier me dijo que si yo tenía algo que responder, hablase. En el primer momento, sólo me sentía dispuesto a derramar abundantes lágrimas, menos emocionado, ¡Dios mío!, por esta formidable acusación que por la acusadora voz de mi conciencia. Sin embargo, no sé por que inspiración del cielo, cobré aliento, y dije: »No ignoro cuán comprometida es, en presencia de los cadáveres de tres ciudadanos, la situación del acusado. Aunque diga la verdad; aunque confiese el hecho, ¿podrá persuadir de su inocencia a una numerosa muchedumbre? No obstante, si vuestra benevolencia me concede un momento de audiencia, os probaré fácilmente que si ahora sufro una acusación tan grave y desesperada, es por haber querido salvar mi vida en una disputa que yo no provoqué. Sí; sólo el azar y un sentimiento de legítima indignación, causaron la hecatombe.
Había sido convidado y regresaba tarde a mi casa; por añadidura iba borracho como una sopa; esto no lo negaré. Llegado frente a la casa donde vivo, la de Milon (vuestro dignísimo conciudadano), veo unos malvados, salteadores y ladrones que intentaban entrar y que, forzando los goznes, querían derribar la puerta. Las barras de hierro, aunque firmes, habían sido ya violentamente arrancadas y estaban ya deliberando el modo de asesinar a los moradores de la casa. Finalmente, uno de la cuadrilla, más decidido que los demás, excitó así a sus compañeros: «¡Vamos, muchachos, valor! Ataquemos con ardor mientras duermen. Alejemos de nuestro ánimo la duda y la pereza; la daga en la mano, y que la sangre inunde esta casa. A los que estén durmiendo, los degollaremos; a los que resistan, puñetazo, y sólo escaparemos vivos dejándoles a todos patas arriba.» He de confesarlo, ciudadanos; al oír tan monstruoso proyecto creí que mi condición de hombre honrado me señalaba claramente mi deber. Además temblaba por mis huespedes y por mí mismo. Sacando, pues, una espada, que para tales eventualidades me acompañaba, procuré amedrentarles y hacerles huir. Pero aquellos locos, o mejor, bárbaros, lejos de escapar, me resistieron audazmente;
nuestros hierros se cruzaron. En definitiva, el jefe, el portaestandarte de la cuadrilla, arrojose sobre mí con todas sus fuerzas, asiome bruscamente por los cabellos con ambas manos, y echándome atrás quiso derribarme. Mientras tal hacía, logré atizarle tan feroz puñetazo, que pasó a mejor vida. Un segundo bandido se agarra a mis piernas, y mientras me las destrozaba a mordiscos, le hundí mi espada precisamente entre pecho y espalda, y al acometerme el tercero le despaché de un puñetazo en la mitad del pecho. Restablecida así la calma, y asegurada la salvación de mis huéspedes, al par que la de la ciudad entera, creí poder esperar fundadamente no sólo la impunidad, sino públicos elogios. Por lo demás, nunca he tenido que comparecer ante la justicia por la más insignificante acusación, y me consideran, en mi país, hombre honrado. Siempre he preferido la honradez a la fortuna. No sé ver, pues, con qué motivo hoy se considera un crimen el haberme vengado, con santa indignación, de aquellos infames bandidos, ¿puede alguien sostener que, previamente, hubiese tenido yo enemistad particular con ellos, ni que conociera siquiera a tales miserables? Por lo menos, que se declare el más pequeño indicio del pretexto que me movió a cometer tal destrozo.»
Una vez hube terminado, derramé un mar de lagrimas, y juntando ambas manos en actitud suplicante, imploré tristemente a unos y otros, en nombre de la piedad pública y de lo que más quisieran en el mundo. En el punto en que les creí ya ablandados y emocionados con mis lamentos, quise escudrinar el ojo del sol de la Justicia y recomendarme, en medio de mis infortunios, a la celeste Providencia. Levanto un poco la cabeza para observar la.asamblea... Todo el mundo reía. Mi venerable huésped, mi padre, el propio Milon, retorcíase de risa. ¡Mira que tal anda la buena fe y la conciencia!, decía para mis adentros. ¡Por salvar a mi huésped me convierto en homicida, sufro la afrenta de una acusación capital, y él, no contento con negarme unas palabras de consuelo, se permite todavía reírse de mi desventura!
En tal punto, una mujer, bañada en lágrimas, sumida en el más profundo pesar, adelanta, corriendo, por en medio del teatro. Vestía de luto, y llevaba un niño. Seguíala otra vieja andrajosa llorando también; las dos agitaban ramos de olivo. Rodearon el lecho donde descansaban los cadáveres envueltos en un sudario, y con grandes chillidos y lúgubres lamentos, decían: «En nombre de la piedad pública y de los derechos de la humanidad entera, tened compasión de estos jóvenes indignamente asesinados, no rehuséis el consuelo de la venganza a una desgraciada viuda, a una desvalida madre. Por lo menos, socorred esta tierna criatura, condenada a la miseria en el dintel de su vida, y sea la sangre de este monstruo la expiación ofrecida a las leyes y a la moral pública.» Pasado este incidente levantóse el magistrado más anciano y dijo al pueblo: «Acaba de cometerse un crimen cuyo autor está convicto y confeso, la justicia exige severa venganza, pero nos queda todavía que llenar un requisito: descubrir los cómplices del criminal. No es verosímil, en efecto, que un solo hombre haya podido matar a tres, jóvenes y vigorosos. Así, pues, hay que aplicarle tormento para arrancarle la verdad. El esclavo que lo acompañaba huyó furtivamente y hay que encontrarle, para descubrir sus compañeros. Hay que poner término, a toda costa, al terror que inspira tan formidable asociación.»
Al punto trajeron, según costumbre griega, la llama, la rueda y látigos de toda clase. Sentí aumentar mi pena y aún duplicarse, al pensar que no me escapaba de morir mutilado. Pero la vieja, cuyas lágrimas habían emocionado a la concurrencia, añadió: «Dignos ciudadanos, antes de clavar en cruz al infame asesino de mis desgraciados hijos, permitid que sus cadáveres sean descubiertos, para que la contemplación de tanta hermosura y tanta juventud acreciente más vuestra indignación y vuestra justa severidad aprecie mejor tan horrendo crimen.» Grandes aplausos acogieron estas palabras, y el magistrado dispuso que inmediatamente descubriera con mi propia mano los tres cadáveres. Dudé largo rato, para no renovar con tal espectáculo la espantosa escena de la víspera. Pero los alguaciles, por orden del tribunal, me invitaron a ello severamente. Acabaron por cogerme el brazo, que apoyaba en la cadera, y lo tendieron, para desgracia mía, sobre los cadáveres. Obligado por la necesidad, me rendí; llevé la mano con toda la repugnancia al sudario y descubrí los muertos. ¡Dios mío, qué espectáculo, qué prodigio, qué súbito cambio de fortuna! Aunque puede decirse que en aquellos momentos yo ya formaba parte del mobiliario de Proserpina y de la gran cofradía infernal, mi rostro cambió repentinamente de expresión y quedé estupefacto. Figuraos que por una metamorfosis, que de ningún modo podía explicarme, los cadáveres de las víctimas eran tres odres hinchados, agujereados en los mismos puntos donde recordaba haber herido a los tres bandidos, en la batalla de anoche.
Entonces la risa, que el buen humor de algunos bromistas se había empeñado en contener durante un rato, estalló en plena libertad. Unos me felicitaban jovialmente, otros reventaban de risa con las manos en la barriga. Era una alegría frenética y, fuera ya del teatro, volvíanse aún para contemplarme. Pero yo, después de levantar el lienzo, quedó atónito, helado como un mármol, ni más ni menos que si fuese una de las tantas estatuas del teatro. No regresé del infierno hasta que mi huésped Milon se acercó a mí y me tocó la espalda. De pronto, no me meneé: empecé a llorar copiosamente y rompí en sollozos; pero me arrastró consigo y tuvo cuidado de llevarme a su casa por calles extraviadas y solitarias. Quería él disipar la pena y la agitación en que estaba yo sumido, prodigándome las palabras que le parecían propias del caso; pero no lograba calmar la indignación que semejante ultraje había causado en mi corazón.
Súbitamente los magistrados entran en nuestra casa con sus insignias y se apresuran a consolarme con la siguiente declaración: «Señor Lucio: no ignoramos vuestro valer personal, ni la gloria de vuestros abuelos, porque la nobleza de vuestra familia es conocida en toda la provincia. Así, pues, no ha sido con ánimo de ofenderos el haberos hecho sufrir la ruda prueba que tan hondamente os aflige. Desechad, pues, vuestra tristeza y disipad vuestra angustia. Sabed que cada año celebramos públicamente la fiesta del amable dios de la risa y que procuramos amenizar este aniversario con alguna nueva ocurrencia. Vos mismo habéis suministrado ocasión para celebrar la fiesta, y el dios de la risa os será siempre benévolo. No permitirá que jamás os aflija pena alguna; constantemente derramará sobre vuestra frente el encanto y la serenidad de la alegría. Por lo demás, toda la ciudad, por el buen rato de que os es deudora, os distingue con relevantes honores. Os ha inscrito entre sus protectores y ha decretado levantaros una estatua de bronce.» A estas palabras respondí con las siguientes: «Señores: agradezco en vosotros, por tan alto honor, a la ciudad más brillante, sin excepción, de la Tesalia; pero las imágenes y las estatuas os recomiendo que las reservéis para personas de más méritos que los míos.»
Después de esta humilde contestación empezó insensiblemente la alegría a brillar en mi rostro; mostré, en cuanto pude, un aire satisfecho, y con las mayores cortesías despedí a los magistrados.
En esto llegó corriendo un criado de Byrrhene: «Vuestra madre Byrrhene, dijo, os ruega que no olvidéis la proximidad de la cena a que estáis invitado desde anoche.» Me estremecí a estas palabras, sintiendo por la casa de Byrrhene una repulsión rayana en el terror. «Decid a vuestra dueña, le respondí, que bien desearía obedecer sus órdenes si pudiese faltar a una palabra comprometida: pero mi huésped Milon me ha hecho prometer, en nombre de la propicia divinidad que hoy festejamos, que cenaré con él. No me deja un solo punto, ni que salga de su casa. Habrá que dejarlo, pues, para otro día.» Estaba hablando todavía cuando Milon me cogió por el brazo, y mandando traer por los criados los útiles necesarios, me acompañó a los baños más cercanos. Yo procuraba evitar las miradas de la gente, y temiendo renovar a los transeúntes la risa que anteriormente les había excitado, procuraba ocultarme arrimado a Milon. Ni me acuerdo (tan avergonzado estaba) de cómo me lavé, cómo me enjugué, ni cómo regresé a casa. Señalado por todos los dedos, por todas las miradas, mi estupor me sacaba de quicio.
Despaché rápidamente la breve cena que me ofreció Milon, y, pretextando un fuerte dolor de cabeza, causado por mis abundantes lágrimas, logré fácilmente el permiso para retirarme a descansar. Ya en la cama, repasé tristemente todos los detalles de mi aventura, hasta que llegó Fotis, que acababa de acostar a la dueña. Estaba completamente cambiada; no tenía ya aquel semblante tan lleno de malicia, ni aquellas palabras tan festivas; tenía un aire turbado y arrugada la frente. Dudó mucho antes de hablar, y al fin dijo con timidez: «He de confesarte, con franqueza, que yo he sido la causa de todos los males que te han afligido.» Y sacando una correa que llevaba oculta en el seno, dijo alargándomela: «'Véngate de una pérfida mujer; y, si quieres, castígame con más rigor aún. No creas, sin embargo, que haya yo organizado premeditadamente aquella escena tan penosa para ti. Quieran los propicios dioses que jamás recibas el más leve arañazo por culpa mía, y si alguna desgracia amenaza caer sobre tu cabeza, ojalá pueda yo detenerla, aun a costa de mi vida! Pero lo que me habían obligado a preparar contra otro, ha hecho mi mala estrella que viniese a martirizarte a ti.»
Estas palabras avivaron mi habitual curiosidad y ardía por saber la solución de este enigma. «¿Dónde está, le dije, esta infame y audaz correa con la que debo martirizarte? Quiero aniquilarla, cortarla en mil pedazos, antes que tocar este cuerpo más blando que la pluma y más blanco que la leche. Pero te suplico me digas cuál ha sido esta acción que te desconsuela y que la fatalidad ha vuelto contra mí. Porque (lo juro por tu linda cabecita) nadie en el mundo, ni aun tú misma, me dará a entender que seas capaz de haber imaginado algo que me causara pena. Ahora bien; cuando la intención no es mala, no pueden darle las volubilidades del azar un carácter de culpabilidad.» Y dicho esto, cubrí de besos sus ojos húmedos, que mantenía medio cerrados y sin brillo un apasionado deseo: yo los acariciaba con efusión, puede decirse que los devoraba amorosamente con mis labios.
Púsose sosegada y suplicó con jovialidad: «Permíteme, por favor, que cierre cuidadosamente las puertas de la habitación. Si por imprudencia mía, trascendiera al exterior alguna de mis palabras, causarían profanación y escándalo.» Y esto diciendo, corrió los cerrojos, sujetó fuertemente la barra y volvió a mí. Entonces, echándome los brazos al cuello, con voz baja y débil, dijo: «Temo, temo horriblemente descubrirte los misterios de esta casa y los secretos íntimos de mi señora. Pero confío en tu honradez. Sin necesidad de invocar los sentimientos de honor que has recibido de tu familia y de tu educación, sabes seguramente, iniciado como estás en alguna corporación religiosa, lo que quiere decir guardar fielmente un secreto. Conserva en el fondo de tu corazón, como sagrado depósito, las confidencias que voy a hacerte y no las divulgues jamás. No quiero más que una recompensa a mis francas confidencias; que guardes una discreción a toda prueba, porque el violento amor que por ti siento, me fuerza a revelarte lo que no sabe nadie más que yo en el mundo. Sí, voy a contarte todo lo que pasa en esta casa; sabrás los maravillosos secretos de mi dueña, secretos a los que obedecen los difuntos, que turban los astros, obligan a los dioses y dominan los elementos. »Debes saber, ante todo, que jamás emplea con tanta pasión el poder de sus artificios que cuando su mirada reposa complaciente sobre un guapo mozo; cosa, por otra parte, que le ocurre muy a menudo.
Ahora mismo está chiflada por un muchacho beocio de extraordinaria belleza y pone en juego, con increíble ardor, todos los artificios, todos los resortes de la magia. Ayer, al anochecer, oí, con mis propias orejas, cómo amenazaba al sol, diciendo:Si no te dejas caer inmediatamente desde lo alto del firmamento, y no dejas paso a las tinieblas para dar lugar a mis hechizos, cubriré tu frente con espesas nubes y te condenaré a obscuridad perpetua. Para cautivar al muchacho, me obligló ayer a que buscara los cabellos que acababan de de cortarle en una barbería, donde le vio al volver del baño. Mientras a hurtadillas y con gran cuidado los iba yo recogiendo, me vio el barbero: y como el oficio de la magia está muy desacreditado y deshonrado en esta cuidad, me cogió y me apostrofó rudamente:–¿Cuándo dejaras de venir a robarnos el cabello de los muchachos más gallardos? Si no renuncias a tus criminales maniobras, te entregare incontinenti a los jueces. Luego, uniendo la acción a las palabras, hundió la mano en mi garganta y me quitó los cabellos con muy mal modo. Afectome gravemente este contratiempo, dado el humor de mi dueña, a quien un chasco de esta índole le disgusta infinitamente. Ya pensaba yo en huir de aquí pero al pensar en ti, cambié de idea.
Iba para casa, miedosa de presentarme con las manos vacías, cuando vi a un hombre esquilando pellejos de machos cabríos. Vi que, una vez hinchados, los ataba fuertemente y los colgaba. Recogí entonces del suelo un puñado del pelo cortado, y como era rubio y parecido al del joven beocio, lo traje a mi dueña, ocultándole la verdad. Con tales ingredientes, al comenzar la noche, y antes que tú regresaras de la cena, mi Pánfila, ya fuera de sí, subió a una barraca, especie de atalaya a cuatro vientos, desde donde se descubre todo el horizonte, a fin de elegir la orientación más eficaz para las misteriosas operaciones de su arte. Comenzó instalando en este laboratorio infernal sus acostumbrados cachivaches. Esencias de toda clase, láminas de cobra con caracteres indescifrables, trozos de hierro, restos de buque, numerosos trozos de carne humana (de personas recién muertas), y otros de cadáveres ya carcomidos; aquí la nariz y los dedos; allá trozos colgados en clavos; más lejos, sangre de hombres desollados; cráneos medio roídos por las fieras, etc., etc.
Pronunció en seguida las palabras mágicas, ante unas entrañas calientes aún, y luego se preparó para un sacrificio, derramando sucesivamente agua de la fuente, leche de vaca y miel de la montaña; también hizo libaciones de hidromiel. Después de lo cual, entrelazó fuertemente los presuntos cabellos, los anudó y los quemó en ascuas ardientes con gran cantidad de perfumes. »Inmediatamente, por la invencible, fuerza de su magia y el poder misterioso de los espíritus que había evocado, los pellejos, cuyo pelo ardía humeante en las ascuas, se animaron como seres humanos. Sienten, oyen, andan, y llegando al lugar hacia donde les atraía el olor de sus ardientes despojos, pusiéronse a bailar en la puerta para entrar, reemplazando así al beocio en cuestión. Entonces fue cuando tú, turbado por copiosas libaciones y perdido en la obscuridad de la noche, sacaste valientemente la espada, como el furioso Áyax, pero no para desahogar, como él, tu rabia en animales vivientes y aplastar rebaños enteros, sino para arrancarles el soplo (empresa mucho mas heroica) a tres odres de macho cabrío hinchados. ¡Te abrazo, pues, vencedor feliz, que aniquilas a tus enemigos sin mancharte con una sola gota de sangre! No es un homicida, sino un cabricida a quien abrazo!
Lo mismo que Fotis, tomé también este asunto a broma. "¡Bravo!, dije; he aquí el primer triunfo de que podré vanagloriarme, y lo pondré en parangón con uno de los doce trabajos de Hércules: los tres pellejos que mandé al otro mundo irán de pareja con el triple Gerión, o con el Cerbero, de tres cabezas. Pero para que te perdone sinceramente y de buen grado este aturdimiento y equivocación tuya, que tantos disgustos me ha costado, concédeme un favor que te imploro ardientemente. Haz que pueda ver a Pánfila trabajando en alguna operación de su divina ciencia; cuando invoca a los demonios, por ejemplo, o cuando va a sufrir una metamorfosis. Porque ardo en deseos de ver con mis propios ojos los secretos de la magia. Por lo demás, me va pareciendo que tú no eres novicia ni torpe en este arte. Sí, estoy seguro de ello: tengo una prueba incontestable. Tiempo atrás desdeñaba yo las caricias de encopetadas damas; y tú, con tus picarescos ojos, tus labios amorosamente entreabiertos, y tu perfumada garganta, me tienes rendido como un esclavo, imponiéndome cadenas que adoro. He llegado a olvidar completamente mi familia, no me preocupo en regresar, y nada hallo tan delicioso en el mundo como pasar una noche contigo.
—Mi adorado Lucio, respondió Fotis, mucho me placería concederte lo que deseas. Pero a causa de la malevolencia pública, mi ama efectúa siempre sus ocultas maniobras en la soledad más profunda, lejos de toda mirada humana. Pero estoy dispuesta a sacrificar mi seguridad personal a tus deseos, y espiaré la ocasión más favorable para satisfacer tu curiosidad. Pero, como te dije al principio, discreción y fidelidad: el negocio es de los más graves.» Mientras íbamos cuchicheando, un mutuo deseo inflamó súbitamente nuestras almas y nuestros sentidos. Y aprovechamos la ocasión para abandonarnos a nuestro delirio: y aun cuando estaba yo fatigado ya, Fotis generosamente, ofreciome los encantos de una chistosa variación. Luego, el sueño, que no tardó en cerrar nuestros ojos, fatigados de semejante velada, nos dejó tendidos uno junto al otro hasta la mañana siguiente.
Después de algunas noches, poco numerosas, pasadas en el seno del placer, Fotis vino un día a mí, no pudiendo dominar la emoción que le alteraba. «Albricias, me dijo; mi dueña, a falta de otros procedimientos para comunicar buen éxito a sus amores, debe transformarse, la noche que viene, en pájaro, para volar así junto a su amante. Así, pues, prepárate; prudencia y verás esta notable operación.» A media noche me hizo subir de puntillas, y muy despacio, a la azotea, dejome junto a la puerta, y oíd lo que vi por las rendijas. Empezó Pánfila su operación desnudándose completamente, abrió luego un cofrecito, sacó varias cajas y destapó una, y tomando de ella un poco de pomada, frotóla entre las palmas de las manos y se untó todo el cuerpo, desde la punta del pie a la coronilla. Luego, estuvo largo rato, a la luz de la linterna, mascullando no sé que palabras en un libro ininteligible, y sacudió ligeramente todos sus miembros, que obedecieron a un imperceptible movimiento de ondulación. Inmediatamente se cubre de un suave plumón; luego, de largas plumas; su nariz se encorva y endurece: sus uñas se aprietan y retuercen; Pánfila está metamorfoseada en mochuelo. En tal figura, chilla en tono quejumbroso, y después de revolotear unos momentos al ras del suelo, para ensayarse, emprende el vuelo, se eleva y sale de la habitación como un rayo.
Así, pues, por la fuerza de su arte, acababa de sufrir una metamorfosis voluntaria. Cuanto a mí, que ningún encanto me había subyugado nunca, me dejó tan estupefacto lo que acababa de presenciar, que llegue a creer que yo no era Lucio. Quedeme con la boca abierta; mi admiración tenía algo de demencia; soñaba despierto, y frotándome varias veces los ojos, me aseguré de que aquello era real y verdadero. Cuando recobré el uso de razón tome la mano de Fotis, y estrujándola contra mis ojos, le dije: «Aprovechemos esta ocasión tan propicia, y concédeme una prueba incontrovertible y preciosa de tu afecto: dame un poco de aquella, pomada; ¡te lo suplico por mi puro amor! Te lo suplico por tu divina garganta, mi dulce bien; este inapreciable beneficio te entrega prisionero para siempre al más fiel de tus esclavos. Que pronto, gracias a ti, pueda yo, Cupido alado, revolotear alrededor de mi Venus.» «¡Mira tú qué guapo!, respondió Fotis. ¿Quieres tu, querido doncel, que yo misma vaya a poner el cuello en la horca? ¡Buen procedimiento para tenerte a salvaguardia de las mujeres tesálicas! Una vez pájaro, échale un galgo. ¡Si te he visto no me acuerdo! He aquí lo que pasaría.
—Guárdeme el cielo, repuse, de tan negra ingratitud: aunque yo pudiera, con el vuelo firme y atrevido del águila, recorrer toda la extensión de los cielos, encargado por el gran Júpiter de ser su fiel mensajero o repartir, gloriosamente, los truenos, mis nobles excursiones aéreas siempre darían fin viniendo a cobijarme en este delicioso nido. Sí; te lo juro por las trenzas de tu cabellera, encantadoras trenzas que encadenan mi existencia: nada amo tanto en el mundo como a mi Fotis. ¡Ah! ¡otra cosa! Cuando gracias a esta pomada habré tomado forma de pájaro, ¿cómo podré acercarme a ninguna habitación? ¿Vaya un galán para las damas, un mochuelo! ¡Hermoso para seducirlas! Triste pájaro de las tinieblas, si entra en alguna casa, el primero que lo pilla lo clava en cruz a la puerta, y con este cruel suplicio le vemos expiar las catástrores que presagia su presencia. Se me olvida preguntarte una cosa: ¿Qué hay que hacer para desprenderse del plumaje, y ser otra vez Lucio?—No te apures por eso, que mi ama me ha confiado todas las recetas que transforman, pasando de nuevo a la forma humana. Y no creaa que me haya enseñado esto por pura complacencia conmigo, no: es para, que, a su regreso, le pueda prestar saludable asistencia. Por lo demás, mira cuán modestas y corrientes son las plantas que obran tan admirable prodigio: sencillamente un poco de aneto que se mezcla con unas hojas de laurel y se echa en agua clara. Así le preparo un baño y una bebida.»
Y diciendo esto entró, no sin visible sobresalto, en la habitación, y sacó del cofrecito una caja, de que me apoderé con avidez y que cubrí de besos, dirigiéndole las más fervientes oraciones para que me procurase esta benéfica gracia de volar por los aires. Me desnudo rápidamente, hundo ávidamente las manos en la caja, y tomando la mayor cantidad de pomada que pude, fróteme todo el cuerpo. Balanceo en seguida mis dos brazos alternativamente e intento imitar los movimientos del pájaro. Plumazón, ni sombra: plumas, ni una. Pero los pelos de mi cuerpo se endurecieron como cerdas; mi piel convirtióse en el más recio cuero; en cada pie y en cada mano, cuyos dedos desaparecieron, formose un casco y al final del espinazo me apareció una larga cola; mi rostro se deforma: se dilata la boca, se ensancha la nariz, los labios se ponen colgantes y las orejas se yerguen y crecen de un modo fabuloso. Continuando tan triste metamorfosis, se alargan mis extremidades, quedando sin brazos con que abrazarme a Fotis.
Pronto comprendí claramente mi estado: no era yo un pájaro; era un asno. Trastornado por la mala jugada de Fotis, pero privado de voz y de humanas actitudes, no pude hacer otra cosa que entreabrir la boca, mirar al soslayo a mi dulce amada y dirigirle una muda súplica. Ella, al verme en tal estado, se arrancaba el pelo a puñados, desesperadamente. «¡Desgraciada de mí, exclamaba, estoy perdida! Con la turbación y la prisa me he equivocado y el parecido de ambas cajas me engañó. Pero, felizmente, el remedio es muy sencillo: en cuanto mastiques unas hojas de rosa perderás la forma asnal y serás nuevamente mi adorado Lucio. ¡Ah, qué lastima que anoche no preparase yo alguna guirnalda para nuestra entrevista, según solía, hacer! Ni siquiera tendrías que esperar hasta, mañana. Pero en cuanto se inicie la próxima aurora, correré a salvarte.»
Así se lamentaba. En cuanto a mí, a pesar de ser un bello y formal asno, conservé los sentimientos de hombre. Largo rato deliberé, muy gravemente, si era del caso hundir a coces y destrozar a mordiscos a esta malvada y abominable criatura. Pero una reflexión muy sensata me hizo abandonar este imprudente proyecto. Matando a Fotis desaparecía mi única esperanza de salvación. Así, pues, moviendo lentamente la cabeza y con las orejas caídas, devoré en secreto esta afrenta; obedecí a las deplorables circunstancias en que me hallaba, y me encaminé a la cuadra a tomar sitio junto a mi leal y honrado caballo blanco. También estaba allí instalado un asno de Milon, que era poco ha ¡Dios mío! mi huésped. Me figuraba yo que si, por un sentimiento secreto y natural, había algo sagrado en los animales privados de palabra, mi caballo, al reconocerme, sentiría por mí viva simpatía y me haría los honores de la cuadra ofreciéndome una parte de su pienso. Pero, ¡oh, Júpiter hospitalario!, ¡oh santas divinidades, que presidís la candidez! Mi noble corcel, después de conferenciar con el otro asno, se juntó a él para consumar mi desgracia: y temiendo, sin duda, que yo iba a disminuirles la ración, apenas me vieron acercarme al pesebre, bajaron las orejas y la emprendieron contra mí como dos fieras y me apartaron de la cebada que, la víspera, con mis propias manos, había servido a mi fiel caballo, modelo de gratitud.
Así, maltratado y rechazado, me tendí en un rincón del establo.
Reflexionaba yo interiormente acerca de la insolencia de mis camaradas y meditaba para el día siguiente (al ser otra vez Lucio, por la piadosa virtud de un rosal) una venganza contra mi pérfido caballo, cuando veo en el pilar que sostenía el techo de la cuadra una hornacina. con la imagen de la diosa Epona, adornada profusamente con guirnaldas de rosas recién cogidas. Viendo este remedio salvador cobré ánimos, alargué cuanto pude mis patas delanteras, estiré con todas mis fuerzas el pescuezo, tendí los labios e hice desesperados esfuerzos para alcanzar las guirnaldas. Pero, ¡oh, deplorable fatalidad! Mientras así me esforzaba, mi criado, que se ocupaba ordinariamente en cuidarme el caballo, me vio y se levantó enfurecido. «¿Ahora se te ocurre comer rosas? Hace un momento querías quitar el pienso a mis bestias, y ahora la emprendes con las propias imágenes de los dioses. ¡Espera, infame sacrílego, te voy a descuartizar como mereces!» Y esto diciendo, buscaba el arma para destrozarme. Dio con un tronco de árbol, y agarrándolo empezó a curtir mi pellejo. Creo que lo estaría haciendo todavía, si no se oyera en aquel instante un gran ruido, un espantoso terremoto, que hacía temblar la puerta. Era una alarma que recorría el vecindario al grito de ¡ladrones! Mi hombre huyo aterrorizado.
A los pocos momentos es asaltada la casa; una cuadrilla de ladrones invade todas las habitaciones, mientras otros, armados hasta los dientes, guardan las salidas. De todas partes acuden vecinos a socorrer a las víctimas: pero los bandidos se resisten a todo el mundo. Las numerosas espadas y las antorchas esparcen la más viva luz en medio de las tinieblas; el fulgor del acero y de las llamas semeja la salida del sol. En un almacén situado en el centro de la casa y protegido con triple cerradura, guardaba Milon cuautiosas riquezas. Derriban la puerta a hachazos, lo revuelven todo y todo lo roban, y apresuradamente se distribuyen el botín: cada cual su porción. Pero eran en mayor número los paquetes a transportar que los hombres para llevarlos. Obligados entonces por el exceso de botín a tomar una decisión extrema, me hicieron salir de la cuadra juntamente con el otro asno y mi caballo, y cargándonos cuanto pudieron abandonaron la casa, bien saqueada, y emprenden la retirada soltando palos a las pobres caballerías. Uno de los ladrones iba a la vanguardia explorando el camino. Los que nos conducían nos obligaron a palos a galopar largo y tendido hasta llegar a unos desfiladeros muy solitarios.
El enorme peso que me agobiaba, la dificultad de trepar tan escarpadas montanas y la longitud del trayecto me tenían más muerto que vivo. Entonces fue cuando pensé, aunque tarde, en recurrir a las leyes protectoras de los ciudadanos y quise interponer el venerable nombre del emperador para librarme de tantas miserias, finalmente, ya de día, atravesamos una populosa ciudad donde se había congregado mucha gente para la feria. Quise, en medio de los grupos de aquellos griegos, invocar en mi lengua nativa el augusto nombre de César. Toda mi elocuencia se redujo a una O muy expresiva, sin poder pronunciar la palabrar César. Disgustados de mi desafinada voz empezaron los bandidos a zurrarme el pellejo, hasta que le dejaron inútil para una criba. Pero por ultimo el gran Júpiter me ofreció un inesperado medio de salvación. Al pasar a lo largo de unas lujosas casas, advertí un hermoso jardín en el cual, entre variadas y hermosas flores, se destacaban con su brillo virginal abundantes rosas salpicadas con las líquidas perlas de la aurora. Alentado por la esperanza del éxito corro gozosamente hacia ellas; sentía ya su frescura en la boca y mis labios iban a alcanzarlas, cuando una prudeute reflexión turbó mi espíritu. Abandonar mi forma asnal para renacer Lucio en medio de mis bandidos, era evidentemente buscar la muerte puesto que me creerían brujo y un espía que, podría denunciarles. Haciendo, pues, virtud de la necesidad, me abstuve, de tocar las rosas; pacientemente me conformé con mi desventura, y el pobre asno continuó comiendo cebada.
LIBRO CUARTO
Era ya medio día, poco más o menos, y picaba el sol con sus más ardientes rayos, cuando hicimos alto en un pueblecillo donde tenían algunos amigos nuestros bandidos. Por lo menos así me lo figure por asno que fuese, al notar sus aaludos, su larga conversación y sus mutuos festejos. Sacaron de mi lomo diversos objetos que les regalaron y, según cuchichearon, creo que lea advertían que eran procedentes de un robo. Pronto estuvimos libres de nuestra carga y para que pudiéramos pacer libremente y a la ventura, nos llevaron a un cercano prado. Yo no me decidí a quedarme en compañía del otro asno y de mi caballo durante su comida: tanto más cuanto estaba yo muy poco acostumbrado a comer heno. Pero viendo detrás del establo un pequeño jardín, me dirigí a él resueltamente, pues el hambre me mataba, y aunque sólo hallé legumbres crudas me harté de ellas hasta reventar. Dirigiendo luego fervorosas súplicas a todas las divinidades del cielo, miré si en algún lado, en los jardines inmediatos, veía algún rosal en flor. Mi aislamiento me hacía confiar firmemente en que si hallaba tan preciosa medicina, podría, gracias a estar solo y a las malezas que me ocultaban, no ser visto de nadie mientras se verificaría mi cambio de animal cuadrúpedo en criatura humana.
Flotando en este mar de reflexiones vi un poco lejos, en un valle agradablemente sombrío, un espeso bosque, y, en mitad de él, entre diversas plantas que esmaltaban una encantadora alfombra de verdura, brillaban con vivo escarlata unas soberbias rosas. Ya me figuraba en mi imaginación (que no era completamente asnal) estar viendo el florido bosque de Venus y de las Gracias, bajo cuya misteriosa sombra desarrolla sus divinos destellos la flor de Cititerea. Invocando, pues, a la divinidad que preside los acontecimientos agradables, me tendí al galope, y, en verdad, ni yo mismo me conocía; mejor que un asno, parecía un corredor de las Olimpiadas. Pero por soberbio, por rápido que fuese este arranque, no debía modificar mi mala fortuna. ¡Dios mío! Al llegar a la meta no encontré estas rosas tiernas y delicadas, bañadas con precioso néctar y con lagrimas de una diosa, estas rosas que nacen entre adoradas espinas en los zarzales; ni encontré siquiera el delicioso valle que esperaba. Encontreme en una larga hilera de apretados árboles cuyo follaje es parecido al del laurel, y que producen una flor inodora, de cáliz alargado y color rojo pálido. Reconocí ser el árbol que el vulgo ha bautizado, a pesar de su falta de aroma, con el nombre de laurel—rosa y cuya flor es un veneno mortal.
En tan fatal coyuntura iba voluntariamente a devorar aquel rosal venenoso, acabando así mis sufrimientos. Pero al tiempo que (no muy presuroso) me acercaba a él para comer algunas fores, apareció un hombre, jardinero del cercado cuyas legumbres había devorado y se dirigió furioso hacia mí enarbolando un enorme palo. Me tomó por su cuenta y me molió. Por poco me mata: por fortuna, tuve el buen juicio de ayudarme a mí mismo y levantando los cuartos traseros le enderecé una serie de coces que le dejaron malparado y tendido en el borde del coto vecino. Y hecha esta hazaña apreté a correr. Pero una mujer, la suya creo yo, estaba en una altura cercana y al ver caer a su marido casi muerto corrió hacia mí gritando dolorosamente para excitar la compasión de los vecinos e interesarles incontinenti en mi muerte. En efecto, todos los ciudadanos atraídos por sus lamentos, van en busca de sus perros, les azuzan y caen sobre mí, por todos lados, dispuestos a descuartizarme. Imaginaba llegada ya mi última hora, viendo la espantosa jauría de enormes dogos, capaces de batirse con leones y osos, abalanzarse sobre mí furiosamente. Me acomodé a las circunstancias; dejé de huir, y, retrocediendo, entré en la cuadra donde me istalaron a la llegada. Los campesinos detuvieron, no sin trabajo, sus perros, me asieron, me ataron con una fuerte correa, a una argolla de la pared y empezaron a aporrearme. Allí hubiese yo acabado mis días, si mi estómago, alterado por los golpes y lleno de legumbres crudas, no hubiese hechó una violenta contracción, tan enérgica, que despedí como un cohete cierta materia que, salpicando a unos y alejando a otros con su poco agradable olor, no dejó terminar su operación a los apaleadores.
A la caída del sol los bandidos nos cardaron de nuevo, a mí especialmente, y nos sacaron de la cuadra. Hacía mucho rato que andábamos; yo no podía ya con mi carga ni con los palos que menudeaban sobre mi pellejo; tenía los cascos gastados, cojeaba y apenas podía sostenerme. Llegamos, por fin, a un riachuelo que serpenteaba suavemente, y encantado con tan feliz hallazgo, decidí tenderme en tierra cuan largo era. Determiné resueltamente no menearme, aunque me matasen a palos o a puñaladas. Realmente, débil como me hallaba y más muerto que vivo, me pareció lo más acertado despedirme de esta vida; discurrí que los bandidos se aburrirían de esperar y con la prisa de huir distribuirían mi carga, entre los otros dos animales, y dejarían el cuidado de vengarles cruelmente a los lobos y a las águilas, que harían presa en mí.
Pero tan hermoso proyecto fue deshecho por la implacable fortuna. El otro asno caló mis ideas y me tomó la delantera; simuló un cansancio imponderable y, dejándose caer con toda su impedimenta, se tendió como un muerto. Ni palos ni porrazos le convencieron a levantarse; llegaron a lograrlo asiéndole de la cola, orejas y piernas, pero el no quiso aguantarse en pie. Al fin, los bandidos, hartos de habérselas con un difunto, decidieron no retardar su huida, ni inquietarse por un asno muerto, tan muerto como una piedra. Distribuyeron su carga entre el caballo blanco y yo, y sacando sus sables, cortáronle los corvejones. Apartáronle un poco del camino y desde una gran altura le precipitaron, palpitante todavía, al fondo del valle. La suerte que afligió a mi desventurado compañero de fatigas, hízome discurrir profundamente, y resolví renunciar al fraude y a la picardía, sirviendo a mis amos como un asno honrado. Comprendí, además, por sus palabras, que pronto nos íbamos a detener y descansar de la marcha en un punto donde tenían establecida su vivienda. Efectivameute, después de subir una ligera cuesta, llegamos a destino. Nos quitaron los paquetes, para ocultarlos en la casa, y una vez libre de la carga, me revolví en el polvo, a manera de baño, para desentumecer mis miembros.
Y ahora es la ocasión y el lugar oportuno para describiros la cueva y el paraje habitado por los bandidos. Al mismo tiempo haré un ensayo de mi talento, y podréis juzgar claramente si mi inteligencia era de asno también. Figuraos en el seno de una tenebrosa selva una imponente montaña de extraordinaria altura; enfrente rocas escarpadas, y por tanto, inaccesibles, y en medio, profundas y espaciosas lagunas. Estas lagunas, rodeadas de maleza, forman una defensa natural alrededor de los flancos de la montaña. De su cumbre precipítase, en impetuosos torbellinos, una fuente, que vomita en forma de cascada sus argentinas aguas. Divídese luego en infinidad de riachuelos, que se convierten al llegar al valle en apacibles ríos, de manera, que todo el recinto queda rodeado por un lago o pequeño mar. Al pie mismo de la montaña hay la entrada de la cueva, protegida por una fuerte torre. A cada lado un parque, para guardar los ganados, cerrados por fuertes empalizadas. Llégase a la puerta de la cueva siguiendo tortuosos setos, que sirven de muralla, verdaderos caminos de bandidos, palabra de honor. En todos los alrededores no vi habitación alguna, a excepción de una pequeña cabaña, toscamente hecha de cañas. Según supe más tarde, allí hacía la guardia, durante la noche, el bandido que le correspondía en turno.
Se deslizaron, pues, los forajidos uno a uno por este sendero, y al llegar a la puerta nos ataron fuertemente y empezaron a apostrofar en tono de burla a una vieja, encorvada al peso de los años, que era la encargada de proveer a los cuidados de la cuadrilla. «Hola, mala bruja, oprobio de este mundo y deshecho del otro (caso nuevo y único). ¿Así tienes que pasar el tiempo, divirtiéndote y no haciendo nada? ¿No es hora de que podamos descansar de tantas fatigas y peligros? ¿Nada tienes preparado? ¿No tienes otra preocupación que engullir el vino a torrentes y llenar el pozo sin fondo de tu barriga?» A estas palabras la vieja respondió temblando y con voz aguda y cascada: «Perdonadme, señores y dueños míos; mas todo está dispuesto; tenéis comida abundante y deliciosa, pan a discreción, vino, cuanto queráis, vasos limpios, y, segun costumbre, agua caliente para el baño.» Calló la vieja, y los bandidos se desnudaron completamente, reconfortándose al calor de la lumbre; bañáronse luego en agua caliente, diéronse fricciones de aceite y se sentaron a la mesa, abundantemente servida.
Apenas sentados, llegaron otros individuos, en mucho mayor numero, que a la legua olían a ladrones, puesto que llegaban también cargados con su botín de oro y plata en moneda, vajilla fina y tejidos finos, con aplicaciones de oro. Después de tomar su baño, sentáronse junto a los otros. Sortearon los que debían estar al servicio de la mesa. Comieron y bebieron sin tasa ni medida. Carnes, verduras, pan, vino... todo lo despacharon. Siguieron luego las chanzas escandalosas, el cantar en medio de la gritería y los más groseros chistes. Parecía aquello el festín de los centauros y de los feroces lápithes de Tebas y la Tesalia. Uno de ellos, el más fornido, tomó la palabra: «Vuestra expedición, dijo, ha dado por resultado asaltar valientemente el domicilio de Milon de Hipatía [Hípata]. Además del considerable botín que debemos a nuestro valor, hemos vuelto a casa sin perder un solo hombre, y, respetando los presentes, con dos cabezas más. En cambio, vosotros, entre toda la Beocia, sólo habéis cobrado una miseria y habéis dejado morir, por añadidura, a vuestro jefe, el intrépido Lamaco. ¡Ah!, con qué gusto daría yo todo el botín que habéis traído por tenerle otra vea a mi lado. Pero, en fin; su excesiva bravura le ha perdido y ahora tomará asiento en el templo de la gloria, entre los más grandes reyes y los más valientes capitanes. En cuanto a vosotros sois unos ladrones muy discretos: sólo entráis en tugurios de esclavos, o atacáis tímidamente una casa de baños o alguna pobre vivienda de alguna vieja.»
Uno de los últimamente llegados, le respondió: «¿Eres tú el único que ignora que las más imporantes casas son Las más fáciles de saltear? Tienen muchos criados, pero se preocupan más de salvar el pellejo que de los caudales del dueño. Pero ved lo que pasa en una casa de mediana condición, de pocas pretensiones. Ocultan muy cuidadosamente su dinero, a veces una considerable fortuna, y la defienden con entereza y la conservan con peligro de su vida. En fin, mi relato os lo probará. »Llegados apenas a Tebas, la de las siete puertas, indagamos escrupulosamente la fortuna de cada casa, preliminar indispensable en nuestra profesión. Supimos que un banquero, llamado Cryseros [Crísero] poseía cuantiosos caudales, y que por temor a los cargos públicos ocultaba cuidadosamente su excesiva opulencia; que vivía solo, retirado en una modesta casita, pequeña, pero bien fortificada; que era sucio y sólo vestía de harapos, velando incesantemente sus sacos de oro. Decidimos lanzarnos desde luego sobre él, contando que un solo hombre pronto estaría despachado y nos apoderaríamos fácilmente de sus riquezas.
Dicho y hecho: al obscurecer rondábamos ya su casa. Pero no creímos prudente atacarla todavía, ni abrirla violentamente, temiendo que el ruido de derribar la puerta alarmase el vecindario y nos jugaran una mala partida. Entonces, nuestro ilustre jefe Lamaco, sin consultar más que su arrojo, deslizó cautelosamente la mano por el agujero de la llave y procuró hacer saltar el cerrojo. Pero Cryseros, el más malvado y astuto de todos los bípedos, nos vigilaba hacia rato y seguía todos nuestros movimientos. Con paso quedo y sin chistar avanzó muy despacio, y con un largo clavo atravesó la mano de nuestro camarada hundiéndolo luego fuertemente en el madero de la puerta. En seguida, dejándole ensartado como un estornino, subióse a la azotea de su tugurio y empezó a gritar con todas sus fuerzas, pidiendo socorro a los vecinos, llamando por su nombre a cada uno, diciendo que se trataba de la salvación de todos y pregonando que ardía su casa. Así alarmó a todo el mundo y todos corrieron a atajar el peligro que les amenazaba.
Henos aquí entre dos alternativas igualmente peligrosas: ¿nos dejábamos prender?, ¿abandonábamos a nuestro compañero? La coyuntura nos inspiró un remedio heroico que fue aprobado por nuestro bravo capitán. En el punto donde el brazo se une al hombro, le practicamos la amputación del miembro prisionero y lo dejamos abandonado; cubrimos la herida con lienzo, para que la sangre que chorreaba no descubriera nuestra pista y huimos llevándonos lo que quedaba de Lamaco. »Corríamos gran peligro; en todo el barrio se había producido un espantoso tumulto; nos iban a prender. Aterrorizados, solo pensábamos en huir, y él, no pudiendo seguir nuestra carrera, se rezagaba peligrosamente. ¡Cuánta sublimidad de espíritu y que indomable energía desplegó! Nos conjuraba por el brazo derecho del dios Marte, por la fe del juramento, a que librásemos a un hermano de armas como él de las torturas del cautiverio. Un bandido de corazón heroico, decía, no puede sobrevivir a la perdida del brazo con que ejercía el saqueo y el asesinato. Seré muy feliz si puedo morir herido por un camarada. Y como a pesar de sus excitaciones nadie tenía valor para cometer este parricidio voluntario, tomó su sable con la mano que le quedaba y, después de besarlo repetidamente, lo hundió con todas sus fuercas en mitad de su pecho. Entonces, llenos de veneración por el heroísmo de nuestro comandante, envolvimos cuidadosamente su cadáver en un lienzo y confiamos su custodia a los abismos del mar.
Y en este inmenso piélago flota insepulto nuestro querido Lamaco. Por lo menos, este héroe tuvo un final digno de sus muchas virtudes. »Pero, Alcimo, a pesar de su exquisita prudencia, no pudo librarse de los rigores de la fortuna. Asaltó la mala barraca de una vieja, mientras dormía, y escaló su habitación. En lagar de deshacerse de ella estrangulándola, empezó echando a la calle, donde los esperabamos, todos los muebles, hasta dejar la casa desmantelada. NO queriendo abandonar ni la mala cama donde dormía la vieja, tirola al suelo, y cogió la manta para echarla abajo: pero la maldita vieja se echa a sus pies llorando:—Hijo mío, sollozaba, ¿por qué quitas los harapos a esta pobre vieja, para darlos a los ricos vecinos de enfrente? Engañado por esta advertencia, que era una hábil estratagema, Alcimo creyó ser verdad y temió que lo que había arrojado abajo y lo que iba a soltar todavía, fuera a parar a la casa de enfrente y no a manos de sus compañeros. Subiose a la ventana para examinar con atención la casa vecina, escudriñando, de paso, si era a propósito para un saqueo en regla. Así, pues, sin precaución alguna, se abalanzó para poder ver bien, y entonces, la malvada vieja, aprovechó aquel momento en que guardaba un difícil equilibrio y sólo pensaba en tomar vistas. Diole un empujón que, si no muy vigoroso, era imprevisto, y le hizo dar un salto mortal, cabeza abajo. Notad que la altura era considerable, y que fue a dar contra una enorme piedra que había junto a la casa. Se deslomó y se rompió no sé cuántas costillas, echaba sangre por la boca, y murió sin tener tiempo de sufrir mucho: vivió lo estrictamente necesario para relatarnos, con apagada voz, el mal paso que había dado. Seguimos, para su sepelio, el mismo procedimiento que para el anterior, y enviamos a nuestro camarada a hacer digna compañía a Lamaco.
»Castigados con esta doble pérdida, renunciamos a nuestras empresas en Febas [Tebas] y nos trasladamos a la ciudad próxima, Platea. Pronto llegó a nosotros la noticia de que un personaje muy conocido, llamado Demócaro, iba a presentar una lucha de gladiadores. Era un hombre de gran categoría, por su nacimiento y por su fortuna; su liberalidad era extremada, y organizaba espectáculos públicos, con un esplendor digno de sus riquezas. ¿Qué genio, que elocuencia podría reproducir con adecuadas palabras los distintos cuadros que ofrecían los numerosos preparativos? Aquí, gladiadores famosos por su fuerte brazo; allá, cazadores de extraordinaria ligereza; más allá, culpables que iban a morir, sirviendo de pasto a las fieras. Había también una máquina, sostenida en su pivote, con tornos de madera artísticamente labrados: especie de casa rotativa, adornada con alegres pinturas y con cómodas habitaciones para presenciar el espectáculo de la caza. Además, ¡cuántas y cuan variadas bestias! Porque, Demócaro había llegado al punto de mandarse enviar del extranjero estos nobles animales, destinados a devorar los reos. »Pero el atractivo principal de esta magnífica representación, eran los enormes osos, que con grandes dispendios, se había procurado. Eran en número considerable, pues además de los que había cogido él en sus cacerías, había adquirido algunos por fuertes sumas, y todavía sus amigos le habían regalado otros más.
