Arte Arcaico

Armando Palacio Valdés


Cuento


¿Por qué hablaban los espíritus libres del Arte? ¿Hay arte posible arrancando al artista la noción del bien y del mal? Si se exceptúan tal vez la escultura, las artes todas tienen por base esas telas de araña que se llaman Dios, alma, bien, verdad. La arquitectura sin religión no sería arte bella, sino de pura utilidad, una arquitectura de castor. La música, si quedase plenamente demostrado que no existe más mundo que el de los fenómenos, si no despertase en nuestra alma dulces y vagos presentimientos de otra patria, ¿ejercería encanto alguno? Una vez persuadidos, absolutamente persuadidos de que su influencia es puramente fisiológica, que no tiene otra finalidad que la de activar las funciones vitales por medio del ritmo, acelerando la digestión o la circulación de la sangre, huiríamos como de un veneno de la música de Beethoven. Buscaríamos algún wals de Strauss o un pasodoble de Chueca a título solamente de licor estomacal.

Y si consideramos el arte por excelencia, el arte de la poesía, no hallaremos en todas sus manifestaciones más que esa lucha profunda, desesperada, trágica y cómica a la vez, entre los ciegos apetitos de nuestra naturaleza animal y las aspiraciones elevadas de nuestro ser espiritual.

Figurémonos por un momento que los espíritus libres vencen en toda la línea. Queda absolutamente demostrado (de un modo indudable para todos los hombres, grandes y pequeños) que los llamados valores superiores, el Ser infinito y eterno, el bien y la verdad, son puros fantasmas, un síntoma de la vida declinante; el amor, la compasión, el sacrificio por los otros, enfermedades cerebrales que aparecen cuando los instintos sanos se debilitan. ¿Qué cantarán ya los poetas? ¿Dónde están los himnos, los dramas y las novelas? Excluída la lucha interior, la lucha del mundo moral, la tierra ofrecería un aspecto tan siniestro como monótono. Obrando sólo la voluntad de vivir o la voluntad de dominar, no pudiendo considerarse como cosas serias ni el amor, ni la lealtad, ni la abnegación, la trama de la vida, tan rica y hermosa, quedaría reducida a una serie de peripecias de orden material engendradas por la diferencia de fuerza.

Trasladémonos con la imaginación a esos tiempos amenos de la transmutación de valores. Ya no hay Dios, ni alma, ni compasión, ni moral, ni nada. No hay más que superhombres. Supongamos que éstos conservan todavía la antigualla del teatro (en algo se han de divertir). No sé a punto fijo si predomina el género grande o el chico, pero hay un género predominante. El cual, como acontece casi siempre, comienza a aburrir a los espíritus difíciles. Entonces a un truchimán teatral se le ocurre la feliz idea de exhumar (arreglándola, por supuesto) una obra de dos mil años de antigüedad, El rey Lear, de un tal Shakespeare. Los espectadores encuentran un poco burda, pero graciosa, la escena en que Lear reparte el reino entre sus hijas, y la aplauden. Es original la locura de aquel hombre, que desea ser amado a todo trance. Los caracteres de Goneril y de Regania, desembarazándose más tarde del loco de su padre, les parecen nobles, aunque vulgares. Cordelia es un personaje estúpido, que sirve, no obstante, para realzar la nobleza de sus hermanas. Pero la obra no tarda en aburrirles. La locura del rey se hace pesada. Sus imprecaciones a los elementos desencadenados hacen reir un momento, mas concluyen por fatigar. El auditorio se distrae; luego tose. Los reventadores taconean. Sin embargo, hay algo que logra interesarles. La escena en que Regania y Cornuailles arrancan los ojos al anciano Gloncester les cautiva. ¡Bravo!, ¡bravo! Jamás se ha expresado con más vigor la sagrada voluntad de potencia. El final les parece igualmente noble y grandioso. Todos aquellos asesinatos y envenenamientos son del mejor gusto moderno. Pero queda destruída su fuerza por la última escena, cuando Lear entra con su hija muerta entre los brazos. Un loco y una idiota no son personajes para cerrar dignamente el drama. Luego, aquel duque de Albania, personaje de extremada debilidad, apunta ideas de moralidad tan anticuadas, que no pueden menos de repugnar al noble auditorio. El rey Lear no tuvo un éxito lisonjero, pero se hizo seiscientas cincuenta y nueve veces. Cubrió los gastos y proporcionó algún dinero al arreglador, quien, por consejo de la crítica, suprimió la escena final.

Animado con esto, otro truchimán más arcaico desentierra una obra que no tiene dos mil años de antigüedad, sido cuatro mil: La Orestiada, de Esquilo. La primera parte, Agamenón, alcanzó éxito brillante. El parricidio de Clitenmestra agradó sobremanera. La segunda parte, Las Coéforas, agradó aún más. El parricidio de Orestes era aún más sangriento y conmovedor. Mas la tercera parte, Las Euménidas, ¡oh dolor!, vino al suelo con estrépito. Aquel hijo, después de hundir su puñal en el seno de la que le dió el ser, se ve acometido por los remordimientos, que revisten la forma de Furias. El auditorio, como es natural, se indignó. Un crítico decía al día siguiente:

«¿Cómo? ¿Qué antigualla nos ha desenterrado el señor López? Antes de llevar una obra a las tablas, aunque esté defendida por su alta antigüedad, debiera meditar si esa obra puede herir en lo vivo los sentimientos nobles de nuestra sociedad. Hay enfermedades tan repugnantes, que si en los libros se pueden describir, en la escena no se deben presentar. Quien ataque las bases de la noble moral de nuestros tiempos, no lo hará impunemente. Sentir remordimientos, no sólo es inmoral, sino indecente.»


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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