La Confesión de un Crimen

Armando Palacio Valdés


Cuento


En el vasto salón del Prado aún no había gente. Era temprano; las cinco y media nada más. A falta de personas formales los niños tomaban posesión del paseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda, de la pelota, pío campo, escondite, y otros no menos respetables, tan respetables, por lo menos, y por de cantado más saludables, que los del ajedrez, tresillo, ruleta y siete y media con que los hombres se divierten. Y si no temiera ofender las instituciones, me atrevería a ponerlos en parangón con los del salón de conferencias del Congreso y de la Bolsa, seguro de que tampoco habían de desmerecer.

El sol aún seguía bañando una parte no insignificante del paseo. Los chiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos en una mesa de mármol. Las niñeras, guardianas fieles de aquel rebaño, con sus cofias blancas y rizadas, las trenzas del cabello sueltas, las manos coloradas y las mejillas rebosando una salud, que yo para mí deseo, se agrupaban a la sombra sentadas en algún banco, desahogando con placer sus respectivos pechos henchidos de secretos domésticos, sin que por eso perdiesen de vista un momento (dicho sea en honor suyo) los inquietos y menudos objetos de su vigilancia. Tal vez que otra se levantaban corriendo para ir a socorrer a algún mosquito infeliz que se había caído boca abajo y que se revolcaba en la arena con horrísonos chillidos: otras veces llamaban imperiosamente al que se desmandaba y le residenciaban ante el consejo de doncellas y amas de cría, amonestándole suavemente o recriminándole con dureza y administrándole algún leve correctivo en la parte posterior, según el sistema y el temperamento de cada juez.

Esperando la llegada de la gente, me senté en una silla metálica de las que dividen el paseo, y me puse a contemplar con ojos distraídos el juego de los chicos. Detrás de mí estaban sentadas dos niñas de once a doce años de edad, cuyos perfiles—lo único que veía de ellas—eran de una corrección y pureza encantadoras. Ambas rubias y ambas vestidas con singular gracia y elegancia: en Madrid esto última no tiene nada de extraordinario porque las mamás, que han renunciado a ser coquetas para sí, lo continúan siendo en sus hijas y han convenido en hacerse una competencia poco favorable a los bolsillos de los papás. Me llamó la atención desde luego la gravedad que las dos mostraban y el poco o ningún efecto que les causaba la alegría de los demás muchachos. Al principio creí que aquella circunspección procedía de considerarse ya demasiado formales para corretear, y me pareció cómica; pero observando mejor, me convencí de que algo serio pasaba entre ellas, y como no tenía otra cosa que hacer, cambié de silla disimuladamente y me acerqué cuanto pude a fin de averiguarlo.

La una estaba pálida y tenía la vista fija constantemente en el suelo: la otra la miraba de vez en cuando con inquietud y tristeza. Cuando me acerqué guardaban silencio, pero no tardó en romperlo la primera exclamando en voz baja y con acento melancólico:

—¡Si lo hubiera sabido, no saldría hoy a paseo!

—¿Por qué?—repuso la segunda.—De todos modos algún día os habíais de encontrar.

La primera no replicó nada a esta observación y callaron un buen rato. Al cabo la segunda dijo poniéndole una mano sobre el hombro:

—¿Sabes lo que estoy pensando, Asunción?

—¿Qué?

—Que debías decírselo todo. Lola es buena niña, aunque tenga el genio vivo. ¿No te acuerdas cuando nos pegamos y nos arañamos porque le quité de ser la mamá?... Ya ves que le pasó en seguida...

—Sí, pero esto es muy distinto.

—Ya lo sé que es distinto... pero debes decírselo.

—¡Ay! No me mandes eso, por Dios, Luisa... de seguro no me vuelve a decir adiós, y se lo cuenta en seguida a sus papás.

—¿Y no será peor que se lo cuente otra persona?... ¡Hay niñas más mal intencionadas!... Elvira lo sabe ya... no sé quién se lo ha dicho...

Profunda debió ser la impresión que esta noticia causó en el ánimo de Asunción, porque no volvió a despegar los labios y siguió escuchando consternada las razones de su amiga, que las amontonaba de un modo incoherente, pero con resolución.