La conservación de estos animales le costaba muy caro y los alimentaba espléndidamente. Tanto esplendor y tanto brillo en los preparativos de una fiesta pública, no podía escapar a la influencia del celoso destino. El largo cautiverio fatigó a los osos; adelgazaron con el calor; la inactividad les entumeció y una peste les atacó súbitamente. Murieron casi todos. En varias calles hubierais visto tendidos por el suelo estos animales moribundos. Parecía un naufragio. El bajo pueblo y los mendigos, que han de comer lo que pueden sin escrúpulo y no tienen dinero con que procurarse alimentación exquisita, aprovecharon esta conyuntura para hacer provisión. »Las circunstancias nos inspiraron a Bábulo y a mi un expediente ingenioso. Como si fuese para comérnoslo, llevamos para casa al oso mayor y más gordo que vimos. Le quitamos hábilmente el pellejo, conservando cuidadosamente las garras y dejando intacta la cabeza del animal hasta la nuca. Rascamos la cara interior de la piel para adelgazarla, la espolvoreamos con ceniza y la tendimos al sol a secar. Y mientras la celeste llama le quitaba la grasa, nos regalamos sólidamente con su carne. Después de esto, organizamos nuestra próxima expedición, bajo fe de juramento, del siguiente modo: »Convinimos en que uno de nosotros, superior a los demás por su energía de carácter, más que por su fuerza bruta, y que supiera obrar, sobre todo, por propio impulso, se cubriría con la piel de oso y aprovecharía la obscuridad de la noche para introducirse en casa de Demócaro y facilitar luego la entrada a los restantes.
Esta chistosa mascarada sedujo a varios en la cuadrilla, pero la lección recayó, por unanimidad, en Trasileo. Y él aceptó los riesgos de la empresa. La piel, ya suave, flexible y ligera, se le adaptó perfectamente. En seguida los otros cosimos a maravilla las dos orillas del forro, y para disimular la hendidura del pliegue, no muy visible, aplanamos los pelos que arrancan a derecha e izquierda. Por debajo de la mandíbula, junto al sitio por donde habíamos cortado la piel, introdujimos la cabeza de Trasileo, y, finalmente, para que pudiera respirar, le dispusimos unos agujeros frente a la nariz, y otros en los ojos para ver. Nuestro valiente camarada, metamorfoseado en bestia, entró en una jaula, que adrede habíamos comprado por poco dinero, muy resuelto y decidido. »La operación así empezada continuó del siguiente modo.
Supimos que Demócaro tenía un íntimo amigo llamado Nicanor, tracio de nacimiento. Hicimos una carta simulando que este último le mandaba, para contribuir al esplendor de los juegos, las primicias de su caza. Llegada la noche, y a favor de las tinieblas, presentamos a Demócaro la falsa misiva y [a] Trasileo en su jaula. El hombre quedó maravillado del tamaño del animal, y encantado de la generosidad de su amigo, que tan oportunamente se acordaba de el. Nos mandó regalar, a tocateja, por la satisfacción que le causábamos, diez monedas de oro. »El atractivo de la curiosidad, que arrastra siempre hacia lo nuevo, congregó multitud de personas y reunió alrededor del animal gran afluencia de admiradores. Pero Trasileo tenía todavía el buen humor de poner a raya, de vez en cuando, su curiosidad, pegando amenazadores saltos. Todos celebraban sin cesar la inaudita suerte de Demócaro, que, después de perder tantas bestias, hallaba ocasión de reparar en lo posible tanta desgracia. Ordena que lleven al instante el oso a sus posesiones, teniendo mucho cuidado en el transporte. Entonces le dirigí la palabra:
–Cuidado, señor; el ardor del sol, y la larga distancia, fatigarán al animal; le mezclarán con los otros y tiene muy mal genio. ¿No le encontraríais en vuestra propia casa un sitio desahogado, bien ventilado, en la proximidad de algún estanque u otro lugar fresco? Vos sabéis, sin duda, que estos animales viven escondidos en cuevas húmedas, en colinas muy frías, y no lejos de cristalinas fuentes. Estas advertencias surtieron efecto. Repasó en su memoria los osos que había perdido, y acogiéndose a mis consejos, nos dio permiso para colocar la jaula donde a nosotros nos pareciese mejor.—Por lo demás, añadí, todos estamos dispuestos a pasar la noche aquí, junto a la jaula.—No es necesario que os molestéis, respondió: casi todos mis criados conocen, hace tiempo, los cuidados que necesitan los osos.
Le saludamos y nos fuimos. »Al salir del recinto de la ciudad descubrimos un cementerio apartado del camino, en lugar solitario y oculto. Abundaban en él los ataúdes carcomidos y tan antiguos, que estaban semiabiertos. Era la morada de los difuntos, que eran ya polvo y ceniza. Abrimos buen número de estos sarcófagos para inventariar nuestro futuro botín. Luego, con arreglo a la táctica de nuestra gente, esperamos la oportunidad de una noche sin luna. En el instante en que el sueño se apodera del hombre, y en que su primera influencia sorprende y cautiva fuertemente su espíritu, nuestra cuadrilla, armada de puñales, estaba ya a la puerta de Demócaro, con la exactitud de un compromiso. Por su parte, Trasileo, aprovechando con inteligencia el instante más propicio a los bandidos, salió de su jaula. En un abrir y cerrar de ojos cose a puñaladas [a] todos los guardianes que estaban dormitando; despacha en seguida al portero y toma las llaves. Abre la puerta, entramos a escape, y henos ya dentro de la casa. Nos indica un granero, en donde había visto depositar, la víspera, muchas joyas. Forzamos la puerta del granero y ordeno a cada compañero apoderarse de todo el oro y plata que se pueda e ir a ocultarlo inmediatamente en el cementerio, y volver, sin perder tiempo, a cargar de nuevo.—Para salvaguardia de todos, les dije, yo permaneceré solo frente a la puerta de la casa, y mientras vais y volvéis, vigilaré, como buen centinela, lo que ocurra. Yo contaba con mi oso, que debía pasear la figura por todos los rincones para hacer morir de miedo a cuantos, por casualidad, estuvieran despiertos. En efecto, ¿qué hombre hubiese tenido suficiente valor e intrepidez para no emprender la fuga, y encerrarse en su habitación con siete llaves, aterrorizado, viéndose, de noche, frente a un monstruo de esta talla?
Todo estaba, pues, dispuesto conforme a las reglas de la más saludable prudencia. Pero sobrevino un incidente que nos aburrió. Mientras yo, oído alerta, esperaba la vuelta de mis compañeros, avanzó suavemente un pequeño criado que algún demonio había despertado sin necesidad. Cuando vio que el oso iba y venía tranquilamente por todas las habitaciones, volviose atrás sin hacer ruido y previno a toda la gente de la casa de lo que pasaba. Pronto se reunieron, todos los criados, en gran número; llenaban toda la casa. Antorchas, linternas, bujías, cirios y otras luces, brillaban en las tinieblas de la noche. Todo este tropel de gente iba armado; iban con garrotes, chuzos, espadas y otras armas, y guardaban los corredores y pasos principales. Ayudábanles también perros de presa; allí estaban, olfateando, con el pelo enhiesto, y los otros les azuzaban para disponerlos a embestirnos.
»Entonces, suavemente, mientras el tumulto sigue en aumento, toco retirada y me escurro de la casa. Pero, oculto detrás de la puerta, vi perfectamente la resistencia maravillosa que Trasileo oponía al ataque. En efecto, a pesar de estar mal herido, el cuidado de su gloria y el de nuestros intereses, el recuerdo de su antiguo valor, le daban fuerzas para resistir al Cerbero y sus amenazadoras fauces. Sosteniendo hasta morir el papel de que se había voluntariamente encardado, tan pronto retrocedía como alargaba la cabeza; y gracias a sus maniobras y a sus variadas evoluciones pudo, al fin, escapar de la casa. Pero no bastaba encontrarse libre y en la calle: era preciso huir. Imposible. En la primera encrucijada todos los mastines del barrio se juntan con los demás de la casa, que salieron en su persecución, y no le fue posible pasar. ¡Qué funesto y deplorable espectáculo fue para mí ver a nuestro pobre Trasileo sitiado, bloqueado por esta furiosa jauría, que le despedazaba a mordiscos! »Finalmente, pude dominar ya mi vivo dolor, y me mezclo con los grupos que se habían formado. Y como único medio de salvar a mi compañero, sin dar a sospechar nada, me dirigí a los que capitaneaban el alboroto, diciendo:—¡Qué lástima! ¡Qué tremenda desgracia! ¡Aquí estamos echando a perder un hermoso animal, una bestia rara.
Pero de ningún alivio sirvieron a mi pobre camarada todos los recursos de mi oratoria. Un vigoroso mocetón sale disparado de su casa, y con la rapidez del rayo le hunde un cuchillo en mitad del pecho. Imítanle otros; pronto la muchedumbre, perdiendo el miedo, cae sobre él y le agujerea por todos lados. Era preciso que el intrépido Trasileo, gloria de nuestra época, terminara su existencia, digna de la inmortalidad. Pero murió sin que el sufrimiento le arrancara un solo grito, ni un chillido, que pudiese hacer traición al juramento hecho. Los mordiscos le habían descuartizado, estaba agujereado como una criba y persistía en gruñir imitando al oso. ¡Con qué heroísmo soportó su desgracia! ¡Qué inmarcesible gloria conquistó al entregar su vida al destino! »Y, no obstante, era tal el terror y el miedo que se había apoderado de aquella gente, que al salir el sol, ¿qué digo?, al medio día, nadie se había atrevido a tocar con la punta del dedo aquel animal, allí tendido sin vida. »Finalmente, después de mucha incertidumbre y temores, un carnicero, más atrevido que los demás, abrió el vientre del oso y arrancó la piel a la heroica fiera. He aquí cómo perdimos a Trasileo; pero su gloria no morirá jamás. Nos apresuramos a recoger el botín que los muertos nos habían guardado con mucha discreción, y abandonamos pronto el territorio de los plateos, repitiendo frecuentemente esta sabia reflexión; no hay que extrañar que la honradez haya desaparecido de este mundo, porque despreciando nuestra depravación se ha retirado, hace tiempo, a los infiernos y a los cementerios. El peso de nuestros paquetes y la fatiga, del viaje nos ha puesto en grave aprieto, tres compañeros faltan a la lista; he aquí el botín que traemos.»
Terminada esta relación, tomaron copas de oro y con vino generoso hicieron libaciones a la memoria de sus difuntos camaradas. Entonaron luego un himno en honor del dios Marte, y en seguida se durmieron todos.
Cuanto a nosotros, la vieja nos repartió cebada fresca a discreción. Para mi caballo fue esta pitanza una verdadera comida de sacerdote salio. Y toda la cebada fue para él, porque, aunque al principio comí un poco de ella, bien machacada y hervida a fuego lento, en cuanto vi en un rincón unos mendrugos, que dejaron abandonados los de la cuadrilla, los devore ávidamente; hacía un siglo que no había comido, y creo que ya se ponían telarañas en mi paladar. A media noche se levantaron los ladrones y se prepararon a salir. Vestidos con distintos atavíos, armados unos hasta los dientes, disfrazados otros de fantasmas, desaparecieron pronto. Yo continué mascando a mas y mejor, sin que el sueño lograra vencerme, ni flaquear siquiera, y aunque antiguamente, cuando era Lucio, con uno o dos panes tenía bastante, ahora eran tales las necesidades de mi estómago y su vasta capacidad, que me estaba entreteniendo con la tercera gavilla, cuando me causó gran sorpresa ver apuntar la luz del nuevo día.
Finalmente, con el instinto de la propia conveniencia, que tanto caracteriza a los asnos, dejé esta ocupación, con mucho sentimiento, por cierto, para ir a apagar mi sed en el vecino arroyo. No tardaron en volver nuestros bandidos. El temor y la inquietud les salían a la cara. Nada, absolutamente, traían como botín; ni una capa; pero empuñaban todos la eapada, y, con toda clase de precauciones, conducían una muchacha sola que, por la nobleza de sus rasgos, su aspecto decentísimo, se veía fácilmente que era persona distinguida. Era un cacho de mujer capaz de tentar, palabra de honor, a un asno como yo. Lloraba amargamente, se arrancaba los cabellos y desgarraba las vestiduras. Cuando los bandidos la hubieron entrado en la cueva, procuraron calmar su llanto tranquilizándola: «Señorita, le decían, vuestra vida y vuestro honor están seguros; tened sólo un poco de paciencia para que nos salga bien el negocio. La necesidad nos obliga a este oficio. Vuestros padres, por el contrario, nadan en la opulencia, y por avaros que fueran, no titubearán en pagar el rescate de su hija.»
Estas palabras, y otras parecidas, que continuamente le repetían, no lograron calmar el dolor de la joven; por el contrario, con la cabeza entre las rodillas, lloraba sin cesar. Entonces los ladrones mandaron entrar a la vieja, ordenándole que se instalase cerca de ella y le hablase con dulzura para consolarle en lo posible. Y volvieron a salir a sus correrías. Sin embargo, la vieja no encontraba manera de mitigar el llanto de la muchacha; se lamentaba en alta voz y sollozaba continuamente, agitada y convulsa, hasta tal punto que las lágrimas humedecieron mis mejillas. «¡Desgraciada de mí, decía: verme abandonada, teniendo una familia como la mía, numerosos parientes, adictos criados, y tan venerables padres! ¡Suerte cruel!, ¡ser víctima de un secuestro: ¡ser cautiva!, ¡estar encerrada entre estas rocas, como el último esclavo!, ¡estar privada de todas las dulzuras en que he nacido y en que me han criado! ¡Quién sabe si voy pronto a morir! ¡Ay!, ¡en medio de estoa crueles verdugos, entre tales bandidos, en esta execrable sociedad de asesinos, cómo detenerse mis lagrimas!...» Así se lamentaba. Al fin, abatida por el dolor, y anudada su garganta, cedió a la fatiga que agobiaba su cuerpo: cayeron sus párpados, y se desmayó.
Poco hacía que había cerrado los ojos, cuando se despertó bruscamente, como una poseída, empezando otra vez a lamentarse más amargamente aún, a golpearse el pecho y su encantadora cara. Por más que la vieja le preguntaba la causa de su nueva desesperación, nada lograba. «Está decidido, decía suspirando profundamente; estoy perdida, irrevocablemente perdida; no hay esperanza de salvación; renuncio a ella. La cuerda, el hierro, un precipicio; he aquí entre qué he de elegir.» Enfadose entonces la vieja, y con aire severo, «Demonio, le decía; ¿por qué lloras así? ¡Quiero que me lo expliques! Después de echar un sueño, ¿para qué empezar de nuevo el lioriqueo? ¿Crees, amiga, que así privarás a mis valientes dueños de la elevada suma que importa tu rescate? Si continúas así, acabaremos mal. Nadie escucha ya tus lamemos, los bandidos son poco sensibles a estas músicas, y son capaces de tostarte viva.»
Tembló la niña al oír estas palabras, y besando la mano de la vieja: «¡Gracias, madre mía! ¿No conserváis sentimientos humanitarios? No, no quiero creerlo. Con la experiencia de los años, con estas venerables canas, no es posible que se haya agotado vuestro corazón. Juzgad de mi infortunio; es un verdadero drama. »Era yo la prometida de un apuesto mozo, de los más aventajados entre los suyos, que la ciudad entera consideraba hijo adoptivo. Éramos, además, primos, y contaba tres años más que yo. Desde la más tierna infancia crecimos juntos, sin abandonarnos jamás, vivíamos en la misma casa, y el mismo techo cobijaba nuestros lechos. Unidos por una santa afección, nos dimos tempranamente promesa formal de matrimonio. Nuestros padres asintieron, y los documentos necesarios para la boda estaban dispuestos. Rodeada de numerosos parientes y deudos, celebraba públicamente un sacrificio en el templo e inmolaba víctimas a los dioses. La casa entera, tapizada con laurel, iluminada con las antorchas nupciales, resonaba con cantos de himeneo. Apoyándome en su seno, mi pobre madre gozaba adornándome con mi traje de boda, a cada momento me besaba dulcemente, y en sus ensueños, llenos de ternura, veía ya sus adorados nietos. De pronto, asaltaron la casa los asesinos, puñal en mano, sembrando el terror con sus amenazadoras figuras. Pero no se prepararon a robar o a matar. Júntanse en apiñado grupo y se lanzan en la habitación donde estábamos. »Ninguno de nuestros amigos pensó en rechazarles ni a presentar la menor resistencia. Yo, pobre niña, me desmayé aterrorizada; quedé sin conocimiento, y aprovecharon este momento para arrancarme cruelmente a los brazos y el regazo de mi madre. Así fue interrumpida nuestra boda. Como la de Protesilao o la de la hija de Athrax.
»Pero el funesto sueño que acabo de sufrir ha renovado en mí aquellas emociones y ha llevado al colmo mis desdichas. Me ha parecido que me arrancaban violentamente de mi casa paterna, de mi habitación, de mi misma cama, para llevarme a un inmenso desierto. Imploré el nombre de mi infortunado esposo, y él, viéndose privado de mis abrazos, cubierto aún de perfumes y coronado de flores, fue siguiendo mis huellas, mientras yo huía involuntariamente. Gritaba con furia y desesperado, al ver que le robaban su bella mitad; pedía al pueblo que le auxiliara. Pero uno de los ladrones, harto de ver que tenazmente nos perseguía, levantó una enorme piedra, y arrojándola al infeliz, asesinó a mi amado... Esta aterradora visión me ha despertado, con espanto, de mi funesto letargo.» Entonces, la vieja, correspondiendo a sus lágrimas con suspiros, respondió: «Tranquilízate, hija mía, y no te apures por las vanas ilusiones de un sueño, porque no sólo las imágenes que traza el sueño, de lo real, son falsas, sino que además las visiones anuncian a menudo lo contrario de lo que en sí representan. Así, el llanto, el castigo y aun a veces el asesinato, son presagio de felices sucesos. Por el contrario, la risa, llenarse la tripa de dulce o saborear los placeres de Venus, indican un pesar, una enfermedad u otra aflicción por el estilo. Pero yo sé cuentos muy interesantes; leyendas de mi infancia. Voy a contarte una que te distraerá mucho.» Y comenzó así:
«Éranse, en cierto país, cuyo nombre no recuerdo, un rey y una reina que tenían tres hijas, las tres muy hermosas. Pero por encantadoras que fuesen las dos mayores era todavía posible hallar en el idioma de los mortales fórmulas de elogio adecuadas al valor de su encanto; mientras que la menor era de una perfección tan rara, tan maravillosa, que no hay palabra alguna para expresarlo dignamente. Los habitantes del país, y aun los del extranjero, acudían a su palacio en considerable número, atraídos por la fama de tanto prodigio, y al contemplar su incomparable hermosura, quedaban confusos admirándola. Llevábanse la diestra mano a los labios, y con el índice atravesado sobre el pulgar se arrodillaban a sus pies para adorarla con religioso respeto, exactamente como si fuese la propia Venus. »Extendiose la fama, en las ciudades inmediatas y comarcas de alrededor, de que la diosa salida del seno azulado del mar entre el rocío de las espumosas olas, se dignaba poner a la vista de los mortales su poder, o que, por lo menos, a consecuencia de la influencia creadora de los astros, la tierra, en competencia con el líquido elemento, había engendrado otra Venus con su flor de virginidad.
Esta creencia fue extendiéndose rápidamente. De las islas inmediatas corrió esta voz a otros países y por fin extendiose por el mundo entero. De todas partes llegaban, después de largos viajes y dilatadas travesías por mar, innumerables personas ávidas de contemplar esta gloriosa maravilla. No iban ya las gentes a Gnido, ni a Paphos; no desembarcaban ya en Citerea para contemplar a la diosa. Suspendiéronse sus sacrificios, cerráronse los templos, fueron hollados los almohadones, abandonadas sus ceremonias. Nadie coronaba ya sus estatuas, y sus solitarios altares fueron deshonrados con una fría ceniza. A la hermosa niña dirigen ahora sus oraciones; bajo forma humana adoran hoy a la incomparable diosa, y al amanecer el día se ofrecen víctimas y festines a Venus, se invoca su nombre. Y, sin embargo, ella no es Venus. Cuando aparece en la calle, el pueblo, a porfía, le ofrece guirnaldas, arroja flores a su paso, le dirige invocaciones. Al ver que los honores propios de los dioses eran vendidos tan extremadamente a una simple mortal, la verdadera Venus ardió en despecho. No pudo contener su indignación y moviendo la cabeza con estremecimientos de concentrada cólera, dijo para sí:
—¿Quien, yo? ¡Yo, Venus, espíritu superior de la naturaleza, origen y germen de todos los elementos, yo, que fecundo el universo entero; yo, compartir con una muchacha los honores debidos a mi suprema categoría! ¡Así he de ser considerada! ¡Mi nombre, sagrado en el cielo, ha de ser profanado y hollado en la tierra! ¡Así, pues, los homenajes que se ofrecían a mi divinidad, he de compartirlos con otra! ¡Ver a los hombres dudando si es a ella o a Venus que deben adorar! ¿Y quien me representa a mí entre los mortales? ¿Una criatura de limitada vida? ¡Será inútil que el famoso pastor, cuya justa y sabia sentencia confirmó Júpiter, me prefiriese a las otras dos diosas, por mis invencibles encantos? ¡No; este triunfo no será dudoso! ¡Que tiemble, quienquiera que sea, que usurpe mis honores! ¡Venus hará que se arrepienta de su insolente hermosura!
»Llamó en seguida a su hijo, al niño alado cuya audacia y perversidad desafía la moral pública, y que armado de arco y flechas recorre, durante la noche, las casas forasteras, poniendo disgusto entre esposos, cometiendo impunemente los más graves desórdenes y no haciendo jamás una acción laudable. A pesar de que él, por su malicia innata, se inclina siempre al mal, todavía su madre le excita con palabras. Condújole a la ciudad en cuestión y presentó a sus ojos a Psiquis (nombre de la joven doncella).
Explícale cómo la belleza de esta muchacha rivaliza con la suya y las hablillas a que da lugar. Su indignación estalla en gemidos de despecho. »—Hijo mío, le decía, en nombre de la ternura que te une a mí, por las dulces heridas de tus flechas, por las sagradas llamas con que haces arder deliciosamente los corazones, venga a tu madre; pero, véngala plenamente y, como hijo obediente y respetuoso, castiga esta rebelde[[ belleza. Por encima de todo, te dirijo una súplica, dígnate cumplirla: que esta niña se inflame, en la más violenta pasión, para el último de los hombres, para un infeliz condenado por la fortuna a no tener posición social, ni patrimonio, ni vida tranquila; es decir, para un ser tan innoble, que no haya otro más miserable, ni tanto, en el mundo entero.
»Así dijo, y con los labios entreabiertos, prodigó a su hijo largos y fervientes besos. Luego, dirigiendose a la ribera que el mar baña con sus ondas y besando con sus rosados pies la húmeda superficie de las onduladas olas, sentose, y su carro avanzó majestuosamente por el azulado cristal del profundo Océano. »Al primer deseo que pasa por su mente, las divinidades del mar se apresuran a rodearla con sus homenajes, como si alguien se lo hubiese previamente mandado. Las nereidas, cantando en coro; Portuna, con su erizada azul barba; Salacia dejando caer abundantes peces de los pliegues de su vestidura; el pequeño Palemon, montado en un delfín; los tritones, que saltan entre las olas... Uno, arranca melodiosos acordes de su sonora concha; otro, con una tela de seda, le protege de los ardores del importuno sol; otro sostiene un espejo frente a los ojos de la diosa; otros nadan bajo el agua, dando impulso a su carroza... »Tal es el cortejo que acompaña a Venus cuando visita el ancho Océano.
»Sin embargo, Psiquis, a pesar de su maravillosa hermosura, ningún fruto obtiene de tanta adoración. Todo el mundo la contempla, todos la colman de elogios, pero no hay un rey, ni un principe, ni aun un plebeyo que solicite su mano. Todos admiran, realmente, esta figura digna de una diosa, pero como admirarían una estatua. Tiempo hacía ya que sus dos hermanas, cuya belleza no había sido tan celebrada, habían hecho brillantes matrimonios con monarcas, mientras Psiquis, condenada al celibato, queda en la casa paterna llorando su soledad y su abandono. Los sufrimientos físicos uníanse a las heridas del corazón, y esta belleza, que había sido admirada por todos los pueblos, llegó a serle detestable. »Su infeliz padre se desesperaba. Creíase perseguido por la malevolencia de los dioses, y temeroso de su cólera, interrogó al antiguo oráculo del dios que se adora en Miileto. Ofreció a esta poderosa divinidad oraciones y víctimas en favor de la abandonada noncella, implorando esposo para ella. Pero Apolo, le dijo en latín (a pesar de que el fundador del templo de Mileto fue un griego) las siguientes palabras:
—Pon a tu adorable hija sobre una roca, pomposamente adornada, para una boda funeral. No esperes un yerno hijo de madre mortal, sino un espantoso dragón, cruel y horrible, que recorre velozmente el espacio, esparciendo por todas partes fuego y sangre, que impone pavor al mismo Júpiter y, terror de los dioses, hace retroceder las tenebrosas olas de la Estigia laguna. »El monarca, feliz en otro tiempo, regresó a su palacio, después de oír el divino oráculo, abatido y triste, explicando a la reina los funestos presagios del destino. »Extendiose la desolación y el llanto durante varios días; pero el fiel cumplimiento del oráculo se acercaba. Preparan ya, para la infortunada doncella, la pompa de su mortuorio himeneo. La antorcha nupcial es sustituida por negruzcos cirios de color de hollín y ceniza. El sonido de la flauta nupcial es reemplazado por los quejumbrosos acentos del lidio; y los alegres cantos del matrimonio se cambian en lúgubres gemidos. La joven desposada enjuga su llanto con el mismo traje de boda. La triste fatalidad que pesa sobre esta familia, excita la simpatía de la ciudad entera, y espontáneamente, el sentimiento popular decreta, con justo motivo, un duelo público.
»Sin embargo, la necesidad de cumplir las órdenes del cielo, condujo a Psiquis al fatal suplicio que le era destinado. Cumpliose con profunda pena el ceremonial de este fúnebre himeneo, y fueron trasladados estas vivientes mortajas, seguidas de todo el pueblo. Psiquis, la desventurada Psiquis, acompaña, no su boda, sino su propio cortejo fúnebre; y mientras sus padres, abatidos, vacilan en consumar este acto de inhumanidad, aliéntales su propia hija con estas palabras:—¿Por qué atormentáis vuestra desdichada vejez con el continuo llanto? ¿Por qué abreviar con no interrumpidos sollozos vuestra existencia, que es la mía? ¿Por qué deshonrar con lágrimas, por mi culpa, vuestro venerable rostro? Castigar vuestros ojos es matar los míos. ¿Por qué os arrancáis los cabellos? ¿Por qué desgarrar vuestro pecho el uno, la otra sus entrañas? ¡Estos serán, pues, los gloriosos goces que mi belleza os habrá causado! ¡La cruel envidia os alcanza con mortal furor; hasta ahora no lo comprendéis! Cuando todas las gentes me rendían honores de diosa, cuando una voz unánime me apellidaba segunda Venus, ¡ah!, entonces era cuando debíais gemir, derramar lágrimas y compadecerme ya, como herida de muerte. Hoy lo siento, lo veo, únicamente me ha perdido el nombre de Venus. Acompañadme, colo—cadme sobre la roca que el hado me señala. Tengo afán por cumplir este feliz matrimonio; tengo prisa, para conocer al noble esposo a que pertenezco. ¿Por qué retardarlo? ¿Por qué evitar la proximidad del que ha nacido para causar la admiración del mundo entero?
«Así habló la doncella; calló luego y con paso firme confundiose con la muchedumbre que la seguía. Llegan ya a la roca destinada. Es una escarpada montaña, en cuya cumbre colocan a la muchacha y la dejan abandonada. Después de dejar junto a ella las velas nupciales que han servido para iluminar la ceremonia, y que son apagadas en medio de gran llanto; volvióse todo el mundo apesadumbrado a sus respectivos hogares. Los infelices padres, abatidos por tan dolorosa pérdida, se encerraron en el fondo de su palacio y se condenaron voluntariamente a eternas tinieblas. »Psiquis, temblando de espanto en la cumbre de la montaña, lloraba a mares. De pronto, el delicado hálito de Céfiro agita amorosamente los aires y hace ondular las vestiduras de Psiquis, hinchando suavemente sus pliegues. Levantada sin violencia, siente Psiquis que una dulce brisa la arrastra suavemente. Resbala por una pendiente insensible hacia un profundo valle que está bajo sus pies, hasta hallarse muellemente recostada en mitad del césped esmaltado de flores.
LIBRO QUINTO
»Tendida sobre el tupido y fresco césped, Psiquis se sobrepuso a su profunda turbación y se entregó a un dulce descanso. Reanimada por un sueño reparador, se levantó con sosegado espíritu. Descubrió un bosque cubierto de altos y copudos árboles y en mitad de él una fuente de cristalinas aguas. En la ribera que sus aguas bañan se levanta un admirable palacio, no construido por mortales manos, sino con arte propiamente divino. Al ver su entrada, no cabía duda de que era la mansión de alguna divinidad, tanto era su esplendor y magnificencia. En efecto, el artesonado, esculpido artísticamente en marfil y naranjo, es sostenido por columnas de oro. Los muros están revestidos de bajo—relieves de plata, que representan fieras y otras suertes de animales. Esto es lo que aparece al visitante al llegar al umbral del palacio. Fue necesario un mortal de maravilloso talento, ¿qué digo?, fue preciso un semidiós, o mejor, una divinidad, para extremar de tal modo tan espléndida labor y para colocar, comunicándoles vida, tantos animales salvajes sobre tan gran superficie de plata.
El piso es un mosaico de piedras preciosas, divididas en infinitos trozos y decoradas con mil colores. ¡Qué placer tan exquisito, qué suprema felicidad hollar perlas y diamantes! El resto de este inmenso y vasto edificio es, igualmente, de incalculable valor. Los muros, revestidos de oro macizo, brillan con el reflejo que le es propio; puede afirmarse que si el sol le rehusaba su luz, el mismo palacio proveería a tal necesidad; tan deslumbradora luz despiden todos los de partamentos, galerías, puertas... Todo lo demás es de una riqueza que responde a la magnificencia del edificio; se diría que el propio Júpiter mandó construir este divino palacio, para habitar entre los mortales.
»Incitada por el encanto de tan hermoso paraje, acercose Psiquis poco a poco, hasta que, con paso atrevido, franqueó el umbral, y cediendo al atractivo de tanta maravilla, recorre con ojos admirados toda la mansión. En los pisos altos ve galerías de perfecta arquitectura, conteniendo considerables tesoros. Lo que no se halla allí es inútil buscarlo en parte alguna. Pero mas que tan admirables riquezas sorprendía todavía en mayor grado un hecho extraordinario; ni cadenas, ni barreras, ni guardias protegían tanto tesoro. Mientras se entrega con placer infinito a esta contemplación, una voz, salida de invisible criatura, hirió sus oídos:—¿Por qué, soberana mía, os maravilláis de tanta opulencia? Todo lo que contempláis, vuestro es. Entrad, pues, en estas habitaciones, descansad en una de estas camas de vuestra fatiga y se os servirá el baño, cuando lo ordenéis. Nosotros, cuya voz oís, somos consagrados a vuestro servicio; cumpliremos escrupulosamente vuestros mandatos, y terminados los cuidados que vuestra persona demanda, estará preparado el regio festín que se os destina.
»Psiquis reconoció la bienhechora influencia de alguna divinidad protectora, y, siguiendo los invisibles consejos, descansó un rato y entró luego en el baño, desapareciendo completamente sus fatigas. Vio, de pronto, junto a ella, una mesa semicircular, y juzgando que era una comida preparada para confortar sus fuerzas, sentose a ella. Vinos deliciosos como néctar, platos variados y abundantes manjares, se presentaron a sus manos, sin que apareciera figura humana, alguna: como traidos por un hálito oculto. En efecto; ella no veía a nadie; sólo oía palabras que se perdían en el aire, y la servían intangibles voces. Después de la excelente comida, entró un músico invisible que cantó; otro tocó la lira. Y no se veía el instrumento ni el artista. Luego, hizó vibrar sus oídos un coro, ejecutado por gran numero de voces; y aunque no se veía ninguna criatura humana, era evidente que existía un coro.
Terminados estos obsequios, y viendo que se acercaba la noche, se retiró a descansar. »Entrada ya la noche, sobresaltola un ligero miedo. Temblando por su virginidad en medio de tal aislamiento, sintió miedo y espanto. Y más que las desgracias que pueden afligirla, la turba el desnudarse. Estaba ya allí su desconocido esposo; había entrado ya en la cama, y haciendo de Psiquis su esposa, se retiró precipitadamente antes de despuntar la aurora. Un instante después, las voces, que esperaban tras la puerta de la habitación, prodigaron sus cuidados a la joven esposa, cuya virginidad acababa de sucumbir. Y así continuó largo tiempo su vida. Por efecto natural de la costumbre, esta existencia se le hizo placentera, y los acentos de las misteriosas voces la consolaban en su abandono.
»Y entretanto sus padres envejecían en el pesar, sin que nada amenguase sus dolores. Extenderé la noticia de la aventura de Psiquis hasta llegar a oídos de sus dos hermanas, y al punto, tristes y afligidas, abandonaron sus cosas y se apresuraron a la de sus padres para consolarles. Esta misma noche, habló el esposo a Psiquis, con estas palabras (porque, aunque invisible, no dejaba de tocarla y de oírla): Psiquis, mi dulce amiga, mi adorada compañera; la despiadada fortuna te amenaza con pavoroso peligro; y te aconsejo que tomes todas las precauciones imaginables para esquivar su golpe. Tus hermanas, desesperadas con la idea de tu muerte, están ya en busca de tus huellas, y pronto llegarán a estas montañas. Si por casualidad oyes sus lamentos, nada respondas, no te atrevas tan sólo a mirarlas. Del contrario, me afligirías con una gran pena, y tú sufrirías las más rigorosas desgracias.
Psiquis oyó la recomendación, prometiendo seguir la voluntad de su marido. Pero una vez desapareció el esposo, pasose todo el día gimiendo y repitiendo tristemente que ahora, más que nunca, llegaba su perdición: ¡Cómo! vivir encerrada, enclaustrada en esta cárcel! ¡Qué le importan riquezas y agasajos, si se veía privada del trato con los demás mortales! ¡No poder ofrecer tranquilizadores consuelos a sus propias hermanas, que tanto por ella se afigían! ¡Si ni un instante podía verlas! Rehusó aquel día la comida, el baño, todo lo que podía comunicarle fuerzas, y derramando copioso llanto se retiró a la cama.
»Al poco rato llegó su esposo, algo más temprano que de ordinario; púsose a su lado, y abrazándola, llorosa todavía, la riño con estas palabras:—¿Esto es lo que me has prometido, Psiquis? ¿No puede tu marido confiar un ti? De día, de noche, aun en los brazos de tu esposo, no dejas de llorar cruelmente. Pues bien, haz en adelante lo que te plazca, y ya que buscas tu desdicha, satisface tus caprichos. Pero recuerda, por lo menos, cuando llegues a un tardío arrepentimiento, cuán seriamente te previne.
»Entonces, ella, a fuerza de ruegos, y amenazando con darse la muerte, obtuvo de su marido el deseado permiso de ver a sus hermanas, de endulzar su duelo, de hablar con ellas. Así, las súplicas de su nueva esposa, obtienen su consentimiento; además, le concede permiso para disponer de todo el oro y las riquezas que quiera. Pero al propio tiempo, le recomienda, amenazándola repetidas veces con las mas duras penas, que jamás ceda a los perniciosos consejos de sus hermanas, y que no intente, jamás, descubrir la figura de su esposo. Añadió, que esta sacrílega curiosidad la precipitaría desde lo alto de su dicha a los abismos del mal, y la privaría para siempre de sus brazos. »Dió gracias a su marido y, ya mas contenta:—Cien veces morir, dijo, que renunciar a nuestra dulce unión, porque te amo. Sí, sí, quienquiera que seas, te amo tiernamente. Te amo como a mi vida; y el mismo Cupido no es comparable a ti. Pero, te lo suplico; concede una última gracia a mis súplicas. Ordena al Céfiro que conduzca aquí mis hermanas, en la misma forma que a mí me trajo. Y le cubrió de seductores besos, prodigándole las más vivas caricias, estrechándole fuertemente en sus brazos. A sus caricias une las más apasionadas frases:—Dulce amigo, le dice, tierno esposo, alma adorada de tu Psiquis. Había venido para desplegar la energía y el poder de Venus, pero sucumbió en su calidad de marido, y accedió a todo lo que ella le pidió. Luego, al rayar el alba, desvanecióse de los brazos de su esposa.
»Entretanto, las dos hermanas, sabiendo el lugar y la roca donde fue abandonada Psiquis, llegaron a ella presurosas, y una vez allí derramaban abundantes lágrimas y se golpeaban el pecho. Sus sollozos resonaban por las rocas, y las montañas repetían dolorosamente su eco. No cesaban de llamar, por su nombre, a su desventurada hermana. Mas al agudo grito de tan tristes voces que descendían hacia el valle, Psiquis, trastornada, fuera de sí, salió corriendo del palacio:—¿Por qué, les dijo, os atormentáis con tan tristes lamentos? Son inútiles; he aquí la hermana que lloráis. Dad término a vuestros lúgubres acentos, secad vuestros ojos anegados en lágrimas: ya podéis abrazar a la hermana cuya muerte deplorabais.
Entonces llamó a Céfiro y le comunicó la orden de su marido. Inmediatamente, dócil a su palabra, las levantó con suave soplo y las condujo sin el menor daño. Se abrazan, se besan largamente en sus impacientes transportes, y sus lágrimas, detenidas al principio, corren nuevamente ante tanta dicha.—Basta de llanto, les dijo; entrad en esta casa, en mis penates, y reponeos de vuestra aflicción en compañía de vuestra querida Psiquis.
Y así hablando, hízoles visitar las prodigiosas bellezas de este dorado palacio; hízoles oír esta muchedumbre de voces que son sus fieles domésticos, les ofreció, para reparar sus fuerzas, un suntuoso baño y la delicada abundancia de una mesa digna de los dioses. Y mientras saboreaban esta prodigalidad de celestes riquezas, germinaba ya la envidia en el fondo de sus corazones. »Una de ellas acabó por hacerle con cretas y comprometidas preguntas; que quién era el dueño de tan divinas maravillas; cuál era el nombre y la condición de su marido. Pero Psiquis guardose de violar la promesa conyugal y no dejó salir secreto alguno de su corazón. Improvisó una mentira: dijo que era un gallardo mozo cuyas mejillas estaban ya cubiertas por tupido vello y que pasaba la mayor parte del tiempo cazando en la llanura y en el monte. Y temiendo que si se alargaba la entrevista corría peligro de olvidar la tácita resolución que había tomado, llamó otra vez a Céfiro y después de regalarles abundantes alhajas de oro y collares de piedras preciosas le ordenó que de nuevo se las llevara;
cosa que ejecutó en seguida. Nuestras buenas hermanas, camino de su casa, se inflamaban ya en la negra y venenosa envidia, hablando entre sí animadamente.—Ve, acabó por decir una de ellas, ¡cuán ciega y cruel es la fortuna! Diosa injusta, has querido que siendo hijas de los mismos padres tengamos tan diferente fortuna. Nosotras, las mayores, nos hemos casado con extranjeros, que nos tienen como humildes criadas. Separadas de todo lo que nos vio nacer, de nuestra patria y de nuestros padres, vivimos en el destierro. Por el contrario, esta chiquilla, último fruto de una fecundidad que ella agostó, vive en la mayor opulencia! ¡Hela aquí esposa de un dios, cuando ni siquiera sirve para aprovecharse convenientemente de tan abundantes bienes! ¿Has visto, hermana mía, cuántas cosas preciosas encierra aquel palacio? ¿Cuántos adornos, cuántos deslumbrantes vestidos?, ¿qué refulgente pedrería? ¿Y por fin, cuánto oro no pisas a cada instante? Si además, como afirma, posee un marido tan bello como todo eso, no hay en el mundo criatura más feliz. Si el tiempo fortifica el amor de su marido es capaz de convertirla, un día, en diosa. No lo dudes, así será: su aire y su modo de andar lo indican claro. Ya su mirada se dirige siempre al cielo y se presiente la diosa en la mujer que es obedecida por espíritus invisibles y tiene poder sobre los vientos. ¡Yo, por el contrario, cuan desgraciada soy! En primer lugar el esposo que me guardó el destino es más viejo que mi padre: luego es más calvo que una calabaza; más pequeño que una garrapata y más déspota que un tirano.
»—Yo, replicó la otra, tengo entre mis brazos un marido que está hecho pupa, inutilizado por la gota y que por este motivo casi nunca me rinde sus encantos. Paso casi todo el día, frotando sus dedos rígidos y duros como una piedra; empleo mis delicadas manos en preparar mal olientes lociones, tocando asquerosos lienzos y fétidas cataplasmas. No desempeño a su lado el papel de esposa, sino el de hermana de la Caridad. A ti toca discurrir hasta cuándo debemos aguantar pacientemente nuestra esclavitud: en cuanto a mi no puedo soportar más que tanta prosperidad haya ido a parar a tan indignas manos. Recuerda, en efecto, con cuánto orgullo y arrogancia nos trató. La misma solicitud que puso en hacernos contemplar tan impertinentes maravillas, indica cómo se ha apoderado la vanidad de su corazón. ¿Y tantas riquezas como nos ha arrojado? Una miseria a regañadientes. Pronto se ha cansado de nuestra presencia y nos ha hecho desaparecer: ha sido un soplo, un silbido. O dejo de ser mujer, o pierdo la vida en el empeño, o yo la he de precipitar de tan alta fortuna: y si a ti te duele, como es de suponer, la afrenta que nos ha inferido, discurriremos entre las dos el procedimiento más enérgico. Ante todo, conviene no enseñar a nuestros padres, ni a nadie, los regalos que traemos, y hay que hacer creer, luego, que no hemos podido averiguar si está viva o muerta. Bastante hay con que hayamos debido presenciar nosotras cosas tan humillantes; no hay necesidad de enterar a nuestra familia ni a nadie de la pompa que la rodea. El oro y los tesoros no dan felicidad alguna si nadie lo sabe. ¡Ah! ya irás sabiendo, buena pieza, que nosotras somos tus hermanas mayores y no tus esclavas. Por de pronto, volvamos a nuestros maridos: regresemos a nuestros modestos, humildes penates, y cuando tengamos maduramente discutido el plan, iremos otra vez bien prevenidas a castigar tanto orgullo.
»Un proyecto de depravación debía ser del agrado de tan ruines criaturas. Ocultan los valiosos regalos que les hizo Psiquis y mesándose los pelos y arañándose el rostro (que lo merecían bien, por cierto) empezaron nuevamente sus lamentos, pura ficción. Y cuando hubieron renovado toda la desesperación de sus padres, les abandonaron bruscamente. Ardiendo en despecho hasta la locura, regresan a sus casas y empiezan a discurrir contra su inocente hermana los más malvados proyectos; un verdadero fratricidio.
»Entretanto, Psiquis recibe nuevas instrucciones de su misterioso marido en sus conversaciones nocturnas:No percibes, a lo lejos, los peligros que dispone la Fortuna contra ti. Toma con antelaeión grandes precauciones, porque intenta atacarte duramente. Pérfidas Furias despliegan increíbles esfuerzos para arrastrarte hacia sus criminales designios. Lo que más les preocupa es llegar a descubrir mi rostro: pero ya te lo dije antes: si lo ves una sola vez, ya nunca más lo verás. Así, pues, si estas detestables hembras vienen aquí con malévola intención (y yo sé que vendrán) evita todo trato con ellas. Si tu ingenua candidez y tu sensibilidad te impiden rehusarlo, prométeme, al menos, que nada, querrás oír ni nada responderás concerniente a tu marido. Porque nuestra familia va a aumentarse, y este seno, que es todavía el de una niña, nos anuncia otro, destinado a ser un dios si conservas ocultos nuestros secretos: un simple mortal si lo profanas.
»A esta noticia iluminose de alegría el semblante de Psiquis. Llenola de gozo la esperanza de dar a luz a un ser divino; estremecíase de orgullo pensando en su futuro infante y en el glorioso nombre de madre: contaba con ansiedad los días que faltaban, los meses pasados. Sintió nuevas sensaciones; le sorprendió el desarrollo de su seno y que, a consecuencia de una pequeña punzada, se desarrollase su vientre de tal modo. Mas ya la pestilente pareja, las dos abominables Furias, navegan con homicida rapidez, impacientes y tragando bilis. Todavía el nocturno marido de Psiquis le dio otra advertencia:—He aquí el ultimo día, le dijo: llega el momento decisivo. La doble enemistad del sexo y de la sangre ha encendido la guerra; está ya levantado el campamento; el ejército entra en batalla; la trompa guerrera da la señal, y, espada en mano, tus hermanas vienen a asesinarte. ¡Cuántas desgracias nos amenazan, Psiquis, oh, mi dulce Psiquis! Apiádate de tu destino y del mío, persiste religiosamente en tu discreción si quieres salvar esta casa, tu marido, tú misma y nuestro inocente primogénito, del furibundo desastre que nos amenaza. Estas criminales mujeres, cuyo odio contra ti les ha inspirado proyectos homicidas, hollan con sus pies los lazos de la sangre. No te es ya permitido llamarlas humanas. Guárdate de verlas y de oírlas cuando desde lo alto de estas rocas, como sirenas, harán resonar estas montañas con sus funestos acentos.
»Respondiole Psiquis con la voz entrecortada por lágrimas y suspiros.—Tiempo ha tienes recibidas de mí pruebas innegables de mi fidelidad y mi discreción; en estas nuevas circunstancias te probaré otra vez que sé sostener una firme resolución. Ordena solamente a Céfiro que cumpla su misión, y para compensar la prohibición que sobre mí pesa, de contemplar tu divina imagen, permíteme, a lo menos, la presencia de mis hermanas. Te lo suplico por los flotantes y perfumados rizos de tus cabellos, por tus tiernas mejillas, tan delicadas y parecidas a las mías, por tu pecho que arde en no sé qué desconocida llama. Por la inmensa pasión con que deseo conocer los rasgos de tu semblante en el infante que llevo en mis entrañas, te suplico que te dejes vencer por mis fervientes súplicas. Concédeme el placer de abrazar a mis hermanas, y reanima con esta alegría el corazón de Psiquis, que te es caro y sólo vive para ti. No, jamás intentaré descubrir tu rostro; ya no son obscuras para mí las tinieblas de la noche; te poseo, luz de mi vida.»
Enternecido por estas palabras, y por sus dulces abrazos, el esposo secó con sus cabellos las lágrimas que vertía Psiquis, y le concedió su petición. Antes de iniciarse la aurora desapareció.
»Apenas llegadas, las dos cómplices hermanas, sin visitar siquiera sus padres, se encaminan a la roca. Trepan a ella precipitadamente, y sin esperar la brisa que las debía transportar, se lanzaron al espacio con insolente temeridad. Pero Céfiro, que no olvidaba los mandatos de su rey, recibiolas, aunque a pesar suyo, en el seno de una veloz brisa, hasta dejarlas en el suelo. Sin perder tiempo, se dirigieron presurosas al palacio, abrazan a su víctima, llamándola (¡infames!) su querida hermana, y mientras disimulan con afectuosos modales una montaña de odio que palpita en el fondo de su corazón, le dirigen tiernas palabras:—Vamos, Psiquis, no eres ya una niña como antes: ya has pasado a madre. ¿Ya sabes tú el tesoro que llevas en tus lindas entrañas? ¡Cuánta alegría para la familia!, ¡cuánta para nosotras! ¡Qué felicidad será para nosotras criar esta hermosa alhaja! Si corresponde, como no puede por menos, a la hermosura de su padre y de su madre, será ciertamente otro Cupido.
Así, con fingido afecto, se apoderan insensiblemente del corazón de su hermana. »Para descansar del largo viaje les ofrece sillas, y en seguida, solícita, manda preparar baños tibios. Por último las acompaña a un magnífico comedor, donde encuentran los más exquisitos manjares, los más raros y maravillosos platos. Manda que toque una lira, y se oyen los acordes de una lira; una flauta, y vibra el sonido de una flauta; pide un coro, y un coro llena los aires, y toda esta música, ejecutada por invisibles seres, acaricia con tierna armonía los corazones de los oyentes. Pero era tanta la maldad, la perversión de las dos hermanas, que ni esta melodía, dulce como la miel, les apaciguó sus odiosos designios. Procurando perder a su hermana entre sus redes, encaminaron la conversación a este propósito. Con afectada indiferencia le preguntan quién es su marido, de qué familia y de qué condición. Psiquis, olvidando en el exceso de su candidez sus anteriores propósitos, inventó una nueva historia. Dijo que su marido era de una ciudad inmediata, que tenía muy lucrativos negocios, que estaba en edad ya madura y que le asomaban ya canas. Luego, según había hecho la otra vez, las colmó de ricos presentes y las confió de nuevo al alado Céfiro.
