La Unidad de Conciencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


Mi padre acostumbraba a decir que las conciencias de los hombres eran tan diferentes como sus fisonomías. Yo tenía pocos años entonces, y no era capaz de discutir tal opinión. Ahora tengo muchos, y tampoco sé bien a qué atenerme.

Porque esta sencilla proposición arrastra consigo nada menos que el gran problema del bien y del mal. ¡Un grano de anís!

Si no existe la unidad de la conciencia en el género humano, dicho se está que la justicia, el honor, la caridad, son cosas convencionales que se hallan a merced de la opinión, que cambian con el transcurso de los años como cambian las mangas de las señoras, unas veces estrechas, otras, anchas. En otro tiempo era de moda el asesinato. Ahora ya no lo es. Quizás mañana vuelvan otra vez las mangas anchas.

Estoy seguro de que mi padre no se daba cuenta de las graves consecuencias metafísicas que sus palabras engendraban. De todos modos, no era hombre que emitiese sus opiniones en abstracto como un profesor de filosofía, sino que, invariablemente, las apoyaba en algún ejemplo bien concreto. Para sostener la proposición enunciada, tenía siempre a mano varios casos interesantes. Pero el que usaba más a menudo era el caso de don Robustiano.

Don Robustiano era un notario que vivía en la casa contigua a la nuestra; un hombre alto, anguloso, blanco ya como un carnero. A mi hermano y a mí nos inspiraba un terror loco. Jamás le habíamos visto sonreir. Tenía tres hijos de la misma edad, poco más o menos, que la nuestra, a los cuales trataba con despiadada severidad. Se decía que los azotaba con unas correas hasta hacerles saltar la sangre. En efecto, raro era el día en que no oíamos lamentos al través de la pared. Y una vez en que, por casualidad, me llevó uno de sus hijos hasta el cuarto de su padre, vi colgadas de un clavo las fatales disciplinas, que me hicieron dar un vuelco al corazón.

¡Qué diferencia entre aquel pálido demonio y mi buen padre, tan cariñoso, tan tierno, tan indulgente!

Mas el terror que inspiraba a todos los chicos de la población no era comparable al que infundía a los labriegos de los contornos. Así que se mentaba el nombre de don Robustiano, no había paisano que no quedase repentinamente serio, por alegre que se hallase.

Había motivo para ello.

Cuando había cerrado los ojos un labrador medianamente acomodado, si la partición no se hacía a puertas cerradas, y bien cerradas, esto es, si algún malaventurado heredero tenía la torpeza de no conformarse y daba lugar a que don Robustiano se presentase en la casa, ya podían todos ellos decir adiós a los mejores prados y tierras del difunto. Don Robustiano era el águila que caía sobre aquel rico vellón y lo arrebataba por los aires. Mejor, era el lobo hambriento que penetraba en la casa y no salía hasta saciarse.

De este modo y de otros había logrado hacerse considerablemente rico. Era dueño de bienes territoriales en casi todas las parroquias del contorno. Sus colonos, modelos de exactitud en el pago. ¿Quién sería osado a no pagarle la renta el mismo día que venciera?

Cuando algún tunante poseía una finca indebidamente, y su dueño legítimo se disponía a reclamársela, ya sabía que no tenía más que traspasarla por la mitad de su valor a don Robustiano, y el pleito quedaba segado en flor. No había en todo el partido judicial un valiente que se atreviese a pleitear con don Robustiano.

Aquel hombre exprimía a sus semejantes, como si fuesen manzanas, hasta la última gota. En cierta ocasión tuvo una idea feliz. Se le ocurrió vender todas sus propiedades a los mismos arrendatarios. No había que apurarse; se las pagarían en dos plazos: la mitad, de presente, la otra, a los cuatro años, con el rédito consiguiente. Los infelices cayeron en el lazo: buscaron dinero para pagar el primer plazo; pero al llegar el segundo, muchos de ellos, o se descuidaron, o no hallaron quien se lo diese, y don Robustiano se quedó otra vez con sus propiedades y con el dinero percibido. De este paso heroico salió con las costillas molidas cierta noche al retirarse a casa.

Otra vez oímos altas voces en la calle; nos asomamos al balcón y vimos a un hombre que salía de casa del escribano con las manos en la cabeza, gritando: «¡Oh, qué ladrón!, ¡oh, qué ladrón!» La gente se agolpó en torno suyo, le hacía preguntas; pero él, convulso, horrorizado, no sabía más que repetir: «¡Oh, qué ladrón!, ¡oh, qué ladrón!» Después supimos que era un hermano de don Robustiano, a quien éste había seducido para que pusiese a su nombre una finca heredada de sus padres con objeto de librarle de un embargo. Así que la vió a su nombre, se quedó con ella.

Sin embargo, ésta fué la única ocasión en que las hazañas de don Robustiano hicieron ruido en la calle. Generalmente, desollaba vivas a sus víctimas, o las asaba en parrilla, apagando cuidadosamente sus gritos. Era un hombre decoroso en todos los actos de su vida, decoroso en su marcha, en sus saludos, en su pechera almidonada y en sus botas de campana.

Para este hombre decoroso llegó, no obstante, el fin, como llega para todos los que tienen o no tienen decoro.

Un día fuimos sorprendidos con la noticia de que le iban a traer el Viático. No sabíamos que se hallaba enfermo. Verdad que nuestras relaciones de amistad no eran muy estrechas. A pesar de eso, mi padre se dispuso a recibir a Nuestro Señor a la puerta de la calle con un cirio en la mano, me hizo tomar otro, y le acompañamos hasta el cuarto mismo del moribundo.

Jamás olvidaré aquella espantosa visión. Don Robustiano, ordinariamente feo, pálido y anguloso, estaba ahora, a punto de dejar la vida, tan horrible, que recuerdo su figura como una pesadilla que no puede borrarse de la imaginación.

En torno suyo se hallaban su mujer y sus hijos y unos cuantos vecinos. Se incorporó con entereza para recibir la comunión, y dijo las oraciones con voz firme, sin asomo alguno de miedo. Cuando el sacerdote hubo partido, dijo, paseando su mirada siniestra por todos nosotros y fijándola después en sus hijos:

—Vais ahora a ver cómo muere un cristiano. Traedme ese crucifijo...

Se hizo como pedía, se abrazó al crucifijo de metal, y comenzó a repetir oraciones, unas en latín, otras en castellano. Al cabo de media hora dejó de pronunciar palabras, comenzó el estertor, y poco después expiró.

Yo estaba asombrado de no ver en torno suyo las consabidas sabandijas y alimañas de los cuadros que representan la muerte del pecador.

—¡Muere como un santo!, ¡muere como un santo!—oí murmurar a un vecino.

Y he aquí por qué mi padre sostenía que cada cual tiene una conciencia para su uso particular.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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