El Amo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Tengo un amo, tengo un tirano que, a su capricho, me inspira pensamientos tristes o alegres, me hace confiado o receloso, sopla sobre mí huracanes de cólera o suaves brisas de benevolencia, me dicta unas veces palabras humildes, otras, bien soberbias. ¡Oh, qué bien agarrado me tiene con sus manos poderosas! Pero no me someto, y ésa es mi dicha. Le odio, y le persigo sin tregua noche y día. Él lo sabe, y me vigila. ¡Si algún día se descuidase!... ¡Con qué placer cortaría esta funesta comunicación que mi alma, que mi yo esencial mantiene con la oficina donde el déspota dicta sus órdenes! Quisiera ser libre, quisiera escapar a esos serviles emisarios suyos que se llaman nervios. Mientras ese momento llega, me esfuerzo en dominarlos. Los azoto con agua fría todas las mañanas, les envío oleadas de sangre roja por ver si los asfixio, y me desespero observando su increíble resistencia. Cuantos proyectos hermosos me trazo en la vida, tantos me desbaratan los indignos. He querido ser manso y humilde de corazón, y hasta pienso que empecé la carrera con buenos auspicios. Me pisaban los callos de los pies, y, en vez de soltar una fea interjección, sonreía dulcemente a mis verdugos; cuando alguno ensalzaba mis escritos, me confundía de rubor; sufría sin pestañear la lectura de un drama, si algún poeta era servido en propinármela; leía sin reirme las reseñas de las sesiones del Senado; ejecutaba, en fin, tales actos de abnegación y sacrificio, que me creía en el pináculo de la santidad. Mis ojos debían de brillar con el suave fulgor de los bienaventurados. Me sorprendía que tardara tanto en bajar un ángel a ponerme un nimbo sobre la cabeza y una vara de nardo en la mano. Pero, ¡oh dolor!, bastó que un oficial de peluquería me dijese con sonrisa impertinente que esta barba apostólica que gasto era cosa ya pasada de moda y cursi, para que le respondiese con denuestos gritando como un energúmeno, y estuviese a punto de arrancarle las tijeras de la mano y arrojarme sobre él como un lobo hambriento. Mi santidad se disipó en un instante como el humo. El tirano tuvo la culpa; el tirano, que aquel día, según mis noticias, tenía el estómago sucio. ¿Será necesario que el hombre, antes de decidirse a ser virtuoso, se mire la lengua al espejo?

Aun para los goces más honestos y más puros he necesitado contar siempre con mi amo. ¿Cuál más honesto y más sencillo goce que el de levantarse un día de madrugada, ir de paseo a los Cuatro Caminos y comer allí una tortilla presenciando la salida del sol? Pues bien: jamás me lo ha consentido el infame. Parecía natural que, siendo del temperamento de Satanás, su poder terminase a la entrada del templo. Tampoco es así. Muchas veces me he acercado al altar de Dios lleno de fe, con el corazón contrito, y a los pocos momentos, con el fútil pretexto de que le dolían las rodillas, o sentía debilidad, o le crispaban las muecas del monaguillo, me arrancó de allí a viva fuerza. Entonces me acordé de Jesús. También Nuestro Señor quiso someterse por nosotros al capricho del tirano; también sintió la cruel impresión de sus garras en el huerto de Getsemaní y en el Calvario. Este recuerdo endulza mi pena y humillación. Sin embargo, confieso que siento un placer maligno en darle de vez en cuando un susto. Cuando paso por el viaducto de la calle de Segovia, suelo decirle, guiñando un ojo: «Eres muy arrogante y te consideras bien seguro de tu poder; pero si yo quisiera en este momento, ¿eh?... Ya sabes...» Y el tirano, que es cobarde como todos los tiranos, se estremece y tiembla.

Hasta he pensado que si la misericordia de Dios, olvidando mis muchos pecados, me llamase a Sí después de la muerte y me diese a escoger un puesto en el cielo, yo le diría, confundido de temor y respeto: «Hágase siempre tu voluntad, Señor; pero, si es posible, no me des la naturaleza angélica, porque los ángeles tienen alas, y temo que un día me duela una de ellas y no pueda libremente volar hacia Ti, soberano Rey de los cielos.»


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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