»Pero al regresar a sus casas, llevadas en volandas por la tranquila brisa, se comunican sus reflexiones:— ¿Qué me dices, hermana, del ridículo cuento de la embustera? El otro día era un mozo que apenas sombreaba su barba el naciente vello; hoy es un anciano de edad madura, de plateados cabellos. ¿Quién es, pues, este ser que en tan corto tiempo ha envejecido? Hermana mía, una de dos, o es un pérfido embuste todo ello, o Psiquis no conoce a su esposo. Sea lo que quiera, importa arrebatarle pronto su opulenta posición. Si desconoce a su marido, con seguridad que es un dios, y otro dios promete entonces su parto. Y si realmente llega a ser proclamada madre de un dios, pasaré sin tardanza un nudo a mi cuello y me ahorcaré. Mientras tanto, volvámonos a ver a nuestros padres y discurramos, a manera de exordio, una mentira que tenga apariencia de verosimilitud.
Así irritadas, apenas dijeron dos palabras a sus padres.
Pasaron la noche agitadas, sin dormir, furiosas. Al amanecer vuelan a la roca y descienden rápidamente, gracias al consabido auxilio de Céfiro. Y restregando sus párpados para provocar algunas lágrimas, empiezan de nuevo su asedio con esta hipocresía:—Tú vives contenta y feliz en tu ignorancia, desconoces el peligro que te amenaza. Pero nosotras, que con no interrumpido celo pensamos en tu porvenir, vivimos cruelmente atormentadas por los peligros que te rodean. Efectivamente, hemos sabido (sin caber duda alguna) un secreto que nos es imposible ocultarle por el mucho interés con que compartimos tus penas y tus infortunios. Imagínate una enorme serpiente de mil abultados repliegues, cuya garganta está repleta de terrible veneno y que abre unas fauces de profundidad aterradora; he aquí el esposo que por la noche descansa furtivamente a tu lado. Ahora acuérdate del oráculo de la pitonisa que proclamó que estabas destinada a casarte con un cruel monstruo. Varios campesinos, los cazadores de la comarca, y casi todos los de la ciudad, le han visto por la noche nadar en las aguas del cercano río, después de consumir su pasto.
Según todos afirman, poco tiempo te dejará disfrutar de sus complacencias y halagos; el día en que llegará a término tu embarazo, te devorará con tu delicado hijo. Ahora, a ti te toca discurrir: ver si te conviene creer a tus hermanas, que tiemblan por tu adorada existencia, escapar de la muerte y vivir entre nosotras sin temor a peligro alguno, o si prefieres tener por sepultura las entrañas del despiadado monstruo. Y si te place el aislamiento de esta comarca, sin otra compañía que espíritus, entre clandestinos amores, con envenenadas y peligrosas noches, con los abrazos de un ponzoñoso reptil, nosotras, cuando menos, habremos cumplido con nuestro deber de cariñosas hermanas.
»Ingenua y sensible, sintió la pobre muchacha, con tan aterradora revelación, alterarse profundamente su corazón. De tal modo se conturba su ánimo, que ya fuera de sí, olvidó las advertencias de su esposo y las promesas que le hizo, precipitándose así en el más profundo abismo de infortunios. Trémula, pálida y casi sin sentidos, murmuró con apagada voz estas entrecortadas palabras:
—Sí, sois mis tiernas hermanas y permanecéis fieles a las leyes que os impone esta ternura. ¡Dios mío! Los que afirman tales horrores tal vez no han inventado ninguna leyenda. Porque jamas he visto el rostro de mi esposo; ignoro cuál es su patria. Sólo oigo su voz por las noches. Me oculta su condición, y antes de llegar el alba desaparece. He aquí mi triste destino, y cuando decís que es un monstruo, tenéis razón; así lo creo también. Tiene singular empeño en que no descubra su rostro y me amenaza con las mayores desgracias si tengo la curiosidad de intentarlo. Ahora, si podéis socorrer y salvar a vuestra pobre hermana de este peligro, venid en mi auxilio, porque si la negligencia sigue a la previsión, quedan destruidos los beneficios que esta última prometía. Rendida con tanta facilidad la plaza, y viendo en descubierto el alma de su hermana, las infames mujeres renunciaron a poner en juego los secretos resortes que habían imaginado en la obscuridad, y, espada en mano, francamente, se apoderan de su espíritu, tan sencillo como turbado, para consumar su crimen.
Una de ellas dice:—Los lazos de la sangre nos obligan a no considerar ningún peligro cuando se trata de tu bienestar. No conocemos más que un medio de salvación; largo tiempo lo hemos reflexionado: helo aqui: toma un puñal bien afilado, afina todavía su filo pasándolo suavemente por la palma de la mano, y ocúltalo secretamente en tu cama, en el sitio exacto donde tú te acuestas. Procúrate una lámpara, llenada completamente de aceite para que brille con luz viva, y colócala detrás de la cortina que os cubre. Estos preparativos debes hacerlos en el mayor misterio. Cuando él haya entrado y, tendido en la cama, disfrute las dulzuras del primer sueño, que reconoceráás en su respiración profunda, salta tú del lecho: descalza y de puntillas, muy quedamente, despacio, saca la lámpara del obscuro rincón en que la habrás dejado y aprovecha las índicaciones que te dará su luz para reconocer el momento oportuno para llevar a cabo tu atrevida empresa. Entonces, empuñando el arma de doble filo, levanta con decisión la mano, y con vigoroso esfuerzo, hiere a esta terrible serpiente de manera que separes su cabeza del cuello. Nosotras te ayudaremos; en cuanto hayas asegurado tu salvación con su muerte, nos apresuraremos a venir a tu lado y te sacaremos de aquí, llevándonos contigo todas estas riquezas. Y con un himeneo, conforme a tus deseos, te enlazaremos, humana criatura, con un marido de tu condición.
Estas incendiarias palabras comunicaron su fuego al corazón de Psiquis; púsose furiosa, y entonces ellas la abandonaron, temerosas de permanecer cerca del teatro de tan sangrienta tragedia. La suave brisa que las transporta, ordinariamente, las conduce más allá de la roca, y, rápidamente, escapando con la velocidad del rayo, emprenden su camino y desaparecen.
»Pero Psiquis, que ellas han dejado sola, no queda sola ya; las despiadadas Furias la persiguen, y las ideas de desesperación, hierven ya en su corazón como las olas del mar. A pesar de su firme decisión, mientras sus manos disponen los criminales preparativos, duda aún. La resolución se debilita, mil sentimientos la agitan: la impaciencia, la indecisión, la audacia, el terror, la desconfianza, la cólera; y, en resumen, en un mismo ser, detesta el repugnante reptil y adora al esposo. Declina el día, y se apresura a disponer lo necesario, para el crimen. »Llegó la noche y también el esposo. Después de una primera victoria en amorosa lucha, se ha rendido a un profundo sueño.
Entonces, Psiquis, que sentía por momentos desfallecer su fe, y su alma y su cuerpo, fue reanimada por la implacable Fatalidad. Robusteciose en su decisión; va a buscar la lámpara y enarbola el puñal. La audacia ha cambiado su sexo. Ya la luz, que se acerca, ha iluminado el secreto esposo. ¡Qué espectáculo! Psiquis ve, entre todos los monstruos, al más dulce, al más amable: es el mismo Cupido en persona; es este dios tan hermoso que descansa en el más dulce abandono. Ante esta visión, la misma lámpara avivó solícita su luz, y el hierro del sacrilego puñal hizose más radiante. »Este cuadro anonadó a Psíquis, fuera de sí, el rostro convulsivo, pálida, temblorosa, dejose caer de rodillas. Intenta ocultar el arma, hundiéndola en su seno: y lo habría hecho, ciertamente, si el acero, ante tan creul atentado, no hubiese resbalado de sus imprudentes manos. A pesar de su abatimiento y su desespero, sosegose poco a poco su espíritu, y tranquilizose completamente, cuando hubo contemplado repetidas veces la suavidad de este divino rostro. »Admira esta radiante cabeza, esta noble cabellera perfumada de ambrosía, este cuello blanco como la leche, estas mejillas deslumbrantes de frescura y salpicadas de graciosos bucles, mientras otros descansan sobre la frente y la nuca. Es tan refulgente su brillo, que la luz de la lámpara palidece. En las espaldas de este dios revoloteador, brillan dos pequeñas alas de delicadeza exquisita, donde el encarnado de la rosa armoniza con el blanco del lirio. Aunque están en reposo, el dulce y suave plumón que las festonea se agita ligeramente con tierno murmullo. El resto de su cuerpo es brillante y bruñido como marfil, hasta tal punto, que la misma diosa Venus puede estar orgullosa con tal hijo. »Al pie de la cama reposaba el arco, el carcax y las saetas, dóciles instrumentos de este poderoso dios.
Psiquis se abismó en su contemplación. En su curiosidad examina, maneja y admira las armas de su esposo: salta una flecha del carcax y ensaya su punta en el pulpejo del pulgar. Al sostenerla tiemblan sus dedos: ha hecho, sin embargo, un ligero esfuerzo, y se hunde lo bastante para que en la superficie de su piel aparezcan algunas gotas de rosada sangre. Y Psiquis, sin saberlo, se obliga a enamorarse del amor, y queda encadenada por la más ardiente pasión a aquel que hace nacer las pasiones. Inclinose ávidamente sobre él, con la boca amorosamente entreabierta, y le prodiga fogosamente los más tiernos y rendidos besos, pero con gran temor de interrumpir sa sueño. »Embriagada con tantas delicias, herida en el corazón, su alma vaga indecisa. De pronto, la lámpara (¿fue negra, perfidia?, ¿fueron culpables celos?, ¿fue el deseo de tocar tan maravilloso cuerpo y, en cierto modo, besarlo?) deja caer una gota de ardiente aceite sobre el hombro derecho de la divinidad. ¡Lámpara audaz y temeraria! ¡Ah!, ¿no era sobrado honor para ti rendir tu misión al amor? Quemas al dios que encieudeSe toda llama, tú, que fuiste inventado por un amante para gozar, aun en la noche, de adorados encantos. »Al dolor de la quemadura, despertó el dios con sobresalto, y al ver que han hecho vil traición a su secreto, remonta el vuelo sin proferir una sola palabra, para escapar de las manos y las miradas de su esposa.
Pero Psiquis, en el mismo instante de imciar el vuelo, se agarró fuertemente con ambas manos a la pierna derecha de la deidad. La infortunada recorre con él la aérea carrera, no le abandona, atraviesa las altas nubes; pero, fatigada al fin, se deja caer, resbalando dulcemente, hasta llegar al suelo. El dios, que todavía la adoraba, no la dejó abandonada; voló a lo alto de un cercano ciprés, y así le habló, profundamente emocionado: »—Inocentemente, Psiquis, olvidé yo los mandatos de mi madre; en vez de inspirarte, según su deseo, una fuerte pasión para un hombre plebeyo y sin fortuna, en vez de condenarte a un indigno matrimonio, preferí volar hacia ti como amante. En esto obré ligeramente, ya lo sé, y el dios, cuyas flchas son tan lisonjeadas, se ha herido con sus propias armas: hice de ti mi esposa. ¿Qué razón hay para que vieras en mí un monstruo?n ¿para que tu amo [¿mano?] cortase con el acero una cabeza animada por ojos que te adoran? ¡Cuántas veces he invocado tu prudencia! ¡Cuántas benévolas advertencias te he prodigado!... Tus dignas consejeras no tardarán en expiar las perniciosas lecciones que te han dado. En cuanto a ti, he aquí tu castigo; mi huida. Y se remontó por los aires, desapareciendo de Psiquis.
»Arrodillada en tierra, siguiendo cuanto pudo con sus ojos el vuelo de su esposo, exhalaba en amargas lamentaciones el llanto de su corazón. Cuando con veloz impulso huho franqueado el dios una larga distancia hasta perderse de vista, corrió Psiquis precipitadamente a arrojarse al cercano río. Pero el indulgenle río, en honor, sin duda, al dios que inflama las mismas aguas, y también por un sentimiento de miedo, la levanta en sus ondas sin causarle daño alguno y la coloca suavemente sobre el florido césped que decora sus orillas. »En tal momento, por casualidad, el rústico dios Pan estaba sentado en un cerro próximo al río. Habíase provisto de unas cañas que dieron origen a la ninfa Canna, y reuniéndolas, le enseñaba a reproducir toda suerte de sonidos. Cerca de la orilla jugueteaban las cabras paciendo y retozando sobre la hierba. El dios de los pies de macho cabrío vio a Psiquis doliente y abatida. Sabía, ya su aventura y llamándola tiernamente le prodigó consoladoras palabras:—¡Pobre, niña! Yo no soy más que un campesino, un pastor de cabras, pero mis dilatados años han originado valiosa experiencia. Pues bien, si no me engañan mis conjeturas (que es precisamente lo que los sabios llaman el don de adivinación) este paso incierto y vacilante, esta excesiva palidez de tu rostro, estos continuos suspiros y estos ojos anegados en lágrimas delatan claramente un sufrimiento amoroso. Y siendo así, óyeme: no persistas en quererte dar la muerte violenta. Seca tus lágrimas: calma tu dolor y, cuanto antes, ofrece el homenaje de tus oraciones a Cupido, el más poderoso de los dioses. Como es joven, voluptuoso y sensible, una tierna sumisión te ganará su favor.
»Así habló el dios pastor. Psiquis no le respondió; únicamente le adoró como una divinidad protectora y siguió su camino. Después de andar fatigosamente largo rato siguiendo un sendero desconocido fue a salir cerca de una ciudad donde reinaba el marido de una de sus hermanas. Psiquis, al darse cuenta de ello, hizo anunciar su llegada a esta hermana. La recibió en seguida y hechos los cumplidos y las caricias del caso, le preguntó el motivo de su presencia. Psiquis habló así:
»—Sin duda recuerdas el consejo que me diste junto con la otra hermana; me dijisteis que un monstruo, con falso nombre de marido, pasaba las noches conmigo y me persuadisteis a que le matase con un puñal de doble filo, antes de que devorase a la infeliz Psiquis. Yo hallé prudente vuestra proposición, pero cuando acerqué a su rostro la lámpara que debía alumbrarme, quedo atónita ante tan maravillosa y sobrenatural visión; era el hijo, el propio hijo de la misma Venus; era Cupido mismo que descansaba en apacible sueño. Enajenada por el encanto arrobador de tal espectáculo y turbada por un acceso de violento amor, no pude refrenar mis impetuosos deeos. De pronto, ¡horrible infortunio!, la lámpara dejó caer una gota de hirvienle aceite sobre su hombro. Despertole el brusco dolor y viéndome armada, con hierro y fuego: «Márchate, me dijo: tu crimen es odioso; abandona al instante mi lecho y vete con lo tuyo. Contraeré matrimonial enlace con tu hermana (y pronunció tu nombre) y le ofreceré los acostumbrados presentes para sancionar este himeneo. Y ordenó en seguida a Céfiro que me llevase fuera de su morada.
»No había terminado todavía Psiquis cuando la otra, excitada por la loca pasión y la criminal envidia que la atormentaba, inventó una mentira para engañar a su esposo, y pretextando la muerte de unos parientes se puso en camino inmediatamente. Llegó jadeante a la roca y, aunque en aquel momento la brisa era contraria, cegada por la impaciencia: «Recíbeme Cupido, recibe una esposa digna de ti, gritaba orgullosa, y tú, Céfiro, conduce a tu soberana. Y se arrojó con furia al espacio. Pero no llegó al valle. Las angulosas rocas destrozaron su cuerpo y dispersaron sus miembros. Obtuvo la muerte que merecía. Sus dispersas entrañas ofrecieron pasto a las aves de rapiña y a las fieras.
»El castigo de la segunda hermana no tardó en llegar. »En efecto, Psiquis prosiguió su errante peregrinación y llegó a la ciudad donde vivía la otra hermana. Aguijoneada por una falaz historia y desesperada para [por] sustituir a la hermana menor con un criminal enlace corre a la roca con gran prisa, precipítase como la otra y tiene el mismo final.
»Mientras Psiquis da la vuelta al mundo sólo pensando en encontrar a Cupido, éste, enfermo de la herida, gemía sepultado en el lecho de su propia madre. Entonces fue cuando este pájaro blanco que nada besando con sus alas la superficie de las olas, la gaviota, se decidió a hundirse en el agua. Fue a encontrar a la nermosa Venus, que se bañaba nadando en el fondo del Océano, y refugiándose a su lado le hizo saber que su hijo estaba gravemente herido de una quemadura, y agobiado de pena. Que estaba en cama, con pocas esperanzas de curación; que todo el universo murmura y profiere lujuriosas lamentaciones; que se habla mal de Venus y de su familia sin que nadie de ella se deje ver mientras el hijo pasa la vida en el monte con una mujer de mala vida y la madre se divierte bañándose bajo las olas; entretanto ni voluptuosidad, ni gracias, ni jugueteos amorosos; todo abandonado; todo adquiere carácter salvaje y hosco. Ya no hay bodas, ni casamientos, ni matrimonios bien avenidos, ni rubicundos niños. Reina un increíble desorden, se hacen los juramentos con escandaloso desdén. »Así vino a herir los oídos de Venus, difamando a su hijo, este pájaro parlanchín, que es la curiosidad encarnada. »Venus, encolerizada, respondió:—¡Así, pues, mi excelente hijo tiene ya una querida! Hazme saber, tú, el único que con fidelidad me sirves, hazme saber, te digo, el nombre de la que ha chiflado a un chiquillo imberbe e inocente. ¿Es alguna de las Ninfas? ¿Alguna Hora? ¿Alguna Musa? ¿Una de las Gracias que están a mi servicio?
El locuaz pájaro no se hizo esperar:—Señora, le respondió, no lo sé a punto fijo: pero creo que es una muchacha que, si mal no recuerdo, se llama Psiquis. Está enamorado de ella locamente.—
¡Cómo! ¿Es posible, exclamó Venus indignada, que ame a esta Psiquis, rival de mis encantos, y que pretende arrebatarme el nombre? ¡Es decir, que el imbécil cree que soy una tercera, y que precisamente le hice conocer a esta muchacha para que se enamorase de ella.
»Esto murmurando, sale precipitadamente del mar y se dirige al instante a su magnífico palacio. Encontrando a su hijo enfermo, como le han dicho, empieza a gritar ya desde la puerta:—¡He aquí una honrada conducta, excelente para recomendar mi familia y tu moralidad! ¡Buen principio! ¡Empezar pisoteando las órdenes de tu madre, de tu reina! ¿Por qué no has avergonzado a mi rival con un amor indigno? ¿Y te parece decente que un chiquillo de tu edad la tome por esposa? ¡Eres demasiado joven para querer imponerme una nuera que sea rival mía! Sin duda te habrás creído, petimetre, conquistador en agraz, tiranuelo ridículo, que sólo tú puedes hacer chiquillos y que yo ya pasé la edad para ser madre. Pues tengo mucho gusto en participarte que tendré pronto otro hijo que valdrá mucho más que tú. Y, finalmente, para mayor verguenza tuya, adoptaré a uno de mis lacayos; y a él le daré tus alas, tu antorcha, tu arco y tus flechas. Es un armamento de mi propiedad y no te lo confié para que lo empleases según estás haciendo. No creas que todo ello haya sido pagado con la fortuna de tu padre.
Pero has sido muy mal criado desde chiquitín y has tomado mucha petulancia. ¡Cuántas veces no has castigado con irreverencia a los que tienen más años que tú! A mí misma, a tu madre (parricida), ¿no me aguijoneas cada día? ¿No me has herido mil veces? ¿No me has despreciado, como si no tuviera marido conocido? ¿Y no tienes miedo a tu padrastro, que es un aguerrido militar? Pero, ¡cá! Para hacerme rabiar te portas galantemente con él y le procuras muchachas. ¡Ah! Ya te haré yo arrepentir de tus calaveradas. Este casamiento que has hecho te va a escocer. No sera todo miel. »Y ahora, ¿qué me queda para hacer, si soy la burla de todo el mundo? ¿Dónde me he de ocultar? ¿Cómo he de castigar a esta víbora? Para satisfacer los caprichos de este muñeco, ¿habré de implorar el auxilio de la Sobriedad, mi eterna enemiga? ¿He de ir a hacer buenas migas con una mujer tan tosca, y desaliñada? Tiemblo al pensarlo. No obstante, la venganza trae consuelo, y no quiero desdeñarlo. Sí, apelaré a la Sobriedad y a nadie más. Ella castigará como Dios manda a ese pillín; vaciará tu carcax, desarmará tus flechas, quitará la cuerda del arco y apagará tu antorcha. Y en cuanto a tu cuerpo, ya caerá bajo su poder, por medios más o menos violentos. »La expiación de mi injuria no será completa hasta tanto que te habrá rapado estos cabellos, cuyos dorados bucles tantas veces he acariciado, hasta que te habrá cortado estas alas, que empapé con el néctar de mi seno. »Y dicho esto, salió furiosa de su palacio. La cólera le removió la bilis y, ¡que cólera la de Venus!... Encontró a Ceres y a Juno que, al verle tan encendido el rostro, le preguntaron la causa de este feroz aspecto, que tanto enturbia sus encantos y el brillo de sus hermosos ojos.—Llegáis a propósito, les dijo; mi corazón está tan exaltado, que cometería cualquier locura. Os suplico que pongáis toda vuestra diligencia en encontrar a Psiquis, que ha huido, no sé adonde. Porque, sin duda, que no ignoráis el famoso escándalo que trastorna mi casa, así como la fuga del que ya no quiero llamar mi hijo. »Entonces las diosas, enteradas ya de lo que ocurría, procuraron calmar la violenta excitación de Venus.— Pero, ¿qué irreparable daño, señora, ha cometido vuestro hijo, para oponeros así a sus gustos e intentéis [intentar] perder a su adorada? ¿Qué crimen es, por favor, el enamorarse de una linda muchacha? ¿No sabéis qué cosa es un mozo adolescente? ¿No os acordáis ya de esta edad? ¿Creéis que todavía es un chiquillo, porque tiene aire infantil? Y como madre, como mujer de talento que sois, ¿querréis siempre vigilar atentamente sus amoríos, reprocharle sus galanterías, contrariar sus inclinaciones y prohibir a este precioso muchacho vuestras prácticas y vuestros goces? ¿Qué dios, qué mortal sufrirá que mientras disemináis por todos los pueblos los más tiernos deseos, prohibáis el amor a vuestro hijo y le castiguéis su pasión por las mujeres? Esto todo el mundo lo hace. De esta manera, las diosas, temerosas de las flechas de Cupido, desempeñaban la misión de defender al ausente, a quien querían tener propicio. Pero Venus, indignada de que tomasen a broma la afrenta que la humillaba, abandonó su compañía y emprendiendo de nuevog su precipitada marcha, encaminose al mar.
LIBRO SEXTO
»Entretanto, Psiquis corría afanosa díaiia y noche, en busca de su esposo, sin descansar nunca, y creciendo el deseo cada vez más en su corazón. Por irritado que le hallara, quería, si no enternecerle con las caricias de una esposa, por lo menos quitarle el enojo con las súplicas de una esclava. »Viendo un templo a lo lejos, en la cumbre de una escarpada montaña:—¡Quién sabe, pensaba, si vive allí mi señor y dueño! Y se dirige súbitamente, con ardor, hacia donde le arrastran, con múltiples fatigas, la esperanza y el deseo. Cuando ha trepado valerosamente a tan prodigiosa altura, entra en el santuario. Encuentra espigas de trigo amontonadas, otras trenzadas en corona y algunas de cebada. También vio hoces y un aparejo completo para la siega: pero todo revuelto y en confusión, como ocurre cuando el cansancio vence a los segadores. Psiquis deshace cuidadosamente el montón; separa cada objeto y los pone en orden, convencida de que, lejos de despreciar el templo ni el ceremonial de ninguna divinidad, debe implorar, por el contrario, la benévola compasión de todas ellas.
»Ceres, la fecunda, la ve ocupada en este trabajo, celosa y activa:—¡Ah, desgraciada Psiquis! exclama. Venus busca afanosamente tus huellas por todo el universo; su furor y el deseo de encontrarte son inexplicables. Quiere castigarte con el último suplicio, y para vengarse pone a contribución todo su poder. Y tú, entretanto, cuidas mis intereses antes que tu salvación. Entonces, Psiquis, se arrodilló a sus pies, barrió el suelo con sus cabellos, y lavando con abundantes lágrimas los pies de la diosa, imploró su protección, con las más fervientes súplicas. »Por vuestra mano, que fecunda la tierra, por las alegres ceremonias de la siega, por los secretos misteriosos de las gavillas, por el carro arrastrado por dragones que os obedecen, por los surcos de la fértil Trinacria, por los demonios de Proserpina, por la tenebrosa escena de su lúgubre himeneo, por las antorchas, a cuya luz salisteis de los infiernos después de verla, por todas las restantes consagraciones que vela con misterioso silencio el santuario ático de Eleusis: tomad bajo vuestra protección la vida de la infortunada Psiquis, que os invoca rendidamente. Permitid que me oculte, aunque sea por breves días, en este montón de espigas; hasta que el tiempo haya calmado el cruel furor de aquella poderosa diosa, o que, por lo menos, un corto descanso haya reanimado mis abatidas fuerzas.
»Ceres le respondió:—Tus lágrimas y tus súplicas me han emocionado. Bien quisiera yo socorrerte, pero Venus es de mi familia; fuertes lazos de amistad nos unen desde largo tiempo: es una excelente mujer y no puedo arriesgarme a disgustarla. Sal, pues, en seguida de mi templo, y conténtale con que no te retenga prisionera, como debía hacer. Viéndose rechazada contra su esperanza, alejóse Psiquis con el corazón doblemente desolado. Volvió hacia atrás, y a través de un poblado bosque, que se extendía al pie de un valle, descubrió un templo de elegante arquitectura. No queriendo despreciar ocasión ninguna de mejor suerte, acercose, indecisa, a las sagradas puertas, para implorar a la divinidad. Ve soberbias ofrendas y vestidos bordados en oro, suspendidos en las ramas de los árboles y en las puertas, testimoniando, con los detalles de la gracia obtenida, el nombre de la diosa a que han sido consagrados. Entonces, poniendo una rodilla en tierra y abrazando el altar, tibio aún, pronunció esta invocación, después de secar su llanto:
»Esposa y hermana del gran Júpiter: así habitéis vuestro antiguo templo de esta Samos, que se glorifica con haberos visto nacer, haber sido vuestro primer llanto y haberos amamantado; ya frecuentando las felices viviendas de la altiva Cartago, que os adora en la figura de una doncella subida por un dragón a los cielos; sea presidiendo los célebres muros de Argos, cerca de la ribera del Juaco [Ínaco] que desde tiempo inmemorial os proclama esposa del señor de las tempestades y reina de las diosas: vos, a quien veneran en Oriente hajo el de Zigia y en Occidente bajo el de Lucina: sed para mí, en mi extrema desdicha, Juno protectora: considerad el triste estado a que me han conducido todas las fatigas que he debido soportar: libradme del inminente peligro que me amenaza. Y si no llego al abuso, permitid que os suplique el auxilio que no negáis nunca a las mujeres encinta que están en peligro. »Así suplicaba cuando se le presentó Jnno en todo el imponente destello de su divinidad, hablándole así:—¡Con qué placer, por lo que más quiero, deseo conceder lo que me pides! Pero, ¿puedo contrariar la voluntad de Venus, mi nuera, que siempre he querido como una hija? ¿Es decente obrar así? En todo caso, me lo impide también la ley que prohíbe amparar, contra la voluntad de su dueño, al esclavo que ha escapado de la casa.
Esta nueva contrariedad aniquila a Psíquis. No encontrando a su alado esposo, y sin esperanza de lograrlo, se entrga a estas meditaciones:—¿Qué alivio puedo obtener en mi desdicha, cuando las mismas diosas, a pesar de su buena voluntad, no pueden interesarse en mi salvación? Rodeada por tantos peligros, ¿adónde dirigiré mis pasos? ¿Bajo qué techo ni en qué tinieblas puedo ocultarme para escapar a la sagaz mirada de la poderosa Venus? Es preciso, Psiquis, que te armes de indomable valor. Ten fuerzas bástantes para renunciar a un resto de engañadora esperanza. Entrégate voluntariamente a tu soberana: tu sumisión, aunque tardía, abatirá su cólera y su crueldad, ¿Sabes tú, si aquel que buscas, hace tiempo está acaso en el palacio de su madre? Decidiose, pues, al azar de una capitulación incierta, o mejor, al de una segura pérdida: y meditó cómo debía empezar sus futuros ruegos.
»Venus, renunciando a los medios de investigación terrenales, quiso subir al Olimpo. Ordena equipar el carro que Vulcano, el maravilloso orfebre que había fabricado con todo el cuidado y todo el talento de que es capaz y que le había presentado como regalo de boda, antes de efectuar su himeneo. Es una hermosa labor en que la lima, al adelgazar el metal, le ha sacado mayor brillo, y a la que esta misma falta de oro realza su valor. Numerosas palomas descansan alrededor del departamento de la diosa; cuatro de ellas avanzan alegremente, deslumbrantes de blancura y, torciendo sus irisados cuellos, pasan la cabeza por un brillante aro de refulgente pedrería. Al aposentarse la diosa, emprenden contentas su vuelo. El carro de la diosa es seguido por numerosos pájaros, que retozan y juegan, en confuso murmullo. Otros pájaros de dulce canto anuncian la llegada de la diosa con suaves y tiernos acordes. Se separan las nubes y el cielo abre las puertas a su hija. El sublime empíreo recibe con entusiasmo a la diosa, y el armonioso cortejo de la poderosa Venus no teme el encuentro de las águilas, ni de los rapaces buitres.
»Inmediatamente se dirige al palacio de Júpiter y en tono soberbio reclama los servirios de Mercurio, el de voz sonora, que necesita para sus proyectos. El negro entrecejo de Júpiter indica que consiente en ello. Triunfante, desciende Venus del cielo, acompañada de Mercurio; la bella solicitante le dirige estas palabras:—Hermano mío; bien sabes que tu hermana Venus nada hizo jamás sin la presencia de Mercurio; por otra parte, no ignoras que hace tiempo ando buscando, sin éxito, la esclava que se oculta de mí. No me queda, pues, otro recurso que pregonar públicamente, por tu boca, que será recompensado quien la descubra. Te suplico que satisfagas cuanto antes mis deseos y que indiques claramente la seña que permite reconocerla, a fin de que si más tarde acusamos a alguien por haberla ocultado, no pueda justificar su acción, pretextando ignorancia.—Y diciendo esto, le presentó un papel, con el nombre de Psiquis y otras indicaciones. Y hecho esto, volviose a su morada.
»Mercurio no tardó en obedecer. Recorre todos los pueblos, el mundo entero, y anuncia en estos términos el deseo de la diosa:—Una esclava llamada Psiquis, hija de un rey y perteneciente a Venus, ha escapado. Se suplica al que la detenga o pueda indicar su escondite, que lo prevenga a Mercurio, encargado de la presente publicación, detrás de las pirámides murcianas. Recibirá, en premio de sus informes, siete dulces besos de la propia Venus y uno especial, más delicioso que los anteriores, dado con la lengua sobre los labios. Cuando Mercurio publicó este anuncio, el deseo de tan preciada recompensa excitó a todos los mortales con extraordinaria solicitud. Esta circunstancia destruyó la última indecisión de Psiquis. »Acercábase ya a las puertas de la soberana, cuando vio adelantarse a una de las esclavas de Venus, llamada la Costumbre, que empezó a desgañitarse, gritando:—Por fin te has enterado, detestable esclava, de que tienes dueña. Fiel a tus escandalosos desórdenes, ¿aparentarás ignorar cuántas fatigas hemos sufrido persiguiéndote? Has venido a caer, afortunadamente, en mis manos; en las garras del Infierno; serás castigada como merece tu indigna rebelión.
Y la cogió bruscamente por los cabellos y la arrastró, sin que la infeliz opusiera resistencia. »Introducida y llevada a presencia de Venus, estalló la diosa en larga y sonora risa: tal era su terrible cólera. Y meneando la cabeza y rascándose la oreja derecha:—Finalinente, dijo, te has dignado venir a saludar a tu suegra. ¿Tal vez has venido a ver a tu marido, peligrosamente enfermo de la herida que le causaste? Pero sosiégate: voy a recibirte como merece una tal nuera. ¿Dónde están, dijo, la Inquietud y la Tristeza, mis dos esclavas?—Entraron éstas y sometieron a Psiquis a sus torturas. Por orden de la diosa, flagelaron cruelmente a Psiquis, hasta anonadarla, con los más repugnantes maleficios, y la presentaron de nuevo a los ojos de la diosa. »Venus echose a reír de nuevo:—¡He aquí el vientre cuya plenitud debe encantarme y decidirme a la indulgencia¡ ¡De aquí debe salir el glorioso fruto que me procurará la dicha de ser abuela! ¡Felicidad suprema, en efecto, oírse llamar abuela en la edad más florida y saber que el hijo de una miserable esclava es nieto de Venus! Pero, ¿qué estoy diciendo? Estoy loca. No será mi nieto. El matrimonio es nulo: ha sido consumado en pleno bosque, sin testigos, sin consentimiento de los padres. No debe ser considerado legítimo, y el niño, por lo tanto, es un bastardo. Eso suponiendo que le dejemos tiempo de llegar al mundo.
»Y dicho esto, lanzose sobre ella. Le desgarra las vestiduras, le arranca los cabellos y le golpea la cabeza con furiosa violencia. Manda en seguida traer trigo, cebada, avena, garbanzos, lentejas y habas. Todo lo mezcla y confunde, hasta formar una sola masa. Y dirigiéndose a Psiquis:—Cuando no se es más que una esclava y fea, por añadidura, le dijo, creo que el único modo de procurarse algún amante, es desplegar todo el celo posible en su servicio. Pues bien, quiero probar yo misma si aprovechas para el caso. Separa de ese montón las semillas que he mezclado; pon cada una aparte, y antes de esta noche examinaré tu labor.—Y señalándole la enorme masa de granos, salió para asistir a unas bodas. »Psiquis no intenta, tan sólo, poner sus manos en el confuso y laberíntico montón: consternada por la crueldad de tal prueba, guarda silencio. Entonces la hormiga, este pequeño insecto que habita el campo, apreciando tan gran dificultad se apiada de las desdichas de la esposa de un dios y se indigna con semejante crueldad de una suegra. Corre activamente de una parte a otra; convoca y reúne a todas sus vecinas: «Amigas mías, hijas activas de la fecunda tierra, les dijo, invoco vuestra compasión. Venid solícitas y laboriosas a prestar auxilio a una rara belleza, esposa del Amor. Inmediatamente, a numerosas bandadas, semejantes a las olas del mar, se precipitan unas tras otras. Con sin igual ardor separan, grano a grano, todo el montón, y después de hacer tantos montones distintos como especies de semillas hay, escapan rápidamente.
Al llegar la noche regresó Venus del festín de bodas ahíta de libaciones, esparciendo fuerte olor de bálsamo y ceñido el cuerpo con radiantes rosas. Al ver la diligencia empleada en este maravilloso trabajo:—No has sido tú, ¡pícara!, exclamó: no han sido tus manos las que han hecho esta labor; es la Perfidia que te ha ayudado para desgracia tuya y suya. Y echándole un pedazo de pan duro se fue a la cama. »En esto Cupido, cautivo y encerrado en una habitación en el fondo del palacio, era severamente vigilado. En parte, para que su petulancia y sus locuras no enconasen la herida, y en parte para que no viese a su adorada. Así separados, bajo un mismo techo, pasaron ambos una noche cruel.
Apenas la Aurora montó en su carro, Venus llamó a Psiquis y le dijo:—¿Ves este bosque? Sigue en toda su longitud la ribera de un río que tiene su fuente no lejos de aquí. Hermosas ovejas, cuyo vellón resplandece como el oro, pacen en él sin vigilancia de pastor alguno. Inmediatamente arréglate como creas del caso para traerme un copo de lana de su hermoso vellón. Tal es mi voluntad.
»Partió Psiquis presurosa, pero no para cumplir esta orden, sino para precipitarse contra las rocas del río y hallar así descanso a sus sufrimientos. Pero desde el fondo del río, una verde caña, órgano de melodiosa armonía, dejó dulcemente vibrar, por inspiración divina, estas tiernas palabras de favorable augurio:—Psiquis, a quien han perseguido tantas desdichas, no profanes la santidad de mis ondas con tu muerte, y, además, no te acerques a las formidables ovejas que en estas riberas se apacientan. Cuando el ardiente sol les ha comunicado su calor, las domina una brutal fiereza, y con sus agudos cuernos, su robusta frente, y a veces con sus venenosas mordeduras, causan la más espantosa, muerte a los hombres. Pero por la tarde, debilitado ya el ardor de los rayos solares, y calmado el furor de estos animales por las frescas emanaciones del río, podrás, bajo este alto plano que se alimenta conmigo de las aguas del mismo río, ocultarte sin temor de ser vista. Y cuando las ovejas, apaciguando su ardor, buscarán reposo entre el follaje de los vecinos árboles, encontrarás dorada lana adherida a todas las ramas.
»Así, enseñó la caña a la infeliz Psiquis, sencilla y piadosamente, el medio de asegurar su salvación. »Con estas instrucciones, que merecían gratitud, librose de caer en la desesperación. Observolas atentamente y obtuvo con facilidad los copos de oro, guardolos en el seno y los llevo a Venus. »El éxito de esta segunda prueba no secundó los deseos de Psiquis, y no le valió una lisonjera aceptación. Venus frunció las cejas, y, sonriendo amargamente, dijo:—Esto es ya un abuso; aquí se descubre la mano de un pérfido consejero. Mas ahora voy a examinar, decididamente, si tienes verdadera fuerza de voluntad y una prudencia digna de elogio; ¿ves aquella escarpada roca, que desde lo alto domina toda la montaña? Allí brota, en negros torbellinos, una tenebrosa fuente, que, después de recorrer el vecino valle, se arroja a la laguna Estigia para alimentar las roncas aguas del Cocito. Pues bien, trepa hasta ella, acércate al nacimiento del manantial y llena con su helada agua esta botellita que me devolverás en seguida. »Y con estas palabras le dio un frasco de bruñido cristal, amenazándola con terribles castigos.
»Psiquis, con el mejor celo, llegó con paso rápido a la cumbre de la montaña deseando encontrar allí el término de su deplorable existencia. Pero apenas llegó a la proximidad de la roca señalada, descubre la inmensidad de su tarea y los obstáculos dispuestos a darle muerte. En efecto, la roca se elevaba a inconcebible altura y era imposible subirla por lo escarpado y resbaladizo. En esta pendiente brotaban las terribles aguas que, apenas salidas de la agujereada roca, resbalaban a lo largo de la falda de la montaña y trazándose un estrecho desfiladero, en donde se encajonaban, caían escapando a la vista, al próximo valle. Por ambos lados, entre las rendijas de las rocas salían furiosos dragones, de alargado cuello y ojos desmesuradamente abiertos, que sin un instante de reposo, mantenían astuta vigilancia. Y además, estas aguas, que tenían voz, advertían también del peligro. «¡Retírate! ¿Qué haces? ¡Prudencia! ¿?Dónde vas? ¡Cuidado! ¡Huye! ¡Vas a morir!...» Así decían lúgubremente. Ante la imposibilidad de la empresa, quedó Psiquis alelada. Su cuerpo estaba allí, pero no sus sentidos. Y agobiada por un peligro a que no podía escapar, no le quedaba ni el último consuelo de las lágrimas.
Los sufrimientos de esta inocente alma no escaparon a la clarividencia de los favorables dioses. De pronto, un ave real de Júpiter, la sagaz águila, desplegó sus alas y fue a colocarse a su lado. Recordó que en otro tiempo, obedeciendo a su amo y dirigida por el Amor, arrebató a un joven frigio destinado a copero del dios. Y quiso aprovechar la oportunidad para honrar a Cupido, prestando su auxilio a su apurada esposa. Abandonando el alto empíreo, revolotea ante los ojos de la muchacha:—Inocente como sois y extraña a tales pruebas, ¿creéis posible obtener una sola gota de esta fuente tan terrible como sagrada? ¿Tenéis confianza en acercaros siquiera? ¿No habéis oído decir que los mismos dioses, incluso Júpiter, temen las ondas del Estigio, y que los juramentos que los mortales hacéis por los dioses, los dioses los hacen por la majestad del Estigio? Dadme el frasco. Apodérase de él y pronto lo llena. En efecto; balanceando sus majestuosas alas que extiende a derecha e izquierda como grandes ramas pasa por entre los dragones de afilados dientes y de vibrátil dardo. Y cuando las temibles aguas le amenazan para que se retire sin profanarlas, les engaña hábilmente, diciendo que viene por voluntad de Venus y que en esta ocasión es ministro de su voluntad. Así le facilitaron la empresa.
Psiquis tomó satisfecha el frasco lleno y lo llevo a Venus. Pero tampoco esta vez pudo desarmar la cólera de la implacable diosa. Pues ésta, amenazándola con más penosas y difíciles pruebas, así la apostrofa con infernal sonrisa:—Veo que eres una hechicera profundamente versada en la ciencia de los maleficios, puesto que tan rápidamente has cumplido mis órdenes. Pero mira, palomita, lo que debes hacer ahora. Toma esta caja y dirígete con ella a los infiernos, a los sombríos penates del mismo Orco. Presenta luego la caja a Proserpina y dile: Venus suplica que le enviéis un poco de vuestra hermosura, aunque sólo sea la necesaria para un día; porque ella ha gastado toda la suya cuidando a su hijo enfermo. Y vuelve en seguida sin tardanza porque necesito perfumarme para, asistir a una función teatral en la morada de los dioses.
»Entonces sintió Psiquis que su existencia tocaba a su último término. Y sin hacerse ilusión ninguna comprendió hasta la evidencia, que la mandaban a la muerte. ¿Cómo dudarlo si con sus propios pies debía encaminarse al Tártaro, a la mansión de los manes? Sin vacilar dirígese a la primera alta torre que distingue, para precipitarse desde ella, porque, se decía a sí misma, es el camino más corto y más agradable para bajar al infierno. Pero la Torre profirió estas palabras:—¿Por qué, niña, buscas la muerte en este precipicio? ¿Por qué sucumbes sin reflexión ante esta última y peligrosa experiencia? Si tu alma se separa del cuerpo, descenderás verdaderamente a las profundidades del Tártaro, pero no saldrás ya de allí por ningún medio. Óyeme:
Lacedemonia, noble ciudad de Acaya, no está lejos de aquí; el Tenaro pasa por ella entre sueltos senderos. Búscalo: es un respiradero de los imperios de Plutón y sus franqueables puertas indican un camino que nadie recorre. Una vez pasado su umbral llegarás en línea recta al palacio de Orco si no abandonas el camino. Pero, ante todo, no emprendas tu peregrinación a través de las tinieblas con las manos vacías. Debes llevarte dos tortas de harina de cebada amasada con miel, y un par de monedas en la boca. Además, cuando hayas recorrido buena parte del camino que conduce a los muertos, encontrarás un asno cojo, cargado de leña, guiado por un conductor cojo también. Este te pedirá que recojas algunas ramas que le han caído de la carga; sin responderle una sola palabra continúa tu camino. Inmediatamente llegarás al río de los muertos. Allá está dispuesto Caronte, que exige adelantado el precio del pasaje y sólo con esta condición transporta a los viajeros de una a otra orilla en su remendada barca. »¡Es preciso que, aun en el seno de la muerte, viva la avaricia! ¡Que el mismo Plutón, poderosa divinidad, no haga nada sin dinero! Es preciso que el pobre deba procurarse el precio del pasaje, y si por desgracia no lleva la moneda, no puede morir apaciblemente.» Darás una moneda a este repugnante viejo a título de peaje; pero haciendo de modo que con su mano la tome directamente de tus labios. Hay más todavía; al surcar las encrespadas olas, un viejo, que nada muerto en la corriente, levantará a ti sus manos putrefactas, rogándote que le subas a la barca. Pero no sientas compasión por él; está prohibido.
Una vez llegados a la orilla opuesta, y después de andar poco rato, encontrarás a unas viejas hilanderas que te rogarán que les ayudes a tejer un poco de tela. Es preciso que no te aventures a hacerlo. Estas y otras celadas te prepara la malévola Venus, para que tus manos dejen caer siquiera una de las tortas. Y no creas que la posesión de estas golosinas deba serte indiferente. Con una de las dos que pierdas, ya no podrás ver jamás la luz del día. En efecto, encontrarás un enorme perro, de gigantesca y triple cabeza, monstruo inmenso y formidable, que con sus roncos ladridos aturde sin peligro a los muertos, a los que no pueden hacer daño. Centinela avisado, guarda la silenciosa morada de Plutón, apartado en el umbral de las galerías de Proserpina. Dominarás su cólera echándole una de las tortas, y así continuarás fácilmente tu camino. Dirígete a Proserpina, que te recibirá dulce y benévola, hasta el punto de invitarte a que te instales cómodamente y pruebes una excelente comida. Pero tú siéntate en el suelo, y para todo regalo, pide un poco de pan negro. Entonces da cuenta de tu mensaje, y tomando lo que ofrezca, emprende tu regreso. Después de pagar al avaro barquero la moneda que te reservabas y franqueado el río, sigue tu primer camino, y pronto verás nuevamente el cielo con sus coros de estrellas. Pero hay un consejo, cuya observación te he de recomendar muy especialmente: y es que te guardes de abrir la caja que llevas, este tesoro de belleza divina, oculta cuidadosamente.
Esto profetizó la previsora Torre. »Sin dilación, se dirigió Psiquis al Tenaro. Cuidó de llevar consigo las dos monedas y las dos tortas; y descendió rápidamente por el infernal sendero. Cruzose sin abrir boca con el arriero cojo y pagó su peaje al barquero. No presta oídos al muerto que sobrenada; desprecia las insidiosas súplicas de las hilanderas; adormece el furor del terrible perro con una torta, y penetra, finalmente, en el palacio de Proserpina. En su hospitalaria recepción, ofrécele la diosa un delicado asiento, una excelente mesa; todo lo rehúsa, y sentándose en el suelo, a sus pies, se contenta con pan duro, y transmite la embajada de Venus. Proserpina le entrega de nuevo la caja, misteriosamente llena y bien cerrada. Con la golosina de la segunda torta, cierra la boca del terrible can, paga al barquero la segunda moneda y sale apresurada de los infiernos. Contempla de nuevo con admiración la blanca luz celeste, y a pesar de su afán en terminar su misión, una temeraria curiosidad se apodera de su espíritu. »¡Cómo!, decía; heme aquí en posesión de la belleza de las diosas, y seré tan necia que no tomaré un poquitín para mí. Tal vez este sea un medio de dar contento al encanto que yo adoro.
Y, diciendo esto, abrió la caja. Ninguna belleza contenía; pero apenas levantó la tapa, desprendióse un vapor letárgico, verdadero sueño de la Estigia, que se apoderó de ella; derramose por sus miembros una nube espesa y soñolienta, y cayó tendida en tierra en mitad del camino. Inmóvil, en el suelo, no era más que un cadáver dormido. Pero el Amor, cicatrizada ya su herida, iba recobrando las perdidas fuerzas, y no pudiendo soportar la larga ausencia de Psiquis, escapóse de la habitación, donde le tenían cautivo, por la estrecha ventana. Remontó el vuelo con sus alas robustecidas por el largo descanso, en dirección a su amante. Apresurose a librarla de esta soporífera influencia, y encerró de nuevo al Sueño en la caja donde anteriormente residía, y rozando a Psiquis con una de sus flechas, sin hacerle daño alguno, la despertó.—¡Mira, pues, infeliz criatura, le dijo, cómo una nueva curiosidad había causado otra vez tu perdición! Pero no tardes; ejecuta con diligencia la misión que te ha encomendado mi madre, Yo velaré sobre lo demás. Y dicho esto, el alado amante de Psiquis, emprende su vuelo, mientras ella presenta a Venus el obsequio de Proserpina.
Durante este tiempo, Cupido, en un exceso amoroso, y temiendo, por el enfadado aspecto de su madre, ser entregado en manos de la Sobriedad, recurrió a sus características armas. Con rápido vuelo remontose a la celeste bóveda, dirige sus ruegos al gran Júpiter y pleitea su causa directamente. Júpiter toma entre sus manos las delicadas mejillas de Cupido, y acercándolas a su boca para besarlas, le dice: Bien sabes, mi señor hijo, que nunca has respetado las prerrogativas que me conceden los demás dioses sin excepción; tú hieres con repetidos golpes este corazón donde se elaboran las leyes de los elementos y las revoluciones de los astros: sin cesar lo deshonras con intrigas amorosas entre los mortales, faltando así a las leyes, a la ley Julia en particular, y a la moral pública. »Me comprometes con escandalosos adulterios, que lastiman mi reputación y mi honor. Me impones metamorfosis tan innobles como indignas de mi augusta persona; haces de mi una serpiente, un pájaro, fuego, una fiera, un toro... No obstante, me acuerdo de que soy un bonachón, que has crecido en mis brazos y te concederé todo lo que me pides; pero a condición de que sepas guardarte de tus rivales y que si hay actualmente sobre la tierra alguna maravillosa beldad, recompensarás por ella mi indulgencia actual.