El paseo se iba poblando poco a poco. El sol no se enseñoreaba ya sino de uno de los ángulos del salón: al retirarse dejaba claro y nítido el ambiente, en el cual resaltaban con admirable pureza el obelisco del Dos de Mayo y las agujas del museo de Artillería y de San Jerónimo. Los pequeños retrocedían ante la invasión de los grandes a los parajes más apartados, donde establecían nuevamente sus juegos. Un chico rubio, vestido de marinero, con cara de desvergonzado, se quedó fijo delante de nuestras niñas contemplándolas con insistencia, y no hallando al parecer conveniente la gravedad que mostraban, se puso a hacerlas muecas en son de menosprecio. Luisa, al verse interrumpida en su discurso, se levantó furiosa y le tiró por los cabellos. El chico se alejó llorando.

Al cabo de un rato, cuando ya me disponía a dejar la silla para dar algunas vueltas, oí exclamar a Luisa:

—¡Calla... calla... me parece que ahí viene Lola!

Asunción se estremeció la cabeza vivamente.

—Sí, sí, es ella,—continuó Luisa.—Viene con Pepita y con Concha y Eugenia... Es el primer domingo que viene después de la muerte de su hermano... ¡No te pongas así, niña!... No te asustes... verás, yo lo voy a arreglar todo.

Asunción, en efecto, había empalidecido y estaba clavada e inmóvil en la silla como una estatua. Pronto divisé un grupo de niñas de su misma edad que se aproximaba; en el centro venía una completamente enlutada, morenita, con grandes ojos negros y profundos que debía de ser la causante de los temores de Asunción. Luisa se levantó a recibirlas y echó una carrerita para cambiar con ellas buena partida de besos cuyo rumor llegó hasta mis oídos. Asunción no se movió. Al llegar, todas la saludaron con efusión, no siendo por cierto la menos expansiva la enlutada Lolita. Después de cambiadas las primeras impresiones, observé que Luisa hacía señas a Asunción en ademán de pedirle algo, y que Asunción lo negaba, también por señas, pero con energía. Luisa, sin embargo, se resolvió a hacer lo que pretendía a despecho de su amiga, y llegándose a Lola, le dijo:

—Mira, Asunción tiene que decirte una cosa; ve a sentarte junto a ella.

Lolita se vino hacia la melancólica niña y le preguntó cariñosamente tocándole la cara:

—¿Qué tienes que decirme, Chonchita?

La pobre Asunción, completamente abatida, no contestó nada; visto lo cual por su amiga, tomó asiento al lado, y la instó con mucha viveza para que le contase lo que la ponía tan triste.

—Mira, Lola,—comenzó con voz temblorosa y casi imperceptible,—después que te lo diga ya no me querrás.

Lola protestó con una mueca.

—No, no me querrás... Dame un beso ahora... Después que te lo diga, no me darás ningún otro...

Lolita se manifestó sorprendida, pero le dio algunos besos sonoros.

—Mañana hace un mes que murió tu hermano Pepito... Yo sé que has tenido una convulsión por haber visto la caja... A mí no me han dejado ir a tu casa porque decían que me iba a impresionar, pero toda la tarde la pasé llorando... Luisa te lo puede decir... Lloraba porque Pepito y yo éramos novios... ¿no lo sabías?

—¡No!

—Pues lo éramos desde hacía dos meses. Me escribió una carta y me la dio un día al entrar en tu casa: salió de un cuarto de repente, me la dio y echó a correr. Me decía que desde la primera vez que me había visto le había gustado, que podríamos ser novios si yo le quería, y que en concluyendo la carrera de abogado, que era la que pensaba seguir, nos casaríamos. A mí me daba mucha vergüenza contestarle, pero como a Luisa le había escrito también Paco Núñez declarándose, yo por encargo de ella le dije un día en el paseo: «Paco, de parte de Luisa, que sí,» y a la otra vuelta Luisa le dijo a Pepito: «Pepito, de parte de Asunción, que sí». Y quedamos novios. Los domingos cuando bailábamos en tu casa o en la mía, me sacaba más veces que a las demás, pero no se atrevía a decirme nada... A pesar de eso, una vez bailando, como estaba triste y hablaba poco, le pregunté si estaba enfadado, y él me contestó: «Yo no me enfado con nadie, y mucho menos contigo». Yo me puse colorada... y él también... Todos los días por la tarde iba a esperarme a la salida del colegio; se estaba paseando por delante hasta que yo salía y después me seguía hasta casa...

