Bienaventuranza

Armando Palacio Valdés


Cuento


En la plaza de la villa se celebraba el mercado semanal los lunes. Allí se congregaban las campesinas de los contornos con sus cestas repletas de huevos y frutas y manteca. Gritaban las aldeanas ofreciendo sus mercancías, gritaban más alto aún las obreras y domésticas de la villa ofreciendo por ellas precios irrisorios, piaban las gallinas, gruñían los cerdos, mugían los terneros, relinchaban los potros. Todos estos ruidos envueltos llegaban hasta mí como un sordo rumor que me producía somnolencia.

Los lunes por la tarde no teníamos escuela a causa del mercado. El Municipio dejaba generosamente al maestro todo este tiempo para proveerse de comestibles. No necesitaba tanto.

En casa no querían que saliese a la calle, por miedo a los coches, a los borrachos, a las brujas, etc. Tampoco querían retenerme dentro de ella, porque molestaba con mis juegos ruidosos. Adoptábase un justo medio; me enviaban al almacén.

Era éste una vasta pieza vacía y polvorienta, con ventana abierta al soportal, pues la calle era de arcos, como otras muchas de la villa en que habitábamos. Prohibición absoluta de saltar por esta ventana al soportal. Llevaba, pues, mi pelota, mi peonza, mi escopeta de muelles, y me entretenía lo mejor posible en aquellas largas horas vespertinas. De vez en cuando me acercaba a la ventana, apoyaba los codos en el alféizar, y miraba cruzar a los transeuntes.

El único que me interesaba entre ellos era Nabor, mi amigo Nabor, un niño rechoncho y mofletudo que pasaba tristemente hacia su clase de latín con los libros bajo el brazo. Sólo tenía un año más que yo, y había asistido conmigo a la escuela hasta hacía poco tiempo; pero, debiendo partir en breve al Colegio de Artillería, sus padres le habían sacado de ella para que aprendiese latín, convencidos tal vez de que sin entender a Virgilio no dispararía jamás bien un cañón.

La cátedra de latín funcionaba los lunes por la tarde. Nabor recordaba con pesar su tiempo de escuela a causa de esta circunstancia. Por eso, al cruzar cabizbajo por delante de mi ventana, me miraba enternecido y me decía con acento patético: «¡Adiós, Angelito!»—«¡Adiós, Nabor!», respondía yo lleno de compasión.

Pero alguna vez se detenía, cambiábamos algunas palabras, y yo le sugería diabólicamente la tentación de abandonar la cátedra y quedarse allí conmigo. El mofletudo Nabor vacilaba presa de horrible incertidumbre, acometido de negros presentimientos. Tenía miedo de que le viesen el tío Agapito, o el tío Esteban, o el tío Hermene, o el tío Borja, etc. Porque poseía una ristra interminable de tíos paternos y maternos, todos los cuales indefectiblemente habían de pasar por allí, en su opinión. Por último, me decía:

—Si cierras la ventana, me quedo contigo.

Sin oponer ningún inconveniente, yo cerraba la ventana, y quedábamos en completas tinieblas. Nos sentábamos en el suelo, y entre los dos poníamos una lata vacía de petróleo, sobre la cual tocábamos con sendos palitroques marchas guerreras. Yo las cantaba al mismo tiempo; pero él se guardaba bien de hacerlo. ¿Quién sabe si el tío Agapito, el tío Esteban, el tío Hermene, el tío Borja, etc., estarían allá fuera con el oído pegado a la cerradura?

Cuando nos fatigábamos de tocar el tambor, nos entregábamos a las más dulces confidencias. Nabor me contaba su triunfo sobre Pepón, el hijo del carnicero, a quien había logrado hinchar las narices, metiéndole adecuadamente para ello la cabeza debajo del brazo izquierdo, y ejecutando tan delicada operación con la mano derecha. Yo le describía las tres batallas descomunales que había sostenido contra Manolín, el hijo del chocolatero, de las cuales había ganado las dos primeras y perdido la última, porque, traidoramente, me había echado la zancadilla. O bien, explorando con nuestra imaginación lo por venir, nos veíamos ya tenientes del Ejército, luego capitanes, luego coroneles y generales. Nabor sería artillero, pero yo estaba resuelto a pertenecer al arma de Caballería.

—Escucha, Nabor—le decía, metiéndole la boca por el oído—; cuando tú seas capitán y mandes una batería, yo mandaré también un escuadrón. Si te encuentras en algún apuro, si los moros se echan sobre ti (para nosotros no existían más enemigos que los moros) y quieren arrancarte los cañones, gritarás: «¡Aquí, Angelito! ¡Nabor te necesita!» Entonces cargaré como un rayo sobre ellos con mis jinetes, y, ¡zis, zas!, por aquí, ¡zis, zas!, por allá, cortaremos cabezas con nuestros sables hasta que tú puedas revolverte y poner en salvo los cañones.

Nabor, conmovido por esta prueba de amistad y de valor, me abrazaba con efusión y me anunciaba proféticamente que por aquella hazaña me darían, sin duda alguna, la cruz laureada de San Fernando. Yo, a mi vez, estaba persuadido de que a él no podían dejarle sin la cruz roja del Mérito Militar.

Una vez condecorados, nos poníamos a engullir el pan y las ciruelas pasas que me habían dado para merendar. Después volvíamos a empuñar los palitroques, y otra vez a las marchas bélicas: ¡españoles valientes, a vencer o a morir!

¡Qué dulces momentos! ¡Qué íntima y pura felicidad! ¡Qué obscuridad tan luminosa! Si echo una mirada al curso de mi vida, no encuentro en toda ella un minuto de dicha más perfecta que la que experimentaba en aquel polvoriento almacén con las ventanas cerradas. Por eso tal vez no he podido representarme jamás el cielo sino en tinieblas. No hay quien me saque de la cabeza que el día en que me muera, si Dios me tiene en su gracia, nadaré solo por los espacios tenebrosos hasta que un ángel se acerque a mí, roce mi frente con sus alas, me eche los brazos al cuello, me bese y me invite dulcemente a tocar el tambor.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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