Y dicho esto ordenó a Mercurio para que convoque inmediatamente todos los dioses a una sesión, declarando que el Inmortal que deje de concurrir sin causa justificada, pagará diez mil escudos de multa. Gracias a este temor, llenose todo el celeste, anfiteatro, y sentado en su alto trono, Júpiter les habló así:—Dioses conscriptos, cuyos nombres figuran en los registros de las musas, bien sabéis, sin que os quepa duda alguna, que este doncel ha sido criado con mis propios cuidados. En sus primeras mocedades tuvo movimientos e impulsos de rebelión, por cuyo motivo creí necesario poner freno a sus iniciativas. De algún tiempo acá da que hablar diariamente a todo el mundo y se hace famoso por sus adulterios y desórdenes de todo género. Quiero que no tenga ocasión para repetirlo y para contener este libertinaje de la juventud quiero encadenarle en las leyes del himeneo. Se ha enamorado de una muchacha y ha marchitado su inocencia. Sea, pues, para él; que la conserve; que se case con Psiquis y goce eternamente de su afecto.—Y dirigiendo su mirada a Venus:—Y tú, hija mía, le dice, no te entristezcas. Nada temas para la alta alcurnia de tu casa; no se trata de una alianza temporal, el matrimonio no será desequilibrado ni ilegitimo; tú figurarás en su celebración, jurídicamente; corre de mi cuenta.
Al punto manda a Mercurio que vaya en busca de Psiquis y la suba a los cielos. Presentándole una copa de ambrosía, le dice estas palabras:—Bebe, Psiquis, y seas inmortal. Jamás Cupido romperá los lazos que a ti le unen; desde este instante os enlazo con el nudo del matrimonio. »Súbitamente presentose un magnífico festín de bodas. En el lecho de honor estaba Cupido con Psiquis en sus brazos; luego Júpiter con Juno, y así los demás dioses, según su categoría. Pronto corrió el néctar, que es el vino de los dioses. A Júpiter presentábale la copa el joven pastor, su copero; Baco servía a los demás Inmortales. Vulcano preparaba la comida en sus hornos; las Horas tendían una alfombra de rosas y otras flores; las Gracias derramaban bálsamos y las Musas hacían oír sus armoniosas voces. Apolo preludió en la cítara; Venus, a sus cadenciosos acordes, ejecutó preciosas danzas, después de distribuir la orquesta de este modo: las Musas cantaban en coro, un Sátiro tocaba la flauta y un discípulo de Pan tocaba el caramillo. De este modo y con tal ceremonia pasó Psiquis, jurídicamente, a la potestad de Cupido, y, a los nueve meses, tuvieron una niña, que se llama la Voluptuosidad.»
He aquí lo que contaba la asquerosa vieja, medio ebria, a nuestra joven prisionera. Y yo, que no estaba lejos de allí, me desesperaba atrozmente, por no tener tablas enceradas ni estilete con que copiar tan hermosa fábula.
En este momento llegáron los ladrones, cargados de botín, después de haber sostenido yo no sé qué rudo combate. Dejaron en casa a los heridos, para curarles, y algunos de los más intrépidos partieron nuevamente, para traer el resto de su captura, oculto, según decían, en una cueva. Despachan a escape la comida y nos llevan a mi caballo y a mí en busca de estos objetos. No ahorraron los palos, y después de la mas pesada carrera a través de montañosos y escarpados caminos y vericuetos llegamos, por la tarde, a una caverna, de donde sacaron mil objetos distintos. Nos cargaron a más y mejor y, sin dejarnos resollar un momento, emprendimos la vuelta al galope. Era tal su impaciencia y su apresuramiento, que dejando caer sobre mis costillas una granizada de palos, me empujaron hacia una roca, desde la cual me despeñé. Ellos continuaron martirizándome, y a pesar del tremendo dolor que sentía en la pierna derecha y en el casco de la pata izquierda, me obligaron a levantarme penosamente.
Uno de ellos empezó a chillar: «¿Hasta cuándo hemos de mantener sin provecho este mal rucio, lleno de alifafes y que, por añadidura, ahora empieza a cojear?» Otro decía: «Con seguridad que desde que tuvimos la mala pata de llevarlo a casa, no hemos hemos hecho una sola captura lucrativa. Por el contrario, nuestros mas valientes compañeros han sido muertos o heridos.» Un tercero anadió; «Lo que yo os aseguro es que cuando haya llevado a casa, con toda la mala gana que en ello emplea, este bagaje, no tardaré un minuto en precipitarlo de lo alto de la montana al valle: será excelente provisión para los buitres.» Mientras estos bondadosos bandidos discutían el género de muerte que me aplicarían, llegamos a casa, porque el miedo había cambiado mis cascos en alas. Nos quitan con presteza la carga y sin preocuparse de nuestra subsistencia ni de mi defunción, se apoderan de los de sus compañeros heridos y empiezan sus continuos viajes, para traerlo todo ellos solos. Tanto les aburría, decían, mi lentitud. Entretanto no era floja la inquietud con que veía yo el final que me habían prometido; y dije para mis adentros: «Lucio, ¿por qué te estás ahí parado? ¿Qué esperas todavía? Los bandidos han decretado ya tu muerte, y una muerte horrible por más señas. Todo está dispuesto. La ejecución no pide grandes esfuerzos. ¿Ves aquí cerca, en esta ladera, aquellas rocas puntiagudas y salientes? Antes de que caigas ya estarán escampando tus miembros; porque la magia, tu gloriosa magia, sólo te ha dado la forma y las miserias del asno, pero no su recio cuero; tu piel es delgada como la de una sanguijuela. ¿Por qué no tomas, pues una enérgica decisión y no procuras salvarte mientras hay tiempo todavía? Tienes excelente ocasión para huir mientras están ausentes los bandidos. ¿Temes la vigilancia de un vejestorio más muerto que vivo cuando de una sola coz, aun con la pata coja, la mandas al otro mundo? ¿Pero hacia dónde huyes? ¿Quién te dará hospitalidad?» He aquí mis reflexiones, necias y dignas de un asno como yo. ¿Qué viajero que encuentre una caballería no la tomará consigo?
Y de un vigoroso tirón rompo la cuerda que me ataba y empiezo a devorar terreno. No pudo escapar, sin embargo, a los ojos de lince de la picara vieja. En cuanto me vio suelto, revistiéndose de un valor impropio de su edad y su sexo, cogió la cuerda y quiso recuperarme para atarme de nuevo, pero viniendo a mi memoria el fatal proyecto de los bandidos, fui insensible a toda piedad y arrimándole una esplendida coz la tendí patas arriba. Tendida en el santo suelo no quería soltar la cuerda, de modo que la arrastré buen trecho. Al mismo tiempo chillaba y se lamentaba desaforadamente implorando el auxilio de un brazo vigoroso. Pero con sus vanas deprecaciones alborotaba inútilmente pues no había nadie en la casa para ayudarla, únicamente la joven prisionera. Atraída esta por sus gritos sale de la cueva y ve (curiosísimo espectáculo, no hay duda) una vieja Dirce arrastrada, no por un toro sino por un asno. Desplegando varonil coraje, tomó una atrevida decisión; le quita la cuerda de las manos; con cariñosas palabras detiene mi impetuosa carrera, salta ágilmente sobre mis lomos y me azuza nuevamente a proseguir la huida.
Yo, por mi parte, que sólo pensaba en escapar y ardía en deseos de salvar a la muchacha, animado por los porrazos con que a menudo me obsequiaba, galopaba a escape como un caballo y procuraba corresponder con: relinchos a sus dulces palabras. De vez en cuando, con pretexto de rascarme los ijares, volvía el cuello para besar los encantadores pies de la joven beldad. Entonces ella suspiraba profundamente y dirigiéndose al cielo con expresivo ademán: «Dios mío, decía, asistidme en medio de tantos peligros. Fortuna, cruel Fortuna, cesa de perseguirme con tus furores; bastante he sufrido ya expiando mis miserias y mis torturas. Y tú, autor de mi libertad y de mi salvación, si me conduces felizmente a mi familia: si me devuelves mi padre, mi madre, mi hermoso y gallardo novio, ¡qué obsequios no te prodigaré! ¡Cuántos homenajes te ofreceré! ¡Cómo cuidaré de tu salud! Peinaré cuidadosamente tus crines y las adornare con mis virginales manos. Los pelos que te caen sobre la frente, yo los partiré graciosamente en dos tufos. Las cerdas de tu cola, que ahora están ásperas, enredadas y sucias, las limpiaré con gran celo para que sean limpias y relucientes. Brillarán alrededor de tu garganta numerosos collares de oro. Será tal tu esplendor que parecerá que hayan caído sobre ti todas las estrellas del firmamento. Y en medio del alegre pueblo te paseare en triunfo: ofreciéndote mi mano, sobre un tablero de seda, almendras y otras golosinas que engordarán a mi salvador.
Y no terminará con delicados manjares y mil recreos tu beatífica existencia, porque además te cubriré de gloria y dignidades: eternizaré el recuerdo de mi pasada aventura y de la protección del cielo con un testimonio para siempre duradero; en el vestíbulo de mi palacio colocaré un cuadro donde se represente nuestra fuga de este momento. La pintura, la tradición, la pluma de los sabios, todo perpetuará a través de los siglos la inocente historia de «La Joven Princesa huyendo de su cautiverio sobre un asno.» A mi lado figurarás entre los milagros. Por la autenticidad de tu aventura creeremos que Frixo atravesó los mares montando un cordero, que Arión surcó las olas sobre un delfín; que Europa las atravesó sobre un toro. Mas, ¿qué digo? Si verdaderamente el omnipotente Júpiter mugió bajo figura de buey, tal vez en mi asno se oculta un misterio, un rostro humano o una divina faz.» Mientras esto decía la muchacha, mezclado con frecuentes suspiros, llegamos a una encrucijada. Una vez en ella tiraba de la cuerda con todas sus fuerzas para hacerme ir a la derecha, que era el camino de ir a casa de sus padres. Pero como yo sabía que los ladrones habían ido por allá para recoger el resto del botín, opuse tenaz resistencia y decía yo para mis adentros, puesto que no me era posible hacerme oír: «¿Qué estás haciendo, infeliz criatura? ¿Por qué me guías a los abismos del Tártaro? ¿Dónde pretendes que te lleven mis piernas? Es que no sólo vas a buscar tu muerte, sino la mía también.» Mientras forcejábamos en sentido opuesto, como si discutiéramos una demarcación de limites, un problema de propiedad limítrofe o un trazado de carretera, nos salieron, cara a cara, los bandidos cargados con su botín. Nos habían conocido ya desde lejos a la luz de la luna y nos saludaron con burlona sonrisa.
Uno de la cuadrilla nos apostrofó: «¿Dónde vais con tanta prisa y de noche? ¿No os dan miedo, a esta hora, los espectros y los fantasmas? ¿Es que tal vez, virtuosa amiga, ibas escondidamente a visitar a tus padres? Ya procuraré que no vayas sola, y aun te enseñare un camino muy corto para juntarte con tu familia.» Acompañando las palabras con los hechos, tomó el cabestro y me hizo dar media vuelta, de cara a casa. En esta maniobra me gané un garrotazo. Observando entonces que, quieras o no quieras, me llevaban al patíbulo, intenté simular que me dolía una pata y comienzo a cojear balanceando la cabeza. «¡Hola!, dijo el que me había hecho dar la vuelta, ¿ya empiezas a temblar y andar cojo? ¿Y tus carcomidas patas pueden huir, pero no pueden andar? Pues no tardarás mucho en ganar en velocidad al propio Pegaso.» Mientras así bromeábamos con mi simpático camarada (intercalando en el discurso uno que otro palo) llegamos a la entrada de su vivienda, y lo primero que vimos fue nuestra vieja, que se había ahorcado en lo alto de un ciprés. Desatáronla, y sin quitarle el nudo que la había estrangulado, la echaron al fondo del barranco. Luego, después de atar a la pobre muchacha, se abalanzaron, como lobos hambrientos, sobre la comida que les dejó preparada la vieja con póstumo celo.
Mientras devoran con ávida voracidad, empiezan a deliberar acerca de nuestro castigo. Como no podía menos de ocurrir en tan turbulento conciliábulo, las opiniones fueron muy distintas. Pedía uno que la muchacha fuese tostada viva; otro que debía ser despedazada por las fieras; el tercero que la clavasen en cruz, el cuarto que la mutilasen en medio de grandes tormentos; pero todos convenían en que debía morir. Entonces un bandido, después de haber hablado los demás, pronunció gravemente estas palabras: «No conviene a los principios que nuestra sociedad profesa, ni a la dulzura de carácter de cada uno de nosotros en particular, ni a mi personal moderación, que yo autorice una crueldad que es excesiva y va mas allá que la gravedad del delito. No penséis en las fieras, ni en las aves de rapiña, ni en el fuego, ni en los tormentos; ni os precipitéis tampoco a condenarla a las tinieblas de una temprana muerte. Si atendéis mis consejos, daréis la vida a esta muchacha, pero la vida que merece. No habéis olvidado, sin duda, lo que anteriormente decidimos respecto a este asno, penco gandul y que gasta por cuatro; el mismo que hace un momento fingía una falsa enfermedad, y que ha sido cómplice y agente en la fuga de la niña. Propongo que mañana sea degollado, que le vaciemos completamente las entrañas, encerrar en su pellejo la muchacha, completamente desnuda, coser de nuevo el pellejo de modo que sólo asome la cabeza, quedando aprisionado el restante cuerpo entre los flancos del animal, y que se coloque, finalmente, en lo alto de una roca batida por los ardientes rayos del sol, nuestro asno relleno.
De este modo sufrirán los dos el castigo que justamente merecen: el asno alcanzará una muerte que bien ganada tiene, la muchacha aguantará los mordiscos de las fieras, cuando los gusanos consuman sus miembros; los tormentos del fuego cuando el sol, con sus rigorosos ardores, inflamará la piel del animal, y finalmente el suplicio de las aves, cuando los buitres rasgarán sus entrañas. Imaginad, además, los tormentos suplementarios de que disfrutará. Viva todavía vivirá en el pellejo de un asno muerto, sofocando su olfato el más fétido olor, se irá aniquilando con el martirio del hambre, y ni aun podrá disponer de sus manos para darse la muerte.» Cuando hubo terminado, todos, sin necesidad, de votación, estuvieron conformes con esta proposición, con unánime asentimiento. Y yo, que todo lo había oído con mis larcas orejas, ¡que otra cosa podía hacer, sino llorar por mi desdichado cuerpo, mañana cadáver!
LIBRO SÉPTIMO
Cuando se disiparon las tinieblas para dejar paso a la aurora, y el refulgente carro del Sol iluminó la naturaleza, vimos llegar a un compañero de los ladrones, según pude conocer por la afectuosa acogida que se le dispensó. Sentose al portal de la cueva, tomó aliento (pues llegaba jadeante), y comunicó a toda la cuadrilla las siguientes noticias: »En cuanto al domicilio de Milon, este ciudadano de Hipatia que hemos saqueado últimamente, podemos ahorrar la inquietud, y vivir tranquilos. Kn efecto, una vez os hubisteis apoderado de nuestra presa y cargasteis valientemente con todo el botín, yo, afectando la sorpresa y la indignación que sentía todo el mundo, me uní a los grupos que formaba la gente. Quise saber de qué modo intentaban aclarar el suceso, si se decidirían a perseguir a los bandidos y hasta qué punto extremarían sus pesquisas. Mi objeto era teneros al corriente de todo, según me habíais ordenado. Indicios fehacientes, con gran aspecto de probabilidad, hacían converger las unánimes sospechas de la gente, sobre un individuo llamado Lucio, y le acusaban como autor manifiesto del atrevido golpe. Decíase que pocos días antes, mediante falsas cartas de recomendación, se había captado las más vivas simpatías de Milon, engañado por las trazas de tan honrado ciudadano; que se había alojado en la casa y era tratado como amigo íntimo; que pasó allí varios días, y que, enamorado de la criada, a la que fingió eterno amor, había examinado minuciosamente todos los cerrojos y tenía hecho exacto inventario de los escondites donde Milon acostumbraba guardar sus tesoros.
Otro indicio evidente de su culpabilidad: la misma noche del robo, en el preciso instante, escapó de la casa y nada se ha sabido de él. Se ha notado también, que para huir más rápidamente y evitar a sus perseguidores llevándoles gran ventaja, se procuró todas las facilidades, para lo cual llevó consigo un caballo blanco que le servía de cabalgadura. Además, añadió, el criado del tal Lucio fue hallado en la casa y esperando que revelaría los criminales propósitos de su amo, fue encarcelado por mandato del juez. Al día siguiente fue sometido a larga tortura, y fue mutilado hasta dejarle casi muerto, sin que confesase nada que diera luz alguna. Han sido enviados muchos emisarios al pueblo de Lucio para capturarlo y entregarlo a la justicia. Durante el discurso del bandido, la comparación que yo estaba haciendo entre mi primitivo estado y mi infortunio actual, entre los tiempos en que era un feliz y jovial Lucio y mi condición presente de borrico, arrancábame los más profundos suspiros. No es una ficción quimérica, no, decía para mis adentros, la alegoría con que los antiguos moralistas representaban a la Fortuna ciega. Siempre protege a los malos y a los indignos; nunca sabe elegir juiciosamente. Por el contrario, siempre otorga su gracia a quien menos debía dársela si tuviese buena vista. Y lo más escandaloso es que reparte la fama al azar y casi siempre absurdamente. Un redomado pillo disfruta gloriosamente de una reputación de probidad, y un inocente es difamado por los mismos culpables.
Y así resulta que yo, por la cruel persecución de esta diosa, he debido transformarme en cuadrúpedo de la última categoría, y yo, cuyas desdichas deberían excitar la compasión del más empedernido criminal, soy acusado de robo en la persona de un huésped tiernamente estimado por mí. Crimen que debiera ser calificado, no ya de robo, sino de verdadero parricidio. Y no obstante, estoy privado de defenderme y aun de negar el hecho. Últimamente, para que no se atribuyera mi silencio al remordimiento, y no pareciese una confesión del terrible crimen de que me acusaban, quise, en un momento de impaciencia, gritar: «No, no soy culpable.» Y, con efecto, logré perfectamente pronunciar la primera palabra varias veces, con enérgica voz, pero me fue absolutamente imposible pronunciar las restantes palabras. Me detuve en la primera sílaba, repitiendo cinco o seis veces, no, no... pero a pesar de mis esfuerzos para redondear mis colgantes labios, no pude maniobrarlos como era menester. Pero, ¿para qué quejarme ya más de la Fortuna, cuando había tenido la desfachatez de someterme a la misma esclavitud, al mismo yugo que a mi caballo blanco?
Mientras flotaba en tales devaneos, recordé algo muy importante. Recordé la decisión de los bandidos que habían resuelto inmolarme en los manes de la muchacha. Varias veces, al mirarme la barriga, me imaginaba estar pariendo ya a esta infortunada. En esto, el que había calumniado tan gravemente mi nombre, sacó mil escudos en oro que traía ocultos en el embozo del vestido. Los había robado, según dijo, a varios viandantes, y su probidad le obligaba a depositarlos en la caja común. Enterose luego, con afán, de la salud de sus camaradas. Al saber que algunos, los más valientes precisamente, habían sucumbido en diversas aventuras, todas heroicas, expuso la conveniencia de dejar una temporada en paz a las carreteras y caminos, dar tregua a los asaltos, y ocuparse exclusivamente en reclutar compañeros, refrescar el personal y completar el cuadro variando el reglamento de la marcial cuadrilla. Dominar a los cobardes con el terror y ganarse a los arrojados y audaces con recompensas. Y muchos esclavos renunciarían a su miserable condición, para dedicarse a una profesión cuya independencia rivaliza con la de los reyes. «Por mi parte, añadió, hace algunos días que estoy conquistando a un muchacho alto y muy robusto. A fuerza de sermones, le he decidido a sacudir su inveterada pereza y adoptar una vida honrada.—Mientras es hora, le dije, aprovecha la robustez, que es una inapreciable condición: un brazo vigoroso no debe alargarse para pedir limosna, sino ejercitarse en ganar el oro a montones.»
Estas palabras provocaron un consentimiento unánime. Decidiose admitir al neófito, sin más prueba, y reclutar gente con que completar la cuadrilla. Salió el bandido y entró nuevamente, a los pocos instantes, acompañando a un nombre (un verdadero gigante, como había anticipado), con el cual no podía compararse ninguno de los presentes. Levantaba más de un palmo sobre el más alto de ellos. Sus mejillas empezaban a sombrearse con el naciente bozo, e iba cubierto con desiguales andrajos, mal compuestos, que apenas le cubrían y que sólo con encarnizada lucha podían retener su desarrollado abdomen y su vigoroso pecho. Entró y dijo: «Salud, favoritos del dios Marte, que a partir de hoy seréis mis fieles compañeros de armas. Aceptadme con el mismo placer con que yo me presento a vosotros. Soy hombre resuelto y de corazón, que más prefiere levantarse a recibir heridas que doblarse a recoger oro, y cuyo valor se multiplica prodigiosamenle ante la muerte, que otros tanto temen. No creáis que sea yo un pordiosero o un plebeyo cualquiera. No juzguéis mis méritos por estos harapos. Yo he sido jefe de una intrépida cuadrilla, que ha devastado la Macedonia entera. Soy un famoso bandido, Hemus de la Tracia, a cuyo nombre se estremecen de horror provincias enteras. Fue mi padre Terón, famoso bandido. Amamantado con sangre humana, criado entre su gente, soy heredero y émulo de su valor.
Pero un instante perdí a mis bravos compañeros y el formidable poder que constituían. Ataqué, de noche, a un antiguo intendente de la hacienda imperial, destituido por haber caído en desgracia... Pero, para explicaros esta aventura, hay que proceder con orden. »Hubo en la corte de César un personaje tan apreciado como célebre por sus numerosos servicios, y que el mismo emperador honraba con su particular afecto. Malévolas acusaciones, provocadas por la envidia, fueron causa de su destierro. Su mujer Plotina, mujer de rara fidelidad, de virtud ejemplar y madre de diez hijos, renunció con desdén a los placeres y el lujo de la ciudad, para acompañarle en su huida y asociarse a sus infortunios. Cortóse los largos cabellos, cambió sus vestiduras por otras de varón, ciñose el cuerpo con cinturones llenos de monedas de oro y con sus más preciosos collares, y compartió con él todos los peligros, intrépidamente. La salvación, de su esposo le excitaba a una vigilancia y un celo siempre constantes; las más asiduas fatigas no abatían su varonil coraje. »Después de sufrir infinitas contrariedades durante el camino y numerosos peligros por mar, condujeron al desterrado a Zacyntia. Era el punto designado en fatal decreto.
Desembarcaron en las playas de Accio, país que, de regreso de la Macedonia, estamos saqueando actualmente. Como llegaron de noche, hubieron de alojarse en un humilde mesón, próximo al mar. Caímos sobre él y lo robamos todo. Pero sólo pudimos emprender la retirada después de correr un gravísimo riesgo. En efecto, en cuanto Plotina percibió ruido en la puerta, saltó animosamente en mitad de la habitación y todo lo puso en alboroto con sus repetidos gritos, despertando a los soldados, llamando a los criados por sus nombres y pidiendo socorro a los vecinos. Y sin el miedo de todos ellos, que no se atrevían a salir de sus escondites, no nos hubiéramos retirado impunemente. »Pero pronto esta mujer admirable, esta esposa ejemplar (hay que confesarlo), se hizo tan interesante por su noble conducta que, habiéndolo solicitado del emperador, obtuvo para su marido la rehabilitación y para nosotros una promesa de plena venganza. »En una palabra, César no quiso que persistiera la cuadrilla de Hemus, y fue aniquilada. ¡Tal poder tiene la menor voluntad de un príncipe! Toda mi gente huía, extraviada; perseguida por los soldados, fue deshecha. Sólo yo, tras grandes fatigas, logré escapar de las fauces del Averno. He aquí de qué modo:
Púseme un vestido de mujer, con largas y flotantes faldas, cubrí mi cabeza con una gorra de punto, me calcé con zapatos blancos y finos, como las damas, y disfrazado con femenil aspecto, me senté sobre un asno cargado de gavillas, y hui a través de los soldados que me perseguían. Éstos, creyéndome la mujer de un arriero, me dejaron pasar libremente. Precisamente, mis mejillas, sin asomo de vello, tenían entonces la frescura y suavidad de la infancia. »No desmentí, sin embargo, la gloria de mi padre, ni mi valor personal. Aunque rodeado de armas enemigas y con grave exposición, aproveché mi disfraz para saquear, yo solo, varias cabañas y castillos. así logré reunir algunos fondos para el viaje.–Y desciñendo sus andrajos, dejó caer ante sus atónitos ojos dos mil escudos en oro.—He aquí una pequeña gratificación para vuestra gente, o, mejor, el dote que pago espontáneamente. Si no lo desdeñáis, me ofrezco a serviros de jefe; contad con mi buen celo y pronto habremos cambiado las piedras de esta cueva en puro y reluciente oro.»
No hubo vacilación alguna; de común acuerdo fue nombrado, por unanimidad, jefe de los bandidos. Ofreciéronle un traje presentable y tiró sus harapos, poco antes forrados en oro. Y así metamorfoseado, dio el abrazo a todos. Sentóse luego en una almohada de honor, desde cuyo sitial inauguró su mando con un banquete y abundantes libaciones.
Hablose de todo. Supo la huida de la muchacha, el servicio que le presté llevándola a cuestas y la monstruosa muerte a que nos habían sentenciado. Hízose acompañar junto a la cautiva, viola fuertemente atada, y al retirarse dijo, haciendo una mueca de disgusto: «Claro está que no he de ser tan temerario ni déspota que me oponga a lo que habés resuelto, pero para aliviar mi conciencia de acusadores remordimientos, no puedo disimular mis pensamientos. Ante todo, estad persuadidos de que sólo me guía el interés que por vosotros siento, y, por otra parte, si os disgusta, mi proposición, dueños sois de hacer lo que queráis. Creo que los bandidos (por lo menos los que presumen de decentes) nada deben preferir al negocio, ni aun la venganza; porque a veces resulta perjudicial para ellos mismos. Así, pues, si enterráis a la muchacha dentro del asno, habréis desahogado vuestra cólera sin sacar provecho ninguno. Mi opinión es que debemos llevarla a la ciudad y venderla; y por una niña de sus prendas se puede pedir una bonita suma. Yo conozco varios traficantes que, con seguridad, pagarán con hermosos escudos contantes y sonantes el precio que exijáis, como es de justicia, de una prisionera tan bien nacida. La encerrará en una casa de esas que ya conocéis, y no es fácil que escape en su vida. Y una vez entregada a tan deshonrada vida, ¿creéis que no habréis alcanzado buena venganza? En conciencia, esta es mi proposición, y creo que es la más ventajosa. Pero vosotros sois dueños de vuestros actos y dueños de lo que os pertenece.»
Así, pues, como abogado fiscal de los bandidos, pleiteaba nuestra causa y buscaba, como dignísimo caballero, la salvación de la muchacha y del borrico. La deliberación fue empeñada, y la lentitud con que se decidían a tomar una resolución me torturaba el alma y acababa de aniquilar mi mísera existencia. Por fin, consintieron; aceptaron la opinión del novato bandido y al punto desataron a la muchacha. Esta, por lo demás, en cunato vio al gallardo bandido y oyó hablar de malas casas y tercerías, echose a reír con muestras de viva alegría, hasta el punto de inducirme a acusar justamente a todo el sexo femenino. «¡Cómo!, decía yo, he aquí una muchacha que fingía amor para un joven pretendieme, que hablaba de un casto himeneo, que hacía el papel de desconsolada esposa y al sólo nombre del vicio, de sus vergonzosas e inmundas madrigueras, ya está reventando de alegría.» De esta suerte, la especie femenina y su moralidad estaban sometidas a la censura de un asno. El joven tomó por segunda vez la palabra: «¿Por qué no celebramos una fiesta en honor de Marte, nuestro patrón, a fin de que nos ayude a vender a esta chica y a reclutar nuevos camaradas? Pero, según veo, no tenemos aquí un solo animal que sacrificar ni bastante vino para beber a discreción. Pues bien, traedme diez camaradas y tengo bastantes para atacar el cercano pueblo, y os procuraré un verdadero festín de sacerdotes salios.» Partió para ese objeto, mientras los otros preparan una gran hoguera y levantan un altar de verde, musgo para el dios Marte.
Pronto llegaron los merodeadores llevando pellejo de vino y conduciendo ante sí un rebaño. Escogieron un macho cabrío, el mayor, el de vellón más recio y lo ofrecieron como víctima a Marte, «que nunca abandona». Inmediatmente empezaron los preparativos para un copioso festín. El extranjero habló así: «Quiero probaros que soy digno de ser vuestro jefe, no solamente en las correrías y saqueos, sino cuando se trata de placeres.» Y echando mano a las provisiones, prepara en un momento la comida. Limpia, lava, pone la vianda a la lumbre, arregla las salsas, sirve los manjares gallardamente, y en especial el vino, que reparte generosamente. A intervalos, con pretexto de buscar utensilios para guisar, hacía frecuentes visitas a la prisionera, le llevaba comida que retiraba secretamente y le ofrecía muy amablemente copas de vino. Ella lo aceptaba contentísima, y cuando el depositaba un beso en sus mejillas, ella se apresuraba a devolvérselo con igual cariño. Esta franqueza me disgustó soberanamente. ¡Vaya, vaya!, decía yo. ¿Has olvidado, niña, tu matrimonio, y el amante con quien estas comprometida? ¿Así, pues, prefieres un matachín, empapado en sangre, un aventurero, al digno esposo que tus padres te reservaban? ¿Y no te atormentan los remordimientos? ¿Y puedes, hollando tus afectos, prostituirle con el corazón tranquilo, entre estas lanzas y espadas? ¿Y que ocurrirá si el resto de la cuadrilla se entera del lío? Entonces vendrás nuevamente en busca del asno y prepararás por segunda vez mi suplicio. Eso es jugarse la piel del vecino.
Mientras me entregaba a estos razonamientos calumniosos y a una indignación exagerada, oí algunas palabras a media voz que supe interpretar, como asno inteligente, por las cuales vine en conocimiento de que no nos las habíamos con Hemus, el famoso bandido, sino con Tlepolemo, el novio de la muchacha. En efecto, animáronse en su conversación sin recelar de mi presencia, como si yo fuese ya un difunto. «Anímate, Carita, mi adorada Carita, decía él. Todos estos bandidos, enemigos tuyos, pronto caerán prisioneros.» Y redoblaba su interés por ellos, haciéndoles apurar mucho vino puro, preparado por él. Aunque rendidos por el desorden y agobiados por la borrachera, no cesaba de azuzarles conservando él su sangre fría, hasta el punto (debo decirlo) que sospeché si mezclaba algún narcótico al líquido. Por ultimo, todos, absolutamente, yacían a disposición de quien quisiera cargar con ellos, sepultados en la borrachera. Entonces con gran facilidad les ató fuertemente, y subiendo a la muchacha sobre mí, nos encaminamos a su país.
Antes de llegar a la ciudad, salieron a recibirnos todos los habitantes a gozar de un espectáculo tan vivamente deseado. Vinieron a abrazarles sus padres, sus parientes, deudos, vasallos, criados; todos contentos, todos alegres. Era un cortejo de todas edades y sexos. Y realmente, ¡por Hércules!, era desconocido y nuevo espectáculo ver una virgen en triunfo sobre un asno. Yo también tomando parte en el alborozo general y no queriendo desentonar de los demás, como si fuera indiferente a lo que ocurría, alargué las orejas, hinché las narices y bramé vigorosamente: pareció oírse resonar al trueno.
La muchacha fue llevada a su casa donde sus padres la cuidaron amorosamente. Yo, en compañía de gran cantidad de ciudadanos, di alegremente media vuelta guiado por Tlepolemo, digo alegremente porque además de mi curiosidad habitual deseaba vivamente presenciar la detención de los bandidos. Les hallamos atados, todavía, por las cuerdas y el vino. Sacaron fuera de la cueva todo su contenido, y nos cargaron de oro, plata y otros objetos preciosos. En cuanto a los ladrones, arrastraron a algunos de ellos, atados como estaban, hasta las vecinas rocas y desde lo alto los despeñaron. A otros les cortaron la cabeza con su propia espada y los dejaron allí mismo. Después de estas represalias, que me causaron viva satisfacción, regresamos alegres a la ciudad. Los caudales en cuestión pasaron al tesoro público y Tlepolemo entró en posesión jurídica de la esposa que supo rescatar.
Desde este momento la recién casada me rodeaba profusamente de minuciosos cuidados, llamándome su salvador. El día de la boda dio orden para que se me diera abundante ración de cebada y para que me sirviesen heno bastante para un camello de la Bactriana. Y, sin embargo, cuántas maldiciones, cuan merecidas imprecaciones no debía yo vomitar contra Fotis, por haberme convertido en asno y no en perro. Étos, por lo menos, se regalaban hasta reventar con los restos de una suculenta comida. La joven esposa dejó pasar una sola noche, la de las primeras lecciones del placer amoroso; en lo sucesivo de dejó de recordar a sus padres y a su marido toda la gratitud que la unía a mí, hasta que le prometieron tratarme del modo más honroso posible. Llegaron a convocar a los amigos de más talento para que aconsejaran lo mejor que podía hacerse para recompensarme dignamente. Uno de ellos opinaba que debían tenerme guardado en la casa, sin hacer nada, sobre un lecho de cebada, alimentándome de arvejas y habas. Pero adoptaron otra proposición; opinaron [optaron] por darme la libertad, dejándome correr y retozar por el campo en compañía de los caballos «porque así, decían, podrá cubrir a las J yeguas, y, semental generoso, dará a sus dueños numerosos potros.»
Llamaron al mozo que cuidaba las crías y después de grandes recomendaciones me confiaron a él. Debo decir que la satisfacción y la alegría me daban alas para correr. Me veía en adelante libre de cargas y trabajo; había conquistado mi libertad, empezaba la primavera, los prados cubríanse de lozana vegetación y con seguridad encontraría rosas en algunas partes. Estas reflexiones eran sustituidas por las siguientes: Si tantas acciones de gracias, si tantos homenajes me prodigan bajo forma de asno, ¡con cuántos más favores no me honrarían si tuviese figura humana! Pero una vez en el campo, ni me vi en posesión de las delicias que soñaba, ni de la menor libertad. Efectivamente, la mujer del mozo que me había acompañado, la criatura más avara que se ha conocido, me puso bajo el yugo de una muela de molino, y avisándome de vez en cuando con un palo, ganaba el pan suyo y de su familia a costa de mi pellejo. Y no contento con aplicar mis fatigas a su subsistencia, toda vía me obligaba a moler trigo para los vecinos, vendiéndoles mi honrado sudor. Para colmo de desgracias, me negaba, en cambio de tanto trabajo, el rancho convenido. La cebada debía yo molerla y era luego vendida a los campesinos de la comarca. Y después de pasar todo el día amarrado a la máquina, sólo me daban a última hora un pienso sucio, sin cribar y lleno de piedras que me llagaban el paladar.
Estos infortunios me rodeaban cuando la suerte despiadada quiso entregarme a nuevos tormentos. Era, sin duda, para redondear gloriosamente mi bienestar, trabajando mucho y pagándome poco. En efecto, el mozo que cuidaba las crías, permitiome un día, aunque tarde, acercarme a la yeguada. Finalmente, libre y estremeciéndome de alegría, bajo mi piel de asno, emprendí un amoroso trote y escogí las que me parecieron más dignas de hacerlas esposas mías. Pero también tan risueña esperanza debía terminar en una catástrofe, donde peligrase mi cabeza. En efecto, los caballos que por allí pacían y engordaban para la reproducción, y que eran, por otra parte, mucho más vigorosos que un asno, volviéronse celosos de mí. Y para evitar un adúltero enlace, empezaron a perseguirme como rival, con un odio y furor inconcebibles, despreciando así las leyes de Júpiter Hospitalario. Uno, levantando en alto su ancho pecho y erguida la cabeza ensaya contra mí un pugilato con sus patas delanteras; otro, volviendo su musculosa grupa, las emprende a coces conmigo; un tercero, después de avisarme con amenazadores relinchos, me desgarra el pellejo, con dos hileras de blancos dientes... En la historia había leído yo que un rey de la Tracia echaba sus infortunados huéspedes a la rabia y ardor de salvajes corceles. Tirano, déspota y avaro, ahorraba el pienso a los caballos, para que se arrojasen más hambrientos sobre los infelices prisioneros.
Cosa parecida me ocurría a mí con los sementales, de modo que llegué a echar de menos la muela. Pero la fortuna, no satisfecha todavía con mis tormentos, provocó de rechazo un nuevo castigo para mí. Me delegaron para bajar leña del monte, y me tocó en suerte como conductor un muchacho que era el bribón más redomado. No era precisamente la elevación del monte ni la aspereza de sus senderos; no eran los numerosos troncos y guijarros que destrozaban mis cascos lo que más me fatigaba, sino la lluvia de palos con que se complacía en maltratar mi cuerpo, causándome insoportables dolores. Dirigíalos, de preferencia, a mi pata derecha, y a fuerza de machacar en el mismo punto, llegó a hacer desaparecer la piel hasta formarse una dilatada llaga, un gran agujero, una verdadera fosa, o mejor, una ventana. Pero no dejaba por ello de aporrear esta sangrienta herida. En cuanto a la carga con que me agobiaba, es aseguro que era más digna de un elefante que de un asno. ¿Y qué hacía él cada vez que la desigual carga se inclinaba a un lado o a otro? Pues en vez de aliviarme quitando leña del lado que amenazaba ruina, o pasarla siquiera al otro lado para sostener el equilibrio, corregía la desigualdad del peso, añadiendo gruesas piedras donde faltaba.
Pero este cruel tratamiento no le satisfacía aún, por lo visto, y eso que pasaba ya de castaño obscuro. Cada vez que atravesábamos un torrente, que cruzaba precisamente nuestro camino, el ladrón, para no mojarse los zapatos, saltaba sobre mis espaldas; ligero suplemento (¿verdad?) a mi enorme carga. Luego, si por desgracia yo resbalaba al llegar a la orilla opuesta llena de fango, y bajo la insoportable carga vacilaba hasta caer, no creáis que mi amable arriero me ayudase levantando mi cabeza con el ronzal o tirándome de la cola o aligerando la carga para que me pudiese levantar fácilmente. En nada me aliviaba mi desgracia; por el contrario, me cogía por la cabeza, y con preferencia por las orejas, y con un enorme palo me batía cruelmente, hasta que los golpes, a guisa de cordial, vivificaban mis fuerzas. Imaginó todavía la siguiente diversión. Tomo cardos venenosos, de afilada punta, hizo un manojo, y me los ató a la cola ¡Suave suplicio! Al andar, las espinas se agitaban y me herían dolorosamente, con atroces picaduras.
Este daño no tenía remedio; si corría, para escapar a las persecuciones de este malvado, los pinchos me desgarraban: si, para ahorrar este dolor, aflojaba el paso, caían los palos, que era una bendición. En fin, parecía que este pillo sólo tenía una idea: matarme de un modo u otro. Con terribles juramentos, me amenazaba continuamente, y sobrevino, precisamente, una circunstancia, que estimuló todavía mas su detestable malicia a imaginar procedimientos más espantosos aún. En efecto, cierto día en que el exceso de sus malos tratamientos me acabó la paciencia y le solté una enérgica coz, he aquí la venganza que discurrió. Cargome con enorme cantidad de estopa, y atándola fuertemente con cordeles, nos pusimos en marcha. En la primera casa de campo que encontramos pidió un ascua, y la colocó en mitad de mi carga. Pronto se incendió el ligero combustible, elevose el fuego en largas llamas, y pronto me ví rodeado por un voraz incendio. Yo no veía remedio alguno a este accidente, ningún preservativo contra tal peligro. La hoguera no detenía su marcha y sus ímpetus despreciaban mi buen consejo.
En tan desesperada situación, dignose la fortuna dirigirme una bondadosa sonrisa. Ignoro si fue para reservarme a otras pruebas, pero el caso es que me libró de la inminente muerte a que me condenaban. Pues, felizmente, la lluvia caída el día anterior formaba no lejos de allí una pequeña laguna; verla y correr a hundirme en ella fue obra de un instante. Logré apagar completamente el incendio y escapé disparado, libre de la carga y del peligro. Pero ¡quién puede imaginar la maldad de este pequeño monstruo! Echome a mí la culpa de la desgracia, diciendo ante todo el mundo que al pasar junto a una hoguera, me había acercado intencionadamente a ella, para prender fuego a la estopa. Y con burlona sonrisa me decía: «¿Hasta cuándo hemos de mantener inútilmente a este incendiario?»
A los pocos días jugome una mala partida, verdaderamente infernal. En la primera casa que topamos vendió la leña que yo llevaba y, volviéndonos para casa púsose a pregonar que era imposible tratar conmigo, a causa de mi maldad, y que renunciaba al oficio de arriero mío.
«¿Lo veis?, decía el pícaro con voz doliente. Este animal perezoso, cobarde y cien veces asno, después de otros mil escándalos, me pone ahora intranquilo con nuevos peligros. Cuando ve venir alguien por su camino, ved lo que hace: sí es una hermosa dama o una tierna señorita (o, a veces, un muchacho), tira la carga al suelo, a veces arroja la albarda y corre como un loco para embestir, como galán de nuevo cuño, a criaturas humanas. Derriba la persona, y abriendo la boca encima de ellos, intenta voluptuosidades tan monstruosas como desconocidas. Quiere ser esposo de mujeres, aunque se oponga Venus, y para simular imaginarios besos les babea y lastima con su asqueroso hocico. Sus correrías nos originarán querellas, largos pleitos y aun acusaciones criminales. Ahora mismo ha visto una muchacha muy guapa y ha echado a rodar su carga de leña, para dirigirse hacia ella con la impetuosidad de un loco. La ha tendido en el barro y, como tierno galán, intentó montar sobre su cuerpo a la vista de todo el mundo. Si a los gritos y quejas de la mujer, que alborotaba fuertemente, no hubiesen ido a auxiliarla los campesinos, librándola de sus abrazos, allá queda destrozada y hecha polvo la infeliz. El monstruo le habría ocasionado una muerte espantosa, y nos habría dejado bajo el peso de una acusación que lleva aparejada la muerte.»
Con tales mentiras y otras que mi púdico silencio hacía más agravantes, excitó violentamente a los pastores a deshacerse de mí. Uno de ellos, acabó por decir: «¿Qué merece un galán de encrucijada, como este, que sólo vive del adulterio? En expiación de sus monstruosos himeneos, sea muerto como merece. Tú, muchacho, córtale inmediatamente el cuello, echa sus entrañas a los perros y reserva lo restante para comida de los esclavos. En cuanto a su piel, después de endurecerla, espolvoreándola con ceniza, la llevaremos, de nuevo, a nuestros señores. Y no será difícil darles a entender que ha sido victima del lobo. Mi empedernido acusador, satisfecho de ser nombrado por los pastores ejecutor de la sentencia, se dispone sin dilación a insultar mi desdicha en recuerdo de la coz, cuyo escaso resultado lamentaba yo en este momento desde el fondo de mi corazón. Toma un cuchillo y empieza a afilarlo.
Pero entonces, uno de los pastores tomó la palabra, diciendo: «Es verdaderamente lástima matar de este modo tan hermoso asno. ¿Porque es acuslado de libertino y se entrega a amorosos transportes, debemos privarnos de un animal que nos presta buenos servicios? ¿No es mejor castrarlo? Así no sentirá tiernos deseos, nos ahorrará el temor a cualquier desgracia, y, por añadidura, adquirirá más corpulencia y fuerza. Yo sé de muchos, no sólo asnos indolentes, sino fogosos caballos, que a fuerza de entrar en celo se hacían dañosos e indomables, y con esta operación se han vuelto perfectamente tratables y mansos, dóciles para llevar la carga y aptos a todo trabajo. Y si estáis conformes con esta idea, yo me ofrezco para llevar a cabo la operación. Dentro de pocos días iré a la feria, compraré los útiles necesarios y volvere sin tardanza. Y veréis cómo este temible y fogoso enamorado, quedará, una vez castrado, manso como un cordero.»
Gracias a esta proposición escapé de las uñas de Orco, pero para caer luego en el más afrentoso suplicio. Y yo me desesperaba y lloraba viendo que si me privaban de lo más noble de mi ser, moriría. Imaginé, pues, condenarme a prolongada abstinencia o a despeñarme de una roca. Morir era lo de menos, pero siquiera no morir mutilado. Mientras me preocupaba la elección de mi muerte, llevome mi arriero, al día siguiente, al monte donde solíamos ir. Atome a una rama de una robusta encina, y mientras cortaba él la leña que yo debía cargar, vi dirigirse hacia mí, irguiendo su tremenda cabeza, un horrible oso que salía de una cueva inmediata. Ante tan imprevisto espectáculo no puedo exponer la magnitud de mi estupefacción y mi miedo. Me levanto sobre las patas traseras, y, estirando el cuello rompo la correa que me sujetaba y escapo a galope tendido. Si encontraba una pendiente, no la recorría solamente con los pies, sino que me dejaba caer dando tumbos cuesta abajo, y así llegué a la llanura, huyendo desesperado del temible oso y del muchacho, peor que el oso.
En tal conyuntura me encontró un viajero que, viéndome solo, se apoderó de mí, saltó sobre mi grupa y, dándome con un palo, me dirigió por caminos que yo no conocía. Nada me disgustaba este incidente, pues me alejaba del cruel escenario de mi futura castración. Por lo demás, sus palos poco me conmovían, acostumbrado como estaba a ellos. Pero la Fortuna, empeñada en perderme, destruyó con deplorable rapidez las esperanzas que cifraba en tan oportuna evasión, y me preparó nuevas emboscadas. En efecto, los pastores buscando una de sus bestias, extraviada, dieron de manos a boca con nosotros. Reconociéronme al punto y cogiéndose a la cuerda tiraban con todas sus fuerzas. Pero el otro, tan robusto como atrevido, se resistía poniendo por testigos a los dioses y a los hombres. «¿Por qué este rapto y esta violencia?, decía. ¿Por qué este ataque?—¿Que estas charlando? ¿Te quejas de nuestra descortesía mientras estás huyendo con nuestro asno? Lo que debes hacer es decirnos dónde está el muchacho, su arriero; tal vez le has asesinado. Y obligándole a bajar, le derribaron y le magullaron a puñetazos y puntapiés. El infeliz, malparado, juraba por los dioses mayores que no había visto al conductor, que el asno iba solo, sin guía y sin caballero, y que si se había apoderado de él fue con la esperanza de ser remunerado al devolverlo al que acreditase ser su dueño. «¡Ah!, gemía: ¿por qué este asno, que ojalá no hubiese encontrado, no puede hablar como un hombre y justificar mi inocencia? Ciertamente lamentaríais los malos tratos que me habéis dado.» De nada le sirvieron estas protestas; pues, después de atarle una soga al cuello, los malditos pastores le condujeron hacia el monte y al bosque donde acostumbraba cortar leña el muchacho.
No fue posible encontrarlo; sólo se pudo apreciar que su despedazado cuerpo había sido esparcido por todos lados hecho jirones. Yo comprendí claramente que aquello era obra del oso y habría expuesto detalladamente todo lo que sabía si hubiese disfrutado del uso de la palabra. Pero lo más que podía hacer era celebrar, en mis adentros, mi completa venganza aunque tardía. Cuando pudo ser recogido el cadáver entero y ajustaron fatigosamente los distintos pedazos, fue enterrado allí mismo. A Belerofonte, a quien acusaban de haberme robado y haber asesinado al muchacho, le llevaron preventivamente a su choza, cargado de cadenas, con intención de entregarlo a los jueces el día siguiente y hacerle expiar su crimen. Entretanto los padres del chico prorrumpían en quejas y sollozos, y, entretanto también, llegó el pastor que, fiel a su promesa, insistía en la operación proyectada. «No es eso lo que hoy nos aflige, le dijeron. Pero mañana estaremos dispuestos a castrar a este detestable borriquillo, y aun cortarle la cabeza por añadidura; y ningún compañero te negara su concurso.»