Aquí Asunción cesó de hablar, y Lola, que la escuchaba con tristeza y curiosidad, aguardó un rato a que continuase, y viendo que no lo hacía, le preguntó:

—Pero, ¿por qué me decías que después de contármelo no iba a darte más besos y todas aquellas cosas? Al contrario, ahora te quiero más... mira como te quiero.

Y Lolita al decir esto le daba apasionados besos.

—Espera, espera... no me beses... ¿De qué murió tu hermano? ¿No dijeron los médicos que había muerto de una mojadura que había cogido?

—Sí.

—Pues esa mojadura, Lola... la cogió por causa mía... Sí, la cogió por causa mía... Una tarde en que estaba lloviendo a cántaros, fue a esperarme al colegio... Le vi por los cristales metido en un portal... en el portal de enfrente... no traía paraguas. Cuando salimos yo me tapé perfectamente porque la criada había traído uno para mí y otro para ella... Pepito nos siguió a descubierto. Llovía atrozmente... y yo en vez de ofrecerle el paraguas y taparme con el de la criada, le dejé ir mojándose hasta casa... Pero no fue por gusto mío, Lola... por Dios, no lo creas... fue que me daba vergüenza...

Al decir estas palabras, le embargó la emoción, se le anudó la voz en la garganta y rompió a sollozar fuertemente. Lolita se la quedó mirando un buen rato, con ojos coléricos, el semblante pálido y las cejas fruncidas; por último se levantó repentinamente y fue a reunirse con sus amigas que estaban algo apartadas formando un grupo. La vi agitar los brazos en medio de ellas narrando, al parecer, el suceso con vehemencia, y observé que algunas lágrimas se desprendían de sus ojos, sin que por eso perdiesen la expresión dura y sombría. Asunción permaneció sentada, con la cabeza baja y ocultando el rostro entre las manos.

En el grupo de Lolita hubo acalorada deliberación. Las amigas se esforzaban en convencerla para que otorgase su perdón a la culpable. Lolita se negaba a ello con una mímica (lo único que yo percibía) altiva y violenta. Luisa no cesaba de ir y venir consolando a su triste amiga y procurando calmar a la otra.

El sol se había retirado ya del paseo, aunque anduviese todavía por las ramas de los árboles y las fachadas de las casas. La estatua de Apolo, que corona la fuente del centro, recibía su postrera caricia; los lejanos palacios del paseo de Recoletos resplandecían en aquel instante como si fuesen de plata. El salón estaba ya lleno de gente.

Después de discutir con violencia y de rechazar enérgicamente las proposiciones conciliadoras, Lolita se encerró en un silencio sombrío. Al ver esta muestra de debilidad, las amigas apretaron el asedio, enviando cada cual un argumento más o menos poderoso; sobre todo Luisa, era incansable en formar silogismos, que alternaba sin cesar con súplicas ardientes.

Al fin Lolita volvió lentamente la cabeza hacia Asunción. La pobre niña seguía en la misma postura, abatida, ocultando siempre el rostro con las manos. Al verla, debió pasar un soplo de enternecimiento por el corazón de la irritada hermana; destacose del grupo, y viniendo hacia ella, la echó los brazos al cuello diciendo:

—No llores, Chonchita, no llores.

Pero al pronunciar estas palabras lloraba también. La cabecita rubia y la morena estuvieron un instante confundidas. Rodeáronlas las amigas, y ni una sola dejó de verter lágrimas.

—¡Vamos, niñas, que nos están mirando!—dijo Luisa.—Enjugad las lágrimas y vamos a pasear.

Y en efecto, llevándose el pañuelo a los ojos, ella la primera, con rostro sereno y risueño se mezclaron agrupadas entre la muchedumbre; y las perdí muy pronto de vista.


Publicado el 21 de septiembre de 2017 por Edu Robsy.
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