Opacidad y Transparencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


Hay pocos hombres con los cuales me agrade tanto el encontrarme como con el doctor Mediavilla. Es afable, despreocupado, culto, observador, ingenioso y siempre ameno. No es frecuente que nos tropecemos, pues gravitamos en órbitas distintas; pero cuando esto sucede, pasamos largo rato departiendo en medio de la acera, o bien me invita a entrar en el café más próximo, y bebemos una botella de cerveza.

Sólo tiene para mí una desventaja su conversación. Nunca discurre acerca de lo que más sabe y pudiera instruirme, de las ciencias físicas y naturales, en las cuales está reputado como sabio eminente. O por la necesidad de reposarse de estos estudios y cambiar momentáneamente la dirección de sus ideas, o impulsado por una cortesía mal entendida, suele hablarme de literatura y de política. Lo hace muy bien, mejor que muchos literatos y políticos de profesión; pero no hay duda que sería para mí más provechosa si la plática versara acerca de las ciencias que cultiva.

Otro reparo pudiera acaso oponer a su amenísima charla. El doctor Mediavilla es un pesimista convencido, y presiento que si le tuviera siempre a mi lado concluiría por fatigarme. A largos intervalos, y sazonado por un ingenio sutil y penetrante, su pesimismo interesa y convence.

No hace muchos días, la casualidad me hizo dar con él no muy lejos de la puerta de su casa, hacia la cual se encaminaba. Caían algunas gotas de lluvia, y no habiendo por allí ningún café próximo, y no queriendo privarse del gusto de charlar un rato, me invitó a subir a su domicilio. Resistí un poco: las presentaciones a la familia me molestan. Comprendiólo él, y me aseguró que no entraríamos en sus habitaciones, sino que subiríamos directamente al laboratorio que tenía instalado en el cuarto tercero de la misma casa.

Era ésta suntuosa: portero de flamante librea, amplia y tapizada escalera, etc. Bien se echaba de ver que el doctor poseía una extensa y opulenta clientela. Pero una buena parte de las ganancias que sus visitas le reportaban servía para el sostenimiento de su famoso laboratorio.

—Mi mujer odia de muerte el laboratorio—decía mientras ascendíamos lentamente la escalera—. Yo odio de muerte las visitas y consultas. Para las mujeres, todo lo que no se traduzca inmediatamente en especies sonantes, es, sencillamente, aborrecible. Temblando estoy que el día menos pensado suba y haga pedazos mis frascos e instrumentos. Aunque ustedes los poetas no se harten de llamarlas ángeles y cantar su idealismo, yo no conozco nada más prosaico y mezquino que el alma de una mujer.

—Las mujeres no son poetas ni comprenden casi nunca la poesía, es cierto; pero consiste en que son ellas mismas poesía. El conocimiento no puede conocerse a sí mismo.

—¡Hombre, tiene gracia la explicación!—exclamó riendo—. Sin embargo, mi mujer ha dejado ya de ser poesía por dentro y por fuera.

Llegamos al tercero, apretó el timbre, y salió a abrirnos un joven flaco metido en un blusón que le llegaba a los pies.

—¡Señor doctor! ¡Buenos días, señor doctor!—balbució deshaciéndose en genuflexiones.

Mediavilla apenas se dignó responderle. Pasamos por delante de él, entramos en un amplio salón cuyas paredes estaban guarnecidas por armarios con puertas de cristal, al través de las cuales se veían redomas, frascos, alambiques y no pocos instrumentos de física; atravesamos luego otro semejante, y penetramos, al cabo, en un gabinete lindamente amueblado, donde el doctor se despojó de su levita y sombrero de copa, vistiéndose en su lugar una bata chinesca y un gorro turco.

—Es increíble lo que contribuyen estos dos sencillos aditamentos—dijo sonriendo maliciosamente—para infundir veneración a mi fámulo.

—¿Qué fámulo?

—Ese que usted acaba de ver. También yo tengo mi Wagner como el doctor Fausto, tan sediento de ciencia, tan pedante y tan crédulo. Cuando me pongo esta bata y este gorro, me juzga capaz de levantar todos los velos de la Naturaleza y de evocar los espíritus activos y misteriosos que trabajan dentro de ella.