He aquí de qué modo mi suplicio fue aplazado para el día siguiente; y cordialmente daba gracias al honrado muchacho que con su muerte retardaba un día la mía. Pero no pude pasar todo este tiempo dándome enhorabuenas y descansando. Porque la madre del chico, deplorando la fatal muerte de su hijo, desconsolada y sollozando, vestida de negro, arrancándose con ambas manos sus cabellos blancos cubiertos de ceniza, entró precipitadamente en mi cuadra, golpeándose reciamente la cara y el pecho. Y así chillaba; «¡Cómo, este glotón satisfará tranquilamente su voracidad y a fuerza de comer llenará hasta reventar las insaciables profundidades de su barriga, sin apiadarse de mi pena, sin recordar la deplorable catástrofe de su difunto dueño! Mi vejez y mi impotencia provocan su desdén, su desprecio! ¿Crees, sin duda, que tan inhumano crimen quedará impune? ¿Crees que te proclamarán inocente? ¿Después de tan criminal atentado esperas todavía la libertad, a pesar de la voz de tu conciencia? ¡Por qué, vive Dios! [Porque, vive Dios, d.c.] detestable cuadrúpedo, aunque tuvieses uso de palabra ¿á qué imbécil persuadirías de que no te cabe culpa en esta desgracia? ¿No podías defender con tus coces y mordiscos al infeliz muchacho? ¿No podías, al ver que iba a morir, defenderle con igual encarnizamiento que el criminal? ¡Por lo menos podías, en un instante, cargarlo sobre tu lomo y librarlo de las sanguinarias manos de su bárbaro asesino! Finalmente, después de desmontar y abandonar a tu camarada, tu dueño, tu amigo, el que se preocupaba por tu alimentación, no debiste escapar solo. ¿No sabes que los que rehúsan socorrer o salvar a los moribundos hay la costumbre de castigarles por haber contravenido a la moral pública? ¡Pero no vas a recrearte largo tiempo con mi desgracia, homicida. Tú verás, yo te lo juro, cómo la naturaleza comunica fuerzas a una desgraciada madre.»
Y diciendo esto, quitóse el ceñidor que oprimía su cintura, me ata las patas juntas, bien apretadas, para que no haya medio de defenderme, y cogiendo la barra con que cerraban la puerta del establo, me vapulea hasta faltarle las fuerzas y caerle el palo de las manos por su propio peso. Lamentose de ver que tan pronto se agotaban sus fuerzas, y corriendo a la lumbre, volvió luego con un tizón ardiente y me lo aplicó entre las piernas. Sólo se me ocurrió un recurso para librarme de tanto martirio, y fue disparar a chorros cierta materia, casi líquida, que le nubló los ojos y toda la figura. Sólo así, dejándola casi ciega y maloliente, logre alejar a la maligna vieja. Si no me valgo de este ardid, la tea de esta loca Altea, hubiera convertido en nuevo Meleagro al pobre asno, que habría sucumbido a su deshonra.
LIBRO OCTAVO
A la hora en que el gallo canta la aparición del día, llegó de la ciudad inmediata un criado (según me pareció) de Carita, la joven que fue mi compañera de infortunio en la casa de los bandidos. Había muerto su señora: habían ocurrido en la casa desgracias tan singulares como terribles, y poniéndose junto a la lumbre, con los demás esclavos, explicó lo siguiente: «¡Lacayos, boyeros y pastores, la infortunada Carita ya no existe! NOS ha sido arrebatada por trágica catástrofe, pero no ha bajado sola a la mansión de los inanes. Para que os hagáis cargo de todo, voy a contaros lo ocurrido. La aventura merece, sin duda, más hábil, más talentudo narrador, que la reprodujese en inmortales documento. »Había en la ciudad un hombre de ilustre nacimiento y distinguido rango, que disfrutaba de considerable fortuna. Pero era un mal ciudadano, un mosquito de bodega: vivía con mujeres alegres, no hacia más que emborracharse, y se había asociado, criminalmente, con partidas de ladrones, que le indujeron a la depravación. Llamábase Trasileo y disfrutaba de una fama proporcionada a su maldad.
Este hombre fue de los que primeramente y con más extremado ardor, solicitó la mano de Carita, en cuanto ésta llegó a la edad de elegir esposo. Aunque aventajaba a muchos de los pretendientes, y con sus opulentos regalos intentaba decidir en su favor la elección, era de costumbres tan depravadas, que fue rechazado rotundamente. Pero hasta que Carita consumó su matrimonio con el virtuoso Tlepolemo, el tal Trasileo conservó constantemente su desdeñada pasión, e irritado de que le rehusaran, acechó la ocasión de vengarse. Encontrando, por fin, manera de justificar su presencia, se decidió a cometer el crimen de antiguo meditado. El día que la muchacha escapó del asesino puñal de los bandidos, gracias al valor y la astucia de su prometido, uniose a la muchedumbre que la felicitaba haciendo resaltar su viva satisfacción y cumplimentando a los recién casados por su dicha actual y por sus deseados hijos. En honor a su ilustre origen, fue uno de los principales huespedes que se recibían en nuestra casa. Pero bajo la engañadora capa de amistad y afecto, ocultaba un proyecto criminal. »Hizo sus visitas más frecuentes, las con versaciones más asiduas, algunas veces era convidado a la mesa. En resumen, fortaleciose la amistad e insensiblemente hundiose en el abismo que la pasión abría bajo sus pies. No es de extrañar. La llama del creuel Amor es débil en un principio, y encanta con sus primeras gracias. Pero el hábito le excita, le hace devorador y pronto inextinguible incendio arde y consume a los mortales.
»Desde largo tiempo discurría Trasileo una conjetura que le proporcionase una entrevista a solas. Reconocía él, a pesar de todo, la dificultad de unas relaciones adúlteras por el gran número de servidores que velaban sobre Carita; sintió la imposibilidad, por otra parte, de romper los lazos de su primer amor y que aunque ella quisiera (¡cómo era posible que lo quisiera!) encontraría grave obstáculo en su inexperiencia en materia de infidelidad conyugal. Sin embargo, una funesta terquedad le incita a arriesgarse en la imposible empresa. La pasión amorosa, fortificándose de día en día, presenta de realización fácil lo que en otras circunstancias parece de impracticable ejecución, Y ahora vais a verlo; pero, por favor, redoblad vuestra atención y vuestro interés, para reconocer hasta que punto arrastra un exceso de furiosa pasión.
»Un día, Tlepolemo, en compañía de Trasileo, fue a la caza de animales salvajes, si podemos apellidar de tales a los corzos. Porque debéis saber que Carita no permitía a su marido la caza de animales provistos de defensas o de cuernos. Llegaron a un elevado bosque, tupido, cubierto de espesa sombra, cerrando los horizontes a la vista y las pesquisas. Dieron orden de soltar la jauría para hacer levantar la caza. Inmediatamente, con notable instinto, los perros se separan, y guardan todos los puntos de huida: al principio sólo gruñían sordamente, pero a una señal dada, llenaron el bosque con sus fuertes y discordes ladridos. No salió de su escondite el corzo, ni el cobarde gamo, ni el ciervo, sino un enorme jabalí de extraordinaria corpulencia, musculoso y de abundante grasa. Su pelo se erizaba desordenadamente sobre el pellejo; sus cerdas erguíanse sobre su lomo como lanzas: sus defensas, que afilaba ruidosamente, estaban cubiertas de espuma; de sus amenazadores ojos brotaban chispas, y la sanguinaria expresión de su estremecedora boca, dábanle imponente aspecto. Para comenzar, raja y mata con sus potentes colmillos a los perros que temerariamente se le acercaron, y destrozando las débiles redes con las patas, salió corriendo hasta perderse de vista.
El terror nos dejó paralizados, y sin contar con que no estábamos acostumbrados a tan peligrosa caza, no teníamos tampoco, en aquel momento, armas ni medio alguno de defensa. Nos escondimos, pues, detrás de montones de hojarasca y entre los árboles. »Pero Trasileo, que acababa de hallar oportunidad para su pérfido proyecto, dirigió a Tlepolemo estas capciosas palabras: »¡Cómo! Confusos de estupor, miedosos oomo estos esclavos que se tienden en tierra, o descendiendo a la debilidad de las mujeres, ¿dejaremos escapar de nuestras, manos tan opima presa? Montemos a caballo y lancémonos a escape. Tomad un chuzo; yo tomo una lanza. Sin más dilación saltan diestramente a caballo y persiguen al jabalí con desesperada furia. Éste, no desmintiendo su caracterisco valor, les presenta cara. Una sed de carnicería le inflama, aguza sus defensas y duda un momento qué adversario debe embestir primero. En seguida Tlepolemo dispara su arma sobre el animal, pero Trasileo, en vez de atacar al jabalí dirige la lanza contra el caballo de su compañero y le corta las patas traseras. Cae el animal de sangrándose, patas arriba, y deja caer a su jinete. Rápido como el rayo ataca el jabalí al caído caballero, destroza sus vestiduras y luego a él, al intentar levantarse. Lejos de avergonzarle la atroz perfidia que acababa de cometer con su generoso amigo, la contemplación de tal espectáculo no fue todavía expiación suficiente para satisfacer su ferocidad. Tlepolemo, fuera de sí, intentando cerrar sus enormes heridas, imploraba con desgarradoras quejas el auxilio de su compañero. Trasileo, imaginando que las heridas de hierro semejarían las huellas de los dientes del jabalí, le lanzó una flecha en el muslo derecho. Con otra atravesó fácilmente al jabalí.
»Así murió Tlepolemo, y saliendo sus criados de nuestros escondites, corrimos a rodear su inanimado cuerpo. El malvado Trasileo, aunque la muerte de su amigo colmaba sus votos y le llenaba de satisfacción, disimuló su contento perfectamente. Púsose triste, entregóse a una violenta desesperación, y abrazándose afanoso al cadáver, obra suya, simuló grandes muestras de dolor; aunque no logró hacer correr sus lágrimas. Y fingiendo un sentimiento parecido al nuestro, atribuyó a la fiera el crimen que sólo él cometió. »Apenas ocurrida tal desgracia, corrió la fama en todas direcciones, dirigiendo sus primeros pasos hacia la casa de Tlepolemo a herir con esta narración los oídos de la desventurada esposa. Ésta, al conocer la incomparable desgracia que sobre ella se desplomaba, fue presa de la mayor desesperación. Como furiosa bacante dirígese precipitada a la plaza pública, corre por las llanuras, por los montes, lamentando con desgarradora voz la muerte de su esposo. Los afligidos ciudadanos corren desolados seguidos de los que encuentran y que se asocian a su dolor. La ciudad entera queda desierta, ávidos de presenciar esta escena. Carita acaba de descubrir el cadáver de su esposo, vuela hacía él y, jadeante, cae desplomada, sobre su cuerpo. Poco le faltó para entregar su alma, que había consagrado a su esposo. Levantada penosamente por sus deudos continuó en el mundo de los vivos a pesar suyo. Pronto el cortejo, escoltado por todo el pueblo, que seguía la pompa funeraria, dirigióse a la sepultura.
Trasileo sollozaba y se lamentaba extremadamente. Las lágrimas, que antes no pudo provocar, corrian ahora abundantes por su excesiva satisfacción. Y unido esto a mil tiernas imprecaciones, eran suficientes para engañar a la misma Verdad. ¡Querido amigo, amigo mío de la infancia, hermano mío!», decía llamándole tristemente por su nombre. A momentos cogía las manos de Carita, que desgarraba su seno, calmando su dolor, apaciguando sus lamentos con afectuosas frases, queriendo así disminuir su pesar, y para consolarla le recordaba los infortunios de otras personas. Por lo demás, con este celo de engañadora ternura, quería ganarse el afecto de la viuda y alimentar con culpable deseo su propia pasión. »Pero en cuanto terminaron los fúnebres obsequios, Carila sintióse impelida a descender junto a su esposo. Estudió absolutamente todos los medios, hasta decidirse por el más dulce y sencillo, que no necesita arma alguna y es semejante a un tranquilo reposo. En una palabra, la infeliz quiso morir de hambre. En el más abandonado desorden se ocultó en el fondo de una tenebrosa cueva, renunciando para siempre a la luz del día. Pero Trasileo, a fuerza de repetidas instancias, algunas directamente, otras por mediación de los familiares de Carita y por sus padres, obtuvo que renunciara a este abismo de desesperación y abandono, en que se había sepultado completamente. Tomó un baño y se encaminó con algunos alimentos. Como, por otra parte, respetaba a sus padres, cedió, a pesar suyo, y vencida por la fuerza de los escrúpulos, ocupó nuevamente su lugar entre los vivos, según le ordenaban. Pero su rostro no expresaba alegría alguna; estaba, únicamente, algo más serena, mientras que interiormente, en el profundo secreto de su corazón, el llanto y el pesar la devoraban. Consagraba día y noche a sus dolorosos recuerdos. Hizo representar a su difunto con los atributos del dios Baco y se había hecho esclava de su culto, rindiéndole los honores divinos y macerando su cuerpo para consolarse.
»Trasileo, fogoso y temerario, como su nombre indica, no tuvo paciencia para esperar a que las lágrimas apaciguasen tanto dolor; a que se calmase la desesperación de un alma tan desolada, hasta que el prolongado exceso de dolor velase tanta pena. Lloraba Carita todavía a su esposo, rasgaba aún sus vestidos y se mesaba los cabellos, cuando Trasileo no vaciló en proponerle el matrimonio de los dos: y en su extremado impudor descubrió la secreta llama que palpitaba en el fondo de su corazón: crimen de que no debió nunca hablar. Carita, ante tan infames confidencias, fue presa de horror y sintió profunda indignación. Como si un violento trueno, como si la terrible influencia de alguna constelación, o los mismos rayos de Júpiter la hubiesen alcanzado, cayó en tierra y una nube veló su vida. Pero al poco rato despertáronse sus sentidos y rompió en salvajes gritos. Y como si entreviese los proyectos de Trasileo, aplazó los amorosos deseos de su pretendiente, para madurar un plan. »Durante este lapso presentose frente a su esposa la sombra de Tlepolemo, inhumanamente asesinado, destilando sangre todavía, desfigurado por la palidez, y así le habló, durante su púdico sueño:–Esposa mía: que nadie tenga derecho a darte este nombre si en tu corazón vive aún mi recuerdo. Y si la horrible tragedia de mi funesta muerte ha roto por completo los lazos de nuestro amor, cásate y sé feliz con otro cualquiera: pero jamás te entregues en brazos del sacrilego Trasileo, no tengas entrevista alguna con él, no te sientes a su mesa ni descanses en su lecho. Huye de las sanguinarias manos de mi asesino. No pongas tu himeneo bajo los auspicios de un parricida. Estas heridas, cuya sangre has lavado con tus lágrimas, no fueron todas causadas por una fiera del bosque: fue el arma del cruel Trasileo quien me separó de ti. Narró luego otros detalles y dio luz sobre el repugnante drama.
»Carita, en profundo sopor y con la cara apoyada contra la cama, no había cesado de derramar, aun durmiendo, un torrente de lágrimas. Esta visión fue una violenta tortura, que la hizo salir de su agitado sueño. Empezó de nuevo su desesperación y sollozó largamente, desgarró sus vestiduras y con sus crispadas manos se magullaba los brazos. A nadie habló de la nocturna aparición, disimuló completamente la revelación del crimen y en el fondo de su corazón concibe el proyecto de castigar al detestable asesino y sustraerse a su desdichada existencia. »Imprudentemente, ávido de voluptuosidad, presentose de nuevo el odioso amante y con sus suplicas fatigaba oídos que no querían escucharle. Pero Carita rechazaba sus proposiciones, hábilmente, desempeñando su papel con admirable tacto. A sus insistentes declaraeiones, a sus humildes suplicas, respondía:—La adorada imagen de vuestro hermano, de mi esposo querido, está viva aun ante mis ojos. El delicioso perfume de su persona recrea aún mi olfato: el hermoso Tlepolemo vive aún en mi corazón. Será, pues, un acto de complacencia y de bondad, si concedéis a la desgraciada viuda el tiempo necesario al legítimo duelo. Faltan algunos meses todavía para terminar el año; dejad que transcurran. Este plazo, que reclama mi pudor, importa también a vuestra seguridad. Tal vez la precipitación de nuestro matrimonio excitaría los manes de mi esposo en daño vuestro.
»Estas palabras no pudieron calmar la efervescencia de Trasileo: y esta promesa, únicamente aplazada, no le contentó. A cada momento repetía en voz baja sus odiosas y culpables instancias, hasta que Carita, fingiendo rendirse, le dijo:—Por lo menos, conceded una satisfacción a mis vivas suplicas, Trasileo; y es que, hasta nueva orden, nuestra unión sea tácita y, clandestina: que ninguno de nuestros criados tenga la menor sospecha, hasta que haya terminado el año. Trasileo sucumbió a esta engañosa petición. Consintió fácilmente a clandestinos amores. ¡Con qué impaciencia no esperaría la noche, con su espeso velo, para sacrificarlo todo a su deseo de poseer a Carita!—Pero cuidad, le dijo ésta, de ocultaros bien con la capa y no vayáis acompañado de nadie. En cuanto anochezca, acercaos silencosamente a mi casa. Basta con que silbéis una vez, y luego esperad. Mi nodriza estará en la puerta, vigilando el instante de vuestra llegada. Abrirá, os recibirá a obscuras y os conducirá a mi dormitorio.
»Esta escena de furtivo himeneo gustó a Trasileo, y no sospechando peligro alguno, agitado por la tardanza, pasó todo el día lamentando su larga duración y la lentitud con que llegaba el momento. Pero cuando el sol cedió su dominio a la noche, vestido según las instrucciones de Carita y engañado por la capciosa exactitud de la nodriza, deslizose en la casa. Entonces, la vieja, por orden de su señora, dispuso ante él, con aire tranquilo y misterioso, una copa y un ánfora que contenía una droga soporífica mezclada con vino. Bebió varias veces con entusiasmo y confianza, mientras la vieja le daba a entender que pronto llegaría Carita, que había ido a visitar a su padre enfermo. Y en esto se sepultó en un profundo sueño. »Cuando estuvo dispuesto a todos los ultrajes, tendido sin movimiento, llamó a Carita que entró con varonil ardor y estremeciéndose de odio y de impaciencia. Colocose sobre el asesino:
—¡He aquí, dijo, al fiel compañero de mi marido! ¡He aquí al hermoso cazador; al esposo querido! ¡Esta es la mano que derramó mi propia sangre! ¡En este corazón se urdieron las pérfidas tramas de mi perdición! ¡A estos ojos tuve la desdicha de ser agradable! ¡En cierto modo presienten, sin duda, ahora, las tinieblas que les aguardan, el suplicio que rápidamente se acerca! ¡Descansa tranquilo, saborea un tranquilo sueño! No me armaré de hierros ni lanzas; lejos de mí darte una muerte que te iguale en algún modo a mi esposo. Tu vivirás y tus ojos morirán, y sólo verás en sueños. Quiero que el asesinato de tu enemigo te parezca mil veces más feliz que tu vida. No; no veras más la luz; necesitarás que una mano te acompañe. Carita no será tuya; no gozarás de este himeneo; te verás privado del sosiego de la muerte y de los goces de la vida. Fantasma errante vagarás entre Orco y el astro del día. En vano buscarás la mano que habrá destruido tus pupilas, y lo que es mucho más atroz todavía, no sabrás de quién debes quejarte. Yo, entretanto, sobre la tumba de mi querido Tlepolemo haré libaciones con la sangre de tus ojos, y la pérdida de tu vista será el homenaje que ofreceré a sus sagrados manes. ¿Pero, por qué esta dilación? ¡Estás escapando, entretanto, a merecidas torturas y tal vez sueñas que estás un mis brazos! ¡Fatal favor! Abandona las tinieblas del sueño y despierta para otra noche eterna que será tu martirio. Levanta tu rostro desprovisto de vida; reconoce una mano vengadora, aprecia la extensión de tu infortunio, calcula tus sufrimientos. He aquí en qué estado son agradables tus ojos a una púdica esposa; he aquí las antorchas nupciales que han iluminado tu lecho. La ceguera por cortejo, las Furias presidiendo tu himeneo y el aguijón de tus eternos remordimientos: este es tu patrimonio.
»Después de estas proféticas palabras, sacó la viuda de sus cabellos una larga aguja, y la hundió varias veces en los ojos de Trasileo. Después de dejarle completamente ciego y mientras un agudísimo dolor disipaba el sueño y la embriaguez en que yacía, sacó de la vaina el puñal que Tlepolemo solía ceñir. Precipitose furiosamente por entre la multitud: su corazón meditaba, sin duda, algún terrible golpe. Eucaminose a la tumba de su esposo. La seguimos presurosos y con nosotros todo el pueblo, cuyas casas quedaron desiertas, y nos exhortábamos mutuamente a retirarle el arma de sus crispadas manos. »Pero Carita, al llegar junto a la tumba de Tlepolemo rechazó la muchedumbre con el acerado puñal y al ver que todos lloraban y se entregaban a profundos lamentos les dijo:—Renunciad a inoportunas lágrimas, dejad un dolor desproporcionado a mis virtudes. Me he vengado del sanguinario asesino de mi esposo; he castigado al abominable profanador de nuestro himeneo. Tiempo es ya de que este puñal me abra el camino de la sombría morada donde habita mi querido Tlepolemo.
Contó entonces detalladamente lo que su marido le anunció en sueños y el ardid de que se valió Trasileo para conducirle a la muerte. Luego se hudió el puñal bajo su seno derecho y cayó bañada en sangre; balbuceó algunas ininteligibles palabras y exhaló su varonil espíritu. Solícitamente los amigos de la familia lavaron con cuidado el cuerpo de la infortunada Carita, y depositándolo en la misma tumba lo reunieron para siempre al de su esposo. Trasileo, al saberlo todo, no pudiéndose dar una muerte digna del infortunio que había causado, y convencido de que con el hierro no podía expiar tan gran desgracia, hízose acompañar a la sepultura de los dos esposos.—¡Manes irritados, la víctima se presenta espontáneamente ante vosotros!, exclamó repetidas veces. Mandó que cerrason las puertas tras él y se decidió a terminar una vida condenada por su propia conciencia, dejándose morir de hambre.»
He aquí lo que nos relató el criado de Carita, entre sollozos y suspiros. Más de una vez derramó lágrimas durante su narración. Ésta afectó penosamente a los pastores. Entonces, temiendo la dominación de un nuevo propietario, y deplorando sinceramente los infortunios domésticos de sus señores, preparáronse a escapar. Pero el mayoral, aquel a quien me recomendaron vivamente, apoderose de todos los objetos de valor que había en la casa, los cargó sobre mis lomos y los de otras caballerías, y acompañado de este botín abandonó su antigua morada. Iban con nosotros muchachos y mujeres; llevábamos gallinas, ocas, cabritos, perros y todo lo que podía andar por sus propios pies sin retardar nuestra huida. El peso de mi bagaje me parecía ligero, a pesar de la enorme carga, debido a la vivísima alegría que me causaba alejarme del detestable salvaje que quería destruir mi virilidad. Subimos a la cumbre de una escarpada montaña para descender luego al opuesto valle. Las sombras del crepúsculo obscurecían ya el camino cuando llegamos a una rica y populosa ciudad, cuyos habitantes nos excitaron a pasar allí la noche y parte del siguiente día, «porque, nos decían, numerosos lobos, enormes, de extraordinaria corpulencia y temibles por su gran ferocidad, acostumbran invadir frecuentemente esta comarca. Han llagado a apoderarse de los caminos y atacan como bandidos a los viandantes. El hambre les arroja a asaltar las posadas que están junto a la carretera. Y devorados ya los indefensos animales, se atreven ahora con los hombres.» Añadieron que el camino que debíamos seguir, estaba cuajado de cadáveres medio devorados y blancos por los roídos huesos; y que, por consiguiente, debíamos emprender el viaje con las necesarias precauciones, observando, especialmente las siguientes: salir de día, que luzca ya el sol en todo su esplendor, evitar, así, las emboscadas del enemigo, puesto que la luz del día, por sí sola, detiene la acometida de tan terribles bestias, y, finalmente, no dispersar nuestra caravana en pelotones, sino apretarla en forma de cuña, para rechazar los posibles ataques.
Pero los detestables fugitivos que nos conducían, cegados por una premura irreflexiva y por el temor de la eventualidad de una persecución, despreciaron tan útiles consejos. Sin esperar el nuevo día, poco después de media noche, emprendimos de nuevo la caminata. Entonces, yo, que no ignoraba el peligro que corríamos, me oculté lo más secretamente posible en medio de la comitiva, entre las numerosas caballerías, para poner a salvo, en lo posible, mi pellejo. Todos se hacían lenguas de mi agilidad. Pero ésta indicaba en mi más miedo que alegría, y recordé que el gamoso Pegaso debe sus alas al temor, y que es muy natural que le representen con este atributo, puesto que brincó y se encaramó por los aires hasta el cielo, huyendo de los mordiscos de la furiosa Quimera. Por lo demás, todos los pastores que nos conducían iban armados hasta los dientes. Unos con lanza, otros con chuzo, otros con flechas, palos, piedras recogidas por el camino... Algunos blandían estacas afiladas en punta por un cabo. Pero la mayor parte se propusieron espantar a las feroces bestias con antorchas encendidas. Sólo faltaba una trompeta para constituir un verdadero ejército. Pero nuestros temores eran vanos e inútiles; caímos en más terribles abismos. Los lobos, que el tumulto de nuestra tropa o la luz de las antorchas atemorizaron, nos dejaron tranquilos, sin asomar tan sólo una oreja.
Pero en una aldea que atravesamos, por hallarse en nuestro camino, creyeron sus habitantes que nuestra caravana era una partida de ladrones, y disponiéndose a defender sus propiedades, nos soltaron enormes perros de presa, más temibles que todos los lobos y todos los osos del mundo. Azuzándoles y excitándoles, les lanzaron en nuestra persecución. Los perros, enardecidos con el griterío de sus amos y su natural ferocidad, cayeron sobre nosotros, mordiendo furiosamente, bestias y personas. Sus repetidos ataques dieron por resultado dejar a la mayor parte de la caravana patas arriba. ¡Espectáculo lastimoso, más que memorable! En medio de esta furiosa carnicería, saltaban unos sobre los que huían, otros a los que ya no se meneaban, repartiendo mordiscos a todo el mundo. A este terrible peligro sucedió otro más terrible aún. Desde los tejados y ventanas, cayó sobre nosotros una lluvia de piedras, hasta el punto que no sabíamos qué era preferible evitar, los perros que teníamos cerca o las piedras que venían de lejos. Una de ellas vino a dar en la cabeza de una mujer que sobre mí cabalgaba. Con el más vivo dolor empezó a chillar y gemir, pidiendo socorro a su marido, el jefe de la caravana.
Pero él, blasfemando y limpiando la sangre que cubría el rostro de su mujer, se quejaba también desesperadamente: «¿Por qué estas crueles emboscadas contra desgraciados infelices viajeros? ¿Qué daño os hicimos? ¿Vivís en guaridas de fieras o en salvajes bosques, para gozaros derramando sangre?» Apenas dicho esto, cesó la espesa lluvia de piedras, retiráronse los perros y se calmó la tempestad. Uno de los aldeanos tomó la palabra, desde lo alto de un ciprés: «Lejos de ser bandidos y solicitar vuestros bagajes, hemos creído defendernos de vuestro ataque. Hagamos, pues, las paces y seguid tranquilos vuestro camino.» Malparados y chorreando sangre, continuamos nuestro viaje, llevándonos, por recuerdo de tal encuentro, pedradas y mordiscos. Después de largo rato de andar llegamos a un bosque plantado de altos y copudos árboles y tapizado de fresco césped. Nuestros conductores ordenaron el alto para descansar, tomar aliento y curar las heridas. Tendidos sobre la verde hierba recuperaron sus fuerzas y aplicaron diversos remedios a sus males. Unos limpiaban sus heridas con el agua de una fuente que allí cerca corría, otros aplicaban compresas húmedas a sus contusionados miembros. Todos se ocupaban en restaurar su cuerpo.
En estas operaciones les estuvo contemplando un viejo pastor que apacentaba un rebaño de cabras en lo alto de una inmediata colina. Uno de los nuestros le preguntó si quería vendernos leche líquida o queso fresco. Pero él, moviendo la cabeza, nos dijo: «¡Cómo! ¡Pensáis en beber y comer para reparar vuestras fuerzas! ¿Ignoráis, pues, completamente el suelo que pisáis?» Y diciendo esto reunió su rebaño, volvió la espalda y se alejó. Sus palabras y su marcha no turbaron a nuestros pastores. En su inquietud ardían en deseos de saber qué lugares eran aquéllos, mas nadie había allí para explicarlo. De pronto, un viejo de elevada talla, abrumado por la edad, apoyado en un bastón y arrastrando penosamente los pies, se acercó a nosotros. Derramaba abundantes lágrimas y aumentaron sus lamentos al divisarnos. Tocó sucesivamente las rodillas de toda la comitiva, y dijo:
«¡Ojalá lleguéis robustos y alegres a mi avanzada edad, para dicha vuestra! Socorred a un desesperado anciano; arrancad de la muerte a una inocente criatura; devolvedme mi nietecito. Hace un momento que acompañándome en mi paseo ha querido coger un jilguero que cantaba entre la maleza; pero se ha caído en una zanja oculta en el follaje. Ahora está entre la vida y la muerte. Por sus quejidos y gritos llamando al abuelo, deduzco que vive todavía, pero mi debilidad y flaqueza me impiden socorrerle. Vosotros, por el contrario, tenéis edad y vigor convenientes para prestar auxilio a un desgraciado viejo. Este niño es el último de mi familia; es hijo único. ¡Salvádmelo!»
Sus ruegos y la desesperación con que arrancaba sus blancos cabellos, despertaron la piedad de nuestros hombres, y uno de ellos, más joven, atrevido y robusto que los demás (único que salió completamente ileso del precedente combate), levantose presuroso y pide dónde ha caído el niño. El viejo señaló con el dedo unos espesos matorrales y le acompañó a ellos intrépidamente. Entretanto nos habíamos todos animado, nosotros paciendo, nuestros guías curando sus heridas. Todos habían ya cargado con sus paquetes para emprender la marcha, y antes de hacerlo llamaron repetidas veces por su nombre al valiente y compasivo compañero. Inspirando inquietud su tardanza en regresar, salió uno de ellos a buscarle para que viniese a proseguir el camino. Pero a los pocos instantes se presentó este último, pálido como la cera, temblando de espanto, y explicó cosas sorprendentes respecto a su camarada: «Le he visto, dijo, tendido de espaldas, medio comido por un inmenso dragón que junto a él le devoraba. Al miserable viejo no le he visto por ningún lado.» Al saber esta desgracia, recordaron de las palabras del pastor y pensaron que se refería al dragón al amenazarnos con lo peligroso de nuestra estancia. Huyeron, pues, precipitadamente, abandonando este paraje, y nos obligaron a forzar el paso menudeando los palos.
Por fin hicimos alto en una aldea que acababa de ser teatro de una aventura digna de ser referida, y cuya narración empiezo. Hubo un esclavo a quien confió su dueño la gestión de todos sus bienes, incluso una importante propiedad (en que acabamos de alojarnos) que le dejó en arrendamiento. Casose con una mujer, esclava como él; pero se consumía de amores por una mujer de condición libre. Irritada por el criminal comercio que animaba a su esposo, la esclava pegó fuego a todos los documentos que custodiaba su marido y a toda la cosecha guardada en los graneros. Nada escapó de las llamas. No contenta todavía con haber vengado la afrenta de su casa con este desastre, volvió sus airadas manos contra sus propias entrañas. Pasose un lazo alrededor del cuello, ató a la misma cuerda al hijo que había tenido de este hombre, poco tiempo hacía, y arrastrando consigo a la inocente criatura, precipitose en un profundo pozo. Vivamente afligido por tal suceso, hizo el señor prender al esclavo causa de tan grande desgracia, mandó ponerle desnudo, frotarle el cuerpo con miel (de pies a cabeza) y atarle fuertemente a una higuera cuyo carcomido tronco servía de morada a numerosos enjambres de hormigas que en copiosas olas la recorrían en todos sentidos. En cuanto estos insectos percibieron el dulce olor de la miel la emprendieron con su cuerpo a numerosas y continuas picaduras. Así le ocasionaron la muerte entre los tormentos de una lenta agonía, devorando su carne y sus entrañas hasta dejar los descarnados huesos, quedando un esquelelo de repugnante blancura pegado al árbol.
Abandonamos también este detestable paraje, dejando a los vecinos de la aldea sumidos en profundo duelo. Y emprendimos otra vez nuestra marcha hasta que, después de atravesar todo el día interminables llanuras, llegamos, muertos de cansancio, a una importante y populosa ciudad. Allí decidieron definitivamente los pastores instalar sus Penates y sus dioses Lares; en primer lugar, porque se creyeron ya a salvo de los que pudieran perseguirles; luego, por la extraordinaria fertilidad que enriquecía la comarca con todo género de provisiones. Durante tres días nos dejaron descansar (en lo que permite ser animal de carga) a fin de que aparentáramos robustez, y luego nos llevaron a mercado. Todos los caballos y los demás asnos fueron adjudicados a opulentos compradores por el precio que a cada uno asignó en alta voz el pregonero público. Únicamente quede yo como residuo inaprovechable. Y todo el mundo pasaba de largo mirándome desdeñosamente. Algunos querían conocer mi edad por la dentadura, hasta que, harto de ser manoseado, aproveché el momento en que uno de los tratantes me atormentaba las encías por vigésima vez con sus sucios y mal olientes dedos para cortárselos en redondo con mis dientes. Con lo cual todos se apartaron de una bestia tan feroz. El pregonero, por su parte, ronco ya de tanto desgañitarse para venderme, se permitía burlas por el estilo. «¿Cuándo lograremos deshacernos de este mal penco, que apenas se aguanta en sus roídos cascos, de pelo descolorido, que sólo sale de su inconmensurable pereza y de su letargo para hacer locuras y cuyo pellejo apenas es bueno para una criba? Lo mejor será regalarlo al primero que se conforme en alimentar tan estúpido animal.»
Y todo el mundo reía las gracias del pregonero. Pero mi mala fortuna, que no pude abandonar a pesar de haber corrido tantas tierras, sin apaciguar, a pesar de mis repetidos contratiempos, dirigió otra vez sobre mí su ciega mirada. Y se presentó un comprador que fue para ella maravilloso hallazgo para perpetuar mi duro suplicio. Oíd quien era: era un viejo libertino, calvo, con unos pocos cabellos blancos que le formaban bucles; el más innoble pillo salido del barro de la calle: uno de estos miserables que recorren las ferias de las grandes ciudades tocando el címbalo y el triángulo y llevando a cuestas a la diosa Siria que asocian, a la fuerza, a su oficio de pordiosero y saltimbanquis. Este hombre, decidido a comprarme, preguntó de que país era yo. «De la Capadocia, respondió el pregonero, y es un animal muy sólido.» Preguntó por mi edad: el pregonero continuó bromeando: «Un astrólogo que ha calculado su constelación garantiza que sólo tiene cinco años, pero sólo él sabe verdaderamente cuál es su estado civil. Por lo demás, aunque sé que me expongo a los rigores de la ley Cornelia si os vendo un ciudadano romano en concepto de esclavo, compradlo, por lo menos, con esta convicción: es vigoroso, sobrio y sirve para el tiro y para el campo.» A pesar de esto continuaba el comprador menudeando preguntas. Informose, con gran cuidado, acerca de mi docilidad.
El pregonero le tranquilizó: «Estáis contemplando un cordero y no un asno. A cualquier trabajo que se le aplique es un modelo de dulzura: jamás un mordisco; jamás una coz. Verdaderamente diréis que bajo la piel de este asno vive el hombre más apacible. No es difícil de comprobar lo que os digo: poned la cabeza entre sus piernas y reconoceréis fácilmente la gran paciencia de que está provisto.» Así se burlaba el pregonero del libertino viejo, pero éste, conociendo la burla dio señales de viva indignación: «Quiera Dios, viejo esqueleto, exclamó, quiera Dios, estúpido pregonero, que te vuelvas sordo, mudo y ciego! ¡Atiende mis deseos, omnipotente diosa siria, madre de la naturaleza!, ¡augusto dios de Saba!, ¡y tú, Belona!, ¡y tú, divina Cibeles, y tú Venus, señora y dueña de Adonis! Que expíe los groseros sarcasmos con que me ofende hace rato. ¿Crees tú, pedazo de animal, que puedo confiar la diosa a un animal indómito que eche por los suelos esta divina imagen, obligándome así a correr de un lado para otro desesperado, loco, erizados los cabellos buscando un médico para mi diosa tendida en tierra?» Cuando oí estas palabras me decidí a fingir un agudo acceso de rabia para que, viéndome furioso e indomable, renunciara a mi adquisición. Pero el implacable comprador se adelantó a mi pensamiento y pagó mi precio en diecisiete denarios, que el otro aceptó con gran placer por lo mucho que yo le aburría. Atáronme con un cabo y me entregaron a Filebo, que este era el nombre de mi nuevo propietario.
Éste, arrastrando al nuevo servidor que acababa de adquirir, llegó a su barraca y gritó desde la puerta: «Muchachas, ved aquí un hermoso esclavo que acabo de comprar.» Estas muchachas eran un rebaño de gente alegre que empezaron a saltar de gozo y a dejar oír con voz cascada, ronca y afeminada, los más discordantes sonidos, pues creyeron que efectivamente se trataba de algún esclavo que se había procurado para adiestrarle en su oficio. Pero cuando vieron no un buen mozo en vez de una doncella, sino un asno en vez de un muchacho, pusieron mala cara y apostrofaron a su jefe con mil burlas diciendo que no les había traído un esclavo sino un hermoso marido destinado a su uso personal. “¡Cuidado!, añadían, no intentes gozar tú solo de este lindo muchacho. Resérvalo también para nosotras, tus tortolitas.» Insultándole con estas y parecidas palabras, me ataron a una estaca. Con ellos vivía un mozo de gallarda estatura y hábil en tocar la trompeta que habían comprado en el mercado de esclavos con el producto de sus cuestaciones. Cuando salían, acompañaba con su instrumento a los que llevaban a la diosa; pero en la casa se repartían indistintamente todos ellos sus favores. Maravillose al verme en la casa y procurándome abundante pienso me dijo muy contento: «He aquí que has venido para aliviarme en mi penoso trabajo. Procura vivir largo tiempo, complacer a nuestros señores y haz que pueda yo dar descanso a mi fatigado cuerpo! Oyendo esto comprendí las nuevas miserias que me aguardaban.
El día siguiente se vistieron con telas de colorines, se disfrazaron ridículamente y después de embadurnarse la cara con arcilla y pintarse el cerco de los ojos, salieron a la calle, llevando por sombrero pequeñas mitras y envueltos en mantos amarillos, unos de seda, otros de lino. Algunos llevaban túnicas blancas, abigarradas, con rayas rojas y bien ceñidas al cuerpo. Todos ellos usaban zapatos amarillos. Cargaron sobre mí la diosa, envuelta en una tela de finísimo tejido, y recogiendo sus mangas hasta la espalda, levantaron en alto grandes cuclhillos y hachas, brincando como locos, pues el sonido de la flauta excitaba más aún su frenesí. Después de pasar por delante de malas chozas, llegamos a la casa de campo de un opulento propietario y a la puerta de la misma iniciaron el más espantoso escándalo. Entregáronse a fantásticas evoluciones, dejando caer la cabeza atrás, volviendo el cuello en todos sentidos, el cabello suelto al aire y gritando desaforadamente. Se muerden unos a otros y, finalmente, se clavan todos el cuchillo en el brazo. Sin embargo, uno de ellos se distinguía de los demás por sus desordenadas locuras. A cada momento dejaba escapar del pecho profundos gemidos, como si en un momento de inspiración, no pudiese retener el divino soplo que le dominaba, y hacía como si esto le provocase un violento delirio, como si la presencia de los dioses no tuviese por efecto dar bienestar a los mortales y no comunicarles malhumor o enfermedades.
Ved, por lo demás, cómo fueron recompensados sus méritos, gracias a la divina Providencia. Se acusó a si mismo, con mentirosas divagaciones, de haber cometido sacrilegas indiscreciones y anunció que iba a castigar debidamente con sus propias manos tan criminal acción. Tomó un látigo especial, que usan estos degenerados (hecho con cordones de lana retorcidos, que terminan en unos huesos de carnero, a manera de nudos), y con él se azotó enérgicamente, oponiendo al dolor de este suplicio una firmeza verdaderamente maravillosa. Las heridas de los cuchillos y las llagas de los latigazos cubrieron el piso de sangre, cosa que me causaba viva inquietud, pues temí que la diosa extranjera no sintiera avidez de sangre de asno, como hay hombres que apetecen leche de burra. Finalmente, fatigados de destrozarse así, suspendieron tanta carnicería, para recoger en los pliegues de sus vestidos las monedas de cobre y alguna de plata que el público les arrojaba. Algunas almas compasivas les obsequiaron con vino, leche, queso, trigo, harina y cebada para el portador de la diosa. Llenaron los sacos que a prevención llevaban y los endosaron a mis espaldas; de manera que, agobiado por la doble carga, era yo a la vez un granero y un templo ambulante.
He aquí cómo iban explotando la comarca, yendo de una parte para otra. Llegamos a una choza y contentos por la última cuestación, que fue abundante y lucrativa, quisieron celebrarlo con un festín. Con el pretexto de una imaginaria ceremonia religiosa, pidieron a uno de los moradores de la casa el más corpulento de sus corderos, cuyo sacrificio debía servir, según decían, para calmar el hambre de la diosa Siria. Después de dejarlo todo dispuesto para la comida, fuéronse a los baños. A su vuelta trajeron, como convidado, un robusto campesino, cuya talla y vigorosos flancos respondían a sus deseos, y después de probar algunas legumbres, en la misma mesa, estos odiosos libertinos cedieron a las horribles tentaciones que les inspiraba el fuego de una monstruosa pasión. Rodearon al labriego, le desnudaron, le tumbaron de espaldas, y con execrable afán solicitaban sus caricias. Mis ojos no pudieron tolerar por más tiempo tanta abominación. ¡Oh, ciudadanos! Quise gritar. ¡Dios mío! Completamente solo, aislado, pude sólo pronunciar la o, que salió vibrante, es verdad, en el tono de voz que conviene a un borrico, pero con toda la inoportunidad del mundo. Porque los campesinos de la inmediata aldea, a quienes se les había extraviado el día anterior un asno, iban explorando escrúpulosamente todas las posadas y me oyeron rebuznar en la choza. Creyeron que era el suyo, allí oculto, y para recuperar sin vacilación lo que les pertenecía, llegaron improvisadamente, en apretada tropa. Y sorprendieron a mis dueños en flagrante delito, en medio de sus reprobables torpezas. Llamaron a todos los vecinos, para que fuesen testigos de tan escandalosa escena, y en tono zumbón alabaron, como era del caso, el pudor y la castidad de estos sacerdotes.
Consternado a por el escándalo, que divulgado rápidamente por la comarca les hacía justo objeto de aversión y odio, reunieron apresuradamente sus bagajes, y a media noche emprendieron la huida furtivamente. Al amanecer estaban ya lejos y a medio día habíamos alcanzado ya apartadas regiones. Allí decidieron matarme, tras larga deliberación. Me quitaron la diosa que llevaba a cuestas y la dejaron en el suelo, quitáronme los arreos y me ataron a un árbol, y con los látigos provistos de huesos me azotaron tan furiosamente, que llegué a dos dedos de la muerte. Uno de ellos me amenazaba con cortarme las patas, por haber yo ultrajado escandalosamente su pudor, edificante en verdad. Pero los otros, menos por consideración a mí que al simulacro que yacía en el suelo, opinaron que convenía dejarme vivir. Cargáronme, pues, nuevamente con todo el bagaje y lloviendo palos sobre mis costillas llegamos a una importante ciudad. Allí uno de los principales habitantes, hombre devoto y muy respetuoso con los dioses, corrió a nuestro encuentro atraído por el tintineo de los címbalos, el rumor de los tambores y el dulce son de los tímpanos frigios. Ofreció hospitalidad a la diosa, que colmó de votos, nos instaló en su casa, grande y desahogada, e hizo todo lo posible para complacer a la divinidad, obsequiándola con opulentas víctimas.
En esta ciudad recuerdo haber corrido el mayor peligro de mi vida. Un labriego mandó a nuestro huésped, su señor, una pieza de caza: un muslo de un soberbio corzo. Dejáronlo imprudentemente colgado a poca altura detrás de la puerta, y un perro, muy aficionado a la caza se apoderó de él traidoramente, escapando luego sin ser visto. El cocinero, al notar la falta, debida a su descuido, lamentábase y lloraba en vano. Cuando el señor pidió la comida, ¡que desolación!, ¡qué llanto! Ya el cocinero había dado el último adiós a su tierno hijo, y tomando una soga se preparó para ahorcarse, cuando enterándose de ello su mujer arrojó violentamente el funesto nudo. «¿Qué necesidad hay, exclamó, de que este contratiempo te aturda hasta el punto de llevarte a tan fatal resolución? Hay un remedio que la casualidad o la Providencia divina pone a nuestro alcance; ¿no se te acude? Sí; por poca reflexión que te haya dejado el desorden en que te ha sumido este infortunio, préstame atención. Hay en la casa un asno forastero, llévale a un rincón oculto, desgüéllalo y quítale un muslo. Será parecido al que nos han robado; córtalo a rajas, prepara una buena salsa y sírvelo al señor en sustitución del otro.» Al sinvergüenza cocinero le pareció acertado salvarse a costa de mi cabeza, y haciéndose lenguas de la sagacidad de su mujer, afiló sus cuchillos para poner manos a la obra.
LIBRO NOVENO
Así armaba sus manos contra mí el desalmado verdugo. Pero ante tal peligro me decidí prontamente, y sin entablar una larga meditación resolví escapar del tormento que me amenazaba. En un abrir y cerrar de ojos rompo la cuerda que me sujetaba y aprieto a correr como un demonio, protegiendo mi retirada con abundantes coces. Veloz como el rayo atravieso la inmediata galería, llego a la sala donde el dueño se regalaba con los sacerdotes de la diosa, saboreando las víctimas sacrificadas, y la mesa, el servicio, sillas y todo junto, vuela por los aires con espantoso estruendo. Tal fue el efecto de mi impetuosa irrupción. Tan irrverente atropello escandalizó al jefe de la familia, que se apresuró a entregarme a uno de sus esclavos, como bestia importuna y desordenada, mandándole que me encerrara en sitio a propósito que no me permitiese turbar en lo sucesivo la tranquilidad de sus festines con parecida petulancia, gracias a esta hábil estratagema logré salvar el pellejo; escapé de las manos del verdugo y me dirigí contento a la cárcel que debía servirme de refugio. Pero ya se sabe; cuando la Fortuna se pone de espaldas nada puede salir bien. No hay consejo prudente ni recurso ingenioso que pueda neutralizar o modificar las disposiciones fatales de la divina Providencia. En cuanto a mí, el accidente que parecía garantizar monientáneamente mi salvación, me puso en peligro de inevitable muerte.
En efecto; mientras los comensales charlaban familiarmente, entró de un modo brusco en la sala, fuera de sí, un joven esclavo con el rostro convulso y dominado por el terror, anunciando a su señor que acababa de entrar por la puerta falsa de la casa, con pasmosa rapidez, un perro rabioso que con gran furor se abalanzó sobre los perros de caza y que pasó luego a la cuadra inmediata arrojándose sobre las caballerías con gran encarnizamiento, sin respetar siquiera a los hombres. «Mirtilo el cuadrero, el cocinero Efestio, Hipatavio el camarero, Apolonio el médico, han intentado echarlo, pero se ha revuelto contra todos furioso, y lo más grave es que sus venenosos mordiscos han comunicado a las bestias su mismo mal de rabia.» Esta noticia les dejó estupefactos. Creyendo que mi precedente acceso de furor era ya debido al contagio del mal, cogen lo primero que les viene a mano y, excitándose unos a otros para darme muerte, se lanzan en mi persecución, más rabiosos que yo mismo. Sin duda, con sus dardos, lanzas y hachas me habrían hecho pedazos, si ante tan tremenda y peligrosa tempestad no invado rápidamente la habitación donde se hospedaban mis dueños. Tras de mí cerraron y bloquearon las puertas esperando que, sin peligro para los combatientes, las ansias mortales de mi pertinaz rabia acabarían mis fuerzas y ocasionarían mi muerte. Sólo así vi asegurada mi libertad, y aprovechando la feliz circunstancia de encontrarme solo, echeme sobre un mullido lecho y descansé romo duermen los mortales, dulzura desconocida para mí desde larga fecha.
Era ya de día cuando me levanté, aliviado de mis fatigas por la suavidad de la cama y lleno de vigor. Los hombres habían pasado la noche en vela, vigilándome, y oí que hablaban de mí en estos términos: «¿Se puede creer que a este miserable asno le duren todavía los ataques rabiosos? ¿Llegado el veneno a su mayor intensidad, no estará ya ahora amortiguado?» Siendo diferentes los pareceres acordaron investigarlo, y mirando por una rendija vieron que me estaba yo tan tranquilo en mi sitio sin dar la menor señal de enfermedad ni de locura. Apresuráronse a abrir la puerta y quisieran asegurarse de mi curación. Pero uno de ellos, un salvador que me enviaban los cielos, indicó a los otros el procedimiento más seguro para certificar mi estado: «Traedle un cubo de agua fresca; si no tiembla, si la bebe sosegadamente estad seguros de que está sano; si, por el contrario, la vista y el contacto del líquido le inspiran aversión y repugnancia, creed que todavía conserva tenazmente la temible rabia.»
