Después del chaparrón, violento y ruidoso, brilla de nuevo el sol. Detrás de un nubarrón, cuyo gris sucio comienza a aclararse por sus flecos, surge el primer rayo, súbitamente, como flecha de un arco escondido.
El campo, bajo aquella luz que de lo alto se cierne y cae en intangible polvo de plata, va, paulatinamente, impregnándose de deslumbradora claridad. Parece que esta claridad alguna mano leve y caprichosa la dejase caer de lo alto, poco a poco, con cierta indolencia femenina. Deslumbra, pero no ofusca. Lo anega todo, en todo se cuela, por todas partes se arrastra, todo lo denuncia o lo detalla, a todo presta relieve; pero no llega a entibiar ni tanto así. Tiene la blandeza de una fugaz caricia. Hace el propio efecto de un aluvión de pétalos de rosas blancas que cayera, revoloteante, y rozara nuestra piel, nos envolviera unos instantes en su nevada y luego desapareciera. Es una claridad vaporosa, color de agua de manantial. Por los suelos, por entre el vellón de la grama, por entre las tupidas macollas de flor amarilla y de borraja, por sobre los manchones de escobilla constelada de pringas blancas y los prietos racimos de estrellas magentas de las maravillas, va, de puntillas, con delicadezas de enfermera, enjugando las hojas, sacudiendo los botones, y adornando prolijamente los retoños con diademas de fabulosas gemas. Y sube por los árboles, arañando los troncos lacrados de verruga, para asaltar las ramas mojadas. Sacude el viento las frondas con estremecimientos perezosos; y al removerlas, desgranana un copioso rosario de gotas, que ruedan y se sepultan entre la grama produciendo chasquidos. Va la claridad reconquistando terreno, poco a poco, y comunicando a la vez nueva alegría y nueva vida. En el ramaje de un granado (El "Arbol Simbólico" de D'Annuzio), prende un incendio de bermellones y de carmines, y cincela, entre las hojas de un verde de loro, la redondez de los frutos propicios. Las menudas llamas de las flores, que magnifican el conjunto, crepitan sordamente, lamen la hojarasca que las encuadra, corren sobre la corteza, ascienden a la cima, o bajan hasta el pie del tronco. Y todo el árbol, en el prestigio del fuego, ardiendo en silencio, hace pensar en un gran ramillete de flores que Proserpina hubiese recogido a orillas del Pyriphlegeón, en los jardines que en sus ocios cultivan las tres Parcas: Clotho, Laquesis y Atropos; y vigilan las aladas Tisiphone, Alecto y Meguera.
* * *
En la copa desmochada de un güacoco, un pico (flauta de ámbar) desgrana las notas iniciales de una canción. De aquel sitio surgen vivos reflejos ígneos. Una chiltota de cajeta,
toda iluminada por el sol que seca su plumaje, agradece aquella
magnanimidad, y lo demuestra así: cantando. Es la canción del bienestar
la que el músico piñalero ejecuta en aquel momento, la canción indígena
que ningún pentagrama ha podido aprisionar. La actitud de la chiltota
es interesante: una actitud de inspirada: Santa Cecilia, suspendiendo
la música de su clavicordio, para escuchar el rumor de las arpas
celestiales... Las dos patitas del pájaro están aparejadas sobre la rama
que se balancea a su peso, imperceptiblemente. Tiene el tendido el
cuello, la cabecita escorzada, la cola caída, como el rabo de un fraque,
y el pico, diminuta flauta de un solo agujero y millones de notas,
levantando al cielo. Las notas de la canción, principiada como con
desidia, se aceleran cada vez más, hasta llegar un momento en que su
intensidad es tal, que parecen verdadera avalancha. Las notas se
empujan, se atropellan unas a otras, ruedan en loco tropel, como
azuzadas por un látigo. En se momento se piensa en que aquel buche
repleto pudiera estallar, no siéndole posible resistir más; y que
aquella maravillosa garganta, aquel pico prodigioso, llegaran a estallar
en mil fragmentos. El canto de la chiltota colma y regocija el
espacio; chisporrotea a la luz, se diluye en el éter, apaga el leve
murmurio de la lejana quebrada... De repente el canto se suspende, sin
transición alguna, bruscamente. La chiltota despliega las alas y
las sacude, como preparándose a volar. Todo su cuerpecito se inmoviliza.
Ojo avizor, escudriña la tupidez del vecino matorral. Sobre la alfombra
de hojas húmedas, se adivina un leve rumor sospechoso. Tal vez sea el
arrastre cauteloso de alguna culebra. La chiltota tiene clavados
los ojitos en aquel sitio. De pronto el ruido se apaga. Un momento más, y
el trovador de los cercos, que endulza su voz en el zumo agridulce de
las piñuelas, o en el aljófar de los dorados cepillos del chupamiel,
alza de nuevo la cabeza al cielo, parece perder todo temor y empieza
con más brío su interrumpida canción. Pero aquello es ahora algo
insólito: es una sucesión de arpegios sin plan, de gorgeos sin orden
alguno, derrochados al capricho, arrojados al viento como puñadas de
arroz en sazón, que se atropellan al brotar del estrecho agujero del
pico, tal como que sí, ya perdida la conciencia, en medio de aquel
estupendo desbarajuste, el alado ejecutante quisiera embriagarse en el
deleitoso moscatel de su canto, expirar en el pleno delirio de su loco
reclamo.