Le dirigí una mirada, y no pude menos de excusar el respetuoso temor del fámulo; porque Mediavilla, de aquella forma ataviado, con sus gafas de oro y su barba tallada en punta, semejaba, en efecto, un nigromántico.

—Ea, charlemos un rato—dijo arrellanándose frente a mí en una butaca—. ¿Qué me cuenta usted del drama de Romillo?... Un tiro, ¿verdad? Estos jóvenes satánicos concluirán por quitar también a Satanás la opinión de listo.

—Doctor—respondí yo un poco vacilante—, perdone usted..., pero en este momento..., dentro de un laboratorio y al lado de un hombre de ciencia tan notable, no puedo menos de sentir alguna curiosidad científica. ¡Si usted fuese tan amable que me mostrase alguna preparación... o me hiciese presenciar cualquier experimento!...

Mediavilla se puso serio repentinamente, me miró con sorpresa y atención, y exclamó, al cabo, sacudiendo la cabeza:

—¡Hombre, un literato!... Vamos, usted es como mi fámulo, sabe muchas cosas, pero desearía saberlo todo.

Luego, alzándose de la butaca y abriendo la puerta, gritó:

—¡Morlesín!

—Señor doctor.

—¿Qué estaba usted haciendo cuando entramos?

—Estaba filtrando las ondas lumínicas.

—¿Y para qué hacía usted eso?

Morlesín tardó algunos instantes en responder.

—Me preocupa mucho la constitución de la materia—dijo al cabo—. Quisiera saber lo que hay dentro de los átomos.

—Lo sabrá usted.

—¿Cree usted, señor doctor...?

—Sí, sí; lo sabrá usted.

Y gravemente pasó por delante de él, invitándome a seguirle.

—Es un experimento antiguo, pero siempre curioso—me dijo—. Física recreativa... Morlesín, haga usted delante del señor el experimento.

El fámulo se apresuró a obedecer. Cerró los balcones, y con una pequeña lámpara de arco voltaico produjo el espectro, haciendo atravesar el rayo luminoso por un prisma de cristal. Entonces pude ver cómo el espectro se extendía más allá de los límites del rojo, haciendo subir el termómetro, y más allá del violeta, haciendo surgir la luz en un papel impregnado de sulfato de quinina. Los rayos invisibles tenían, pues, una eficacia superior a los visibles. Después, por medio de soluciones adecuadas, me mostraron la causa determinante de los colores. Unos cuerpos absorben ciertas ondas luminosas, y dejan pasar libremente las otras. Estas últimas son las que prestan su color a los cuerpos. Por fin, pude observar que este poder de elección que los cuerpos tienen para las ondas luminosas, no solamente se extiende al espectro visible, sino también al invisible. El agua, por ejemplo, era perfectamente transparente para la luz, y opaca para los rayos caloríferos. Otros líquidos, viceversa, eran opacos para los rayos visibles, y dejaban pasar los invisibles ultrarrojos o ultravioletas.

Morlesín, rojo y hasta ultrarrojo de placer, me dió una explicación acabada de estos fenómenos. El éter lumínico, substancia imponderable e infinitamente elástica que llena los espacios interestelares, penetra en todos los cuerpos, rodea los átomos, que nadan en él como nuestra tierra nada en la atmósfera. Las vibraciones de este éter son la causa de la luz y del calor. Estas vibraciones u ondulaciones del éter difieren en el período de duración. Las más cortas son las ultravioletas, que se llaman también rayos químicos, porque su rapidez las hace más aptas para la descomposición de los cuerpos; las más largas, las ultrarrojas, generadoras del calor. Pues la causa de la opacidad o transparencia de los cuerpos para unas u otras ondas consiste en que el movimiento de estas ondas coincida o no con el movimiento de los átomos. Si el período de vibración de una onda coincide con el período de vibración de los átomos que componen un cuerpo, los dos movimientos se acumulan, y el cuerpo absorbe aquella onda, o, lo que es igual, resulta opaco para ella. En cambio, dejará pasar libremente las otras.

Mediavilla, que había escuchado con sonrisa burlona la disertación de su fámulo, exclamó:

—Ya ve usted que el amigo Morlesín habla de las cosas que pasan ahí dentro como si fuese un gnomo testigo de todas las operaciones misteriosas de la madre Naturaleza.

Morlesín dió las gracias ruborizado. El doctor me echó el brazo por la espalda y me llevó de nuevo a su gabinete.