Aceptada su opinión, fueron en busca de un cubo que llenaron, en la fuente más inmediata, de cristalina agua y, recelosos, me la ofrecieron. Mas yo, lejos de titubear, me adelanto corriendo nacia ellos, porque me devoraba una ardiente sed, y, hundiendo la cabeza entera en el cubo, apuré en pocos sorbos esta benéfica agua que me devolvía la vida. Pronto me acariciaron con la mano, me tiraron de las orejas, me cogieron por el rabo y me hicieron mil experiencias. Me mostré tan pacífico, que, abandonando su absurda preocupación, reconocieron manifiestamente que yo era un animal de los más tratables.
Escapé, pues, al doble peligro, y el día siguiente recibí otra vez la carga de los sagrados cachivaches y al son de címbalos y cascabeles me puse en marcha para ser de nuevo un mendigo errante. Después de visitar durante nuestro viaje numerosas casas y granjas, llegamos a una gran ciudad construida, según decían sus habitantes, sobre las ruinas de otra que había sido muy rica en sus buenos tiempos. Nos hospedamos en el primer mesón que hallamos, y allí supimos la graciosa historia de un pobre individuo a quien engañaba su mujer. Voy a recrearme contándola.
Érase un pobre demonio, de oficio herrero, que apenas cubría sus más perentorias necesidades con su miserable jornal. Sin embargo, tenía mujer, pobre como él, pero tan excesivamente liviana, que era la comidilla de todo el mundo. Cierto día salió nuestro hombre de madrugada para una obra de que se había encargado y, en cuanto estuvo fuera; deslizose en la casa un atrevido galán, entregándose los dos amantes, con toda seguridad, a los más tiernos debates. El marido, que nada sospechaba, volvió a casa sin que nadie le esperase a tal hora, encontrando la puerta cerrada y corridos los cerrojos. Quedó admirado del talento de su mujer. Llama a la puerta y da un silbido para indicar que era él. Entonces la astuta hembra, acostumbrada ya a estos escamoteos, abandona los amorosos brazos que la retenían y viendo en un rincón un barreño vacío escondió en él a su amante y fue a abrir la puerta. Antes de que hubiese entrado el marido ya le prodigaba los mayores insultos: «¡Es decir, gritaba, que sin trabajar y sin ganar dinero quieres que te cuide, y abandonando tu jornal quieres que vivamos y comamos! ¡Tú quieres que tu infeliz mujer se destroce los dedos a fuerza de hilar lana día y noche para que siquiera tengamos aceite para el candil! ¡Cuanto más feliz no es Dafne, la vecina! Todo el día se pasa bebiendo, se harta hasta reventar y se refocila con mil amantes.»
Viendo este mal recibimiento, respondió el marido: «¿De qué te quejas? Aunque mi amo nos obliga a holgar por incidentes de un pleito, he proveído, sin embargo, a las necesidades del día. ¿Ves este barreño vacío que estorba sin servir para nada? Pues lo he vendido por cinco denarios y aquí me acompaña el comprador para llevárselo, puesto que lo ha pagado ya. Manos a la obra; dadme un golpe de mano para levantarlo y darlo a este hombre.» La mujer, que acababa de discurrir un ardid para salvarse, echó a reír como una loca. ««¡Realmente, dijo, tengo un marido de admirable talento y hombre de negocios! Un trasto que yo, una mujer, he vendido hace días por siete denarios, sin salir de casa, lo vende ahora él por cinco.» Encantado de tal ganga: «¿Quién es, preguntó el marido, el simpático comprador?» Ella respondió: «Hace ya, rato que se ha metido dentro para examinar si tiene algún defecto.»
El pájaro no se hizo el sordo y, saliendo del nido, dijo: «Señora, he de hablaros con franqueza. Vuestro barreño es muy viejo, está tan lleno de rendijas que parece una celosía; apenas se sostiene.» Y volviéndose de cara al marido, afectando no conocerle: «¡Eh!, gritó; camarada, dadme inmediatamente una luz para rascar bien la suciedad que tiene dentro y podamos ver exactamente su estado. No creáis que gano yo mi dinero robándolo.» El confiado marido, modelo de penetración y sutileza, encendió una linterna. «Amigo, dijo al galán, esperad, un momento a que lo limpie como es conveniente.» Dicho y hecho. Desnudose y sirviéndose de la luz empezó a rascar la espesa capa de fango que cubría la madera. Por su parte, el mozo tendió sobre el barreño a la mujer del herrero y allí mismo llenó su cometido con toda seguridad. Ella entretanto hacia mil muecas burlándose de su marido y golpeando con el dedo indicaba el sitio donde debía rascar. Y terminada la doble tarea, el desventurado herrero después de recibir los siete denarios, viose obligado a cargar con el barreño y llevarlo él mismo a casa de su sustituto.
En esta ciudad nos detuvimos algunos días y nuestros sagrados sacerdotes acrecentaron considerablemente sus caudales gracias a la munificencia pública que con espléndidos óbolos premiaba sus profecías.
Por fin imaginaron un nuevo procedimiento para ganar dinero. Eligieron una respuesta única que era apropiada a la mayor parte de los sucesos, y a las numerosas consultas que les dirigían sobre diversas cosas, contestaban siempre con esta broma. El oráculo decía así:
«Quien disponga de bueyes y arados para cultivar la tierra obtendrá buena recolección y buena semilla.»
Les preguntaban la opinión del oráculo acerca de un matrimonio; decían que la respuesta era concluyente: «Que debían someterse al yugo del himeneo y que la buena recolección serían los hijos.» Un hombre que iba a comprar una propiedad consultó a nuestros sacerdotes. El oráculo habló de bueyes, arados, campos sembrados y buenas cosechas. Una persona que debía emprender un largo viaje consultó a la diosa para mayor seguridad: era cuestión de un carruaje con mansos caballos y la buena cosecha señalaba buen éxito. Si le hablaban respecto a un combate o la persecución de una cuadrilla de bandoleros, queriendo saber si la expedición sería próspera o desgraciada, la victoria, según los sacerdotes, era segura, garantizada por el oráculo, porque debía ser subyugada la cerviz del enemigo y ganar un botín abundante y fructífero. De este modo, con la estratagema de esta previsión casuística, ganaron no poco dinero.
Pero habiendo abusado de tal respuesta hasta la saciedad, perdimos la clientela y emprendimos otra vez nuestra peregrinación. ¡Qué camino! El que emprendimos era mucho peor que todos los recorridos anteriormente. Estaba lleno de baches y lodazales; tan pronto nos hundíamos en una charca como resbalábamos en espeso fango. Sólo después de mil tropezones y pasos en falso, que me destrozaban las piernas, llegamos, muertos de fatiga, a un camino llano. De pronto, vemos correr hacia nosotros, persiguiéndonos, numerosa gente armada, que al llegar adonde estábamos detiene sus caballos y se arrojan sobre Filebo y demás compañeros, agarrándoles fuertemente por el cuello y gratificándoles con una lluvia de puñetazos, mientras les llamaban infames y sacrílegos. Les sujetan en seguida con esposas y les obligan a entregar una copa de oro, cuya adquisición les había inducido a cometer un crimen. «Sí, decían; durante la celebración de cierta solemnidad secreta, la robasteis traidoramente de entre los mismos almohadones de la madre de los dioses. Y para evitar el castigo que merece tan gran sacrilegio, habéis escapado furtivamente. Antes de salir el sol estabais ya lejos de la ciudad.»
Uno de los de nuestra pandilla, registró mis bagajes y delante de todos sacó la copa de oro. Pues bien, el descubrimiemto de tan afrentoso sacrilegio no desconcertó ni inspiró el más pequeño temor a mis miserables dueños. Por el contrario, los impostores, echáronse a reír y bromear, diciendo: «¡Ved qué indignidad!, ¡qué desgracia! ¡Siempre se acusa al inocente! Por un vasito ofrecido por la madre de los dioses a su hermana Siria, como obsequio de hospitalidad, estáis sospechando de los ministros del culto y les acusáis gravemente.» Pero en vano se valieron de estos especiosos argumentos y otros por el estilo; los ciudadanos nos hicieron torcer el camino y dieron con nosotros, cargados de cadenas, ante los jueces del país. La copa y la estatua que yo llevaba a cuestas fueron depositados, como objetos sagrados, en el tesoro del templo. En cuanto a mí, lleváronme el día siguiente al mercado y me pusieron otra vez en venta, por mediación del pregonero público. Pagaron por mí siete denarios más de los que le costé a Filebo, y pasé a manos de un molinero, que me cargó en seguida con una partida de trigo que acababa de comprar, y por un camino lleno de agudos guijarros y de zarzales me condujo a su molino.
Pronto vi numerosas caballerías que daban vueltas al malacate para poner en movimiento muelas de varias dimensiones. Aquella máquina andaba día y noche. Pero para que no me espantase el aprendizaje, mi nuevo dueño me trató espléndidamente, en cuanto a habitación y alimento. En efecto, el primer día me lo concedió de descanso y me proporcionó abundante pienso. Pero esta situación de comer y no trabajar duró poco. Al día siguiente, al amanecer, me ataron a la muela mayor, tapáronme los ojos y empece a dar vueltas por una estrecha y tortuosa ranura. Obligado por la forma circular de mi cárcel, iba todo el día pisando mis propias huellas, andando siempre sin avanzar nada. Sin embargo, no había yo perdido mi característica sagacidad y mala fe, y así procuré hacer resaltar mí torpeza en el aprendizaje de mi nuevo oficio. Aunque muchas veces (mientras formaba parte de la especie humana) había visto maniobrar tales máquinas, hice como si no tuviera la menor idea de lo que debía ser mi trabajo, y en vez de dar vueltas me quedaba parado como un estúpido. Imaginé que al verme tan imbécil e inepto para la molienda, me procurarían otro trabajo más ligero o que me mantendrían sin trabajar. Pero este ardid dio resultados negativos. Una serie de individuos, provistos de gruesos palos, colocáronse alrededor de mí y, a una señal convenida, sin que yo sospechase nada, pues tenía los ojos vendados, oyóse gran gritería y empezó a caer sobre mi espinazo un nublado de palos que temblaba el orbe. Esta sorpresa me impresionó tanto que, echando a rodar todos mis cálculos, tiré de la cuerda con todas mis fuerzas y en un momento di no sé cuantas vueltas.
Oí cómo todos se desternillaban de risa al ver mi súbito cambio de marcha. Al caer de la tarde desatáronme de la máquina y me llevaron al pesebre, pues en todo el día no había aún probado bocado. Mas a pesar de mi gran fatiga, a pesar de la apremiante necesidad de reparar mis fuerzas y a pesar del hambre que me devoraba, fascinado por mi habitual curiosidad, desprecié un abundante pienso para examinar detenidamente el gobierno de esta detestable oficina. ¡Dios mío, qué espectáculo! Veía hombres extenuados, encendida la piel por las lívidas señales de latigazos; sus espaldas, acribilladas de heridas, apenas eran protegidas por inmundos harapos; algunos sólo llevaban un delantal que les llegaba a los muslos, y todos iban vestidos de modo que se les veía el cuerpo al trasluz. Tenían letras grabadas en la frente, la mitad de la cabeza afeitada y un grillete en cada pie. Además de la palidez que les desfiguraba, tenían los párpados y pestañas quemados por el humo y el fuego de los hornos; estaban casi ciegos. Y así como los atletas se espolvorean con arena fina antes de la lucha, una harina cenicienta recubría a estos infelices con su indecisa blancura.
En cuanto a mis compañeros, las caballerías, ¿qué diré, o cómo lo diré? ¡Qué pencos! ¡Qué caballos tan demacrados! Alineados alrededor del pesebre comían sólo paja hundiendo en ella hasta las orejas. Su carcomido cuello estaba lleno de purulentas llagas: sus ardientes narices soplaban continuamente por efecto de la tos que les desgarraba. Tenían el pecho estropeado por el continuo trote de la cuerda, y sus flancos, a fuerza de palos, sólo tenían el puro pellejo. Los cascos, a fuerza de dar vueltas a la noria, les habían crecido extraordinariamente y su descarnado cuero estaba cubierto de repugnante sarna. El deplorable aspecto de tal acompañamiento me puso inquieto. Recordé mi precedente condición de Lucio y comparándola a esta extremada miseria, doblaba la cabeza al peso de tanto infortunio. El único consuelo que me hacía soportalble la vida era mi curiosidad innata, y como nadie sospechaba de mí de todo me enteraba. Con mucha razón el divino autor de la poesía clásica griega afirmaba que sólo se obtiene la sabiduría recorriendo muchos pueblos y estudiando sus costumbres. En efecto, yo conservo un recuerdo de gratitud a mi estado asnal, pues con este disfraz y las enseñanzas de la varia Fortuna logré, si no ser un sabio, saber muchas cosas.
Y para demostrarlo he aquí una graciosa historia muy divertida y escabrosa. Empiezo. El molinero que me compro era, por lo demás, un buen sujeto, bastante rico, pero el destino le había dado para esposa una malvada y detestable mujer que le llevaba a mal traer el honor y la casa. Hasta llegué algunas veces a lamentar, en secreto, su triste suerte. A esta pécora no le faltaba un solo vicio. En su alma se habían reunido, como en infecta cloaca, todas las inmundicias. Era maliciosa, cruel, libertina, borracha, pendenciera, terca, tan avara en sus infames rapiñas como pródiga en superfluos gastos, más mala que un veneno y enemiga declarada del pudor. Despreciaba y hollaba las santas deidades y, a manera de religión, simulaba mentiroso culto a un dios que ella decía ser único; indignas hipocresías para engañar a la gente. Constantemente engañaba a su infeliz marido, emborrachábase al amanecer y durante el día se entregaba al primero que llegaba.
Esta criatura me profesaba un odio inmenso. Era todavía de noche cuando ya gritaba desde la cama que atásen a la muela grande al asno recién comprado, y en cuanto salía de su cuarto exigía que me aplicasen una tanda de palos en su presencia. A la hora del pienso mandaba desenganchar los otros animales pero no a mí. Esta persecución aumentó todavía en mí la natural curiosidad que me inspiraba su conducta. Sabía yo que diariamente introducía en su habitación cierto galán que deseaba yo conocer. Pero la venda me tapaba tan bien los ojos que a pesar de mi sagacidad no había manera de observar los desórdenes de esta detestable hembra. Había una vieja que era la confidente de sus liviandades y la mediadora con sus amantes. Todo el día, mañana y tarde, iban juntas. Empezaban almorzando en la misma mesa, bebiendo copiosamente el vino puro que se escanciaban mutuamente y siempre acababan organizando, con infernal malicia, odiosos enredos que volvían loco al pobre molinero. Cuanto a mí, aunque gravemente irritado con Fotis, que al querer hacer de mi un pájaro me convirtió en asno, encontraba por lo menos en mi lastimera deformidad el consuelo (único, por cierto) de oír perfectamente con mis desarrolladas orejas todo lo que se hablaba, aun a cierta distancia.
Un día llegaron a mis oídos las siguientes palabras de la vieja comadre: «¡Qué amante, amiga, has elegido sin consultarme! Pero, en fin, para ti harás. No tiene actividad ni atrevimiento; tu antipático y fastidioso marido le hará temblar como un cordero con sólo fruncir las cejas. Y para postre, su lánguido amor sufre intermitencias que serán para tu vigor unm verdadero suplicio. ¡Cuánto más no te valdría llamar a Filesiétero! ¡Éste es un gallardo mozo! Atrevido, generoso e infatigable para burlar las necias precauciones de los maridos. En realidad, sólo conozco a él que sea digno de obtener los favores de nuestras damas. Merece adornar su frente con una corona de oro aunque sólo fuera por la astucia que desplegó últimamente, con sin igual picardía, contra cierto marido celoso. Oye y compara cuánta diferencia va de un amante a otro.
»Tú conoces a Bárbaro, decurión de nuestra ciudad, a quien la gente llama el Escorpión, por su genio adusto y agrio. Se casó con una muchacha de buena familia, extraordinariamente guapa, y, empleando las más sutiles precauciones para guardarla, no la dejaba salir de casa.—Sí, sí, contestó la molinera, la conozco: te refieres a Aretea, mi amiga de colegio.—¿Entonces, repuso la vieja, sabes ya toda la historia de Filesiétero?—Ni una palabra, dijo la otra, y te suplico me la cuentes detalladamente.» La infatigable y parlanchina vieja continuó así: »Viéndose precisado Bárbaro a emprender un viaje, quiso garantizar la virtud de su cara mitad, con todas las precauciones posibles y, al efecto, se valió de su criado favorito Mirmeco, hombre de rara fidelidad. Diole secretas instrucciones y le confió plenos poderes para vigilar a la señora, amenazándole con enterrarle vivo y hacerle morir de hambre si un hombre la tocaba sólo en la ropa. Confirmó sus amenazas poniendo por testigos a todos los dioses del cielo. Mirmeco quedó aterrorizado y Bárbaro emprendió el viaje completamente tranquilo, después de confiar su esposa a un guardia que cumpliría su deber. En efecto, resuelto a evitar una conyuntura desgraciada, Mirmeco no dejaba salir nunca a la señora. Aunque estuviese tranquilamente sentada hilando lana, no se apartaba dos dedos de ella. Por la noche, a la hora del imprescindible baño, iba él junto a ella, pegado, aguantando con la mano el extremo del manto de Aretea, y así llenaba con maravillosa sagacidad la misión de confianza que le habían encargado.
»Pero el galante Filesiétero iba siempre a la que salta, y pronto descubrió la sorprendente hermosura de tal dama. Todo lo que se pregonaba de su virtud, de las excesivas y raras precauciones del marido, sólo sirvieron para enardecerle más y, dispuesto a todo, sin medir dificultades, desplegó todo el arsenal de sus recursos para burlar la tenaz vigilancia de que era objeto la muchacha. Bien sabe él cuan frágil es la fidelidad conyugal, sabe que no hay obstáculos que el dinero no allane, ni puertas (aunque fuesen de duro diamante) que el oro no abra de par en par. Aprovechó un momento de encontrar a solas a Mirmeco para decirle su amor y suplicarle con insistencia que le auxilie un su tormento, puesto que está resuelto a darse la muerte si no puede alcanzar el objeto de sus deseos. «Tu no debes temer nada, le dijo: la cosa es muy fácil; por la noche, a favor de la obscuridad podré entrar y salir de la casa ocultamente.» »A estos persuasivos argumentos y otros parecidos, añadió el siguiente; era la vigorosa cuña que iba a hender violentamente el firme corazón del esclavo. Enseñole un puñado de monedas de oro, nuevas y relucientes. «Veinte, añadio, son para tu señora y diez para ti.»
Mirmeco estremeciose a tal proposición, se tapó los oídos y echó a correr. Pero el brillo del oro había subyugado ya su pensamiento. Aunque se había alejado rápidamente camino de su casa, veía aún los destellos del oro y en su imaginación lo apreciaba como suyo. Su cabeza vacilaba; los más incoherentes y contradictorios pensamientos lo condenaban a una pesadilla de crueles incertidumbres; por un lado el deber; por otro el dinero; por una parte el remordimiento; por otra el placer. Por último, venció el dinero. No pasaba un solo instante sin aparecérsele el recuerdo de la tentadora moneda. Aun por la noche sentíase incitado en sueños a la riqueza y, aunque las amenazas de su amo le retenían en la casa, el oro le tentaba a salir. Por ultimo, abjuró de su honor, y suprimiendo toda vacilación, fue mediador con su dueña de las pretensiones del galán, y ella, lejos de desmentir la natural debilidad de su sexo, sacrificó muy pronto su pudor al execrable metal. Loco de alegría, cuando acababa de prostituir para siempre su fidelidad, se impacientaba Mirmeco para recibir, y aun sólo para ver el oro, que para desgracia tuya le había rendido. Corrió a notificar a Filesiétero el cumplimiento de sus deseos, gracias al gran interés que por su causa ha tomado, y reclama, luego, la prometida recompensa. Y Mirmeco, que no conocía la moneda de cobre, vio sus manos repletas de oro.
»Llegada la noche le acompañó a la casa, e introdujo al atrevido galán en la misma habitación de su señora. Apenas hubieron consagrado sus primeros arrebatos a la diosa Venus; apenas, como aguerridos soldados, empiezan el amoroso combate, cuando llega improvisadamente el marido, valiéndose de la oportunidad de la noche. »Llama a la puerta, grita, golpea con una piedra, y creciendo sus sospechas con la tardanza en abrir, amenaza a Mirmeco con espantosos suplicios. Éste, ante tal contratiempo, se vuelve loco, sin saber qué decisión tomar y discurre, por fin, el único pretexto posible; con la obscuridad no acierta a encontrar las llaves que tan cuidadosamente guarda ocultas. »Durante este tiempo, Filesiétero, que se enteró del enredo, ha vestido rápidameote su túnica y sale de la habitación, olvidando los zapatos en su precipitada huida. Entonces, Mirmeco pone la llave en el cerrojo, abre la puerta y recibe a su amo, que echando sapos y culebras se dirige veloz al dormiiorio. Filesiétero lo aprovecha para escapar y Mirmeco, una vez fuera el amante, tranquilo ya completamente, fue a acostarse.
»En cuanto amaneció saltó Bárbaro de la cama y, ¿qué ve debajo? Un zapato desconocido; el de Filesiétero. Con este descubrimiento recela lo ocurrido y sin decir nada a su mujer ni alborotar a nadie toma las sandalias y las oculta secretamente bajo su capa. Se contenta con ordenar a los otros esclavos que aten a Mirmeco y le arrastren a la plaza pública. Luego, dominando su odio, se fue presuroso a encontrar al amante, que descubrió sin dificultad con el indicio de las sandalias. Y he aquí a Bárbaro dando vueltas por las calles, furioso, frunciendo las cejas, colérico. Tras él, atado de pies y manos, sigue Mirmeco, que a pesar de la ausencia de flagrante delito, se sentía recriminado por la negra conciencia y pretendía inútilmente excitar la piedad con abundantes lágrimas y desesperados suspiros. En esto acertço a pasar Filesiétero y aunque preocupado en aquel momento por otras ideas, le llamó la atención tan imprevisto espectáculo. Y lejos de perder la serenidad recordó al punto su descuido y comprendió las consecuencias qua iba a traer, revistióse de su habitual serenidad, apartó a los esclavos y se abalanzó sobre Mirmeco obsequiándole con una serie de puñetazos: «¡Hola, ladrón, le decía; bien está que tu dueño y todos los dioses del cielo, que has invocado tan inicuamente en tus perjurios, te den la afrentosa muerte que tan merecida tienes! Ayer en los baños me robaste las sandalias. Sí, bien has merecido el suplicio que te atormenta.» Engañado como un cordero por la hábil estratagema del audaz amante, Bárbaro cayó en la más absoluta credulidad. Volviose para casa, llamó a Mirmeco y le dijo; «Toma las sandalias, te perdono la mala acción y corre a devolverlas a su dueño.»
Todavía duraba la charla de la vieja cuando le interrumpió la molinera. «¡Feliz la que posee un amigo tan osado y sereno en el peligro! Desgraciadamente, el mío se atemoriza con el solo ruido de la muela y con la presencia de este roñoso asno.» A lo que respondió la vieja: «Pues bien, ya haré yo las diligencias necesarias y animaré al otro, que es muy atrevido, a, que acuda a una cita.» Y prometiendo volver por la noche sale de la habitación. La púdica esposa se dispone a preparar una comida digna de los sacerdotes salios; saca vinos añejos, confecciona un excelente guisado de carne fresca, provee abundantemente la mesa y espera al nuevo galán como si esperase la aparición de un dios. Precisamente aquel día su marido no comía en casa. Llegado el mediodía obtuve yo, esclavo momentáneamente en libertad, un instante de descanso para consumir el pienso, y en verdad más me alegraba de tener los ojos descubiertos y poder contemplar todas las maniobras de la culpable hembra que del alivio de mi trabajo. Cayó finalmente el sol en las profundidades del Océano para ir a alumbrar desconocidos países y llegó acompañado de la indecente vieja el temerario amante. Parecía un niño; sus redondeadas mejillas estaban pintadas de un tierno color rosado; prodigaba también delicias a los galanes. Después de recibirle con profusión de besos invitole la dueña a probar los manjares que había, preparado ella misma.
Pero apenas inician el brindis de la bienvenida, apenas empiezan a saborearlo, cuando llega el marido, mucho más pronto de lo que era de suponer. La virtuosa esposa vomitó contra el una tempestad de imprecaciones e insultos hasta desear que se hubiese roto una pata por el camino. El galán, más muerto que vivo, no tenía una gota de sangre en las venas. Casualmente había allí una criba de madera que servía para limpiar el trigo, y la mujer escondió debajo de ella al amante. En seguida con todo su cinismo disimuló tan infame maniobra, y afectando en su rostro la mayor calma preguntó a su marido por qué había abandonado la comida de su buen amigo y había vuelto tan temprano. Él, suspirando dolorosamente repetidas veces, exclamó: «No he podido soportar más tiempo la abominable y criminal conducta de su impúdica esposa y he huido para no ver tal espectáculo. ¡Dios mío! ¡Cómo es posible que una madre de familia tan fiel y hacendosa se haya manchado con tal vergüenza! No, lo juro por la diosa Ceres; lo he visto y todavía no creo semejante escándalo.» Excitada por las palabras de su marido, picose la curiosidad de la molinera; no paró de aturdirle para que le explique punto por punto toda la historia sin dejar detalle alguno. El hombre tuvo que ceder y sin sospechar los escándalos de su propia casa explicó de este modo los que ocurrían en la del vecino:
»Mi amigo el batanero tenía una mujer de una virtud a toda prueba (al parecer): sólo se hablaba de ella en tono de alabanza y decíase que gobernaba la casa como esposa ejemplar, cuando un secreto capricho la hizo enamorarse de cierto galán a quien concedía sin cesar secretas entrevistas, y en el mismo momento en que saliendo del baño íbamos a sentarnos a la mesa se estaba entregando ella a los más apasionados deportes con su amante. Turbada con nuestra presencia salió del paso escondiendo al individuo debajo de un armazón de cañas puntiagudas. Era una de estas máquinas que sirven para exponer los trapos al sol después de blanquearlos con azufre. Seguro ya su galán (por lo menos así lo creyó ella) vino tranquilamente a sentarse con nosotros. Pero el olor acre y penetrante del azufre ahogaba al otro y el vapor que se desprendía de los trapos le asfixiaba. Y el azufre, como se sabe, tiene la propiedad de provocar frecuentes estornudos.
Al primero que oímos, como salía en dirección de la mujer, figurose el marido que ella lo había hecho y, seriamente, la saludó con las palabras de rúbrica. Repitiose de nuevo varias veces hasta que el hombre, ante tanta insistencia comenzó a escamarse. Levántase de la mesa, retira trapos y cañas y sale un individuo medio asfixiado. Vivamente indignado ante tal ultraje púsose a gritar:—¡Una espada, por favor, una espada; voy a destrozar a este miserable! ¡Tiene que morir! Con gran trabajo sosegué su furor, haciéndole ver lo peligroso de la situación y asegurándole que su rival pronto moriría por efecto del azufre sin necesidad de violencia por nuestra parte. Calmado mas por la necesidad del caso que por mis discursos, pues el otro estaba casi muerto, le arrastró hasta la esquina de la calle. Entonces hice ver a su mujer la conveniencia de ausentarse momentáneamente de la casa y vivir en la de una de sus amigas hasta que hubiese pasado el colérico arrebato de su esposo. En esto, éste estaba dominado por tanta rabia que con seguridad meditaba algún trágico golpe contra su mujer y contra él mismo. Esta odiosa escena me ha hecho escapar de la mesa de mi amigo y regresar a la mía.»
Durante la narración del molinero, la mujer increpaba duramente a la mujer del batanero: «¡Malvada, decía; ¡indecente!, ¡escándalo y vergüenza de nuestro calumniado sexo. ¿Cómo? ¡Sacrificar su honor! ¡Hollar los sagrados derechos del matrimonio! ¡Manchar el lecho conyugal con repugnantes torpezas! ¡Renunciar a su rango de mujer legítima para tomar el de prostituta! ¡Sí, añadía; semejantes mujeres deberían morir en una hoguera!» Y entretanto, inquieta por los secretos tormentos de su impura conciencia y para librar pronto a su amante de la cruel prisión, excitaba con frecuencia a su marido a que se acostase, con pretexto de ser ya tarde. Él, por el contrario, hambriento por la interrumpida cena, inistía en acercarse a la mesa. Ella le sirvía la comida bien a pesar suyo. ¿Por qué? ¿Porque lo tenía preparado para otro? Sentía yo desgarrarse cruelmente mi corazón pensando en el criminal comportamiento de esta detestable mujer antes y durante su infamia. Discurrí con ansiedad un procedimiento para auxiliar a mi dueño descubriendo los líos de su mujer. ¿Si intentaba, mientras el otro estaba sepultado bajo la criba como una tortuga, levantar la concha y dejarle al aire libre?
Mientras así lamentaba yo como propia deshonra la que afectaba a mi amo, vino en mi auxilio la divina Providencia. Llegó la hora en que un viejo, cojo, encargado de las bestias, se dispuso a conducirnos a un abrevadero próximo. Este incidente me proporcionó ocasión para vengarme. Porque al pasar yo cerca del escondido galán vi que asomaba los dedos por debajo de la criba y sin compasión alguna apoyé mi casco fuertemente sobre ellos, dejándolos hechos una tortilla. Fue tan intolerable el dolor que sufrió el infeliz, que estalló en un desesperado grito y echó la máquina lejos de sí. Quedó al descubierto junto con las estratagemas de la desvergonzada mujer. El molinero, sin embargo, aparentó no dar gran importancia a la cosa. Y mientras el mozo temblaba, pálido de espanto, él le tranquilizaba con la mayor serenidad y las más amigables palabras. «Hijo mío, le dijo; no temas ningún mal trato de mi parte. No soy ningún salvaje ni ningún bárbaro sin educación. Yo no haré que te asfixies, como hizo mi amigo, con los mortíferos vapores del azufre. No usaré de mis derechos y no aprovecharé la severidad que me ofrece la ley de adulterios para hacer objeto de una mortal acusación a tan amable y guapo mozo. Pero quiero que repartas tus favores entre mi mujer y yo. No entablo, pues, una demanda de separación; por el contrario, pido comunidad de bienes para que, sin disgustos ni discusiones, tengamos una cama para los tres. Siempre he vivido en perfecta armonía con mi cara mitad y siempre hemos tenido los mismos gustos y aficiones. Y estos principios no permiten que la mujer resulte favorecida en perjuicio del marido.»
Y con esta proposición amorosa y sarcástica a la vez, condujo a su habitación al galán, que, alelado, no se daba cuenta de lo que ocurría. Encerró a su casta esposa en otro departamente y quedando a solas con el mancebo cobró con placeres lo que había pagado con el honor. Pero en cuanto el brillante carro del Sol trajo al nuevo día, llamó a dos robustos criados y mandó sostener en alto al muchacho, mientras él le azotaba con un látigo: «¡Muy bien, muy bien!, le decia; ¡en tu tierna y delicada juventud niegas a los amantes la flor le tu nubilidad para correr tras de las mujeres! ¡Buscas las casadas; turbas los matrimonios sancionados por la ley y aspiras antes de tiempo al título de galán! Y después de decirle estas y otras semejantes palabras, cruzado a latigazos, mandó echarle a la calle. Este modelo de galán intrépido pagó su atrevimiento con la fatiga de su cuerpo, que sufrió repetidos asaltos hasta quedar derrengado. A la molinera le prohibió su marido la entrada en su casa.
Pcro ella, cuya innata picardía fue excitada y exasperada con tan merecida afrenta, recurrió a su refinada astucia y a los ardides propios de su sexo. A fuerza de pesquisas dio con una hechicera que gozaba fama de disfrutar, por medio de sus oraciones y maleficios, un poder ilimitado. Logró de ella la promesa de que se realizaría uno de sus deseos, después de insistentes ruegos y numerosos regalos. Le aseguró que apaciguaría a su marido y les reconciliaría, y que, si esto no era posible, se valdría de un espectro o de una maléfica deidad para torturarle hasta causarle la muerte. Y la hechicera, cuyo poder se extendía basta los dioses, puso en juego los primeros recursos de su abominable industria. Intentó dominar el corazón del ultrajado esposo y despertar en él nuevo amor; pero salieron fallidas sus esperanzas. Indignada contra sus divinidades y estimulada por el fracaso, que no respondió a su salario, comenzó a amenazar la cabeza del desgraciado, suscitando contra ella la sombra de una mujer que murió de muerte violenta.
Pero tal vez, escrupuloso lector, detendrás mi historia con esta pregunta: «¿Cómo es posible, asno malicioso, que viviendo recluido en el molino pudieses averiguar lo que hacían aquellas mujeres en el mayor secreto.» ¡Bien! Discurrid de qué manera mi curiosidad, humana, con forma de asno, me dio los medios de conocer todas las maniobras que se llevaron a cabo para perder a mi molinero. Era mediodía, poco más o menos, cuando se presentó súbitamente en el molino una mujer desfigurada por las lúgubres vestiduras de los acusados y por una profundísima tristeza. Apenas la cubrían miserables harapos; los pies desnudos y descalzos, pálida como la cera y delgada como un espectro. Una desordenada cabellera, blanqueada por inmunda ceniza, ocultaba casi toda su cara. Esta mujer apoyó suavamente su mano sobre la espalda del molinero y como si debiera confiarle algún secreto lo hizo subir a solas a su habitación. Cerraron tras si la puerta y estuvieron juntos largo rato. En esto acabose de moler todo el grano que nos había dejado, y subieron los esclavos a la habitación para pedir órdenes respecto a lo que se debía hacer. Pero en vano le llamaron a grandes voces repetidas veces; nadie respondía. Golpearon reciamente la puerta y advirtiendo que el cerrojo estaba cuidadosamente corrido sospecharon que algo grave y funesto podía ocurrir, y para salir de su impaciencia hicieron saltar la puerta con vigoroso esfuerzo; abrióse la habitación. La mujer había desaparecido, pero el molinero estaba ahorcado colgando de una viga del techo y muerto ya. Quitáronle la soga del cuello, le examinan, y entre suspiros y lágrimas lavan cuidadosamente su cuerpo por última vez. Hechos los obsequios fúnebres le acompañaron a la sepultura seguido de numeroso séquito.
El día siguiente vino desolada, desde un cercano pueblo donde vivía casada, la hija del difunto. Dio señales del más vivo dolor, tirábase de los cabellos y aporreábase el pecho. La infeliz había sabido la catástrofe sin que nadie se lo participara. Se le apareció en sueños la deplorable imagen de su padre teniendo todavía la soga al cuello, y le había explicado detalladamente la criminal conducta de su madrastra, sus adulterios, sus maleficios y su descenso a los infiernos, víctima de un espectro. Después de entregarse largo rato a una lamentable desesperación, fue sosegada por las palabras de sus amigos y puso término a su dolor, y efectuadas en la tumba las solemmdades de ritual, entró en posesión de la herencia de su padre a los nueve días de su muerte. Vendió los esclavos, el mobiliario y las bestias de carga y todo se dispersó según el capricho de un indiscreto reparto.
Yo fui vendido por cincuenta denarios a un pobre jardinero de baja categoría. Decía este que el precio era exorbitante, pero que confiaba que entre los dos ganaríamos lo necesario para ir comiendo.
Creo del caso exponer los detalles de mi nuevo estado. Por la mañana iba todos los días aplastado bajo una enorme carga de legumbres a la vecina ciudad, guiado por mi amo. Los vendedores compraban la mercancía, y, una vez cobrada subía a mis lomos y regresábamos al jardín. Mientras él cavaba, regaba y se entregaba a las ddemás faenas de su oficio, gozaba yo de un agradable reposo, pero cuando la ordinaria revolución de los astros nos trajo, a fuerza de días y meses, una nueva estación e hizo suceder a las deliciosas vendimias de otoño, el húmedo Capricornio; cuando llegó el invierno con sus fríos, sus coutinuas lluvias y sus largas noches, fue ya la cosa muy distinta. Atado al raso, en una cuadra sin cobertizo, sufrí incesantemente los rigores del frío. Mi amo, por su excesiva pobreza, no podía procurarse para sí (y por lo tanto mucho menos para mí) un miserable haz de paja ni la más débil techumbre. Toda su guarida era una mala choza de hojarasca. Por la mañana, pisaba yo un fango frío y verdaderas agujas de hielo que me causaban penosos dolores. Me faltaba el ordinario sustento con que llenar la tripa, pues si bien comía yo lo mismo que mi amo, los dos corríamos mucha hambre. Era nuestra ración algunas lechugas amargas ya espigadas, enjutas como madera, y con las podridas hojas que olían a barro.
Cierta noche un propietario de la vecina ciudad que no pudo llegar a ella por la obscuridad del cielo y por haberle extraviado el camino una furiosa tormenta, detúvose en nuestro pequeño jardín con su caballo, que no podía dar un paso más. Acogido con la benevolencia que requería el caso, halló en nuestra casa, si no delicada hospitalidad, el dulce reposo que tanto necesitaba. Quiso remunerar la amabilidad de su huésped prometiendo darle algunas provisiones de trigo, aceite y dos tinajas de vino de sus posesiones. Mi amo aceptó y no se hizo esperar. Llevando consigo un saco y pellejos vacíos montó sobre mí y emprendió el viaje, largo de sesenta estadías. Recorrido el camino llegamos a la propiedad referida, y mi dueño, acogido con afable hospitalidad, sentose a una excelente mesa. Mientras los dos comensales estaban frente a frente copa en mano, ocurrió un maravilloso prodigio. Una de sus gallinas del corral empezó a correr y cacarear, como si fuese a poner el huevo. Mirola su amo y dijo: «Buena muchacha; ¡no se puede tener ya mayor fecundidad! ¡Tiempo ha que nos engordas con tu cotidiano tributo! Ahora trabajas para procurarnos agradable merienda.» Y anadió: «Muchacho, toma el cesto que sirve de ponedero y ponlo en el sitio de costumbre.» Cumplió el criado la orden del amo; pero la gallina, desdeñando el puesto donde iba ordinariamente, fue a depositar a los mismos pies de su dueño su fruto prematuro; fruto capaz de causar la más viva inquietud. En efecto, no era un huevo como de ordinario, sino un pollo ya formado, con sus alas, su pico, sus ojos y su grito; al punto se fue tras de su madre.
Además de este primer prodigio ocurrió otro mucho más notable, que dejó a todo el mundo con la sangre helada en las venas. Bajo la misma mesa que sirvió para el festín, abriose la tierra profundamente y manó un abundante surtidor de sangre que salpicó la mes e inundó la habitación. En el mismo instante en que, inmóviles de espanto contemplaban este presagio divino, llegó corriendo a la bodega un criado, anunciando que todo el vino de la misma estaba hirviendo a grandes borbotones en las cubas, como si tuviesen fuego debajo. En esto aparecieron unas comadrejas que sacaban de su agujero, con los dientes, una serpiente muerta, un perro de presa que arrojaba de su garganta una rana verde; y este perro embestido por un carnero que estaba a su lado, fue estrangulado por él de un solo mordisco.
Tantos y tan extraordinarios prodigios lanzaron indecible espanto en el alma del dueño, y se apoderó de toda la casa un miedo que llegaba al estupor. ¿Por dónde empezar? ¿Por dónde acabar? ¿Qué expiación era adecuada para apaciguar las amenazas de los irritados dioses? ¿Cuántas y cuáles víctimas era preciso sacrificar?
Mientras todos, esperando una inmensa catástrofe, permanecían helados de espanto, llegó, corriendo, un esclavo, anunciando los mayores, los últimos desastres de la familia. Hay que saber que el dueño de esta casa tenía tres hijos ya crecidos, muy instruidos y bien educados; eran el orgullo de su existencia. Estos adolescentes estaban unidos por antigua amistad con el pobre propietario de una modesta choza, que estaba lindante a los grandes y magníficos dominios de un joven señor, rico y poderoso, pero que abusaba de su opulenta posición y de su elevado origen. Tenía vara alta en todas las cuestiones y hacía en todo lo que mejor le acomodaba. Para su humilde vecino era un encarnizado enemigo. Le exterminaba las ovejas, le robaba los bueyes y le dedtrozaba las mieses antes de madurar. Después de echarle a perder la cosecha, quiso echarlo de su humilde morada y pretextando una equivocación en las lindes, pretendió apoderarse de todo su terruño. Entonces, el campesino, hombre, por lo demás, muy respetuoso, viéndose despojado por la avaricia del rico, resolvió defender la herencia de sus padres, para disponer siquiera en ella su tumba, y, justamente alarmado, suplicó a varios de sus amigos que declarasen como testigos en el asunto de los límites. Entre otros, concurrieron los tres hermanos, que fueron a socorrer a su amenazado amigo en la proporción de sus fuerzas.
La presencia de tantos ciudadanos no inspiró, sin embargo, el menor temor o confusión a aquel déspota. Lejos de desistir de sus ambiciosas pretensiones contestaba con gran insolencia a las peticiones más justas. Mientras el labriego le dirigía humildes súplicas, procurando calmar con la dulzura su arrebatado carácter, respondía bruscamente: «Juro por mi cabeza y las de los seres que más quiero, que nada me importa la presencia de todo este acompañamiento. Ordenaré a mi gente que cojan al importuno vecino por las orejas y le echen lejos de su barraca.» Estas palabras colmaron la indignación de cuantos las oyeron, y sin vacilar, uno de los tres hermanos le respondió con entereza, que en vano fiaba en sus riquezas para amenazar con tanta altivez y tiranía porque los pobres siempre hallan en la imparcialidad y justicia de la ley, auxilio y protección contra la insolencia de los ricos. Fue esto echar aceite al fuego, azufre a una hoguera o poner un látigo en manos de una Euménide. Creció su cólera y púsose frenético hasta la locura. «Pues bien, dijo, os haré ahorcar a todos y a todas las leyes con vosotros.» Tenía perros de presa y mastines tan corpulentos como valientes, habituados a roer las fieras del bosque y educados en embestir a los viajeros que por allí pasaban mordiéndoles indistintamente; azulolos contra sus rivales y dio orden de soltarlos. En cuanto oyeron los gritos de los pastores precipitáronse enardecidos y furiosos, ladrando rabiosamente sobre los infelices. Destrozáronles con sus mordiscos hasta hacerles pedazos. Sin perdonar a los que huían, les persiguieron encarnizadamente.
En medio de la terrible carnicería de la aturdida gente, el menor de los hermanos tropieza con una piedra y cae al suelo, siendo atacado por los creules e implacables dogos que, lanzándose sobre él, despedazan horriblemente al desgraciado muchacho. Al oír sus dos hermanos sus quejidos de muerte, corren en su auxilio, le protegen con sus capas y disparan una lluvia de piedras sobre los perros, pero no pudieron ahuyentar la feroz jauría. Y el infortunado joven sólo pudo pronunciar estas palabras: «Vengad en este abominable rico la muerte de vuestro hermano menor», y expiró en seguida, destrozado. Entonces los dos hermanos sin meditar lo peligroso de la empresa se dirigen contra el rico, embistiéndole valientemente a pedradas; mas éste, diestro en el combale por la práctica de sus numerosos lances, ciego de ira, dispara su arco y clava flecha en mitad del pecho de uno de los hermanos, el cual, muerto ya y enteramente inanimado, manteníase en pie, pues la flecha después de atravesarle el pecho fijó su punta en el suelo por la violencia del golpe y mantuvo firme con su rigidez al cadáver. Unos de los más vigorosos y atléticos esclavos del asesino vino a prestarle ayuda y vio a lo lejos el brazo del tercer hermano disparando una piedra; pero no llegó a soltarla, sino que con estupefacción de todos cayó sin fuerza a sus mismos pies.
El muchacho aprovechó hábilmente esta circunstancia para llevar a cabo su venganza. En efecto, fingiendo tener fracturada la muñeca dirigiose al indigno rival, exclamando: «Goza con la destrucción de toda mi familia; la sangre de tres hermanos satisfará tu insaciable crueldad; los asesinados ciudadanos serán para ti un glorioso triunfo, pero sabe por lo menos que, si privando de sus bienes a un desgraciado has extendido los límites de tu dominio, no evitarás nunca el tener vecinos. ¿Por qué esta mano derecha, abatida por el injusto destino, que ciertamente iba a cortarte la cabeza, ha caído, ¡Dios mío!, inanimada?» Estas palabras exasperaron al irascible tirano, toma su espada y se arroja furioso sobre su enemigo, para rematarle con su propia mano. Pero no era el otro menos vigoroso que él, presentándole una firme resistencia que estaba muy lejos de esperar. En efecto, el superviviente de los tres hermanos le cogió por la mano derecha con extraordinario vigor y blandiendo con energía la espada, descargó tan impetuosos golpes sobre el odioso rico, que en breve dejó de vivir. Y el vengador, para no caer en manos de los siervos de su rival, que acudían presurosos a auxiliarle, espada en mano, hundiose la suya profundamente en la garganta.
Estos eran los reveses presagiados por los monstruosos prodigios. En medio de tan horrible catástrofe, no pudo el anciano proferir una sola palabra, ni derramar una sola lágrima. Pero cogiendo un cuchillo que le había servido para cortar el queso durante la comida, se lo hundió repetidas veces en el cuello, a semejanza de su desgraciado hijo, hasta que, cayendo de espaldas sobre la mesa, hizo desaparecer las gotas de sangre profética con los borbotones de la suya.
Tales fueron los desastres que en breve tiempo aniquilaron una familia entera. El jardinero, mi dueño, deplorando este contratiempo y gimiendo amargamente por la fatalidad que le perseguía, pagó su escote con lágrimas, y saltando sobre mí emprendió el camino de su hogar con las manos vacías. Pero el regreso también llevó consigo sus aventuras. En efecto, un individuo de elevada talla, soldado de una legión, según indicaba su traje y sus modales, vino a nuestro encuentro y preguntó al jardinero, en tono irrogante y soberbio, adonde llevaría este asno sin cargea alguna. Mi amo, con la emoción de lo que acababa de presenciar y su ignorancia del latín, pasó de largo sin contestar. El soldado no pudo sufrir tan insolente familiaridad y disgustado de este silencio, que parecía un desdén, tomó un tronco de vid y le soltó con é tal porrazo, que dio con su cuerpo en el santo suelo. El jardinero decíale humildemente que no le había contestado por desconocer su idioma y no haberle entendido. El soldado preguntole entonces en griego adonde conducía aquel asno, y el jardinero dijo que iba al inmediato pueblo. «Pues, por ahora, dijo el otro, yo necesito de sus servicios; tiene que venir conmigo a la ciudadela para transportar, con otras caballerías, los bagajes de nuestro jefe.» Y tirándome de las riendas me llevó hacia sí. El jardinero, reteniendo la sangre que le manaba de la herida, le suplicó que obrase más cortésmente y atento con un antiguo soldado. «Os conjuro, le decía, por vuestras más felices esperanzas; este asno no sirve ya para nada; está minado por una repugnante enfermedad; apenas puede llevar un puñado de legumbres desde mi jardín a la casa; en seguida está fatigado y ya se ve que no tiene resistencia para cargas considerables.»
Pero viendo que nada alcanzaba con súplicas y que el soldado, dispuesto a no soltarme, empuñaba de nuevo la cepa, tomó una decisión extrema. Fingió querer abrazarse a sus rodillas en ademán de súplica; arrodillose, encorvose y asiéndole los pies lo levantó en alto y le dejó caer de espaldas. Sin perder momento, le desfigura el rostro y le magulla el cuerpo a puñetazos, mordiscos y pedradas. El otro, tendido boca arriba, no pudo resistir ni defenderse, pero soltaba tremendos juramentos y amenazas para cuando pudiera levantarse. El jardinero se previno quitándole el sable, lo echó tan lejos como pudo y continuó aporreándole. Molido, aplastado, recurrió al único ardid que le quedaba; fingiose muerto. Entonces el jardinero tomó la espada, saltó sobre mí y a galope tendido dirigiose al pueblo. Sin preocuparse en visitar su jardín, se apeó en casa de un amigo y le explicó lo ocurrido suplicándole que le auxiliara dejándole ocultar a él y al asno en su casa durante algunos días, para escapar a la persecución de la justicia. El amigo, llevado de su antigua amistad, le acogió con interés. Por medio de una cuerda me izaron en lo alto de la casa con las piernas atadas. El jardinero, en el piso bajo, se escondió dentro de un cesto que taparon luego perfectamente.
