Pragmatismo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El sol se puso rojo. La negra, horrible nube se acercó, y las tinieblas invadieron el cielo, momentos antes sereno y transparente.

Entonces los camellos se arrodillaron, y los hombres se volvieron de espalda y se prosternaron también. Los caballos se acercaron temblando a los hombres, como buscando protección.

El furioso khamsin comenzó a soplar. No hay nada que resista al impetuoso torbellino. Las tiendas, sujetas al suelo con clavos de hierro, vuelan hechas jirones, y la arena azota las espaldas de los hombres; sus granos se clavan en los lomos de los cuadrúpedos, haciéndoles rugir de dolor.

Aguardaron con paciencia por espacio de dos horas, y la espantosa tromba se disipó. Entonces el sol volvió a lucir radiante; el aire adquirió una transparencia extraordinaria.

Los pacientes camellos se alzaron con alegría, los caballos relincharon de gozo, y los hombres lanzaron al aire sonoros hurras. Estaban salvados.

Habían salido de Río de Oro hacía algunos días, y, audaces exploradores, se lanzaron por el desierto líbico para alcanzar el país de los árabes tuariks. Les faltaba el agua; pero esperaban llegar aquel mismo día al gran oasis de Valatah. Así lo pensaba y lo prometía su guía Beni-Delim, un hombre desnudo de medio cuerpo arriba, de tez rojiza, nariz aguileña, cabellos crespos y mirada inteligente.

—¡Beni-Delim! ¡Beni-Delim! ¿Dónde está Beni-Delim?

Beni-Delim había desaparecido.

Entonces la consternación se pintó en todos los semblantes. El traidor había aprovechado los momentos de obscuridad y de pánico para huir, dejándolos en el desierto sin guía. Estaban perdidos.

El jefe de la expedición, un italiano hercúleo de facciones enérgicas y agraciadas, les gritó:

—¡No hay que acobardarse, amigos! Cuando ese miserable ha huído, el oasis no debe de estar lejos. ¡En marcha!

Caminaron todo aquel día, sufriendo horriblemente; pero la noche se llegó, y no había señales del oasis. Se tendieron sobre la arena silenciosos, esperando que el sueño les libraría por algunas horas de aquel tormento.

Cuando amaneció el jefe dió la orden de marcha. Algunos le dijeron:

—Pietro, déjanos aquí. No podemos más. Más vale morir de una vez que prolongar algunas horas nuestra agonía.

El italiano lanzó un juramento espantoso y les obligó a levantarse pinchándoles con su cuchillo.

Y volvieron a caminar jadeantes y silenciosos bajo un sol abrasador. Poco tiempo después un hombre cayó al suelo. El jefe le vió caer; pero siguió caminando como si no le hubiera visto; los demás hicieron como él. Una hora después cayó otro; luego, otros dos. La caravana seguía marchando, mejor dicho, seguía arrastrándose sobre la candente arena. El sol comenzaba a declinar. De pronto suena entre ellos un grito de alegría:

—¡Mirad! ¡El oasis!, ¡el oasis!

En efecto, el oasis se hallaba enfrente de ellos. No muy lejos se divisaban las crestas azuladas de sus montañas. Los exploradores se abrazan llorando de alegría.

—¡Animo, compañeros!—grita Pietro—.¡Un esfuerzo más, y estamos salvados!

Pero en aquel instante un hombre enjuto, de barba rala y canosa y ojos penetrantes revestidos de gafas, avanza algunos pasos sobre la arena, saca de su mochila unos gemelos de mar, y escruta el horizonte por todos lados. Era el sabio de la expedición.

—¡Esperad! ¡No os alegréis tan pronto, desgraciados! Eso que percibís no es el oasis, sino la imagen de las montañas que dejamos muy atrás. La capa de aire en contacto con la arena se hace, por el calor que ésta irradia, menos refractiva que las que están sobre ella. Los rayos de los objetos distantes, que caen oblicuamente sobre esta capa, no la atraviesan sino que resbalan antes de penetrarla, y se reflejan totalmente a lo alto. Ese fenómeno de espejismo ha sido fatal a muchos en el desierto.

Estas palabras alzaron un coro de lamentos e imprecaciones en la caravana. Pietro le enseña los puños, gritando:

—¡Maldito seas, sabio!, ¡maldito seas!—Y dirigiéndose a sus amigos, les dice:—Ya lo oís: no nos queda ninguna esperanza. Sepamos morir como hombres, y ya que tenemos en nuestras manos la carga de pólvora que puede librarnos de algunas horas de agonía, utilicémosla en nuestro provecho.

—¡Todavía no!—gritó una voz alegre.

Era un estudiante aficionado a la filosofía, que se había unido a ellos por el gusto de viajar y hacer observaciones psicológicas.

—Efectivamente—continuó—, allí no hay oasis: la ciencia lo demuestra. Mas ¿por qué abatirse? Caminad como si lo hubiera, y esa esperanza os sostendrá largo rato todavía. Durante algún tiempo viviréis consolados, no lo pasaréis del todo mal, y, ¡quién sabe!, tal vez, al cabo, tengamos la buena suerte de tropezar con una fuente.

Los exploradores quedaron un instante suspensos. El jefe dejó escapar una carcajada, y los demás le imitaron. Por algunos momentos reinó la alegría en aquella gente infeliz.

—¡Gracias, filósofo!—exclamó Pietro—. Gracias por el buen rato que nos has hecho pasar antes de morir.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 3 veces.