—Acaba usted de presenciar un experimento de física—me dijo—. ¿Quiere usted ver este mismo experimento transportado al mundo psíquico?...

—No entiendo...

—Sí; esta misma filtración de las ondas lumínicas al través de los cuerpos, voy a hacérsela a usted ver al través de las almas.

Le miré con estupefacción, sin comprender. Mediavilla, sin explicarse más, se acercó a un aparato telefónico que tenía cerca de la mesa y llamó a su casa.

—¿Está la señorita Luisa?—preguntó al criado—. ¿Sí?... Pues dile que, si no le sirve de molestia, tenga la bondad de subir un momento.

—Es mi hija mayor—dijo colgando el auditivo—. Tiene veintidós años. Será la redoma al través de la cual vamos a filtrar la luz de esta lámpara.

Y llevó la mano a un estante de su biblioteca y sacó de él un libro. Yo le miraba cada vez con mayor sorpresa.

No tardó en aparecer una joven más baja que alta, más gruesa que delgada, de rostro fresco y sonrosado. El doctor me presentó a ella como gran literato, y le endilgó la patraña de que estaba escribiendo un libro sobre el arte de la lectura, y tomaba notas y hacía observaciones en cuantos sujetos me era posible, hombres, mujeres, jóvenes, niños y viejos.

—¡Si tú fueses tan amable que leyeses en alta voz un capítulo de esta novela!

—¡Oh! ¡Yo leo muy mal!—exclamó la joven poniéndose encarnada como una cereza.

—No es exacto. Pero aquí no se trata de la mayor o menor perfección en la lectura, sino de ciertas observaciones que el señor está efectuando acerca del acento, del timbre de la voz, del ritmo, etc., etc.

Luisa tomó ya sin replicar el libro de manos de su padre, y se puso a leer en el sitio que éste le designó.

Era una novela histórica de los tiempos primeros del cristianismo en Roma. En el capítulo señalado por el doctor se describía con brillantes colores y lujo de detalles la mansión de un patricio. Leyó la joven la descripción de los suntuosos peristilos de mármol, las estatuas, los bronces, las pinturas, las alfombras de Persia, las sederías de la China, las telas bordadas de la India, con indiferencia y entonación monótona. Pero al llegar a una escena en que la hija del patricio, altiva e irascible, disputa con una esclava cristiana, la cubre de burlas y denuestos porque cree en la inmortalidad del alma, y, por fin, la hiere cruelmente con un puñalito, la voz de la lectora se mudó ostensiblemente, la respiración se le cortó varias veces, y sus ojos se rasaron de lágrimas. Luego, la orgullosa patricia, arrepentida al ver correr la sangre en abundancia, manda curar a la esclava y le regala en compensación un rico anillo de esmeraldas. Mas al domingo siguiente el precioso anillo apareció en una iglesia entre las limosnas recogidas para los pobres. Este último rasgo hizo brillar los ojos de la lectora con alegría y admiración.

—Está bien, hija mía. Muchas gracias. Puedes bajar cuando gustes; y si tu hermana Consuelo está desocupada, dile que suba un instante.

Despidióse la primogénita de Mediavilla besando a su padre y alargándome la mano con timidez y cordialidad al mismo tiempo.

—Ya ve usted que mi hija mayor deja pasar libremente las ondas luminosas de corto período, los brillantes colores del iris, y sólo absorbe las vibraciones invisibles ultrarrojas, las que engendran calor en los corazones.

—Lo he observado con placer. ¡Dichoso el hombre que tropieza en el mundo con uno de estos seres, cuya alma sólo vibra con el amor y el perdón!

—Sí; pero ¡desgraciados estos seres si tropiezan con un hombre deslumbrado, cuyos ojos no son capaces de percibir las ondas preciosas e invisibles que remueven su alma!—repuso el doctor mientras una arruga surcaba su frente.

Comprendí que aquella joven era la hija preferida de su corazón, y que su felicidad le inspiraba un cuidado ansioso y vigilante.