Pero el soldado, según supe más tarde, levantose de su largo sopor y apoyándose en un bastón, vapuleado y jadeante, llegó a la ciudad. El amor propio le impidió explicar a nadie su vergonzosa derrota; pero, devorando en secreto su injuria, confió finalmente su desgracia a algunos compañeros íntimos. Decidiose que estuviese oculto algunos días sin ver a nadie, porque, además de su afrenta personal, temía, por el extravío de su espada, el castigo a esta infracción de las leyes militares. Los soldados se ocuparon en descubrir nuestras huellas y tomar venganza completa. Un traidor vecino les dio a conocer nuestro escondite. Llamaron al juez, y fingiendo haber perdido un precioso vaso de plata perteneciente a su jefe, declararon que el jardinero lo había encontrado y que, para no devolverlo, se había ocultado en la casa de un amigo. Los magistrados, al saber el valor del objeto perdido y el nombre del jefe militar, vinieron a nuestro asilo y ordenaron a nuestro protector, en alta voz, la entrega inmediata del culpable; de lo contrario caería sobre él el peso de las leyes. Pero el dueño de la casa, preocupándose solamente en salvar a su amigo, negó firmemente la acusación, afirmando no haber visto al jardinero desde mucho tiempo. Los soldados, por su parte, aseguran, por la salud de su rey, que allí está oculto y no en otra parte. Los jueces deciden registrar la casa para ver quién miente. Los oficiales de policía recibieron orden de entrar en la casa y recorrer todos los rincones. Declararon no haber encontrado hombre ni asno alguno.
Los soldados insistieron nuevamente, por la cabeza del emperador, en jurar que decían verdad; el otro persistiendo en su negativa y poniendo a los dioses por testigos. Estas disputas, el barullo y el escándalo llegaron hasta mí, que estoy dominado, como ya sabéis, por una curiosidad y una indiscreción continuas y que siempre estoy ojo alerta. He aquí, pues, que para enterarme mejor del tumulto asomo mi cabeza de asno por una pequeña ventana. Uno de los soldados que casualmente estaba mirando en esta dirección me descubrió y me señalo a sus compañeros. Levantose un formidable griterío; trajeron una escalera de mano, me prendieron y me bajaron cautivo. Ya no cabía duda; a fuerza de pesquisas llegaron a levantar la tapa del cesto y dieron con el jardinero, que fue entregado a los jueces. El infeliz, que iba a pagar mi ocurrencia con su cabeza, fue llevado a la cárcel pública y yo provocaba con mi sola presencia las risas y burlas de todo el mundo. Y de este hecho procede el conocido refrán: «Tarde o temprano asoma la oreja el asno».
LIBRO DÉCIMO
No sé lo que ocurrió más tarde con mi dueño, el jardinero. Cuanto a mí, el soldado que se ganó una soberana paliza por su mal genio, me hizo salir de la cuadra y se me llevó, sin que nadie se opusiera. Luego fuimos a su cuartel (por lo menos así me lo pareció) y sacando su equipaje lo cargó sobre mí. Y heme en camino adornado con un equipo militar de gran gala. Un casco de brillo deslumbrador, un escudo que era verdaderamente un espejo y una lanza notable por su extraordinaria longitud. De momento, esta última no era indispensable; sólo debía servir para asustar a las gentes que encontráramos en el camino, y fue colocada aitísticamente en lo alto de mi cargamento a guisa de remate, como suele hacerse en campaña. Después de recorrer diversas llanuras por un cómodo camino, llegamos a un pueblo y nos alojamos, no en una posada cualquiera, sino en la casa de un decurión. Recomendome a un criado y se apresuró a presentarse a su jefe, que mandaba un cuerpo de mil hombres.
A los pocos días de nuestra llegada, cometiose en esta casa el crimen más horrible y atroz, que podáis imaginar. Ahora que lo recuerdo voy a referirlo. El señor de la casa tenía un hijo de esmerada educación, joven, virtuoso y de una modestia ejemplar, hasta el punto de que lo hubierais envidiado para hijo vuestro. La madre del mozo había muerto, hacía ya algunos años, y el padre contrajo nuevo matrimonio y tuvo con segunda mujer otro hijo, actualmente de unos doce años de edad. La madrastra, que dominaba a su marido, más por su belleza que por sus virtudes, cediendo a un espontáneo impulso de libertinaje o a una fatalidad que la incitaba a las mas viles indignidades, puso sus deseos sobre su hijastro. Ten en cuenta, lector, que ahora estás leyendo una tragedia, no una simple historia. Pisamos el terreno del coturno. La naciente pasión minó insensiblemente, al principio, el corazón de esta mujer y la combatió en silencio, limitándose sus efectos a un ligero rubor, fácil de disimular. Pero cuando la desordenada llama hizo presa en ella, sucumbió a los ataques del amor, que avivaba la violencia de su funesta pasión, y, fingiendo una intensa languidez, ocultó su herida del alma, pretextando una enfermedad del cuerpo. Nadie ignora que los signos de debilidad en la salud son exactamente iguales en los enamorados y en los enfermos: palidez mortal, mirada vaga, cansancio, sueño intranquilo, respiración fatigosa... Hubiérase creído, a no ser por las lágrimas que continuamente derramaba, que estaba presa de violenta calentura. ¡Dios mío! Médicos ignorantes, ¿qué significa este pulso agitado, este excesivo ardor, esta respiración penosa, estas palpitaciones de corazón frecuentes y periódicas? ¡Válgame Dios! ¡Cuán fácil era para el más profano en medicina, pero algo entendido en achaques de amor, diagnosticar el mal de una mujer que ardía sin tener calentura.
Finalmente, no pudiendo dominar una pasión cada día mas desenfrenada, rompió su prolongado silencio y dispuso que le acercaran su hijastro. ¡Su hijastro! Este nombre la avergonzaba y hubiera querido quitarlo del hombre que lo ostentaba. El muchacho no vaciló en acudir al llamamiento de su madrastra enferma. Arrugada la frente por una tristeza que le envejece, se dirige a la habitación donde es esperado por la mujer de su padre, la madre de su hermano, para significarla una deferencia que nunca le regateó. Pero ella, torturada por el largo silencio, flota en un mar de incertidumbre. Las palabras que tenía preparadas para la entrevista, le parecen ahora impropias, el pudor la hace vacilar, no sabe cómo empezar y las palabras expiran en sus labios. El muchacho, que nada sospecha, le pregunta la causa de su enfermedad. Entonces, ella, que en el secreto de la entrevista halló una fatal ocasión, lanzose atrevidamente y derramando copiosas lágrimas; tapándose el rostro con las sábanas le dirigió con trémula voz estas lacónicas palabras: «La causa, el origen de mi actual malestar, a la vez que el único médico que puede intentar mi salvación, eres tú, sí, tú solo; tus ojos han penetrado por los míos hasta el fondo de mi corazón y han encendido en él horrible hoguera. Ten compasión de una mujer que muere por ti. No te detengan escrúpulos respecto a tu padre; sólo tú puedes conservarle su esposa; de lo contrario, moriré. Te amo con amor legitimo, porque en tus rasgos veo su imagen. Nuestro aislamiento debe darte completa confianza; ahora tienes ocasión para consumar un acto atrevido, pero necesario; y lo que nadie sabe es como si no se hiciera.»
Esta criminal proposición, que no esperaba, turbó profundamente al joven, y aunque su primer impulso fue de horror creyó conveniente en vez de exasperarla con el rigor intempestivo de una negativa, calmarla y ganar tiempo con hábiles recursos. Prodigole, pues, grandes promesas; la exhortó largamente a tener confianza, a cuidarse, restablecerse, hasta que algún viaje de su padre les dejase libre el campo para el placer. Y se alejó apresuradamente de la repugnante presencia de su madrastra. Tan trascendental conflicto doméstico pareciole que requería los consejos de una delicada prudencia y para ello tomó consejo de su anciano maestro, hombre de mucha sabiduría. Después de larga deliberación decidieron que lo más acertado era una fuga inmediata para escapar de los riesgos de la tormenta. Pero la mujer, incapaz de sufrir dilación en sus deseos, había aconsejado traidoramente a su marido, con el más fútil pretexto, una visita a sus más lejanas propiedades. Y hecho esto, extraviada por su criminal esperanza, exigió la entrevista ofrecida a su culpable amor. El muchacho con varias excusas eludía esta execrable visita; pero comprendiendo ella que rehusaba él a cumplir su palabra, pasó, con espontánea volubilidad, de un detestable amor a un desenfrenado odio. Asociose con un repugnante esclavo de los que había recibido en dote, que no tenía igual en cuanto a infame. Diole cuenta ella de sus pérfidas intenciones y les pareció lo más acertado quitar la vida al infeliz joven. Mandó al malvado en busca de un activo veneno, lo disolvió perfectamente en el vino y lo destinó a dar la muerte a la inocente víctima.
Pero mientras los dos monstruos deliberan sobre el momento más oportuno para ofrecer el brebaje, quiso la casualidad que llegase en aquel momento el menor de los hermanos, el propio hijo de la criminal mujer. Regresaba de sus clases de la mañana por ser hora de la comida, y sintiendo sed durante la misma, tomó aquella copa y tranquilamente la bebió de un solo sorbo. Apenas la hubo apurado cayó muerto. Su preceptor, asustado por el accidente ocurrido al niño, alborotó toda la casa con sus gritos y lamentos. Pronto reconocieron en la víctima el efecto de un veneno, y nadie sabía a quién acusar de tan espeluznante crimen. Pero la horrible hembra, ejemplo perfecto de la crueldad de una madrastra, mostrándose insensible a la trágica muerte de su hijo, a los remordimientos del asesinato y a tan gran infortunio doméstico, al duelo de su esposo y a la desolación de los fieles criados, sólo aprecia en este desastre una ocasión para su venganza. Mandó un correo a su marido, ausente todavía, para darle cuenta de la desgracia ocurrida en su casa. Regresó este precipitadamente, y su mujer, desempeñando su papel con inconcebible cinismo, acusa al hermano mayor de haber envenenado a su hijo. En cierto modo no mentía, pues el niño sustituyó con su muerte la destinada al mayor. Ella procuró hacer creer que el niño había sido envenenado porque su madre no quiso sucumbir a vergonzosas tentativas de lascivia ejercidas por el mayor sobre ella. No contenta con tan infame impostura, añadió que la había amenazado con el puñal si descubría sus criminales propósitos. Entonces el desgraciado padre llorando la doble muerte de sus hijos, cayó en el más vasto abismo de dolor. Ve el entierro de su hijo menor, y del otro sabe que, con la acusación de incestuoso y parricida, tiene contados sus días. Y además esta esposa que ama con demasiada ternura, le excita con fingidos lamentos a renegar de su propia sangre.
Apenas terminadas las pompas funerales de su hijo, el infeliz anciano, derramando cálidas lágrimas y arrancando sus cabellos blanqueados con ceniza, dirigiose al sitio donde se administraba la justicia, y allí, con súplicas y lágrimas hasta postrarse a los pies de los decuriones (ignorante de la impostura de su infiel esposa), pidió con las más conmovedoras palabras la muerte del único hijo que le quedaba. Declara que es un hijo incestuoso que ha profanado el lecho paternal, un parricida que ha muerto a su hermano, un asesino que ha amenazado de muerte a su madrastra. Y en resumen, tal fue la simpatía y la indignación que con su desespero infundió al tribunal y al pueblo todo, que suprimiendo enojosos trámites y largas investigaciones acerca de las pruebas del crimen y los ambajes de una estudiada defensa, exclamaron unánimemente «que tra preciso lapidar públicamente a tan monstruoso criminal.» Los jueces, no obstante, por temor a su seguridad personal y para que la indignación publica no produjera una conflagración, creyeron del caso obrar con calma para evitar más tarde, en caso de error, la represión [¿reprensión?] del pueblo. Lograron que el juicio se instruyera según las reglas y costumbres establecidas; a saber: examinar previamente las razones aducidas por ambas partes y pronunciar luego sentencia judicial. Así no se daba ejemplo de un feroz salvajismo o de una despótica tiranía condenando sin oír la defensa, y se evitaba un peligroso escándalo que ponía en peligro la paz de que se disfrutaba.
Prevalieron estos prudentes consejos y el pregonero público proclamó reunión de padres conscriptos en el Senado. Cuando hubieron ocupado cada uno el asiento que correspondía a su categoría, adelantose, a la voz del pregonero, el acusador. Y así oyó el joven acusado las imputaciones de que era víctima. A imitación de la ley ateniense y según las prácticas del Areópago, el ujier prohibió a los abogados de las partes exordios que excitaran la compasión... Si digo que ocurrió así es porque oí referirlo a varias personas que lo presenciaron. Por lo demás, ignoro los argumentos de que se valió el acusador, las refutaciones del acusado, las réplicas de la defensa... Estaba yo en mi cuadra muy lejos de allí y no pude oír nada y en vez de inventar me callo. Pero contaré lo que he averiguado positivamente.
Terminados los informes, decidiose que la certitud y evidencia de la acusación debían apoyarse en pruebas convincentes y no en simples conjeturas y presentar al tribunal, valiéndose de todos los medios necesarios, al esclavo que estaba en el secreto de lo ocurrido. El imbécil sin impresionarle tan grave sentencia, ni la contemplación de todos los senadores, ni los remordimientos de su conciencia, inventó una mentira que defendió como verdad. Según el, humillado el hermano mayor por las negativas de su madrastra, le llamó y le ordeno dar muerte a su hermano en venganza de las afrentas que le había infligido la madre; prometiole una gran recompensa si guardaba el secreto y le amenazó con la muerte si rehusaba hacerlo; preparó el acusado el veneno con su propia mano y se lo entregó luego para que lo presentara al niño, mas temiendo que el esclavo no se atrevería a hacerlo y guardaría la copa como prueba de convicción acabó por ofrecerla él mismo a su hermano. Esta declaración, de gran verosimilitud, hecha con fingida imparcialidad, fue de efecto decisivo.
Ni un solo decurión vaciló, ante la evidencia del crimen, en pronunciar la sentencia de ser cosido dentro de un saco. Las papeletas, casi todas conteniendo los mismos conceptos, iban a ser echadas a la urna de bronce, según costumbre inmemorial, y una vez depositadas estaba decidida, sin apelación posible, la suerte del acusado. Su cabeza caería bajo el brazo del verdugo. En este momento uno de los senadores, venerable anciano, que gozaba de gran estimación y era sabio médico, cubrió con la mano el orifcio de la urna para detener la deposición de las papeletas y habló a la asamblea en estos términos: «Durante mi larga carrera he siempre merecido de vuestra parte una consideración que me ha honrado mucho; yo no he de permitir que se consume un maniliesto homicidio en la persona de un acusado con falsedad. No toleraré que la mentira de un miserable esclavo os haga perjuros a la palabra que tenéis empeñada de administrar justicia. Y yo no puedo hollar con mis pies el respeto que reclaman los dioses, mintiendo a mi conciencia y pronunciando una sentencia inicua. Oíd atentos cómo ocurrió el hecho.
Este malvado, encargado de procurarse un activo veneno, vino a mi casa hace pocos días ofreciéndome por él cien escudos de oro. Dijo que era para un enfermo que lo necesitaba absolutamente, pues agobiado por incurable enfermedad quería sustraerse a los tormentos de la existencia. Algo sospeché con las razones del malvado. Me figuré que maquinaba alguna atrocidad, pero le di el brebaje y no quise recibir el dinero que me ofrecía, en previsión de lo que pudiera ocurrir.—Por miedo, le dije, a que alguna de estas piezas de oro sea falsa, las depositaremos en este saco, lo sellarás con tu anillo y mañana, en presencia de un corredor, las examinaremos. Le obligué, pues, a timbrar la suma, y hace un momento, cuando ha comparecido frente al tribunal, he ordenado a mi criado que fuese a buscar el saco en mi despacho y traerlo en seguida. Vedlo aquí; miradlo. Que se compruebe si el sello es el suyo. Ahora decidme, ¿cómo podéis culpar del veneno al hermano cuando fue el esclavo quien se lo procuró?»
Al instante fue presa el malvado de inconcebible terror; sus saludables colores tornáronse mortal palidez y corría por sus miembros un sudor frío. Movía constantemente los pies sin saber en cuál apoyarse: rascábase la cabeza; balbuceaba con la boca medio abierta murmurando ininteligibles palabras de compasión, hasta tal punto que nadie, en conciencia, podía creerle inocente. No tardó mucho, sin embargo, en recobrar su sangre fría; negolo todo con gran cinismo y desmintió al médico. Éste, que además de sus escrúpulos de juez, se veía públicamente atacado en su honor, redobló sus esfuerros para reducir al infame. Finalmente, los ujieres, por orden de los magistrados, se apoderaron de un anillo de hierro que llevaba el esclavo en un dedo y lo compararon con el sello del saco. Esta comprobación corroboró las anteriores sospechas, y la rueda y el potro griego no tardaron en funcionar. Pero el obstinose en su negativa y nada lograron el látigo ni la hoguera.
Entonces continuó el médico: «No sufriré, no, de ningún modo, que contra toda justicia sentenciéis a un hombre inocente, ni que este miserable, burlándose de nuestra justicia, escape a la pena que su crimen corresponde. Voy a daros una prueba palmaria de lo que sostengo. Al solicitar de mí el traidor esclavo un activo veneno no creí conveniente al decoro de mi profesión suministrar un medicamento mortal al primero que lo solicitase: pues nunca he olvidado que la medicina no ha sido instituida para quitar la vida al hombre, sino para mejorársela. Temí, por otra parte, que si no accedía a lo que me pedían, tal vez mi intempestiva negativa indujese a cometer un crimen, y que si este hombre estaba decidido a llevarlo a cabo podía prescindir del veneno y servirse del puñal u otra arma. Le di, pues, una droga; era el jugo soporífero de la mandrágora, jugo notable por su virtud narcótica, que produce un sueño exactamente igual al de la muerte. No es de extrañar que este desalmado, ante la indudable perspectiva del suplicio que le espera, según las vigentes leyes, soporte resignadamente las torturas a que le sometemos. Y si es verdad que el niño tomó la poción que yo preparé, vive, descansa, duerme; y, disipado en breve su letárgico sueño, renacerá a la luz del día. Si realmente ha muerto, proseguid con tranquila conciencia las pesquisas necesarias para esclarecer el crimen.»
Así habló el anciano, con general asentimiento de la asamblea. Trasladáronse al sepulcro donde yacía el cuerpo del niño todos los senadores, los nobles y el pueblo entero con afanosa curiosidad. El padre del niño abrió con sus propias manos la triste sepultura. Acababa de terminar el estado letárgico y se levantó el muchacho de su lecho de muerte. Abrazole estrechamente en sus brazos y sin poder expresar con palabras la emoción que le dominaba, presentó su hijo al pueblo. El niño, envuelto aún un su funeral mortaja, fue llevado a presencia del tribunal. Entonces se manifestó hasta la evidencia la maldad del criminal esclavo, de la esposa, más criminal todavía, y la verdad apareció radiante. La madrastra fue condenada a destierro perpetuo, el esclavo fue crucificado, y el buen médico, por unámine consentimiento, embolsó las monedas de oro, pago del narcótico tan oportunamente administrado. Y el anciano padre vio acabar esta aventura, tan famosa como trágica, de una manera digna de la bondad de los dioses, pues en pocos instantes, mejor dicho en uno, él, que corría el riesgo de quedar sin hijo, se encontró otra vez padre de dos adolescentes.
Ved ahora con qué alternativas me zarandeó el destino durante este tiempo. El soldado que supo comprarme sin habérselas con vendedor alguno y se apropió de mi persona sin aflojar la bolsa, viose obligado, por las necesidades de su profesión, a ir a Roma a llevar un mensaje al emperador, y con tal motivo me vendió por once denarios a dos hermanos, esclavos de un rico señor. Uno de ellos confeccionaba pasteles y golosinas, tortas de miel... El otro era cocinero, hábil en preparar excelentes manjares. Vivían juntos y me compraron para el transporte de las numerosas piezas de batería de cocina de su amo, que viajaba frecuentemente. Heme, pues, asociado como tercero en la fraternal compañía. Entonces pasé la época mas feliz de mi vida. En efecto, todas las noches, después de una cena sabrosa y suculenta, acostumbraban mis amos a llevar a su habitación algunas provisiones; tocino fresco, aves, pescado y otros manjares abundantes, y como postres, pastelillos, bizcochos, mazapán, tortas y un sinfín de confituras. Cuando salían para irse a los baños, entraba yo en su cuarto y me atiborraba con aquel maná caído del cielo, pues no era yo tan necio y tan asno que despreciase aquellos deliciosos bocados para ir a destrozarme el paladar comiendo heno.
Durante algún tiempo, debo confesarlo, me salió bien la cosa porque obraba con mucho temor y prudencia, procurando no ser visto de nadie y evitar sospechas de toda clase. Pero poco a poco fui adquiriendo sobrada confianza y me comía los mejores bocados y me regalaba con lo más apetitoso, y algo debieron sospechar los dos hermanos cuando empezaron a manifestar viva inquietud. Lejos aún de sospechar de mí, dedicáronse a descubrir al autor de tales fechorias. Acabaron por acusarse mutuamente de desvergonzados ladrones. Observaron con gran diligencia, ejercieron activa vigilancia y llegaron a contar los manjares que guardaban. Por fin, uno de ellos, perdiendo ya la paciencia, dijo al otro: «En verdad que no es justo ni caritativo el que escamotees los más sabrosos bocados en provecho tuyo, vendiéndolos a uno y otro, y que luego pidas todavía la mitad de lo que dejas. Si nuestra alianza te disgusta, disolvamos la sociedad sin dejar de querernos como hermanos; porque bien ves que aumentando cada día nuestra mutua desconfianza acabaríamos por reñir y odiarnos.» «¡Vive Dios!, dijo el otro, que me felicito de ver tu osadía que llega a reprocharme faltas que sólo tú cometes. Tiempo ha que lo vengo observando y dolorosamente lo he guardado en secreto para no acusar a un hermano mío de indigna rapiña. Me alegro que hablemos ya en este tono. Pues bien, disimulemos ambos nuestro rencor para que no crezca la enemistad hasta convertirnos en dos Eteocles.»
Estos reproches y recriminaciones llevaron a los dos hermanos a jurar que ninguno de ellos había cometido fraude ni latrocinio al otro. Decidieron investigar por todos los medios posibles al autor del hecho. «Porque, dijeron, no es de creer que sea el asno, y, no obstante, cada día desaparece lo mejor de nuestra mesa, y tampoco es de suponer que entren en nuestra habitación moscas tan enormes como eran las Harpías al saquear la mesa de Finea.» Entretanto, con un régimen de vida tan liberal, con un sustento tan, nutritivo, alcancé una corpulencia y una obesidad extraordinarias. una suave grasa curtía la aspereza de mi pellejo; mi pelo se había puesto limpio y reluciente. Pero mi excesiva gordura llamó la atención de los dos hermanos, que observaban, además, cómo todos los días quedaba intacta mi ración de heno. Recayeron, pues, sus sospechas sobre mí y a la hora acostumbrada fingieron irse a los baños, cerraron la puerta, como de costumbre, y por un agujero contemplaron los honores que hacía yo a su mesa. Al contemplar tal espectáculo, sin recordar el perjuicio que les ocasionaba, estallaron en formidable risa al ver la monstruosa sensualidad de su asno. Quadárouse maravillados. Uno a uno llamaron a toda la gente de la casa. «¡Ved, decían, qué asno tan estúpido! ¿habéis oído hablar nunca de semejante gollería?» Las carcajadas fueron tantas y tales, que llegaron a oídos del dueño, que por allí cerca acertó a pasar.
Preguntó la causa de tanta risa, y una vez se la hubieron expuesto, aplicó un ojo al agujero de la puerta y echó a reír con tal violencia, que le dolía la barriga. Mandó abrir la puerta y acercándose a mí comprobó de cerca el fenómeno, pues yo, al ver que la Fortuna me presentaba la cara risueña y tranquilo interiormente al verles tan alegres, continué comiendo sin el menor cumplido. Finalmente, el dueño de la casa, encantado de tan nuevo espectáculo, mandó conducirme al comedor. Ordenó disponer una mesa y servirme gran variedad de platos. Yo ya estaba harto con las golosinas, pero a fin de caer en gracia y ganarme el interés del dueño, embaulé todo lo que me presentaron. Se calentaban la cabeza discurriendo los manjares que más podían repugnar a un asno, y para poner a prueba mi benevolencia me sirvieron comidas aderezadas con benjuí, mostaza, pescado de mar y salsas exóticas. Y la sala del festín resonaba con intensas carcajadas. Uno de ellos se atrevió a decir: «Ofreced una copa de buen vino a este camarada.» La proposición fue aceptada por el amo. «Muchacho, le dijo, no has tenido mala ocurrencia»; y dispuso que un criado lavase un vasito de oro y lo llenase de vino con miel. «Ahora ofrécelo a mi parásito y adviértele que, previamente, he bebido yo a su salud.» La espectaclón llegó a su más alto grado. Pero yo, muy tranquilo y sin emoción alguna, redondeé graciosamente la extremidad de mi hocico en forma de lengua y consumí mi libación de un solo sorbo. Levantose un grito unánime de admiración; todos me saludaban. El dueño de la casa estaba loco de contento; llamó a los dos criados que me habían comprado y les regaló el cuádruple de lo que pagaron por mí. Confiome en seguida a su liberto predilecto, hombre de buena fortuna, y me recomendó a él con el más vivo interés. El liberto me trató con humanidad y dulzura, y para ganarse las simpatías de su patrono le explicaba mil monadas mías. Enseñome primeramente a sentarme a la mesa con el codo apoyado en ella; luego la lucha, y finalmente el baile, levantando las patas delanteras, y lo que fue más maravilloso aún, a suplir la palabra con pantomima. Cuando no quería una cosa movía la cabeza a derecha e izquierda; cuando aceptaba, la meneaba de arriba abajo, y cuando sentía sed miraba al despensero y se lo pedía guiñando alternativamente los dos ojos. Obedecía yo mansamente a estas maniobras. Verdad es que ya sabía yo hacerlo sin necesidad de maestro, pero temí que si lo hacía bien inmediatamente se alarmarían, verían en mí un funesto presagio, creerían que era yo un fenómeno, un monstruo, y me cortarían el pescuezo para regalo de los buitres.
Corrió por toda la ciudad la fama de mis habilidades y ello valió a mi dueño una reputación y notoriedad inmensas: «He aquí, decían, al amo del famoso asno; ha hecho de él su amigo y su comensal; es un asno que baila, lucha, comprende la palabra humana y expresa con signos sus ideas.»
Pero antes de pasar adelante es preciso que os diga (y mejor hubiera sido decirlo ya antes) quién era mi dueño y de qué país. Llamábase Tiaso y era hijo de Corinto, capital de la provincia Acaya. Después de recorrer sucesivamente los honores que correspondían a su nacimiento y sus talentos, fue elevado a la magistratura quinquenal y para celebrar este acontecimiento con el debido esplendor prometió dar, durante tres días, luchas de gladiadores. Su munificencia no se limitó aquí, sino que aspirando a la más elevada, gloria y reputación, encontrábase entonces en Tesalia con el exclusivo objeto de adquirir las fieras más hermosas y los gladiadores más reputados. Estaban hechas sus compras y dispuestos sus planes; disponíase ya a regresar a su país. Pero en un punto despreció sus magníficos carros, no hizo el menor caso a los suntuosos tiros de animales salvajes y no se ocupó de sus yeguas tesalias, ni de sus caballos de la Gallia, tan estimados y tan caros. Todo fue sacrificado a mí; púsome un arnés de oro, una reluciente silla, una gualdrapa de púrpura, un bocado de plata, una cincha bordada y multitud de campanillas de agradable timbre. Era yo su montura favorita, y de vez en cuando me dirigía halagüeñas palabras, diciéndome, entre otras cosas, que se sentía feliz por haber encontrado en mí un companero de viaje y de mesa.
Después de largo viaje, parte por tierra firme y parte por mar, llegamos a Corinto y todo el pueblo salió a recibirnos, no tanto (según me pareció), para rendir homenaje a Tiaso, como para conocerme a mí. Mi reputación creció de tal modo que el liberto que cuidaba de mí efectuaba un bonito negocio. Cuando algunos entusiastas se empeñaban en ver mis ojos, cerraba él la puerta y sólo les dejaba entrar uno a uno después de pagar precisamente una regular retribución. Este modus vivendi le producía un excelente salario. Presentose, entre los muchos curiosos, una distinguida dama, muy respetada y muy rica. Pagó su escote como los demás, para visitarme, y quedó encantada de mis mil y una monerías. De asidua admiración, pasó a inconcebible amor y sin intentar siquiera apagar tan extraña pasión, suspiraba ardientemente, Pasifae de un asno, oprimida entre mis brazos. Mediante una fuerte suma, obtuvo permiso del liberto para pasar una noche conmigo, y el pícaro, para sacar provecho de mi persona, sólo pensó en el lucro, y aceptó la proposición.
Terminada la cena, salimos del comedor de mi amo y al llegar a mi habitación, ¿a quién encontré en ella? A la dama que me estaba esperando hacía rato. ¡Dios mío!, ¡qué escena ¡qué magnificencia! En un instante cuatro eunucos nos preparan un lecho en el suelo, con cuatro cojines llenos de mullida pluma. Los cubrieron cuidadosamente con un tapiz de púrpura tiria, recamado en oro, y por encima esparcieron unos cuantos almohadones de varias dimensiones, pero más pequeños que los cuatro anteriores; almohadones de los que suelen servirse las damas relamidas para apoyar la cabeza, codo... Luego, los eunucos, para no dilatar con su presencia la voluptuosidad de su señora, se retiran. La dulce luz de las bujías reemplazaba con blanca claridad las tinieblas.
Entonces, la dama, quitose sus vestiduras, incluso el ceñidor que sostenía su bella garganta, y, colocándose junto a la luz, tomó de un frasco de metal una buena cantidad de aceite balsámico y se froto el cuerpo con él, perfumándome luego a mí abundantemente, especialmente en las narices y las piernas. Luego, abrazándome fuertemente y cubriéndome de besos me echaba los más tiernos requiebros, pero no como las cortesanas, cuyos favores son un vil comercio y los prodigan al primer comprador de ellos, si no con la vivacidad de la más sincera y violenta pasión: «¡Te amo! ¡Te adoro! ¡Muero por ti! ¡Sin ti no puedo vivir!...» y todo lo demás que dicen las mujeres para enamorarles y rendirles. Cogiome por la brida y me hizo tender cómodamente, según había yo ya aprendido, cosa para mí nada nueva ni difícil, sobre todo al hallarme después de prolongada abstinencia en los apasionados brazos de tan hermosa mujer. Previamente había yo hecho abundantes libaciones de excelente vino, y las deliciosas emanaciones del bálsamo me estimulaban vivamente a la voluptuosidad.
Pero me inquietaba un escrúpulo: ¿cómo podía yo con mis largas y disformes piernas acercarme a tan delicada criatura y apretar con mis duros cascos unos brazos tan diáfanos que parecían hechos de leche y miel? ¿Cómo besar unos labios tiernos y sonrosados, destilando ambrosía, con mi boca, ancha, enorme, provista de dientes como adoquines? Finalmente, ¿cómo podría mi amante, a pesar del ardor que la devoraba, consumar tan desproporcionada unión? ¡Ay de mí!, decía yo; esta dama saldrá destrozada de mis brazos y me arrojaran a las fieras, contribuyendo así con mi persona al espectáculo que prepara mi amo. Ella, sin embargo, no dejaba de acariciarme con sus amorosas palabras, sus continuos besos y sus ardientes miradas. «Eres mío; decía a cada momento; serás para mí, pichón mío...» Y diciendo esto demostró que eran falsos mis prejuicios e infundados mis temores. Porque apretándome en estrecho abrazo me recibió entero, todo entero. Y cuando me retiraba yo para no darle sufrimiento, acercábase ella con frenesí y cogiéndome fuertemente nos confundíamos en íntimo abrazo. Llegue a creer, verdaderamente, que no bastaba yo a satisfacer su ardor y que no debió ser una fábula la regocijada boda de la madre del Minotauro con un toro. Después de una noche laboriosa, en que no cerramos los ojos un solo punto, la dama se retiró antes de llegar la luz del día para evitar sus indiscreciones. Pero antes de irse me contrató para la noche siguiente.
Por lo demás, mi guardián le concedía de buena gana cuantos caprichos ella deseaba; en primer lugar porque remuneraba muy espléndidamente sus servicios, y en segundo porque así preparaba un espectáculo nuevo para su señor. Efectivamente, no tardó en describirle detalladamente nuestros amorosos combates, y Tasio, después de obsequiar al liberto con un soberbio regalo, me destinó a los espectáculos públicos.
Pero no podíamos contar con mi valiente amiga, por su elevado rango, ni con otra parecida. Se procuraron una desdichada criatura condenada a las fieras por los jueces, y ella fue quien debió figurar conmigo en el anfiteatro donde se reunía el pueblo. He aquí la historia de esta mujer, según oí contar. Habíase casado con un hombre cuyo padre debió salir para un largo viaje, dejando encinta a su propia mujer, es decir a la madre del recién casado, y exigió de ella que en caso de alumbrar una niña la hiciese morir inmediatamente. Durante su ausencia nació una niña, pero siendo más poderoso el amor maternal que la obediencia conyugal, entregó la madre la niña a unas vecinas para que la cuidaran. Llegado su esposo le hizo saber que había tenido una niña que mató al nacer. Llegó esta niña a la edaad núbil y hubo que pensar en casarla, pero la madre no podía procurarle el dote que requería su nacimiento. Todo lo que podía hacer era descubrir el misterio a su hijo pues temía que éste, arrebatado por el ardor de la juventud, llegase a seducir a su hermana, puesto que no se conocían. Como era un muchacho de obediente carácter, supo conciliar el respeto a su hermana con la complacencia a su madre, y guardando un discreto silencio sobre este secreto de familia, no demostró a su hermana más que una cordial amistad; pero decidido a favorecerla en cuanto reclamaba la voz del parentesco. Como he dicho, había sido abandonada en casa de unos vecinos y él la recogió como protector en la suya, y más tarde, al casarla con un su amigo, que quería entrañablemente, diole del propio peculio un considerable dote.
Pero esta noble conducta, estas edificantes intenciones, no escaparon a los embates de la caprichosa Fortuna. Ésta provocó en el alma del hermano una cruel rivalidad, pues pronto su mujer, la que precisamente estaba dispuesta para las fieras por este crimen, creyó ver en la muchacha una rival que le disputaba su lecho y la sustituía. De las sospechas pasó al odio y acabó por buscar ocasiones en que acabar con ella. Ved ahora el criminal procedimiento que siguió. Quitó la sortija a su marido y se fue al campo, y, desde allí, envió a un criado que le era muy afecto, aunque no tanto a la Fe, con esta orden: «Di a la muchacha que mi marido se ha ido al campo y que le suplica que vaya a reunirse con él, cuanto antes y completamente sola.» Y para que no concibiera sospecha alguna, antes de ponerse en camino debía enseñarle la sortija robada al marido. La presentación de esta prueba debía dar verosimilitud a sus palabras. La muchacha, obediente a las órdenes del que sólo ella sabía que era su hermano, y engañada por la sortija, apresurose a ir a su encuentro sin compañía alguna, según le mandaban. Pero todo ello no era más que una celada preparada por la infame esposa de su hermano. En sus arrebatados celos la mandó desnudar completamente y la azotó a latigazos. Por más que la infeliz se lamentaba y declaraba en alta voz, como era verdad, que ella no era concubina y que este desenfrenado furor era infundado, pues eran hermanos, su cuñada la increpaba llamándola embustera e hopócrita. Acabó por colocarle entre las piernas un tizón ardiendo y la hizo morir entre los más crueles tormentos.
Desolados por tan lamentable muerte, acudieron presurosos el hermano y el marido y después de ofrecer a la víctima el tributo de su dolor y sus lágrimas, cumplieron con los fúnebres deberes propios del caso. Pero el joven sintió tanto dolor e indignación por el fin trágico de su hermana, que no pudo soportarlo: apoderose de él una profunda pena, inflamose su bilis y cayó en un profundo delirio seguido de ardiente calentura, de modo que necesitó los cuidados de un enfermo de gravedad. Su mujer, que había ya perdido su título de esposa, como antes perdió su fidelidad, fue en busca de un médico de notoria perfidia, famoso ya por sus maldades y los nobles trofeos de sus asesinas manos. Prometiole ella cincuenta mil sestercios si le procuraba un sutil veneno con que dar muerte a su marido. Cerrado el trato, fingieron tener necesidad, para refrescar las emrañas del enfermo y purgar su bilis, de esta poción por excelencia que los profesionales llaman poción sagrada. Pero en vez de ella prepararon otra que sólo es sagrada para mayor honra y gloria de Proserpina. En presencia de la familia y de algunos amigos, el médico presentó al enfermo el brebaje honradamente preparado por la misma mano.
Pero la audaz mujer, queriendo desembarazarse a la vez del cómplice de su crimen y rescatar la suma prometida, tomó la copa delante de todo el mundo y dijo: «No, ilustre médico; no quiero que deis a beber esta poción a mi querido esposo, sin que antes la probéis vos mismo. ¿Qué seguridad tengo yo de que no contiene algún fatal veneno? Y además esta precaución no puede ofender a un personaje tan prudente y sabio como vos ¿No es natural que una amante esposa se interese por la salud de su marido, rodeándole de todos los cuidados posibles?» La extraña y desesperada proposición de la mujer puso al médico fuera de sí. Perdió su sangre fría y sin el tiempo necesario para rellexionar, en tan apurada ocasión, antes que la turbación o la inquietud de la abominable mujer diese origen a sospechas de su culpabilidad, bebió una porción del brebaje. El enfermo, con esta seguridad, bebió el restante. Consumado en esta forma el atentado intentó el médico regresar rápidamente a su casa para neutralizar con un antídoto los temibles efectos del veneno que se había administrado, pero fiel tenazmente al malvado plan que empezaba a desarrollarse, no permitió la horrible mujer que se separase de ella un solo paso. «Esperemos, decía, a que el brebaje se haya esparcido por todo el1 cuerpo y permita reconocer con evidencia los salutíferos resultados de esta medicina.» Tras de grandes esfuerzos y fatigada por fin de las reiteradas súplicas del médico, le permitió irse. Pero el veneno había ya obrado sordamente en las entrañas del infeliz y había atacado ya sus principios vitales. Gravemente enfermo y sumido en mortal sopor arrastrose hasta su casa con penosa dificultad. Apenas llegó a tiempo para explicar lo ocurrido a su mujer y recomendarle que, por lo menos, reclamase la recompensa prometida; en seguida, herido por la violencia del mal, exhaló su ultimo suspiro el virtuoso discípulo de Esculapio.
El enfermo no le sobrevivió y, en medio de las hipócritas lagrimas de su mujer, sucumbió trágicamente. Después de sepultado y pasados los días que se consagran habitualmente a los obsequios fúnebres, presentose la mujer del médico, pidiendo el premio del doble asesinato. La viuda, guiada siempre por su perfidia y mala fe, la recibió en afectuosos términos. Después de mil protestas, prometió entregarle en breve la suma convenida, pero para ello era preciso que le proporcionara una nueva cantidad de aquella poción para terminar, según dijo, la comenzada empresa. Cayó la esposa del médico en la infernal celada y para no enemistarse con tan opulenta señora, trajo en seguida de su casa el veneno que le pedía. La malvada, multiplicando sus crímenes, lleva sus homicidas manos a todo lo que la rodea.
Había tenido de su marido una niña, actualmente de corta edad, a quien las leyes legaban una importante parte de la herencia paterna, y esto contrariaba a la madre. Ella quería el patrimonio entero para sí y conspiró, para ello, contra la vida de la niña. Después de informarse de que las madres, aunque se trate de un crimen, heredan al hijo muerto, mostrose cruel madrasta como antes fue indigna esposa. Y durante un festín al que convidó a la viuda del médico, propinó a ambas el veneno. La pobre niña, delicada y sin resistencia, sucumbió en pocos momentos al mortal brebaje. Pero la mujer del médico, mientras el infernal licor trazaba un surco mortal en sus entrañas, llegó a sospechar la verdad. Pronto los intensos dolores de la agonía disiparon su incertidumbre. Tuvo fuerzas aún para llegar a la casa del gobernador e implorar justicia. Juntose el pueblo alrededor de esta mujer que anunciaba grandes revelaciones y al punto el magistrado le ordenó prestar declaración. Apenas hubo empezado a relatar detalladamente las atrocidades de la sanguinaria mujer, una espesa nube veló súbitamente su razón. Diole un vértigo, sus labios entreabiertos se comprimieron; rechinaban sus dientes y por fin cayó exánime a los mismos pies del gobernador. Éste, magistrado muy experto, no quiso diferir el castigo que merecía la envenenadora por tan execrables crímenes. Mandó traer a su presencia las criadas que tenía a su servicio, y sometiéndolas al tormento las obligó a que declarasen la verdad. En cuanto a ella, aunque merecía mucho más, como no era posible imaginar un suplicio digno de sus crímenes, la condenaron a ser arrojada a las fieras.
Tal era la mujer con quien debía yo contraer públicamente matrimonio. Y esperaba yo el día de la ceremonia con mortal angustia. Mil veces, en mi error, imaginé quitarme la vida antes que mancharme con el contacto de esta repugnante hembra, o sufrir la infamia de un espectáculo público. Pero privado de manos, de dedos, con un casco redondo y torpe, no podía yo empuñar una espada. Sólo le quedaba un recurso a mi extrema desgracia; me consolaba una lejana esperanza; iba a renacer la primavera, el campo se esmaltaba ya con las riquezas de Flora y los prados se vestían con deslumbradoras joyas. Muy pronto, rompiendo su cárcel de espinas para exhalar deliciosos perfumes, iban a abrirse las rosas que debían reintegrarme a mi primitiva forma de Lucio.
Llegado el día destinado para los juegos, condujéronme con solemne pompa, por entre la multitud, a la puerta del anfiteatro. Mientras preludiaban el espectáculo con danzas y escenas coreográficas, regalábame yo, fuera del local, con el verde césped que tapizaba sus alrededores, y de vez en cuando echaba una curiosa mirada al espectáculo por la puerta, que dejaron abierta. El golpe de vista era admirable. Con efecto, muchachas y donceles en plena adolescencia, tan hermosos como elegantes en sus vestiduras, danzaban con suave ritmo la pirríquica de los griegos. Las más sabias disposiciones presidían a sus graciosos ejercicios. Unas veces formaban un círculo parecido a una gran rueda, otras los anillos de una cadena oblicua; luego se juntaban en batallón cuadrado, para separarse más tarde en dos escuadrones. Después de ejecutar en sus movibles evoluciones toda clase de figuras, anunciaron las trompetas que terminaban las danzas. Inmediatamente se replegaron las colgaduras, corriose la cortina y apareció el escenario.
El teatro representaba un bosque en la famosa montaña que el poeta Homero cantó con el nombre de Ida. Era de gigantescas proporciones y cubierta de plantas y verdes árboles hasta la cumbre. Nacía una fuente que se esparcía por sus laderas en límpida corriente. Algunos rebaños comían la tierna hierba. Veíase a Paris, el pastor frigio, con su manto caraterístico, de flotantes pliegues. Desempeñaba este papel un muchacho ricamente vestido cubierta su cabeza con una tiara de oro y simulando que guardaba el rebaño. Salió luego un precioso niño, completamcute desnudo, excepto el hombro izquierdo, que estaba, cubierto con una clámide. Sus rubios y ensortijados cabellos atraían todas las miradas y por entre sus bucles asomaban dos pequeñas alas perfectamente iguales. El caduceo y la varilla le daban a conocer: era Mercurio. Avanzó al compás de una danza, llevando en la mano derecha una manzana de oro que entregó a Paris. Explicole mímicamente la misión que le imponía el padre de los dioses, y después de ejecutar encantadoras danzas se retiró. Apareció entonces una muchacha de aire majestuoso que representaba a Juno. En efecto, ceñía su cabeza una blanca diadema y empuñaba un cetro. Entró otra bruscamente y se vio sin dificultad que representaba a Minerva, pues cubría su cabeza con un brillante casco, cubierto a su vez con una corona de olivo; llevaba la égida, blandía lanza y su aire era marcial.
Después de ellas se presentó una tercera beldad; sus incomparables destellos, la gracia que animaba su divina persona, indicaban claramente que era Venus. Era Venus virgen. Sin velo alguno ostenta las admirables perfecciones de su cuerpo. Porque si bien una ligera gasa oculta los más secretos, el curioso céfiro, en sus retozones caprichos, se divierte amorosamente en separarlo y dejar a la vista el capullo de la naciente rosa. Otras veces con su soplo imprime fuertemente la gasa sobre los miembros de Venus, dibujando sus voluptuosos contornos. Dos colores llaman vivamente la atención al contemplar la diosa: el alabastrino de su cuerpo, debido a su celeste origen, y el azul de sus vestiduras, que sacó del seno de los mares. Las tres muchachas representantes de las tres divinidades van acompañadas de sus respectivos cortejos. A Juno la siguen Cástor y Pólux, llevando cascos ovales, con estrellas en la cimera; los dos hermanos son también interpretados por jóvenes actores. Juno, a los variados acordes de una amorosa flauta, se adelanta con sosegado gesto y sin afectación, y con noble mímica, promete a Paris, si le concede el premio de la belleza, concederle el dominio de toda el Asia. Minerva lleva por escolta dos muchachos que representan el Terror y el Miedo. Fieles escuderos de su marcial diosa, van armados con desnudas espadas. Un tocador de flauta tocó a su lado en el modo dórico una marcha bélica, que con combinación de tonos graves y agudos imita la trompeta y da aliento a la diosa para ejecutar su danza. Agitando la cabeza, lanzando amenazadoras miradas, adelantose rápidamente y expresó con sus gestos a Paris que si le adjudicaba la palma de la hermosura lograría, por su protección, ser el más inmortal guerrero.
Pero toda la asamblea muestra sus simpatías en favor de Venus. Avanzó ésta hasta mitad de la escena, rodeada de numerosos niños, y allí se detuvo, dibujando en su divino rostro la más agradable y dulce sonrisa. Los Cupidos, de miembros redondeados y blancos como la leche, parecían llegar en aquel momento del fondo del mar o del cielo. Sus diminutas alas, sus pequeñas flechas y todo su traje entero armonizaba maravillosamente con su carácter, y como si su señora se dirigiese a un banquete nupcial, iluminaban sus pasos con deslumbrantes antorchas. Derramose luego como una ola un encantador enjambre de niñas; aquí las lindas Gracias; allí las hermosas Horas. Unas y otras, lanzando guirnaldas de flores y deshojando rosas, procuraban complacer a su diosa, formando hermosas cadenas y ofreciendo el homenaje de los tesoros primaverales a la reina de la voluptuosidad. Pronto las flautas dejaron oír aires lidios que llenaron el alma de los espectadores de deliciosa suavidad, y con mayor suavidad todavía empezó Venus su danza. Sus primeros pasos son lentos e indecisos, pero las ligeras ondulaciones que empiezan a dibujarse en su talle llegan insensiblemente hasta su cabeza y sus delicados movimientos siguen el ritmo acariciador de las flautas. Tan pronto deja caer levemente sus párpados para comunicar un dulce destello a su mirada, como la transforma en viva, penetrante, arrebatadora, y a momentos seduce la danza a sus ojos. Llegó a la presencia del juez y según le extendió los brazos pareció prometer a Paris, si la prefería a las otras diosas, darle una esposa cuyos maravillosos encantos igualarían a los suyos propios. El joven frigio no tuvo valor para titubear; le presentó la manzana de oro y decidió en su favor la victoria.
¿Cómo extrañar, pues, viles criaturas, pécoras del foro, o, mejor, buitres togados, que todos los jueces vendan hoy su conciencia a precio de dinero, si en los orígenes del mundo ya recayó, entre los dioses, una sentencia falseada por el favor? ¡Y era, sin embargo, la primera que se dictaría! Y téngase en cuenta que el gran Júpiter eligió para árbitro un campesino, un pastor; lo que no fue obstáculo para que éste vendiese su conciencia por un ensueño de amor, precipitando con ella su raza entera a la perdición. ¡Pero, por Hércules! ¿No se vieron más tarde sentencias parecidas a ésta, pronunciadas por los ilustres jefes de los ejércitos griegos? La falsa acusación que sirvió para condenar como traidor al hábil y prudente Palamedo; el sacrificio de una aguerrida potencia militar a los escasos méritos de Áyax, favorito de Júpiter... ¿Y cómo se ha de calificar aquella sentencia que dictaron los atenienses, aquellos sabios legisladores, aquellos maestros en toda ciencia? ¿El anciano cuya sabiduría divina fue proclamada, por el oráculo de Delfos, superior a la de todos los mortales, no sucumbió a la sagacidad y a los celos de una detestable facción? ¿No fue acusado de corruptor de la juventud, siendo así que la instruía y refrenaba, y condenado a beber el jugo mortal de una hierba venenosa? Por lo demás, esta infamia arrojó una mancha de eterna ignominia sobre sus conciudadanos, puesto que aún hoy día, los más excelsos filósofos siguen sus doctrinas como las más santas entre todas, y, cuando desean fervientemente alcanzar algún beneficio, invocan su nombre. Pero para que nadie condene esta explosión de ira y no se diga a sí propio: ¿a qué conduce estar soportando las diatribas filosóficas de un asno? vuelvo donde estaba y continúo mi narración.