Consuelo, su hija segunda, se presentó. No pude menos de sentirme subyugado inmediatamente. Un rostro blanco, ovalado, cabellos negros, ojos rasgados de largas pestañas, alta, flexible y aérea como una hada. Me saludó con la soltura un poco impertinente de las jóvenes persuadidas de su hermosura y que la ven celebrada. Su padre le repitió la misma demanda que había hecho a Luisa, poniéndole el libro delante. La hermosa joven me dirigió entonces una penetrante mirada de curiosidad, donde se mezclaba la inquietud y la burla. Luego se puso a leer, y su voz era también de timbre delicioso. Cuando la Naturaleza decide formar un ser bello, parece que muestra empeño en no olvidar ningún toque.

No tardé en advertir que la descripción de las riquezas acumuladas en la casa del patricio romano lograba interesarla; que tanta obra de arte, tanta joya y tanta elegancia le causaban profunda admiración. En cambio, cuando llegó a la escena de la disputa entre la esclava cristiana y la señora pagana, su tono se hizo más indiferente y monótono. Ni aun logró alterarlo el bárbaro castigo que ésta la infligió. Sus ojos brillaron, no obstante, cuando la patricia regaló a su esclava el magnífico anillo de esmeraldas. Pero al leer que este anillo se había encontrado al domingo siguiente en el cepillo de los pobres, quedó un instante suspensa sin comprender. Luego hizo una imperceptible mueca de desdén, y se puso seria.

—Como usted habrá advertido—me dijo su padre cuando partió—, acabamos de operar con una substancia muy diversa. Esta absorbe todos los rayos lumínicos y brillantes del espectro visible; pero deja pasar libremente las ondas más amplias del calor.

Bajé la cabeza sin responder. No me pareció delicado apoyar lo que decía, pues se trataba, al cabo, de una hija suya.

—Entre los fenómenos del mundo físico y los del mundo moral—prosiguió—descubrimos alguna vez una estrecha relación, una simetría que hace pensar involuntariamente en la armonía preestablecida de Leibnitz y en las causas ocasionales de Malebranche...

El doctor comenzó a disertar gravemente, sabiamente, como tenía por costumbre. Yo le escuchaba con atención y placer, pues su palabra clara, sus variados conocimientos y su ingenio prestaban verdadero encanto a su discurso. Mas hete aquí que cuando nos hallábamos enteramente abstraídos en nuestra plática metafísica, hizo irrupción en la estancia un chico de diez y ocho a veinte años, vivaracho, ruidoso, que guardaba extraordinario parecido con el doctor.

—Adolfito... Mi único hijo varón—dijo aquél presentándomelo.

Traía unos cuantos libros debajo del brazo, y me enteré de que estaba terminando la carrera de Filosofía y Letras, con todas las notas de sobresaliente y muchos premios. Luego que se hubieron cambiado algunas frases, quedó el doctor suspenso un instante, y me dijo en voz baja:

—Todavía podemos hacer otro experimento.

Y acto continuo invitó a su hijo en la misma forma, esto es, anunciándole mi libro imaginario sobre el arte de la lectura, a que leyese el capítulo de la novela que ya habían leído sus hermanas.

Adolfito tomó el libro y comenzó a leer admirablemente, como quien desea lucirse. Pero de pronto levanta la cabeza y exclama:

—¡Hombre, esta descripción me parece muy amanerada! El autor acumula en una casa todos los cachivaches que se hallan descritos en los manuales de antigüedades romanas.

—Bien... Sigue, sigue—repuso su padre sonriendo.

Al llegar a la disputa filosófica entre la patricia y su esclava, de nuevo se interrumpe para afirmar:

—Todo esto es de una inocencia paradisíaca. ¡Una esclava que habla como un profesor de metafísica!

—Sigue, sigue, hijo mío—le dijo su padre, haciéndome al mismo tiempo un guiño malicioso.

Llegó al final del capítulo, y al leer lo del anillo regalado a la esclava, y entregado después por ésta a los pobres, cerró el libro con ademán desdeñoso.

—¡Bah! ¡Bah!... Este golpecito de efecto es de lo más pueril y ridículo que he leído en mi vida.

El doctor Mediavilla dejó escapar entonces una sonora carcajada, y exclamó dirigiéndose a mí:

—Amigo mío, por esta redoma pasan libremente todas las ondas del espectro, menos las ultravioletas, que son los rayos químicos... ¡Los rayos de descomposición!

Adolfito, amoscado por la risa de su padre, se levantó de la silla, y, haciendo un frío saludo, salió de la estancia.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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