Terminado el juicio de Paris, Juno y Minerva salieron del escenario, confusas y disgustadas, indicando con la mímica la indignación que les causaba el fallo. Venus, por el contrario, sonriente y satisfecha, expresó su contento entregándose a la danza con todo su cortejo. De pronto, de una oculta fuente en lo alto de la montaña, manó una vena líquida. Era vino con azafrán disuelto, que cayó en perfumada lluvia sobre los rebaños que allí se apacentaban, de manera, que por una magnífica metamorfosis, cambiaron la blancura de su vellón en el color del oro. Y una vez quedó perfumada la vasta sala, hundiose la montaña entera debajo del suelo. Adelantose entonces un soldado para pedir, a solicitud del pueblo, que trajeran de la cárcel pública a la mujer que había sido condenada a las fieras, según antes expliqué, y que estaba destinada a contraer conmigo un famoso himeneo. Estaban arreglando ya nuestro lecho nupcial, reluciente, de marlil de la India y dispuesto con muelles cojines de pluma, cubiertos de labradas sedas. Pero yo, además de la vergüenza que me causaba efectuar tan delicado acto en público y además de mi repugnancia a aquella mujer, por sus nefastos crímenes, me inquietaba, especialmente, el temor a perder la vida, y hacía entre mí las siguientes reflexiones: ¿Si en mitad de nuestros abrazos y amorosos transportes sueltan una fiera contra la mujer, es probable que el animal tenga suficiente prudencia, talento, educación y sobriedad para que después de devorar, o antes, a la condenada mujer, no las emprenda contra mí, que soy inocente?
Así, pues, no sólo me inquietaba el pudor, sino mucho más el instinto de conservación, y mientras mi maestro de habilidades se ocupaba atentamente en arreglar la cama y los criados organizaban la escena de caza, di rienda suelta a mis reflexiones. Por otra parte, no ejercían vigilancia alguna sobre un asno tan manso, como yo. Insensiblemente fui decidiéndome a la fuga, me acerqué disimuladamente a la puerta y hui disparado. Después de galopar seis millas sin resollar, llegué a Cencras, la más hermosa colonia de los corintios, bañada a la vez por el mar Egeo y el golfo Salónico. Presenta esta ciudad una espaciosa rada al abrigo de los temporales y su puerto es muy animado. Pero procuré evitar la multitud y escogiendo un lugar solitario en la playa, junto a la rompiente de las olas, tendime tan largo como era sobreuna muelle capa de arena, dando así descanso a mis fatigados miembros. Febo había ya conducido su dorado carro a los últimos confines del horizonte, y a favor de la calma del crepúsculo quedé sumido muy pronto en las dulzuras de un profundo sueño.
LIBRO UNDÉCIMO
Entrada ya la, noche disperté aterrorizado en medio de una claridad deslumbradora; era la luna cuyo disco radianie se alzaba en aquel momento del fondo del mar. El misterio, el silencio, la soledad, todo convidaba al recogimiento. Sabía yo que la reina de la noche, divinidad de primera categoría, ejerce un poder soberano y rige las cuestiones mundanas con su providencia; sabía que no sólo los animales domésticos y los monstruos salvajes, sino también los seres inanimados subsisten por la divina influencia de su luz y sus propiedades; que en la tierra, en los cielos y en el fondo del mar el crecimiento de los cuerpos siente su influencia. Puesto que el destino se apiadaba de mis largos y crueles infortunios y me ofrecía, aunque tarde, una esperanza de salvación, quise hacer una invocación a la diosa en su imagen augusta que tenía ante los ojos. Ma apresuré a disipar los últimos restos del sueño y me levante con gran brío. Para purificarme me bañé en el mar y hundí siete veces la cabeza bajo las olas, puesto que el número siete, según el divino Pitágoras, es el número apropiado por excelencia a las ceremonias religiosas. Luego con una alegría cuyo fervor se manifestaba en mis lágrimas ofrecí mi oración a la omnipotente diosa con estas palabras:
«Reina del cielo; sea que por encarnar la bienhechora Ceres (madre e inventora del trigo), que por la alegría de haber encontrado a su hija enseñó a los hombres a reemplazar la antigua bellota, alimento salvaje, por otros más agradables, habites los campos de Eleusis; sea que por encarnar a la celeste Venus que en los primeros días del mundo acercó con amor innato los distintos sexos y propagó con eterna fecundidad las generaciones humanas, seas adorada en el santuario de Paphos, que el mar circunda; sea que por encarnar a la divina Phebe, cuya valiosa asistencia a las mujeres encinta y a sus frutos ha creado tantos pueblos, seas hoy reverenciada en el templo de Efeso; sea que por encarnar a la temible Proserpina, la de los nocturnos ladridos, la que en su triple apariencia oprime las impacientes sombras del averno manteniendo cerradas las prisiones subterráneas, y recorriendo los diversos bosques sagrados hayas logrado ser apta para diversos cultos; oh tú, que con luz femenina iluminas todos los muros, con tus húmedos rayos fecundas la preciosa semilla y reemplazando al sol esparces tu luz soberana!; bajo cualquier nombre, cualquier aspecto, cualquier rito que me permita invocarte, asísteme en mi estupenda desgracia; da nuevos hálitos a mi suerte que se derrumba; concédeme un momento de paz y de tregua después de tan rudos ataques. Da fin a mis desgracias, no me pongas más a prueba. Despójame de esta odiosa figura de cuadrúpedo; vuélveme al trato con los míos; devuélveme mi forma de Lucio. Y si acaso alguna divinidad ofendida me persigue con inexorable rencor, séame permitido, por lo menos, morir ya que vivir no puedo!»
Así rogaba, así repetía quejas y lamentos, cuando sentí de nuevo obscurecerse mis sentidos y venir de nuevo un profundo sueño a envolverme y abatirme. Apenas hube cerrado los ojos cuando surgió entre las olas una aparición capaz de imponer respeto a los propios dioses. No se vio de pronto mas que un rostro divino; insensiblemenle fue apareciendo todo el cuerpo, de una hermosura perfecta, y, apartando las amargas olas, esta deslumbradora imagen vino a colocarse freute a mí. Procuraré reproduciros tan admirable visión si me es posible encontrar en la pobreza del lenguaje humano palabras adecuadas o si la misma divinidad me inspira fácil y abundante elocuencia. Estaba dotada, en primer término, de una tupida y larga cabellera cuyos graciosos bucles, dispersados al azar, flotaban sobre su divina nuca con muelle abandono. En lo alto de la cabeza, una corona de varias flores delicadamente enlazadas. Sobre la frente llevaba una placa circular en forma de espejo que reflejaba una luz blanca, indicando ser la luna. A cada lado de la cabeza sostenían este adorno dos astutas serpientes de erguida cabeza, y también con espigas de trigo que le caían oscilantes sobre la frente. Su vestido, tejido del más delicado lino, era tornasolado, presentando en sus cambiantes la blancura del lirio, el oro del azafrán y el encarnado de la rosa. Pero lo que atrajo más vivamente mis miradas fue su manto de un negro tan intenso que deslumbraba. Caíale este manto atravesado descendiendo en elegante espiral desde el hombro derecho a la cadera izquierda. Una de las puntas colgaba con mil pliegues artísticamente dispuestos y terminaba en unos nudos listados que flotaban graciosamente.
El fondo estaba cuajado de innumerables estrellas en medio de las cuales destacaba la luna llena su radiante y vivísima luz. A lo largo de este manto sin igual una no interrumpida guirnalda representaba toda suerte de flores y frutos. Llevaba además la diosa varios atributos muy distintos unos de otros; en la mano derecha sostenía un sistro de cobre cuya sutil y curvada lámina en forma de tahalí estaba atravesada por tres pequeñas varillas que, al agitarlas, producían un agudo sonido. De su mano izquierda pendía un vaso de oro en forma de góndola, que, en la parte más saliente del asa remataba en un áspid de erguida cabeza y abultado cuello. Cubrían sus divinos pies sandalias tejidas con, hojas de palma, el árbol de la victoria. Con tan imponente apariencia, esta gran diosa, exhalando los felices perfumes de la Arabia, dignose honrarme con estas palabras:
«Vengo a ti, Lucio, conmovida por tus ruegos. Yo soy la Naturaleza, madre de todas las cosas, dueña de todos los elementos, origen y principio de los siglos, divinidad suprema, reina de los manes, primera entre los habitantes del cielo, tipo ejemplar de los dioses y de las diosas. Mi voluntad rige las luminosas bóvedas del cielo, las saludables auras del Océano, el lúgubre silencio de los infiernos. Potencia única, soy adorada por el universo entero bajo distintas formas, con diversas ceremonias, con mil diferentes nombres. Los frigios, primeros habitantes de la tierra, me llaman diosa del Pesinonte y madre de los dioses; los autóctonos atenienses me llaman Minerva Cecropiana; soy la Venus de Paphos en la isla de Chipre; Diana Dictynia entre los cretenses, hábiles en disparar la flecha; Proserpina Estigia entre los sicilianos, que hablan tres idiomas; soy Ceres, la antigua divinidad de los habitantes de Eleusis. Juno me llaman unos; Belona, otros; aquí Hécate; más allá Ramnusia. Pero los que reciben antes que nadie los primeros rayos del sol naciente, los etíopes, los arios y los egipcios, poderosos por su antiguo saber, son los únicos que me honran con mi verdadero culto; sólo ellos me llaman por mi verdadero nombre: la reina Isis. Vengo apiadada de tus infortunios; vengo a ti propicia. Seca ya tus lágrimas, pon término a tus lamentos, abandona tu desespero: ya mi providencia hace brillar sobre ti el día de salvación. Presta, ahora religiosa atención a las órdenes que voy a darte. »El día que nacerá de esta noche ha sido consagrado a mi culto desde tiempo inmemorial. En este día se apaciguan las tempestades del invierno, cálmanse las ensoberbecidas olas, el mar es ya navegable y mis sacerdotes me consagran un navío nuevo para poner bajo mis auspicios el comercio marítimo. Espera tú esta fiesta sin inquietud, puro de profanas ideas;
porque, por recomendación mía, el gran sacerdote llevará, durante la solemnidad de la pompa, una corona de rosas en el sistro que sostendrá con la mano derecha. Así, pues, sin titubear, apartando los grupos, ve a unirte a la procesión con ferviente celo. Acércate dulcemente al pontífice; luego, como si quisieras besarle la mano, arrancarás las rosas con tus labios, y en el mismo instante te verás libre del pellejo de este detestable animal que tan odioso me es. No creas difícil ninguna de estas órdenes, porque en este preciso momento en que vengo a ti y te manifiesto mi presencia, indico a mi sacerdote, durante el sueño, lo que resta aún por hacer y le doy instrucciones. Por disposición mía los apretados remolinos del pueblo se separarán para dejarte paso, y en medio de la alegre ceremonia y de las fiestas, nadie tendrá aversión a tu disforme exterior, nadie se permitirá reflexiones mal intencionadas, ni a nadie se le ocurrirá acusarte por tu súbita metamorfosis. Pero, por encima de todo, acuérdate y graba bien este recuerdo en el fondo de tu corazón; acuérdate, digo, que debes consagrarme lo restante de tu vida hasta exhalar tu último suspiro. Justo es que si una diosa te devuelve a la compañía de los homhres, le debas tú la existencia en el porvenir. Por lo demás, vivirás feliz y lleno de gloria bajo mi protección, y cuando cumplido el tiempo de tu destino desciendas a la sombría morada, igualmente allí, en aquel subterráneo hemisferio, me verás brillar en mitad de las tinieblas de Aqueronte, soberana de la estigia morada; y llegado a los Campos Elíseos debes seguir ofreciendo tus asiduos homenajes a tu protectora. Que si por tu piadoso culto, por tu devoción ejemplar y por tu castidad inviolable te muestras digno, antes de llegar a esta ocasión, de mi gracia omnipotente, sabrás también que sólo yo tengo derecho a prolongar tus días más allá del término señalado por el Destino.»
Así terminó el venerable oráculo, y la invencible diosa replegose sobre sí misma.
Cuanto a mí, despertando súbitamente, me levanté bañado en sudor; ¡de tal modo me turbaban el miedo y la alegría! Emocionado profundamente por la manifiesta aparición de tan poderosa divinidad, corrí a bañarme en las olas pensando sólo en las órdenes supremas, en su serie de mandatos. Pronto las tinieblas de la sombría noche huyeron ante el sol que al aparecer dora el horizonte. Por todos lados, con solicitud piadosa, y verdaderamente triunfal, esparcíanse los grupos por la plaza pública. Además de la satisfacción que me dominaba, parecía que la naturaleza entera respiraba alegría. Sobre los animales, alrededor de las casas, por el mismo aire sentía circular una atmósfera de felicidad. Al frío glacial de la noche pasada, sucedía una agradable y suave temperatura, los pajarillos, embriagándose en el tibio hálito de la primavera, dejaban oír armoniosos cantos, y sus dulces acuerdos rendían homenaje a la madre de los astros y de los siglos, a la dueña de todo el Universo. Los mismos árboles, así los que se cubren de abundante fruto, como los estériles que se contentan con prestar sombra, se vivificaban al soplo del Septentrión; el naciente follaje les embellecía, y sus brazos, dulcemente agitados, producían agradable murmullo. El ensordecedor estruendo de la tempestad se había apaciguado; el mar había calmado el torbellino de sus olas, que venían a morir tranquilamente en la playa. Finalmente, no aparecía una sola nube en el horizonte y nada empañaba el azul inmortal de su bóveda.
Insensiblemente, pusiéronse en marcha las avanzadas del cortejo. La elección de los trajes adoptados por cada cual en virtud de diferentes votos, producía una variedad encantadora. Éste, ceñido con un cinturón, representaba un soldado; aquél, con su corta clámide, el sable al cinto y los chuzos, figuraba un cazador. Otro, lucía brodequines dorados, traje de seda y valiosos adornos, una cabellera postiza cargaba su cabeza, y su paso era majestuoso; parecía una mujer. Otro, calzado con botines, fieramente armado con un lazo, el casco y la espada, parecía salir del circo de gladiadores. Uno había que, precedido de protocolos y vestido de púrpura, hacía de magistrado; otro que, para divertirse, llevaba la capa, el bastón, las sandalias y la barba cabría de un filósofo. Algunos iban de vendedores de pájaros y de pescadores, con diferentes cañas embadurnadas de engrudo o provistas de anzuelo. Vi también una osa domesticada que la paseaban en una silla, vestida como una dama de alto copete. Un mono con casquete bordado, vestido con una cota frigia de color de azafrán, representaba el joven pastor Ganimedes y sostenía una copa de oro. Finalmente había un asno cuyo lomo habían sembrado de plumas, seguido de un viejo desgonzado: parodiaban al Pegaso y Belerofonte, formando la más ridícula pareja.
En medio de estas alegres mascaradas que infestaban las calles, la pompa especial de la diosa protectora púsose en movimiento. Mujeres vestidas con lienzos blancos, coronadas de guirnaldas primaverales y llevando satisfechas distintos atributos, esparcían flores por el camino que debía seguir el sagrado cortejo. Otras llevaban en la espalda pulidos espejos, para que la diosa, al avanzar, pudiese contemplar ante sí la solicitud de la muchedumbre que seguía. Algunas llevaban peines de marfil, y moviendo cuidadosamente brazos y manos, hacían ademán de peinar a su reina. Finalmente, otras regaban abundantemente las calles, dejando chorrear gota a gota bálsamos y perfumes exquisitos. Además, una numerosa muchedumbre de ambos sexos, llevaba faroles, antorchas, cirios y otras suertes de iluminaciones a fin de lograrse el favor de la diosa de los astros que brillan en el firmamento con estos luminosos emblemas. Seguían luego deliciosas sinfonías; los caramillos y las flautas producían los más dulces acuerdos. Luego venía un coro de jóvenes aristócratas, vestidos con trajes blancos de gran valor, que repetían alternativamente un cántico escrito por un hábil poeta, bajo la inspiración propicia de las musas. En este cántico, reproducíanse, a intervalos, preludios de los más solemnes votos. Entre los músicos los había consagrados al gran Serapis, y en su atravesada flauta, que les pasaba junto al oído derecho, tocaban diferentes melodías, adecuadas al culto de este dios. Finalmente, numerosos oficiales prevenían abrir fácil paso a las sagradas imágenes.
En efecto, seguían detrás en numerosos grupos las personas iniciadas en los divinos misterios; hombres y mujeres de todas categorías y todas edades, envueltos en lienzos de lino de deslumbrante blancura. Las mujeres llevaban un velo transparente sobre los perfumados cabellos; los hombres llevaban la cabeza enteramente afeitada y reluciente, representaban los astros terrenales de la gran religión, y sus siatros de cobre, plata y aun oro, embelesaban con melodioso tintileo. Los pontífices sagrados iban cubiertos con largo traje blanco de lino que les cubría el pecho, les apretaba el talle y caía hasta los talones. Llevaban los augustos símbolos de las poderosas divinidades. El primero de ellos sostenía una lámpara cuya vivísima luz en nada se parecía a las que usamos para cenar; era una góndola de oro despidiendo una gran llama. El segundo vestía análogamente al anterior, pero llevaba en sus manos dos altares, lamados “los socorros” por la eficaz providencia de la gran diosa. Un tercero adelantaba una rama de oro de hojas delicadamente cinceladas y el caduceo de Mercurio. El cuarto sostenía el símbolo de la justicia representado por un brazo izquierdo con la mano abierta: era la izquierda porque parece representar mejor la justicia, puesto que es menos activa, menos astuta y está desprovista de habilidad. Llevaba también el mismo un vaso de oro en forma de pecho de mujer y con él hacía libaciones de leche. El quinto llevaba un bieldo de oro donde se agrupaban ramitos del mismo metal; el último, por fin, llevaba una ánfora.
Inmediatamente seguían los dioses que se dignaban andar con el auxilio de pies humanos. El primero, imagen monstruosa, era el intermediario divino que viaja del cielo a los infiernos, y viceversa, unas veces con sombrío rostro, otras resplandeciente. Levantaba al aire su cabeza de perro; en la mano izquierda llevaba un caduceo y con la derecha agitaba una verde palma. Detrás de él, una vaca sosteniéndose en sus patas traseras, símbolo de fertilidad, que representaba la fecunda diosa. Esta vaca era llevada en hombros por sagrados sacerdotes que avanzaban majestuosamente. Otro llevaba la canastilla que contenía. los misterios, ocultando así los secretos de la sublime religión. Otro llevaba sobre su bienaventurado pecho la venerable efigie de la divinidad omnipotente, efigie que no era la de un cuadrúpedo, ni la de un pájaro, ni la del hombre. Pero habían sabido hacerla venerable (ingenioso descubrimiento) por su misma novedad; el símbolo que lo representaba era, por lo demás, inefable indicio del misterio que debe presidir a esta augusta religión. Figuraos una pequeña urna de pulido oro, artísticamente vaciado, esférica la base y enriquecido por fuera con maravillosos hieroglifos egipcios. Su orificio, poco alto, extendíase a un lado formando largo pico, mientras por el otro tenía una asa de curva muy desarrollada, en el vértice de la cual se levantaba en nudosos repliegues un áspid de cabeza escamosa, cuello hinchado y dorso estriado con profusión de rayas.
¡La gracia que me había prometido la bienhechora divinidad iba, pues, a cumplirse! ¡Mi suerte iba a cambiar! En efecto, se acercaba el pontífice que llevaba mi salvación en sus manos. Vestía exactamente según la predicción del oráculo, llevando en la mano derecha el sistro de la diosa, y una corona para mí: corona bien merecida, ¡vive Dios! Solamente después de mil sacrificios y temerarios peligros, lograba, gracias a la gran diosa, salir vencedor en mi lucha con la despiadada Fortuna. No obstante, lejos de entregarme a una súbita explosión de alegría y obrar precipitadamente, pensé que la imprevista irrupción de un cuadrúpedo alteraría el apacible orden de la religiosa ceremonia, y eso no me convenía. Adelanté, pues, con paso grave, ceremonioso, como un hombre; y deslizándome poco a poco entre la gente que se alineaba por visible inspiración de la diosa, me acerqué cautelosamente.
Pronto vi que el pontífice había sido prevenido la noche anterior por el oráculo, y de pronto se detuvo, admirando la precisión con que se cumplían las órdenes recibidas. Tendió la mano y acercó a mi hocico la corona que llevaba. Entonces, con una emoción que hacía palpitar fuertemente mi corazón, tomé esta corona donde brillaban las tan deseadas rosas y la devoré con rapidez sin igual. La promesa divina se cumplió. Al punto me vi despojado de mi asquerosa envoltura de bestia. Empieza cayéndome el largo pelo y adelgazándose el grueso pellejo. Mi obeso vientre disminuye; el cuerno de los cascos se transforma en dedos; mis manos, que ya no son patas, se levantan para adecuarse a las funciones de un bípedo; se me acorta el cuello; la cara y la cabeza se redondean; las enormes orejas recobran su primitivo tamaño; los dientes, como adoquines, recobran forma humana, y esta cola que poco ha tan cruelmente me humillaba, desaparece sin dejar señal alguna. El pueblo no sale de su sorpresa; las almas piadosas se confunden en ferviente adoración a la vista de tan evidente milagro, frente a uno de estos prodigios que sólo se ven en sueños, viendo una metamorfosis tan fácilmente efectuada; y todos, a porfía, levantan las manos al cielo, atestiguando en alta voz el estupendo milagro de la diosa.
Yo, estupefacto, como si mi alma no pudiese aguantar una alegría tan grande, no era capaz de pronunciar una sola palabra; no sabía cómo empezar, ni en qué términos debía debutar en el lenguaje, cuya facultad renacía para mí; qué palabras, en fin, podían celebrar mejor la inauguración y pagar a tan omnipotente diosa el digno y justo tributo de mi agradecimiento. El mismo sacerdote, con estar al corriente, por revelación de lo alto, de todas mis deplorables aventaras, quedó unos momentos sorprendido ante la magnitud del milagro. Pero inmediatamente dio orden, con un significativo ademán, de que me proporcionaran un traje. Porque desde el instante en que salí de la nefasta piel del asno, intentaba yo vanamente, apretando las piernas y tapándome con la mano, ocultar en lo posible mi desnudez con un velo natural. Entonces uno de los sacerdotes del cortejo quitose en un momento la túnica y la colgó rápidamente sobre mis espaldas. Hecho esto, el pontífice, mirándome con bondadosa y alegre cara, me habló en estos términos:
«Después de tantas pruebas soportadas, después de tan rudos asaltos como os ha ofrecido la Fortuna, después de las violentas tempestades que os han atropellado, habéis llegado por fin, Lucio, al puerto de salvación y al altar de la misericordia. Ni vuestro nacimiento ni vuestra alta posición social, ni aun la sabiduría que os adorna, os han servido de provecho alguno. Os habéis entregado a los excesos de una ardiente juventud, habéis saboreado voluptuosidades indignas de un hombre libre y habéis pagado cara una curiosidad fatal. Pero al fin la ciega Fortuna, persiguiéndoos con las más terribles desgracias, os ha conducido sin querer, por el mismo exceso de sus rigores, a esta religiosa beatitud. Que encamine, pues, a otra parte su refinada crueldad y busquen sus furores en adelante una nueva víctima. Porque los elegidos por nuestra omnipotente diosa para dedicarlos a su culto, no están expuestos a la fiereza del hado. Estos malvados, estas fieras, esta esclavitud, estos senderos amargos, tortuosos e impracticables, este constante peligro de muerte, tantas tribulaciones, en fin, ¿han logrado lo que se proponía la implacable Fortuna? No: y desde ahora seréis amparados por la Fortuna verdadera, diosa clarividente cuya radiante luz supera a la de las restantes divinidades. Presentad, pues, en lo sucesivo un rostro jovial como corresponde al blanco lienzo que os cubre; acompañad altivo el cortejo de vuestra diosa redentora. Véanlo los impíos, que lo vean y salgan de su error. He aquí Lucio, libre de sus antiguos tormentos, y que, gracias a la protección de la gran diosa Isis, triunfa de su propia suerte. Sin embargo, para vuestra seguridad y mayor garantía, profesad en nuestra santa milicia, según os rogó la diosa la pasada noche. Consagraos en adelante al culto de nuestra religión y sufrid voluntariamente el yugo de este ministerio, que, al empezar a servir a la diosa, disfrutaréis más vivamente de las dulzuras de la libertad.»
Así habló el virtuoso pontífice, y su voz, temblorosa y fatigada por la inspiración, se detuvo. Entonces, mezclándome con los demás fieles, seguí el sagrado cortejo. Pero todo el mundo me señalaba. Todos me reconocían y bromeaban conmigo; «Mira, decían, aquel que la diosa ha convertido hoy a la forma humana. ¡Mortal afortunado, sin duda, mortal tres veces dichoso, que por la inocencia y la ejemplaridad de su vida anterior ha merecido tan visible protección de los cielos! Ha renacido para ser consagrado al santo ministerio de la diosa.» En medio de estos murmullos y del tumulto de las alegres devociones, avanzamos lentamente, hasta llegar a la orilla del mar, en el mismo sitio donde mi cuerpo de asno había pasado la noche anterior. Colocadas las imágenes de los dioses según establecen los rituales, acercose el pontífice a un navío, muy artísticamente construido y decorados sus costados por maravillosas pinturas egipcias. Purificolo lo más devotamente posible con una antorcha encendida, con un huevo y azufre, y en solemne oración le designó nombre y lo dedicó a la diosa. Sobre el feliz navío flotaba una vela blanca con una inscripción del voto que se ofrecía a la diosa para la prosperidad de la nueva campaña marítima. Poco después se elevó el mástil, que era un pino entero perfectamente torneado, no menos brillante que alto y con la cofa notablemente hermosa; en la popa brillaba un cisne de oro, de ondulado cuello, y, toda la carena, hecha de limonero hermosamente tallado, causaba suspensión y encanto. Pronto todos los concurrentes, los iniciados como los profanos, presentaron a porfía esencias aromáticas y otras piadosas ofrendas. Hicieron también libaciones, en el mar, de leche, hasta [que] el momento en que el navío, abarrotado con toda la gente y con innumerables objetos de devoción, levó anclas y con viento suave y propicio lanzose en plena mar. Cuando desapareció en el espacio como un punto apenas perceptible, los portadores de las sagradas reliquias cargaron de nuevo con los emblemas que antes llevaron y emprendieron, con el mismo ceremonial, el regreso al templo.
Atravesado que hubimos el umbral, el pontífice, los portadores de las santas efigies y los ya iniciados en los venerables misterios, entraron en el santuario de la diosa, donde colocaron ordenadamente aquellas imágenes que parecían palpitar. Luego, uno de ellos, llamado el Escriba, en pie en mitad de la puerta, convocó en asamblea a la corporación de los Pastóforos: con este nombre es designado el sacro colegio. Subió luego a un elevado púlpito y leyó en su libro las oraciones para el sublime Emperador, para el Senado, para los caballeros, para todo el pueblo romano, la navegación, los navegantes y para la prosperidad de todos los elementos constitutivos de nuestro imperio y terminó, como es de rúbrica, con una frase griega que significa: «Retírese el pueblo». Estas palabras significaban que el sacrificio había sido grato a los dioses, corroborándolo los fieles con entusiastas aclamaciones. Luego, los ciudadanos, ebrios de entusiasmo, se apresuraron a ofrecer ramos de olivo en flor, verbena y guirnaldas a una estatua de la diosa, de plata, puesta sobre un estrado, y, después de besarle los pies, regresaron a sus hogares. En cuanto a mí, la ansiedad me impedía alejarme dos dedos, y clavada la vista en la imagen de la diosa, me abismó en el recuerdo de mis pasadas aventuras.
No obstante, la veloz Fama, lejos de amenguar su vuelo, en esta ocasión publicó por todas partes el adorable beneficio de la diosa y mi memorable fortuna. Pronto mis amigos, mis criados y mis parientes suprimieron el luto que les había obligado a vestir la falsa noticia de mi muerte. Y en transportes de inefable gozo todos corrieron hacia mí, trayéndome diversos obsequios, para asegurarse de mi milagrosa resurrección y de mi vuelta de los infiernos. Su presencia, tan inesperada para mí, me causó la más viva alegría, y correspondí, como era mi deber, a sus afectuosas enhorabuenas. Trajéronme también con gran profusión todos los menesteres necesarios para vivir desahogadamente.
Después de dirigir a cada uno las palabras convenientes a su categoría y haberles hecho completa relación de mis antiguos infortunios y de mi actual felicidad, fui a presentarme de nuevo ante la imagen de la diosa. Alquilé un poco de local en el interior del templo y allí establecí, temporalmente, mis penates. Asistía a las piadosas ceremonias que en su interior se celebraban, me familiaricé con los sacerdotes y practiqué el culto de la gran diosa sin separarme de ella. No pasaba una sola noche, un solo instante de descanso, sin recordar sus advertencias. Varias veces me comunicó su voluntad, y como yo estaba dispuesto a cumplir los votos de la iniciación, quiso que ésta se efectuara durante las actuales fiestas. Pero a pesar del gran fervor que me animaba, me retenían los escrúpulos, puesto que muchas veces desconfié de mí ante la dificultad de ejercitar debidamente el sagrado ministerio y especialmente guardar mi castidad. Bien sé yo la prudencia y la circunspección necesarias en medio de los innumerables escollos de la vida, y estas reflexiones hacían que, a pesar de mi celo, nunca me decidía.
Una noche creí ver delante de mí al gran sacerdote que me ofrecía diferentes objetos que guardaba en el seno. Le pregunté qué significaba todo aquello y me respondió que me lo enviaban desde Tesalia y que, además, un criado mío llamado Cándido, acababa de llegar. Al despertar reflexioné largo tiempo sobre el significado de esta visión, con tanto más interés cuanto yo jamás tuve criado alguno que se llamara Cándido. De todos modos, cualquiera que fuese el sentido profético de mi sueño, me convencí de que el ofrecimiento de tales presentes significaba algún buen negocio: y [con] la dulce inquietud que produce la esperanza de un dichoso amanecer esperé, según costumbre, que abrieran el templo. Separados los blancos velos que cubrían la imagen augusta de la diosa, nos prosternamos ante ella para hacer las oraciones. El pontífice recorrió los diferentes altares, preparó el servicio divino con las oraciones de rúbrica y derramó con un vaso sagrado el agua que escanció de una fuente secreta. Terminadas estas ceremonias, empezaron las oraciones; los sacerdotes anunciaron el alba y la saludaron con devociones matutinas. En este momento entran los criados que dejé en mi país en la época en que la equivocación de Fotis me trajo tantos líos. Al instante les reconocí, como también mi caballo que me traían, pues el digno animal, después de ir de mano en mano, fue recobrado por mis parientes gracias a una señal en el lomo que no daba lugar a equivocarse. Yo estaba excesivamente maravillado de la exactitud de mi sueño que además de predecirme un provechoso negocio me auguró también, por mediación de un criado llamado Cándido, la vuelta de mi caballo blanco, símbolo de la candidez.
Esta circunstancia duplicó mi fervor; celosamente practiqué los sagrados ejercicios, coligiendo por la dicha presente mi futura felicidad. Y mi deseo de consagrarme sacerdote aumentó considerablemente desde este instante. A cada momento iba a rogar al pontífice a que me iniciaran, sin más tardanza, en los misterios de la noche consagrada. Mas él, nombre por otra parte, grave y célebre por su exacta observancia de una religión de tanta castidad, me recibía con la dulzura y la bondad de un padre que refrena los prematuros deseos de sus hijos. A mis súplicas oponía él dilaciones, a la vez que con palabras de consuelo y llenas de esperanza calmaba la inquietud de mi alma. Decíame que debía ser la misma diosa quien, con una señal de asentimiento, debía indicar el día de mi iniciación; que era ella quien debía designar al sacerdote consagrante y ella era quien debía prescribir el ritual da la ceremonia. «Sometámonos a estos preliminares con religiosa paciencia, me decía: guardaos de la precipitación y de la indocilidad y no pequéis por excesivo celo cuando no se os llama todavía, ni por indiferencia cuando seáis consagrado. Ninguno de mis sacerdotes, por otra parte, se ha vuelto loco para emprender, sin orden exprofesa de la diosa, una iniciación temeraria. Esto es un verdadero sacrilegio que le costaría la vida. Las llaves del infierno, lo mismo que las puertas del cielo, están en manos de la diosa; el cumplimiento de sus misterios consiste en ser, voluntariamente, un difunto; debiendo únicamente la vida a su gran bondad. Por esto suele elegir para su culto gente que haya tenido ya una pierna en el otro mundo; estos son más capaces de guardar el más fiel silencio sobre sus secretos augustos. Por su providencia les resucita, podríamos decir, a la vida mortal y abre entre ellos una vía de salvación. Vos también debéis, por consiguiente, esperar humildemente el cumplimiento de sus celestiales órdenes. ¿Por ventura no habéis recibido de la diosa pruebas evidentes de la gran bondad con que se digna favoreceros? ¿No os tiene llamado, destinado, a tan feliz ministerio? Desde este punto, como a los demás iniciados, os queda prohibido todo alimento profano, a fin de que os acerquéis con mayor recogimiento a los misterios de nuestra augusta y pura religión.»
Mi docilidad triunfó de mi impaciencia y con toda devoción y dulzura, guardando un silencio ejemplar, asistí cotidianamente a la celebración de las divinas ceremonias. La bondad de la diosa no engañó mis esperanzas y me ahorró las angustias de un dilatado plazo. Un aviso tan claro, como obscura era la noche en que lo recibí, me declaró, sin lugar a duda, la llegada del día tan deseado en que iban a cumplirse mis fervientes votos. Supe igualmente el ritual de mi recepción y qué sacerdote llevaría a cabo la ceremonia; era éste Mithras, el propio pontífice, en razón a que, dijo el oráculo, ambos estábamos bajo la inflencia y protección de dos estrellas gemelas. Animado por estas y otras benévolas insinuaciones de la soberana diosa, salté de la cama en cuanto amaneció y corrí presuroso a la casa del pontífice. Le hallé, precisamente, que salía de su habitación, y arrodillándome a sus pies me dispuse a reiterarle mis súplicas con más insistencia que nunca para reclamar mi iniciación, como un derecho adquirido. Pero apenas me vio, cuando se apresuró a decir; «¡Oh, mi estimado Lucio, qué felicidad, qué inefable dicha es la vuestra! La voluntad de nuestra augusta diosa os es propicia, os ha jungado digno de tan elevado ministerio. ¿Podéis permanecer, ahora, inactivo y sin prisa alguna? Sí, he aquí el día tan solicitado por vuestros votos, el día en que por orden soberana dn la diosa, mis manos van a daros entrada en las más sagradas profundidades del culto.» Y poniendo su diestra sobre mí, el venerable anciano me condujo cuidadosamente a la puerta del vasto templo. Con el ritual acostumbrado, abrió las puertas y llevó a cabo el sacrificio matutino. Sacó luego del fondo del santuario unos libros escritos en caracteres desconocidos, que contenían la fórmula de la consagración. Aquí estaba lleno de imágenes, de animales de toda especie; allí abreviaturas formadas con dibujos entrelazados, unos semejando una rueda, otros un nudo y otros sarmientos de vid. La curiosidad de los proranos no podía alcanzar su significado. Leyome en estos libros los preparativos que yo debía hacer para mi consagración.
Estad seguros que no tardamos, entre yo y mis amigos, mucho rato, en proveernos de todo lo necesario, sin regatear nada. Llegado el momento que el pontífice creyó favorable, me condujo en compañía de todo el santo cortejo a los baños inmediatos al templo, y una vez sumergido, como de costumbre, me purificó echando sobre mí agua clara y pura, e implorando la protección divina. Estábamos ya a media tarde, cuando me condujo al templo, a los mismos pies de la diosa. Diome secretamente ciertas instrucciones que no puedo revelar, y en seguida me recomendó en alta voz frente a los congregados, que me abstuviera durante diez días consecutivos, a partir de aquel instante, de todo alimento profano y de toda sensación sexual. Prohibiome beber vino. Cumplí respetuosamente estas indicaciones con escrupulosa exactitud. Llegó por fin el día de la divina promesa. Apuntaba ya el sol en Oriente trayendo consigo el nuevo día, cuando, afluyendo de todas partes una numerosa muchedumbre, vinieron todos, según antigua costumbre religiosa, a rendirme homenaje. El pontífice mandó luego que se retirasen los profanos, y me llevó de la mano al mismo santuario del templo. Yo vestía traje de lino... Tal vez, lector curioso, vas a preguntarme ansioso lo que allí se dijo y lo que allí pasó. Lo diría si posible fuese; lo sabríais si os fuera permitido escucharlo. Pero el crimen sería enorme y las orejas y la lengua serían culpables de la más temeraria indiscreción, sin embargo, por consideración al piadoso deseo que te anima y te suspende, no quiero haceros esperar vanamente. Oíd, pues, y creed: diré la verdad. Me acercaba yo a los límites de la muerte; hollaba ya con mi pie el umbral de Proserpina y retrocedí arrastrado a través de todos los elementos; en mitad de la noche se me apareció el sol más resplandeciente, acerqueme desde los dioses del infierno a los del cielo, les vi cara a cara y les adoré de cerca. He aquí lo único que puedo deciros, y aunque vuestros oídos han percibido estas palabras, estáis condenados a no entenderlas. Voy a explicaros ahora los únicos detalles que pueden publicarse sin incurrir en irreverencia.
Amaneció, y terminadas las ceremonias, avancé llevando doce trajes sacerdotales. Por sagradas que fueran estas vestiduras nada me impide hablar de ellas, pues en aquellos momentos una considerable multitud me estaba contemplando. En efecto, recibí orden de colocarme en mitad de la nave del templo sobre una especie de tablado de madera que se levantaba frente a la diosa. Llevaba yo un magnífico traje de lino pintado con las más hermosas flores; una preciosa clámide colgaba desde mis espaldas hasta los talones y por cualquier lado que me mirasen iba pintarrajeado con animales de mil colores. Aquí dragones de la India; allá tritones hiperbóreos: cuadrúpedos del otro mundo que tienen alas, como los pájaros. Los sacerdotes llamaban a esta última vestidura estola olímpica. En la mano derecha tenía una antorcha encendida y en la cabeza una hermosa corona de palma cuyas hojas se erguían alrededor de mi cabeza en forma de rayos. De pronto, corrieron una cortina, y así adornado, al resplandor del sol, quedé allí como una verdadera estatua, concentrando sobre mí las miradas de la curiosa multitud. Terminadas las ceremonias, festejé el feliz día de mi resurrección con un delicado y divertido banquete. Las formalidades que acabo de exponer se repitieron tres días más, como también los religiosos banquetes: constituyen el complemento indispensable a una iniciación. Permanecí una temporada en el templo ocupado únicamente en el inefable gozo de contemplar la diosa, entregado para siempre a mi augusta bienhechora. Últimamente (por indicación de la misma), después de haberle rendido humildemente mi tributo de gracias, de manera muy imperfecta, sin duda, pero como mejor supe, me preparé para regresar a mis patrios lares que abandoné tanto tiempo ha. Y desgarrándoseme el corazón, rompí los lazos que me unían a la diosa. Me arrodillé a sus pies augustos y se los lavé largo rato con el torrente de lágrimas que manaba de mis ojos, y con tristísimos sollozos que me ahogaban la voz a cada palabra, pronuncié esta devota oración:
«Santa diosa, perpetuamente solícita para la conservación de la humana especie, siempre pródiga en larguezas y satisfacciones hacia los mortales; para los desgraciados y afligidos sois afectuosa y dulce como una madre. No pasa día, ni noche, ni un instante siquiera, sin que deis muestra de vuestros beneficios, sin que protejáis a los hombres sobre la tierra y sobre el mar, sin que les socorráis de las tempestades de la vida alargándoles vuestra salvadora mano. Con esa mano ordenáis la trama que la Fatalidad embrolla, torpemente, apaciguáis embates de la Fortuua y neutralizáis la funesta influencia de las constelaciones. Sois venerada así por las divinidades del Olimpo como por las del Tártaro. Vos comunicáis al universo su movimiento de rotación, al sol su luz, al mundo sus leyes y al Tártaro sus tenebrosos abismos. La armonía de los astros, la sucesión de las estaciones, la alegría de los dioses, la docilidad de los elementos; todo es obra vuestra. Un signo de vuestra voluntad soberana anima los vientos, hincha las nubes y hace germinar las semillas y abrirse los capullos. Vuestra majestad hace estremecer los pájaros que vuelan por el cielo, las fieras que vagan por los desiertos, las serpientes que se ocultan bajo tierra y los monstruos que recorren el Océano. Más ¡ay! que para cantar vuestras alabanzas corta es mi inteligencia y mi palabra, y para ofreceros los dones que merecéis menguado es mi pitrimonio. ¡No!, mi mísera palabra no puede expresar los sentimientos que inspiran tanta grandeza, y jamás podré lograrlo, así dispusiera yo de cien bocas, otras tantas lenguas, unos infatigables pulmones y un eterno chorro de palabras. Pero, por extrema que sea mi pobreza, puedo por lo menos ser religioso; siempre estará presente en mi memoria vuestra sagrada imagen y en mi corazón os elevaré un altar donde seréis eternamente adorada.» Así oré a los pies de la soberana diosa. Luego, abrazándome al cuello del gran sacerdote Mithras, mi padre en lo sucesivo, le cubrí de besos y le pedí perdón por no poder recompensar dignamente sus inmensos beneficios.
Finalmente, después de una larga serie de cumplidos y apretones de manos, me despedí de él dispuesto a regresar directamente, después de tan larga ausencia, a mis patrios lares. A los pocos días de estar en casa, por inspiración de la diosa dispuse rápidamente mi equipaje y me dirigí a Roma. Después de feliz y rápida travesía, llegué al puerto de Ostia y en un coche ligero como el viento hice mi entrada en la ciudad santa la víspera de los idus de Diciembre, por la tarde. Desde aquel momento fue mi principal cuidado ofrecer cada día mis oraciones a la poderosa reina Isis, que es adorada con gran veneración en Roma con el nombre de Diosa del Campo, debido a la situación de su templo. Llegué a ser uno de sus más celosos adoradores, y aunque era recién venido a estos altares, no era un extraño en su santa religión. Cuando el sol había cumplido su carrera anual, traspasando el círculo del Zodíaco, mi sueño fue interrumpido una noche por la aparición de la benéfica diosa, que solicitamente velaba por mí; y me habló de una nueva iniciación y de nuevos misterios. Esperé con sorpresa sus propósitos, los oráculos que me iba a comunicar, porque, lo confieso, creía yo que mi consagración era completa hacía ya tiempo.
Pero al someter a mi propio discurso y a los consejos de los sacerdotes los escrúpulos religiosos que se apoderaron de mí, comprendí (cosa nueva y rara) que, si bien era verdad que estaba yo identificado con los misterios de la diosa, existía un dios soberano, padre de todos los dioses, el invencible Osiris, cuyo culto desconocía yo todavía; supe que, a pesar de los estrechos lazos, además de la unidad de las dos divinidades y de los dos cultos, hay una diferencia esencial entre las dos iniciaciones, y que por lo tanto debía considerarme yo llamado también a servir al dios Osiris. No estuve mucho tiempo indeciso. La noche siguiente vi uno de los sacerdotes, vestido con traje de lino, que llevaba tirsos, hiedra y ciertos atributos de que no puedo hablar. Púsolos sobre mis propios lares; luego, sentándose donde me sentaba yo de ordinario, me advirtió del banquete que debía preceder mi entrada en esta gran religión. Para darme alguna seña de su persona y medios de reconocerle, me hizo ver que tenía un poco hundido el talón izquierdo, cosa que le hacía cojear ligeramente. Semejante manifestación de la voluntad divina disipó en mí toda duda; y después de dirigir a la diosa mis preces matutinas examiné atentamente cual era el sacerdote que andaba como el que se me presentó en sueños. No faltó; entre los Pastóforos, pronto vi a uno que, además de la señal del pie, reproducía exactamente la estatura y el aspecto de mi visión nocturna. Más tarde supe que se llamaba Asinio Marcelo, nombre que hacía contraste con mi vuelta a la forma humana. Me dirigí a él sin tardanza; mas él ya sabía también que yo iba a buscarle, puesto que había recibido una inspiración, parecida a la mía, tocante a las sagradas órdenes que me debía conferir. En efecto, la noche anterior había él soñado que, en el momento de disponer las coronas para el dios soberano, éste le anunció, con la misma boca que dicta el destino de cada mortal, que un habitante de Madanza se dirigiría a él para que lo iniciara en los misterios; habíale dicho que este extranjero era pobre, pero que la bondad del dios reservaba al neófito mucha sabiduría y al consagrante mucho dinero.
Yo estaba ya decidido a iniciarme, pero la escasez de mi bolsillo retardaba el hecho, con gran pesar mío. Mi débil patrimonio se había agotado con los gastos del viaje, y la vida en Roma costaba mucho más cara que en la provincia de donde vine. Esta pobreza me reducía, pues, a muy dura condición y me hallaba (como se dice vulgarmente) entre espada y pared. Pero el dios no cejaba en darme prisa, y más de una vez me turbó profundamente renovando sus solicitudes, intimándome con severas órdenes. Por último, me decidí a empeñar mi armario, que estaba vacío, y reuní el dinero necesario. El dios me había echado una indirecta en este sentido: «¡Qué!, me dijo, ¿para darte recreo no vacilarías en vender tus muebles, y cuando se trata de abordar tan grandes misterios, dudas en exponerte a una pobreza de que tal vez no te arrepentirás uunca?» Así, pues, me jugué el todo por el todo. Pasé diez días comiendo sólo vegetales y me hice admitir en las orgías nocturnas del gran dios Serapis. En adelante, tranquilo ya porque conocía una religión análoga, frecuenté asiduamente los altares del dios. Este fervor era para mí un consuelo soberano de mi destierro y además proveía abundantemente a mis necesidades, porque el hado favorable me proporcionó algunas gangas en el foro, donde defendí varios pleitos en latín.
Poco tiempo después, por orden imprevista y muy maravillosa, la divinidad me interpeló de nuevo para ver si estaba dispuesto a sufrir una tercera iniciación. La inquietud y la ansiedad se apoderaron de mí y me echaron en un mar de confusiones. ¿Hasta cuándo continuarán, me preguntaba yo, estas instancias nuevas e inauditas de los dioses? ¿Qué más queda por hacer después de haberse iniciado ya dos veces? ¿Es que tal vez Mithras y Asinio han cumplido su ministerio conmigo con falta de celo y poco escrúpulo? ¿He de poner verdaderamente en entredicho su sinceridad? Así me agitaba yo en una indecisión parecida al delirio, cuando una noche se me apareció la celeste imagen y me dijo: «Esta numerosa serie de consagraciones no debe alarmarte ni hacerte sospechar de las anteriores. El interés que los dioses se dignan tomar por ti, es, por el contrario, suficiente para llenar tu corazón de gozo y alegría. Serás tres veces lo que los otros sólo pueden serlo una: sí, tres veces; y ese número precisamente debe inspirarte confianza. Por lo demás, la ceremonia que se te pide es ya la última. Considera que las vestiduras que usabas en la provincia para honrar a la diosa, subsistirán, y que en Roma, en las grandes solemnidades, no podrías hacer tus oraciones con tal vestido. Así, pues, confía, anímate y disponte confiado a una nueva iniciación que te garantizan los dioses.»
Después de estas palabras, que respiraban dulce persuasión, indicome la augusta divinidad todos los elementos que debía procurarme. Y sin dilación, sin dejarlo para mañana, fui a dar cuenta de mi visión al gran sacerdote. Otra vez tuve que abstenerme de comer carne, conformándome así al antiguo uso que prescribe una sobriedad voluntaria y no interrumpida durante estos diez días; hasta lo continué alguno más, y para cumplir con exceso los sagrados preparativos, hago grandes derroches consultando antes un piadoso celo que mi bolsillo. Pero, a Dios gracias, no hube de lamentar estas fatigas ni los gastos. ¿Cómo no ser así? La liberal solicitud de los dioses me había procurado en el foro lucrativos negocios y pronto alcancé desahogada posición. Finalmente, pasados pocos días, el primero entre los dioses, el más santo entre los augustos, el más augusto entre los santos, el rey de los inmortales, el inefable Osiris, se presentó durante mi sueño, mas no con extrañas vestiduras, sino dignándose hacerme gozar de su magnífica presencia. Me animó a dedicarme al foro con ardor, lo más pronto posible, a la gloriosa profesión de abogado y a no temer las calumnias que los envidiosos derramarían sobre mí, excitados por mi sabiduría, fruto de tan laboriosas velas. Luego, para que yo no practicase su culto como un adorador cualquiera, me admitió en el colegio de los Pastóforos y, más tarde, entre los decuriones quinquenales. Así, pues, a partir de este momento, me hice afeitar la cabeza para llenar mi ministerio en esta antigua corporación, fundada en los remotos tiempos de Sylla, y lejos de intentar cubrir ni disimular mi pelada cabeza, me presentaba, por el contrario, a todas partes con un cierto orgullo.